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lunes, 25 de agosto de 2025

EL ABISMO {Relatos}

                                                   



 

El día tocaba a su fin, pero la joven pareja continuaba paseando y hablando, sin prestar atención a la hora ni al camino. Delante de ellos, a la sombra de un otero, se erguía la masa oscura de un bosquecillo, y entre las ramas de los árboles, como carbones encendidos, ardía el sol, inflamando el aire y transformándolo en resplandeciente polvo dorado. El sol aparecía tan cercano y luminoso que todo semejaba desvanecerse; únicamente él permanecía, y pintaba el camino con sus propios tintes carmesíes. Hería los ojos de los paseantes, los cuales volvían la espalda, y de repente todo lo que caía dentro de su campo visual quedaba extinguido, se convertía prendió en el alto tronco de un abeto que resplandeció entre el verdor como una vela

en apacible y claro, y pequeño e íntimo. Algo más lejos, a una milla escasa de distancia, la roja puesta en una habitación a oscuras; el rojizo brillo del camino se extendía ante ellos, y cada piedra proyectaba su larga sombra negra; y los cabellos de la muchacha, bañados por los rayos del sol, brillaban ahora con un nimbo dorado. Un cabello suelto, separado del resto, ondeó en el aire como un áureo hilo tejido por una araña.

Las primeras sombras del atardecer no interrumpieron ni cambiaron el curso de su conversación. Continuó como antes, íntima y tranquila; continuó discurriendo sobre el mismo tema: sobre la fuerza, la belleza y la inmortalidad del amor. Los dos eran muy jóvenes; la muchacha no tenía más de diecisiete años; Ncmovctsky acababa de cumplir los veintiuno. Ambos llevaban uniformes de estudiantes: ella el modesto vestido de color pardo de alumna de una escuela femenina, su acompañante el elegante atuendo de un estudiante tecnológico. Y, al igual que su conversación, a su alrededor todo era joven, bello y puro. Sus figuras, erguidas y flexibles, avanzaban con un paso ligero, elástico; sus frescas voces, pronunciando incluso las palabras más vulgares con una reflexiva ternura, eran como un riachuelo en una tranquila noche de primavera, cuando la nieve no se ha fundido aún del todo en las laderas de las montañas.

Caminaban, doblando el recodo de un camino desconocido, y sus alargadas sombras, de cabezas absurdamente pequeñas, ora avanzaban separadamente, ora surgían juntas en una franja larga, angosta, como la sombra de un álamo. Pero ellos no veían las sombras, ya que estaban demasiado absortos en su charla. Mientras hablaba, el joven no apartaba sus ojos del bello rostro de la muchacha, sobre el cual la puesta de sol parecía haber dejado una medida de sus delicados tintes. En cuanto a ella, inclinaba su mirada sobre el sendero, apartando a un lado los diminutos guijarros con la contera de su sombrilla, y contemplaba ora un pie, ora el otro, a medida que surgían de debajo de su oscuro vestido.

El camino quedó interrumpido por una zanja de bordes polvorientos que tenían impresas unas huellas de pasos. Por un instante, los dos jóvenes se detuvieron. Zinochka levantó la cabeza, miró a su alrededor con aire perplejo y preguntó:

-¿Sabes dónde estamos? Nunca había estado aquí.

Su compañero examinó atentamente lo que les rodeaba.

-Sí, lo sé. Allí, detrás de la colina, está la ciudad. Dame la mano. Te ayudaré a cruzar.

Extendió su mano, blanca y delgada como la de una mujer, no estropeada por trabajos rudos. Zinochka se sentía alegre. Sentía deseos de saltar por encima de la zanja por sí misma, y de echar a correr, gritando: «¡Cógeme, si puedes!» Pero se contuvo, inclinó la cabeza con pudorosa gratitud y extendió tímidamente su mano, la cual conservaba su morbidez infantil. Nemovetsky experimentó el deseo de apretar fuertemente aquella manita temblorosa, pero se contuvo también, y con una leve inclinación la tomó cortésmente en la suya y volvió modestamente la cabeza cuando, al cruzar la zanja, la muchacha mostró de un modo fugaz su pantorrilla.

Y de nuevo andaron y hablaron, pero sus pensamientos estaban llenos del momentáneo contacto de sus manos. Ella sentía aún el seco calor de la palma y de los fuertes dedos masculinos; sentía placer y vergüenza, en tanto que él tenía conciencia de la sumisa blandura de la diminuta mano femenina, y veía la negra silueta de su pie y el pequeño zapato que lo envolvía tiernamente. Se sintió invadido por un repentino deseo de cantar, de extender sus manos hacia el cielo y de gritar: «¡Corre! ¡Quiero cogerte!», aquella antigua fórmula de amor primitivo entre los bosques y las ruidosas cascadas. Y, provocadas por todos aquellos deseos, las lágrimas afluyeron hasta su garganta.

Las alargadas sombras se desvanecieron, y el polvo del camino se hizo gris y frío, pero ellos no se dieron cuenta y continuaron charlando. Los dos habían leído muchos y buenos libros, y las radiantes imágenes de hombres y mujeres que habían amado, sufrido y perecido por puro amor se erguían delante de ellos. Sus memorias resucitaban fragmentos de versos casi olvidados, ataviados con la melodiosa armonía y la dulce tristeza que presta el amor.

-¿Recuerdas de dónde es esto? -inquirió Nemovetsky, recitando-: «…una vez más ella está conmigo, ella, a quien amo; de quien, no habiendo hablado nunca, oculto toda mi tristeza, mi ternura, mi amor…»

-No -respondió Zinochka, y repitió pensativamente-: «Toda mi tristeza, mi ternura, mi amor…»

-Todo mi amor -respondió Nemovetsky como un eco.

Otros recuerdos volvieron a ellos. Recordaron a aquellas muchachas, puras como azucenas, que, vestidas de negro, se sentaban solitarias en el parque, rumiando su pesar entre las hojas muertas, pero felices en medio de su pena. Recordaban también a los hombres que, abundando en voluntad y orgullo, imploraban el amor y la delicada compasión de unas mujeres. Las imágenes así evocadas eran tristes, pero el amor que se reflejaba en aquella tristeza era radiante y puro. Tan inmenso como el mundo, tan brillante como el sol, levantaba fabulosamente belleza delante de sus ojos, y no había nada tan poderoso ni tan bello sobre la faz de la tierra.

-¿Podrías morir por amor? -preguntó Zinochka, mientras contemplaba su mano infantil.

-Sí, podría -respondió Nemovetsky, convencido, y miró a su compañera a los ojos-. ¿Y tú?

-Sí, yo también. -La muchacha se quedó pensativa-. Morir por amor es una felicidad.

Sus ojos se encontraron. Unos ojos claros, límpidos, llenos de bondad. Sus labios sonrieron.

Zinochka se detuvo.

-Espera un momento -dijo-. Tienes un hilo en tu chaqueta.

La muchacha levantó una mano hasta el hombro del joven y, cuidadosamente, con dos dedos, cogió el hilo.

-¡Ya está! -exclamó-. Y, poniéndose seria, preguntó-: ¿Por qué estás tan pálido y delgado? Estudias demasiado…

-Y tú tienes los ojos azules, con unas chispitas doradas -replicó Nemovetsky, contemplando los ojos de la muchacha.

-Y los tuyos son negros. No, castaños. Parecen brillar. Hay en ellos…

Zinochka no terminó la frase. Volvió la cabeza, sus mejillas enrojecieron, sus ojos adquirieron una expresión tímida, en tanto que sus labios sonreían involuntariamente. Sin esperar a Nemovetsky, que sonreía también con secreto placer. la muchacha echó a andar, pero no tardó en detenerse.

-¡Mira, el sol se ha puesto! -exclamó con pesaroso asombro.

-Sí, se ha puesto -respondió el joven con una nueva tristeza.

