Los nuevos cuentos
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Ésta es la orilla de un lago grande como un país, rodeado de montañas.
No, no es el mismo de antes, éste es muy distinto. Es el lago más alto del mundo y se llama Titicaca. No queda en Escocia sino entre Bolivia y Perú, en medio de los Andes.
Y nadie ha dicho hasta ahora que en él asome ningún monstruo. ¡No hay monstruo que pueda respirar a cuatro mil metros de altura, salvo algún dragoncito de plástico!
En la orilla está la familia Urubamba, construyendo una balsa de totora. Trabajan el padre, la madre y los chicos, que son ocho. La balsa será su casa, y van a vivir en el agua.
En la orilla hay otra gente que no hace nada, es decir, que sólo mira cómo esta familia trabaja. Son turistas y esperan que la balsa esté terminada para dar un paseo por el lago. Regatean mucho con la familia para conseguir el viaje baratito. ¡Ja!
El menor de los Urubamba les vende chucherías, pero nada más. ¡La balsa no será ningún colectivo! Ningún extraño será recibido a bordo. ¡Faltaba más!
Por fin la terminan y entre todos la empujan hasta el agua.
Un quirquincho que estaba en su cueva aparece a curiosear, creyendo pasado el peligro. Temía que lo cazaran, lo comieran asado y después hicieran un charango con su caparazón. La chica mayor de los Urubamba lo tiene bien fichado.
Y de repente, todo el mundo se pone a mirar una cosa rara que aparece en el cielo. ¿Será un ovni?
El quirquincho arruga los ojos porque el sol lo ciega y no ha traído los anteojos negros.
Los turistas empuñan toda clase de binoculares y señalan con el dedo hasta que se les acalambran los brazos y parecen cactos.
Enterados de inmediato del extraño suceso, ¿quiénes creen que aparecen levantando polvareda? ¡El malón de los Ranqueteles! ¡Revolean cámaras y hacen viborear los cables pegando chicotazos!
Atropellan a un grupo de vendedoras de yuyos que están sentaditas en el suelo, y las pobres se caen para atrás, mostrando sus enaguas de mil colores mientras gritan toda clase de maldiciones en su lengua indígena.
Aprovechando la confusión, la chica mayor de los Urubamba, en lo que dura un pestañeo, caza el quirquincho por la cola y lo esconde bajo su poncho.
¡Pobre bicho! La muerde y la rasguña, pero no hay caso. Gana la chica, que lo tiene bien apretado, como un paquete. Y mira para arriba, ella también con cara de Yonofuí.
¿Qué es eso que flota en el cielo como un gran melón?
¡Es el zepelín de propaganda de la colonia para bebés Babypuf, señores!
Acuatiza serenito, serenito, y entonces se ve muy clara a la beba narigona pintada en el globo.
La cabina, que es una especie de canasta, acaricia el agua durante un rato, pero después sopla un ventarrón y el dirigible se eleva otra vez y desaparece entre las cumbres nevadas de los Andes.
Todos se quedan con la boca abierta y el brazo levantado.
¿Qué ha venido a hacer esta nave en este cielo y sobre este lago? ¿Solamente a pasar un aviso de colonia para bebés?
Los Urubamba, entretenidos en acomodar su balsa, no entienden nada, pero desconfían. No saben si ese raro artefacto es de mal agüero o va a traerles suerte.
Y salen a navegar, muy contentos todos, menos el quirquincho, que dice:
—¡Soné! Y más voy a sonar de muerto. Esto me pasa por mirar para arriba como un bobo.
La mayor de la familia lo deposita en el piso de la balsa, haciéndose la sorprendida:
—¡Ooiiiaaa! ¡Un peludo!
Y de pronto oyen una voz cantarina que dice:
—Manuelita, presente.
El dirigible la llevó hasta el Titicaca, nadó, se trepó a la balsa y saludó, según es su costumbre.
El señor Urubamba la mira fijo, como comiéndola con los ojos.
No es que la familia tenga hambre, pero sí ganas de comer.
Manuelita se arrima al quirquincho y se quedan los dos muy juntitos, para darse coraje ante el peligro.
La familia nunca conoció animales que hablaran, pero saben que en los cuentos los animales hablan hasta por los codos.
La señora Urubamba se abre paso a ojotazos entre sus hijos y después de un rato largo dice:
—Estos animalitos se nos han colado, no sé cómo. Sus familias son muy antiguas sobre la Tierra, como las nuestras. Los dos nos traerán suerte en nuestra balsa nueva. Bienvenidas al agua, criaturas con corazas. En vez de comerlas, por ahora les vamos a dar de comer. Después, se verá.
