Los cerdos australianos tienen las jetas más feas del mundo.
Tienen un carácter a juego. Lo sé, porque hace poco uno de ellos se esforzó muy
seriamente por devorarme. Estaba en su derecho, porque yo había hecho un esfuerzo
igualmente serio por abatirlo. Sin embargo, en el momento del encuentro a mí no
me interesaba la cuestión moral, solo sobrevivir.
Acababa de terminar una novela titulada Cerdo, y la
productora de cine C.C. y P. Pty Ltd había adquirido los derechos para llevarla
al cine. Mientras investigaba para el libro, pasé mucho tiempo cazando cerdos
en diversas partes de Australia y me consideraba poco menos que un aficionado
experto en el tema de los cerdos asilvestrados. Son unas criaturas horribles
que están destrozando gran parte del entorno natural australiano. Estaba
exponiéndole mis puntos de vista sobre la naturaleza generalmente pestilente de
los cerdos al productor, John Crew, cuando me preguntó si estaría dispuesto a
viajar al oeste y conseguir un ejemplar apropiado de cerdo asilvestrado que los
modeladores pudieran utilizar como base para el cerdo mecánico que había que
diseñar para la película. Accedí de buena gana porque los honorarios que me
ofreció estaban bastante por encima de lo que valía la misión. O eso pensaba
yo. Sabía donde había cerdos en abundancia y tenía mucha experiencia en la
técnica de abatirlos a tiros.
Hice planes para conducir mi Honda Civic hasta las Marismas
de Macquarie, en la parte centro occidental de Nueva Gales del Sur, donde sabía
que había miles de cerdos asilvestrados. Es más, ha habido cerdos en las
marismas durante más de cien años y han revertido al tipo originario de la
leyenda porcina: con cresta, negro, enorme y feroz.
Un par de días antes de emprender el viaje, me di un golpe
en el ojo derecho contra el cierre de una ventana. Fue muy poca cosa, pero
tuvieron que ponerme cuatro puntos en el párpado derecho.
A su debido tiempo, fui conduciendo hasta las marismas y
solicité permiso a un granjero local para salir y abatir un cerdo.
Estaba buscando el cerdo asilvestrado más grande y más
horrible que pudiera encontrar, porque el argumento de mi novela versa sobre
una criatura semejante. La idea era que en cuanto abatiese al cerdo, lo
cargaría en el coche y volvería corriendo a Sídney, donde los modeladores lo
disecarían. Iba armado con un viejo fusil militar del calibre 303 que poseía
desde hacía unos años y con el que soy razonablemente competente.
Conduje hasta un prado y aparqué el coche a unos doscientos
metros de los juncos que marcan el comienzo de las marismas; después decidí que
convendría limpiar el rifle, que llevaba algún tiempo sin usar. Terminé
bastante pronto con esta sencilla tarea, me aseguré de llevar un cargador
lleno, con seis balas y unas cuantas más en el bolsillo y me fui paseando hacia
las marismas.
Hay que tener en cuenta que soy un hombre de mediana edad de
costumbres habitualmente sedentarias, dado a evitar el ejercicio y a excederme
con la comida y el alcohol. En otras palabras, estoy gordo y en mala forma
física. Si estuviera desarmado jamás me acercaría a un cerdo asilvestrado, pero
con una 303 en las manos el más decadente de los hombres puede competir con
cualquier cerdo.
Apenas había recorrido un centenar de metros desde mi coche
cuando vi al verraco más grande, más feo, más negro y de aspecto más feroz que
he visto en toda mi vida. Estaba al borde de los juncos mirándome con
curiosidad.
Aquello era un golpe de suerte increíble, mi única duda era
si podría cargar a semejante animal en la parte trasera de mi coche.
Levanté el rifle, apunté cuidadosamente y disparé, esperando
con toda confianza que el cerdo tuviera la decencia de caerse redondo.
No lo hizo. Chilló de rabia y arremetió contra mí.
Estaba sorprendido porque tenía la razonable certeza de que
le había dado, y la mayoría de cerdos alcanzados por una bala del calibre 303
se acuestan tranquilamente para no volver a levantarse. Pero no estaba
desconcertado porque otros cerdos ya habían arremetido contra mí. Lo único que
hay que hacer es seguir disparando hasta que caen. La única diferencia, en el
caso de aquel ejemplar, es que era más grande que ningún cerdo que hubiera
arremetido antes contra mí, pero eso significaba que era un blanco mejor de lo
habitual.
Lo alineé con el punto de mira mientras se precipitaba hacia
mí y, entonces hice lo que se suele hacer: me froté el ojo derecho con la mano
para aclararme la vista.
Me había olvidado de los puntos que tenía en el ojo. Me
arranqué uno de ellos y el párpado empezó a sangrar, cegándome a todos los
efectos. De no ser porque un cerdo furioso estaba abalanzándose sobre mí con
muy malas intenciones habría sido algo trivial.
