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jueves, 20 de noviembre de 2025

¡Diles que no me maten!

 


[Cuento - Texto completo.]

Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como solo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

“Y me mató un novillo.

“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y esta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y solo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; solo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero solo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo.

Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos.

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ese, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN


América, 1951

jueves, 13 de noviembre de 2025

La capa de Dino Buzzati {Cuento}

 


[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.

Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.

Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás…»

Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.

-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?

Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la arrebataran.

-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir…

-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?

-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí…

-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?

-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.

-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?

Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.

-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una molestia, es un tipo raro.

-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?

-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.

-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?

-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.

Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.

-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?

Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto pesar.

La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.

Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.

-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.

Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.

Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.

-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo… pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?

El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).

-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.

Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.

-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.

-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?

Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.

-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.

-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.

-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ese está ahí esperándome.

-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos…

-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ese esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró fijamente…

Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.

-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.

-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.

-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre!

-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego, Anna; hasta luego, Pietro; adiós, madre.

Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban.

Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y, sobre todo, quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un pordiosero hambriento.

FIN


“Il mantello”,
I sette messaggeri, 1942

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Mejor que arder

 

Clarice Lispector

Brasileña: 1920-1977


[Cuento - Texto completo.]

Clarice Lispector

Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.

Pero empezó a cansarse de vivir solo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:

-Mortifica el cuerpo.

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio¹. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.

Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia, se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Este percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.

La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.

Hasta que le dijo al padre en el confesionario:

-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!

Él le dijo meditativo:

-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salir del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.

Y sucedió realmente.

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.

Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.

Entonces una noche él le dijo:

-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?

-Sí -le respondió grave.

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

FIN


“Melhor do que arder”,
A via crucis do corpo, 1974

 

1. Cilicio: Faja de cerdas o cadenillas de hierro con puntas, que se lleva ceñida al cuerpo para mortificación.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Jardín de infancia

 


[Cuento - Texto completo.]

Naguib Mahfuz

-Papá…

-¿Qué?

-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.

-Claro, mujer, porque es tu amiga.

-En clase… en el recreo… a la hora de comer…

-Estupendo… es una niña buena y juiciosa.

-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.

Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:

-Sí… pero solo en la clase de religión…

-¿Y por qué, papá?

-Porque tú eres de una religión y ella de otra.

-Pero, ¿por qué, papá?

-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.

-¿Y por qué, papá?

-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás…

-No, ¡soy mayor!

-No, eres pequeña, cariñito…

-¿Y por qué soy musulmana?

Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:

-Porque papá es musulmán… mamá es musulmana…

-¿Y Nadia?

-Porque su papá es cristiano y su mamá también…

-¿Porque su papá lleva gafas?

-No… Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y…

Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:

-¿Cuál es mejor?

Dudó un momento antes de contestar:

-Las dos…

-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!

-Es que las dos lo son.

-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?

-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá…

-¿Y por qué?

Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.

-¿Por qué no esperas a ser mayor?

-No. ¡Ahora!

-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana.

-¿Nadia tiene mal gusto?

Dios confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.

-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá…

-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?

Salió al paso:

-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios.

-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?

-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.

-¿Y cuál es la diferencia, papá?

-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que Islam y Cristianismo adoran a Dios.

-¿Y quién es Dios, papá?

Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones:

-¿Qué les ha dicho Abla?

-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá?

Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:

-Es el Creador del mundo.

-¿De todo?

-De todo.

-¿Qué quiere decir Creador, papá?

-Quiere decir que lo ha hecho todo.

-¿Cómo, papá?

-Con su Sumo poder.

-¿Y dónde vive?

-En todo el mundo.

-¿Y antes del mundo?

-Arriba…

-¿En el cielo?

-Sí…

-Quiero verlo.

-No se puede.

-¿Ni en la televisión?

-No.

-¿Y no lo ha visto nadie?

-Nadie.

-¿Y por qué sabes que está arriba?

-Porque sí.

-¿Quién adivinó que estaba arriba?

-Los profetas.

-¿Los profetas?

-Sí, como nuestro señor Mahoma.

-¿Y cómo, papá?

-Por una gracia especial.