Palabra santa la de la mamá Urubamba, nadie chista ni se retoba.
Los ocho hijos, con cara de fallutos, acarician a los animalitos y prometen cuidarlos.
Así fue como Manuelita pasó unos días de descanso, navegando en familia, pero los chicos, como los duendes, no son de confiar. Han empezado a jugar con ellos a la pelota.
—¿Viniste en el dirigible? —le pregunta el quirquincho en un intervalo del juego.
—Sí, pero me trajo el viento sin saber adónde.
—Te trajo donde encontrarías un amigo, que soy yo.
—Entonces el viaje valió la pena —dice Manuelita.
Pero esas vacaciones son tan tranquilas como peligrosas.
El quirquincho extraña su cueva y a su familia. Manuelita prefiere seguir viajando, le quedan muchas cosas por aprender.
Deciden escapar, y una noche se deslizan al agua. Manuelita remolca al quirquincho llevándolo con la boca por la cola. ¡Flor de esfuerzo!, como podrán imaginar.
Llegan a la orilla sanitos y salvos, pero ahora el quirquincho trepa con sus fuertes uñas y remolca a Manuelita cuesta arriba.
Se van caminando hasta la parada del ómnibus, mientras se cuentan muchísimos cuentos, cuentos de sus antepasados cascarudos.
Manuelita ha visitado un lugar que no figuraba en sus planes, pero está chocha porque nadó en el lago Titicaca, el más alto del mundo, y encontró un amigo íntimo para toda la vida.
El quirquincho se va a dormir a su cueva, y Manuelita se esconde enterita en su caparazón, dispuesta a dormir bajo las estrellas, que desde el Titicaca se ven como diamantes de collar de giganta, enormes y temblorosos.
Y sueña que llega el ómnibus y ella sube entre los indígenas cargados de canastas y una que otra gallina, y se va se va se va.
*Tomado del libro ¡Cuánto cuento!, de María Elena Walsh.
El vuelo es corto, lento y sereno. Desciende suavemente y al llegar al suelo da un saltito y avanza un largo trecho corriendo.
Tiene el lomo pardo rojizo, la garganta y el pecho blancos y marrones las patas y el pico.
Cuando canta agita las alas y un ligero temblor sacude todo su cuerpo. Su música se oye desde el amanecer hasta las últimas luces de la tarde.
Le gusta comer lombrices, larvas y, de cuando en cuando, se deja tentar y picotea las frutas maduras.
En otoño, después de las primeras lluvias, el macho y la hembra comparten la labor en la construcción del nido que hacen con barro y paja en las ramas de los árboles, en los aleros de los ranchos, en los postes telegráficos. Tiene la forma de un hornito con una entrada oval que mira siempre hacia el norte para resguardarse de los fuertes pamperos y con dos habitaciones: una sala y un dormitorio.
Ambos trabajan de sol a sol. Amasan y alisan el barro casi exclusivamente con el pico ayudándose a veces con las patitas.
Descansan los domingos y fiestas de guardar. Martiniano Leguizamón cuenta en La carreta, que mientras iba con Fray Mocho atravesando un campo guiados por un viejo soldado rosista, vieron “un gran galpón coronado por un arco del que pendía una campana sin badajo. Sobre el travesaño de madera que la sostenía, un hornero había construido su nido y cantaba agitando las alas. ‘No trabaja porque es día de fiesta’, observó el guía con esa certidumbre profunda de las creencias populares. Era domingo, en efecto. Ante la risa burlona de fray Mocho, el viejo añadió firmemente: ‘No se ría, nadie vio trabajar a un hornero en día domingo. Eso no lo saben los doctores, porque no está escrito en los libros.
Al nacer los pichones sale el macho en busca de luciérnagas para iluminar el interior de la casa.
Si un ave le roba el nido, el hornero espera a que llegue la noche y tapa con barro la puerta de entrada, de manera que el intruso queda encerrado y muere por asfixia.
El pueblo lo quiere y lo respeta. Nadie se atreve a darle caza ni a destruir su vivienda. Al contrario. Se oye decir: “Quien mata a un hornero atrae la tormenta”, “En casa con nido de hornero no caen rayos”.
Para los indios mocovíes fue un pájaro brujo, le daban el nombre de piognac (hechicero) y veían en él a un enviado de los enemigos que iba a robarles las armas y a escuchar, oculto en su choza o en un árbol, los secretos de la tribu.
