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jueves, 20 de junio de 2024

UN CERDO MUY FURIOSO Kenneth Cook

 


Los cerdos australianos tienen las jetas más feas del mundo. Tienen un carácter a juego. Lo sé, porque hace poco uno de ellos se esforzó muy seriamente por devorarme. Estaba en su derecho, porque yo había hecho un esfuerzo igualmente serio por abatirlo. Sin embargo, en el momento del encuentro a mí no me interesaba la cuestión moral, solo sobrevivir.

Acababa de terminar una novela titulada Cerdo, y la productora de cine C.C. y P. Pty Ltd había adquirido los derechos para llevarla al cine. Mientras investigaba para el libro, pasé mucho tiempo cazando cerdos en diversas partes de Australia y me consideraba poco menos que un aficionado experto en el tema de los cerdos asilvestrados. Son unas criaturas horribles que están destrozando gran parte del entorno natural australiano. Estaba exponiéndole mis puntos de vista sobre la naturaleza generalmente pestilente de los cerdos al productor, John Crew, cuando me preguntó si estaría dispuesto a viajar al oeste y conseguir un ejemplar apropiado de cerdo asilvestrado que los modeladores pudieran utilizar como base para el cerdo mecánico que había que diseñar para la película. Accedí de buena gana porque los honorarios que me ofreció estaban bastante por encima de lo que valía la misión. O eso pensaba yo. Sabía donde había cerdos en abundancia y tenía mucha experiencia en la técnica de abatirlos a tiros.

Hice planes para conducir mi Honda Civic hasta las Marismas de Macquarie, en la parte centro occidental de Nueva Gales del Sur, donde sabía que había miles de cerdos asilvestrados. Es más, ha habido cerdos en las marismas durante más de cien años y han revertido al tipo originario de la leyenda porcina: con cresta, negro, enorme y feroz.

Un par de días antes de emprender el viaje, me di un golpe en el ojo derecho contra el cierre de una ventana. Fue muy poca cosa, pero tuvieron que ponerme cuatro puntos en el párpado derecho.

A su debido tiempo, fui conduciendo hasta las marismas y solicité permiso a un granjero local para salir y abatir un cerdo.

Estaba buscando el cerdo asilvestrado más grande y más horrible que pudiera encontrar, porque el argumento de mi novela versa sobre una criatura semejante. La idea era que en cuanto abatiese al cerdo, lo cargaría en el coche y volvería corriendo a Sídney, donde los modeladores lo disecarían. Iba armado con un viejo fusil militar del calibre 303 que poseía desde hacía unos años y con el que soy razonablemente competente.

Conduje hasta un prado y aparqué el coche a unos doscientos metros de los juncos que marcan el comienzo de las marismas; después decidí que convendría limpiar el rifle, que llevaba algún tiempo sin usar. Terminé bastante pronto con esta sencilla tarea, me aseguré de llevar un cargador lleno, con seis balas y unas cuantas más en el bolsillo y me fui paseando hacia las marismas.

Hay que tener en cuenta que soy un hombre de mediana edad de costumbres habitualmente sedentarias, dado a evitar el ejercicio y a excederme con la comida y el alcohol. En otras palabras, estoy gordo y en mala forma física. Si estuviera desarmado jamás me acercaría a un cerdo asilvestrado, pero con una 303 en las manos el más decadente de los hombres puede competir con cualquier cerdo.

Apenas había recorrido un centenar de metros desde mi coche cuando vi al verraco más grande, más feo, más negro y de aspecto más feroz que he visto en toda mi vida. Estaba al borde de los juncos mirándome con curiosidad.

Aquello era un golpe de suerte increíble, mi única duda era si podría cargar a semejante animal en la parte trasera de mi coche.

Levanté el rifle, apunté cuidadosamente y disparé, esperando con toda confianza que el cerdo tuviera la decencia de caerse redondo.

No lo hizo. Chilló de rabia y arremetió contra mí.

Estaba sorprendido porque tenía la razonable certeza de que le había dado, y la mayoría de cerdos alcanzados por una bala del calibre 303 se acuestan tranquilamente para no volver a levantarse. Pero no estaba desconcertado porque otros cerdos ya habían arremetido contra mí. Lo único que hay que hacer es seguir disparando hasta que caen. La única diferencia, en el caso de aquel ejemplar, es que era más grande que ningún cerdo que hubiera arremetido antes contra mí, pero eso significaba que era un blanco mejor de lo habitual.

Lo alineé con el punto de mira mientras se precipitaba hacia mí y, entonces hice lo que se suele hacer: me froté el ojo derecho con la mano para aclararme la vista.

Me había olvidado de los puntos que tenía en el ojo. Me arranqué uno de ellos y el párpado empezó a sangrar, cegándome a todos los efectos. De no ser porque un cerdo furioso estaba abalanzándose sobre mí con muy malas intenciones habría sido algo trivial.

Intenté apuntar con el ojo izquierdo, pero a menos que uno esté acostumbrado a hacerlo eso es casi imposible. Yo no lo estaba. Apenas pude apuntar al verraco, solo apenas. Pero no había nada que pudiera hacer salvo empezar a disparar. Empecé a hacerlo. Disparé cinco veces, y a menos que aquel verraco llevase blindaje, fallé todos y cada uno de los disparos.

Mi fusil se quedó vacío y el cerdo se encontraba a unos cinco metros de mí.

Ahora solo me quedaba una cosa por hacer, y la hice.

Me dejé llevar por el pánico, solté el fusil y salí corriendo.

Con la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba, me di cuenta de que mi coche estaba a unos cien metros y que no llegaría a él antes de que el verraco me alcanzara. Soy demasiado viejo y estoy demasiado gordo para correr los cien metros lisos.

No obstante, a solo unos pocos metros había un joven eucalipto de unos tres metros de altura. Me acerqué a él y trepé como un varano, hazaña que jamás podría haber realizado salvo impelido por el terror en estado puro.

El problema es que el eucalipto no tenía ninguna rama de consideración y la única forma en que podía mantenerme a la imprescindible altura de un par de metros del suelo era rodeando el esbelto tronco con mis brazos y con mis piernas aguantando mi propio peso con la fuerza de mis músculos. Pesaba unos cien kilos. Mi musculatura no está en muy buenas condiciones.

Bajé la vista y ahí estaba el verraco, fulminándome con la mirada, rechinando los colmillos y echando espuma por la boca.

Ya empezaban a dolerme brazos y piernas de sujetarme al árbol y sabía que solo era cuestión de minutos que cayera al suelo. Cuando lo hiciera, el verraco, estaba convencido, me golpearía, me mordería y me patearía hasta matarme con considerable pericia y entusiasmo. Una sola mirada a aquel espantoso rostro bastaba para excluir cualquier posibilidad de negociación. Además, yo había intentado matarlo: él solo me estaba correspondiendo.

En esos momentos no pensaba en todo eso. La única actividad cerebral que podría describirse como pensamiento era la conciencia de que lo mejor que podía hacer era tratar de recuperar mi fusil y cargarlo.

El verraco daba vueltas al árbol con cara de estar pensando en subir a buscarme. Yo me agarré hasta que se colocó del lado opuesto a donde estaba el fusil antes de dejarme caer al suelo y correr en busca de mi arma. No sé cómo de cerca de mí estaría el verraco porque no miré, pero estaba chillando otra vez. Podía oír sus pezuñas sobre la dura tierra cocida y sin duda fue cosa de mi imaginación, pero juro que sentí su cálido aliento en la nuca.

Llegué hasta el fusil, lo cogí por la boca y di media vuelta con alguna vaga noción de tratar de volver a subir al árbol y cargarlo de nuevo. Cómo exactamente iba a trepar al árbol con un fusil en una mano era algo que no sabía. En aquel momento no me estaba comportando de un modo muy racional. En cualquier caso, era irrelevante. Tenía al verraco prácticamente encima. Con la cabeza gacha y la cola levantada, se dirigía hacia mis piernas con letales intenciones.

Hice lo que tendría que haber hecho en primer lugar. Utilicé el fusil como garrote. Sujetando el cañón con ambas manos, lancé un golpe tremendo a la cabeza del cerdo.

Fallé.

No solo fallé, sino que me caí de espaldas y perdí el fusil, que salió volando varios metros antes de aterrizar sobre la hierba mientras el verraco se aproximaba y comenzaba a devorarme.

Me había arrancado los pantalones a medias y estaba haciendo grandes progresos en lo que a mis piernas se refiere (aún conservo las cicatrices) cuando decidí que no era demasiado viejo y gordo para correr cien metros hasta mi vehículo.

Le di una patada en la jeta al verraco, me puse en pie y recorrí aquellos cien metros, estoy convencido, más rápidamente que cualquier atleta de la historia.

Logré llegar al coche una fracción de segundo antes que el cerdo (creo; no miré pero podía oír el rumor de aquellas pezuñas pisándome los talones).

La puerta estaba cerrada.

A aquellas alturas, dado que era incapaz de respirar y mi corazón de mediana edad amenazaba con detenerse, me sentí inclinado a tenderme en el suelo y dejar que el verraco hiciera conmigo lo que quisiera. Pero con la última gota de adrenalina exprimida que penetró en mi organismo, me encaramé sobre el capó y desde ahí me subí al techo de mi Honda. El verraco chocó contra el coche con tal fuerza que la puerta se dobló. El cerdo no sufrió daño alguno, al parecer.

Me quedé hecho una bola en el tejado del coche, tratando de recobrar el aliento, desprovisto de miedo porque estaba tan cerca de expirar que era incapaz de sentir emociones y no hacía sino preguntarme si el cerdo sería capaz de subir al capó y de ahí al techo y atraparme.

Pero no podía o al menos no sabía cómo. El verraco daba vueltas sin cesar alrededor del coche fulminándome con la mirada y echando espuma por la boca.

Las llaves del coche las tenía en el bolsillo y poco a poco me di cuenta de que lo único que tenía que hacer era esperar a que el cerdo estuviera en uno de los lados del coche, bajarme del otro, abrir la puerta, meterme y alejarme conduciendo sano y salvo.

Sin embargo, el cerdo también parecía ser consciente de esa posibilidad, y no dejó de patrullar alrededor del coche, a la espera de que le ofreciera un brazo o una pierna que poder arrancarme. No había forma de que me diera tiempo a bajar y abrir la puerta.

Entonces me fijé en que la baqueta que había utilizado para limpiar el fusil estaba encima del capó. Sin darme muy bien cuenta de por qué, estiré el brazo y la cogí. Supongo que mi pobre mente desbordada por el miedo albergaba la vaga noción de que pudiera servirme de algún modo como arma. Por supuesto, era más o menos tan útil como un bastón contra un elefante furioso, pero llegado a ese punto yo había perdido la cordura. Agarré la baqueta con fuerza y la blandí ante el cerdo. Este se limitó a mirarme torvamente; no estaba nada impresionado.

Tal como yo la recuerdo, aquella situación de pulso duró varios días, pero la razón me dice que solo duró unos minutos antes de que brotara un plan de mi cerebro deshecho.

Una de las excentricidades de mi coche es que tiene una bocina muy potente, y me di cuenta de que podría tocarla con la baqueta. Esperé a que el cerdo estuviera delante del coche, donde el efecto de la bocina sería mayor, deslicé la baqueta a través de la ventanilla que estaba ligeramente abierta, y lo pulsé.

Sonó a todo trapo. El cerdo dio un salto de más de medio metro de altura, chilló, dio media vuelta y salió corriendo.

Yo me bajé del techo, abrí la puerta, la cerré de golpe y me recosté en el asiento jadeando. El hombre, a fin de cuentas, era superior al cerdo.

Ahora bien, aquel cerdo era muy resuelto. Siguió corriendo hasta llegar casi al borde de la marisma, pero entonces hizo una pausa y pareció cambiar de opinión. Dio media vuelta y nos miró al coche y a mí.