-¿Tenía los ojos muy grandes?

-Sí.

-¿Y por qué, papá?

-Porque Dios lo creó así.

-¿Y por qué, papá?

Contestó tratando de no perder la paciencia:

-Porque puede hacer lo que quiere…

-¿Y cómo dices que es?

-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede…

-¿Como tú, papá?

Contestó disimulando una sonrisa:

-Es incomparable.

-¿Y por qué vive arriba?

-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.

Se distrajo un momento, pero volvió:

-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.

-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.

-Y también me ha dicho que la gente lo mató.

-No, está vivo, no ha muerto.

-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.

-Qué va, cariñito, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo.

-¿El abuelo también está vivo?

-No, el abuelo murió.

-¿Lo han matado?

-No, se murió.

-¿Cómo?

-Se puso enfermo y se murió.

-Entonces ¿mi hermana va a morirse?

Frunció las cejas y contestó advirtiendo un movimiento de reproche del lado de la madre:

-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere…

-¿Por qué se murió entonces el abuelo?

-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.

-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!

La madre lo miró regañona. Luego pasó la vista de uno a otro azorada. Él dijo:

-Nos morimos cuando Dios lo dispone.

-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?

-Porque es libre de hacer lo que quiere.

-¿Es bonito morirse?

-Qué va, mi vida.

-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?

-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.

-Pero tú acabas de decir que no lo es.

-Me he equivocado, querida.

-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto?

-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.

-¿Y por qué no, papá?

-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.

-¿Y por qué, papá?

-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.

-¿Y por qué no nos quedamos siempre?

-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra.

-¿Y dejamos las cosas buenas?

-Sí, por otras mucho mejores.

-¿Dónde están?

-Arriba.

-¿Con Dios?

-Sí.

-¿Y lo veremos?

-Sí.

-¿Y eso es bonito?

-Claro.

-Entonces, ¡vámonos!

-Pero aún no hemos hecho cosas buenas.

-¿El abuelo las había hecho?

-Sí.

-¿Cuáles?

-Construir una casa, plantar un jardín…

-¿Y qué había hecho el primo Totó?

Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó:

-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse…

-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas…

-Es que él ha nacido anormal.

-¿Y cuándo va a morirse?

-Cuando Dios quiera.

-¿Aunque no haga cosas buenas?

-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.

Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:

-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!

La miró inquisitivo y ella declaró:

-¡En la clase de religión también!

Se rió estrepitosamente, la madre también rió, él dijo bostezando:

-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel…

Habló la mujer:

-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades.

Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.

FIN


Jammarat al-qitt al-aswad, 1969
Este cuento también se ha traducido con el título “El paraíso de los niños”.

lunes, 20 de octubre de 2025

La última clase

 


(Relato de un niño alsaciano)

[Cuento - Texto completo.]

Alphonse Daudet

Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

-No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

-¡Silencio! ¡Un poco de silencio!

Yo contaba con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo. Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No les digo si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!

Pues bien: ¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:

-Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.

Me monté sobre el banco, y en seguida me senté al pupitre. Fue entonces cuando, algo recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la clase entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me sorprendió más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía en las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas.

Mientras yo hacía estas extrañas observaciones, el señor Hamel se había subido a su tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:

-¡Hijos míos!, es el último día que les doy clase. Ha llegado de Berlín la orden de que no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena… El maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección de francés; les suplico que pongan toda su atención.

Estas cuatro palabras me trastornaron por completo. ¡Miserables! Esto es lo que nos preparaban con el bando de la Alcaldía.

¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces, ¡yo no lo aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el tiempo perdido, los novillos que había hecho para ir a nidos o a patinar sobre el Saar! Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la mano, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos, de quienes me costaría mucho trabajo separarme. Lo mismo que el señor Hamel. La idea de que iba a marcharse, de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los castigos y los palmetazos.