La luz se había desvanecido, las sombras habían muerto, todo palidecía, agonizaba. En aquel punto del horizonte donde había ardido el sol se acumulaban ahora, en silencio, oscuras masas de nubes, las cuales conquistaban paso a paso el espacio azul. Las nubes se reunían, se empujaban una a otra, transformaban lentamente sus perfiles monstruosos; avanzaban, como empujadas contra su voluntad por alguna fuerza terrible, implacable.

Las mejillas de Zinochka se pusieron más pálidas y sus labios más rojos; sus pupilas se agrandaron imperceptiblemente, oscureciendo los ojos. Susurró:

-Estoy asustada. Me preocupa el silencio que nos rodea. ¿Nos hemos extraviado?

Nemovetsky frunció sus pobladas cejas y miró a su alrededor.

Ahora que el sol había desaparecido y que la cercana noche respiraba con aire fresco, todo parecía frío e inhóspito. El campo gris se extendía a uno y otro lado con su raquítica hierba, sus lomas y sus hondonadas. Había muchas de aquellas hondonadas, algunas profundas, otras pequeñas y llenas de vegetación; la silenciosa oscuridad nocturna se había deslizado ya en ellas; y debido a la existencia de indicios de cultivos, el lugar parecía aún más desolado.

Nemovetsky aplastó la sensación de inseguridad que pugnaba por invadirle y dijo:

-No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Primero a la izquierda, luego a través de aquel bosquecillo. ¿Tienes miedo?

Ella sonrió valientemente y respondió:

-No. Ahora, no. Pero tenemos que llegar pronto a casa y tomar un poco de té.

Apresuraron el paso, para volver a acortarlo en seguida. No miraban a los lados del camino, pero notaban la indolente hostilidad del campo labrado, el cual les rodeaba con un millar de diminutos ojos inmóviles, y aquella sensación les acercó más el uno al otro y despertó en ellos recuerdos de la infancia. Recuerdos luminosos, llenos de sol, de verde follaje, de amor y de risas. Era como si aquello no hubiese sido una vida sino un canto inmenso y melodioso, y ellos mismos hubiesen formado parte de aquel canto como sonidos, como dos leves notas: una clara y resonante como puro cristal, la otra algo más opaca pero más animada al mismo tiempo, como una pequeña campana.

Empezaron a aparecer señales de vida humana. Dos mujeres estaban sentadas, en el borde de una hondonada. Una de ellas tenía las piernas cruzadas y miraba fijamente hacia el fondo del agujero. Levantó su cabeza tocada con un pañuelo, del cual se escapaban mechones de enmarañados cabellos. Llevaba una blusa muy sucia con flores estampadas, tan grandes como manzanas; sus cordones estaban sueltos. No miró a los que pasaban. La otra mujer estaba muy cerca, medio reclinada, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía un rostro ancho y basto, con facciones de campesino, y, debajo de sus ojos, los prominentes pómulos mostraban dos manchas rojizas, semejantes a arañazos muy recientes. Iba más sucia aún que la primera mujer, y miró descaradamente a los dos jóvenes. Cuando éstos hubieron pasado, la mujer empezó a cantar con una voz recia, masculina:

«Sólo por ti, adorado mío, reventaré como una flor…»

-Varka, ¿has oído? -La mujer se volvió hacia su silenciosa compañera y, al no recibir respuesta, estalló en una ronca carcajada.

Nemovetsky había conocido a tales mujeres, que eran sucias incluso cuando llevaban lujosos vestidos; estaba acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron de su retina y se desvanecieron, sin dejar ningún rastro. Pero Zinochka, que casi las había rozado con su modesto vestido, notó que algo hostil invadía su alma. Pero al cabo de unos instantes aquella impresión se había desvanecido, como la sombra de una nube cruzando rápidamente el florido prado; y cuando, avanzando en la misma dirección, pasó junto a ellos un hombre descalzo, acompañado por otra de aquellas mujeres, Zinochka los vio, pero no les prestó la menor atención…

Y una vez más andaron y hablaron, y detrás de ellos se movió, a regañadientes, una nube oscura, proyectando una sombra transparente… La oscuridad fue espesándose paulatinamente. Ahora, los dos jóvenes hablaban de aquellos terribles pensamientos y sensaciones que visitan al hombre durante la noche, cuando no puede dormir y todo es silencio a su alrededor; cuando la oscuridad, inmensa y dotada de múltiples ojos, se aplasta contra su rostro.

-¿Puedes imaginar lo infinito? -preguntó Zinochka, llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos.

-¿Lo infinito? No… -respondió Nemovetsky, cerrando también sus ojos.

-A veces lo veo. Lo percibí por primera vez cuando era muy pequeña. Imagina un gran número de cartas. Una, otra, otra más, cartas sin fin, una infinidad de cartas… ¡Es terrible!

Zinochka tembló.

-Pero, ¿por qué cartas? -sonrió Nemovetsky, aunque se sintió incómodo.

-No lo sé. Pero yo veía cartas. Una, otra… sin fin.

La oscuridad se iba espesando. La nube había pasado ya por encima de sus cabezas y, estando delante de ellos, podía ver ahora los rostros de los dos jóvenes, cada vez más pálidos. Las figuras harapientas de otras mujeres como las que habían encontrado aparecían con más frecuencia; como si las profundas hondonadas, excavadas con algún propósito desconocido, las vomitaran a la superficie. Ora solitarias, ora en grupos de dos o de tres, aparecían, y sus voces resonaron ruidosas y extrañamente desoladas en el aire inmóvil.

-¿Quiénes son esas mujeres? ¿De dónde vienen? -preguntó Zinochka en voz baja y temblorosa.

Nemovetsky sabía qué clase de mujeres eran aquéllas. Se sentía aterrorizado por haber caído en aquella perversa y peligrosa vecindad, pero respondió tranquilamente:

-No lo sé. No tiene importancia. No hablemos de ellas. Pronto estaremos en casa. Sólo tenemos que atravesar ese bosquecillo y llegaremos a la ciudad. Lástima que hayamos salido tan tarde.

La muchacha encontró absurdas aquellas palabras. ¿Cómo podía decir que habían salido tarde, si no eran más que las cuatro? Miró a su compañero y sonrió. Pero las cejas de Nemovetsky continuaron fruncidas, y, para tranquilizarle y consolarle, Zinochka sugirió:

-Vamos a andar más aprisa. Quiero tomar un poco de té. Y el bosquecillo está muy cerca ahora.

-Sí, vamos a andar más aprisa.

Cuando penetraron en el bosquecillo y los silenciosos árboles se unieron en un arco encima de sus cabezas, la oscuridad se hizo más intensa, pero la atmósfera resultó también más apacible y tranquila.

-Dame la mano -propuso Nemovetsky.

Ella le dio la mano, con cierta indecisión, y el leve contacto pareció iluminar la oscuridad. Sus manos no se movían ni se apretaban una a otra. Zinochka incluso se apartó un poco de su compañero. Pero toda su conciencia estaba concentrada en la percepción del diminuto lugar del cuerpo donde las manos se tocaban. Y de nuevo llegó el deseo de hablar acerca de la belleza y del misterioso poder del amor, pero hablar sin violar el silencio, hablar, no por medio de palabras sino de miradas. Y pensaban que debían mirar, y deseaban hacerlo, pero no se atrevían…

-¡Y aquí hay algunas personas! -exclamó Zinochka alegremente.

En el calvero, donde había más luz, había tres hombres sentados junto a una botella casi vacía, silenciosos. Miraron con expectación a los recién llegados. Uno de ellos, afeitado como un actor, rió en voz alta y silbó de un modo provocativo.

El corazón de Nemovetsky palpitó con una trepidación de horror, pero, como si le empujaran por detrás, continuó andando en dirección al trío, sentado al borde del camino. Allí estaban esperando, y tres pares de ojos contemplaban a los viandantes, inmóviles y amenazadores.

Deseoso de ganarse la buena voluntad de aquellos ociosos y harapientos hombres, en cuyo silencio percibía una amenaza, y de obtener su simpatía a través de su propia indefensión, Nemovetsky preguntó:

-¿Es éste el camino que conduce a la ciudad?

