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lunes, 25 de agosto de 2025

EL ABISMO de sol Leonidas Andreiev {Relatos}

 


 

El día tocaba a su fin, pero la joven pareja continuaba paseando y hablando, sin prestar atención a la hora ni al camino. Delante de ellos, a la sombra de un otero, se erguía la masa oscura de un bosquecillo, y entre las ramas de los árboles, como carbones encendidos, ardía el sol, inflamando el aire y transformándolo en resplandeciente polvo dorado. El sol aparecía tan cercano y luminoso que todo semejaba desvanecerse; únicamente él permanecía, y pintaba el camino con sus propios tintes carmesíes. Hería los ojos de los paseantes, los cuales volvían la espalda, y de repente todo lo que caía dentro de su campo visual quedaba extinguido, se convertía prendió en el alto tronco de un abeto que resplandeció entre el verdor como una vela

en apacible y claro, y pequeño e íntimo. Algo más lejos, a una milla escasa de distancia, la roja puesta en una habitación a oscuras; el rojizo brillo del camino se extendía ante ellos, y cada piedra proyectaba su larga sombra negra; y los cabellos de la muchacha, bañados por los rayos del sol, brillaban ahora con un nimbo dorado. Un cabello suelto, separado del resto, ondeó en el aire como un áureo hilo tejido por una araña.

Las primeras sombras del atardecer no interrumpieron ni cambiaron el curso de su conversación. Continuó como antes, íntima y tranquila; continuó discurriendo sobre el mismo tema: sobre la fuerza, la belleza y la inmortalidad del amor. Los dos eran muy jóvenes; la muchacha no tenía más de diecisiete años; Ncmovctsky acababa de cumplir los veintiuno. Ambos llevaban uniformes de estudiantes: ella el modesto vestido de color pardo de alumna de una escuela femenina, su acompañante el elegante atuendo de un estudiante tecnológico. Y, al igual que su conversación, a su alrededor todo era joven, bello y puro. Sus figuras, erguidas y flexibles, avanzaban con un paso ligero, elástico; sus frescas voces, pronunciando incluso las palabras más vulgares con una reflexiva ternura, eran como un riachuelo en una tranquila noche de primavera, cuando la nieve no se ha fundido aún del todo en las laderas de las montañas.

Caminaban, doblando el recodo de un camino desconocido, y sus alargadas sombras, de cabezas absurdamente pequeñas, ora avanzaban separadamente, ora surgían juntas en una franja larga, angosta, como la sombra de un álamo. Pero ellos no veían las sombras, ya que estaban demasiado absortos en su charla. Mientras hablaba, el joven no apartaba sus ojos del bello rostro de la muchacha, sobre el cual la puesta de sol parecía haber dejado una medida de sus delicados tintes. En cuanto a ella, inclinaba su mirada sobre el sendero, apartando a un lado los diminutos guijarros con la contera de su sombrilla, y contemplaba ora un pie, ora el otro, a medida que surgían de debajo de su oscuro vestido.

El camino quedó interrumpido por una zanja de bordes polvorientos que tenían impresas unas huellas de pasos. Por un instante, los dos jóvenes se detuvieron. Zinochka levantó la cabeza, miró a su alrededor con aire perplejo y preguntó:

-¿Sabes dónde estamos? Nunca había estado aquí.

Su compañero examinó atentamente lo que les rodeaba.

-Sí, lo sé. Allí, detrás de la colina, está la ciudad. Dame la mano. Te ayudaré a cruzar.

Extendió su mano, blanca y delgada como la de una mujer, no estropeada por trabajos rudos. Zinochka se sentía alegre. Sentía deseos de saltar por encima de la zanja por sí misma, y de echar a correr, gritando: «¡Cógeme, si puedes!» Pero se contuvo, inclinó la cabeza con pudorosa gratitud y extendió tímidamente su mano, la cual conservaba su morbidez infantil. Nemovetsky experimentó el deseo de apretar fuertemente aquella manita temblorosa, pero se contuvo también, y con una leve inclinación la tomó cortésmente en la suya y volvió modestamente la cabeza cuando, al cruzar la zanja, la muchacha mostró de un modo fugaz su pantorrilla.

Y de nuevo andaron y hablaron, pero sus pensamientos estaban llenos del momentáneo contacto de sus manos. Ella sentía aún el seco calor de la palma y de los fuertes dedos masculinos; sentía placer y vergüenza, en tanto que él tenía conciencia de la sumisa blandura de la diminuta mano femenina, y veía la negra silueta de su pie y el pequeño zapato que lo envolvía tiernamente. Se sintió invadido por un repentino deseo de cantar, de extender sus manos hacia el cielo y de gritar: «¡Corre! ¡Quiero cogerte!», aquella antigua fórmula de amor primitivo entre los bosques y las ruidosas cascadas. Y, provocadas por todos aquellos deseos, las lágrimas afluyeron hasta su garganta.

Las alargadas sombras se desvanecieron, y el polvo del camino se hizo gris y frío, pero ellos no se dieron cuenta y continuaron charlando. Los dos habían leído muchos y buenos libros, y las radiantes imágenes de hombres y mujeres que habían amado, sufrido y perecido por puro amor se erguían delante de ellos. Sus memorias resucitaban fragmentos de versos casi olvidados, ataviados con la melodiosa armonía y la dulce tristeza que presta el amor.

-¿Recuerdas de dónde es esto? -inquirió Nemovetsky, recitando-: «…una vez más ella está conmigo, ella, a quien amo; de quien, no habiendo hablado nunca, oculto toda mi tristeza, mi ternura, mi amor…»

-No -respondió Zinochka, y repitió pensativamente-: «Toda mi tristeza, mi ternura, mi amor…»

-Todo mi amor -respondió Nemovetsky como un eco.

Otros recuerdos volvieron a ellos. Recordaron a aquellas muchachas, puras como azucenas, que, vestidas de negro, se sentaban solitarias en el parque, rumiando su pesar entre las hojas muertas, pero felices en medio de su pena. Recordaban también a los hombres que, abundando en voluntad y orgullo, imploraban el amor y la delicada compasión de unas mujeres. Las imágenes así evocadas eran tristes, pero el amor que se reflejaba en aquella tristeza era radiante y puro. Tan inmenso como el mundo, tan brillante como el sol, levantaba fabulosamente belleza delante de sus ojos, y no había nada tan poderoso ni tan bello sobre la faz de la tierra.

-¿Podrías morir por amor? -preguntó Zinochka, mientras contemplaba su mano infantil.

