En
tiempos remotos vivía en una cabaña un anciano con su mujer y sus dos nietas
huérfanas. Eran tan preciosas y dóciles que sus abuelos estaban constantemente
alabándolas.
Un
día el anciano sembró en su huerto guisantes. Los guisantes crecieron y se
cubrieron de flores; el anciano contemplaba su huerto con gran satisfacción,
pensando para sus adentros:
«Durante
todo el invierno próximo podré comer pasteles con guisantes.»
Pero,
para desgracia del anciano, los gorriones invadieron el huerto y empezaron a
picotear los guisantes. Viendo en peligro su cosecha, mandó a su nieta menor
que espantase los gorriones, y ésta, provista de una rama seca, se sentó en el
huerto al lado de los guisantes y empezó a amenazar a los pájaros malhechores,
gritándoles:
-¡Fuera,
fuera, gorriones! ¡No se coman los guisantes de mi abuelito!
De
pronto se oyó un espantoso ruido por el lado del bosque y apareció el gigante
Verlioka. Era de un aspecto terrible: tenía un solo ojo, la nariz como un
garfio, la barba como un haz de paja, el bigote de una vara de largo y la
cabeza cubierta con púas de puerco espín; andaba apoyándose en un enorme cayado1 y sonreía con una sonrisa espantosa.
Cuando
se encontraba con algún ser humano lo estrechaba entre sus robustos brazos
hasta que le hacía crujir los huesos y lo mataba. No tenía piedad ni de viejos
ni de jóvenes, y lo mismo acometía a los cobardes que a los valientes. Apenas
Verlioka divisó a la nieta del anciano, la mató con su cayado.
El
abuelo esperó un rato a la niña. Al ver que no volvía envió a su nieta mayor a
buscarla, pero Verlioka la mató también.
El
anciano, cansado de esperarlas, perdió la paciencia y dijo a su mujer:
-¿Por
qué tardan tanto en volver las niñas? Se habrán entretenido charlando con los
mozos; mientras tanto los gorriones devorarán mis guisantes. Ve y llámalas a
casa.
La
anciana bajó de su lecho, sobre la estufa, cogió un bastón, salió al patio y se
encaminó al huerto, donde se encontró a sus nietas sin vida; al percibir a
Verlioka comprendió que aquella desgracia era obra del gigante. Llena de dolor
y de ira, se abalanzó a él y se agarró a sus barbas, con lo que Verlioka la
mató con mucha más facilidad.
En
tanto, el anciano, lleno de impaciencia, se levantó de la mesa, rezó sus
oraciones y se fue despacito al huerto para ver lo que les había sucedido a su
mujer y a sus nietas. Una vez allí vio a sus queridas niñas tendidas en el
suelo como si durmiesen tranquilamente; pero una de ellas tenía toda la frente
ensangrentada y en el cuello de la otra se veía la señal de cinco dedos; en
cuanto a la anciana, estaba tan destrozada que era imposible reconocerla.
El
desgraciado viejo lloró con desconsuelo, gimiendo y lamentándose durante un
largo rato; pero poco a poco se tranquilizó, volvió a su cabaña, cogió un
cayado de hierro y, lleno de ira y de ideas de venganza, se dirigió en busca de
Verlioka para matarlo.
Después
de andar bastante tiempo llegó a un estanque donde estaba nadando una Oca sin
cola, la cual al ver al anciano empezó a gritarle:
-¡Así!
¡Así! Estaba segura de que vendrías; por eso te esperaba. ¿Cómo te va, abuelo?
-Buenos
días, Oca. ¿Por qué me esperabas?
-Porque
sabía que no perdonarías ni aun al mismo Verlioka la muerte de tu mujer y de
tus nietas.
-¿Y
tú conoces a ese monstruo?
-¡Ya
lo creo! ¿Cómo no he de conocerle? Me acuerdo muy bien del día en que se puso a
pegar en este mismo sitio a un desgraciado. Yo entonces tenía la costumbre de
decir ¡ay!, ¡ay!, y mientras Verlioka se divertía en la orilla, yo le gritaba
sentada en el agua: «¡Ay!, ¡ay!» Entonces él, después de matar a aquel pobre
hombre, corrió a mí, gritándome: «¡Yo te enseñaré a defender a los demás!» Y me
cogió por la cola. Pero yo nunca he sido cobarde y, haciendo un esfuerzo, me
escapé, dejando mi cola entre sus manos espantosas. Claro está que la cola no
es una cosa imprescindible; pero, de todos modos, siento haberla perdido y
nunca se lo perdonaré a Verlioka. Desde entonces no soy tan tonta, y ya no
grito «¡Ay!, ¡ay!», sino que siempre apruebo: «¡Así!, ¡así!, ¡así!»; de lo que
resulta que vivo más tranquila y la gente me respeta más. Todos dicen: «Esta
Oca no tendrá cola, pero es muy lista.»
