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El día tocaba a su fin, pero la joven
pareja continuaba paseando y hablando, sin prestar atención a la hora ni al
camino. Delante de ellos, a la sombra de un otero, se erguía la masa oscura de
un bosquecillo, y entre las ramas de los árboles, como carbones encendidos,
ardía el sol, inflamando el aire y transformándolo en resplandeciente polvo
dorado. El sol aparecía tan cercano y luminoso que todo semejaba desvanecerse;
únicamente él permanecía, y pintaba el camino con sus propios tintes carmesíes.
Hería los ojos de los paseantes, los cuales volvían la espalda, y de repente
todo lo que caía dentro de su campo visual quedaba extinguido, se convertía prendió
en el alto tronco de un abeto que resplandeció entre el verdor como una vela
en apacible y claro, y pequeño e íntimo.
Algo más lejos, a una milla escasa de distancia, la roja puesta en una
habitación a oscuras; el rojizo brillo del camino se extendía ante ellos, y
cada piedra proyectaba su larga sombra negra; y los cabellos de la muchacha,
bañados por los rayos del sol, brillaban ahora con un nimbo dorado. Un cabello
suelto, separado del resto, ondeó en el aire como un áureo hilo tejido por una
araña.
Las primeras sombras del atardecer no
interrumpieron ni cambiaron el curso de su conversación. Continuó como antes,
íntima y tranquila; continuó discurriendo sobre el mismo tema: sobre la fuerza,
la belleza y la inmortalidad del amor. Los dos eran muy jóvenes; la muchacha no
tenía más de diecisiete años; Ncmovctsky acababa de cumplir los veintiuno.
Ambos llevaban uniformes de estudiantes: ella el modesto vestido de color pardo
de alumna de una escuela femenina, su acompañante el elegante atuendo de un estudiante
tecnológico. Y, al igual que su conversación, a su alrededor todo era joven,
bello y puro. Sus figuras, erguidas y flexibles, avanzaban con un paso ligero,
elástico; sus frescas voces, pronunciando incluso las palabras más vulgares con
una reflexiva ternura, eran como un riachuelo en una tranquila noche de
primavera, cuando la nieve no se ha fundido aún del todo en las laderas de las
montañas.
Caminaban, doblando el recodo de un
camino desconocido, y sus alargadas sombras, de cabezas absurdamente pequeñas,
ora avanzaban separadamente, ora surgían juntas en una franja larga, angosta,
como la sombra de un álamo. Pero ellos no veían las sombras, ya que estaban
demasiado absortos en su charla. Mientras hablaba, el joven no apartaba sus
ojos del bello rostro de la muchacha, sobre el cual la puesta de sol parecía
haber dejado una medida de sus delicados tintes. En cuanto a ella, inclinaba su
mirada sobre el sendero, apartando a un lado los diminutos guijarros con la
contera de su sombrilla, y contemplaba ora un pie, ora el otro, a medida que
surgían de debajo de su oscuro vestido.
El camino quedó interrumpido por una
zanja de bordes polvorientos que tenían impresas unas huellas de pasos. Por un
instante, los dos jóvenes se detuvieron. Zinochka levantó la cabeza, miró a su
alrededor con aire perplejo y preguntó:
-¿Sabes dónde estamos? Nunca había estado
aquí.
Su compañero examinó atentamente lo que
les rodeaba.
-Sí, lo sé. Allí, detrás de la colina,
está la ciudad. Dame la mano. Te ayudaré a cruzar.
Extendió su mano, blanca y delgada como
la de una mujer, no estropeada por trabajos rudos. Zinochka se sentía alegre.
Sentía deseos de saltar por encima de la zanja por sí misma, y de echar a
correr, gritando: «¡Cógeme, si puedes!» Pero se contuvo, inclinó la cabeza con
pudorosa gratitud y extendió tímidamente su mano, la cual conservaba su
morbidez infantil. Nemovetsky experimentó el deseo de apretar fuertemente
aquella manita temblorosa, pero se contuvo también, y con una leve inclinación
la tomó cortésmente en la suya y volvió modestamente la cabeza cuando, al
cruzar la zanja, la muchacha mostró de un modo fugaz su pantorrilla.
Y de nuevo andaron y hablaron, pero sus
pensamientos estaban llenos del momentáneo contacto de sus manos. Ella sentía
aún el seco calor de la palma y de los fuertes dedos masculinos; sentía placer
y vergüenza, en tanto que él tenía conciencia de la sumisa blandura de la
diminuta mano femenina, y veía la negra silueta de su pie y el pequeño zapato
que lo envolvía tiernamente. Se sintió invadido por un repentino deseo de
cantar, de extender sus manos hacia el cielo y de gritar: «¡Corre! ¡Quiero
cogerte!», aquella antigua fórmula de amor primitivo entre los bosques y las
ruidosas cascadas. Y, provocadas por todos aquellos deseos, las lágrimas
afluyeron hasta su garganta.
Las alargadas sombras se desvanecieron, y
el polvo del camino se hizo gris y frío, pero ellos no se dieron cuenta y
continuaron charlando. Los dos habían leído muchos y buenos libros, y las
radiantes imágenes de hombres y mujeres que habían amado, sufrido y perecido
por puro amor se erguían delante de ellos. Sus memorias resucitaban fragmentos
de versos casi olvidados, ataviados con la melodiosa armonía y la dulce
tristeza que presta el amor.
-¿Recuerdas de dónde es esto? -inquirió
Nemovetsky, recitando-: «…una vez más ella está conmigo, ella, a quien amo; de
quien, no habiendo hablado nunca, oculto toda mi tristeza, mi ternura, mi
amor…»
-No -respondió Zinochka, y repitió
pensativamente-: «Toda mi tristeza, mi ternura, mi amor…»
-Todo mi amor -respondió Nemovetsky como
un eco.
Otros recuerdos volvieron a ellos.
Recordaron a aquellas muchachas, puras como azucenas, que, vestidas de negro,
se sentaban solitarias en el parque, rumiando su pesar entre las hojas muertas,
pero felices en medio de su pena. Recordaban también a los hombres que,
abundando en voluntad y orgullo, imploraban el amor y la delicada compasión de
unas mujeres. Las imágenes así evocadas eran tristes, pero el amor que se
reflejaba en aquella tristeza era radiante y puro. Tan inmenso como el mundo,
tan brillante como el sol, levantaba fabulosamente belleza delante de sus ojos,
y no había nada tan poderoso ni tan bello sobre la faz de la tierra.
-¿Podrías morir por amor? -preguntó
Zinochka, mientras contemplaba su mano infantil.
-Sí, podría -respondió Nemovetsky,
convencido, y miró a su compañera a los ojos-. ¿Y tú?
-Sí, yo también. -La muchacha se quedó
pensativa-. Morir por amor es una felicidad.
Sus ojos se encontraron. Unos ojos
claros, límpidos, llenos de bondad. Sus labios sonrieron.
Zinochka se detuvo.
-Espera un momento -dijo-. Tienes un hilo
en tu chaqueta.
La muchacha levantó una mano hasta el
hombro del joven y, cuidadosamente, con dos dedos, cogió el hilo.
-¡Ya está! -exclamó-. Y, poniéndose
seria, preguntó-: ¿Por qué estás tan pálido y delgado? Estudias demasiado…
-Y tú tienes los ojos azules, con unas
chispitas doradas -replicó Nemovetsky, contemplando los ojos de la muchacha.
-Y los tuyos son negros. No, castaños.
Parecen brillar. Hay en ellos…
Zinochka no terminó la frase. Volvió la
cabeza, sus mejillas enrojecieron, sus ojos adquirieron una expresión tímida,
en tanto que sus labios sonreían involuntariamente. Sin esperar a Nemovetsky,
que sonreía también con secreto placer. la muchacha echó a andar, pero no tardó
en detenerse.
-¡Mira, el sol se ha puesto! -exclamó con
pesaroso asombro.
-Sí, se ha puesto -respondió el joven con
una nueva tristeza.
La luz se había desvanecido, las sombras
habían muerto, todo palidecía, agonizaba. En aquel punto del horizonte donde
había ardido el sol se acumulaban ahora, en silencio, oscuras masas de nubes,
las cuales conquistaban paso a paso el espacio azul. Las nubes se reunían, se
empujaban una a otra, transformaban lentamente sus perfiles monstruosos;
avanzaban, como empujadas contra su voluntad por alguna fuerza terrible,
implacable.
Las mejillas de Zinochka se pusieron más
pálidas y sus labios más rojos; sus pupilas se agrandaron imperceptiblemente,
oscureciendo los ojos. Susurró:
-Estoy asustada. Me preocupa el silencio
que nos rodea. ¿Nos hemos extraviado?
Nemovetsky frunció sus pobladas cejas y
miró a su alrededor.
Ahora que el sol había desaparecido y que
la cercana noche respiraba con aire fresco, todo parecía frío e inhóspito. El
campo gris se extendía a uno y otro lado con su raquítica hierba, sus lomas y
sus hondonadas. Había muchas de aquellas hondonadas, algunas profundas, otras
pequeñas y llenas de vegetación; la silenciosa oscuridad nocturna se había
deslizado ya en ellas; y debido a la existencia de indicios de cultivos, el
lugar parecía aún más desolado.