A aquellas alturas, yo estaba dispuesto a rendirme y regresar a casa. Lo único que quería era recuperar mi 303 y pasar una noche tranquila en el motel de Quambone bebiendo whisky.

Pero el cerdo no tenía interés en poner fin a las hostilidades. Arremetió y atravesó la llanura sin que yo supiera exactamente lo que tenía en mente. Era evidente que estaba muy enfadado, y motivos no le faltaban.

Arranqué el coche y empecé a conducir en ángulos rectos para alejarme del cerdo mientras me dirigía a las verjas del prado. Las había cerrado a mis espaldas, y si aquel maldito cerdo tenía intención de proseguir el enfrentamiento no podría salir del coche para abrir la verja.

Pero al cerdo le dio por hacer el kamikaze. Se lanzó directamente contra el coche a toda la velocidad de la que era capaz, es decir, a gran velocidad. En ese momento el coche se movía a unos treinta kilómetros por hora.

El cerdo chocó contra el Honda.

El parachoques del Honda se dobló y el radiador se reventó. El cerdo sucumbió por completo.

Me quedé sentado en el coche durante diez minutos antes de abrir con cuidado la puerta y examinar el cadáver de mi adversario.

Era un cerdo muy grande.

Traté de cargarlo en la parte de atrás del Honda, pero fue imposible. No podía ni moverlo.

El Honda logró llegar renqueando hasta Quambone y un mecánico aficionado local muy listo lo dejó lo bastante apañado para que pudiera conducirlo hasta Warren, donde alquilé una camioneta y los servicios de un fornido joven. Volvimos a las marismas y cargamos al cerdo en la camioneta, tras lo cual me fui conduciendo hasta Sídney.

El verraco pesaba ciento cuarenta y siete kilos y sirvió de modelo perfecto para el cerdo asilvestrado que era el tema de mi novela.

Le presenté a John Crew una factura por los daños sufridos por mi Honda y el coste del alquiler de la camioneta, mis pantalones destrozados y la pérdida de mi 303, que nunca encontré. En conjunto, la factura ascendía a una cantidad muy superior a los honorarios que Crew me había ofrecido en un principio.

Rehusó pagar alegando que en el presupuesto de la película no había nada previsto para lidiar con tales circunstancias. De hecho, dijo que lo que me había sucedido era tan gracioso que debería de ponerlo por escrito. Yo le respondí, evidentemente, que al igual que tantas otras historias completamente ciertas, era absolutamente increíble.

Sin embargo, conservo la cabeza disecada del cerdo y a veces miro los redondos y brillantes ojos falsos de mi difunto adversario y me pregunto qué habría hecho él conmigo si la lucha se hubiera decantado a su favor.

 

FIN

 

 


martes, 14 de mayo de 2024

EL OBSESO Alfonso Álvarez Villar


 

Los psiquiatras califican entre los sentimientos y las tendencias eso que ellos denominan «impulsos obsesivos», esto es, aquellas fuerzas que de una manera más o menos irresistible, nos incitan a hacer algo que sale del marco de nuestros prejuicios o normas morales, pero que al mismo tiempo cae dentro de nuestros deseos y pasiones habituales.

¿Quién no ha sentido la tentación -como ha dicho más de un psicólogo- de arrojar a un pozo a cualquier persona apoyada casualmente en su brocal? ¿Quién no se ha visto turbado alguna vez en su vida por la patológica sugerencia de apretar el timbre de alarma, sin motivo alguno, de un tren en plena carrera? Y así en este mismo tono podríamos citar ejemplo tras ejemplo, acaecidos en personas normales, pero sin que por eso dejemos de subrayar el carácter altamente raro de este fenómeno.

Pues bien, pese al calificativo de infrecuente con que la psicología moteja a esta «vivencia», ésta es tan usual en mí que me voy a sentir otro hombre cuando el doctor X logre extirparla de mi espíritu (suponiendo que lo consiga).

Pero, ¡por Júpiter!, lector mal pensado, no te vayas a creer que el que escribe esto es un loco de remate. Lo juro por mi honor. Un poquito fantástico sí que lo soy, y un algo mucho de mentalidad analizadora y prolija también poseo. Pero éste no es suficiente motivo para que me considere un enajenado (me está entrando ahora la tentación de escribir aquí unas palabras soeces para que mis lectores se sientan ofendidos).

Y volviendo a nuestro tema: me parece que había dicho que aquel «demonio de la perversidad» (así lo llama ese otro maniático que fue Allan Poe) era casi mi pan cotidiano. Tentaciones de este tipo, como la de gritar en medio de una audición sinfónica, o la mucho más truculenta de ocurrírseme asesinar a seres tan queridos como mis propios padres, sin que mediasen, como es de suponer, motivos, me asaltaban con frecuencia. Puedo referir también el caso de aquella novia que tuve hace ya dos años, y de la que en los momentos cumbres de nuestra pasión me veía precisado a apartarme, víctima de extraños afanes de estrangularla. Pero no quiero extenderme demasiado en contarles los antecedentes de mi «caso».

Porque, efectivamente, debo referir que hasta hace apenas seis meses, aquel fenómeno no habría presentado un cariz patológico, y de cualquier forma, no habría dejado de ser una mera inclinación fácilmente reprimible, sin traducción en el mundo externo. Creo conveniente a este respecto resumir aquí la historia clínica que el doctor X guarda en sus archivos. Emprendiendo, pues, esta tarea, he de decir a mis lectores que desde la edad de 14 años hasta los 19 esos síntomas aparecían en casos excepcionales, aunque con más frecuencia que en la mayoría de las personas. Pero, en realidad, este proceso no hizo más que seguir una progresión aritmética a lo largo de aquellos cinco años. Me refiero más bien (y empleo términos psicológicos porque yo siempre he sido aficionado a la psicología) a la fecha en que esa tendencia obsesiva se proyectó en un plano real.

La memoria me falla desde entonces: los electroshocks aplicados a mi cerebro me han hecho olvidar muchas de las cosas sucedidas durante estos últimos meses. Sólo creo recordar que entonces me hallaba en una continua pesadilla. Cualquier circunstancia o cualquier objeto creaba en mí ese estado patológico. Cada vez le era más difícil a mi voluntad poner el veto a la exteriorización de aquellos impulsos. Esto debió prolongarse cinco o seis meses.

Recuerdo también, aunque de una manera muy borrosa y como muy lejana, aquella blasfemia (yo soy muy religioso), que en medio de una sala de espectáculos abarrotada de público lancé a pleno pulmón. Y ahora rememoro (una imagen se vincula a otra) aquella boda en la que ambos contrayentes eran buenos amigos míos. El sacerdote había ya solicitado por dos veces a los testigos a la ceremonia que comunicasen antes de anudar el vínculo sacramental si encontraban algún impedimento en aquella unión. La potencia de mi voluntad ya se hallaba a punto de derrumbarse. Y efectivamente, al repetir la amonestación por tercera vez, exclamé con voz estentórea que sí, que existía un impedimento. Claro que tuve la buena ocurrencia de fingirme víctima de un ataque epiléptico, por lo que aquella estupidez no tuvo ninguna consecuencia. El truco del ataque me valió en más de una ocasión para escapar con cierto decoro de otras situaciones a cual más chuscas.

Por ejemplo, sé que la serie de actos extravagantes que cometí en aquella época alcanzaba una cifra verdaderamente alarmante. Vuelvo a repetir que lo he olvidado casi todo, pero creo recordar cierto puñetazo que di a un pacífico transeúnte y cierto no menos categórico abrazo a la Dama de Elche en el Museo del Prado.

Voy, pues, a limitarme a referir aquí el hecho decisivo que me tiene encerrado en esta celda manicomial. Quiero también justificar ante mis lectores aquella acción absurda que dio pie a tantos comentarios en la prensa. Son precisamente estos comentarios los que me han impulsado a escribir estas líneas, porque, francamente, yo ya estoy harto de verme tratado como un anormal por personas menos inteligentes que yo. ¡Al diablo con ellos!… Pero volvamos al hilo de nuestro relato.

Desde luego sí que puedo asegurar sobre todo que aquello ocurrió en una de las estaciones de Madrid, y hacia el mediodía (estos datos han sido confirmados además por los periódicos que han llegado a mis manos). Por otra parte, no me pregunte el lector lo que yo estaba haciendo en aquel sitio y a aquella hora. El caso es que bajo un sol canicular me paseaba por los andenes vacíos cuando, de repente, me quedé parado ante una de esas gigantescas locomotoras eléctricas que mis lectores habrán visto alguna vez arrastrando una fila interminable de vagones. Era, en efecto (así lo dicen los periódicos), la máquina del expreso preparado ad hoc con destino a no sé qué ciudad española. Pero estas últimas son reflexiones hechas a posteriori. Me quedé parado, repito, y como atraído por una fuerza irresistible, me puse a analizar prolijamente las bielas, las tuercas y en general los mecanismos más nimios de aquel monstruo de acero.

Todo esto duró, aproximadamente, diez minutos, porque al tropezar mi mirada con la puertecilla medio abierta del vehículo me asaltó la súbita e irresistible ocurrencia (la que transformé en realidad) de introducirme dentro.

Aquí los recuerdos se desvanecen como jirones de un sueño fantástico que las luces del alba disipa. Conjeturo, desde luego, que víctima de otra nueva tentación debí poner en marcha el convoy, a fuerza de manipular las palancas de la maquinaria, porque todo lo que sigue es una «sensación de movimiento» o, para concretar mejor, una alocada carrera de dos rieles que se iban estrechando hacia mí a velocidad vertiginosa, sin concluir nunca. También creo recordar los postes del telégrafo que se deslizaban a uno y otro lado de la vía, como si quisieran huir.

Conjeturo que el miedo a caer en las garras de los empleados del ferrocarril (que debían de haberse dado cuenta de mi «maniobra») impidió que mi mano deshiciera lo que mi mente obsesa había comenzado, pero no es menos cierto que «entonces» el viento que azotaba mi cara cuando me asomaba por la ventanilla y la rápida procesión de las copas de los pinos que se sucedían rápidamente a derecha e izquierda, me inoculaba una salvaje alegría, muy difícil de descubrir ahora. Luego creo que me cansé (yo me canso de todo) y a unos cien kilómetros de Madrid dejé abandonado el convoy en un lugar desierto de donde regresé andando.

Vuelven a difuminarse mis evocaciones en un grado todavía más intenso, y además no tengo ganas de proseguir este relato. Pasan confusos por mi memoria la visión de un Tribunal y unos jueces que me absolvieron (se conoce que cediendo a una nueva tentación di parte a la policía de mi «hazaña»). El caso es que ahora estoy en este sanatorio (no de locos) en el que me voy restableciendo.

 

FIN

 

lunes, 13 de mayo de 2024

Las aguas del olvido

 


ANTONIO MUÑOZ MOLINA 05/08/1987 

 

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es uno de los novelistas adscritos a la última generación de 

narradores. Su primera novela, Beatus Ille, fue el primer paso hacia el reconocimiento que le ha sido concedido 

de forma clara con su última obra publicada: El invierno en Lisboa. Es un escritor apasionado por la palabra y 

por la historia, y por eso sus obsesiones y sus propósitos son literarios hasta el extremo. Para él, los libros 

guardan el secreto de un viaje definitivo. Pocas cosas le importan que estén fuera de la literatura o el cine. 