¡Pobre hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la última clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos del pueblo habían venido a sentarse en lo último de la sala. Parecía que sentían no haber venido más a menudo; era también una manera de dar las gracias al maestro por sus cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos a la patria que se marchaba con él…

Estaba en este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba. Me había llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón aquella terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el banco, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El señor Hamel me iba diciendo:

-No te riño, pobrecito; bastante castigado estás… Pero, mira, las cosas son así. Todos los días nos decimos ¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiaré mañana, y luego, aquí tienes lo que pasa. ¡Ay! Ésta ha sido la gran desgracia de nuestra Alsacia: dejar siempre su instrucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos: Pero ¿cómo? ¿Pretenden ser franceses y no saben hablar su lengua? De todo ello, tú no tienes mucha culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en cara. A sus padres no les ha importado gran cosa verlos instruidos; les parecía mejor mandarlos a trabajar la tierra o a las fábricas, para reunir unos cuantos céntimos más. Y yo mismo, ¿no tengo algo que reprocharme también? ¿No les hacía muchas veces regar mi jardín en vez de estudiar? Y cuando quería irme a pescar truchas, ¿me violentaba algo para mandarlos a paseo?

Y después, de una cosa en otra, el señor Hamel llegó a hablarnos de la lengua francesa, diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si tuviera la llave de la prisión1. Después cogió una gramática y nos leyó la lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía; todo lo que decía me pareció fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta atención y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicaciones. Se diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos lo quería meter de golpe en la cabeza.

Cuando hubo terminado la lección pasamos a la escritura. El maestro nos había preparado modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra redonda: Francia, Alsacia, Francia, Alsacia. Parecían banderitas que ondeaban por toda la clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Era de ver cómo nos aplicábamos todos! ¡Qué silencio! No se oía más que el rasguear de las plumas sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejorros; nadie paró en ellos, ni siquiera los pequeñuelos, que no levantaban cabeza, trazando sus palotes con tanta afición como si fueran francés también.

Sobre el tejado de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me preguntaba: “¿Las obligarán también a arrullarse en alemán?”

De vez en cuando levantaba los ojos de mi plana y veía al señor Hamel, inmóvil en su silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera llevarse en la mirada toda su escuela. ¡Figúrense! Desde hacía cuarenta años estaba allí; en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida; sólo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso; los nogales del patio habían crecido, y la enredadera, plantada por su mano, festoneaba las ventanas y subía hasta las tejas. ¡Qué tortura debía ser para aquel pobre hombre dejar todas estas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en el piso de encima haciendo las maletas!… Porque debían partir al día siguiente, ¡irse de su tierra para siempre!

Sin embargo, aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de la escritura dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron juntos el ba, be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la sala, el viejo Hauser se había puesto los espejuelos, y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos. Se veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan gracioso oírlo, que teníamos ganas de reír y llorar a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me acordaré de esta ultima clase!

En esto, el reloj de la iglesia dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo momento, los sonidos de las trompetas de los prusianos, que volvían de la instrucción, estallaron bajo las ventanas. El señor Hamel se levantó de su asiento completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.

-Hijos míos -dijo-; hijos míos… Yo…, yo…

Pero algo lo ahogaba, y no pudo terminar la frase.

Entonces se volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y, calcando con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan gruesos como pudo:

“¡VIVA FRANCIA!”

Y allí se quedó, la cabeza apoyada contra la pared. Y, sin hablar, nos hacía con la mano señas que querían decir:

-Se ha acabado… Salgan.

FIN


Contes du Lundi, 1875
1. “Si conserva la lengua, tiene la llave que le liberta de sus cadenas”. F. Mistral. (N. del A.)

lunes, 13 de octubre de 2025

El cordel del dedo

 


[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

En nuestra ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio Berfinghieri, el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los mercaderes, pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a una joven señora noble (que mal le convenía) cuyo nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal como hacen los mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se enamoró de un joven llamado Roberto que largamente la había cortejado; y habiendo llegado a tener intimidad con él, y teniéndola menos discretamente porque sumamente le deleitaba, sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como quiera que fuese) que se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó de ir de viaje y todos sus demás negocios, y toda su solicitud la había puesto en guardar bien a aquella, y nunca se hubiera dormido si no la hubiese sentido antes meterse en la cama; por la cual cosa la mujer sintió grandísimo dolor, porque de ninguna manera podía estar con su Roberto.