Nemovetsky aplastó la sensación de
inseguridad que pugnaba por invadirle y dijo:
-No, no nos hemos extraviado. Conozco el
camino. Primero a la izquierda, luego a través de aquel bosquecillo. ¿Tienes
miedo?
Ella sonrió valientemente y respondió:
-No. Ahora, no. Pero tenemos que llegar
pronto a casa y tomar un poco de té.
Apresuraron el paso, para volver a
acortarlo en seguida. No miraban a los lados del camino, pero notaban la
indolente hostilidad del campo labrado, el cual les rodeaba con un millar de
diminutos ojos inmóviles, y aquella sensación les acercó más el uno al otro y
despertó en ellos recuerdos de la infancia. Recuerdos luminosos, llenos de sol,
de verde follaje, de amor y de risas. Era como si aquello no hubiese sido una
vida sino un canto inmenso y melodioso, y ellos mismos hubiesen formado parte
de aquel canto como sonidos, como dos leves notas: una clara y resonante como
puro cristal, la otra algo más opaca pero más animada al mismo tiempo, como una
pequeña campana.
Empezaron a aparecer señales de vida
humana. Dos mujeres estaban sentadas, en el borde de una hondonada. Una de
ellas tenía las piernas cruzadas y miraba fijamente hacia el fondo del agujero.
Levantó su cabeza tocada con un pañuelo, del cual se escapaban mechones de
enmarañados cabellos. Llevaba una blusa muy sucia con flores estampadas, tan
grandes como manzanas; sus cordones estaban sueltos. No miró a los que pasaban.
La otra mujer estaba muy cerca, medio reclinada, con la cabeza echada hacia
atrás. Tenía un rostro ancho y basto, con facciones de campesino, y, debajo de
sus ojos, los prominentes pómulos mostraban dos manchas rojizas, semejantes a
arañazos muy recientes. Iba más sucia aún que la primera mujer, y miró
descaradamente a los dos jóvenes. Cuando éstos hubieron pasado, la mujer empezó
a cantar con una voz recia, masculina:
«Sólo por ti, adorado mío, reventaré como
una flor…»
-Varka, ¿has oído? -La mujer se volvió
hacia su silenciosa compañera y, al no recibir respuesta, estalló en una ronca
carcajada.
Nemovetsky había conocido a tales
mujeres, que eran sucias incluso cuando llevaban lujosos vestidos; estaba
acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron de su retina y se desvanecieron,
sin dejar ningún rastro. Pero Zinochka, que casi las había rozado con su
modesto vestido, notó que algo hostil invadía su alma. Pero al cabo de unos
instantes aquella impresión se había desvanecido, como la sombra de una nube
cruzando rápidamente el florido prado; y cuando, avanzando en la misma
dirección, pasó junto a ellos un hombre descalzo, acompañado por otra de
aquellas mujeres, Zinochka los vio, pero no les prestó la menor atención…
Y una vez más andaron y hablaron, y
detrás de ellos se movió, a regañadientes, una nube oscura, proyectando una
sombra transparente… La oscuridad fue espesándose paulatinamente. Ahora, los
dos jóvenes hablaban de aquellos terribles pensamientos y sensaciones que
visitan al hombre durante la noche, cuando no puede dormir y todo es silencio a
su alrededor; cuando la oscuridad, inmensa y dotada de múltiples ojos, se
aplasta contra su rostro.
-¿Puedes imaginar lo infinito? -preguntó
Zinochka, llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos.
-¿Lo infinito? No… -respondió Nemovetsky,
cerrando también sus ojos.
-A veces lo veo. Lo percibí por primera
vez cuando era muy pequeña. Imagina un gran número de cartas. Una, otra, otra
más, cartas sin fin, una infinidad de cartas… ¡Es terrible!
Zinochka tembló.
-Pero, ¿por qué cartas? -sonrió
Nemovetsky, aunque se sintió incómodo.
-No lo sé. Pero yo veía cartas. Una,
otra… sin fin.
La oscuridad se iba espesando. La nube
había pasado ya por encima de sus cabezas y, estando delante de ellos, podía
ver ahora los rostros de los dos jóvenes, cada vez más pálidos. Las figuras
harapientas de otras mujeres como las que habían encontrado aparecían con más
frecuencia; como si las profundas hondonadas, excavadas con algún propósito
desconocido, las vomitaran a la superficie. Ora solitarias, ora en grupos de
dos o de tres, aparecían, y sus voces resonaron ruidosas y extrañamente
desoladas en el aire inmóvil.
-¿Quiénes son esas mujeres? ¿De dónde
vienen? -preguntó Zinochka en voz baja y temblorosa.
Nemovetsky sabía qué clase de mujeres
eran aquéllas. Se sentía aterrorizado por haber caído en aquella perversa y
peligrosa vecindad, pero respondió tranquilamente:
-No lo sé. No tiene importancia. No
hablemos de ellas. Pronto estaremos en casa. Sólo tenemos que atravesar ese
bosquecillo y llegaremos a la ciudad. Lástima que hayamos salido tan tarde.
La muchacha encontró absurdas aquellas
palabras. ¿Cómo podía decir que habían salido tarde, si no eran más que las
cuatro? Miró a su compañero y sonrió. Pero las cejas de Nemovetsky continuaron
fruncidas, y, para tranquilizarle y consolarle, Zinochka sugirió:
-Vamos a andar más aprisa. Quiero tomar
un poco de té. Y el bosquecillo está muy cerca ahora.
-Sí, vamos a andar más aprisa.
Cuando penetraron en el bosquecillo y los
silenciosos árboles se unieron en un arco encima de sus cabezas, la oscuridad
se hizo más intensa, pero la atmósfera resultó también más apacible y
tranquila.
-Dame la mano -propuso Nemovetsky.
Ella le dio la mano, con cierta
indecisión, y el leve contacto pareció iluminar la oscuridad. Sus manos no se
movían ni se apretaban una a otra. Zinochka incluso se apartó un poco de su
compañero. Pero toda su conciencia estaba concentrada en la percepción del
diminuto lugar del cuerpo donde las manos se tocaban. Y de nuevo llegó el deseo
de hablar acerca de la belleza y del misterioso poder del amor, pero hablar sin
violar el silencio, hablar, no por medio de palabras sino de miradas. Y
pensaban que debían mirar, y deseaban hacerlo, pero no se atrevían…
-¡Y aquí hay algunas personas! -exclamó
Zinochka alegremente.
En el calvero, donde había más luz, había
tres hombres sentados junto a una botella casi vacía, silenciosos. Miraron con
expectación a los recién llegados. Uno de ellos, afeitado como un actor, rió en
voz alta y silbó de un modo provocativo.
El corazón de Nemovetsky palpitó con una
trepidación de horror, pero, como si le empujaran por detrás, continuó andando
en dirección al trío, sentado al borde del camino. Allí estaban esperando, y
tres pares de ojos contemplaban a los viandantes, inmóviles y amenazadores.
Deseoso de ganarse la buena voluntad de
aquellos ociosos y harapientos hombres, en cuyo silencio percibía una amenaza,
y de obtener su simpatía a través de su propia indefensión, Nemovetsky
preguntó:
-¿Es éste el camino que conduce a la
ciudad?
No contestaron. El que iba afeitado silbó
algo burlón e indefinible, en tanto que los otros permanecían silenciosos y
miraban a la pareja con maligna intensidad. Estaban borrachos, y tenían hambre
de mujeres y de diversión sensual. Uno de los hombres, de rostro rojizo, se
puso en pie como un oso y suspiró pesadamente. Sus compañeros le dirigieron una
ojeada, y luego volvieron a clavar sus intensas miradas en Zinochka.
-Tengo un miedo terrible -susurró la
muchacha.
Nemovetsky no oyó sus palabras, pero las
intuyó por el peso del brazo que se apoyaba en él. Y, tratando de aparentar una
calma que no sentía, aunque convencido de lo irrevocable de lo que estaba a
punto de ocurrir, continuó avanzando con estudiada firmeza. Tres pares de
penetrantes ojos se acercaron más y más, centellearon, y quedaron a su espalda.
«Es preferible correr», pensó Nemovetsky.
Y se contestó a sí mismo: «No, es preferible no correr».
-¡Es un polluelo! ¿Le tenéis miedo? -dijo
el tercero de los miembros del trío, un individuo calvo con una barba roja muy
poco poblada-. Y la chica es muy fina. ¡Quiera Dios darnos una como ella a cada
uno!
Los tres hombres estallaron en una
carcajada.
-¡Eh! ¡Un momento! ¡Quiero hablar con
usted, caballerete! -gritó el hombre más alto con una voz recia, mirando a sus
camaradas.
El trío se puso en pie.
Nemovetsky continuó andando, sin
volverse.
-¡Deténgase cuando se lo piden! -exclamó
el pelirrojo-. ¡Y, si no quiere hacerlo, aténgase a las consecuencias!
-¿Está sordo? -gruñó el hombre más alto,
y en dos zancadas se aproximó a la pareja.