Nadie cruzaba el río, aunque estaba muy cerca la otra orilla, tal vez porque la mirada no podía 

encontrar en ella nada que no hubiera a este lado, y porque quien cruza un río parece que deba 

exigir alguna compensación simbólica, que en este caso quedaba descartada por la cercanía y la 

similitud. Todo era igual a ambos lados, las mismas dunas y yerbazales tendidos por el viento del 

mar, el mismo brillo salino en las crestas de arena. El perro, Saúl, cruzó el río por la mañana, 

persiguiendo algo que Márquez había arrojado a la otra orilla con un rápido ademán en el que 

entonces no advertí premeditación, sino una de esas decisiones baldías que dicta el tedio. Saúl nadó 

ávida y ruidosamente, alzando el hocico sobre el agua revuelta, y cuando emergió al otro lado 

pareció que se hubiera extraviado. Sacudiéndose la pelambre empapada deambuló por la orilla y 

estuvo ladrando un rato con quejidos de lobo, sin atender al silbido ni a las voces de Márquez. A 

media tarde me di cuenta de que aún no había regresado.Esta mañana, mientras tomábamos el 

aperitivo en la tranquila penumbra de la biblioteca, Márquez me dijo el nombre del río, Guadalete, y 

apeló a un par de diccionarios geográficos para explicarme su etimología. Siento no haberlo 

escuchado entonces: supongo que si lo hubiera hecho no habría sabido evitar nada. Márquez abrió 

uno de sus diccionarios y buscó la palabra, deteniendo en ella su dedo índice, pero yo casi no le hice 

caso; atento a mi martini, a la ventana que da a la pista de tenis, a las dunas de este lado, al río. 

"Palabra compuesta de una doble raíz griega y árabe", dijo Márquez, leyendo. En ese instante yo 

miraba los muslos de Ivonne, excesivos bajo el short blanco, y los terminantes vaivenes con que 

Charlie Gómez movía la raqueta, abajo, en la pista de tenis. De cuando en cuando dejaban de jugar y 

conversaban separados por la red, bromeando en voz baja, reteniéndose fugazmente las manos 

mientras se cedían la pelota blanca. En una ocasión, Charlie Gómez alzó los ojos hacia la ventana de 

la biblioteca y vio que yo estaba mirándolos. Me hizo un estúpido saludo deportivo, extendiendo el 

pulgar, y le dijo algo a Ivonne, que miró también hacia arriba y se echó a reír.

GALANES Y COLONIAS

Charlie Gómez tenía el aspecto general de esos galanes que anuncian en televisión colonias 

masculinas. Alto, inmutablemente bronceado, parecía menos adicto a Ivonne que a los deportes y a 

los automóviles, y cuando jugaba al tenis se ceñía la frente con una banda listada que sin duda 

Ivonne encontraba irresistible. Durante el desayuno, sentado frente a él, pensé que podía sin 

remordimiento considerarlo un imbécil. ¿Puede no serlo quien permite que le llamen Charlie 

Gómez?

Cuando nos saludó desde la pista de tenis, Márquez, ante otro diccionario, había pronunciado la 

palabra semental, mirándolo con tristeza por encima de sus gafas. Eso me hizo pensar en Ivonne 

como en un proyecto de vaca. Lo sería a la vuelta de algunos años y de dos o tres hijos. Decía que le 

gustaban los niños y los perros, y cuando supo que yo escribía libros -había tres de ellos firmados 

por mí en la biblioteca, pero ésa era una habitación que ella casi nunca visitaba- se entretuvo en 

hallar copiosas semejanzas entre la maternidad y la literatura. Me preguntó jovialmente si yo había 

tenido hijos y plantado árboles. Ella los plantó en su infancia, nos dijo; su padre era un campesino; 

por eso debíamos disculparla si sus modales no se ajustaban siempre a la etiqueta. Viéndola comer 

con los labios tan pintados un trozo de pastel y chuparse sin escrúpulo, con halagado aire de 

travesura infantil, los dedos untados en azúcar comprendí que era detestable y que Márquez la 

amaba más allá de la razón y del ridículo, incluso del evidente escarnio. Estaba sentada tan cerca de 

Charlie Gómez que sin duda le rozaba las piernas bajo la mesa.

-Escribir un libro -me dijo-, ¿no será como dar a luz?

-A eso él no puede contestarte, Ivorme -dijo suavemente Márquez. La miraba siempre como 

vigilando la posibilidad de un desastre que él debiera atajar.

-Muchas veces yo he pensado en escribir mi vida -Ivonne se volvió hacia Charlie Gómez- Sería una 

novela.

-A mí me faltaría paciencia para estar sentado tanto tiempo sin hacer nada -dijo Charlie Gómez. 

Pensé: "Ahora va a decir que él es un hombre de acción". Lo hizo. Explicó luego que si él escribiera, 

lo contaría todo en una página y terminaría en seguida, porque no le gustaba adornar las cosas: él 

iba siempre al grano.

-Yo también -dije tímidamente, pero ni Charlie Gómez ni Ivonne me oyeron, y Márquez estaba 

demasiado absorto en ella como para hacerme caso. Tuve la sensación de que nii laconismo era una 

descortesía. Al fin y al cabo, yo era un invitado, y si hablaban de literatura a la hora del desayuno 

era en atención a mí. Me arrepentí secretamente de haber aceptado la invitación de Márquez y 

empecé a imaginar un pretexto para marcharme cuanto antes de la casa. Era sábado por la mañana; 

hasta la noche del donúngo no podría volver a la ciudad. Pero lo más grave era que Charhe Gómez 

se había ofrecido a llevarme en su coche. Pensé con pavor en la velocidad que su descapotable 

alcanzaría en la carretera de la costa.

La cocinera, una mujer gorda y callada, empezó a retirar la mesa antes de que nosotros nos 

levantáramos. Ivonne le dijo que se volviera a su cocina con un gesto irritado.

-No sabe comportarse -dijo- Se pone nerviosa cuando hay invitados.

-Debiste esperar al lunes para despedir a la doncella -le sugirió Márquez como temiendo enfadarla- 

Y no hables tan alto. Te ha oído.

OLVIDAR TODO

Que me oiga. Es igual que la tra -ahora, Ivonne me miró, hablándome con su roja boca llena de 

pastel- ¿Sabe usted por qué la despedí ayer tarde? Empezó a olvidársele todo, estaría drogada, yo 

qué sé. Le pedí que preparara un lunch y se puso a fregar platos que no estaban sucios. Como usted 

y Charlie Gómez iban a venir, le dije que arreglara las habitaciones de invitados. ¿Sabe lo que hizo? 

Sentarse a tomar el sol en la pista de tenis... Pero yo sé por qué no tenía la cabeza en su sitio. Por la 

mañana se había escapado para reunirse cn un hombre. En las dunas, en la otra orilla del río. Volvió 

nadando cuando nosotros todavía no nos habíamos levantado. Pero yo la vi. Yo vi que puso a secar 

su bañador en la ventana de su cuarto...

-El servicio es hoy día un problema indisoluble -dijo severamente Charlie Gómez.

-Insoluble -apuntó Márquez, y me sonrió, sin mirarlo.

-¿Usted juega al tenis? -me preguntó Ivonne-. Es un aburrimiento jugar con Charlie y perder 

siempre.

-A mí me ganaría -dije yo- No he jugado nunca.

-No hacía falta que me lo dijera -Ivonne suspiró con tristeza y buscó alivio en Charlie Gómez; se 

atrevió a rozarle la mano sobre el mantel, entre las tazas, fingiendo procurar que su marido no la 

viera- Es usted como mi Álvaro. Sólo la tiene por los libros. Claro que usted al menos los escribe...

Charlie Gómez y ella salieron del comedor hacia la piscina y la pista de tenis, vestidos de blanco, con 

pantalones cortos, moviéndose con una premeditada agilidad, como si nos ofrecieran a Márquez y a 

mí un ejemplo de los alegres beneficios del adulterio y del deporte.

-Venga conmigo a la biblioteca -dijo Márquez, pero pensaba en otra cosa-. Me firmará sus libros y le 

enseñaré mis diccionarios.

El perro Saúl entró en el comedor y se adhirió jadeando a sus piernas. Márquez le acarició la cabeza 

y el lomo con la mano derecha. En la otra sostenía un pesado trozo de madera y lo examinaba 

meditativamente, como calculando la posibilidad de hacer algo a lo que no estuviera seguro de 

atreverse. El perro se alzaba sobre las patas posteriores para tocar el trozo de madera y lo husmeaba 

y lo olía con desasosiego. No subimos todavía a la biblioteca. Cruzamos la parte baja de la casa, llena 

de cuadros y de muebles antiguos que Márquez me había mostrado el día antes con satisfacción y 

desdén, y salimos a la pista de tenis, frente al río. Charlie Gómez e Ivonne reían a carcajadas, muy 

juntos, cada uno a un lado de la red. Al vernos nos saludaron agitando al mismo tiempo las 

raquetas, con esa felicidad, tan frecuente en el cine, de quienes están a punto de emprender un 

crucero.

-Saúl -dijo Márquez. Levantó el trozo de madera, echó el brazo hacia atrás, arqueando el cuerpo 

hasta casi perder el equilibrio, luego la mano avanzó trazando una rápida curva y el objeto que hacía 

un instante estuvo en ella cruzó el aire sobre las aguas del río y fue a caer entre las dunas. De un 

salto, el pe rro se arrojó al agua y empezó a nadar hacia la otra orilla. Cuando lo vimos desaparecer, 

Márquez volvió a decirme que subiéramos a la biblioteca.

Procuré escribirle dedicatorias distintas en cada uno de mis libros. En el aire quieto de la mañana 

de verano oía los secos golpes de la pelota y las carcajadas de Ivonne y de Charlie Gómez, y sentía 

que mi gratitud hacia Márquez -era rico, conocía mis libros, gracias a ellos yo estaba invitado en su 

casa- iba siendo desplazada por una torpe obligación de piedad. Sobre la mesa, en los anaqueles, 

había fotos en blanco y negro de Ivonne; en algunas de ellas era más joven y estaba peor vestida y 

peinada; sin duda procedían del tiempo en que Márquez aún no se había encontrado con ella. Me 

pregunté dónde sucedió y por qué fue irreparable.

-Me gusta leer diccionarios y averiguar etimologías -dijo Márquez, mirando por la ventana a Ivonne, 

que nos daba la espalda-. No lo tome a mal, pero no conozco ninguna novela que me apasione más 

que la lectura de un diccionario.

-No se preocupe -dije yo-. A mí hay veces que me pasa lo mismo.

BUSCAR EN LAS COSAS

Orden y armonía. ¿No es eso lo que ustedes buscan en las palabras y en las cosas? Donde otros, los 

que no escribimos, sólo vemos el azar, ustedes encuentran los cabos sueltos de una historia. Pero el 

orden más inflexible es el de los diccionarios, y el misterio más cercano y difícil es el de la 

etimología de cada palabra. Le pongo un ejemplo. Usted ve a ese tipo que ahora está con mi mujer 

haciendo como que juega al tenis y es fácil que le asigne un calificativo...

-Desde luego -agradecí la ocasión de mostrarle a Márquez mi solidaridad- Es un imbécil.... un tipo 

jovial -continuó hablando, sin prestarme atención-. Jovial. Una palabra cualquiera, sin misterio. 

¿Sabe lo que de verdad significa y por qué nuestro amigo no la merece? Jovial es el poseído por 

Jove, por Júpiter, por un dios... Manejamos las palabras sin darnos cuenta de que bajo su forma 

gastada por el uso hay una moneda de oro. Mire ese río de ahí abajo. ¿No se ha preguntado nunca 

por qué le llaman Guadalete?

Pero no esperó mi respuesta, porque entonces empezamos a oír, traídos desde muy lejos por el 

viento, los ladridos de un perro. Eran largos quejidos, cada vez más remotos, que al cabo de unos 

minutos se extinguieron del todo en un silencio punteado por los golpes de la pelota en la pista de 

tenis.