Anda de noche, sola o en pareja, cazando roedores, murciélagos, ranas, sapos y pequeñas aves que sorprende dormidas. En las horas de luz se oculta en los huecos de las paredes, en las bohardillas, en las torres o en los campanarios de las iglesias. No construye nido; en los pisos o en los machinales pone cuatro o cinco huevos de color blanco.
Tiene la cara blancuzca, limitada por un círculo de plumas pajizas, orejas marrones, el pecho y el abdomen blancos con pintitas marrones oscuras; el lomo y las alas grises, acres, blancas y marrones, las calzas blancas y el pico y las alas marrones agrisados.
En las noches de luna aguarda en los caminos el paso de un hombre y, con un fuerte chillido, le arranca el alma del cuerpo. Para quebrar el maleficio hay que echar un puñado de sal en la dirección que huye el ave o soplar, en la misma dirección, el humo de un cuerno o una pezuña recién encendidos.
Apaga de un aletazo las lámparas en las iglesias y se bebe el aceite caliente. Ronda las casas donde hay enfermos, atraída por el olor a remedio. Las brujas las instruyen y las usan como cabalgadura. Sus huevos batidos y mezclados con aguardiente refrescan a los borrachos y los curan definitivamente del vicio de la bebida.
Mientras vuela lanza un frío y penetrante chillido; la gente del pueblo, al oírlo, se santigua y exclama: “¡Cruz diablo!” o “¡Cruz diablo, creo en Dios y no en vos!”.
Y los indios quechuas dicen: “Kay cachi, kay uchu” (He aquí la sal, he aquí el ají).
Se acostumbra a llamar lechuza o lechuzón a la persona que trae con frecuencia noticias desagradables y al empleado de pompas fúnebres que, al morir una persona, se presenta a ofrecer el entierro. En la ciudad de Salta, una empresa de pompas fúnebres hacía su propaganda con el siguiente anuncio: “Esta casa no tiene lechuza.”
Sus adivinanzas andan de boca en boca:
Le, pero no de libro;
chuza, pero no de gallo.
Alico, alico
que alza la cola y vuelve el pico.
En los altos barrancos
calzoncillos blancos.
Tras, tras,
la cabeza para atrás.
La lechuza era una mujer atrevida y lengua larga. Se pasaba el día trayendo y llevando chismes.
En un velorio se burló de una vecina -la viuda de un sargento- que lucía las manos más hermosas del pueblo.
- Mírenla -dijo en una rueda de comadres señalando a la viuda-, es una coqueta, una presuntuosa. Me han dicho, yo no lo pongo en duda, que jamás acaricia a sus hijos por temor a que se le gasten las manos.
No exageraba es, ya vez; en lo que decía, había algo de cierto.
No faltó quien le llevara el cuento a la viuda. Esta puso el grito en el cielo:
- Va a saber lo que es bueno. Yo le vaya quitar la costumbre de meterse en lo que no le importa.
Sacó del fondo del baúl el sable del finado sargento y salió en busca de la chismosa. La encontró en el recodo de un camino y le dio tantos sablazos que la dejó malherida y quejándose al pie de un árbol.
Y desde aquel día, la viuda se transformó en iguana y la cuentera en lechuza. Una conserva, como recuerdo, el sable por cola y la belleza en las manos y la otra dejó de hablar para siempre, silba de cuando en cuando y por temor a que vuelvan a castigarla se esconde durante el día y cuando sale, de noche, es tan desconfiada que gira constantemente la cabeza para todos lados.
Su prima, la lechuza de las vizcacheras, tiene la frente, el lomo y las alas, marrones, salpicados de blanco, clara la pechera, el abdomen blancuzco, ligeramente rayado de marrón, el pico amarillo, las patitas con medias claras y las uñas negras.
Anida en el suelo, generalmente en las cuevas abandonadas por las vizcachas. Se alimenta de roedores y de culebras y como su parienta, la lechuza de los campanarios, pone cinco huevos de color blanco.
Se posa en los postes o en las ramas secas de los árboles. Cuando canta, parece que dijera: “José Cruz, tabaco, tabaco.”
“Grita -escribe Roberto Lehmann Nitsche en Las aves en el folklore Sudamericano- José Cruz, tabaco, tabaco. La lechuza vendía tabaco a crédito, pero José Cruz, la vizcacha, que nunca pagaba, se escondió bajo tierra para sustraerse a las demandas de la acreedora. Esta se alojó, pues, en la entrada de la casa del deudor y cuando sale, de noche, grita tras él:
José Cruz, tabaco, tabaco.”