-Sí, podría -respondió Nemovetsky, convencido, y miró a su compañera a los ojos-. ¿Y tú?

-Sí, yo también. -La muchacha se quedó pensativa-. Morir por amor es una felicidad.

Sus ojos se encontraron. Unos ojos claros, límpidos, llenos de bondad. Sus labios sonrieron.

Zinochka se detuvo.

-Espera un momento -dijo-. Tienes un hilo en tu chaqueta.

La muchacha levantó una mano hasta el hombro del joven y, cuidadosamente, con dos dedos, cogió el hilo.

-¡Ya está! -exclamó-. Y, poniéndose seria, preguntó-: ¿Por qué estás tan pálido y delgado? Estudias demasiado…

-Y tú tienes los ojos azules, con unas chispitas doradas -replicó Nemovetsky, contemplando los ojos de la muchacha.

-Y los tuyos son negros. No, castaños. Parecen brillar. Hay en ellos…

Zinochka no terminó la frase. Volvió la cabeza, sus mejillas enrojecieron, sus ojos adquirieron una expresión tímida, en tanto que sus labios sonreían involuntariamente. Sin esperar a Nemovetsky, que sonreía también con secreto placer. la muchacha echó a andar, pero no tardó en detenerse.

-¡Mira, el sol se ha puesto! -exclamó con pesaroso asombro.

-Sí, se ha puesto -respondió el joven con una nueva tristeza.

La luz se había desvanecido, las sombras habían muerto, todo palidecía, agonizaba. En aquel punto del horizonte donde había ardido el sol se acumulaban ahora, en silencio, oscuras masas de nubes, las cuales conquistaban paso a paso el espacio azul. Las nubes se reunían, se empujaban una a otra, transformaban lentamente sus perfiles monstruosos; avanzaban, como empujadas contra su voluntad por alguna fuerza terrible, implacable.

Las mejillas de Zinochka se pusieron más pálidas y sus labios más rojos; sus pupilas se agrandaron imperceptiblemente, oscureciendo los ojos. Susurró:

-Estoy asustada. Me preocupa el silencio que nos rodea. ¿Nos hemos extraviado?

Nemovetsky frunció sus pobladas cejas y miró a su alrededor.

Ahora que el sol había desaparecido y que la cercana noche respiraba con aire fresco, todo parecía frío e inhóspito. El campo gris se extendía a uno y otro lado con su raquítica hierba, sus lomas y sus hondonadas. Había muchas de aquellas hondonadas, algunas profundas, otras pequeñas y llenas de vegetación; la silenciosa oscuridad nocturna se había deslizado ya en ellas; y debido a la existencia de indicios de cultivos, el lugar parecía aún más desolado.

Nemovetsky aplastó la sensación de inseguridad que pugnaba por invadirle y dijo:

-No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Primero a la izquierda, luego a través de aquel bosquecillo. ¿Tienes miedo?

Ella sonrió valientemente y respondió:

-No. Ahora, no. Pero tenemos que llegar pronto a casa y tomar un poco de té.

Apresuraron el paso, para volver a acortarlo en seguida. No miraban a los lados del camino, pero notaban la indolente hostilidad del campo labrado, el cual les rodeaba con un millar de diminutos ojos inmóviles, y aquella sensación les acercó más el uno al otro y despertó en ellos recuerdos de la infancia. Recuerdos luminosos, llenos de sol, de verde follaje, de amor y de risas. Era como si aquello no hubiese sido una vida sino un canto inmenso y melodioso, y ellos mismos hubiesen formado parte de aquel canto como sonidos, como dos leves notas: una clara y resonante como puro cristal, la otra algo más opaca pero más animada al mismo tiempo, como una pequeña campana.

Empezaron a aparecer señales de vida humana. Dos mujeres estaban sentadas, en el borde de una hondonada. Una de ellas tenía las piernas cruzadas y miraba fijamente hacia el fondo del agujero. Levantó su cabeza tocada con un pañuelo, del cual se escapaban mechones de enmarañados cabellos. Llevaba una blusa muy sucia con flores estampadas, tan grandes como manzanas; sus cordones estaban sueltos. No miró a los que pasaban. La otra mujer estaba muy cerca, medio reclinada, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía un rostro ancho y basto, con facciones de campesino, y, debajo de sus ojos, los prominentes pómulos mostraban dos manchas rojizas, semejantes a arañazos muy recientes. Iba más sucia aún que la primera mujer, y miró descaradamente a los dos jóvenes. Cuando éstos hubieron pasado, la mujer empezó a cantar con una voz recia, masculina:

«Sólo por ti, adorado mío, reventaré como una flor…»

-Varka, ¿has oído? -La mujer se volvió hacia su silenciosa compañera y, al no recibir respuesta, estalló en una ronca carcajada.

Nemovetsky había conocido a tales mujeres, que eran sucias incluso cuando llevaban lujosos vestidos; estaba acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron de su retina y se desvanecieron, sin dejar ningún rastro. Pero Zinochka, que casi las había rozado con su modesto vestido, notó que algo hostil invadía su alma. Pero al cabo de unos instantes aquella impresión se había desvanecido, como la sombra de una nube cruzando rápidamente el florido prado; y cuando, avanzando en la misma dirección, pasó junto a ellos un hombre descalzo, acompañado por otra de aquellas mujeres, Zinochka los vio, pero no les prestó la menor atención…

Y una vez más andaron y hablaron, y detrás de ellos se movió, a regañadientes, una nube oscura, proyectando una sombra transparente… La oscuridad fue espesándose paulatinamente. Ahora, los dos jóvenes hablaban de aquellos terribles pensamientos y sensaciones que visitan al hombre durante la noche, cuando no puede dormir y todo es silencio a su alrededor; cuando la oscuridad, inmensa y dotada de múltiples ojos, se aplasta contra su rostro.

-¿Puedes imaginar lo infinito? -preguntó Zinochka, llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos.

-¿Lo infinito? No… -respondió Nemovetsky, cerrando también sus ojos.

-A veces lo veo. Lo percibí por primera vez cuando era muy pequeña. Imagina un gran número de cartas. Una, otra, otra más, cartas sin fin, una infinidad de cartas… ¡Es terrible!

Zinochka tembló.

-Pero, ¿por qué cartas? -sonrió Nemovetsky, aunque se sintió incómodo.

-No lo sé. Pero yo veía cartas. Una, otra… sin fin.

