En
una aldea vivían dos campesinos hermanos; uno pobre y el otro rico.
El
rico se trasladó a una gran ciudad, se hizo construir una gran casa, se
estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes. Entretanto, al
pobre le faltaba muchas veces hasta pan para sus hijos, que lloraban y le
pedían de comer.
El
desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr
ganar lo suficiente para sustentar a su familia.
Un
día dijo a su mujer:
-Iré
a la ciudad y pediré a mi hermano que me preste ayuda.
Fue
a casa del hermano rico y le habló así:
-¡Oh,
hermano mío! Ayúdame en mi desgracia: mi mujer y mis hijos están sin comer y se
mueren de hambre.
-Si
trabajas en mi casa durante esta semana, te ayudaré -respondió el rico.
El
pobre se puso a trabajar con ardor: limpiaba el patio, cuidaba los caballos,
traía agua y partía la leña. Transcurrida la semana, el rico le dio tan sólo un
pan, diciéndole:
-He
aquí el pago de tu trabajo.
-Gracias
-le dijo el pobre, e hizo ademán de marcharse; pero el hermano lo detuvo,
diciéndole:
-Espera.
Ven mañana a visitarme y trae contigo a tu mujer, porque mañana es el día de mi
santo.
-¿Cómo
quieres que venga? Vendrán a verte ricos comerciantes que visten abrigos
forrados de pieles y botas grandes de cuero, mientras que yo llevo calzado de
líber y un viejo caftán gris.
-¡No
importa! Ven; eres mi hermano y habrá sitio también para ti.
-Bueno,
hermano mío, gracias.
El
pobre volvió a casa, entregó a su mujer el pan y le dijo:
-Oye,
mujer: nos han convidado para mañana.
-¿Quién
nos ha convidado?
-Mi
hermano, porque es el día de su santo.
-Muy
bien. Iremos.
Por
la mañana se levantaron y se marcharon a la ciudad. Llegaron a casa del rico,
lo felicitaron y se sentaron en un banco. Había mucha gente notable sentada a
la mesa, y el dueño atendía a todos con amabilidad; pero de su hermano y de su
cuñada no hacía caso ninguno ni les ofrecía nada de comer. Los dos permanecían
sentados en un rincón viendo cómo comían y bebían los demás.
Al
fin terminó el festín; los convidados se levantaron de la mesa y dieron las
gracias a los dueños de la casa. Entonces el pobre se levantó también del banco
e hizo a su hermano una respetuosa reverencia.
Todos
se dirigieron a sus casas haciendo un gran ruido y cantando con la alegría del
que ha comido bien y bebido mejor. El pobre se fue también, y mientras caminaba
dijo a su mujer:
-Vamos
a cantar también nosotros.
-¡Qué
estúpido eres! La gente canta porque ha comido bien y bebido mucho. ¿Por qué
vas a cantar tú?
-De
todos modos cantaré, porque hemos presenciado el festín de mi hermano y me da
vergüenza por él el ir callado. Si voy cantando, los que me vean creerán que yo
también he comido y bebido.
-Pues
canta tú si quieres, que por lo que a mí hace, no cantaré -dijo la mujer con
malos modos.
El
campesino se puso a cantar una canción, y le pareció oír que otra voz
acompañaba a la suya; en seguida dejó de cantar y preguntó a su mujer:
-¿Eres
tú la que me acompañaba cantando con una vocecita aguda?
-Ni
siquiera he pensado en hacerlo.
-Pues
¿quién podrá ser?
-No
sé -contestó la mujer-. Empieza otra vez, yo escucharé.
Se
puso a cantar otra vez, y aunque cantaba él solo, se oían dos voces; entonces
se paró y exclamó:
-¿Quién
es el que me acompaña en mi canto?
La
voz contestó:
-Soy
yo: el Infortunio.
-Pues
bien, Infortunio, vente con nosotros.
-Vamos,
mi amo; ya no me separaré de ti nunca.
Llegaron
a casa y el Infortunio le propuso irse los dos a la taberna. El campesino le
contestó:
-No
tengo dinero, amigo.