Anda en pareja o en pequeñas bandadas, Es traviesa y bochinchera; cuando vuela y canta parece que anduviera paseando el carnaval por el aire.
Tiene el copete castaño, el lomo y las alas jaspeado: castaño oscuro, crema, blanco y ocre, la cola blanca con una franja marrón oscura, los ojos pardos, el pico anaranjado, y las patas grises.
Es lindo ver a las friolentas urracas en los días de invierno. Se posan en una rama, una aliado de la otra y lentamente se van juntando para darse calor, hasta formar un apretado racimo.
A veces se reúnen varias hembras y ponen los huevos -de un color azul oscuro con manchas blancas- en un nido común que construyen con palitos, pajas y plumas.
Se alimenta de insectos, lombrices, gusanos, lagartijas y cuando puede, pichones y huevos que roba a las aves vecinas.
En el norte, donde comúnmente la llaman machilo, preparan con los sesos del macho puntero -el que encabeza la bandada- un gualicho para el amor. Una vez disecados y hechos polvo, lo sirven en el mate, té o café y quien lo toma queda “enmachilado”, es decir, enamorado de la persona que preparó la infusión y se la dio a beber. Es arma de doble filo, porque también lo usan como contra gualicho para dar olvido y curar mal de amores.
La urraca fue una costurera ladrona y coqueta. Tenía la costumbre de vestirse con los géneros que robaba a los clientes. La Virgen, que entonces andaba por la tierra e iba de casa en casa para poner a prueba el corazón de la gente, se presentó una tarde en el taller de la costurera y le dijo:
- Soy una mujer muy pobre. He comprado tres metros de género y quiero que usted me haga un vestido.
- Le cobraré muy poco -respondió entonces la costurera.
Le tomó las medidas y mintió como siempre:
- Señora, necesita tres metros más. Vaya a comprarlos.
La Virgen no dijo esta boca es mía. Calladita se fue a la tienda y regresó con la cantidad de género que le había pedido la costurera. Esta, con los seis metros, hizo dos vestidos y se quedó con uno, con el que tenía más adornos. Y la noche que lo estrenaba para ir a un baile, al salir del taller se le apareció la Virgen y la transformó en urraca, pájaro que aún no perdió la costumbre de robar y cuyo plumaje tiene los colores del vestido que la costurera iba a lucir en la fiesta.
La mujer se llamaba Miss Dent, y aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.
—¡Ni un movimiento! —dijo.
Pero el hombre simplemente escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo. Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.
Se sentó en un banco en la desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada; no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación. Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y esperó oír el ruido del tren.
La puerta de la sala de espera se abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera. Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.
Miss Dent también miró al reloj. Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la llevaría lejos de aquel sitio.
—Buenas tardes —le dijo el anciano a miss Dent.
Lo dijo, pensó ella, como si se tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que llevara zapatos y esmoquin.
—Buenas tardes —contestó miss Dent.
La mujer del vestido de punto la miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de encontrarla en la sala de espera.
El anciano y la mujer se sentaron en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego buscó en los bolsillos del pantalón.
—No tengo lumbre —dijo a la mujer.
—Yo no fumo —contestó ésta—. Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes que fumar, ella quizá tenga una cerilla.
La mujer alzó la barbilla lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.
—Así que, encima de todo lo demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.
Se registró los bolsillos una vez más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo de la camisa.
La mujer empezó a hablar en una lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su rápida manera de hablar se parecía a la de Sofía Loren en una película que había visto.
El anciano meneó la cabeza.
—No te sigo, ¿sabes?, vas muy deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte —dijo.
Miss Dent dejó de aferrar el bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo! Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!
La mujer dijo esto y meneó la cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista y miró brevemente al techo.
El anciano tomó la corbata de seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar en otra cosa.
—Es esa chica la que me da lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente irresponsable. A él no.
El anciano alzó la cabeza y echó una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.
Miss Dent miró por encima de él, a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.
—Te voy a decir una cosa —dijo la mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo —contestó el anciano—. Naturalmente.
Descabalgó la pierna, la apoyó en el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?
—No te inquietes por mí —contestó el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.
Se rió en voz baja y meneó la cabeza.
—No te preocupes por mí. —¿Cómo no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?
Dejó de hablar el tiempo suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.
—Lo digo en serio, amico mió. ¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas cosas, contéstame a ésa.