La oscuridad se iba espesando. La nube había pasado ya por encima de sus cabezas y, estando delante de ellos, podía ver ahora los rostros de los dos jóvenes, cada vez más pálidos. Las figuras harapientas de otras mujeres como las que habían encontrado aparecían con más frecuencia; como si las profundas hondonadas, excavadas con algún propósito desconocido, las vomitaran a la superficie. Ora solitarias, ora en grupos de dos o de tres, aparecían, y sus voces resonaron ruidosas y extrañamente desoladas en el aire inmóvil.

-¿Quiénes son esas mujeres? ¿De dónde vienen? -preguntó Zinochka en voz baja y temblorosa.

Nemovetsky sabía qué clase de mujeres eran aquéllas. Se sentía aterrorizado por haber caído en aquella perversa y peligrosa vecindad, pero respondió tranquilamente:

-No lo sé. No tiene importancia. No hablemos de ellas. Pronto estaremos en casa. Sólo tenemos que atravesar ese bosquecillo y llegaremos a la ciudad. Lástima que hayamos salido tan tarde.

La muchacha encontró absurdas aquellas palabras. ¿Cómo podía decir que habían salido tarde, si no eran más que las cuatro? Miró a su compañero y sonrió. Pero las cejas de Nemovetsky continuaron fruncidas, y, para tranquilizarle y consolarle, Zinochka sugirió:

-Vamos a andar más aprisa. Quiero tomar un poco de té. Y el bosquecillo está muy cerca ahora.

-Sí, vamos a andar más aprisa.

Cuando penetraron en el bosquecillo y los silenciosos árboles se unieron en un arco encima de sus cabezas, la oscuridad se hizo más intensa, pero la atmósfera resultó también más apacible y tranquila.

-Dame la mano -propuso Nemovetsky.

Ella le dio la mano, con cierta indecisión, y el leve contacto pareció iluminar la oscuridad. Sus manos no se movían ni se apretaban una a otra. Zinochka incluso se apartó un poco de su compañero. Pero toda su conciencia estaba concentrada en la percepción del diminuto lugar del cuerpo donde las manos se tocaban. Y de nuevo llegó el deseo de hablar acerca de la belleza y del misterioso poder del amor, pero hablar sin violar el silencio, hablar, no por medio de palabras sino de miradas. Y pensaban que debían mirar, y deseaban hacerlo, pero no se atrevían…

-¡Y aquí hay algunas personas! -exclamó Zinochka alegremente.

En el calvero, donde había más luz, había tres hombres sentados junto a una botella casi vacía, silenciosos. Miraron con expectación a los recién llegados. Uno de ellos, afeitado como un actor, rió en voz alta y silbó de un modo provocativo.

El corazón de Nemovetsky palpitó con una trepidación de horror, pero, como si le empujaran por detrás, continuó andando en dirección al trío, sentado al borde del camino. Allí estaban esperando, y tres pares de ojos contemplaban a los viandantes, inmóviles y amenazadores.

Deseoso de ganarse la buena voluntad de aquellos ociosos y harapientos hombres, en cuyo silencio percibía una amenaza, y de obtener su simpatía a través de su propia indefensión, Nemovetsky preguntó:

-¿Es éste el camino que conduce a la ciudad?

No contestaron. El que iba afeitado silbó algo burlón e indefinible, en tanto que los otros permanecían silenciosos y miraban a la pareja con maligna intensidad. Estaban borrachos, y tenían hambre de mujeres y de diversión sensual. Uno de los hombres, de rostro rojizo, se puso en pie como un oso y suspiró pesadamente. Sus compañeros le dirigieron una ojeada, y luego volvieron a clavar sus intensas miradas en Zinochka.

-Tengo un miedo terrible -susurró la muchacha.

Nemovetsky no oyó sus palabras, pero las intuyó por el peso del brazo que se apoyaba en él. Y, tratando de aparentar una calma que no sentía, aunque convencido de lo irrevocable de lo que estaba a punto de ocurrir, continuó avanzando con estudiada firmeza. Tres pares de penetrantes ojos se acercaron más y más, centellearon, y quedaron a su espalda.

«Es preferible correr», pensó Nemovetsky. Y se contestó a sí mismo: «No, es preferible no correr».

-¡Es un polluelo! ¿Le tenéis miedo? -dijo el tercero de los miembros del trío, un individuo calvo con una barba roja muy poco poblada-. Y la chica es muy fina. ¡Quiera Dios darnos una como ella a cada uno!

Los tres hombres estallaron en una carcajada.

-¡Eh! ¡Un momento! ¡Quiero hablar con usted, caballerete! -gritó el hombre más alto con una voz recia, mirando a sus camaradas.

El trío se puso en pie.

Nemovetsky continuó andando, sin volverse.

-¡Deténgase cuando se lo piden! -exclamó el pelirrojo-. ¡Y, si no quiere hacerlo, aténgase a las consecuencias!

-¿Está sordo? -gruñó el hombre más alto, y en dos zancadas se aproximó a la pareja.

Una mano maciza cayó sobre el hombro de Nemovetsky y le hizo girar sobre sí mismo. Al volverse, encontró muy cerca de su rostro los ojos redondos, saltones y terribles de su asaltante. Estaban tan cerca, que le parecía verlos a través de un cristal de aumento, y distinguió claramente las pequeñas venas rojas en el globo ocular y lo amarillento de los párpados. Dejó caer la mano de Zinochka y, hundiendo la suya en su bolsillo, murmuró:

-¿Quiere dinero? Puedo darle el que llevo, con mucho gusto.

Los ojos saltones brillaron. Y cuando Nemovetsky apartó su mirada de ellos, el hombre alto tomó impulso y golpeó la barbilla del joven. La cabeza de Nemovetsky salió proyectada hacia atrás, sus dientes crujieron y su gorra cayó al suelo; agitando los brazos, el joven se derrumbó pesadamente. Silenciosamente, sin proferir un solo grito, Zinochka dio media vuelta y echó a correr con toda la velocidad de que era capaz. El hombre del rostro afeitado lanzó una exclamación que resonó extrañamente:

-¡A-a-ah!

Y echó a correr detrás de Zinochka.