No contestaron. El que iba afeitado silbó algo burlón e indefinible, en tanto que los otros permanecían silenciosos y miraban a la pareja con maligna intensidad. Estaban borrachos, y tenían hambre de mujeres y de diversión sensual. Uno de los hombres, de rostro rojizo, se puso en pie como un oso y suspiró pesadamente. Sus compañeros le dirigieron una ojeada, y luego volvieron a clavar sus intensas miradas en Zinochka.

-Tengo un miedo terrible -susurró la muchacha.

Nemovetsky no oyó sus palabras, pero las intuyó por el peso del brazo que se apoyaba en él. Y, tratando de aparentar una calma que no sentía, aunque convencido de lo irrevocable de lo que estaba a punto de ocurrir, continuó avanzando con estudiada firmeza. Tres pares de penetrantes ojos se acercaron más y más, centellearon, y quedaron a su espalda.

«Es preferible correr», pensó Nemovetsky. Y se contestó a sí mismo: «No, es preferible no correr».

-¡Es un polluelo! ¿Le tenéis miedo? -dijo el tercero de los miembros del trío, un individuo calvo con una barba roja muy poco poblada-. Y la chica es muy fina. ¡Quiera Dios darnos una como ella a cada uno!

Los tres hombres estallaron en una carcajada.

-¡Eh! ¡Un momento! ¡Quiero hablar con usted, caballerete! -gritó el hombre más alto con una voz recia, mirando a sus camaradas.

El trío se puso en pie.

Nemovetsky continuó andando, sin volverse.

-¡Deténgase cuando se lo piden! -exclamó el pelirrojo-. ¡Y, si no quiere hacerlo, aténgase a las consecuencias!

-¿Está sordo? -gruñó el hombre más alto, y en dos zancadas se aproximó a la pareja.

Una mano maciza cayó sobre el hombro de Nemovetsky y le hizo girar sobre sí mismo. Al volverse, encontró muy cerca de su rostro los ojos redondos, saltones y terribles de su asaltante. Estaban tan cerca, que le parecía verlos a través de un cristal de aumento, y distinguió claramente las pequeñas venas rojas en el globo ocular y lo amarillento de los párpados. Dejó caer la mano de Zinochka y, hundiendo la suya en su bolsillo, murmuró:

-¿Quiere dinero? Puedo darle el que llevo, con mucho gusto.

Los ojos saltones brillaron. Y cuando Nemovetsky apartó su mirada de ellos, el hombre alto tomó impulso y golpeó la barbilla del joven. La cabeza de Nemovetsky salió proyectada hacia atrás, sus dientes crujieron y su gorra cayó al suelo; agitando los brazos, el joven se derrumbó pesadamente. Silenciosamente, sin proferir un solo grito, Zinochka dio media vuelta y echó a correr con toda la velocidad de que era capaz. El hombre del rostro afeitado lanzó una exclamación que resonó extrañamente:

-¡A-a-ah!

Y echó a correr detrás de Zinochka.

Nemovetsky se incorporó de un salto, pero apenas había recobrado la vertical cuando otro golpe en la nuca volvió a derribarle. Sus adversarios eran dos, y el joven no estaba habituado al combate físico. Sin embargo, luchó largo rato, arañó con sus uñas como una encalabrinada mujer, mordió con sus dientes y sollozó con una inconsciente desesperación. Cuando estuvo demasiado débil para continuar resistiendo, los dos hombres le levantaron del suelo y le apartaron del camino. Lo último que vio fue un fragmento de la barba roja que casi tocaba su boca, y más allá, la oscuridad del bosque y la blusa de color claro de la muchacha que huía. Zinochka corría silenciosa y rápidamente, como había corrido unos días antes cuando jugaban al marro; y detrás de ella, con cortas zancadas, ganándole terreno, corría el hombre afeitado. Luego, Nemovetsky notó el vacío a su alrededor, su corazón dejó de latir mientras el joven experimentaba la sensación de hundirse en un pozo sin fondo, y finalmente tropezó con una piedra, chocó contra el suelo y perdió el conocimiento.

El hombre alto y el hombre pelirrojo, habiendo arrojado a Nemovetsky a una zanja, se detuvieron unos instantes a escuchar lo que sucedía en el fondo de la zanja. Pero sus rostros y sus ojos estaban vueltos a un lado, en la dirección tomada por Zinochka. Desde allí se alzó el estridente grito de la muchacha, para apagarse casi inmediatamente. El hombre alto murmuró, furioso:

-¡El muy cerdo!

Luego, irguiéndose como un oso, echó a correr.

-¡Yo también! ¡Yo también! -gritó su camarada pelirrojo, echando a correr detrás de él. Estaba débil y jadeaba; en la lucha se había lastimado la rodilla, y se sentía furioso al pensar que había sido el primero en ver a la muchacha y sería el último en tenerla. Se detuvo a frotarse la rodilla; luego, llevándose un dedo a la nariz, estornudó, y de nuevo echó a correr, gritando-: ¡Yo también! ¡Yo también!

La nube oscura se disipó a través del cielo, desvaneciéndose en la apacible noche. La oscuridad no tardó en tragarse la corta figura del hombre pelirrojo, pero durante algún tiempo pudieron oírse el desigual ritmo de sus pasos, el crujido de las hojas caídas en el suelo y los gritos plañideros:

-¡Yo también! ¡Hermanos, yo también!

Nemovetsky tenía la boca llena de tierra. Al volver en sí, la primera sensación que experimentó fue la conciencia del acre y agradable olor de la tierra. Le pesaba la cabeza, como si la tuviera llena de plomo; apenas podía volverla. Le dolía todo el cuerpo, de un modo especial el hombro, pero no tenía ningún hueso roto. Se incorporó, y durante largo rato miró por encima de él, sin pensar ni recordar. Directamente encima de su cabeza un arbusto inclinaba sus anchas hojas, y entre ellas era visible el ahora claro cielo. La nube había pasado, sin dejar caer una sola gota de lluvia, y dejando el aire seco y estimulante. Muy alta, en medio del cielo, aparecía la esculpida luna, con unos bordes transparentes. Estaba viviendo sus últimas noches y su luz era fría, desalentada, solitaria. Pequeños mechones de nubes se deslizaban rápidamente por las alturas, empujadas por el viento; no oscurecían la luna, limitándose a acariciarla. Lo solitario de la luna, la timidez de las nubes fugitivas, el soplo del viento apenas perceptible debajo, hacían sentir la misteriosa profundidad de la noche dominando sobre la tierra.

Nemovetsky recordó súbitamente todo lo que había ocurrido, y no pudo creer que había ocurrido. Todo era tan terrible que no parecía verdadero. ¿Podía ser tan horrible la verdad? También él, sentado en el suelo en medio de la noche y mirando la luna y los retazos de nubes que se alejaban, se encontraba extraño a sí mismo, hasta el punto de que pensó que estaba viviendo una vulgar aunque terrible pesadilla. Aquellas mujeres, de las cuales había conocido tantas, se habían convertido también en una parte del espantoso y perverso sueño.

«¡No puede ser! -exclamó, sacudiendo débilmente su cabeza-. ¡No puede ser!»

Extendió un brazo y empezó a buscar su gorra. Al no encontrarla, todo se aclaró para él; y comprendió que lo que había sucedido no había sido un sueño, sino la horrible verdad. Poseído por el terror, se agarró furiosamente a las paredes de la zanja tratando de salir de ella, para encontrarse una y otra vez con las manos llenas de tierra, hasta que finalmente consiguió aferrarse a un arbusto y trepar a la superficie.

Una vez allí, echó a correr sin escoger una dirección. Durante largo rato siguió corriendo, dando vueltas entre los árboles. Las ramas arañaban su rostro, y de nuevo todo empezó a parecer un sueño. Nemovetsky experimentó la sensación de que algo como esto le había ocurrido antes: oscuridad, ramas invisibles de los árboles, mientras él corría con los ojos cerrados, pensando que todo era un sueño. Nemovetsky se detuvo, y luego se sentó en una incómoda postura en el suelo, sin ninguna elevación. Y de nuevo pensó en su gorra, y murmuró:

«Esto es: tengo que matarme a mí mismo. Sí, tengo que matarme a mí mismo, aunque esto sea un sueño.»