El anciano de pelo blanco se puso en pie y luego volvió a sentarse.
—No te preocupes por mí, simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.» Esas fueron sus palabras.
—¡Sabía que pasaría algo así! —gritó la mujer.
Cerró los dedos y se llevó las manos a las sienes.
—¡Sabía que me dirías algo parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia. Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.
El anciano se levantó del banco y se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como si estuviera de paseo.
Pero miss Dent vio que sus ojos exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba cerillas y lamentó no tener ninguna.
La mujer se había vuelto para seguir los movimientos del anciano.
—¡Pollo frito de Kentucky en el polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El acabose!
El anciano no contestó. Prosiguió su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.
La mujer se volvió hacia miss Dent. Se tiró de la sisa del vestido.
—La próxima vez que vaya a ver películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus enemigos. Pero habría que haberlo visto.
La mujer lanzó a miss Dent una mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.
Miss Dent cogió el bolso y se lo puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo que se moviera.
—No es usted muy habladora —dijo la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa. ¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?
—Miss Dent. Pero no la conozco a usted.
—¡Pues yo tampoco a usted! —exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto da asco!
El anciano se apartó de la ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.
—En el fondo, tienes suerte —dijo la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.
La mujer miró a miss Dent y prosiguió:
—Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.
Miss Dent se levantó del banco sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer. Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.
El tren silbó otra vez al tiempo que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a alguien a bordo.
Los escasos viajeros se asomaban a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche. La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.
Vieron a una señora de mediana edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la estación.
El factor examinó la vía. Luego miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba. Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio, pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la vía.
Con permiso del que sea, yo vengo aquí a darme un trago por el Zonzo. Ya sé que este bar es de personas decentes, pero hay años que yo me decía: un día de éstos va y me meto en él, de a viaje, y cuando vengan a mirar ya estoy con mi vaso lleno y con el Zonzo al lado conversando, muertos de risa los dos. Pero ya ven, el Zonzo está muerto de verdad y yo vine solo a brindar por él.
Esta mañana hubo poca gente en el entierro. Si digo que fuimos diez o doce, digo mucho. Creo que hasta el hoyo en la tierra nada más llegamos el Bizco, Román y yo. Pero eso no le hace, ¿verdad? Ustedes no tienen nada que ver con eso, ¿verdad, doctor?
Bueno, pero tampoco vayan a figurarse que por estar hablando así ando pidiendo permiso para brindar. Celebro por haber estado pugilateando toda la vida con un amigo quien bien valía todo el largo de sus huesos. Por eso brindo y hasta por el malestar que da que no haya ido nadie a ponerle cuatro flores sobre su lomita de tierra para que la gente no pase de largo sin saber que hay un cristiano debajo dormido, porque puede que esté dormido, puede que borracho todavía, pero de todos modos inconforme con esta vida que le dieron aquí arriba, ¿verdad, doctor?
Es natural, para algunos el Zonzo no ha muerto ahora. Eso fue hace tiempo ya; desde que nació pobre, porque un pobre, pobre, no está vivo nunca por mucho viento que respire. ¡Perico, anda y lléname ese vaso que voy a seguir! Pues sí, doctor, ¿qué es lo que ustedes sabían del Zonzo, vamos a ver? ¿Que vivía allá abajo en la playa en un rancho de tablas? A lo mejor ni eso sabían, porque allí íbamos nada más que nosotros cuando conseguíamos algún trabajito que no pasaba de tres hombres necesarios. ¿Qué más sabían, a ver? ¿Que se emborrachaba y los muchachos le gritaban en la calle y hasta la gente grande también? Bueno, eso lo sabe todo el mundo. ¿Que andaba sucio, descalzo y roto? Lo sabe todo el mundo ¿Que no sabía leer ni escribir? Eso también, todo el mundo lo sabe. Cosa resabida es que bebía como un loco y se caía como un perro. ¡Lo sabe hasta Dios mismo por mucho que se pasara la vida allá arriba sin mirar para abajo a Cojímar! Ahora, doctor, lo que hay es que saber por qué se emborrachaba y ni siquiera eso. Lo que hay que echar el tiempo atrás, los meses, los años, y empezar cuando usted estudiaba bachillerato y el Zonzo era un pescador más entre nosotros. Entonces él debía andar por los veinticinco. En ese tiempo era lo que se dice un hombre sano de pecho y espalda y nada de trabajo que lo cansara ni risa que se le demorara en salir ni trago a que se diera. ¿Sabe cuántos años han pasado desde entonces? Pues póngale otros veinte y siga oyendo a ver si cree.