Luego bajamos al jardín, dimos una vuelta por la orilla del río, hacia el mar, queriendo ver al perro 

Saúl entre las dunas; volvimos a la casa para beber unos martinis. Desde la ventana del comedor vi 

que Ivonne y Charlie Gómez se abrazaban con ademanes convulsivos tras un árbol, sin soltar las 

raquetas. En ese momento, Márquez se me acercaba con las dos copas en las manos. Para que no 

viera nada me alejé con rapidez absurda hacia el otro extremo de la habitació n.

Los martinis y luego la comida me sumieron en un pesado letargo. Sólo tras dos tazas de café volví a 

sentirme lúcido y a odiar a Charlie Gómez, y a fijarme con reprobable interés en la ceñida blusa 

deportiva de Ivonne. Hablábamos lánguidamente de lo difícil que es hacerse rico con los libros; del 

calor, que se mitigaría al anochecer; de la lealtad de los perros, de un pastor alemán en cuyos ojos 

había descubierto Charlie Gómez una expresión del todo humana. Ivonne propuso con abatida 

tenacidad una excursión a la playa por la que nadie llegó a entusiasmarse. Márquez, advirtiendo el 

sueño y la fatiga en mis ojos, me sugirió que subiera a dormir una siesta. Creí correcto resistirme un 

poco y en seguida accedí, imaginando casi dese speradamente el alivio de estar soloy tendido en una 

habitación en penumbra.

- Ire contigo a a playa -le dijo Charlie Gómez a Ivonne.

-Tengo una idea mejor -desde la puerta, de antemano dormido, oí con sorpresa la voz de Márquez-. 

Juguemos usted y yo un partido de tenis, Charlie.

Entre sueños seguí escuchando sus voces, los golpes de la pelota, rápidos y multiplicados pasos de 

zapatillas de lona sobre el suelo de cemento, muy lejos y muy cerca, como los ladridos del perro 

Saúl, que no sé si también se oyeron en la realidad.

Me desperté casi de noche. Tenía la boca seca y amarga, y me pesaba el estómago como si acabara 

de comer. Cuando caminaba hacia la biblioteca en busca de Márquez noté un opresivo silencio de 

casa abandonada. Sentado ante la mesa, donde todavía estaba abierto un diccicionario, miré la pista 

vacía y las dunas, las copas sonoras de los árboles, la corriente del río. Guadalete, leí; esa palabra 

estaba subrayada. Iba a seguir leyendo cuando vi a Ivonne parada frente a mí. Todavía llevaba la 

blusa deportiva y el pantalón corto, y estaba llorando.

-Se ha ido -me dijo-. Sin decir adiós, sin explicarme nada, sin mirarme. Terminó de jugar con 

Álvaro y ya no era el mismo.

-¿Discutieron?

-Nada -Ivonne se limpió las lágrimas y la nariz con un pañuelo manchado de rimel-. Yo los miraba 

jugar. No sé por qué se empeñó Álvaro, si no sabe ni coger la raqueta. Fue a sacar y tiró la pelota al 

otro lado del río. Una pelota carísima. Charlie se irritó...

-¿Cruzó él para buscarla? -dije, pero yo sabía la respuesta-. Fue como un relámpago: en un segundo 

recordé a la doncella despedida y al perro Saúl. Con incredulidad, sin asombro, lo entendí todo; 

también la sabiduría y la venganza de Márquez.

-Se tiró al agua y cruzó el río en un momento -dijo Ivonne-. Cuando volvió pasó a mi lado sin 

mirarme. Se cambió de ropa y se fue. Usted es hombre y escritor. ¿Puede explicarme qué he hecho 

para que Charlie me abandone así? Mi marido no sospechaba...

-No sospechaba -dije, y le mostré el diccionario abierto y la palabra subrayada-. Sabía. Hasta yo lo 

supe, y no hace ni un día. que estoy aquí.

-¿Cree que él amenazó a Charlie?

-No era necesario. Su mando descubrió el modo de que Charlie se olvidara para siempre de usted. 

Bastaba con hacer que cruzara ese río.

DUNAS

Ivonne me miró sin entender, sin encontrar alivio en mis palabras. Por la ventana abierta de la 

biblioteca le señalé el río y la región de las dunas, ya oscurecida por el anochecer.

-¿Se acuerda de la criada que usted despidió ayer? -continué-. Cruzó el río y cuando volvió no 

recordaba nada. Usted mismo nos dijo que le ordenó arreglar las habitaciones de invitados y que 

ella se fue a tomas el sol, que se puso a fregar platos que ya estaban limpios... Y ese perro, Saúl, 

acuérdese, su marido le hizo cruzar el río y ya no ha vuelto. El río se llama Guadalete. Es una 

palabra árabe que viene del griego. Los antiguos le llamaban Leteo, el río del olvido, porque era la 

frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos. Quien lo cruza pierde la memoria.

Cerré de un golpe el pesado diccionario, miré a Ivonne con piedad y un poco de deseo, 

preguntándome qué estaría haciendo Márquez, dónde. Ivonne no comprendía o no aceptaba. Dio 

un paso hacia mí, me abrazó, respirando oscuramente contra mi pecho. Para eludir su mirada, que 

buscaba mi boca, miré de nuevo hacia la ventana. Alguien, un hombre, crúzaba la pista de tenis, en 

bañador, con zapatillas blancas, llevando -una toalla al hoimbro. Casi en la oscuridad reconocí a 

Márquez. Lo vi detenerse en la orilla arenosa del río, quitarse lentamente las zapatillas y dejarlas 

cuidadosamente en el suelo, junto a la toalla. Como si se apartara el pelo de la cara echó atrás la 

cabeza y luego entró muy despacio en el agua, adelantando los brazos, las manos juntas y 

extendidas. Antes de dar la primera brazada se volvió hacia la ventana desde donde yo estaba 

mirando e hizo un gesto con la mano, como diciendo adiós.


jueves, 25 de abril de 2024

LA HUIDA DE VIRGINIA Pilar Adón

 

 


 

No tardarían mucho tiempo en averiguarlo. Al percibir que una desusada impresión de apaciguamiento y normalidad se había establecido entre ellos, comenzarían a echarla de menos. Como se echa en falta el runrún de una obsesión que, de repente, desaparece. Se darían cuenta, quizá demasiado pronto, de que la anfitriona no regresaba al lugar central de la esplendorosa fiesta, y comenzarían a decir su nombre con la voz cantarina que definía el estado de ánimo general, que, si bien no resultaba muy real, al menos sí era el que se suponía que todos debían desplegar a lo largo de aquel homenaje, aquella impecable fiesta de bienvenida.

-Te están esperando. Me han preguntado por ti varias veces.

Se darían cuenta y comenzarían a tomar posiciones. Avanzarían hacia los lugares más privados de la casa sin dejar de murmurar el nombre de la propietaria, que había decidido comportarse como no debía ahora que, por fin, Héctor había regresado. «Virginia. Virginia… ¿Dónde te escondes?» Se acercarían, acechantes, hasta el borde de las camas para arrodillarse sin pudor y espiar su pequeña oscuridad de madriguera infantil. Más tarde, una vez hallada, se encargarían de la eficaz reconstrucción del momento inmediatamente anterior a la decisión de huir, pero ahora resultaba esencial encontrar a la anfitriona díscola. Y para ello asomarían los ojos por la breve rendija de la puerta abierta del cuarto de baño con el afán de inspeccionar cada uno de los rincones en los que se hubiera podido sentar, levantarían las sábanas blancas, abrirían los armarios y meterían su nariz en el interior de cada una de las cajas de cartón llenas de recortes de periódicos.

-Espera un momento. Sólo un segundo. Sabes que puedo hacerlo y lo haré. Sólo necesito un pequeño instante.

Sonreirían como si aquella fiesta fuera el lugar más divertido del mundo. El lugar en el que se debía estar. Y buscarían con verdadero empeño, deseando encontrarla, porque aquello, descubrir a Virginia, significaría abrir inmensamente los ojos y acercarse a ella con toda la compasión de la que es capaz un ser humano común, con los brazos extendidos y los labios preparados para un generoso beso que se antepondría a cualquier palabra, abrazar largamente e incluso acunar. «¿Estás bien, cielo? ¿Te ha vuelto a suceder? ¿Otra vez?»

-¿Me quedo contigo? ¿Quieres que me siente aquí hasta que se te pase?

Buscarían. Pero esta vez no iban a salirse con la suya. Porque Héctor había regresado a su casa y si alguien sabía dónde se escondía Virginia, esa persona era él.

-¿No te importa?

Héctor negó con la cabeza y se sentó en una de las dos sillas que rodeaban el escritorio de Virginia, cerca de la ventana grande que daba al jardín.

-Si me importara no te lo habría propuesto.

Pronto serían las diez y media de la noche, y ninguno de ellos había tomado nada sólido desde el inicio de la fiesta. La comida seguía esperando en la cocina, y allí continuaría hasta que Virginia decidiera bajar.

-No sé si me vas a creer, pero te aseguro que esto no me pasa con mucha frecuencia últimamente. Desde que tú te fuiste, creo recordar que sólo han sido tres veces. Déjame pensar… Sí. Tres veces. Creo.

-No te preocupes. No tienes que darme ninguna explicación. Si quieres hacer algo, lo haces. Y si no quieres, no lo haces.

Era tan excepcional, Héctor. Con su teoría de que si se quiere hacer algo, si de verdad hay algo que merece la pena y que realmente se desea hacer, no hay que pararse a pensar. Simplemente hay que hacerlo. Sin reparar en nada más, sin hacer caso a los mosquitos ni a los pensamientos cruzados acerca de un día de sol o de una maravillosa conversación a la sombra de un árbol frondoso ocupado el espacio por el olor de las higueras. Héctor decía que no hay que escuchar los sonidos circundantes ni el latido sobrio del corazón ni las expectativas de una casa más grande ni el canto lejano de una risa querida como a nada se ha querido antes. Si se desea hacer algo, hay que empezar a hacerlo y no pensar más. Porque el pensamiento sólo dilata el no hacer nada y deja pasar las horas en una estéril sucesión de instantes pensados que no significan gran cosa. Sólo consideraciones o recuerdos que la mayoría de las veces son torturas y además torturas lastimosas de un dolor ilocalizable, que no es físico y que no se puede acallar con medicamentos. Un dolor continuado. Un dolor soberano que persiste y persiste.

-No sé lo que quiero, Héctor. Ése es el gran problema. Que no lo sé.

Él dejó caer pesadamente las manos sobre sus rodillas, y suspiró:

-Toda esa gente a la que has invitado… No sé para qué han venido. No paran de hablar y de reír. Es insoportable.

-Casi todos piensan que silencio y estupidez van de la mano.

Estarían buscándola. En el interior del cesto de mimbre para la ropa sucia y tras los árboles del jardín. Riendo y diciendo su nombre mientras, en su dormitorio, Héctor comenzaba a silbar una melodía lenta.

-Vas a salir de ahí, ¿verdad? -preguntó.

Retirando las tablas de madera para cerciorarse de que no había nada detrás. Con las manos abiertas sobre las ventanas, dejando pequeñas nubes de vaho en los cristales, mientras repetían: «Vas a salir de ahí, ¿verdad? ¿Vas a salir de ahí?».

Virginia no contestó. En realidad, sí sabía qué quería. Claro que lo sabía. Lo que deseaba era poder regresar a su casa, a la que había sido su auténtica casa, y no volver a alejarse jamás de allí. A veces, algunas noches, cerraba los ojos y, mientras se iba quedando dormida, oía aquellos sonidos, los pasos por el parquet del salón, el teléfono, el grifo que comenzaba a soltar agua fría, luego templada, luego más caliente. Exactamente los mismos sonidos. La voz de su padre hablando al otro lado del tabique mientras ella intentaba permanecer dormida porque si se despertaba, sabía que si abría los ojos, descubriría que, en realidad, aquellas paredes blancas eran ahora de papel pintado, y las sábanas limpias se habían convertido en largos trozos de tela arrugada. No haber salido nunca de su casa, y andar descalza hacia la cocina para tomar un vaso de leche mientras la radio daba las noticias de las once. Aquello era lo que deseaba y, por lo tanto, los rumores de la memoria se repetían mientras sus ojos giraban y giraban huyendo de una luz que cada vez era más amplia. Inmensa. Porque volvía a sucederle. A pesar de que Héctor estaba allí, con ella, sentado en una de las sillas de su propia habitación, cerca de la ventana que daba al jardín, ahora volvía a sucederle. Y, aunque no deseaba volar de nuevo, sabía que era inútil no desearlo. Los hilos ya estaban tendidos y dispuestos.