Una mano maciza cayó sobre el hombro de
Nemovetsky y le hizo girar sobre sí mismo. Al volverse, encontró muy cerca de
su rostro los ojos redondos, saltones y terribles de su asaltante. Estaban tan
cerca, que le parecía verlos a través de un cristal de aumento, y distinguió
claramente las pequeñas venas rojas en el globo ocular y lo amarillento de los
párpados. Dejó caer la mano de Zinochka y, hundiendo la suya en su bolsillo,
murmuró:
-¿Quiere dinero? Puedo darle el que
llevo, con mucho gusto.
Los ojos saltones brillaron. Y cuando
Nemovetsky apartó su mirada de ellos, el hombre alto tomó impulso y golpeó la
barbilla del joven. La cabeza de Nemovetsky salió proyectada hacia atrás, sus
dientes crujieron y su gorra cayó al suelo; agitando los brazos, el joven se
derrumbó pesadamente. Silenciosamente, sin proferir un solo grito, Zinochka dio
media vuelta y echó a correr con toda la velocidad de que era capaz. El hombre
del rostro afeitado lanzó una exclamación que resonó extrañamente:
-¡A-a-ah!
Y echó a correr detrás de Zinochka.
Nemovetsky se incorporó de un salto, pero
apenas había recobrado la vertical cuando otro golpe en la nuca volvió a
derribarle. Sus adversarios eran dos, y el joven no estaba habituado al combate
físico. Sin embargo, luchó largo rato, arañó con sus uñas como una encalabrinada
mujer, mordió con sus dientes y sollozó con una inconsciente desesperación.
Cuando estuvo demasiado débil para continuar resistiendo, los dos hombres le
levantaron del suelo y le apartaron del camino. Lo último que vio fue un
fragmento de la barba roja que casi tocaba su boca, y más allá, la oscuridad
del bosque y la blusa de color claro de la muchacha que huía. Zinochka corría
silenciosa y rápidamente, como había corrido unos días antes cuando jugaban al
marro; y detrás de ella, con cortas zancadas, ganándole terreno, corría el
hombre afeitado. Luego, Nemovetsky notó el vacío a su alrededor, su corazón
dejó de latir mientras el joven experimentaba la sensación de hundirse en un
pozo sin fondo, y finalmente tropezó con una piedra, chocó contra el suelo y
perdió el conocimiento.
El hombre alto y el hombre pelirrojo,
habiendo arrojado a Nemovetsky a una zanja, se detuvieron unos instantes a
escuchar lo que sucedía en el fondo de la zanja. Pero sus rostros y sus ojos
estaban vueltos a un lado, en la dirección tomada por Zinochka. Desde allí se
alzó el estridente grito de la muchacha, para apagarse casi inmediatamente. El
hombre alto murmuró, furioso:
-¡El muy cerdo!
Luego, irguiéndose como un oso, echó a
correr.
-¡Yo también! ¡Yo también! -gritó su
camarada pelirrojo, echando a correr detrás de él. Estaba débil y jadeaba; en
la lucha se había lastimado la rodilla, y se sentía furioso al pensar que había
sido el primero en ver a la muchacha y sería el último en tenerla. Se detuvo a
frotarse la rodilla; luego, llevándose un dedo a la nariz, estornudó, y de
nuevo echó a correr, gritando-: ¡Yo también! ¡Yo también!
La nube oscura se disipó a través del
cielo, desvaneciéndose en la apacible noche. La oscuridad no tardó en tragarse
la corta figura del hombre pelirrojo, pero durante algún tiempo pudieron oírse
el desigual ritmo de sus pasos, el crujido de las hojas caídas en el suelo y
los gritos plañideros:
-¡Yo también! ¡Hermanos, yo también!
Nemovetsky tenía la boca llena de tierra.
Al volver en sí, la primera sensación que experimentó fue la conciencia del
acre y agradable olor de la tierra. Le pesaba la cabeza, como si la tuviera
llena de plomo; apenas podía volverla. Le dolía todo el cuerpo, de un modo
especial el hombro, pero no tenía ningún hueso roto. Se incorporó, y durante
largo rato miró por encima de él, sin pensar ni recordar. Directamente encima
de su cabeza un arbusto inclinaba sus anchas hojas, y entre ellas era visible
el ahora claro cielo. La nube había pasado, sin dejar caer una sola gota de
lluvia, y dejando el aire seco y estimulante. Muy alta, en medio del cielo,
aparecía la esculpida luna, con unos bordes transparentes. Estaba viviendo sus
últimas noches y su luz era fría, desalentada, solitaria. Pequeños mechones de
nubes se deslizaban rápidamente por las alturas, empujadas por el viento; no
oscurecían la luna, limitándose a acariciarla. Lo solitario de la luna, la
timidez de las nubes fugitivas, el soplo del viento apenas perceptible debajo,
hacían sentir la misteriosa profundidad de la noche dominando sobre la tierra.
Nemovetsky recordó súbitamente todo lo
que había ocurrido, y no pudo creer que había ocurrido. Todo era tan terrible
que no parecía verdadero. ¿Podía ser tan horrible la verdad? También él,
sentado en el suelo en medio de la noche y mirando la luna y los retazos de
nubes que se alejaban, se encontraba extraño a sí mismo, hasta el punto de que
pensó que estaba viviendo una vulgar aunque terrible pesadilla. Aquellas
mujeres, de las cuales había conocido tantas, se habían convertido también en
una parte del espantoso y perverso sueño.
«¡No puede ser! -exclamó, sacudiendo
débilmente su cabeza-. ¡No puede ser!»
Extendió un brazo y empezó a buscar su
gorra. Al no encontrarla, todo se aclaró para él; y comprendió que lo que había
sucedido no había sido un sueño, sino la horrible verdad. Poseído por el
terror, se agarró furiosamente a las paredes de la zanja tratando de salir de
ella, para encontrarse una y otra vez con las manos llenas de tierra, hasta que
finalmente consiguió aferrarse a un arbusto y trepar a la superficie.
Una vez allí, echó a correr sin escoger
una dirección. Durante largo rato siguió corriendo, dando vueltas entre los
árboles. Las ramas arañaban su rostro, y de nuevo todo empezó a parecer un
sueño. Nemovetsky experimentó la sensación de que algo como esto le había
ocurrido antes: oscuridad, ramas invisibles de los árboles, mientras él corría
con los ojos cerrados, pensando que todo era un sueño. Nemovetsky se detuvo, y
luego se sentó en una incómoda postura en el suelo, sin ninguna elevación. Y de
nuevo pensó en su gorra, y murmuró:
«Esto es: tengo que matarme a mí mismo.
Sí, tengo que matarme a mí mismo, aunque esto sea un sueño.»
Se puso en pie de un salto, pero recordó
algo y echó a andar lentamente, tratando de localizar en su confuso cerebro el
lugar donde habían sido atacados. La oscuridad era casi absoluta en el bosque,
pero de cuando en cuando un rayo de luna se filtraba a través de las ramas de
los árboles, engañándole; iluminaba los blancos troncos, y el bosque parecía
estar lleno de inmóviles y misteriosas personas silenciosas. Todo esto,
también, parecía un fragmento del pasado, y parecía un sueño.
«¡Zinaida Nikolaevna!», llamó Nemovetsky,
pronunciando la primera palabra en voz alta y la segunda en voz baja, como si
con la pérdida de su voz hubiese perdido también toda esperanza de obtener una
respuesta. Nadie respondió.
Luego, Nemovetsky encontró el camino, y
lo reconoció inmediatamente. Llegó al calvero. Y al llegar allí comprendió que
todo había ocurrido realmente. En su terror, echó a correr, gritando:
«¡Zinaida Nikolaevna! ¡Soy yo! ¡Yo!»
Nadie contestó a su llamada. Tomando la
dirección en la cual pensaba que se encontraba la ciudad, gritó con toda la
fuerza que quedaba en sus pulmones:
«¡S o c o r r o o o!»
• una vez más echó a correr, susurrando
algo mientras rozaba los arbustos, hasta que apareció delante de sus ojos una
mancha blanca, semejante a una mancha de luz congelada. Era el postrado cuerpo
de Zinochka.
«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», dijo
Nemovetsky, con los ojos secos, pero con una voz que sollozaba. Se dejó caer
sobre sus rodillas y entró en contacto con la muchacha tendida allí.
Su mano cayó sobre el cuerpo desnudo, el
cual era suave al tacto, y firme, y frío, pero no estaba muerto. Temblando,
Nemovetsky pasó su mano sobre ella.
«Querida, cariño, soy yo», susurró,
buscando el rostro de la muchacha en la oscuridad.
Luego extendió una mano en otra
dirección, y otra vez entró en contacto con el cuerpo desnudo, y dondequiera
que posaba su mano tocaba el cuerpo de la mujer, tan suave, tan firme,
pareciendo adquirir calor al contacto de su mano. Nemovetsky apartaba de pronto
su mano, para volver a apoyarla inmediatamente en aquel cuerpo, que no podía
asociar con Zinochka. Todo lo que había pasado aquí, todo lo que aquellos
hombres habían hecho con este mudo cuerpo de mujer, se le apareció a Nemovetsky
en toda su espantosa realidad, y encontraba una extraña y elocuente respuesta
en su propio cuerpo. Con los ojos clavados en la mancha blanca, enarcó las
cejas como un hombre entregado a la tarea de pensar.