Nemovetsky se incorporó de un salto, pero apenas había recobrado la vertical cuando otro golpe en la nuca volvió a derribarle. Sus adversarios eran dos, y el joven no estaba habituado al combate físico. Sin embargo, luchó largo rato, arañó con sus uñas como una encalabrinada mujer, mordió con sus dientes y sollozó con una inconsciente desesperación. Cuando estuvo demasiado débil para continuar resistiendo, los dos hombres le levantaron del suelo y le apartaron del camino. Lo último que vio fue un fragmento de la barba roja que casi tocaba su boca, y más allá, la oscuridad del bosque y la blusa de color claro de la muchacha que huía. Zinochka corría silenciosa y rápidamente, como había corrido unos días antes cuando jugaban al marro; y detrás de ella, con cortas zancadas, ganándole terreno, corría el hombre afeitado. Luego, Nemovetsky notó el vacío a su alrededor, su corazón dejó de latir mientras el joven experimentaba la sensación de hundirse en un pozo sin fondo, y finalmente tropezó con una piedra, chocó contra el suelo y perdió el conocimiento.

El hombre alto y el hombre pelirrojo, habiendo arrojado a Nemovetsky a una zanja, se detuvieron unos instantes a escuchar lo que sucedía en el fondo de la zanja. Pero sus rostros y sus ojos estaban vueltos a un lado, en la dirección tomada por Zinochka. Desde allí se alzó el estridente grito de la muchacha, para apagarse casi inmediatamente. El hombre alto murmuró, furioso:

-¡El muy cerdo!

Luego, irguiéndose como un oso, echó a correr.

-¡Yo también! ¡Yo también! -gritó su camarada pelirrojo, echando a correr detrás de él. Estaba débil y jadeaba; en la lucha se había lastimado la rodilla, y se sentía furioso al pensar que había sido el primero en ver a la muchacha y sería el último en tenerla. Se detuvo a frotarse la rodilla; luego, llevándose un dedo a la nariz, estornudó, y de nuevo echó a correr, gritando-: ¡Yo también! ¡Yo también!

La nube oscura se disipó a través del cielo, desvaneciéndose en la apacible noche. La oscuridad no tardó en tragarse la corta figura del hombre pelirrojo, pero durante algún tiempo pudieron oírse el desigual ritmo de sus pasos, el crujido de las hojas caídas en el suelo y los gritos plañideros:

-¡Yo también! ¡Hermanos, yo también!

Nemovetsky tenía la boca llena de tierra. Al volver en sí, la primera sensación que experimentó fue la conciencia del acre y agradable olor de la tierra. Le pesaba la cabeza, como si la tuviera llena de plomo; apenas podía volverla. Le dolía todo el cuerpo, de un modo especial el hombro, pero no tenía ningún hueso roto. Se incorporó, y durante largo rato miró por encima de él, sin pensar ni recordar. Directamente encima de su cabeza un arbusto inclinaba sus anchas hojas, y entre ellas era visible el ahora claro cielo. La nube había pasado, sin dejar caer una sola gota de lluvia, y dejando el aire seco y estimulante. Muy alta, en medio del cielo, aparecía la esculpida luna, con unos bordes transparentes. Estaba viviendo sus últimas noches y su luz era fría, desalentada, solitaria. Pequeños mechones de nubes se deslizaban rápidamente por las alturas, empujadas por el viento; no oscurecían la luna, limitándose a acariciarla. Lo solitario de la luna, la timidez de las nubes fugitivas, el soplo del viento apenas perceptible debajo, hacían sentir la misteriosa profundidad de la noche dominando sobre la tierra.

Nemovetsky recordó súbitamente todo lo que había ocurrido, y no pudo creer que había ocurrido. Todo era tan terrible que no parecía verdadero. ¿Podía ser tan horrible la verdad? También él, sentado en el suelo en medio de la noche y mirando la luna y los retazos de nubes que se alejaban, se encontraba extraño a sí mismo, hasta el punto de que pensó que estaba viviendo una vulgar aunque terrible pesadilla. Aquellas mujeres, de las cuales había conocido tantas, se habían convertido también en una parte del espantoso y perverso sueño.

«¡No puede ser! -exclamó, sacudiendo débilmente su cabeza-. ¡No puede ser!»

Extendió un brazo y empezó a buscar su gorra. Al no encontrarla, todo se aclaró para él; y comprendió que lo que había sucedido no había sido un sueño, sino la horrible verdad. Poseído por el terror, se agarró furiosamente a las paredes de la zanja tratando de salir de ella, para encontrarse una y otra vez con las manos llenas de tierra, hasta que finalmente consiguió aferrarse a un arbusto y trepar a la superficie.

Una vez allí, echó a correr sin escoger una dirección. Durante largo rato siguió corriendo, dando vueltas entre los árboles. Las ramas arañaban su rostro, y de nuevo todo empezó a parecer un sueño. Nemovetsky experimentó la sensación de que algo como esto le había ocurrido antes: oscuridad, ramas invisibles de los árboles, mientras él corría con los ojos cerrados, pensando que todo era un sueño. Nemovetsky se detuvo, y luego se sentó en una incómoda postura en el suelo, sin ninguna elevación. Y de nuevo pensó en su gorra, y murmuró:

«Esto es: tengo que matarme a mí mismo. Sí, tengo que matarme a mí mismo, aunque esto sea un sueño.»

Se puso en pie de un salto, pero recordó algo y echó a andar lentamente, tratando de localizar en su confuso cerebro el lugar donde habían sido atacados. La oscuridad era casi absoluta en el bosque, pero de cuando en cuando un rayo de luna se filtraba a través de las ramas de los árboles, engañándole; iluminaba los blancos troncos, y el bosque parecía estar lleno de inmóviles y misteriosas personas silenciosas. Todo esto, también, parecía un fragmento del pasado, y parecía un sueño.

«¡Zinaida Nikolaevna!», llamó Nemovetsky, pronunciando la primera palabra en voz alta y la segunda en voz baja, como si con la pérdida de su voz hubiese perdido también toda esperanza de obtener una respuesta. Nadie respondió.

Luego, Nemovetsky encontró el camino, y lo reconoció inmediatamente. Llegó al calvero. Y al llegar allí comprendió que todo había ocurrido realmente. En su terror, echó a correr, gritando:

«¡Zinaida Nikolaevna! ¡Soy yo! ¡Yo!»

Nadie contestó a su llamada. Tomando la dirección en la cual pensaba que se encontraba la ciudad, gritó con toda la fuerza que quedaba en sus pulmones:

«¡S o c o r r o o o!»

• una vez más echó a correr, susurrando algo mientras rozaba los arbustos, hasta que apareció delante de sus ojos una mancha blanca, semejante a una mancha de luz congelada. Era el postrado cuerpo de Zinochka.