Así que se refugió aún más y Héctor, finalmente, se levantó de la silla para dirigirse a la puerta.

-Les diré a todos que no hay nada más que hacer aquí y que pueden irse a su casa.

Su respiración volvería a ser acompasada y limpia. Quizá un pequeño temblor en los dedos que rozaban sus labios, en busca de esa perfecta tersura de una piel tan fina, delatara de alguna forma su auténtico estado de ánimo. Pero no el hecho de que estuviera impecablemente vestida o que fuera capaz de escuchar larguísimas conversaciones con la mayor atención.

¿Y si no bajaba? ¿Y si se sentaba a los pies de Héctor y le pedía que siguiera silbando aquella melodía hasta el amanecer?

Pero Héctor ya había salido de la habitación. Su espléndida fiesta de bienvenida había terminado.

 

FIN

 


lunes, 8 de abril de 2024

EL DIOS DE LOS OBSTÁCULOS Gregory Fallis

 


GREGORY FALLIS es, además de escritor, un auténtico investigador privado. Este cuento, el primero que escribió, fue finalista del Premio Shamus que otorga la organización Private Eye Writers of America. También es autor de libros que no son de ficción, como Be Your Own Detective o Just the Facts, Ma’am: A Writer’s Guide to Investigators and Investigative Techniques.

 

No tengo mucho que ver con ministros protestantes ni CLÉRIGOS DE ninguna especie; los evito siempre que puedo. Soy irlandés y católico, como se trasluce en mi nombre: Kevin Sweeney. Mi esposa, Mary Margaret, es también irlandesa y católica, pero a diferencia de mí, ella sí se toma en serio ambas cosas, por lo cual no siempre logro evitar el contacto con curas y monjas. Pero los ministros protestantes son radicalmente otro tema. Quedan fuera de mis círculos habituales. En cambio, las cárceles sí forman parte de mis círculos habituales, y fue en la cárcel municipal donde Joop Wheeler y yo nos topamos por primera vez con el reverendo Jason Hobart. Muchos ministros y sacerdotes visitan cárceles y prisiones en temporada decembrina. Sin embargo, Hobart no estaba ahí para aportar alegría o predicar el evangelio a los reclusos. No estaba en la cárcel de visita. Lo arrestaron por incendiar el garaje de su hija. Los tres nos amontonamos en un minúsculo salón de entrevistas, Hobart, mi socio Joop y yo. Hobart pasó el fin de semana preso, esperando que le fijaran fianza, y ese tiempo lo desgastó. Se notaba que normalmente era un hombre cuidadoso de su aspecto, pero un par de noches en la cárcel mandó al demonio su pulcritud. Estaba desaseado y olía a sudor, miedo y preocupación.

La cárcel nunca es un lugar agradable para conversar, pero resulta todavía peor en los días de fiesta. Los presos se desesperan más y el ambiente se deprime por las insistentes melodías navideñas que suenan sin parar en el sistema público de altavoces. Pero Joop y yo nos vimos obligados a presentarnos allí. Queríamos hablar con Hobart antes de la audiencia para determinar la fianza. Él tenía un buen abogado, Kirby Abbott, y seguramente lo dejarían salir de prisión. Un hombre que sale de la cárcel bajo fianza tiene necesidades e intereses de mayor importancia que responder preguntas.

Por dicha razón Joop y yo fuimos a verlo: para obtener respuesta a varias preguntas. Como ya dije, Kirby Abbott es buen abogado, pero ni el mejor abogado puede ir más allá de lo que el cliente le dice. Hobart, por algún motivo, no quería cooperar. Negaba haber prendido fuego al garaje de su hija, pero rehusó decirle a Kirby dónde se hallaba en el momento en que se produjo el incendio. Por tal razón Kirby recurrió a nosotros. Somos investigadores privados.

Buena parte de nuestros quehaceres se relaciona con la defensa de casos criminales, pero raras veces nos tocan clientes como Jason Hobart. Antes de tomar los hábitos -?si acaso es eso lo que hacen los ministros protestantes?-, Hobart fue un exitoso hombre de negocios. Era dueño de varios edificios de apartamentos, dos tiendas de automóviles, una estación de radio local y probablemente muchas otras cosas. Todo esto lo volvía deseable como cliente, para sus abogados y para nosotros. No nos preocupaba en absoluto que no se pudieran cubrir nuestros honorarios.

Cuando Joop y yo nos sentamos con Hobart, repitió la misma historia que le contó a Kirby. Era inocente, dijo, pero se negaba a decir en dónde estaba al empezar el incendio.

-Es genial declararse inocente -dije yo-. No muchos pueden hacer lo mismo. Pero no es suficiente para la policía, ¿sabe usted?, tampoco para un jurado, en caso de que las cosas se sometan a un juicio.

El reverendo Hobart asintió, pero no parecía preocupado, solo triste y fatigado.

-Un jurado hará lo correcto. El Señor me ha de proteger.

Miré a Joop y le indiqué a Hobart con un gesto. Joop es protestante; un bautista del sur, entre todas las cosas. Quizás él podría hacerle ver mejor a Hobart su situación.

-Los jurados son criaturas raras -afirmó Joop?-. Creo que un jurado va a necesitar saber dónde se hallaba usted en los momentos en que quemaron el garaje de su hija. No dudo que un jurado querrá saber por qué Sarah, su propia hija, le dijo a la policía que fue usted quien lanzó una bomba molotov por la ventana del garaje.

El acento de Joop pescó por un momento la atención de Hobart. Joop viene de Carolina del Sur, y su acento sureño tiene un sonido suave, lento y culto. En la costa de Massachusetts suena casi exótico.

Hobart meneó despacio la cabeza, con los ojos repletos de auténtico dolor.

-Sarah -dijo-. No lo sé. Casi no puedo creer que ella… ¿Dice que me vio prenderle fuego al garaje? ¿Que me vio a mí hacer eso?

-No -dije sacudiendo la cabeza-. Le dijo a la policía que usted llevaba tiempo amenazando con quemar el garaje.

-No el garaje -corrigió Hobart-. No el garaje, sino sus contenidos.

-¿La estatua? -preguntó Joop.

-No es nada más una estatua -aclaró Hobart, con los ojos llenos de lágrimas?-. Es la imagen de un dios pagano. Tiene que entender que la idea de mi hija, mi única hija…, mi Sarah, adorando un ídolo… Especialmente en estos días del año. No puedo tolerar…

Se secó los ojos y negó con la cabeza.

-¿Ídolos? -intervino Joop mientras buscaba entre las notas proporcionadas por Kirby Abbott?-. Creí que era la imagen de un elefante. Sí, aquí está. Una estatua de madera de un elefante. No dice nada sobre ídolos.

-Tenía la cabeza de un elefante -dijo Hobart, volviendo a negar con la cabeza?-, pero cuerpo de hombre. Un hombre con cuatro brazos. Un dios pagano.

-¿De verdad? -preguntó Joop-. Aquí solo veo que dice elefante.

-Pues me temo que se equivocaron.

-No importa que sea un elefante o un dios de los elefantes -?intervine yo?-. Lo que importa es que la policía piensa que usted arrojó una bomba molotov por la ventana del garaje de su hija, que usted deliberadamente quiso destruir su estatua y su garaje.

-¿Que quise destruir? -dijo Hobart-. Me quedé con la impresión de que fue efectivamente destruido.

-Para nada -le informó Joop-. Solo sufrió daños menores. Quedó un poco chamuscada en las orillas.

-¿Habla usted de la estatua o del garaje?

-Nada sufrió daños mayores -dije-. Al menos eso nos informaron. No lo hemos visto aún con nuestros ojos.

Hobart volvió a menear la cabeza.

-Pero pensaba que… Pensaba que la policía había dicho que la estatua fue destruida.

-Eso es lo que pasa con las bombas molotov, ¿sabe usted? -?dijo Joop?-. No se pueden controlar los resultados. Si uno va por ahí echando bombas molotov por las ventanas, no puede quejarse si no hacen la tarea.

-Ya dije que yo no lo hice -insistió Hobart?-, se lo he dicho a la policía y a mi abogado, y ahora se lo digo a ustedes. Yo no lo hice.

-Bueno, ahí lo tienes -dijo Joop, volviéndose hacia mí?-. Él no lo hizo. Ha de tratarse de un sencillo error. Si decimos esto a la policía, seguramente lo dejarán libre.

Es imposible que Joop deje de bromear, y ya dejé de intentarlo, pero algún día este chico va a hacer que nos despidan.

-Sería muy útil que nos dijera en dónde se encontraba a la hora del incendio -?le dije a Hobart.

-No puedo decir más que no estaba en casa de mi hija -?declaró en tono fatigado.

-Sí -le dije, asintiendo-, pero ¿por qué no puede decir en dónde sí estaba? Ya sabemos que no se hallaba en su casa. Sus vecinos lo vieron salir en su automóvil como a las siete de la noche. El fuego fue extinguido hacia las ocho y media, y sabemos también que usted no volvió a su casa hasta cerca de las once y cuarto. Lo que no sabemos es dónde estaba entre las siete y las once y cuarto.

-Qué mala suerte con las horas, a propósito -?comentó Joop?-. Volver a su casa justo en ese momento, cuando la policía está llamando a su puerta para interrogarlo. Si se hubiera tardado otro cuarto de hora o veinte minutos más, es probable que no hubiera tenido que pasar el fin de semana en la cárcel.

-¿No le es posible hallar una manera de decirnos en dónde estaba? -?le pregunté?-. Acuérdese de que queremos ayudarle.

-Ya se lo dije al señor Abbott -repuso Hobart?-. Estaba cumpliendo una misión de Dios.

-Pues la misión de Dios puede arrojar su trasero terrenal a una celda -?dijo Joop.

-El Señor me ha de proteger -replicó Hobart.

-Pues tendrá que protegerlo en la cárcel, en tal caso.

Hobart lanzó una mirada dura a Joop.

-Señor Hobart -intervine-, a Joop le falta tacto, pero no razón. Si no podemos probar que usted no se hallaba en la casa de su hija aquella noche, puede ser que pase mucho más tiempo tras las rejas.

-¡Cuánto lo siento! -dijo Hobart tristemente, mientras negaba con la cabeza?-. No puedo ayudarles. No puedo revelar un secreto. ¿Supongo que hablarán con mi hija?

-Es probable -asentí, pues la pregunta iba dirigida a mí?-. Eso siempre que ella acepte hablar con nosotros.

-Cuando la vean, ¿podrían darle un mensaje de mi parte? -?solicitó Hobart?-. ¿Podrían decirle que estoy preocupado por ella? ¿Por su alma? ¿Podrían decirle que yo la amo?

-Le diré que está preocupado por ella y que la ama -?repuse, meneando la cabeza?-. Pero eso de las almas no es parte de nuestra labor. Bastante tenemos lidiando con la carne.

Salir de la cárcel y dejar de oír las despreciables melodías navideñas fue un gran alivio. Me agrada la verdadera música de Navidad, los cánticos antiguos y villancicos que oí en la iglesia de niño. Me molesta oír canciones donde salen hombres de nieve y renos, y mamás que se besan con santacloses.