Se puso en pie de un salto, pero recordó algo y echó a andar lentamente, tratando de localizar en su confuso cerebro el lugar donde habían sido atacados. La oscuridad era casi absoluta en el bosque, pero de cuando en cuando un rayo de luna se filtraba a través de las ramas de los árboles, engañándole; iluminaba los blancos troncos, y el bosque parecía estar lleno de inmóviles y misteriosas personas silenciosas. Todo esto, también, parecía un fragmento del pasado, y parecía un sueño.

«¡Zinaida Nikolaevna!», llamó Nemovetsky, pronunciando la primera palabra en voz alta y la segunda en voz baja, como si con la pérdida de su voz hubiese perdido también toda esperanza de obtener una respuesta. Nadie respondió.

Luego, Nemovetsky encontró el camino, y lo reconoció inmediatamente. Llegó al calvero. Y al llegar allí comprendió que todo había ocurrido realmente. En su terror, echó a correr, gritando:

«¡Zinaida Nikolaevna! ¡Soy yo! ¡Yo!»

Nadie contestó a su llamada. Tomando la dirección en la cual pensaba que se encontraba la ciudad, gritó con toda la fuerza que quedaba en sus pulmones:

«¡S o c o r r o o o!»

• una vez más echó a correr, susurrando algo mientras rozaba los arbustos, hasta que apareció delante de sus ojos una mancha blanca, semejante a una mancha de luz congelada. Era el postrado cuerpo de Zinochka.

«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», dijo Nemovetsky, con los ojos secos, pero con una voz que sollozaba. Se dejó caer sobre sus rodillas y entró en contacto con la muchacha tendida allí.

Su mano cayó sobre el cuerpo desnudo, el cual era suave al tacto, y firme, y frío, pero no estaba muerto. Temblando, Nemovetsky pasó su mano sobre ella.

«Querida, cariño, soy yo», susurró, buscando el rostro de la muchacha en la oscuridad.

Luego extendió una mano en otra dirección, y otra vez entró en contacto con el cuerpo desnudo, y dondequiera que posaba su mano tocaba el cuerpo de la mujer, tan suave, tan firme, pareciendo adquirir calor al contacto de su mano. Nemovetsky apartaba de pronto su mano, para volver a apoyarla inmediatamente en aquel cuerpo, que no podía asociar con Zinochka. Todo lo que había pasado aquí, todo lo que aquellos hombres habían hecho con este mudo cuerpo de mujer, se le apareció a Nemovetsky en toda su espantosa realidad, y encontraba una extraña y elocuente respuesta en su propio cuerpo. Con los ojos clavados en la mancha blanca, enarcó las cejas como un hombre entregado a la tarea de pensar.

«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», repitió, pero el sonido surgió irreal, como algo deliberado.

Nemovetsky apoyó la mano sobre el corazón de Zinochka: latía débil pero regularmente, y cuando el joven se inclinó hacia el rostro femenino captó también la leve respiración. La muchacha parecía estar sumida en un apacible sueño. La llamó en voz baja:

«¡Zinochka! ¡Soy yo!»

Pero inmediatamente supo que no le gustaría verla despierta hasta que hubiera transcurrido un largo rato. Nemovetsky contuvo su respiración, miró furtivamente a su alrededor y luego acarició la mejilla de la muchacha; primero besó sus cerrados ojos, después sus labios… Temiendo que despertara, se echó hacia atrás y permaneció en una actitud helada. Pero el cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en su indefensión y fácil acceso había algo lastimoso y exasperante. Con infinita ternura Nemovetsky trató de cubrir a la muchacha con los trozos de su vestido, y la doble conciencia de la tela y del cuerpo desnudo resultaba tan afilada como un cuchillo y tan incomprensible como la locura… Aquí, unas fieras se habían dado un banquete: Nemovetsky captó la ardiente pasión difundida en el aire y dilató sus fosas nasales.

«¡Soy yo! ¡Soy yo!», repitió como un demente, sin comprender lo que le rodeaba y poseído aún por el recuerdo del blanco orillo de la falda femenina, de la negra silueta del pie y del calzado que tan tiernamente lo contenía. Mientras escuchaba respirar a Zinochka, con los ojos clavados en el lugar donde se hallaba su rostro, movió una mano. Se detuvo a escuchar, y movió la mano de nuevo.

«¿Qué estoy haciendo?», gritó en voz alta, desesperado, y se echó hacia atrás, horrorizado de sí mismo.

Por un instante, el rostro de Zinochka fulguró delante de él y se desvaneció. Trató de comprender que aquel cuerpo era Zinochka, con la cual había estado paseando y hablando de lo infinito, y no pudo comprender. Trató de sentir el horror de lo que había ocurrido, pero el horror era demasiado intenso para ser captado.

«¡Zinaida Nikolaevna! -gritó en tono implorante-. ¿Qué significa esto?; Zinaida Nikolaevna!»

Pero el atormentado cuerpo permaneció mudo y, continuando su loco monólogo, Nemovetsky se dejó caer de rodillas. Imploró, amenazó, dijo que se suicidaría, y agarró el postrado cuerpo, apretándolo contra el suyo…

El cuerpo no opuso la menor resistencia, obedeciendo dócilmente a sus movimientos, y todo aquello era tan terrible, incomprensible y salvaje que Nemovetsky volvió a ponerse de pie de un salto y gritó bruscamente:

«¡Socorro!»

Pero el sonido era falso, como si fuera deliberado.

Y una vez más se dejó caer sobre el pasivo cuerpo, con besos y lágrimas, sintiendo la presencia de un abismo, un oscuro, terrible y absorbente abismo. Allí no había ningún Nemovetsky; Nemovetsky se había quedado atrás, en alguna parte, y el ser que le había reemplazado estaba ahora sacudiendo el cálido y sumiso cuerpo, y estaba diciendo con la astuta sonrisa de un demente:

«¡Contéstame! ¿O acaso no quieres contestarme? ¡Te amo! ¡Te amo!»

Con la misma astuta sonrisa acercó sus desorbitados ojos al rostro de Zinochka y susurró:

«¡Te amo! No quieres hablar, pero estás sonriendo, me doy cuenta. ¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!»

Apretó con más fuerza contra el suyo el cuerpo de Zinochka, cuya pasividad despertaba una salvaje pasión. Retorciendo sus manos, Nemovetsky volvió a susurrar, con voz enronquecida:

«¡Te amo! No se lo diremos a nadie, y nadie lo sabrá. Me casaré contigo mañana, cuando tú quieras. ¡Te amo! Te besaré, y tú me responderás… ¿sí? Zinochka…»

Pegó sus labios a los de la muchacha, y en la angustia de aquel beso su razón quedó anulada del todo. Le pareció que los labios de Zinochka se estremecían. Por un instante, el horror aclaró su mente, abriendo delante de él un negro abismo.

Y el negro abismo lo engulló.

 

FIN




miércoles, 22 de septiembre de 2021

El niño prodigioso

                             

 

Érase un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que los hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.

Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes.

Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor:

-Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.

Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían:

-¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.

El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa.

-¿Qué dice la gente, Fedor? -le preguntó el comerciante.

-Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria.

Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.

Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición.

-¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.

Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia.

Así transcurrieron algunos años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa.

Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:

-Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.

Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante.

Al fin un día le dijo:

-Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo.

El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia.

Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:

-¿Quién ha construido tal maravilla?

Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.

-Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija.

Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer.

Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso.

-Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal?

-Todas mis riquezas y mi poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.

-Cuéntame cómo -dijo la hija del zar.

-Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no se sospechase de mí acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo.

El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:

-¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!

Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre.

Una vez allí dijo al comerciante:

-¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?

-¿Para qué las necesitas?