Pero habiendo dedicado muchos pensamientos a encontrar algún modo de estar con él, y siendo también muy solicitada por él, le vino el pensamiento de hacer de esta manera: que, como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se había dado cuenta muchas veces de que a Arriguccio le costaba mucho dormirse, pero que después dormía profundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a la puerta de su casa a medianoche e ir a abrirle y estarse con él mientras su marido dormía profundamente. Y para sentir ella cuándo llegaba de manera que nadie se apercibiese, inventó echar una cuerdecita fuera de la ventana de la alcoba que por uno de los extremos llegase cerca del suelo, y el otro extremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta su cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella estuviese en la cama atárselo al dedo gordo del pie; y luego, mandando decir esto a Roberto, le ordenó que, cuando viniera, tirase de la cuerda y ella, si su marido durmiese, lo soltaría e iría a abrirle, y si no durmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de que él no esperase. La cual cosa agradó a Roberto; y habiendo ido muchas veces, alguna le sucedió estar con ella y alguna no.

Por último, continuando con este artificio de esa manera, sucedió una noche que, durmiendo la señora, y estirando Arriguccio el pie por la cama, dio con este cordel; por lo que, llevando a él la mano y encontrándolo atado al pie de su mujer, se dijo a sí mismo: «Por cierto que esto debe ser algún engaño».

Y dándose cuenta luego de que el cordel salía por la ventana lo tuvo por cierto; por lo que cortándolo quedamente del dedo de la mujer, lo ató al suyo, y estuvo atento para ver qué quería decir esto. No mucho después vino Roberto, y tirando del cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió; y no habiendo sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado fuertemente y habiéndose quedado con el cordel en la mano, entendió que debía esperar; y así hizo.

Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo sus armas, corrió a la puerta para ver quién era aquel y para hacerle daño. Ahora, Arriguccio era, aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuerte; y llegado a la puerta, y no abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y Roberto, que esperaba, sintiéndolo, se dio cuenta de que era quien era, es decir, que quien abría la puerta era Arriguccio; por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccio a perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran trecho y no cesando él de seguirlo, estando también Roberto armado, sacó la espada y se volvió hacia él, y comenzaron el uno a querer herir al otro y a defenderse.

La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, desvelándose y encontrándose cortado el cordel del dedo, al instante se dio cuenta de que su engaño estaba descubierto; y sintiendo que Arriguccio había corrido tras de Roberto, levantándose prestamente, dándose cuenta de lo que podía suceder, llamó a su criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que la puso en su lugar en la cama, rogándole que, sin darse a conocer, los golpes que le diera Arriguccio recibiese pacientemente porque ella se los devolvería con tamaña recompensa que no tendría razón de quejarse.

Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue de allí y, escondida en un lugar de la casa, se puso a esperar lo que iba a suceder. Siguiendo la riña entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del barrio, sintiéndola y levantándose, comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido, sin haber podido saber quién fuese el joven ni herirlo de alguna manera, airado y de mal talante, dejándolo en paz, se fue hacia su casa; y llegando a la alcoba, airadamente comenzó a decir:

-¿Dónde estás, mala mujer? ¡Has apagado la luz para que no te encuentre, pero te equivocas!

Y yendo a la cama, creyendo coger a la mujer, cogió a la criada, y cuando pudo menear las manos y los pies tantos puñetazos y tantas patadas le dio que le marcó toda la cara, y por último le cortó los cabellos, diciéndole siempre las mayores injurias que jamás se han dicho a una mala mujer. La criada lloraba mucho como quien tenía de qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por el amor de Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rota por el llanto y Arriguccio tan ciego de furor que no podía distinguir que aquella fuese de otra mujer que la suya.

Apaleándola, pues, y cortándole los cabellos, como decimos, dijo:

-Mala mujer, no entiendo tocarte de otro modo, sino que iré por tus hermanos y les contaré tus buenas obras; y luego que vengan por ti y que hagan lo que crean que corresponde a su honor y te lleven de aquí, que en esta casa ten por cierto que no estarás nunca más.

Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por fuera y se fue él solo. Cuando doña Sismonda, que todo había oído, sintió que el marido se había ido, abrió la alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda machacada que lloraba fuertemente; a la cual, como mejor pudo la consoló y la llevó a su alcoba, donde después ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de Arriguccio mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta. Y cuando a la criada hubo llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de la suya y la arregló toda y la puso en orden, como si ninguna persona se hubiera acostado allí esa noche, y volvió a encender la lámpara, y se vistió y arregló, como si todavía no se hubiese acostado; y encendiendo un candil y tomando sus telas, se fue a sentar arriba de la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba aquello.

Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que pudo se fue a la casa de los hermanos de la mujer, y allí tantos golpes dio que le sintieron y abrieron. Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su madre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron todos, y haciendo encender las luces vinieron a su encuentro y le preguntaron qué iba buscando a aquella hora y tan solo. A quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había encontrado atado al dedo del pie de doña Sismonda hasta lo último que encontrado y hecho había, se lo contó; y para darles entero testimonio de lo que había hecho, los cabellos que creía haberle cortado a su mujer se los puso en las manos, añadiendo que viniesen por ella y que le hiciesen lo que creyeran que correspondía a su honor, porque él no pensaba tenerla más en casa.

Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían oído y teniéndolo por cierto, contra ella enardecidos, hechas encender antorchas, con intención de jugarle una mala partida, con Arriguccio se pusieron en camino y fueron a su casa. Lo que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a uno ora al otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente sin ver ni saber nada más, porque el marido podía por alguna razón estar enojado con ella y haberle hecho daño, y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo, diciendo además que ella se maravillaba mucho de cómo podía haber sucedido aquello porque conocía bien a su hija, como quien la había criado desde pequeñita, y muchas otras cosas semejantes.

Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando dentro, comenzaron a subir las escaleras; y oyéndolos venir doña Sismonda, dijo:

-¿Quién anda ahí?

A quien uno de los hermanos repuso:

-Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.

Dijo entonces doña Sismonda:

-¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor, ayúdame!

Y poniéndose en pie, dijo:

-Hermanos míos, bienvenidos; ¿qué andan buscando a esta hora los tres aquí dentro?

Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y sin ninguna marca en el rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio había dicho que la había dejado machacada, algo al primer embite se maravillaron y refrenaron el ímpetu de su ira, y le preguntaron cómo había sido aquello de lo que Arriguccio se quejaba de ella, amenazándola mucho si no les decía todo.

La mujer dijo:

-No sé qué deba decirles, ni de qué tenga que haberse quejado de mí Arriguccio.

Arriguccio, al verla, la miraba como estupidizado, acordándose de que le había dado tal vez mil puñetazos en la cara y la había arañado y le había hecho todas las maldades del mundo, y ahora la veía como si no hubiera pasado nada de aquello. En resumen, los hermanos le dijeron lo que Arriguccio les había dicho del cordel y de los golpes y de todo.

La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:

-¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo? ¿Por qué haces tenerme por mala mujer para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombre malo y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo me pegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo.

Arriguccio comenzó a decir:

-¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a la cama juntos anoche? ¿No he vuelto luego, después de haber estado corriendo tras tu amante? ¿No te he dado muchos golpes y cortado los cabellos?

La mujer repuso:

-En esta casa no te acostaste anoche tú, pero dejemos esto, que no puedo dar otro testimonio que mis palabras verdaderas, y vengamos a lo que dices que me pegaste y cortaste los cabellos. A mí no me has pegado nunca, y cuantos hay aquí y tú también, fíjense en mí, si en todo el cuerpo tengo alguna señal de paliza; ni te aconsejaría que fueses tan atrevido que me pusieses la mano encima que, por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni tampoco me cortaste los cabellos, que yo lo haya sentido o lo haya visto, pero tal vez lo hiciste sin que me diese cuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.

Y quitándose los velos de la cabeza, mostró que cortados no los tenía, sino enteros; las cuales cosas viendo y oyendo los hermanos y la madre, comenzaron a decirle a Arriguccio:

-¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya lo que nos viniste a decir que habías hecho; y no sabemos cómo puedes probar lo que queda.