-Está
bien -dijo el anciano-; entonces, ¿podrás enseñarme dónde vive Verlioka?
-¡Así!
¡Así! -contestó la Oca, saliendo del agua. Balanceándose sobre sus torpes patas
se encaminó por la orilla, delante del anciano.
Así
anduvieron hasta que se encontraron en el camino una Cuerdecita, que les dijo:
-Buenos
días, abuelito.
-Buenos
días, Cuerdecita.
-¿Cómo
estás? ¿Adónde vas?
-Estoy
ni bien ni mal y voy a castigar a Verlioka, quien ha ahogado a mi vieja mujer y
matado a mis dos nietas. ¡Tan hermosas y buenas como eran!
-Conocía
a tus nietas y a tu mujer y quiero ayudarte. ¡Llévame contigo!
El
anciano pensó: «¡Quién sabe! Quizá me sirva para atar a Verlioka.» Y contestó:
-Pues
bien, ven con nosotros si conoces el camino.
La
Cuerdecita se arrastró tras ellos como si fuese una culebra. Anduvieron los
tres un buen rato y vieron un Pisón2 tendido en la carretera, el cual les
dijo:
-Buenos
días, abuelito.
-Buenos
días, Pisón.
-¿Cómo
estás? ¿Adónde vas?
-Estoy
ni bien ni mal y voy a castigar a Verlioka, que ha ahogado a mi vieja mujer y
matado a mis dos nietas. ¡Si supieses qué hermosas y buenas eran!
-Llévame
contigo y te ayudaré.
-Bueno,
anda si conoces el camino -le dijo el anciano, pensando: «Realmente, el Pisón
podrá ayudarnos mucho.»
El
Pisón se levantó, se apoyó con el asa en el suelo y se puso a caminar a saltos.
Así anduvieron hasta que encontraron una Bellota, que les dijo:
-Buenos
días, abuelito.
-Buenos
días, Bellota.
-¿Adónde
vas?
-Voy
a matar a Verlioka; no sé si lo conocerás.
-Ya
lo creo que lo conozco. Es necesario castigarlo; llévame contigo y te ayudaré.
-Pero
tú, ¿de qué me vas a servir?
-No
me desprecies, abuelito. Acuérdate del proverbio que dice: No escupas en el
pozo, porque tendrás que beber su agua.
El
anciano pensó: «No hay inconveniente en que venga con nosotros; cuanta más
gente haya, mejor será.»
Y
luego, en alta voz, dijo:
-Vente
detrás.
Pero
la Bellota se puso a saltar delante de todos.
Al
fin llegaron a un espeso bosque y vieron una cabaña en cuyo interior no había
nadie. La lumbre del horno estaba apagada y sobre el hogar había un puchero
lleno de gachas de mijo.
La
Bellota se metió de un salto en el puchero, la Cuerdecita se tendió en el
umbral de la puerta, el Pisón se subió encima de ésta, la Oca se sentó detrás
de la estufa y el anciano se escondió en un rincón al lado de la puerta.
Pronto
llegó Verlioka, echó un haz de leña al suelo y se puso a encender la lumbre del
horno. Entonces la Bellota, desde dentro del puchero, empezó a cantar:
-¡Pi,
pi, pi, han venido a matar a Verlioka!
-¡Calla,
papilla de mijo, o te echaré en el cubo! -exclamó Verlioka.
Pero
la Bellota no lo obedeció y siguió cantando su canción. Verlioka se enfadó,
cogió el puchero y de un golpe vertió las gachas en el cubo. Al choque, la
Bellota saltó y fue a dar en el único ojo de Verlioka, dejándolo ciego. El
gigante quiso escapar y echó a correr; pero apenas llegó al umbral, la
Cuerdecita se le enredó a los pies y lo tiró al suelo.
El
Pisón saltó de la puerta, y el anciano se precipitó sobre Verlioka desde el
rincón donde estaba escondido y ambos se pusieron a pegarle. Mientras tanto, la
Oca, sentada detrás de la estufa, aprobaba diciendo: «¡Así!, ¡así!, ¡así!»
Esta
vez no le sirvió a Verlioka su fuerza, pues el anciano, con la ayuda de sus
buenos amigos, logró matarlo y librar a la gente de un monstruo espantoso.
1. Cayado: Palo o bastón corvo por la parte superior: el cayado del
pastor.
2. Pisón: En las fundiciones, instrumento manual que tiene una
extremidad ancha y plana, con el que se apisona o aprieta la arena en la parte
exterior del molde. // Instrumento pesado y grueso que sirve para apretar o
apisonar tierra, asfalto, piedras, capas de hormigón y para asentar adoquines.
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