-Porque tengo que dar de comer al perro.

-¿Qué dices, niño? -le contestó el comerciante-. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas?

-¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.

El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.

La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.

 

El hombre bueno y el hombre malo

 


Una vez hablaban entre sí dos campesinos pobres; uno de ellos vivía a fuerza de mentiras, y cuando se le presentaba la ocasión de robar algo no la desperdiciaba nunca; en cambio, el otro, temeroso de Dios y de estrecha conciencia, se esforzaba por vivir con el modesto fruto de su honrado trabajo. En su conversación, empezaron a discutir; el primero quería convencer al otro de que se vive mucho mejor atendiendo sólo a la propia conveniencia, sin pararse en delito más o menos; pero el otro le refutaba, diciendo:

-De ese modo no se puede vivir siempre; tarde o temprano llega el castigo. Es mejor vivir honradamente aunque se padezca miseria.

Discutieron mucho, pues ninguno de los dos quería ceder en su opinión, y al fin decidieron ir por el camino real y preguntar su parecer a los que pasasen.

Iban andando cuando encontraron a un labrador que estaba labrando el campo; se acercaron a él y le dijeron:

-Dios te ayude, amigo. Dinos tu opinión acerca de una discusión que tenemos. ¿Cómo crees que hay que vivir, honradamente o inicuamente?

-Es imposible vivir honradamente -les contestó el campesino-; es más fácil vivir inicuamente. El hombre honrado no tiene camisa que ponerse, mientras que la iniquidad lleva botas de montar. Ya ven: nosotros los campesinos tenemos que trabajar todos los días para nuestro señor, y en cambio no tenemos tiempo para trabajar para nosotros mismos. Algunas veces tenemos que fingirnos enfermos para poder ir al bosque a coger la leña que nos hace falta, y aun esto hay que hacerlo de noche porque es cosa prohibida.

-Ya ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: mi opinión es la verdadera.

Continuaron el camino, anduvieron un rato y encontraron a un comerciante que iba en su trineo.

-Párate un momento y permítenos una pregunta: ¿Cómo es mejor vivir, honradamente o inicuamente?

-¡Oh amigos! Es difícil vivir honradamente; a nosotros los comerciantes nos engañan, y por ello tenemos que engañar también a los demás.

-¿Has oído? Por segunda vez me dan la razón -dijo el Hombre Malo al Bueno.

Al poco rato encontraron a un señor que iba sentado en su coche.

-Detente un minuto, señor. Danos tu opinión sobre nuestra disputa. ¿Cómo se debe vivir, honradamente o inicuamente?

-¡Vaya una pregunta! Claro está que inicuamente. ¿Dónde está la justicia? Al que pide justicia le dicen que es un picapleitos y lo destierran a Siberia.

-Ya ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: todos me dan la razón.

-No me convencen -contestó el Bueno-; hay que vivir como Dios manda; suceda lo que suceda no cambiaré de conducta.

Se fueron ambos en busca de trabajo, y durante mucho tiempo anduvieron juntos. El Malo sabía halagar a la gente y se las arreglaba muy bien; en todas partes le daban de comer y de beber sin cobrarle nada y hasta le proveían de pan en tal abundancia que siempre llevaba consigo una buena reserva. El Bueno, no poseyendo la habilidad de su compañero, era muy desgraciado, y sólo a fuerza de trabajar mucho conseguía un poco de agua y un pedazo de pan; pero estaba siempre contento a pesar de que su compañero no dejaba de burlarse de su inocencia.

Un día, mientras caminaban por la carretera, el Bueno sintió gran hambre y dijo a su compañero:

-Dame un pedacito de pan.

-¿Qué me darás por él? -le preguntó el Malo.

-Pídeme lo que quieras.

-Bueno, te quitaré un ojo.

Y como el Bueno tenía mucha hambre, consintió; el Malo le quitó un ojo y le dio un pedacito de pan. Siguieron andando, y al cabo de un buen rato el Bueno tuvo otra vez hambre y pidió al Malo que le diese otro poco de pan; pero éste le dijo:

-Déjame sacarte el otro ojo.

-¡Oh amigo, ten compasión de mí! ¿Qué haré si me quedo ciego?

-¿Qué te importa? A ti te basta con ser bueno, mientras que yo vivo inicuamente.

¿Qué hacer? Era imposible resistir un hambre tan grande, y al fin el Bueno dijo:

-Quítame el otro ojo si no tomes la ira de Dios.

El Malo le vació el otro ojo, le dio un pedacito de pan y luego lo dejó en medio del camino, diciéndole:

-¿Crees que te voy a llevar siempre conmigo? ¡No era mala carga la que me echaba encima! ¡Adiós!

El ciego comió el pan y empezó a andar a tientas pensando en llegar a un pueblo cualquiera donde lo socorriesen. Anduvo, anduvo hasta que perdió el camino, y no sabiendo qué hacer empezó a rezar:

-¡Señor, no me abandones! Ten piedad de mí, que soy alma pecadora!

Rezó con mucho fervor, y de pronto oyó una voz misteriosa que le decía:

-Camina hacia tu derecha y llegarás a un bosque en el que hay una fuente, a la que te guiará el oído porque es muy ruidosa. Lávate los ojos con el agua de esa fuente y Dios te devolverá la vista. Entonces verás allí un roble enorme; súbete a él y aguarda la llegada de la noche.

El ciego torció a su derecha, llegó con gran dificultad al bosque, sus pies encontraron una vereda y siguió por ella, guiado por el rumor del agua, hasta llegar a la fuente. Cogió un poco de agua, y apenas se mojó las cuencas vacías de sus ojos recobró la vista. Miró alrededor suyo y vio un roble enorme, al pie del cual no crecía la hierba y la tierra estaba pisoteada; se subió por el roble hasta llegar a la cima, y escondiéndose entre las ramas se puso a aguardar que fuese de noche.

Cuando ya la noche era obscura vinieron volando los espíritus del mal, y sentándose al pie del roble empezaron a vanagloriarse de sus hazañas, contando dónde habían estado y en qué habían empleado el tiempo. Uno de los diablos dijo:

-He estado en el palacio de la hermosa zarevna. Hace ya diez años que estoy atormentándola; todos han intentado echarme del palacio, pero no logran realizarlo. Sólo me podrá echar de allí el que consiga una imagen de la Virgen Santísima que posee un rico comerciante.

Al amanecer, cuando los diablos se fueron volando por todas partes, el Hombre Bueno bajó del árbol y se fue a buscar al rico comerciante que tenía la imagen. Después de buscarlo bastante tiempo, lo encontró y le pidió trabajo, diciéndole:

-Trabajaré en tu casa un año entero sin que me des ningún jornal; pero al cabo del año dame la imagen que posees de la Santísima Virgen.

El comerciante aceptó el trato y el Hombre Bueno empezó a trabajar como jornalero, esforzándose en hacerlo todo lo mejor posible, sin descansar ni de día ni de noche, y al acabar el año pidió al comerciante que le pagase su cuenta; pero éste le dijo:

-Estoy contentísimo con tu trabajo, pero me da lástima darte la imagen; prefiero pagarte en dinero.

-No -contestó el campesino-. No necesito tu dinero; págame según convinimos.

-De ningún modo -exclamó el comerciante-; trabaja en mi casa un año más y entonces te daré la imagen.

No había más remedio que aceptar tal decisión, y el Hombre Bueno se quedó en casa del comerciante trabajando otro año. Al fin llegó el día de pagarle la cuenta; pero por segunda vez se negó el comerciante a darle la imagen.

-Prefiero recompensarte con dinero -le dijo-, y si insistes en recibir la imagen, quédate como jornalero un año más.

Como es difícil tener razón cuando se discute con un hombre rico y poderoso, el campesino tuvo que aceptar las condiciones propuestas; se quedó en casa del comerciante un año más, trabajando como jornalero con más celo aún que los anteriores. Acabado el tercer año, el comerciante tomó la imagen y se la entregó al campesino, diciéndole así:

-Tómala, hombre honrado, tómala, que bien ganada la tienes con tu trabajo. Vete con Dios.