«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», repitió,
pero el sonido surgió irreal, como algo deliberado.
Nemovetsky apoyó la mano sobre el corazón
de Zinochka: latía débil pero regularmente, y cuando el joven se inclinó hacia
el rostro femenino captó también la leve respiración. La muchacha parecía estar
sumida en un apacible sueño. La llamó en voz baja:
«¡Zinochka! ¡Soy yo!»
Pero inmediatamente supo que no le
gustaría verla despierta hasta que hubiera transcurrido un largo rato.
Nemovetsky contuvo su respiración, miró furtivamente a su alrededor y luego
acarició la mejilla de la muchacha; primero besó sus cerrados ojos, después sus
labios… Temiendo que despertara, se echó hacia atrás y permaneció en una
actitud helada. Pero el cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en su indefensión y
fácil acceso había algo lastimoso y exasperante. Con infinita ternura
Nemovetsky trató de cubrir a la muchacha con los trozos de su vestido, y la
doble conciencia de la tela y del cuerpo desnudo resultaba tan afilada como un
cuchillo y tan incomprensible como la locura… Aquí, unas fieras se habían dado
un banquete: Nemovetsky captó la ardiente pasión difundida en el aire y dilató
sus fosas nasales.
«¡Soy yo! ¡Soy yo!», repitió como un
demente, sin comprender lo que le rodeaba y poseído aún por el recuerdo del
blanco orillo de la falda femenina, de la negra silueta del pie y del calzado
que tan tiernamente lo contenía. Mientras escuchaba respirar a Zinochka, con
los ojos clavados en el lugar donde se hallaba su rostro, movió una mano. Se
detuvo a escuchar, y movió la mano de nuevo.
«¿Qué estoy haciendo?», gritó en voz
alta, desesperado, y se echó hacia atrás, horrorizado de sí mismo.
Por un instante, el rostro de Zinochka
fulguró delante de él y se desvaneció. Trató de comprender que aquel cuerpo era
Zinochka, con la cual había estado paseando y hablando de lo infinito, y no
pudo comprender. Trató de sentir el horror de lo que había ocurrido, pero el
horror era demasiado intenso para ser captado.
«¡Zinaida Nikolaevna! -gritó en tono
implorante-. ¿Qué significa esto?; Zinaida Nikolaevna!»
Pero el atormentado cuerpo permaneció
mudo y, continuando su loco monólogo, Nemovetsky se dejó caer de rodillas.
Imploró, amenazó, dijo que se suicidaría, y agarró el postrado cuerpo,
apretándolo contra el suyo…
El cuerpo no opuso la menor resistencia,
obedeciendo dócilmente a sus movimientos, y todo aquello era tan terrible,
incomprensible y salvaje que Nemovetsky volvió a ponerse de pie de un salto y
gritó bruscamente:
«¡Socorro!»
Pero el sonido era falso, como si fuera
deliberado.
Y una vez más se dejó caer sobre el
pasivo cuerpo, con besos y lágrimas, sintiendo la presencia de un abismo, un
oscuro, terrible y absorbente abismo. Allí no había ningún Nemovetsky;
Nemovetsky se había quedado atrás, en alguna parte, y el ser que le había
reemplazado estaba ahora sacudiendo el cálido y sumiso cuerpo, y estaba
diciendo con la astuta sonrisa de un demente:
«¡Contéstame! ¿O acaso no quieres
contestarme? ¡Te amo! ¡Te amo!»
Con la misma astuta sonrisa acercó sus
desorbitados ojos al rostro de Zinochka y susurró:
«¡Te amo! No quieres hablar, pero estás
sonriendo, me doy cuenta. ¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!»
Apretó con más fuerza contra el suyo el
cuerpo de Zinochka, cuya pasividad despertaba una salvaje pasión. Retorciendo
sus manos, Nemovetsky volvió a susurrar, con voz enronquecida:
«¡Te amo! No se lo diremos a nadie, y
nadie lo sabrá. Me casaré contigo mañana, cuando tú quieras. ¡Te amo! Te
besaré, y tú me responderás… ¿sí? Zinochka…»
Pegó sus labios a los de la muchacha, y
en la angustia de aquel beso su razón quedó anulada del todo. Le pareció que
los labios de Zinochka se estremecían. Por un instante, el horror aclaró su
mente, abriendo delante de él un negro abismo.
Y el negro abismo lo engulló.
FIN
Los cerdos australianos tienen las jetas más feas del mundo.
Tienen un carácter a juego. Lo sé, porque hace poco uno de ellos se esforzó muy
seriamente por devorarme. Estaba en su derecho, porque yo había hecho un esfuerzo
igualmente serio por abatirlo. Sin embargo, en el momento del encuentro a mí no
me interesaba la cuestión moral, solo sobrevivir.
Acababa de terminar una novela titulada Cerdo, y la
productora de cine C.C. y P. Pty Ltd había adquirido los derechos para llevarla
al cine. Mientras investigaba para el libro, pasé mucho tiempo cazando cerdos
en diversas partes de Australia y me consideraba poco menos que un aficionado
experto en el tema de los cerdos asilvestrados. Son unas criaturas horribles
que están destrozando gran parte del entorno natural australiano. Estaba
exponiéndole mis puntos de vista sobre la naturaleza generalmente pestilente de
los cerdos al productor, John Crew, cuando me preguntó si estaría dispuesto a
viajar al oeste y conseguir un ejemplar apropiado de cerdo asilvestrado que los
modeladores pudieran utilizar como base para el cerdo mecánico que había que
diseñar para la película. Accedí de buena gana porque los honorarios que me
ofreció estaban bastante por encima de lo que valía la misión. O eso pensaba
yo. Sabía donde había cerdos en abundancia y tenía mucha experiencia en la
técnica de abatirlos a tiros.
Hice planes para conducir mi Honda Civic hasta las Marismas
de Macquarie, en la parte centro occidental de Nueva Gales del Sur, donde sabía
que había miles de cerdos asilvestrados. Es más, ha habido cerdos en las
marismas durante más de cien años y han revertido al tipo originario de la
leyenda porcina: con cresta, negro, enorme y feroz.
Un par de días antes de emprender el viaje, me di un golpe
en el ojo derecho contra el cierre de una ventana. Fue muy poca cosa, pero
tuvieron que ponerme cuatro puntos en el párpado derecho.
A su debido tiempo, fui conduciendo hasta las marismas y
solicité permiso a un granjero local para salir y abatir un cerdo.
Estaba buscando el cerdo asilvestrado más grande y más
horrible que pudiera encontrar, porque el argumento de mi novela versa sobre
una criatura semejante. La idea era que en cuanto abatiese al cerdo, lo
cargaría en el coche y volvería corriendo a Sídney, donde los modeladores lo
disecarían. Iba armado con un viejo fusil militar del calibre 303 que poseía
desde hacía unos años y con el que soy razonablemente competente.
Conduje hasta un prado y aparqué el coche a unos doscientos
metros de los juncos que marcan el comienzo de las marismas; después decidí que
convendría limpiar el rifle, que llevaba algún tiempo sin usar. Terminé
bastante pronto con esta sencilla tarea, me aseguré de llevar un cargador
lleno, con seis balas y unas cuantas más en el bolsillo y me fui paseando hacia
las marismas.
Hay que tener en cuenta que soy un hombre de mediana edad de
costumbres habitualmente sedentarias, dado a evitar el ejercicio y a excederme
con la comida y el alcohol. En otras palabras, estoy gordo y en mala forma
física. Si estuviera desarmado jamás me acercaría a un cerdo asilvestrado, pero
con una 303 en las manos el más decadente de los hombres puede competir con
cualquier cerdo.
Apenas había recorrido un centenar de metros desde mi coche
cuando vi al verraco más grande, más feo, más negro y de aspecto más feroz que
he visto en toda mi vida. Estaba al borde de los juncos mirándome con
curiosidad.
Aquello era un golpe de suerte increíble, mi única duda era
si podría cargar a semejante animal en la parte trasera de mi coche.
Levanté el rifle, apunté cuidadosamente y disparé, esperando
con toda confianza que el cerdo tuviera la decencia de caerse redondo.
No lo hizo. Chilló de rabia y arremetió contra mí.
Estaba sorprendido porque tenía la razonable certeza de que
le había dado, y la mayoría de cerdos alcanzados por una bala del calibre 303
se acuestan tranquilamente para no volver a levantarse. Pero no estaba
desconcertado porque otros cerdos ya habían arremetido contra mí. Lo único que
hay que hacer es seguir disparando hasta que caen. La única diferencia, en el
caso de aquel ejemplar, es que era más grande que ningún cerdo que hubiera
arremetido antes contra mí, pero eso significaba que era un blanco mejor de lo
habitual.
Lo alineé con el punto de mira mientras se precipitaba hacia
mí y, entonces hice lo que se suele hacer: me froté el ojo derecho con la mano
para aclararme la vista.