«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», dijo Nemovetsky, con los ojos secos, pero con una voz que sollozaba. Se dejó caer sobre sus rodillas y entró en contacto con la muchacha tendida allí.

Su mano cayó sobre el cuerpo desnudo, el cual era suave al tacto, y firme, y frío, pero no estaba muerto. Temblando, Nemovetsky pasó su mano sobre ella.

«Querida, cariño, soy yo», susurró, buscando el rostro de la muchacha en la oscuridad.

Luego extendió una mano en otra dirección, y otra vez entró en contacto con el cuerpo desnudo, y dondequiera que posaba su mano tocaba el cuerpo de la mujer, tan suave, tan firme, pareciendo adquirir calor al contacto de su mano. Nemovetsky apartaba de pronto su mano, para volver a apoyarla inmediatamente en aquel cuerpo, que no podía asociar con Zinochka. Todo lo que había pasado aquí, todo lo que aquellos hombres habían hecho con este mudo cuerpo de mujer, se le apareció a Nemovetsky en toda su espantosa realidad, y encontraba una extraña y elocuente respuesta en su propio cuerpo. Con los ojos clavados en la mancha blanca, enarcó las cejas como un hombre entregado a la tarea de pensar.

«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», repitió, pero el sonido surgió irreal, como algo deliberado.

Nemovetsky apoyó la mano sobre el corazón de Zinochka: latía débil pero regularmente, y cuando el joven se inclinó hacia el rostro femenino captó también la leve respiración. La muchacha parecía estar sumida en un apacible sueño. La llamó en voz baja:

«¡Zinochka! ¡Soy yo!»

Pero inmediatamente supo que no le gustaría verla despierta hasta que hubiera transcurrido un largo rato. Nemovetsky contuvo su respiración, miró furtivamente a su alrededor y luego acarició la mejilla de la muchacha; primero besó sus cerrados ojos, después sus labios… Temiendo que despertara, se echó hacia atrás y permaneció en una actitud helada. Pero el cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en su indefensión y fácil acceso había algo lastimoso y exasperante. Con infinita ternura Nemovetsky trató de cubrir a la muchacha con los trozos de su vestido, y la doble conciencia de la tela y del cuerpo desnudo resultaba tan afilada como un cuchillo y tan incomprensible como la locura… Aquí, unas fieras se habían dado un banquete: Nemovetsky captó la ardiente pasión difundida en el aire y dilató sus fosas nasales.

«¡Soy yo! ¡Soy yo!», repitió como un demente, sin comprender lo que le rodeaba y poseído aún por el recuerdo del blanco orillo de la falda femenina, de la negra silueta del pie y del calzado que tan tiernamente lo contenía. Mientras escuchaba respirar a Zinochka, con los ojos clavados en el lugar donde se hallaba su rostro, movió una mano. Se detuvo a escuchar, y movió la mano de nuevo.

«¿Qué estoy haciendo?», gritó en voz alta, desesperado, y se echó hacia atrás, horrorizado de sí mismo.

Por un instante, el rostro de Zinochka fulguró delante de él y se desvaneció. Trató de comprender que aquel cuerpo era Zinochka, con la cual había estado paseando y hablando de lo infinito, y no pudo comprender. Trató de sentir el horror de lo que había ocurrido, pero el horror era demasiado intenso para ser captado.

«¡Zinaida Nikolaevna! -gritó en tono implorante-. ¿Qué significa esto?; Zinaida Nikolaevna!»

Pero el atormentado cuerpo permaneció mudo y, continuando su loco monólogo, Nemovetsky se dejó caer de rodillas. Imploró, amenazó, dijo que se suicidaría, y agarró el postrado cuerpo, apretándolo contra el suyo…

El cuerpo no opuso la menor resistencia, obedeciendo dócilmente a sus movimientos, y todo aquello era tan terrible, incomprensible y salvaje que Nemovetsky volvió a ponerse de pie de un salto y gritó bruscamente:

«¡Socorro!»

Pero el sonido era falso, como si fuera deliberado.

Y una vez más se dejó caer sobre el pasivo cuerpo, con besos y lágrimas, sintiendo la presencia de un abismo, un oscuro, terrible y absorbente abismo. Allí no había ningún Nemovetsky; Nemovetsky se había quedado atrás, en alguna parte, y el ser que le había reemplazado estaba ahora sacudiendo el cálido y sumiso cuerpo, y estaba diciendo con la astuta sonrisa de un demente:

«¡Contéstame! ¿O acaso no quieres contestarme? ¡Te amo! ¡Te amo!»

Con la misma astuta sonrisa acercó sus desorbitados ojos al rostro de Zinochka y susurró:

«¡Te amo! No quieres hablar, pero estás sonriendo, me doy cuenta. ¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!»

Apretó con más fuerza contra el suyo el cuerpo de Zinochka, cuya pasividad despertaba una salvaje pasión. Retorciendo sus manos, Nemovetsky volvió a susurrar, con voz enronquecida:

«¡Te amo! No se lo diremos a nadie, y nadie lo sabrá. Me casaré contigo mañana, cuando tú quieras. ¡Te amo! Te besaré, y tú me responderás… ¿sí? Zinochka…»

Pegó sus labios a los de la muchacha, y en la angustia de aquel beso su razón quedó anulada del todo. Le pareció que los labios de Zinochka se estremecían. Por un instante, el horror aclaró su mente, abriendo delante de él un negro abismo.

Y el negro abismo lo engulló.

 

FIN


viernes, 3 de mayo de 2024

Cuentos en Formato Doc

 



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lunes, 21 de agosto de 2023

LA BALSA

 



 

             

            Ésta es la orilla de un lago grande como un país, rodeado de montañas.

             

            No, no es el mismo de antes, éste es muy distinto. Es el lago más alto del mundo y se llama Titicaca. No queda en Escocia sino entre Bolivia y Perú, en medio de los Andes.

             

            Y nadie ha dicho hasta ahora que en él asome ningún monstruo. ¡No hay monstruo que pueda respirar a cuatro mil metros de altura, salvo algún dragoncito de plástico!

             

            En la orilla está la familia Urubamba, construyendo una balsa de totora. Trabajan el padre, la madre y los chicos, que son ocho. La balsa será su casa, y van a vivir en el agua.

             

            En la orilla hay otra gente que no hace nada, es decir, que sólo mira cómo esta familia trabaja. Son turistas y esperan que la balsa esté terminada para dar un paseo por el lago. Regatean mucho con la familia para conseguir el viaje baratito. ¡Ja!