-¡Oh
tonto! ¿Para qué necesitas dinero? ¿No llevas una pelliza? ¿Para qué te sirve?
Pronto vendrá el verano y no la necesitarás. Vamos a la taberna y allí la
venderemos.
El
campesino con el Infortunio se fueron a la taberna y se dejaron allí la
pelliza.
Al
día siguiente el Infortunio tenía dolor de cabeza; se puso a gemir, y otra vez
pidió al campesino que le llevase a la taberna para beber un vaso de vino.
-No
tengo dinero -le contestó el pobre hombre.
-Pero
¿para qué necesitamos dinero? Lleva el trineo y el carro y será bastante.
El
campesino no tuvo más remedio que obedecer al Infortunio. Cogió el trineo y el
carro, los llevó a la taberna, allí los vendieron, y se gastaron todo el dinero
y se emborracharon ambos.
A
la mañana siguiente el Infortunio se quejó aún más, pidiendo, al que llamaba su
amo, una copita de aguardiente; el desgraciado campesino tuvo que vender su
arado.
Aún
no había pasado un mes cuando se encontró sin muebles, sin sus aperos de
labranza y hasta sin su propia cabaña: todo lo había vendido y el dinero había
tomado el camino de la taberna.
Pero
el insaciable Infortunio se pegó a él otra vez, diciéndole:
-Vámonos
a la taberna.
-¡Oh
no, Infortunio! ¿No ves que ya no me queda nada que vender?
-¿Cómo
que no tienes nada? Tu mujer tiene aún dos sarafanes; con uno tiene bastante
para vestirse y podemos vender el otro.
El
pobre cogió el vestido de su mujer, lo vendió, gastándose el dinero en la
taberna, y después pensó así:
«Ahora
sí que no tengo nada: ni muebles, ni casa, ni vestidos.»
Por
la mañana, el Infortunio despertó, y viendo que su amo ya no tenía nada que
vender, le dijo:
-Escucha,
amo.
-¿Qué
quieres, Infortunio?
-Ve
a casa de tu vecino y pídele un carro con un par de bueyes.
El
campesino se dirigió a casa de su vecino y le dijo:
-Préstamo
tu carro y un par de bueyes por hoy y trabajaré después para ti una semana.
-¿Y
para qué los necesitas?
-Tengo
que ir al bosque a coger leña.
-Bien,
llévatelos; pero no los cargues demasiado.
-¡Dios
me guarde de hacerlo!
Condujo
los bueyes a su casa, se sentó en el carro con el Infortunio y se dirigió al
campo.
-Oye,
amo -le preguntó el Infortunio-: ¿conoces un sitio donde hay una gran piedra?
-Ya
lo creo que lo conozco.
-Pues
si lo conoces lleva el carro directamente allí.
Llegado
al sitio indicado se pararon y bajaron a tierra. El Infortunio indicó al
campesino que levantase la piedra; éste lo hizo así y vieron que debajo de ella
había una cavidad llena de monedas de oro.
-¿Qué
es lo que miras ahí parado? -le gritó el Infortunio-. Cárgalo pronto en el
carro.
El
campesino se puso a trabajar y llenó el carro de oro, sacando del hoyo hasta la
última moneda.
Viendo
que la cavidad quedaba vacía, dijo al Infortunio:
-Mira,
Infortunio, me parece que allí ha quedado aún dinero.
El
Infortunio se inclinó para ver mejor, y dijo:
-¿Dónde?
Yo no lo veo.
-Allí
en un rincón brilla algo.
-Pues
yo no veo nada.
-Baja
al fondo y verás.
El
Infortunio bajó al hoyo, y apenas estuvo allí, el campesino dejó caer la
piedra, exclamando:
-¡Ahí
estás mejor, porque si te llevo conmigo me harás gastar todo el dinero!
El
campesino, una vez llegado a su casa, llenó la cueva con el dinero, devolvió el
carro y los bueyes a su vecino y empezó a meditar sobre el modo de arreglar su
vida.
Compró
madera, se construyó una magnífica casa y se estableció en ella, llevando una
vida mucho mejor que la de su hermano el rico.