Me había olvidado de los puntos que tenía en el ojo. Me
arranqué uno de ellos y el párpado empezó a sangrar, cegándome a todos los
efectos. De no ser porque un cerdo furioso estaba abalanzándose sobre mí con
muy malas intenciones habría sido algo trivial.
Intenté apuntar con el ojo izquierdo, pero a menos que uno
esté acostumbrado a hacerlo eso es casi imposible. Yo no lo estaba. Apenas pude
apuntar al verraco, solo apenas. Pero no había nada que pudiera hacer salvo
empezar a disparar. Empecé a hacerlo. Disparé cinco veces, y a menos que aquel
verraco llevase blindaje, fallé todos y cada uno de los disparos.
Mi fusil se quedó vacío y el cerdo se encontraba a unos
cinco metros de mí.
Ahora solo me quedaba una cosa por hacer, y la hice.
Me dejé llevar por el pánico, solté el fusil y salí
corriendo.
Con la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba, me di
cuenta de que mi coche estaba a unos cien metros y que no llegaría a él antes
de que el verraco me alcanzara. Soy demasiado viejo y estoy demasiado gordo
para correr los cien metros lisos.
No obstante, a solo unos pocos metros había un joven
eucalipto de unos tres metros de altura. Me acerqué a él y trepé como un
varano, hazaña que jamás podría haber realizado salvo impelido por el terror en
estado puro.
El problema es que el eucalipto no tenía ninguna rama de
consideración y la única forma en que podía mantenerme a la imprescindible
altura de un par de metros del suelo era rodeando el esbelto tronco con mis
brazos y con mis piernas aguantando mi propio peso con la fuerza de mis
músculos. Pesaba unos cien kilos. Mi musculatura no está en muy buenas
condiciones.
Bajé la vista y ahí estaba el verraco, fulminándome con la
mirada, rechinando los colmillos y echando espuma por la boca.
Ya empezaban a dolerme brazos y piernas de sujetarme al
árbol y sabía que solo era cuestión de minutos que cayera al suelo. Cuando lo
hiciera, el verraco, estaba convencido, me golpearía, me mordería y me patearía
hasta matarme con considerable pericia y entusiasmo. Una sola mirada a aquel
espantoso rostro bastaba para excluir cualquier posibilidad de negociación.
Además, yo había intentado matarlo: él solo me estaba correspondiendo.
En esos momentos no pensaba en todo eso. La única actividad
cerebral que podría describirse como pensamiento era la conciencia de que lo
mejor que podía hacer era tratar de recuperar mi fusil y cargarlo.
El verraco daba vueltas al árbol con cara de estar pensando
en subir a buscarme. Yo me agarré hasta que se colocó del lado opuesto a donde
estaba el fusil antes de dejarme caer al suelo y correr en busca de mi arma. No
sé cómo de cerca de mí estaría el verraco porque no miré, pero estaba chillando
otra vez. Podía oír sus pezuñas sobre la dura tierra cocida y sin duda fue cosa
de mi imaginación, pero juro que sentí su cálido aliento en la nuca.
Llegué hasta el fusil, lo cogí por la boca y di media vuelta
con alguna vaga noción de tratar de volver a subir al árbol y cargarlo de
nuevo. Cómo exactamente iba a trepar al árbol con un fusil en una mano era algo
que no sabía. En aquel momento no me estaba comportando de un modo muy
racional. En cualquier caso, era irrelevante. Tenía al verraco prácticamente
encima. Con la cabeza gacha y la cola levantada, se dirigía hacia mis piernas
con letales intenciones.
Hice lo que tendría que haber hecho en primer lugar. Utilicé
el fusil como garrote. Sujetando el cañón con ambas manos, lancé un golpe
tremendo a la cabeza del cerdo.
Fallé.
No solo fallé, sino que me caí de espaldas y perdí el fusil,
que salió volando varios metros antes de aterrizar sobre la hierba mientras el
verraco se aproximaba y comenzaba a devorarme.
Me había arrancado los pantalones a medias y estaba haciendo
grandes progresos en lo que a mis piernas se refiere (aún conservo las
cicatrices) cuando decidí que no era demasiado viejo y gordo para correr cien
metros hasta mi vehículo.
Le di una patada en la jeta al verraco, me puse en pie y
recorrí aquellos cien metros, estoy convencido, más rápidamente que cualquier
atleta de la historia.
Logré llegar al coche una fracción de segundo antes que el
cerdo (creo; no miré pero podía oír el rumor de aquellas pezuñas pisándome los
talones).
La puerta estaba cerrada.
A aquellas alturas, dado que era incapaz de respirar y mi
corazón de mediana edad amenazaba con detenerse, me sentí inclinado a tenderme
en el suelo y dejar que el verraco hiciera conmigo lo que quisiera. Pero con la
última gota de adrenalina exprimida que penetró en mi organismo, me encaramé
sobre el capó y desde ahí me subí al techo de mi Honda. El verraco chocó contra
el coche con tal fuerza que la puerta se dobló. El cerdo no sufrió daño alguno,
al parecer.
Me quedé hecho una bola en el tejado del coche, tratando de
recobrar el aliento, desprovisto de miedo porque estaba tan cerca de expirar
que era incapaz de sentir emociones y no hacía sino preguntarme si el cerdo
sería capaz de subir al capó y de ahí al techo y atraparme.
Pero no podía o al menos no sabía cómo. El verraco daba
vueltas sin cesar alrededor del coche fulminándome con la mirada y echando
espuma por la boca.
Las llaves del coche las tenía en el bolsillo y poco a poco
me di cuenta de que lo único que tenía que hacer era esperar a que el cerdo
estuviera en uno de los lados del coche, bajarme del otro, abrir la puerta,
meterme y alejarme conduciendo sano y salvo.
Sin embargo, el cerdo también parecía ser consciente de esa
posibilidad, y no dejó de patrullar alrededor del coche, a la espera de que le
ofreciera un brazo o una pierna que poder arrancarme. No había forma de que me
diera tiempo a bajar y abrir la puerta.
Entonces me fijé en que la baqueta que había utilizado para
limpiar el fusil estaba encima del capó. Sin darme muy bien cuenta de por qué,
estiré el brazo y la cogí. Supongo que mi pobre mente desbordada por el miedo
albergaba la vaga noción de que pudiera servirme de algún modo como arma. Por
supuesto, era más o menos tan útil como un bastón contra un elefante furioso,
pero llegado a ese punto yo había perdido la cordura. Agarré la baqueta con
fuerza y la blandí ante el cerdo. Este se limitó a mirarme torvamente; no
estaba nada impresionado.
Tal como yo la recuerdo, aquella situación de pulso duró
varios días, pero la razón me dice que solo duró unos minutos antes de que
brotara un plan de mi cerebro deshecho.
Una de las excentricidades de mi coche es que tiene una
bocina muy potente, y me di cuenta de que podría tocarla con la baqueta. Esperé
a que el cerdo estuviera delante del coche, donde el efecto de la bocina sería
mayor, deslicé la baqueta a través de la ventanilla que estaba ligeramente
abierta, y lo pulsé.
Sonó a todo trapo. El cerdo dio un salto de más de medio
metro de altura, chilló, dio media vuelta y salió corriendo.
Yo me bajé del techo, abrí la puerta, la cerré de golpe y me
recosté en el asiento jadeando. El hombre, a fin de cuentas, era superior al
cerdo.
Ahora bien, aquel cerdo era muy resuelto. Siguió corriendo
hasta llegar casi al borde de la marisma, pero entonces hizo una pausa y
pareció cambiar de opinión. Dio media vuelta y nos miró al coche y a mí.
A aquellas alturas, yo estaba dispuesto a rendirme y
regresar a casa. Lo único que quería era recuperar mi 303 y pasar una noche
tranquila en el motel de Quambone bebiendo whisky.
Pero el cerdo no tenía interés en poner fin a las
hostilidades. Arremetió y atravesó la llanura sin que yo supiera exactamente lo
que tenía en mente. Era evidente que estaba muy enfadado, y motivos no le
faltaban.
Arranqué el coche y empecé a conducir en ángulos rectos para
alejarme del cerdo mientras me dirigía a las verjas del prado. Las había
cerrado a mis espaldas, y si aquel maldito cerdo tenía intención de proseguir
el enfrentamiento no podría salir del coche para abrir la verja.
Pero al cerdo le dio por hacer el kamikaze. Se lanzó
directamente contra el coche a toda la velocidad de la que era capaz, es decir,
a gran velocidad. En ese momento el coche se movía a unos treinta kilómetros
por hora.
El cerdo chocó contra el Honda.
El parachoques del Honda se dobló y el radiador se reventó.
El cerdo sucumbió por completo.
Me quedé sentado en el coche durante diez minutos antes de
abrir con cuidado la puerta y examinar el cadáver de mi adversario.
Era un cerdo muy grande.
Traté de cargarlo en la parte de atrás del Honda, pero fue
imposible. No podía ni moverlo.
El Honda logró llegar renqueando hasta Quambone y un
mecánico aficionado local muy listo lo dejó lo bastante apañado para que
pudiera conducirlo hasta Warren, donde alquilé una camioneta y los servicios de
un fornido joven. Volvimos a las marismas y cargamos al cerdo en la camioneta,
tras lo cual me fui conduciendo hasta Sídney.