El campesino cogió la imagen de la Santísima Virgen, se despidió del comerciante y se dirigió a la capital del reino, donde el espíritu del mal atormentaba a la hermosa zarevna. Anduvo largo tiempo, y por fin llegó y empezó a decir a los vecinos:

-Yo puedo curar a vuestra zarevna.

Inmediatamente lo llevaron al palacio del zar y le presentaron a la joven y enferma zarevna.

Una vez allí, pidió una fuente llena de agua clara y sumergió en ella por tres veces la imagen de la Santísima Virgen, entregó el agua a la zarevna y le ordenó que se lavase con ella. Apenas la enferma se puso a lavarse con el agua bendita, expulsó por la boca el espíritu del mal en forma de una burbuja; la enfermedad desapareció y la hermosa joven se puso sana, alegre y contenta.

El zar y la zarina se pusieron contentísimos, y en su júbilo no sabían con qué recompensar al médico: le proponían joyas, rentas y títulos nobiliarios, pero el Hombre Bueno contestó:

-No, no necesito nada.

Entonces la zarevna, entusiasmada, exclamó:

-Me casaré con él.

Consintió el zar y dispuso que se celebrase la boda con gran pompa y en medio de grandes festejos. Desde entonces el campesino Bueno vivió en palacio, llevando magníficos vestidos y comiendo en compañía del zar y de toda la familia real.

Transcurrido algún tiempo, el Hombre Bueno dijo al zar y la zarina:

-Permítanme ir a mi aldea; tengo allí a mi madre, que es una pobre viejecita, y quisiera verla.

El zar y la zarina aprobaron la idea; la zarevna quiso ir con él y se fueron juntos en un coche del zar, tirado por magníficos caballos.

En el camino tropezaron con el Hombre Malo. Al reconocerlo, el yerno del zar le habló así:

-Buenos días, compañero. ¿No me conoces? ¿No te acuerdas de cuando discutías conmigo sosteniendo que se obtiene más provecho viviendo inicuamente que trabajando honradamente?

El Hombre Malo quedó asombrado al ver que el Bueno era yerno del zar y que había recuperado los ojos que él le había quitado. Tuvo miedo, y no sabiendo qué decir, permaneció silencioso.

-No tengas miedo -le dijo el Hombre Bueno-; yo no guardo rencor nunca a nadie.

Y le contó todo: lo de la fuente maravillosa que le había hecho recobrar la vista, lo del enorme roble, sus trabajos en casa del comerciante, y por fin, su boda con la hermosa zarevna. El Hombre Malo escuchó todo con gran interés y decidió ir al bosque a buscar la fuente. «Quizá -pensó- pueda también encontrar allí mi suerte.»

Se dirigió al bosque, encontró la fuente maravillosa, se subió al enorme roble y esperó la llegada de la noche. A media noche vinieron volando los espíritus del mal y se sentaron al pie del árbol; pero percibiendo al Hombre Malo escondido entre las ramas, se precipitaron sobre él, lo arrastraron al suelo y lo despedazaron.

 

 

El gigante Verlioka

                                    

 

En tiempos remotos vivía en una cabaña un anciano con su mujer y sus dos nietas huérfanas. Eran tan preciosas y dóciles que sus abuelos estaban constantemente alabándolas.

Un día el anciano sembró en su huerto guisantes. Los guisantes crecieron y se cubrieron de flores; el anciano contemplaba su huerto con gran satisfacción, pensando para sus adentros:

«Durante todo el invierno próximo podré comer pasteles con guisantes.»

Pero, para desgracia del anciano, los gorriones invadieron el huerto y empezaron a picotear los guisantes. Viendo en peligro su cosecha, mandó a su nieta menor que espantase los gorriones, y ésta, provista de una rama seca, se sentó en el huerto al lado de los guisantes y empezó a amenazar a los pájaros malhechores, gritándoles:

-¡Fuera, fuera, gorriones! ¡No se coman los guisantes de mi abuelito!

De pronto se oyó un espantoso ruido por el lado del bosque y apareció el gigante Verlioka. Era de un aspecto terrible: tenía un solo ojo, la nariz como un garfio, la barba como un haz de paja, el bigote de una vara de largo y la cabeza cubierta con púas de puerco espín; andaba apoyándose en un enorme cayado1 y sonreía con una sonrisa espantosa.

Cuando se encontraba con algún ser humano lo estrechaba entre sus robustos brazos hasta que le hacía crujir los huesos y lo mataba. No tenía piedad ni de viejos ni de jóvenes, y lo mismo acometía a los cobardes que a los valientes. Apenas Verlioka divisó a la nieta del anciano, la mató con su cayado.

El abuelo esperó un rato a la niña. Al ver que no volvía envió a su nieta mayor a buscarla, pero Verlioka la mató también.

El anciano, cansado de esperarlas, perdió la paciencia y dijo a su mujer:

-¿Por qué tardan tanto en volver las niñas? Se habrán entretenido charlando con los mozos; mientras tanto los gorriones devorarán mis guisantes. Ve y llámalas a casa.

La anciana bajó de su lecho, sobre la estufa, cogió un bastón, salió al patio y se encaminó al huerto, donde se encontró a sus nietas sin vida; al percibir a Verlioka comprendió que aquella desgracia era obra del gigante. Llena de dolor y de ira, se abalanzó a él y se agarró a sus barbas, con lo que Verlioka la mató con mucha más facilidad.

En tanto, el anciano, lleno de impaciencia, se levantó de la mesa, rezó sus oraciones y se fue despacito al huerto para ver lo que les había sucedido a su mujer y a sus nietas. Una vez allí vio a sus queridas niñas tendidas en el suelo como si durmiesen tranquilamente; pero una de ellas tenía toda la frente ensangrentada y en el cuello de la otra se veía la señal de cinco dedos; en cuanto a la anciana, estaba tan destrozada que era imposible reconocerla.

El desgraciado viejo lloró con desconsuelo, gimiendo y lamentándose durante un largo rato; pero poco a poco se tranquilizó, volvió a su cabaña, cogió un cayado de hierro y, lleno de ira y de ideas de venganza, se dirigió en busca de Verlioka para matarlo.

Después de andar bastante tiempo llegó a un estanque donde estaba nadando una Oca sin cola, la cual al ver al anciano empezó a gritarle:

-¡Así! ¡Así! Estaba segura de que vendrías; por eso te esperaba. ¿Cómo te va, abuelo?

-Buenos días, Oca. ¿Por qué me esperabas?

-Porque sabía que no perdonarías ni aun al mismo Verlioka la muerte de tu mujer y de tus nietas.

-¿Y tú conoces a ese monstruo?

-¡Ya lo creo! ¿Cómo no he de conocerle? Me acuerdo muy bien del día en que se puso a pegar en este mismo sitio a un desgraciado. Yo entonces tenía la costumbre de decir ¡ay!, ¡ay!, y mientras Verlioka se divertía en la orilla, yo le gritaba sentada en el agua: «¡Ay!, ¡ay!» Entonces él, después de matar a aquel pobre hombre, corrió a mí, gritándome: «¡Yo te enseñaré a defender a los demás!» Y me cogió por la cola. Pero yo nunca he sido cobarde y, haciendo un esfuerzo, me escapé, dejando mi cola entre sus manos espantosas. Claro está que la cola no es una cosa imprescindible; pero, de todos modos, siento haberla perdido y nunca se lo perdonaré a Verlioka. Desde entonces no soy tan tonta, y ya no grito «¡Ay!, ¡ay!», sino que siempre apruebo: «¡Así!, ¡así!, ¡así!»; de lo que resulta que vivo más tranquila y la gente me respeta más. Todos dicen: «Esta Oca no tendrá cola, pero es muy lista.»

-Está bien -dijo el anciano-; entonces, ¿podrás enseñarme dónde vive Verlioka?