Intenté apuntar con el ojo izquierdo, pero a menos que uno
esté acostumbrado a hacerlo eso es casi imposible. Yo no lo estaba. Apenas pude
apuntar al verraco, solo apenas. Pero no había nada que pudiera hacer salvo
empezar a disparar. Empecé a hacerlo. Disparé cinco veces, y a menos que aquel
verraco llevase blindaje, fallé todos y cada uno de los disparos.
Mi fusil se quedó vacío y el cerdo se encontraba a unos
cinco metros de mí.
Ahora solo me quedaba una cosa por hacer, y la hice.
Me dejé llevar por el pánico, solté el fusil y salí
corriendo.
Con la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba, me di
cuenta de que mi coche estaba a unos cien metros y que no llegaría a él antes
de que el verraco me alcanzara. Soy demasiado viejo y estoy demasiado gordo
para correr los cien metros lisos.
No obstante, a solo unos pocos metros había un joven
eucalipto de unos tres metros de altura. Me acerqué a él y trepé como un
varano, hazaña que jamás podría haber realizado salvo impelido por el terror en
estado puro.
El problema es que el eucalipto no tenía ninguna rama de
consideración y la única forma en que podía mantenerme a la imprescindible
altura de un par de metros del suelo era rodeando el esbelto tronco con mis
brazos y con mis piernas aguantando mi propio peso con la fuerza de mis
músculos. Pesaba unos cien kilos. Mi musculatura no está en muy buenas
condiciones.
Bajé la vista y ahí estaba el verraco, fulminándome con la
mirada, rechinando los colmillos y echando espuma por la boca.
Ya empezaban a dolerme brazos y piernas de sujetarme al
árbol y sabía que solo era cuestión de minutos que cayera al suelo. Cuando lo
hiciera, el verraco, estaba convencido, me golpearía, me mordería y me patearía
hasta matarme con considerable pericia y entusiasmo. Una sola mirada a aquel
espantoso rostro bastaba para excluir cualquier posibilidad de negociación.
Además, yo había intentado matarlo: él solo me estaba correspondiendo.
En esos momentos no pensaba en todo eso. La única actividad
cerebral que podría describirse como pensamiento era la conciencia de que lo
mejor que podía hacer era tratar de recuperar mi fusil y cargarlo.
El verraco daba vueltas al árbol con cara de estar pensando
en subir a buscarme. Yo me agarré hasta que se colocó del lado opuesto a donde
estaba el fusil antes de dejarme caer al suelo y correr en busca de mi arma. No
sé cómo de cerca de mí estaría el verraco porque no miré, pero estaba chillando
otra vez. Podía oír sus pezuñas sobre la dura tierra cocida y sin duda fue cosa
de mi imaginación, pero juro que sentí su cálido aliento en la nuca.
Llegué hasta el fusil, lo cogí por la boca y di media vuelta
con alguna vaga noción de tratar de volver a subir al árbol y cargarlo de
nuevo. Cómo exactamente iba a trepar al árbol con un fusil en una mano era algo
que no sabía. En aquel momento no me estaba comportando de un modo muy
racional. En cualquier caso, era irrelevante. Tenía al verraco prácticamente
encima. Con la cabeza gacha y la cola levantada, se dirigía hacia mis piernas
con letales intenciones.
Hice lo que tendría que haber hecho en primer lugar. Utilicé
el fusil como garrote. Sujetando el cañón con ambas manos, lancé un golpe
tremendo a la cabeza del cerdo.
Fallé.
No solo fallé, sino que me caí de espaldas y perdí el fusil,
que salió volando varios metros antes de aterrizar sobre la hierba mientras el
verraco se aproximaba y comenzaba a devorarme.
Me había arrancado los pantalones a medias y estaba haciendo
grandes progresos en lo que a mis piernas se refiere (aún conservo las
cicatrices) cuando decidí que no era demasiado viejo y gordo para correr cien
metros hasta mi vehículo.
Le di una patada en la jeta al verraco, me puse en pie y
recorrí aquellos cien metros, estoy convencido, más rápidamente que cualquier
atleta de la historia.
Logré llegar al coche una fracción de segundo antes que el
cerdo (creo; no miré pero podía oír el rumor de aquellas pezuñas pisándome los
talones).
La puerta estaba cerrada.
A aquellas alturas, dado que era incapaz de respirar y mi
corazón de mediana edad amenazaba con detenerse, me sentí inclinado a tenderme
en el suelo y dejar que el verraco hiciera conmigo lo que quisiera. Pero con la
última gota de adrenalina exprimida que penetró en mi organismo, me encaramé
sobre el capó y desde ahí me subí al techo de mi Honda. El verraco chocó contra
el coche con tal fuerza que la puerta se dobló. El cerdo no sufrió daño alguno,
al parecer.
Me quedé hecho una bola en el tejado del coche, tratando de
recobrar el aliento, desprovisto de miedo porque estaba tan cerca de expirar
que era incapaz de sentir emociones y no hacía sino preguntarme si el cerdo
sería capaz de subir al capó y de ahí al techo y atraparme.
Pero no podía o al menos no sabía cómo. El verraco daba
vueltas sin cesar alrededor del coche fulminándome con la mirada y echando
espuma por la boca.