Joop expresaba alegría al salir de la cárcel.

-Creo que conviene echarle un vistazo a la dichosa estatua -?dijo?-. Me parece imperativo.

Joop disfruta de su trabajo de un modo que me parece poco saludable. En ocasiones creo que se hizo detective privado buscando tener una excusa legítima para meterse en los asuntos de otras personas.

-Bien -acepté-. Tenemos que entrevistar a la hija. Podemos ver el garaje y la estatua al mismo tiempo.

-¡Genial! -replicó el otro-. Cuatro brazos y además cabeza de elefante. Bastaría con los cuatro brazos. Pero la cabeza de elefante, eso es lo genial. En la Primera Iglesia Bautista de Ezequiel, allá de donde vengo yo, nunca tuvimos nada parecido. No había ninguna clase de estatuas. Tampoco había cuadros. Solo paredes vacías. Pero mi tía Jicotea tenía un cuadro de…

-¿Tienes una tía que se llama Jicotea?

-Bueno, su nombre verdadero es Delma -explicó Joop?-, y en realidad no es tía mía. Pero así la he llamado toda la vida. Creo que es solo una mujer que mi…

-No necesito saber toda la historia de tu familia -?declaré, pues Joop tiene la colección más extraña de parientes, de quienes le encanta hablar en detalle?-. Solo sentí curiosidad por el nombre.

-Entiendo -dijo Joop-. La tía Jicotea tiene la costumbre de meter la cabeza entre los hombros, igual que una jicotea. Es así como llamamos a las tortugas en Carolina. Bueno, la cosa es que Jicotea tenía un cuadro de Jesús en la pared de su sala. Tal vez siga ahí. Ella afirmaba que era Jesús, aunque yo no estoy muy seguro. No tenía mucho aspecto de judío. Un tipo de pelo largo, rubio y rizado, y ojos grandes color café. Se parecía a un perrito spaniel al que acabaran de pegarle con el periódico por haber mojado la alfombra. No inspiraba ningún respeto. Pero era una de esas imágenes en que, si te mueves, los ojos se abren y se cierran. Yo pasaba el tiempo moviéndome en la sala de la tía Jicotea, haciendo pestañear a Jesús. Sarah Hobart tiene un dios con cabeza de elefante y cuatro brazos, y todo lo que tuve yo fue una pobre imagen de Jesús que abre y cierra los ojos y parece un spaniel. ¿Qué tuviste tú?

Tenemos en San Aloysius una estatua de la Virgen. Hay quien afirma que le brotan lágrimas, aunque no he hablado nunca con alguien que lo haya visto. No voy a misa con la frecuencia debida, solo de cuando en cuando para complacer a Mary Margaret. Pero me criaron como católico, y uno no puede escapar de eso. San Aloysius es una vieja iglesia de piedra construida en 1829, una edificación sólida e imponente que brota del suelo como si en él hubiera crecido. Al entrar, lo pone a uno en su lugar; los vitrales que meten luz en la penumbra, las bancas oscuras, el piso de duelas de madera torcidas, las velas votivas que parpadean a los lados. Hay un misterio ahí en la oscuridad. Es una casa de oración, y el edificio mismo le aclara a cualquiera lo que significa la oración. Por supuesto, no le dije nada de esto a Joop; solo le mencioné la estatua de María que llora.

-La hija de Hobart y tú tienen todas las cosas religiosas bonitas -?declaró Joop.

Sarah Hobart vivía en la parte antigua de la ciudad, un barrio construido en la posguerra con ladrillos rojos, arces altos, patios grandes y cercas de arbustos para desanimar a los vecinos curiosos. No es la clase de barrio donde uno esperaría que viviera una alumna universitaria.

Al llegar nos encontramos a Sarah arrastrando una enorme bolsa de basura al contenedor de desperdicios cerca del garaje. Probablemente tuvimos suerte de hallarla en casa. Sarah estaba matriculada en la universidad para un doctorado en Historia, según nos hizo saber su padre, y la mayor parte del tiempo estaba en el campus universitario durante las horas de luz del día. Quizá tenían vacaciones, aunque faltaban dos semanas para Navidad.

Se volvió a mirarnos cuando bajamos del automóvil.

-¿Ustedes vienen del seguro? -preguntó después de echar una mirada a su reloj, y nos regaló una sonrisa que parecía el sueño de un ortodoncista?-. Me da mucho gusto verlos. No los esperaba tan pronto.

-Me temo que no somos de la compañía de seguros -?le aclaré?-. Me llamo Kevin Sweeney, y él es Joop Wheeler. Acabamos de estar en la cárcel, hablando con su padre.

La sonrisa se esfumó de su rostro.

-Oh, no. Miren, no quiero oír ninguna estupidez sobre Jesús.

Arrojó la bolsa al contenedor y cerró la tapa con estrépito.

-¿Por qué no se dedican a molestar a alguien más? Váyanse ahora mismo. Desaparezcan.

A Joop le dio risa.

-No, no -dijo mientras le ofrecía una tarjeta?-. No hemos venido a nada de eso, sino a investigar el incendio. Somos investigadores privados.

Ella tomó la tarjeta y nos miró de pies a cabeza.

-La verdad es que no tienen el tipo de los misioneros que usa mi padre. Siempre me envía gente, ¿saben?, para que me digan que voy camino al Infierno solo por tener un Ganesha en el estudio.

-¿Ganesha? -preguntó Joop.

-Así es -afirmó Sarah-. El dios hindú, ¿saben? ¿El dios de los obstáculos? ¿El dios con cabeza de elefante?

-Ah -dijo Joop, sonriendo-; aquel Ganesha.

-¿Me juran que no son colegas de mi padre? -?inquirió?-. No se vayan a hincar rezando por mí. Odio que hagan eso.

-Palabra de scout -declaró Joop alzando la mano igual que juran los Boy Scouts?-. La última vez que me hinqué fue para vomitar. Hemos venido solo a hacerle unas cuantas preguntas y examinar los daños. Si nos da permiso, por supuesto.

Sarah recuperó poco a poco la sonrisa.

-Viene del sur -dijo.

-Sí, señorita, le aseguro que vengo del sur -?confesó?-. Municipio de Georgetown, Carolina del Sur. A solo un guiño del Cielo.

Joop aprovechaba cada resquicio, y supe que ella nos admitiría. La gente de Nueva Inglaterra siempre se rinde ante un acento sureño culto. Ya tenemos montada la rutina, Joop y yo. Él charla y seduce y hace preguntas mientras yo me pongo a examinar el lugar. Funciona bien para nosotros.

-Cuénteme de este Ganesha -le pidió Joop-. ¿Lo podemos ver?

Sarah titubeó un instante y alzó los hombros.

-¿Por qué no? Está aquí mismo, en el estudio.

El «estudio» era el garaje. La puerta principal estaba sellada, y el interior de la pequeña construcción constaba de un solo cuarto grande.

-El propietario original tenía aquí un torno de alfarería y un horno -?les relató Sarah?-. Mi telar estuvo aquí también, pero por suerte lo metí a la casa unos días antes del incendio. En el invierno hace demasiado frío para tejer aquí.

Los daños del incendio se limitaban sobre todo a la pared del poniente, pero como suele suceder con los incendios menores, los bomberos causaron casi tanto daño como el fuego. Varias vigas de dos por cuatro tenían quemaduras, pero no suficientes para poner en peligro la pared o el techo. El piso del garaje estaba cubierto por trozos de madera, vidrios rotos y grandes fragmentos de capas aislantes color rosa. Los aislantes probablemente fueron arrancados por los bomberos en busca de posibles fuegos ocultos en el techo. De las cuatro ventanas del garaje, tres estaban rotas. Dos de ellas quizá las rompieron los bomberos para ventilar el humo y la temperatura; la tercera debió de romperse con la bomba molotov. En el garaje todo estaba cubierto por capas grasosas de hollín y mugre dejada por el humo.

Sobre un banco de trabajo junto a la pared del poniente, cerca de una de las ventanas rotas, descansaba la estatua que por lo visto fue la chispa que prendió la conflagración. Tenía unos sesenta centímetros de altura, labrada en una madera oscura. Su aspecto era raro: el cuerpo de un hombre rechoncho con cuatro brazos y, como todos habían dicho, cabeza de elefante. La figura parecía mecerse en una danza. La estatua tenía una gracia artística y resultaba atractiva a pesar del daño provocado por el fuego. El escultor logró dar la impresión de una sonrisa en el rostro del elefante. Aparte de un par de manchas cerca de la base -?donde se formaron charcos de gasolina de la bomba molotov?-, no mostraba daños graves.

-¡Qué tipo más simpático! -exclamó Joop-. ¿Por qué lo tiene aquí en el gara… en el estudio?

-Bueno, no va con mi decoración en realidad.

Joop asintió como si entendiera las dificultades de incorporar dioses hindúes al decorado. Extendió la mano para tocar la estatua.

-No tiene más que un colmillo. ¿Qué le pasó? ¿Se enredó en una pelea?

Sarah sonrió.

-Según la leyenda, Ganesha se rompió un colmillo y se lo lanzó a la luna -?explicó ella?-. Estaba furioso con la luna, pero se me olvida por qué.

-Se lo lanzó a la luna -repitió Joop-. ¿Y le dio?

Riéndose, Sarah declaró que lo ignoraba.

El banco de carpintería en el que descansaba la estatua mostraba quemaduras considerables. Recibió más daños en el incendio que la estatua. Por la superficie estaban extendidos trocitos de vidrio, posiblemente de la botella con la bomba molotov. Los trozos mayores de vidrio seguro se los habían llevado los investigadores de incendios a fin de determinar con exactitud qué tipo de combustible contenía.

Joop continuaba examinando la estatua.

-¿Qué tiene en las manos? -preguntó.

-Eso es un rábano -dijo Sarah, señalando una de las manos de la estatua?-. Y esto, un tazón de dulces. Y del otro lado, una flor de loto. ¿Y junto a los pies? Esa es su rata.

-¿Su rata? -preguntó Joop-. ¿Ganesha tiene su propia rata personal?

-Sí -replicó ella, riéndose-. Y se monta en ella.

-Se monta en ella -comentó Joop-. ¿En una rata?

-Es mejor que la mayor parte del transporte público en la India -?repuso Sarah.

Hice un examen de la ventana rota en el muro más cercano a la estatua. Bajo la ventana quedaron trozos de vidrio, lo cual tendría sentido si se hubiera arrojado la bomba molotov a través de ella. Fui a examinar las otras ventanas.

-Lo llamó dios de los obstáculos -recordó Joop?-. ¿Qué significa eso?

-En la India creen que Ganesha les ayuda a superar obstáculos -?respondió Sarah, en un tono de voz académico aprendido de sus profesores, impersonal y altanero, pero sumamente ilustrado?-. A Ganesha se le invoca al comenzar cualquier nueva actividad, sobre todo si implica riesgos. Es también el dios de la previsión y la prosperidad.

-Una especie de dios multiusos -asintió Joop?-. Un dios para los años noventa.

-Es cierto -se rio Sarah-. Trabaja con toda el alma y juega con igual intensidad. Ganesha tiene sentido del humor y ama la danza.

-Y usted… ¿se ha convertido al hinduismo?

Después de esa pregunta, Joop sonrió con timidez. Su sonrisa tímida es una obra maestra, y sabe usarla con habilidad.

-Ojalá no le moleste mi pregunta -agregó-. Sé que no es asunto mío. Simple curiosidad.

-Está bien; no pasa nada -repuso ella, devolviendo la sonrisa?-. Mi papá eso cree, que me he convertido, y tal vez tenga yo algo de culpa: dejé que lo creyera para hacerlo enojar, ¿sabe? En realidad, no; no soy hinduista. Pero mi padre piensa que con solo tener a Ganesha cerca de mí arriesgo mi alma. Quién sabe qué significa eso. Es muy provinciano. Cuando lo vio por primera vez, creí que le daba un ataque. Me dijo que me librara de él o me desheredaría. ¿Puede creerlo?