El verraco pesaba ciento cuarenta y siete kilos y sirvió de
modelo perfecto para el cerdo asilvestrado que era el tema de mi novela.
Le presenté a John Crew una factura por los daños sufridos
por mi Honda y el coste del alquiler de la camioneta, mis pantalones
destrozados y la pérdida de mi 303, que nunca encontré. En conjunto, la factura
ascendía a una cantidad muy superior a los honorarios que Crew me había
ofrecido en un principio.
Rehusó pagar alegando que en el presupuesto de la película
no había nada previsto para lidiar con tales circunstancias. De hecho, dijo que
lo que me había sucedido era tan gracioso que debería de ponerlo por escrito.
Yo le respondí, evidentemente, que al igual que tantas otras historias
completamente ciertas, era absolutamente increíble.
Sin embargo, conservo la cabeza disecada del cerdo y a veces
miro los redondos y brillantes ojos falsos de mi difunto adversario y me
pregunto qué habría hecho él conmigo si la lucha se hubiera decantado a su
favor.
FIN
Los psiquiatras califican entre los
sentimientos y las tendencias eso que ellos denominan «impulsos obsesivos»,
esto es, aquellas fuerzas que de una manera más o menos irresistible, nos
incitan a hacer algo que sale del marco de nuestros prejuicios o normas
morales, pero que al mismo tiempo cae dentro de nuestros deseos y pasiones
habituales.
¿Quién no ha sentido la tentación -como
ha dicho más de un psicólogo- de arrojar a un pozo a cualquier persona apoyada
casualmente en su brocal? ¿Quién no se ha visto turbado alguna vez en su vida
por la patológica sugerencia de apretar el timbre de alarma, sin motivo alguno,
de un tren en plena carrera? Y así en este mismo tono podríamos citar ejemplo
tras ejemplo, acaecidos en personas normales, pero sin que por eso dejemos de
subrayar el carácter altamente raro de este fenómeno.
Pues bien, pese al calificativo de
infrecuente con que la psicología moteja a esta «vivencia», ésta es tan usual
en mí que me voy a sentir otro hombre cuando el doctor X logre extirparla de mi
espíritu (suponiendo que lo consiga).
Pero, ¡por Júpiter!, lector mal pensado,
no te vayas a creer que el que escribe esto es un loco de remate. Lo juro por
mi honor. Un poquito fantástico sí que lo soy, y un algo mucho de mentalidad
analizadora y prolija también poseo. Pero éste no es suficiente motivo para que
me considere un enajenado (me está entrando ahora la tentación de escribir aquí
unas palabras soeces para que mis lectores se sientan ofendidos).
Y volviendo a nuestro tema: me parece que
había dicho que aquel «demonio de la perversidad» (así lo llama ese otro
maniático que fue Allan Poe) era casi mi pan cotidiano. Tentaciones de este
tipo, como la de gritar en medio de una audición sinfónica, o la mucho más
truculenta de ocurrírseme asesinar a seres tan queridos como mis propios
padres, sin que mediasen, como es de suponer, motivos, me asaltaban con
frecuencia. Puedo referir también el caso de aquella novia que tuve hace ya dos
años, y de la que en los momentos cumbres de nuestra pasión me veía precisado a
apartarme, víctima de extraños afanes de estrangularla. Pero no quiero
extenderme demasiado en contarles los antecedentes de mi «caso».
Porque, efectivamente, debo referir que
hasta hace apenas seis meses, aquel fenómeno no habría presentado un cariz
patológico, y de cualquier forma, no habría dejado de ser una mera inclinación
fácilmente reprimible, sin traducción en el mundo externo. Creo conveniente a
este respecto resumir aquí la historia clínica que el doctor X guarda en sus
archivos. Emprendiendo, pues, esta tarea, he de decir a mis lectores que desde
la edad de 14 años hasta los 19 esos síntomas aparecían en casos excepcionales,
aunque con más frecuencia que en la mayoría de las personas. Pero, en realidad,
este proceso no hizo más que seguir una progresión aritmética a lo largo de
aquellos cinco años. Me refiero más bien (y empleo términos psicológicos porque
yo siempre he sido aficionado a la psicología) a la fecha en que esa tendencia
obsesiva se proyectó en un plano real.
La memoria me falla desde entonces: los
electroshocks aplicados a mi cerebro me han hecho olvidar muchas de las cosas
sucedidas durante estos últimos meses. Sólo creo recordar que entonces me
hallaba en una continua pesadilla. Cualquier circunstancia o cualquier objeto
creaba en mí ese estado patológico. Cada vez le era más difícil a mi voluntad
poner el veto a la exteriorización de aquellos impulsos. Esto debió prolongarse
cinco o seis meses.
Recuerdo también, aunque de una manera
muy borrosa y como muy lejana, aquella blasfemia (yo soy muy religioso), que en
medio de una sala de espectáculos abarrotada de público lancé a pleno pulmón. Y
ahora rememoro (una imagen se vincula a otra) aquella boda en la que ambos
contrayentes eran buenos amigos míos. El sacerdote había ya solicitado por dos
veces a los testigos a la ceremonia que comunicasen antes de anudar el vínculo
sacramental si encontraban algún impedimento en aquella unión. La potencia de
mi voluntad ya se hallaba a punto de derrumbarse. Y efectivamente, al repetir
la amonestación por tercera vez, exclamé con voz estentórea que sí, que existía
un impedimento. Claro que tuve la buena ocurrencia de fingirme víctima de un
ataque epiléptico, por lo que aquella estupidez no tuvo ninguna consecuencia.
El truco del ataque me valió en más de una ocasión para escapar con cierto
decoro de otras situaciones a cual más chuscas.
Por ejemplo, sé que la serie de actos
extravagantes que cometí en aquella época alcanzaba una cifra verdaderamente
alarmante. Vuelvo a repetir que lo he olvidado casi todo, pero creo recordar
cierto puñetazo que di a un pacífico transeúnte y cierto no menos categórico
abrazo a la Dama de Elche en el Museo del Prado.
Voy, pues, a limitarme a referir aquí el
hecho decisivo que me tiene encerrado en esta celda manicomial. Quiero también
justificar ante mis lectores aquella acción absurda que dio pie a tantos
comentarios en la prensa. Son precisamente estos comentarios los que me han
impulsado a escribir estas líneas, porque, francamente, yo ya estoy harto de
verme tratado como un anormal por personas menos inteligentes que yo. ¡Al
diablo con ellos!… Pero volvamos al hilo de nuestro relato.
Desde luego sí que puedo asegurar sobre
todo que aquello ocurrió en una de las estaciones de Madrid, y hacia el
mediodía (estos datos han sido confirmados además por los periódicos que han
llegado a mis manos). Por otra parte, no me pregunte el lector lo que yo estaba
haciendo en aquel sitio y a aquella hora. El caso es que bajo un sol canicular
me paseaba por los andenes vacíos cuando, de repente, me quedé parado ante una
de esas gigantescas locomotoras eléctricas que mis lectores habrán visto alguna
vez arrastrando una fila interminable de vagones. Era, en efecto (así lo dicen
los periódicos), la máquina del expreso preparado ad hoc con destino a no sé
qué ciudad española. Pero estas últimas son reflexiones hechas a posteriori. Me
quedé parado, repito, y como atraído por una fuerza irresistible, me puse a
analizar prolijamente las bielas, las tuercas y en general los mecanismos más
nimios de aquel monstruo de acero.
Todo esto duró, aproximadamente, diez
minutos, porque al tropezar mi mirada con la puertecilla medio abierta del
vehículo me asaltó la súbita e irresistible ocurrencia (la que transformé en
realidad) de introducirme dentro.
Aquí los recuerdos se desvanecen como
jirones de un sueño fantástico que las luces del alba disipa. Conjeturo, desde
luego, que víctima de otra nueva tentación debí poner en marcha el convoy, a
fuerza de manipular las palancas de la maquinaria, porque todo lo que sigue es
una «sensación de movimiento» o, para concretar mejor, una alocada carrera de
dos rieles que se iban estrechando hacia mí a velocidad vertiginosa, sin
concluir nunca. También creo recordar los postes del telégrafo que se
deslizaban a uno y otro lado de la vía, como si quisieran huir.
Conjeturo que el miedo a caer en las
garras de los empleados del ferrocarril (que debían de haberse dado cuenta de
mi «maniobra») impidió que mi mano deshiciera lo que mi mente obsesa había
comenzado, pero no es menos cierto que «entonces» el viento que azotaba mi cara
cuando me asomaba por la ventanilla y la rápida procesión de las copas de los
pinos que se sucedían rápidamente a derecha e izquierda, me inoculaba una
salvaje alegría, muy difícil de descubrir ahora. Luego creo que me cansé (yo me
canso de todo) y a unos cien kilómetros de Madrid dejé abandonado el convoy en
un lugar desierto de donde regresé andando.
Vuelven a difuminarse mis evocaciones en
un grado todavía más intenso, y además no tengo ganas de proseguir este relato.