¿Usted no sabe que ahí donde Fileno puso su bodega, que es orgullo de cuanto mentecato hay en este pueblo, estaba antes una casita de madera con mucho jardín delante y que esa casita, ese jardín y esa mujercita que estaba dentro con los muchachos, eran del Zonzo? ¿No lo sabía? ¡Qué va usted a saberlo, si usted vino después! Pues óigame, esos cuantos metros de terreno donde estaba la casita y el jardín le correspondieron al Zonzo por herencia de no sé quién suyo. Luego, andando el tiempo, el Zonzo se enamoró, pero antes de casarse, como todo hombre de ley, pensó primero en darle techo a la futura. Sólo que para un hombre viviendo de sus pescaditos hacer una casa era como aspirar a doctor médico. ¿Se da cuenta? Bueno, pues la hizo. Entonces no bebía, entonces descubrió que cuando el lanchón bota allá afuera la basura de La Habana suelen quedar flotando muchas cosas en el agua y entre ellas buenas maderas. En su «cachucha» se iba después de haberse pasado la noche pescando; a recoger madera se iba. ¿Usted haría eso, doctor? Y algo más que voy a decir aquí enseguida porque estas cosas aunque parezcan asuntos de niños son cosas de hombre. Sepa que en la basura vienen milagritos para los pobres, hasta manzanas vienen, medio buenas, medio malas y hasta buenas del todo. Eso por diciembre, cuando se acaba la noche del veinticuatro. Pues las pescaba el Zonzo, doctor, las pescaba de la basura rica flotando en la mar. Y naranjas también y hasta queso. Y una vez —esto es lo que yo digo que parece cosa de niño y es de hombre— una vez pescó una muñeca rota que se puso luego a remendar y la dejó nueva con dos botones de vidrio que le cosió en los lugares donde llevan los ojos. ¿Usted conoce la niñita tullida, la mayorcita de Román? Pues así como usted baja para la playa se la encuentra siempre en la puerta mirando al mar. Le hablo, de las tres, la que no crece. Vaya a conocerla, que le enseñen la muñeca y que le cuenten ellos de las manzanas y las naranjas que les pescó el Zonzo sin decirle nunca de dónde venían. Un hombre así, por lo menos no merece que lo entierren sin flor.
¡Perico, no seas ratón, llena bien ese vaso!
Pero vamos al asunto, yo decía que el Zonzo rescató las maderas de la mar. Bien, ¿pero no iba a pagar carpintero, verdad? ¿Con qué plata? ¡Ah!, pero que un pobre confía esas cosas al tiempo y así como usted calcula: «de cuatro enfermos tumbo cuarenta pesos», un pobre se dice: «de cuatro años va y hago mi casa», y se pone a trabajar y se hace carpintero si tiene que hacerse, porque un pobre es la herramienta, ¿comprende, doctor? Y termina su casa como la terminó el Zonzo que hasta para defenderla del viento norte la calafateó como a un barco.
Así pasó la mar de tiempo, pero mal que bien la tuvo y entonces fue que apareció Fidencio. ¡Claro!, el Zonzo ¿qué sabía de propiedades ni de terrenos? Discutir no discutía; sólo que cuando le fueron a dar la brava, si no es por la mujercita que se le atraviesa y los muchachos que lloran, el Zonzo casi mata esa noche. Se lo llevaron por delante y luego desalojaron la familia y los trastes. ¿A quién iba a recurrir? ¿Había entonces por aquí algún juez con su poco de vergüenza necesaria?
—¡Perico, tú sí sabes estas cosas porque tú hace rato que has echado la malicia que tienes de vivir por aquí!