Pasado
algún tiempo, un día fue a la ciudad a convidar a su hermano y a su cuñada para
el día de su santo.
-¿Qué
tontería se te ha ocurrido? -le contestó su hermano-. No tienes qué comer y
quieres celebrar el día de tu santo.
-Verdad
es que en otros tiempos no tenía qué comer; pero ahora, gracias a Dios, no
tengo menos que tú. Tú ven a casa y verás.
-Bien,
iremos.
Al
día siguiente el rico se fue con su mujer a casa de su hermano; al llegar vio
con asombro que la cabaña del pobre se había convertido en una magnífica casa;
ningún comerciante de la ciudad tenía una parecida.
El
campesino los convidó con ricos manjares y vinos finos. Después de acabada la
comida, el rico preguntó a su hermano:
-Dime,
por favor, ¿qué has hecho para enriquecerte de ese modo?
El
hermano le contó todo. Cómo se había pegado a él el Infortunio; cómo lo había
hecho gastar en la taberna todo lo que tenía, hasta el último vestido de su
mujer, y cuando ya no le quedaba nada le había enseñado el sitio donde se
hallaba escondido un inmenso tesoro que había recogido, librándose al mismo
tiempo de su mal acompañante.
El
rico, envidioso de una suerte tan grande, pensó para sus adentros:
«Me
iré al campo, levantaré la piedra y devolveré la libertad al Infortunio para
que arruine por completo a mi hermano y no se vanaglorie delante de mí de sus
riquezas.»
Envió
a casa a su mujer y él se dirigió al campo. Llegó a la gran piedra, la levantó
de un lado y se inclinó para ver lo que había escondido debajo. No tuvo tiempo
de observar la profundidad del hoyo, porque el Infortunio saltó fuera y se
colocó a caballo sobre su cuello, gritándole:
-¡Quisiste
hacerme morir aquí, pero ahora por nada del mundo nos separaremos!
-Escucha,
Infortunio. No soy yo -repuso el comerciante- quien te había encerrado en este
calabozo.
-Pues
si no fuiste tú, ¿quién ha sido?
-Ha
sido mi hermano y yo he venido expresamente para libertarte.
-¡Eso
son mentiras! Me has engañado ya una vez, pero no me engañarás la segunda.
El
Infortunio se agarró al cuello del rico comerciante, y éste se lo llevó a su
casa. Desde entonces todo empezó a salirle mal. Todas las mañanas el Infortunio
empezaba pidiendo una copita de aguardiente, y a fuerza de beber le hizo gastar
mucho dinero en la taberna.
-Esto
no puede durar más -decidió el comerciante-. Bastante he divertido al
Infortunio; ya es tiempo de que me separe de él; pero ¿cómo?
Pensó
en ello mucho tiempo, y al fin se le ocurrió una idea. Fue al patio, hizo dos
tapones de madera de encina, cogió una rueda de un carro y metió sólidamente
uno de los tapones en el cubo de ella; después se fue a buscar al Infortunio y
le dijo:
-Oye,
Infortunio, ¿por qué estás siempre acostado?
-¿Y
qué quieres que haga?
-Podíamos
ir al patio a jugar al escondite.
El
Infortunio se puso muy contento, y ambos salieron al patio; el comerciante se
escondió; pero el Infortunio lo encontró en seguida. Cuando le llegó el turno
de esconderse, dijo a su amo:
-A
mí no me encontrarás tan pronto, porque yo puedo esconderme en cualquier
rendija.
-¡A
que no! -le contestó el comerciante-. ¿No eres capaz de esconderte en el cubo
de esta rueda y crees que te vas a poder esconder en una rendija?
-¿Cómo
que no puedo entrar en el cubo de la rueda? Verás cómo me escondo.
El
Infortunio se introdujo en el cubo de la rueda, y el comerciante, cogiendo el
otro tapón de encina, tapó bien con un mazo el lado abierto; luego cogió la
rueda y la tiró al río.
El
Infortunio se ahogó y el comerciante se volvió a su casa y siguió viviendo como
en sus mejores tiempos, estrechando la amistad con su hermano.
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