Bajo las otras ventanas había menos fragmentos de vidrio. Era probable que los bomberos las hubieran roto desde adentro, dejando caer los trozos en el exterior. Los vidrios bajo cada ventana mostraban la misma capa de hollín y mugre que cubría por completo el interior del garaje. Busqué en los bolsillos de la chamarra hasta que encontré un sobre del banco para hacer depósitos. Tomé un trozo de vidrio de abajo de cada una de las ventanas y puse los tres dentro del sobre.

-Me parece una pieza admirable -dijo Joop tocando la trompa de Ganesha cubierta de hollín?-. ¿Dónde la consiguió?

-En la India -replicó ella-. Convencí a mi padre de que me dejara ir a la India el verano pasado. El tema de mi tesis son los motines de cipayos. En medio de mis investigaciones encontré a este Ganesha en un mercado cerca de un pueblo que se llama Kanpur, y no me pude resistir. Me costó seis mil doscientas rupias.

-¿A cuánto equivale eso en dólares?

-Unos ciento ochenta dólares. En algunas partes de la India, esa cantidad se considera una fortuna. La gente es muy pobre allá. Hay tanta pobreza que a veces sus sacerdotes necesitan vender artefactos religiosos para poder comprar alimentos -?expuso ella, con una inclinación de cabeza hacia la estatua.

-¿Su papá le regaló un verano en la India? -?preguntó Joop?-. Qué buen tipo.

-Puede permitírselo -repuso ella alzando los hombros.

-Cuando su padre la amenazó con desheredarla, ¿se refería a cortar toda ayuda financiera? -?insistió Joop.

-Una locura, ¿no le parece? -dijo Sarah, haciendo una mueca?-. Solo por haber traído la estatua. Se volvió raro a partir de la muerte de mamá. Antes era normal. Bueno, no lo que se dice normal, pero más que ahora. Pasaba todo el tiempo trabajando y casi nunca lo veíamos, pero por lo menos no se la pasaba hablándonos de Jesús. Pero mamá murió y papá descubrió a Jesús. Y por si no fuera suficiente, se hizo ministro de la Iglesia, y ahora a eso dedica todo su tiempo. Antes fue su trabajo, ahora es Jesús. Nunca se ocupó de mamá ni de mí.

-¿Su papá le ayudó a comprar esta casa? -preguntó Joop.

-No, fue mi mamá. Ella creció en este mismo barrio, a dos cuadras de aquí. Al morir me dejó algo de dinero. No suficiente para pagar el precio total de la casa, pero contribuyó a que los pagos mensuales fuesen más moderados.

-Voy afuera a echar una mirada -anuncié.

Joop asintió, sin quitar los ojos de Sarah y al mismo tiempo apoderándose de la atención de la joven.

-Hábleme de su tesis -solicitó-. ¿De qué se trata ese motín de los cipayos? ¿Qué es un cipayo? ¿Cómo fue el motín? A mí me encantan los buenos motines.

El exterior del garaje coincidía con mis observaciones del interior. Unos cuantos vidrios rotos bajo la ventana al poniente indicaban que se había roto hacia dentro, y la cantidad bajo las otras dos mostraba que se habían roto desde el interior. Se puso en claro lo sucedido. Fui al automóvil, encontré otro sobre y metí ahí un trozo de vidrio de cada una de las tres ventanas.

A mi regreso al interior, Joop y Sarah seguían hablando de su tesis.

-A ver si le entiendo bien -decía Joop-. De acuerdo con usted, el motín se pudo evitar, pero los británicos no tuvieron suficiente sensibilidad con sus soldados hindúes y musulmanes. ¿Fue así?

-En efecto -repuso ella, asintiendo-. Había rumores de que los británicos utilizaban grasa de cerdo y vaca para engrasar los cartuchos de sus rifles, sustancias prohibidas para los hindúes y musulmanes que observan sus mandamientos. Pero en lugar de desmentir los rumores (no eran más que rumores), intentaron forzar a los soldados a que usaran los cartuchos. No funcionó. Los cipayos prefirieron amotinarse.

Joop se volvió hacia mí.

-Sweeney, tienes que oír esto -dijo, y enseguida miró a Sarah?-. Sweeney es irlandés: odia a los británicos.

-No odio a los británicos -interpuse-, solo a sus ejércitos. Tal vez podamos hablar después sobre el motín. Necesitamos irnos ya. ¿Has terminado con todas tus preguntas?

Joop se dirigió a Sarah:

-¿Le hice suficientes preguntas?

Le obsequió una de sus sonrisas. Joop tiene una coquetería tremenda.

-Eso me parece, creo -respondió ella, también sonriente.

-Pues muy bien, en tal caso -dijo Joop, estrechándole la mano?-. Gracias por… Oh, un momento. Su papá. No le pregunté sobre su papá.

La sonrisa de Sarah se esfumó.

-¿Qué quiere saber sobre él?

-Usted le dijo a la policía que él la amenazó con quemar el garaje. Es decir, el estudio. ¿Cuándo le dijo eso?

-Lo dijo cada vez que hablamos tras regresar yo de la India -?respondió ella?-. Hablaba de mi alma y de ídolos, diciendo que si no me deshacía de Ganesha, él se encargaría de ello. Creo que incluso dijo algo sobre purificar con el fuego.

-Ah. ¿Dónde estaba usted al comenzar el incendio?

-Tendría que haber estado en la universidad -?repuso ella?-, pero no me encontraba bien y no fui a clases. Eso fue afortunado. Si no hubiera vuelto a mi casa, es probable que se quemara el estudio por completo.

-¿Me permite darle un consejo? -le pregunté a Sarah, que titubeó un instante.

-Claro.

-No limpie todavía este lugar. Aunque los empleados de la aseguradora le digan que ya puede limpiarlo, espere una o dos semanas antes de tocar nada. Por su propia seguridad. Debe evitar que se eche a perder su convenio con el seguro.

Ella indicó las ventanas rotas.

-¿Qué hago entonces si empieza a nevar?

-Tape las ventanas con plástico -respondí?-. Pero no toque nada más. Los ajustadores de seguros son gente peculiar. Ningún cuidado es suficiente con ellos.

-Está bien -aceptó ella-. De acuerdo. Gracias.

Dentro del automóvil, Joop comenzó a tomar algunas notas. Le gusta hacerse el tonto, pero es un buen investigador, muy concienzudo.

-Una chica lista -dijo-. Odia a su padre, pero básicamente es una buena jovencita. ¿Qué te pareció a ti?

-Buena jovencita, cierto -acepté, alzando los hombros.

-¡Qué raro esto de las religiones! Se sienten muy seguros de estar en lo correcto mientras todos los demás están en un error. Hobart teme que su hija se vaya al Infierno porque tiene un Ganesha almacenado en un garaje que ha convertido en estudio, Sarah está furiosa con su papá porque siente que Jesús le importa más que ella. Hace ciento cuarenta años murieron muchos soldados en la India porque los británicos no tuvieron ningún respeto por los hindúes o los musulmanes. El Jesús de mi tía Jicotea parece un devoto de la Iglesia episcopal más que un judío. ¿Quién sabe qué quieren ustedes los católicos?

-Joop, tómate un Prozac -le dije-. Podemos dejar de lado la religión, tenemos algo mejor. Hay pruebas.

-¿Pruebas? ¿De qué?

-De quién prendió el fuego -declaré.

-¿De qué estás hablando? -preguntó Joop, pero enseguida sonrió?-. A ver, un momento. Has encontrado algo, ¿verdad?

-Encontré algo, en efecto -repuse, y me concentré en conducir el automóvil.

-¿Y bien? ¿No vas a decirme de qué se trata?

Le pasé los dos sobres, que abrió cuidadosamente.

-Son vidrios -anunció.

-Tú también eres un chico listo, Joop.

Joop se quedó esperando una explicación. Permanecí en silencio, y él meneó la cabeza.

-¿No me vas a decir en qué consiste?

Me limité a sonreír y mantuve la mirada en el camino.

-Sweeney, ¿nunca te han dicho que eres una rata?

-Claro que sí. Tú lo dices todo el tiempo.

-Eso prueba que yo soy un chico listo -?dijo él.

A veces a Joop le gusta pasar por ignorante, cuando en verdad tuvo mejor educación que yo, y probablemente sea más listo, así que cuando se ofrece una oportunidad de atormentarlo, la aprovecho. Él me hace lo mismo. Es algo que hacemos los hombres.

-Te lo diré cuando hablemos con Hobart -prometí.

-¿Es ahí adonde vamos ahora? ¿Otra vez a la cárcel?

-En efecto -respondí-. Espero llegar antes de que se lo lleven a su audiencia.

Kirby Abbott, el abogado de Hobart, estaba con su cliente en la sala de entrevistas. Lucía aún más molesto que Hobart por estar dentro de la cárcel. Kirby es un buen hombre, y un genio como litigante, pero lo hace mejor cuando se trata de crímenes de cuello blanco. No se siente cómodo cuando necesita tratar con lo que él denomina «las clases criminales inferiores». Con un cliente acusado de fraude de inversiones, Kirby es un hombre dichoso. Pero con un hombre acusado de causar un incendio, aunque sea un ministro protestante acaudalado, Kirby se sentía un poco inquieto.

-¿Cuánto falta para la audiencia? -inquirí.

Kirby consultó el reloj.

-Tenemos poco más de una hora. ¿Por qué?

-Necesitan saber esto -dije-. Son trozos de vidrio de las ventanas rotas del garaje. El primer sobre contiene vidrios del interior del garaje y en el otro están los que recogí fuera del garaje.

Kirby miró dentro de cada sobre.

-¿Y qué?

-Esto sugiere que el reverendo Hobart nos ha dicho la verdad -?declaré?-. No fue él quien prendió el fuego.

Hobart reaccionó y extendió la mano para tomar los sobres que Kirby tenía en la mano, pero este no se los entregó. En cambio, inclinó a un lado la cabeza y se mostró confuso. Volvió a mirar el contenido de los sobres.

-No comprendo -dijo, y miró a Joop, que se encogió de hombros.

Tomé los sobres y vacié los vidrios sobre la mesa.

-Comparen -sugerí.

Kirby, Joop y Hobart se inclinaron encima de la mesa, mirando los trozos de vidrio.

-No veo ninguna diferencia -comentó Kirby?-. Todos los vidrios están cubiertos de hollín grasiento.

-Bueno, eso no es del todo cierto -intervino Joop?-. El vidrio del exterior del garage tiene hollín solamente de un lado. Los del interior están manchados de ambos lados.

-¿Y qué? -dijo Kirby-. ¿Qué significa eso?

-No tengo ni idea -confesó Joop.

-Significa que la estatua de Ganesha se…

-¿Ganesha? -interrumpió Kirby.

-Ganesha básicamente es el dios de los obstáculos, que tiene cuatro brazos y cabeza de elefante -?le informó Joop?-. El dios hindú de la previsión y la prosperidad.

Kirby se mostraba todavía confuso.

-La estatua que se quemó -le aclaró Joop.

-Ya veo -dijo Kirby-. Correcto. Ganesha.

-Estos trozos de vidrio indican que la estatua ya se estaba quemando antes de que arrojaran la bomba molotov por la ventana -?expliqué. Kirby volvió a examinar los vidrios.

-¿Cómo puede ser eso? -preguntó-. ¿Y por qué puede afirmarlo a partir de estos trozos de vidrio?

Apunté a los vidrios y dije:

-Si se lanza un objeto por una ventana, ¿qué le pasa al vidrio? Se rompe y cae al suelo, ¿verdad?

-Creo que todos entendemos el concepto básico de la fuerza de gravedad -?dijo Kirby.