Luego, con el tiempo, natural, la mujercita se puso con aspiraciones a causa de esas cosas: el pan que no alcanza, la medicina, la ropa, los zapatos. El caso es que se le despegó con los muchachos. ¿Y usted cree que por eso y enseguida el Zonzo se tiró a borracho? ¡De eso nada, doctor! Mire, nadie se mete a borracho de así porque sí, como quien dice: un amanecer de éstos me amarro al pico de una botella. Eso siempre tiene su cantar, porque lo del trago fue un tiempo después y como para sacarse la fatiga del cuerpo. Fue cuando entró a trabajar con la viuda de Alcántara, que según me dijeron ya «espantó» y su Señor la tenga, no a noventa, sino a mil millas de aquí. Bien, como usted sabe ella tenía veinte y pico de casas aquí..., ¡tenía! ¿Y sabe quién le hizo las fosas de la casa a pulmón? ¡Natural: el Zonzo! Oiga, doctor, ¿usted ha abierto alguna vez un agujero ahí en el patio de su casa? ¿No? Pues hágalo, pero a barreta, hágalo por probar nada más. Apenas descascara una cuarta de tierra le sale la piedra firme, porque todo lo que está ahí debajo es diente de perro macizo y hay que echar el alma para agujerearlo. ¡Ahora quítese el sombrero para pensar en el Zonzo! ¡Cuarenta o sesenta centavos, cuando más un peso, y todo el día metido en el hoyo, con el sol en los sesos y a barreta con la piedra! ¡Si acabó hablando con ella, compadre! Y milagro no fue que siguiera ahondando el agujero para perderse de este mundo e ir a salir a China a ver si los chinos eran mejores. Bueno, pues las veinte y tantas fosas él solito las hizo, y bien bobo hubiera sido si al caer la noche de cada día no saliera directamente a darse un trago largo para aliviarse el cuerpo.
Bien, ¿pero quién inventó eso? ¿Nosotros o Fileno y la señora viuda?, porque lo único que faltaba ahora es que usted fuera a decirme que eso lo inventamos nosotros por no habernos matriculado en la Universidad.
Mire, doctor, eso no lo diga, porque ¿sabe?..., revienta pensar que esta mañana sólo estuvimos con él, el Bizco, Román y yo, y que si alguna vez la tullidita de Román se quedó llorando fue anoche. Pero con todo eso lo que más revienta es saber que usted no fue a atender al Zonzo la semana pasada, porque, ¿quién va a atender un hombre así en cuyo rancho no hay más que una pila de botellas de ron vacías? No, doctor, usted no abra su boca, mejor vaya pensando en largarse también como la señora viuda y Fileno, y tú, Perico, a ver qué tiempo más te dura este bar de personas decentes. ¡Yo sólo vine aquí a brindar por el Zonzo!
Recorre los campos en grandes bandadas en las que participan muy pocas hembras. Es manso, confiado, cae con facilidad en las tramperas y vive perfectamente en cautiverio.
Le gusta posarse y pasear sobre el lomo de los caballos y las vacas. La mayor parte del día está alrededor de ellos, los acompaña mientras pastorean buscando en las huellas que dejan las pisadas insectos y larvas -su alimento- que aparecen en la tierra recién removida.
Es haragán, lo dice una copla:
Haragán y robanidos al tordo suelen llamar, y el tordo escucha y se calla porque sabe que es verdad.
No se toma el trabajo de hacer nido; duerme, igual que los vagabundos, donde lo ataja la noche cobijándose en un alero o en un árbol.
La hembra no empolla los huevos, se los regala a la calandria, al hornero, a la tijereta, al chingolo, a la ratona y a veces, por apurada, se equivoca y los deja en un nido abandonado.
Al tordo le gusta el baile y por andar bailando no tuvo tiempo de construir su casa.
Una vez, hace miles de años, cuando los pájaros terminaban de aprender a volar e iban a enseñarles a edificar su vivienda, las vizcachas ofrecían una fiesta.
Un pirincho, mientras tomaba sol en la rama seca de un algarrobo, vio que una vizcacha iba y venía y siempre terminaba por detenerse en el mismo sitio. En una de las vueltas le preguntó:
- ¿Qué le ocurre? ¿Se le ha perdido algo?
La vizcacha se detuvo, levantó la cabeza y al ver al pirincho le respondió:
- Me parece que soy yo la que se ha perdido.
Hizo una pausa y siguió hablando:
- Tenía que encontrarme con mis compañeros a la orilla del arroyo y creía que era aquí, cerca de esta piedra, donde nos hemos reunido tantas veces.
- Están allá abajo, entre unos sauces -informó el pirincho- y un ratito antes de que usted llegara, pasó por aquí un vizcachón que me saludó con mucho cariño.
- Y que seguramente lo habrá invitado para la fiesta.
- ¿De qué fiesta me está hablando?
- ¡Cómo! ¿No lo invitaron? ¡Es imperdonable semejante olvido! ¡No invitar al pirincho!
- Sigo sin entender. No sé de qué fiesta me habla.
- Amigo mío, escuche… Hoy justamente tenemos que reunirnos para ultimar los preparativos. ¡y ésa sí que será fiesta! Nadie faltará pasado mañana a la noche.