Las llaves del coche las tenía en el bolsillo y poco a poco
me di cuenta de que lo único que tenía que hacer era esperar a que el cerdo
estuviera en uno de los lados del coche, bajarme del otro, abrir la puerta,
meterme y alejarme conduciendo sano y salvo.
Sin embargo, el cerdo también parecía ser consciente de esa
posibilidad, y no dejó de patrullar alrededor del coche, a la espera de que le
ofreciera un brazo o una pierna que poder arrancarme. No había forma de que me
diera tiempo a bajar y abrir la puerta.
Entonces me fijé en que la baqueta que había utilizado para
limpiar el fusil estaba encima del capó. Sin darme muy bien cuenta de por qué,
estiré el brazo y la cogí. Supongo que mi pobre mente desbordada por el miedo
albergaba la vaga noción de que pudiera servirme de algún modo como arma. Por
supuesto, era más o menos tan útil como un bastón contra un elefante furioso,
pero llegado a ese punto yo había perdido la cordura. Agarré la baqueta con
fuerza y la blandí ante el cerdo. Este se limitó a mirarme torvamente; no
estaba nada impresionado.
Tal como yo la recuerdo, aquella situación de pulso duró
varios días, pero la razón me dice que solo duró unos minutos antes de que
brotara un plan de mi cerebro deshecho.
Una de las excentricidades de mi coche es que tiene una
bocina muy potente, y me di cuenta de que podría tocarla con la baqueta. Esperé
a que el cerdo estuviera delante del coche, donde el efecto de la bocina sería
mayor, deslicé la baqueta a través de la ventanilla que estaba ligeramente
abierta, y lo pulsé.
Sonó a todo trapo. El cerdo dio un salto de más de medio
metro de altura, chilló, dio media vuelta y salió corriendo.
Yo me bajé del techo, abrí la puerta, la cerré de golpe y me
recosté en el asiento jadeando. El hombre, a fin de cuentas, era superior al
cerdo.
Ahora bien, aquel cerdo era muy resuelto. Siguió corriendo
hasta llegar casi al borde de la marisma, pero entonces hizo una pausa y
pareció cambiar de opinión. Dio media vuelta y nos miró al coche y a mí.
A aquellas alturas, yo estaba dispuesto a rendirme y
regresar a casa. Lo único que quería era recuperar mi 303 y pasar una noche
tranquila en el motel de Quambone bebiendo whisky.
Pero el cerdo no tenía interés en poner fin a las
hostilidades. Arremetió y atravesó la llanura sin que yo supiera exactamente lo
que tenía en mente. Era evidente que estaba muy enfadado, y motivos no le
faltaban.
Arranqué el coche y empecé a conducir en ángulos rectos para
alejarme del cerdo mientras me dirigía a las verjas del prado. Las había
cerrado a mis espaldas, y si aquel maldito cerdo tenía intención de proseguir
el enfrentamiento no podría salir del coche para abrir la verja.
Pero al cerdo le dio por hacer el kamikaze. Se lanzó
directamente contra el coche a toda la velocidad de la que era capaz, es decir,
a gran velocidad. En ese momento el coche se movía a unos treinta kilómetros
por hora.
El cerdo chocó contra el Honda.
El parachoques del Honda se dobló y el radiador se reventó.
El cerdo sucumbió por completo.
Me quedé sentado en el coche durante diez minutos antes de
abrir con cuidado la puerta y examinar el cadáver de mi adversario.
Era un cerdo muy grande.
Traté de cargarlo en la parte de atrás del Honda, pero fue
imposible. No podía ni moverlo.
El Honda logró llegar renqueando hasta Quambone y un
mecánico aficionado local muy listo lo dejó lo bastante apañado para que
pudiera conducirlo hasta Warren, donde alquilé una camioneta y los servicios de
un fornido joven. Volvimos a las marismas y cargamos al cerdo en la camioneta,
tras lo cual me fui conduciendo hasta Sídney.
El verraco pesaba ciento cuarenta y siete kilos y sirvió de
modelo perfecto para el cerdo asilvestrado que era el tema de mi novela.
Le presenté a John Crew una factura por los daños sufridos
por mi Honda y el coste del alquiler de la camioneta, mis pantalones
destrozados y la pérdida de mi 303, que nunca encontré. En conjunto, la factura
ascendía a una cantidad muy superior a los honorarios que Crew me había
ofrecido en un principio.
Rehusó pagar alegando que en el presupuesto de la película
no había nada previsto para lidiar con tales circunstancias. De hecho, dijo que
lo que me había sucedido era tan gracioso que debería de ponerlo por escrito.
Yo le respondí, evidentemente, que al igual que tantas otras historias
completamente ciertas, era absolutamente increíble.
Sin embargo, conservo la cabeza disecada del cerdo y a veces
miro los redondos y brillantes ojos falsos de mi difunto adversario y me
pregunto qué habría hecho él conmigo si la lucha se hubiera decantado a su
favor.
FIN
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