-¡Así! ¡Así! -contestó la Oca, saliendo del agua. Balanceándose sobre sus torpes patas se encaminó por la orilla, delante del anciano.

Así anduvieron hasta que se encontraron en el camino una Cuerdecita, que les dijo:

-Buenos días, abuelito.

-Buenos días, Cuerdecita.

-¿Cómo estás? ¿Adónde vas?

-Estoy ni bien ni mal y voy a castigar a Verlioka, quien ha ahogado a mi vieja mujer y matado a mis dos nietas. ¡Tan hermosas y buenas como eran!

-Conocía a tus nietas y a tu mujer y quiero ayudarte. ¡Llévame contigo!

El anciano pensó: «¡Quién sabe! Quizá me sirva para atar a Verlioka.» Y contestó:

-Pues bien, ven con nosotros si conoces el camino.

La Cuerdecita se arrastró tras ellos como si fuese una culebra. Anduvieron los tres un buen rato y vieron un Pisón2 tendido en la carretera, el cual les dijo:

-Buenos días, abuelito.

-Buenos días, Pisón.

-¿Cómo estás? ¿Adónde vas?

-Estoy ni bien ni mal y voy a castigar a Verlioka, que ha ahogado a mi vieja mujer y matado a mis dos nietas. ¡Si supieses qué hermosas y buenas eran!

-Llévame contigo y te ayudaré.

-Bueno, anda si conoces el camino -le dijo el anciano, pensando: «Realmente, el Pisón podrá ayudarnos mucho.»

El Pisón se levantó, se apoyó con el asa en el suelo y se puso a caminar a saltos. Así anduvieron hasta que encontraron una Bellota, que les dijo:

-Buenos días, abuelito.

-Buenos días, Bellota.

-¿Adónde vas?

-Voy a matar a Verlioka; no sé si lo conocerás.

-Ya lo creo que lo conozco. Es necesario castigarlo; llévame contigo y te ayudaré.

-Pero tú, ¿de qué me vas a servir?

-No me desprecies, abuelito. Acuérdate del proverbio que dice: No escupas en el pozo, porque tendrás que beber su agua.

El anciano pensó: «No hay inconveniente en que venga con nosotros; cuanta más gente haya, mejor será.»

Y luego, en alta voz, dijo:

-Vente detrás.

Pero la Bellota se puso a saltar delante de todos.

Al fin llegaron a un espeso bosque y vieron una cabaña en cuyo interior no había nadie. La lumbre del horno estaba apagada y sobre el hogar había un puchero lleno de gachas de mijo.

La Bellota se metió de un salto en el puchero, la Cuerdecita se tendió en el umbral de la puerta, el Pisón se subió encima de ésta, la Oca se sentó detrás de la estufa y el anciano se escondió en un rincón al lado de la puerta.

Pronto llegó Verlioka, echó un haz de leña al suelo y se puso a encender la lumbre del horno. Entonces la Bellota, desde dentro del puchero, empezó a cantar:

-¡Pi, pi, pi, han venido a matar a Verlioka!

-¡Calla, papilla de mijo, o te echaré en el cubo! -exclamó Verlioka.

Pero la Bellota no lo obedeció y siguió cantando su canción. Verlioka se enfadó, cogió el puchero y de un golpe vertió las gachas en el cubo. Al choque, la Bellota saltó y fue a dar en el único ojo de Verlioka, dejándolo ciego. El gigante quiso escapar y echó a correr; pero apenas llegó al umbral, la Cuerdecita se le enredó a los pies y lo tiró al suelo.

El Pisón saltó de la puerta, y el anciano se precipitó sobre Verlioka desde el rincón donde estaba escondido y ambos se pusieron a pegarle. Mientras tanto, la Oca, sentada detrás de la estufa, aprobaba diciendo: «¡Así!, ¡así!, ¡así!»

Esta vez no le sirvió a Verlioka su fuerza, pues el anciano, con la ayuda de sus buenos amigos, logró matarlo y librar a la gente de un monstruo espantoso.

 

1. Cayado: Palo o bastón corvo por la parte superior: el cayado del pastor.

2. Pisón: En las fundiciones, instrumento manual que tiene una extremidad ancha y plana, con el que se apisona o aprieta la arena en la parte exterior del molde. // Instrumento pesado y grueso que sirve para apretar o apisonar tierra, asfalto, piedras, capas de hormigón y para asentar adoquines.

 

El infortunio

 

 

En una aldea vivían dos campesinos hermanos; uno pobre y el otro rico.

El rico se trasladó a una gran ciudad, se hizo construir una gran casa, se estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes. Entretanto, al pobre le faltaba muchas veces hasta pan para sus hijos, que lloraban y le pedían de comer.

El desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr ganar lo suficiente para sustentar a su familia.

Un día dijo a su mujer:

-Iré a la ciudad y pediré a mi hermano que me preste ayuda.

Fue a casa del hermano rico y le habló así:

-¡Oh, hermano mío! Ayúdame en mi desgracia: mi mujer y mis hijos están sin comer y se mueren de hambre.

-Si trabajas en mi casa durante esta semana, te ayudaré -respondió el rico.

El pobre se puso a trabajar con ardor: limpiaba el patio, cuidaba los caballos, traía agua y partía la leña. Transcurrida la semana, el rico le dio tan sólo un pan, diciéndole:

-He aquí el pago de tu trabajo.

-Gracias -le dijo el pobre, e hizo ademán de marcharse; pero el hermano lo detuvo, diciéndole:

-Espera. Ven mañana a visitarme y trae contigo a tu mujer, porque mañana es el día de mi santo.

-¿Cómo quieres que venga? Vendrán a verte ricos comerciantes que visten abrigos forrados de pieles y botas grandes de cuero, mientras que yo llevo calzado de líber y un viejo caftán gris.

-¡No importa! Ven; eres mi hermano y habrá sitio también para ti.

-Bueno, hermano mío, gracias.

El pobre volvió a casa, entregó a su mujer el pan y le dijo:

-Oye, mujer: nos han convidado para mañana.

-¿Quién nos ha convidado?

-Mi hermano, porque es el día de su santo.

-Muy bien. Iremos.

Por la mañana se levantaron y se marcharon a la ciudad. Llegaron a casa del rico, lo felicitaron y se sentaron en un banco. Había mucha gente notable sentada a la mesa, y el dueño atendía a todos con amabilidad; pero de su hermano y de su cuñada no hacía caso ninguno ni les ofrecía nada de comer. Los dos permanecían sentados en un rincón viendo cómo comían y bebían los demás.

Al fin terminó el festín; los convidados se levantaron de la mesa y dieron las gracias a los dueños de la casa. Entonces el pobre se levantó también del banco e hizo a su hermano una respetuosa reverencia.

Todos se dirigieron a sus casas haciendo un gran ruido y cantando con la alegría del que ha comido bien y bebido mejor. El pobre se fue también, y mientras caminaba dijo a su mujer:

-Vamos a cantar también nosotros.

-¡Qué estúpido eres! La gente canta porque ha comido bien y bebido mucho. ¿Por qué vas a cantar tú?

-De todos modos cantaré, porque hemos presenciado el festín de mi hermano y me da vergüenza por él el ir callado. Si voy cantando, los que me vean creerán que yo también he comido y bebido.

-Pues canta tú si quieres, que por lo que a mí hace, no cantaré -dijo la mujer con malos modos.

El campesino se puso a cantar una canción, y le pareció oír que otra voz acompañaba a la suya; en seguida dejó de cantar y preguntó a su mujer:

-¿Eres tú la que me acompañaba cantando con una vocecita aguda?

-Ni siquiera he pensado en hacerlo.

-Pues ¿quién podrá ser?

-No sé -contestó la mujer-. Empieza otra vez, yo escucharé.

Se puso a cantar otra vez, y aunque cantaba él solo, se oían dos voces; entonces se paró y exclamó:

-¿Quién es el que me acompaña en mi canto?

La voz contestó:

-Soy yo: el Infortunio.

-Pues bien, Infortunio, vente con nosotros.