A veces Kirby puede ser un poco pedante.

-Si se inicia un incendio con un objeto lanzado de esa manera, habrá humo, ¿verdad?

-Sabemos de la gravedad y también de la combustión.

-¿Qué sucede con los vidrios caídos al suelo? -?pregunté?-. Quedan manchados por el humo. Pero solo por un lado, el que quedó hacia arriba. El lado contra el suelo se queda limpio.

Joop sonrió y aplaudió.

-Ya entiendo ahora -anunció.

Kirby inclinó la cabeza, lo mismo que un perro que oye un sonido sin comprenderlo. Señaló los fragmentos del interior del garaje y preguntó de nuevo:

-Entonces, ¿por qué estos trozos de vidrio tienen hollín por los dos lados?

-Hay una sola explicación -dije-. La bomba molotov no inició el incendio. El fuego tenía que estar ya prendido antes de que se rompiera la ventana. El lado interior de la ventana quedó cubierto de hollín. Enseguida lanzaron la botella por la ventana, rompiendo el vidrio, y el otro lado se manchó también de hollín.

Kirby por fin asintió.

-Correcto. El fuego estaba prendido antes de que la bomba molotov rompiera la ventana. Pero ¿cómo prueba eso que el reverendo Hobart no fue responsable del incendio? -?preguntó, volviéndose a Hobart?-. Es solo una pregunta teórica, ya me entiende. No dudo de su declaración de inocencia.

Los abogados son criaturas maravillosas, siempre dispuestos a otorgar el beneficio de la duda a sus clientes.

-Porque no tiene sentido -observé-. Hobart tuvo un motivo para lanzar la bomba molotov por la ventana del garaje: le preocupa el alma de su hija. Pero no hay ninguna razón por la cual se haya metido a la fuerza al garaje para prenderle fuego a la estatua, enseguida salir de ahí y lanzar una bomba molotov por la ventana.

-Pero ¿quién tendría motivo para hacer eso?

-Su hija -dijo Joop.

-¿Sarah? -preguntó Hobart-. ¿Por qué?

-Porque está sinceramente furiosa con usted. Piensa que la descuidó a ella y también a su madre. Primero por su trabajo y después por su Iglesia.

-Y por el dinero del seguro -añadí-. Sarah estaba esperando a los ajustadores de la compañía de seguros cuando Joop y yo llegamos. Supongo que el garaje estaba cubierto por la póliza, ¿no es así?

-El garaje y también la estatua -dijo Kirby, buscando entre los papeles de su portafolios y sacando algunas notas?-. La estatua quedó asegurada por un valor de ocho mil dólares.

-¡Lotería! -exclamó Joop-. Sarah pagó un poco más de seis mil rupias por el idolito. Eso equivale a solo ciento ochenta dólares estadounidenses. De un solo movimiento, Sarah se desquita con su padre y se hace de un dinero importante.

-Pero ¿por qué va a necesitar dinero? -preguntó Hobart?-. Yo tengo dinero en abundancia. Si necesita algo, no tiene más que pedírmelo.

-Pero usted la amenazó con desheredarla a menos que se deshiciera de la estatua -?le recordé.

Hobart bajó la cabeza.

-Ella necesita escribir una tesis -dijo Joop?-. No le es posible estudiar las implicaciones religiosas del motín de los cipayos si se encuentra preocupada por cubrir mensualmente los pagos de su hipoteca.

Hobart alzó la cabeza.

-Sigo sin entender. Creí que adoraba la estatua. ¿Por qué había de quemarla?

-No la adora para nada -aclaró Joop-. Le gusta su aspecto, eso es todo. Sarah no es hinduista. No es más que una jovencita furiosa con su papá.

-Todo concuerda -dije yo-. Incluso sacó el telar de su garaje unos días antes del fuego. Eso me parece sospechoso.

-El telar. Es el telar que fue de su madre.

El pobre tipo tenía un aspecto miserable. Comenzaba a creer a sus oídos.

-Le fue fácil hacerlo -proseguí-. Los días son más cortos ahora, y pudo hacerlo protegida por la oscuridad.

-Ni siquiera necesitaba de la oscuridad -apuntó Joop?-. Su casa queda rodeada de esos setos gigantescos. Nadie pudo verla arrojando la bomba molotov.

-¿No les parece extraño que haya vuelto a casa justo en el momento preciso? -?dije?-. ¿El momento exacto para llamar a los bomberos? El garaje y la estatua se quemaron más de lo que ella quería, pero, aun así, los daños fueron mínimos.

Hobart cerró los ojos y se puso las manos sobre la cara. Vi que movía los labios y supuse que estaría rezando. Le sobraban razones para rezar. Kirby miró su reloj.

-Bien; esto cambia las cosas, sin duda. Será necesario hablar con el fiscal antes de que comience la audiencia -?dijo el abogado?-. Con esta información en su poder, es posible que se retiren los cargos.

Hobart alzó la mirada.

-Pero ¿qué le va a pasar a Sarah?

Kirby tartamudeó un poco. Parecía haber olvidado que Sarah era hija de Hobart.

-Eh, bueno, eh, no estoy del todo…

-Puede que la arresten -le dije; Hobart tenía derecho a saberlo?-. Podrían acusarla de obstrucción de la justicia por entregar informes falsos a la policía, pero eso es poca cosa. El problema más grave consiste en el intento de defraudar por ocho mil dólares a la compañía de seguros. Ese delito sí se considera grave.

-Pero no la acusarán por el incendio, al menos -?opinó Kirby?-. No es ilegal quemar algo de tu propiedad.

-No -dijo Hobart meneando la cabeza-. No acepto que arresten a mi hija… Prefiero… prefiero declararme culpable. ¿Puedo hacerlo en esta audiencia?

-¿Declararse culpable? -repitió Kirby, atónito.

-Si me declaro culpable, ¿me requieren hacerlo bajo juramento?

Kirby alzó las manos.

-Un momento, por favor. Por ahora vamos a lidiar con la audiencia para fijar una fianza. No necesitamos darle la información de inmediato al fiscal. Vamos primero a sacarlo a usted de la cárcel y después pensaremos en lo que sigue.

Hobart estaba a punto de decir algo, pero llamaron a la puerta y uno de los funcionarios del juzgado se asomó.

-Lo siento mucho -dijo el recién aparecido?-. Señor Abbott, tiene una llamada. Ya están aquí los adjuntos para conducirlos a la audiencia.

-Maldición -protestó Kirby-. Maldición y más maldición. Sweeney, venga conmigo y explíqueme todo esto de nuevo.

Asentí y me levanté para seguir a Kirby. Sostuve la puerta para que Joop pasara.

-Tú ve por delante -me dijo-. Tengo algo que decirle al reverendo aquí mismo.

Sentí un titubeo. No me parecía del todo bien permitir que Joop hablara a solas con el reverendo Hobart. Ya he dicho que no siempre es tan diplomático como se necesita. Pero ya había empezado a hablar con él, así que los dejé en paz.

Mientras Kirby y yo andábamos hacia el teléfono, volví a explicarle el tema del vidrio y el humo. Lo entendió sin problemas. Siempre quiere estar prevenido, y por tal motivo resulta buen abogado.

Joop nos alcanzó unos minutos después. Sonreía como el hijo bastardo de un noble. Extendió una mano.

-Necesito que me prestes tu automóvil -dijo?-. Kirby te puede llevar a la oficina cuando termine la audiencia.

-¿Qué sucede?

Joop sonrió.

-Te lo diré cuando vuelva a la oficina.

-Joop Wheeler, eres una rata.

Pero el desquite era válido: yo le hice esperar para que supiera la explicación de los vidrios y el humo. Le di las llaves del auto, aunque no me quedé muy a gusto.

Tuvimos que esperar media hora antes de que comenzara la audiencia. La espera se volvió más sufrida debido nuevamente a la miserable música navideña. Una Navidad santa y muy alegre. Pensé en buscar al escribano y protestar sobre tales violaciones de la separación de la Iglesia y el Estado, aunque nadie podría afirmar que esa música se relacionara con la religión.

Cuando al fin entramos al tribunal, la audiencia duró apenas diez minutos. A los juzgados no les gusta tener en la cárcel a personas como Jason Hobart esperando juicio. Si tienes dinero, sales de la cárcel. No es justo, pero así es, y todo el mundo lo sabe.

Después de la audiencia, Hobart le pidió prestado su teléfono celular a Kirby y se alejó a un rincón para hacer una llamada. Volvió unos minutos más tarde, con aspecto sombrío.

-Chet Wilkins -dijo.

-¿Y quién es Chet Wilkins? -preguntó Kirby.

-La persona con quien estaba yo mientras Sarah… cuando su garaje se incendió -?dijo Hobart?-. Yo estaba en su casa, rezando con él. Chet es uno de los diáconos de mi iglesia. Ha salido positivo en la prueba del VIH.

-¿Usted estaba con él aquella noche? -preguntó Kirby?-. ¿Él acepta dar ese testimonio?

-Prefiere no hacerlo, pero, si es necesario, está dispuesto a declarar. Ya ven por qué no pude decirles dónde estaba yo. En mi Iglesia hay miembros, tal vez la mayoría, que creen que el sida es una maldición de Dios. Chet es un buen hombre. Ha cometido errores, pero quiere enmendar su camino a Dios.

Kirby se le quedó mirando unos instantes.

-En fin -dijo-, vámonos de aquí. Lo llevo a su casa.

-¿Podría llevarme a la casa de Sarah? -pidió Hobart?-. Tengo mucho que compensar, si acaso no es demasiado tarde.

Se dibujó en su cara una sonrisa repleta de tristeza.

-No creo que sea demasiado tarde -continuó?-. Dios no me haría eso. Pienso que el Señor intervino para enseñarme lo que es importante en mi vida. Yo le dije que el Señor me protegería.

Kirby asintió; no parecía oír con comodidad tantas referencias a Dios. Tampoco yo. Los católicos no hablamos de Dios como si fuera el vecino de la esquina.

-Claro, claro -dijo el abogado-. Vámonos.

En lugar de ir a presenciar la reunión de Hobart con su hija, preferí tomar un taxi y volver a la oficina. El taxista tenía puesto el radio con la musiquita de Navidad, así que mi humor era criminal cuando al fin llegamos.

Apenas tuve tiempo de que hirviera el agua para el té cuando entró Joop. Llevaba consigo la estatua hindú chamuscada del estudio/garaje de Sarah Hobart.

-¿Y ahora qué? -pregunté.

-Ganesha -contestó Joop-. Ya sabes, el dios de los obstáculos.

-Sí, pero ¿qué haces tú con la estatua?

-La compré.

-¿Qué dices?

-La compré. ¿Qué palabra es la que no entendiste?

-¿La compraste? ¿En cuánto?

-Ocho mil dólares. El valor declarado en la póliza de seguros.

Me le quedé mirando.

-¿Te volviste loco? ¿De dónde sacaste ocho mil dólares?

-De Hobart. Me dijo que le enviáramos la factura.

-Así que de eso hablaste con Hobart. Supongo que ahora Sarah va a retirar su trámite del seguro.

-Fue la única solución. Hobart no desea que su hijita pierda su alma. Tampoco desea que cometa un fraude con el seguro. Y Sarah necesita el dinero para terminar la tesis. De esta manera, todos quedan felices.

Estaba demasiado satisfecho de sí mismo. Sin embargo, he de admitir que fue una buena solución.

-¿Qué vas a hacer con eso? -inquirí.

-Voy a limpiarla -dijo Joop-. No tiene daños graves.

-Y después, ¿qué?

-La pondré en ese rincón -dijo, apuntando con el dedo?-. Sweeney, amigo mío: si alguien en el mundo necesita un dios que quite obstáculos, somos nosotros, los detectives privados.

 

FIN