Arriguccio estaba como quien soñase, y quería hablar; pero viendo que lo que creía que podía probar no era así, no se atrevía a decir nada.

La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:

-Hermanos míos, veo que ha andado buscando que yo haga lo que no querría haber hecho nunca, esto es, que les cuente sus miserias y su maldad; y lo haré. Creo firmemente que lo que les ha contado le haya pasado, y oigan cómo. Este hombre de pro, a quien por mi mal me dieron por mujer, que se dice mercader y que quiere ser respetado y que debería tener más templanza que un religioso y más honestidad que una doncella, pocas son las noches que no vaya emborrachándose por las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con aquella enredándose; y a mí se me hace hasta medianoche y a veces hasta el amanecer esperándolo de la manera que me han encontrado. Estoy segura de que, estando bien borracho, se fue a la cama con alguna mujerzuela y a ella, al despertarse, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías que dice, y por último volvió a ella y le pegó y le cortó los cabellos; y no habiendo vuelto en sí todavía, se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía, que estas cosas me las había hecho a mí; y si se fijan bien en su cara, todavía está medio borracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, no quiero que se lo tomen en cuenta más que como a un borracho; y que como yo lo perdono lo perdonen ustedes también.

Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a alborotarse y a decir:

-Por la cruz de Cristo, hija mía, eso no debía hacerse sino que debía matarse a ese perro fastidioso y desconsiderado, que no es digno de tener una tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese recogido del fango! Mal rayo le parta si debes aguantar las podridas palabras de un comerciantucho en heces de burro que vienen del campo y salen de las pocilgas vestidos de pardillo con las calzas de campana y con la pluma en el culo y en cuanto tienen tres sueldos quieren a las hijas de los gentileshombres y de las buenas damas por mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi casa hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen seguido mi consejo, que tan honorablemente te podían colocar en casa de los condes Guido por un pedazo de pan; y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú la mejor moza de Florencia y la más honesta, no se ha avergonzado de decir a medianoche que eres una puta, como si no te conociésemos; pero a fe que si me hiciesen caso se le haría un escarmiento que lo pudriese.

Y volviéndose a sus hijos, dijo:

-Hijos, bien les decía yo que esto no podía ser. ¿Han oído cómo este cuñado trata a la hermana de ustedes, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto? Que, si yo fuese ustedes, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y haciendo lo que hace, no estaría contenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quitado de en medio; y si yo fuese hombre en vez de mujer no querría que otro en mi lugar lo hiciese. ¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene vergüenza!

Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas, volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores injurias que nunca se le han dicho a ningún malvado, y por último dijeron:

-Te perdonamos esta porque estás borracho, pero cuida de que en toda tu vida de aquí en adelante no oigamos más noticias de estas, que si alguna nos viene a los oídos por cierto que nos la pagarás por esta y por aquella.

Y dicho esto, se fueron.

Arriguccio, que se quedó como estúpido, no sabiendo él mismo si lo que había hecho era verdad o si lo había soñado, sin decir una palabra más dejó a su mujer en paz; la cual no solamente con su sagacidad escapó al peligro inminente sino que se abrió el camino para poder hacer en el tiempo por venir todos sus gustos sin tener miedo al marido nunca más.

FIN


Séptima Jornada, Narración octava,
El decamerón, 1353

lunes, 8 de septiembre de 2025

Clave [Cuento - Texto completo.]

 

Clave

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza.

Atusose Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros:

-Que pasen al salón.

A los pocos instantes hallábanse frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.

Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así:

-Somos españolas y muy pobres; lo poco que nos quedaba de nuestro patrimonio lo hemos realizado para hacer el viaje a París, y consultar al célebre Redlitz sobre una cuestión vital. Deseamos saber si yo poseo o no poseo una voz de esas que son la fortuna y la gloria. Muchos elogios ha obtenido mi voz, pero temo que no eran sinceros y que la amistad extravió el juicio de los que me alabaron. Yo sueño con la celebridad: la medianía me causa horror. Si mi voz es una de tantas como se oyen en los salones y se aplauden por galantería… desengáñeme usted, señor de Redlitz, y volveré a mi patria y me dedicaré a coser o entraré a servir.