Pasan confusos por mi memoria la visión de un Tribunal y unos jueces que me
absolvieron (se conoce que cediendo a una nueva tentación di parte a la policía
de mi «hazaña»). El caso es que ahora estoy en este sanatorio (no de locos) en
el que me voy restableciendo.
FIN
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 05/08/1987
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es uno de los novelistas adscritos a la última generación de
narradores. Su primera novela, Beatus Ille, fue el primer paso hacia el reconocimiento que le ha sido concedido
de forma clara con su última obra publicada: El invierno en Lisboa. Es un escritor apasionado por la palabra y
por la historia, y por eso sus obsesiones y sus propósitos son literarios hasta el extremo. Para él, los libros
guardan el secreto de un viaje definitivo. Pocas cosas le importan que estén fuera de la literatura o el cine.
Nadie cruzaba el río, aunque estaba muy cerca la otra orilla, tal vez porque la mirada no podía
encontrar en ella nada que no hubiera a este lado, y porque quien cruza un río parece que deba
exigir alguna compensación simbólica, que en este caso quedaba descartada por la cercanía y la
similitud. Todo era igual a ambos lados, las mismas dunas y yerbazales tendidos por el viento del
mar, el mismo brillo salino en las crestas de arena. El perro, Saúl, cruzó el río por la mañana,
persiguiendo algo que Márquez había arrojado a la otra orilla con un rápido ademán en el que
entonces no advertí premeditación, sino una de esas decisiones baldías que dicta el tedio. Saúl nadó
ávida y ruidosamente, alzando el hocico sobre el agua revuelta, y cuando emergió al otro lado
pareció que se hubiera extraviado. Sacudiéndose la pelambre empapada deambuló por la orilla y
estuvo ladrando un rato con quejidos de lobo, sin atender al silbido ni a las voces de Márquez. A
media tarde me di cuenta de que aún no había regresado.Esta mañana, mientras tomábamos el
aperitivo en la tranquila penumbra de la biblioteca, Márquez me dijo el nombre del río, Guadalete, y
apeló a un par de diccionarios geográficos para explicarme su etimología. Siento no haberlo
escuchado entonces: supongo que si lo hubiera hecho no habría sabido evitar nada. Márquez abrió
uno de sus diccionarios y buscó la palabra, deteniendo en ella su dedo índice, pero yo casi no le hice
caso; atento a mi martini, a la ventana que da a la pista de tenis, a las dunas de este lado, al río.
"Palabra compuesta de una doble raíz griega y árabe", dijo Márquez, leyendo. En ese instante yo
miraba los muslos de Ivonne, excesivos bajo el short blanco, y los terminantes vaivenes con que
Charlie Gómez movía la raqueta, abajo, en la pista de tenis. De cuando en cuando dejaban de jugar y
conversaban separados por la red, bromeando en voz baja, reteniéndose fugazmente las manos
mientras se cedían la pelota blanca. En una ocasión, Charlie Gómez alzó los ojos hacia la ventana de
la biblioteca y vio que yo estaba mirándolos. Me hizo un estúpido saludo deportivo, extendiendo el
pulgar, y le dijo algo a Ivonne, que miró también hacia arriba y se echó a reír.
GALANES Y COLONIAS
Charlie Gómez tenía el aspecto general de esos galanes que anuncian en televisión colonias
masculinas. Alto, inmutablemente bronceado, parecía menos adicto a Ivonne que a los deportes y a
los automóviles, y cuando jugaba al tenis se ceñía la frente con una banda listada que sin duda
Ivonne encontraba irresistible. Durante el desayuno, sentado frente a él, pensé que podía sin
remordimiento considerarlo un imbécil. ¿Puede no serlo quien permite que le llamen Charlie
Gómez?
Cuando nos saludó desde la pista de tenis, Márquez, ante otro diccionario, había pronunciado la
palabra semental, mirándolo con tristeza por encima de sus gafas. Eso me hizo pensar en Ivonne
como en un proyecto de vaca. Lo sería a la vuelta de algunos años y de dos o tres hijos. Decía que le
gustaban los niños y los perros, y cuando supo que yo escribía libros -había tres de ellos firmados
por mí en la biblioteca, pero ésa era una habitación que ella casi nunca visitaba- se entretuvo en
hallar copiosas semejanzas entre la maternidad y la literatura. Me preguntó jovialmente si yo había
tenido hijos y plantado árboles. Ella los plantó en su infancia, nos dijo; su padre era un campesino;
por eso debíamos disculparla si sus modales no se ajustaban siempre a la etiqueta. Viéndola comer
con los labios tan pintados un trozo de pastel y chuparse sin escrúpulo, con halagado aire de
travesura infantil, los dedos untados en azúcar comprendí que era detestable y que Márquez la
amaba más allá de la razón y del ridículo, incluso del evidente escarnio. Estaba sentada tan cerca de
Charlie Gómez que sin duda le rozaba las piernas bajo la mesa.
-Escribir un libro -me dijo-, ¿no será como dar a luz?
-A eso él no puede contestarte, Ivorme -dijo suavemente Márquez. La miraba siempre como
vigilando la posibilidad de un desastre que él debiera atajar.
-Muchas veces yo he pensado en escribir mi vida -Ivonne se volvió hacia Charlie Gómez- Sería una
novela.
-A mí me faltaría paciencia para estar sentado tanto tiempo sin hacer nada -dijo Charlie Gómez.
Pensé: "Ahora va a decir que él es un hombre de acción". Lo hizo. Explicó luego que si él escribiera,
lo contaría todo en una página y terminaría en seguida, porque no le gustaba adornar las cosas: él
iba siempre al grano.
-Yo también -dije tímidamente, pero ni Charlie Gómez ni Ivonne me oyeron, y Márquez estaba
demasiado absorto en ella como para hacerme caso. Tuve la sensación de que nii laconismo era una
descortesía. Al fin y al cabo, yo era un invitado, y si hablaban de literatura a la hora del desayuno
era en atención a mí. Me arrepentí secretamente de haber aceptado la invitación de Márquez y
empecé a imaginar un pretexto para marcharme cuanto antes de la casa. Era sábado por la mañana;
hasta la noche del donúngo no podría volver a la ciudad. Pero lo más grave era que Charhe Gómez
se había ofrecido a llevarme en su coche. Pensé con pavor en la velocidad que su descapotable
alcanzaría en la carretera de la costa.
La cocinera, una mujer gorda y callada, empezó a retirar la mesa antes de que nosotros nos
levantáramos. Ivonne le dijo que se volviera a su cocina con un gesto irritado.
-No sabe comportarse -dijo- Se pone nerviosa cuando hay invitados.
-Debiste esperar al lunes para despedir a la doncella -le sugirió Márquez como temiendo enfadarla-
Y no hables tan alto. Te ha oído.
OLVIDAR TODO
Que me oiga. Es igual que la tra -ahora, Ivonne me miró, hablándome con su roja boca llena de
pastel- ¿Sabe usted por qué la despedí ayer tarde? Empezó a olvidársele todo, estaría drogada, yo
qué sé. Le pedí que preparara un lunch y se puso a fregar platos que no estaban sucios. Como usted
y Charlie Gómez iban a venir, le dije que arreglara las habitaciones de invitados. ¿Sabe lo que hizo?
Sentarse a tomar el sol en la pista de tenis... Pero yo sé por qué no tenía la cabeza en su sitio. Por la
mañana se había escapado para reunirse cn un hombre. En las dunas, en la otra orilla del río. Volvió
nadando cuando nosotros todavía no nos habíamos levantado. Pero yo la vi. Yo vi que puso a secar
su bañador en la ventana de su cuarto...
-El servicio es hoy día un problema indisoluble -dijo severamente Charlie Gómez.
-Insoluble -apuntó Márquez, y me sonrió, sin mirarlo.
-¿Usted juega al tenis? -me preguntó Ivonne-. Es un aburrimiento jugar con Charlie y perder
siempre.
-A mí me ganaría -dije yo- No he jugado nunca.
-No hacía falta que me lo dijera -Ivonne suspiró con tristeza y buscó alivio en Charlie Gómez; se
atrevió a rozarle la mano sobre el mantel, entre las tazas, fingiendo procurar que su marido no la
viera- Es usted como mi Álvaro. Sólo la tiene por los libros. Claro que usted al menos los escribe...
Charlie Gómez y ella salieron del comedor hacia la piscina y la pista de tenis, vestidos de blanco, con
pantalones cortos, moviéndose con una premeditada agilidad, como si nos ofrecieran a Márquez y a
mí un ejemplo de los alegres beneficios del adulterio y del deporte.
-Venga conmigo a la biblioteca -dijo Márquez, pero pensaba en otra cosa-. Me firmará sus libros y le
enseñaré mis diccionarios.
El perro Saúl entró en el comedor y se adhirió jadeando a sus piernas. Márquez le acarició la cabeza
y el lomo con la mano derecha. En la otra sostenía un pesado trozo de madera y lo examinaba
meditativamente, como calculando la posibilidad de hacer algo a lo que no estuviera seguro de
atreverse. El perro se alzaba sobre las patas posteriores para tocar el trozo de madera y lo husmeaba
y lo olía con desasosiego. No subimos todavía a la biblioteca. Cruzamos la parte baja de la casa, llena
de cuadros y de muebles antiguos que Márquez me había mostrado el día antes con satisfacción y
desdén, y salimos a la pista de tenis, frente al río. Charlie Gómez e Ivonne reían a carcajadas, muy
juntos, cada uno a un lado de la red. Al vernos nos saludaron agitando al mismo tiempo las
raquetas, con esa felicidad, tan frecuente en el cine, de quienes están a punto de emprender un
crucero.