             

            El menor de los Urubamba les vende chucherías, pero nada más. ¡La balsa no será ningún colectivo! Ningún extraño será recibido a bordo. ¡Faltaba más!

             

            Por fin la terminan y entre todos la empujan hasta el agua.

             

            Un quirquincho que estaba en su cueva aparece a curiosear, creyendo pasado el peligro. Temía que lo cazaran, lo comieran asado y después hicieran un charango con su caparazón. La chica mayor de los Urubamba lo tiene bien fichado.

             

            Y de repente, todo el mundo se pone a mirar una cosa rara que aparece en el cielo. ¿Será un ovni?

             

            El quirquincho arruga los ojos porque el sol lo ciega y no ha traído los anteojos negros.

             

            Los turistas empuñan toda clase de binoculares y señalan con el dedo hasta que se les acalambran los brazos y parecen cactos.

             

            Enterados de inmediato del extraño suceso, ¿quiénes creen que aparecen levantando polvareda? ¡El malón de los Ranqueteles! ¡Revolean cámaras y hacen viborear los cables pegando chicotazos!

             

            Atropellan a un grupo de vendedoras de yuyos que están sentaditas en el suelo, y las pobres se caen para atrás, mostrando sus enaguas de mil colores mientras gritan toda clase de maldiciones en su lengua indígena.

             

            Aprovechando la confusión, la chica mayor de los Urubamba, en lo que dura un pestañeo, caza el quirquincho por la cola y lo esconde bajo su poncho.

             

            ¡Pobre bicho! La muerde y la rasguña, pero no hay caso. Gana la chica, que lo tiene bien apretado, como un paquete. Y mira para arriba, ella también con cara de Yonofuí.

             

            ¿Qué es eso que flota en el cielo como un gran melón?

             

            ¡Es el zepelín de propaganda de la colonia para bebés Babypuf, señores!

             

            Acuatiza serenito, serenito, y entonces se ve muy clara a la beba narigona pintada en el globo.

             

            La cabina, que es una especie de canasta, acaricia el agua durante un rato, pero después sopla un ventarrón y el dirigible se eleva otra vez y desaparece entre las cumbres nevadas de los Andes.

             

            Todos se quedan con la boca abierta y el brazo levantado.

             

            ¿Qué ha venido a hacer esta nave en este cielo y sobre este lago? ¿Solamente a pasar un aviso de colonia para bebés?

             

            Los Urubamba, entretenidos en acomodar su balsa, no entienden nada, pero desconfían. No saben si ese raro artefacto es de mal agüero o va a traerles suerte.

             

            Y salen a navegar, muy contentos todos, menos el quirquincho, que dice:

             

            —¡Soné! Y más voy a sonar de muerto. Esto me pasa por mirar para arriba como un bobo.

             

            La mayor de la familia lo deposita en el piso de la balsa, haciéndose la sorprendida:

             

            —¡Ooiiiaaa! ¡Un peludo!

             

            Y de pronto oyen una voz cantarina que dice:

             

            —Manuelita, presente.

             

            El dirigible la llevó hasta el Titicaca, nadó, se trepó a la balsa y saludó, según es su costumbre.

             

            El señor Urubamba la mira fijo, como comiéndola con los ojos.

             

            No es que la familia tenga hambre, pero sí ganas de comer.

             

            Manuelita se arrima al quirquincho y se quedan los dos muy juntitos, para darse coraje ante el peligro.

             

            La familia nunca conoció animales que hablaran, pero saben que en los cuentos los animales hablan hasta por los codos.

             

            La señora Urubamba se abre paso a ojotazos entre sus hijos y después de un rato largo dice:

             

            —Estos animalitos se nos han colado, no sé cómo. Sus familias son muy antiguas sobre la Tierra, como las nuestras. Los dos nos traerán suerte en nuestra balsa nueva. Bienvenidas al agua, criaturas con corazas. En vez de comerlas, por ahora les vamos a dar de comer. Después, se verá.

             

            Palabra santa la de la mamá Urubamba, nadie chista ni se retoba.

             

            Los ocho hijos, con cara de fallutos, acarician a los animalitos y prometen cuidarlos.

             

            Así fue como Manuelita pasó unos días de descanso, navegando en familia, pero los chicos, como los duendes, no son de confiar. Han empezado a jugar con ellos a la pelota.

             

            —¿Viniste en el dirigible? —le pregunta el quirquincho en un intervalo del juego.

             

            —Sí, pero me trajo el viento sin saber adónde.

             

            —Te trajo donde encontrarías un amigo, que soy yo.

             

            —Entonces el viaje valió la pena —dice Manuelita.

             

            Pero esas vacaciones son tan tranquilas como peligrosas.

             

            El quirquincho extraña su cueva y a su familia. Manuelita prefiere seguir viajando, le quedan muchas cosas por aprender.

             

            Deciden escapar, y una noche se deslizan al agua. Manuelita remolca al quirquincho llevándolo con la boca por la cola. ¡Flor de esfuerzo!, como podrán imaginar.

             

            Llegan a la orilla sanitos y salvos, pero ahora el quirquincho trepa con sus fuertes uñas y remolca a Manuelita cuesta arriba.

             

            Se van caminando hasta la parada del ómnibus, mientras se cuentan muchísimos cuentos, cuentos de sus antepasados cascarudos.

             

            Manuelita ha visitado un lugar que no figuraba en sus planes, pero está chocha porque nadó en el lago Titicaca, el más alto del mundo, y encontró un amigo íntimo para toda la vida.

             

            El quirquincho se va a dormir a su cueva, y Manuelita se esconde enterita en su caparazón, dispuesta a dormir bajo las estrellas, que desde el Titicaca se ven como diamantes de collar de giganta, enormes y temblorosos.

             

            Y sueña que llega el ómnibus y ella sube entre los indígenas cargados de canastas y una que otra gallina, y se va se va se va.

             

             

            *Tomado del libro ¡Cuánto cuento!, de María Elena Walsh.

lunes, 19 de junio de 2023

El HORNERO

 

 

El vuelo es corto, lento y sereno. Desciende suavemente y al llegar al suelo da un saltito y avanza un largo trecho corriendo.

Tiene el lomo pardo rojizo, la garganta y el pecho blancos y marrones las patas y el pico.

Cuando canta agita las alas y un ligero temblor sacude todo su cuerpo. Su música se oye desde el amanecer hasta las últimas luces de la tarde.