El maestro se quedó perplejo cinco segundos; al fin, tomando de la mano a la artista en embrión, la guió al gabinete, donde tenía su magnífico Pleyel. Sentose al piano y preludió el acompañamiento de una sencilla romanza italiana. A los primeros gorgoritos de la joven, Redlitz sintió un impulso de honradez que le aconsejaba la sinceridad, y estuvo para decir a la cantante que buscase otro camino. La voz era como hay muchas, fresquecilla, simpática y vulgar. Pero cuando Redlitz levantaba la cabeza e iba a abrir la boca, su mirada tropezó con el rostro de la señorita, animado y transfigurado por el canto, y de tal suerte agradó al maestro aquel rostro de expresión seductora, que temiendo que la muchacha se volviese a su país, prorrumpió en bravos, y con las más halagüeñas frases le aseguró que tenía un verdadero tesoro en su garganta, que rivalizaría con la Patti y la Nilson, y que solo necesitaba para llegar a tan brillante resultado las lecciones que él, Redlitz, le daría diaria y gratuitamente. Confundiéronse las españolas en expresiones de gratitud, y el maestro, obligándolas a que tomasen asiento, las obsequió con vino del Rin, bizcochos y confituras de varias clases. Quedaron de acuerdo en la hora a que volverían al día siguiente para empezar las lecciones: el maestro las acompañó hasta la puerta, que abrió y cerró él mismo, y cuando desaparecieron en el caracol de la escalera los pliegues de las faldas, Redlitz volvió a sentarse al piano y recorrió las teclas, interpretando una soñadora melodía de Beethoven. Toda su incorregible sentimentalidad de austriaco renacía, turbándole el corazón, y los ojos color de café de la señorita española se le aparecían como dos faros en medio del árido Sahara de los cincuenta y pico de años que ya contaba el ilustre maestro…

Entre tanto, las dos mujeres, al salir a la calle, se miraban, se cogían las manos y se echaban a reír gozosamente.

-¿Lo ves? -exclamó la madre-. ¡Bien sabía yo que tu voz es un portento!

-Pues mira -respondió la hija-, hasta hoy no lo creí; pero después que me lo dice este hombre tan competente y tan famoso…

-¡Lo que es si dudases ahora… chiquilla!

-No, ya no dudo. En Madrid sí dudaba. ¡Influye tanto la posición en los juicios de los amigos entusiastas! Pero Redlitz, que me tiene por una pobre, por una muchachuela desconocida, que no me ha visto jamás, ¿por qué había de engañarme? Estoy convencida. ¡Qué alegría! No sé lo que me pasa.

-Ya ves que la idea de disfrazarnos de pobres ha sido excelente.

-¡Divina! Este sombrero mío lo he de guardar en cristalera.

Y la joven soltó una carcajada de júbilo.

-¿Qué opinas? ¿Te convendrán las lecciones de Redlitz? -preguntó la madre.

-¡Qué disparate! De humorada ya bastó. Esta noche misma nos volvemos a Madrid; también hay allí buenos profesores de canto.

Y llamando el primer coche alquilón que pasaba, las dos señoras se metieron en él, dando las señas de un hotel caro y céntrico. Al día siguiente, Redlitz, que había adornado su gabinete con flores raras y olorosas, esperó en balde a su nueva alumna. Lo mismo sucedió toda la semana. El maestro se acordó con desesperación de que no se había enterado de dónde paraban las españolas; pensó en una enfermedad, en una desgracia; apeló a la Policía, escribió a España, puso en juego influencias… Nadie pudo darle razón de las dos extranjeras de humilde pergeño a quienes nunca volvió a ver.

Y siempre fue un enigma para los admiradores del talento de Redlitz el porqué estuvo más de dos meses triste y preocupado, así como fue otro misterio para los admiradores de la hermosura de la marquesita de Polvareda verla empeñada en que tenía una voz admirable, cuando lo que tenía eran unos ojos de «date preso» y una cara y un talle de patente.

FIN


Blanco y Negro, 1908
Nota: Este cuento también se ha publicado con el título “La clave”.