-Saúl -dijo Márquez. Levantó el trozo de madera, echó el brazo hacia atrás, arqueando el cuerpo
hasta casi perder el equilibrio, luego la mano avanzó trazando una rápida curva y el objeto que hacía
un instante estuvo en ella cruzó el aire sobre las aguas del río y fue a caer entre las dunas. De un
salto, el pe rro se arrojó al agua y empezó a nadar hacia la otra orilla. Cuando lo vimos desaparecer,
Márquez volvió a decirme que subiéramos a la biblioteca.
Procuré escribirle dedicatorias distintas en cada uno de mis libros. En el aire quieto de la mañana
de verano oía los secos golpes de la pelota y las carcajadas de Ivonne y de Charlie Gómez, y sentía
que mi gratitud hacia Márquez -era rico, conocía mis libros, gracias a ellos yo estaba invitado en su
casa- iba siendo desplazada por una torpe obligación de piedad. Sobre la mesa, en los anaqueles,
había fotos en blanco y negro de Ivonne; en algunas de ellas era más joven y estaba peor vestida y
peinada; sin duda procedían del tiempo en que Márquez aún no se había encontrado con ella. Me
pregunté dónde sucedió y por qué fue irreparable.
-Me gusta leer diccionarios y averiguar etimologías -dijo Márquez, mirando por la ventana a Ivonne,
que nos daba la espalda-. No lo tome a mal, pero no conozco ninguna novela que me apasione más
que la lectura de un diccionario.
-No se preocupe -dije yo-. A mí hay veces que me pasa lo mismo.
BUSCAR EN LAS COSAS
Orden y armonía. ¿No es eso lo que ustedes buscan en las palabras y en las cosas? Donde otros, los
que no escribimos, sólo vemos el azar, ustedes encuentran los cabos sueltos de una historia. Pero el
orden más inflexible es el de los diccionarios, y el misterio más cercano y difícil es el de la
etimología de cada palabra. Le pongo un ejemplo. Usted ve a ese tipo que ahora está con mi mujer
haciendo como que juega al tenis y es fácil que le asigne un calificativo...
-Desde luego -agradecí la ocasión de mostrarle a Márquez mi solidaridad- Es un imbécil.... un tipo
jovial -continuó hablando, sin prestarme atención-. Jovial. Una palabra cualquiera, sin misterio.
¿Sabe lo que de verdad significa y por qué nuestro amigo no la merece? Jovial es el poseído por
Jove, por Júpiter, por un dios... Manejamos las palabras sin darnos cuenta de que bajo su forma
gastada por el uso hay una moneda de oro. Mire ese río de ahí abajo. ¿No se ha preguntado nunca
por qué le llaman Guadalete?
Pero no esperó mi respuesta, porque entonces empezamos a oír, traídos desde muy lejos por el
viento, los ladridos de un perro. Eran largos quejidos, cada vez más remotos, que al cabo de unos
minutos se extinguieron del todo en un silencio punteado por los golpes de la pelota en la pista de
tenis.
Luego bajamos al jardín, dimos una vuelta por la orilla del río, hacia el mar, queriendo ver al perro
Saúl entre las dunas; volvimos a la casa para beber unos martinis. Desde la ventana del comedor vi
que Ivonne y Charlie Gómez se abrazaban con ademanes convulsivos tras un árbol, sin soltar las
raquetas. En ese momento, Márquez se me acercaba con las dos copas en las manos. Para que no
viera nada me alejé con rapidez absurda hacia el otro extremo de la habitació n.
Los martinis y luego la comida me sumieron en un pesado letargo. Sólo tras dos tazas de café volví a
sentirme lúcido y a odiar a Charlie Gómez, y a fijarme con reprobable interés en la ceñida blusa
deportiva de Ivonne. Hablábamos lánguidamente de lo difícil que es hacerse rico con los libros; del
calor, que se mitigaría al anochecer; de la lealtad de los perros, de un pastor alemán en cuyos ojos
había descubierto Charlie Gómez una expresión del todo humana. Ivonne propuso con abatida
tenacidad una excursión a la playa por la que nadie llegó a entusiasmarse. Márquez, advirtiendo el
sueño y la fatiga en mis ojos, me sugirió que subiera a dormir una siesta. Creí correcto resistirme un
poco y en seguida accedí, imaginando casi dese speradamente el alivio de estar soloy tendido en una
habitación en penumbra.
- Ire contigo a a playa -le dijo Charlie Gómez a Ivonne.
-Tengo una idea mejor -desde la puerta, de antemano dormido, oí con sorpresa la voz de Márquez-.
Juguemos usted y yo un partido de tenis, Charlie.
Entre sueños seguí escuchando sus voces, los golpes de la pelota, rápidos y multiplicados pasos de
zapatillas de lona sobre el suelo de cemento, muy lejos y muy cerca, como los ladridos del perro
Saúl, que no sé si también se oyeron en la realidad.
Me desperté casi de noche. Tenía la boca seca y amarga, y me pesaba el estómago como si acabara
de comer. Cuando caminaba hacia la biblioteca en busca de Márquez noté un opresivo silencio de
casa abandonada. Sentado ante la mesa, donde todavía estaba abierto un diccicionario, miré la pista
vacía y las dunas, las copas sonoras de los árboles, la corriente del río. Guadalete, leí; esa palabra
estaba subrayada. Iba a seguir leyendo cuando vi a Ivonne parada frente a mí. Todavía llevaba la
blusa deportiva y el pantalón corto, y estaba llorando.
-Se ha ido -me dijo-. Sin decir adiós, sin explicarme nada, sin mirarme. Terminó de jugar con
Álvaro y ya no era el mismo.
-¿Discutieron?
-Nada -Ivonne se limpió las lágrimas y la nariz con un pañuelo manchado de rimel-. Yo los miraba
jugar. No sé por qué se empeñó Álvaro, si no sabe ni coger la raqueta. Fue a sacar y tiró la pelota al
otro lado del río. Una pelota carísima. Charlie se irritó...
-¿Cruzó él para buscarla? -dije, pero yo sabía la respuesta-. Fue como un relámpago: en un segundo
recordé a la doncella despedida y al perro Saúl. Con incredulidad, sin asombro, lo entendí todo;
también la sabiduría y la venganza de Márquez.
-Se tiró al agua y cruzó el río en un momento -dijo Ivonne-. Cuando volvió pasó a mi lado sin
mirarme. Se cambió de ropa y se fue. Usted es hombre y escritor. ¿Puede explicarme qué he hecho
para que Charlie me abandone así? Mi marido no sospechaba...
-No sospechaba -dije, y le mostré el diccionario abierto y la palabra subrayada-. Sabía. Hasta yo lo
supe, y no hace ni un día. que estoy aquí.
-¿Cree que él amenazó a Charlie?
-No era necesario. Su mando descubrió el modo de que Charlie se olvidara para siempre de usted.
Bastaba con hacer que cruzara ese río.
DUNAS
Ivonne me miró sin entender, sin encontrar alivio en mis palabras. Por la ventana abierta de la
biblioteca le señalé el río y la región de las dunas, ya oscurecida por el anochecer.
-¿Se acuerda de la criada que usted despidió ayer? -continué-. Cruzó el río y cuando volvió no
recordaba nada. Usted mismo nos dijo que le ordenó arreglar las habitaciones de invitados y que
ella se fue a tomas el sol, que se puso a fregar platos que ya estaban limpios... Y ese perro, Saúl,
acuérdese, su marido le hizo cruzar el río y ya no ha vuelto. El río se llama Guadalete. Es una
palabra árabe que viene del griego. Los antiguos le llamaban Leteo, el río del olvido, porque era la
frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos. Quien lo cruza pierde la memoria.
Cerré de un golpe el pesado diccionario, miré a Ivonne con piedad y un poco de deseo,
preguntándome qué estaría haciendo Márquez, dónde. Ivonne no comprendía o no aceptaba. Dio
un paso hacia mí, me abrazó, respirando oscuramente contra mi pecho. Para eludir su mirada, que
buscaba mi boca, miré de nuevo hacia la ventana. Alguien, un hombre, crúzaba la pista de tenis, en
bañador, con zapatillas blancas, llevando -una toalla al hoimbro. Casi en la oscuridad reconocí a
Márquez. Lo vi detenerse en la orilla arenosa del río, quitarse lentamente las zapatillas y dejarlas
cuidadosamente en el suelo, junto a la toalla. Como si se apartara el pelo de la cara echó atrás la
cabeza y luego entró muy despacio en el agua, adelantando los brazos, las manos juntas y
extendidas. Antes de dar la primera brazada se volvió hacia la ventana desde donde yo estaba
mirando e hizo un gesto con la mano, como diciendo adiós.