-Vamos, mi amo; ya no me separaré de ti nunca.

Llegaron a casa y el Infortunio le propuso irse los dos a la taberna. El campesino le contestó:

-No tengo dinero, amigo.

-¡Oh tonto! ¿Para qué necesitas dinero? ¿No llevas una pelliza? ¿Para qué te sirve? Pronto vendrá el verano y no la necesitarás. Vamos a la taberna y allí la venderemos.

El campesino con el Infortunio se fueron a la taberna y se dejaron allí la pelliza.

Al día siguiente el Infortunio tenía dolor de cabeza; se puso a gemir, y otra vez pidió al campesino que le llevase a la taberna para beber un vaso de vino.

-No tengo dinero -le contestó el pobre hombre.

-Pero ¿para qué necesitamos dinero? Lleva el trineo y el carro y será bastante.

El campesino no tuvo más remedio que obedecer al Infortunio. Cogió el trineo y el carro, los llevó a la taberna, allí los vendieron, y se gastaron todo el dinero y se emborracharon ambos.

A la mañana siguiente el Infortunio se quejó aún más, pidiendo, al que llamaba su amo, una copita de aguardiente; el desgraciado campesino tuvo que vender su arado.

Aún no había pasado un mes cuando se encontró sin muebles, sin sus aperos de labranza y hasta sin su propia cabaña: todo lo había vendido y el dinero había tomado el camino de la taberna.

Pero el insaciable Infortunio se pegó a él otra vez, diciéndole:

-Vámonos a la taberna.

-¡Oh no, Infortunio! ¿No ves que ya no me queda nada que vender?

-¿Cómo que no tienes nada? Tu mujer tiene aún dos sarafanes; con uno tiene bastante para vestirse y podemos vender el otro.

El pobre cogió el vestido de su mujer, lo vendió, gastándose el dinero en la taberna, y después pensó así:

«Ahora sí que no tengo nada: ni muebles, ni casa, ni vestidos.»

Por la mañana, el Infortunio despertó, y viendo que su amo ya no tenía nada que vender, le dijo:

-Escucha, amo.

-¿Qué quieres, Infortunio?

-Ve a casa de tu vecino y pídele un carro con un par de bueyes.

El campesino se dirigió a casa de su vecino y le dijo:

-Préstamo tu carro y un par de bueyes por hoy y trabajaré después para ti una semana.

-¿Y para qué los necesitas?

-Tengo que ir al bosque a coger leña.

-Bien, llévatelos; pero no los cargues demasiado.

-¡Dios me guarde de hacerlo!

Condujo los bueyes a su casa, se sentó en el carro con el Infortunio y se dirigió al campo.

-Oye, amo -le preguntó el Infortunio-: ¿conoces un sitio donde hay una gran piedra?

-Ya lo creo que lo conozco.

-Pues si lo conoces lleva el carro directamente allí.

Llegado al sitio indicado se pararon y bajaron a tierra. El Infortunio indicó al campesino que levantase la piedra; éste lo hizo así y vieron que debajo de ella había una cavidad llena de monedas de oro.

-¿Qué es lo que miras ahí parado? -le gritó el Infortunio-. Cárgalo pronto en el carro.

El campesino se puso a trabajar y llenó el carro de oro, sacando del hoyo hasta la última moneda.

Viendo que la cavidad quedaba vacía, dijo al Infortunio:

-Mira, Infortunio, me parece que allí ha quedado aún dinero.

El Infortunio se inclinó para ver mejor, y dijo:

-¿Dónde? Yo no lo veo.

-Allí en un rincón brilla algo.

-Pues yo no veo nada.

-Baja al fondo y verás.

El Infortunio bajó al hoyo, y apenas estuvo allí, el campesino dejó caer la piedra, exclamando:

-¡Ahí estás mejor, porque si te llevo conmigo me harás gastar todo el dinero!

El campesino, una vez llegado a su casa, llenó la cueva con el dinero, devolvió el carro y los bueyes a su vecino y empezó a meditar sobre el modo de arreglar su vida.

Compró madera, se construyó una magnífica casa y se estableció en ella, llevando una vida mucho mejor que la de su hermano el rico.

Pasado algún tiempo, un día fue a la ciudad a convidar a su hermano y a su cuñada para el día de su santo.

-¿Qué tontería se te ha ocurrido? -le contestó su hermano-. No tienes qué comer y quieres celebrar el día de tu santo.

-Verdad es que en otros tiempos no tenía qué comer; pero ahora, gracias a Dios, no tengo menos que tú. Tú ven a casa y verás.

-Bien, iremos.

Al día siguiente el rico se fue con su mujer a casa de su hermano; al llegar vio con asombro que la cabaña del pobre se había convertido en una magnífica casa; ningún comerciante de la ciudad tenía una parecida.

El campesino los convidó con ricos manjares y vinos finos. Después de acabada la comida, el rico preguntó a su hermano:

-Dime, por favor, ¿qué has hecho para enriquecerte de ese modo?

El hermano le contó todo. Cómo se había pegado a él el Infortunio; cómo lo había hecho gastar en la taberna todo lo que tenía, hasta el último vestido de su mujer, y cuando ya no le quedaba nada le había enseñado el sitio donde se hallaba escondido un inmenso tesoro que había recogido, librándose al mismo tiempo de su mal acompañante.

El rico, envidioso de una suerte tan grande, pensó para sus adentros:

«Me iré al campo, levantaré la piedra y devolveré la libertad al Infortunio para que arruine por completo a mi hermano y no se vanaglorie delante de mí de sus riquezas.»

Envió a casa a su mujer y él se dirigió al campo. Llegó a la gran piedra, la levantó de un lado y se inclinó para ver lo que había escondido debajo. No tuvo tiempo de observar la profundidad del hoyo, porque el Infortunio saltó fuera y se colocó a caballo sobre su cuello, gritándole:

-¡Quisiste hacerme morir aquí, pero ahora por nada del mundo nos separaremos!

-Escucha, Infortunio. No soy yo -repuso el comerciante- quien te había encerrado en este calabozo.

-Pues si no fuiste tú, ¿quién ha sido?

-Ha sido mi hermano y yo he venido expresamente para libertarte.

-¡Eso son mentiras! Me has engañado ya una vez, pero no me engañarás la segunda.

El Infortunio se agarró al cuello del rico comerciante, y éste se lo llevó a su casa. Desde entonces todo empezó a salirle mal. Todas las mañanas el Infortunio empezaba pidiendo una copita de aguardiente, y a fuerza de beber le hizo gastar mucho dinero en la taberna.

-Esto no puede durar más -decidió el comerciante-. Bastante he divertido al Infortunio; ya es tiempo de que me separe de él; pero ¿cómo?

Pensó en ello mucho tiempo, y al fin se le ocurrió una idea. Fue al patio, hizo dos tapones de madera de encina, cogió una rueda de un carro y metió sólidamente uno de los tapones en el cubo de ella; después se fue a buscar al Infortunio y le dijo:

-Oye, Infortunio, ¿por qué estás siempre acostado?

-¿Y qué quieres que haga?

-Podíamos ir al patio a jugar al escondite.

El Infortunio se puso muy contento, y ambos salieron al patio; el comerciante se escondió; pero el Infortunio lo encontró en seguida. Cuando le llegó el turno de esconderse, dijo a su amo:

-A mí no me encontrarás tan pronto, porque yo puedo esconderme en cualquier rendija.

-¡A que no! -le contestó el comerciante-. ¿No eres capaz de esconderte en el cubo de esta rueda y crees que te vas a poder esconder en una rendija?

-¿Cómo que no puedo entrar en el cubo de la rueda? Verás cómo me escondo.

El Infortunio se introdujo en el cubo de la rueda, y el comerciante, cogiendo el otro tapón de encina, tapó bien con un mazo el lado abierto; luego cogió la rueda y la tiró al río.

El Infortunio se ahogó y el comerciante se volvió a su casa y siguió viviendo como en sus mejores tiempos, estrechando la amistad con su hermano.