- Creo que irán ustedes y los murciélagos solamente.
- ¿Por qué?
- ¡Qué ocurrencia! ¡Hacer una fiesta de noche!
- ¿Y cuándo cree usted que se hacen las fiestas? -preguntó la vizcacha.
- De día y bien de día, cuando el sol está justo en la mitad del cielo.
-¡Por favor! No me haga reír. Las fiestas, todas las grandes fiestas, se hacen de noche y son más lindas, compañero, si la luna está grande y redonda como estará pasado mañana. Y me imagino que usted no ha de faltar.
- ¡Quién sabe! -respondió el pirincho- Sin sol para mí no hay fiesta.
- Queda invitado. No falte -volvió a decir la vizcacha-. Habrá de todo lo que se pida: música, baile y gran comilona y todavía, por si le interesa, se le dará un premio al que baile más y mejor.
Antes que terminara de hablar la vizcacha apareció un tordo.
- ¿Quién dijo música, baile y gran comilona? ¿Quién dijo que dan un premio al mejor bailarín? - preguntó el tordo mientras se acomodaba al lado del pirincho.
-Yo -contestó la vizcacha.
- Y ¿dónde será esa gran comilona con música, baile y premio? -preguntó nuevamente el tordo.
- Una fiesta que haremos en las vizcacheras pasado mañana -respondió la vizcacha.
- Pasado mañana por la noche -añadió el pirincho con intención de desanimar al tordo.
- ¿Qué importa si es por la noche, por la mañana o a la tarde? -dijo el tordo- . Fiestas de veras son las que saben durar mañana, tarde y noche, y dos días seguidos, y tres, y diez.
- ¡Lindo el tordo! ¡Me gusta por lo animoso! exclamó la vizcacha y agregó - : Recién decía el pirincho que las fiestas deben hacerse al mediodía.
- ¡Qué sabe el pirincho de fiestas! -habló el tordo-. Qué puede saber el pobrecito si siempre anda temblando de frío, buscando el calor del sol igual que las lagartijas.
- Es mejor no abrir el pico para decir sonseras -gritó el pirincho ofendido.
El tordo se largó a reír y dijo:
-No hay que enojarse, amigo; se amarga la vida. Cante y esté contento y cuando lo inviten a una fiesta no diga nunca que no. ¡Viva el baile! ¿Acaso hay algo más lindo que bailar?
Un zorzal, una viudita y un chingolo se detuvieron en la rama del algarrobo. La vizcacha aprovechó para invitarlos a la fiesta. Invitó a uno por uno y el chingolo, la viudita y el zorzal, agradecieron la atención de la vizcacha. No podían asistir a la fiesta. Los tres se disculparon:
-No podemos; nos están enseñando a hacer el nido.
Dieron otra vez las gracias y se alejaron.
- ¿Ha oído? Sólo los murciélagos y los sapos irán a su fiesta - sentenció el pirincho y voló a la copa de un tala.
Y el tordo consoló a la vizcacha:
- No le haga caso. Yo invitaré a mis amigos y esté segura que la fiesta va a ser de esas que no se olvidan así no más… Ya verá usted.
Y se separaron.
El tordo se pasó el día buscando pájaros para llevar a la fiesta de las vizcachas. Ninguno quiso acompañarlo. Todos estaban ocupados en la misma tarea: aprendiendo a hacer el nido.
- ¿Nido para qué? -se preguntaba el tordo. ¿Qué hay que aprender? ¿No es fácil entretejer pajitas y colgarlas de un árbol?
La noche del baile, el tordo y su compañera fueron los primeros invitados en llegar. Ella de pardo, él de negro.
Una vizcacha y un vizcachón salieron a recibirlos:
- Pasen la torda y el tordo - dijeron.
Después empezaron a caer las parejas. Vinieron los grillos y las ranas y en seguida sonó la música.
El tordo se puso a dar vueltas en una patita, sacudiendo las alas y gritando:
- ¡Vivan mi abuela y el baile!
Él y su señora no perdieron una pieza en toda la noche. Bailaron hasta cansar a los músicos.
Al amanecer, les dieron el premio. Se hizo justicia. Lo ganaron en buena ley.
Cuando terminó la fiesta, los pájaros habían aprendido a hacer su casa; menos ellos, los tordos, que en vez de trabajar, de juntar yuyos y plumas - porque con plumas y yuyos iban a edificar su vivienda -, estuvieron bailando. Y hoy duermen en cualquier parte, en un árbol o en el suelo, entre raíces y piedras.