Le gusta comer lombrices, larvas y, de cuando en cuando, se deja tentar y picotea las frutas maduras.

En otoño, después de las primeras lluvias, el macho y la hembra comparten la labor en la construcción del nido que hacen con barro y paja en las ramas de los árboles, en los aleros de los ranchos, en los postes telegráficos. Tiene la forma de un hornito con una entrada oval que mira siempre hacia el norte para resguardarse de los fuertes pamperos y con dos habitaciones: una sala y un dormitorio.

Ambos trabajan de sol a sol. Amasan y alisan el barro casi exclusivamente con el pico ayudándose a veces con las patitas.

Descansan los domingos y fiestas de guardar. Martiniano Leguizamón cuenta en La carreta, que mientras iba con Fray Mocho atravesando un campo guiados por un viejo soldado rosista, vieron “un gran galpón coronado por un arco del que pendía una campana sin badajo. Sobre el travesaño de madera que la sostenía, un hornero había construido su nido y cantaba agitando las alas. ‘No trabaja porque es día de fiesta’, observó el guía con esa certidumbre profunda de las creencias populares. Era domingo, en efecto. Ante la risa burlona de fray Mocho, el viejo añadió firmemente: ‘No se ría, nadie vio trabajar a un hornero en día domingo. Eso no lo saben los doctores, porque no está escrito en los libros.

Al nacer los pichones sale el macho en busca de luciérnagas para iluminar el interior de la casa.

Si un ave le roba el nido, el hornero espera a que llegue la noche y tapa con barro la puerta de entrada, de manera que el intruso queda encerrado y muere por asfixia.

El pueblo lo quiere y lo respeta. Nadie se atreve a darle caza ni a destruir su vivienda. Al contrario. Se oye decir: “Quien mata a un hornero atrae la tormenta”, “En casa con nido de hornero no caen rayos”.

Para los indios mocovíes fue un pájaro brujo, le daban el nombre de piognac (hechicero) y veían en él a un enviado de los enemigos que iba a robarles las armas y a escuchar, oculto en su choza o en un árbol, los secretos de la tribu.

miércoles, 14 de junio de 2023

LECHUZA DE LOS CAMPANARIOS

 

 

Anda de noche, sola o en pareja, cazando roedores, murciélagos, ranas, sapos y pequeñas aves que sorprende dormidas. En las horas de luz se oculta en los huecos de las paredes, en las bohardillas, en las torres o en los campanarios de las iglesias. No construye nido; en los pisos o en los machinales pone cuatro o cinco huevos de color blanco.

Tiene la cara blancuzca, limitada por un círculo de plumas pajizas, orejas marrones, el pecho y el abdomen blancos con pintitas marrones oscuras; el lomo y las alas grises, acres, blancas y marrones, las calzas blancas y el pico y las alas marrones agrisados.

En las noches de luna aguarda en los caminos el paso de un hombre y, con un fuerte chillido, le arranca el alma del cuerpo. Para quebrar el maleficio hay que echar un puñado de sal en la dirección que huye el ave o soplar, en la misma dirección, el humo de un cuerno o una pezuña recién encendidos.

Apaga de un aletazo las lámparas en las iglesias y se bebe el aceite caliente. Ronda las casas donde hay enfermos, atraída por el olor a remedio. Las brujas las instruyen y las usan como cabalgadura. Sus huevos batidos y mezclados con aguardiente refrescan a los borrachos y los curan definitivamente del vicio de la bebida.

Mientras vuela lanza un frío y penetrante chillido; la gente del pueblo, al oírlo, se santigua y exclama: “¡Cruz diablo!” o “¡Cruz diablo, creo en Dios y no en vos!”.

Y los indios quechuas dicen: “Kay cachi, kay uchu” (He aquí la sal, he aquí el ají).

Se acostumbra a llamar lechuza o lechuzón a la persona que trae con frecuencia noticias desagradables y al empleado de pompas fúnebres que, al morir una persona, se presenta a ofrecer el entierro. En la ciudad de Salta, una empresa de pompas fúnebres hacía su propaganda con el siguiente anuncio: “Esta casa no tiene lechuza.”

Sus adivinanzas andan de boca en boca:

Le, pero no de libro;

chuza, pero no de gallo.

Alico, alico

que alza la cola y vuelve el pico.

En los altos barrancos

calzoncillos blancos.

Tras, tras,

la cabeza para atrás.

La lechuza era una mujer atrevida y lengua larga. Se pasaba el día trayendo y llevando chismes.

En un velorio se burló de una vecina -la viuda de un sargento- que lucía las manos más hermosas del pueblo.

- Mírenla -dijo en una rueda de comadres señalando a la viuda-, es una coqueta, una presuntuosa. Me han dicho, yo no lo pongo en duda, que jamás acaricia a sus hijos por temor a que se le gasten las manos.

No exageraba es, ya vez; en lo que decía, había algo de cierto.

No faltó quien le llevara el cuento a la viuda. Esta puso el grito en el cielo:

- Va a saber lo que es bueno. Yo le vaya quitar la costumbre de meterse en lo que no le importa.

Sacó del fondo del baúl el sable del finado sargento y salió en busca de la chismosa. La encontró en el recodo de un camino y le dio tantos sablazos que la dejó malherida y quejándose al pie de un árbol.

Y desde aquel día, la viuda se transformó en iguana y la cuentera en lechuza. Una conserva, como recuerdo, el sable por cola y la belleza en las manos y la otra dejó de hablar para siempre, silba de cuando en cuando y por temor a que vuelvan a castigarla se esconde durante el día y cuando sale, de noche, es tan desconfiada que gira constantemente la cabeza para todos lados.

Su prima, la lechuza de las vizcacheras, tiene la frente, el lomo y las alas, marrones, salpicados de blanco, clara la pechera, el abdomen blancuzco, ligeramente rayado de marrón, el pico amarillo, las patitas con medias claras y las uñas negras.

Anida en el suelo, generalmente en las cuevas abandonadas por las vizcachas. Se alimenta de roedores y de culebras y como su parienta, la lechuza de los campanarios, pone cinco huevos de color blanco.

Se posa en los postes o en las ramas secas de los árboles. Cuando canta, parece que dijera: “José Cruz, tabaco, tabaco.”

“Grita -escribe Roberto Lehmann Nitsche en Las aves en el folklore Sudamericano- José Cruz, tabaco, tabaco. La lechuza vendía tabaco a crédito, pero José Cruz, la vizcacha, que nunca pagaba, se escondió bajo tierra para sustraerse a las demandas de la acreedora. Esta se alojó, pues, en la entrada de la casa del deudor y cuando sale, de noche, grita tras él:

José Cruz, tabaco, tabaco.”

lunes, 5 de junio de 2023

La URRACA


Anda en pareja o en pequeñas bandadas, Es traviesa y bochinchera; cuando vuela y canta parece que anduviera paseando el carnaval por el aire.

Tiene el copete castaño, el lomo y las alas jaspeado: castaño oscuro, crema, blanco y ocre, la cola blanca con una franja marrón oscura, los ojos pardos, el pico anaranjado, y las patas grises.

Es lindo ver a las friolentas urracas en los días de invierno. Se posan en una rama, una aliado de la otra y lentamente se van juntando para darse calor, hasta formar un apretado racimo.

A veces se reúnen varias hembras y ponen los huevos -de un color azul oscuro con manchas blancas- en un nido común que construyen con palitos, pajas y plumas.

Se alimenta de insectos, lombrices, gusanos, lagartijas y cuando puede, pichones y huevos que roba a las aves vecinas.

En el norte, donde comúnmente la llaman machilo, preparan con los sesos del macho puntero -el que encabeza la bandada- un gualicho para el amor. Una vez disecados y hechos polvo, lo sirven en el mate, té o café y quien lo toma queda “enmachilado”, es decir, enamorado de la persona que preparó la infusión y se la dio a beber. Es arma de doble filo, porque también lo usan como contra gualicho para dar olvido y curar mal de amores.

La urraca fue una costurera ladrona y coqueta. Tenía la costumbre de vestirse con los géneros que robaba a los clientes. La Virgen, que entonces andaba por la tierra e iba de casa en casa para poner a prueba el corazón de la gente, se presentó una tarde en el taller de la costurera y le dijo:

- Soy una mujer muy pobre. He comprado tres metros de género y quiero que usted me haga un vestido.

- Le cobraré muy poco -respondió entonces la costurera.

Le tomó las medidas y mintió como siempre:

- Señora, necesita tres metros más. Vaya a comprarlos.

La Virgen no dijo esta boca es mía. Calladita se fue a la tienda y regresó con la cantidad de género que le había pedido la costurera. Esta, con los seis metros, hizo dos vestidos y se quedó con uno, con el que tenía más adornos. Y la noche que lo estrenaba para ir a un baile, al salir del taller se le apareció la Virgen y la transformó en urraca, pájaro que aún no perdió la costumbre de robar y cuyo plumaje tiene los colores del vestido que la costurera iba a lucir en la fiesta.

jueves, 1 de junio de 2023

El tren

 

 


 

      La mujer se llamaba Miss Dent, y aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.

       —¡Ni un movimiento! —dijo.

       Pero el hombre simplemente escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo. Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.

       Se sentó en un banco en la desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada; no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación. Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y esperó oír el ruido del tren.

       La puerta de la sala de espera se abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera. Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.

       Miss Dent también miró al reloj. Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la llevaría lejos de aquel sitio.

       —Buenas tardes —le dijo el anciano a miss Dent.

       Lo dijo, pensó ella, como si se tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que llevara zapatos y esmoquin.

       —Buenas tardes —contestó miss Dent.

       La mujer del vestido de punto la miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de encontrarla en la sala de espera.

       El anciano y la mujer se sentaron en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego buscó en los bolsillos del pantalón.

       —No tengo lumbre —dijo a la mujer.

       —Yo no fumo —contestó ésta—. Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes que fumar, ella quizá tenga una cerilla.

       La mujer alzó la barbilla lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.

       —Así que, encima de todo lo demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.

       Se registró los bolsillos una vez más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo de la camisa.

       La mujer empezó a hablar en una lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su rápida manera de hablar se parecía a la de Sofía Loren en una película que había visto.

       El anciano meneó la cabeza.

       —No te sigo, ¿sabes?, vas muy deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte —dijo.

       Miss Dent dejó de aferrar el bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo! Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!

       La mujer dijo esto y meneó la cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista y miró brevemente al techo.

       El anciano tomó la corbata de seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar en otra cosa.

       —Es esa chica la que me da lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente irresponsable. A él no.

       El anciano alzó la cabeza y echó una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.

       Miss Dent miró por encima de él, a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.

       —Te voy a decir una cosa —dijo la mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?

       —Claro que te entiendo —contestó el anciano—. Naturalmente.

       Descabalgó la pierna, la apoyó en el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?

       —No te inquietes por mí —contestó el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.

       Se rió en voz baja y meneó la cabeza.

       —No te preocupes por mí. —¿Cómo no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?

       Dejó de hablar el tiempo suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.

       —Lo digo en serio, amico mió. ¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas cosas, contéstame a ésa.

       El anciano de pelo blanco se puso en pie y luego volvió a sentarse.

       —No te preocupes por mí, simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.» Esas fueron sus palabras.

       —¡Sabía que pasaría algo así! —gritó la mujer.

       Cerró los dedos y se llevó las manos a las sienes.

       —¡Sabía que me dirías algo parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia. Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.

       El anciano se levantó del banco y se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como si estuviera de paseo.

       Pero miss Dent vio que sus ojos exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba cerillas y lamentó no tener ninguna.

       La mujer se había vuelto para seguir los movimientos del anciano.

       —¡Pollo frito de Kentucky en el polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El acabose!

       El anciano no contestó. Prosiguió su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.

       La mujer se volvió hacia miss Dent. Se tiró de la sisa del vestido.

       —La próxima vez que vaya a ver películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus enemigos. Pero habría que haberlo visto.

       La mujer lanzó a miss Dent una mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.

       Miss Dent cogió el bolso y se lo puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo que se moviera.

       —No es usted muy habladora —dijo la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa. ¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?

       —Miss Dent. Pero no la conozco a usted.

       —¡Pues yo tampoco a usted! —exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto da asco!

       El anciano se apartó de la ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.

       —En el fondo, tienes suerte —dijo la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.

       La mujer miró a miss Dent y prosiguió:

       —Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.

       Miss Dent se levantó del banco sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer. Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.

       Pero en aquel momento oyeron el tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.

       El tren silbó otra vez al tiempo que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a alguien a bordo.

       Los escasos viajeros se asomaban a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche. La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.

       Vieron a una señora de mediana edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la estación.

       El factor examinó la vía. Luego miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba. Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio, pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la vía.