El emperador europeo
Anualmente se concede en la
ciudad alemana de Aquisgrán el premio
Carlomagno a alguna persona que
se haya destacado en la defensa de
Europa y su proceso de
unificación. Es uno de los galardones
internacionales más prestigiosos
y el nombre y el lugar elegidos para su
concesión pretenden tener un
especial simbolismo. Ambos rememoran al
fundador del Imperio carolingio,
el primer imperio del Occidente
medieval. Además de ser una de
las figuras más relevantes de toda la
Edad Media y de las que mayor
admiración despertaron desde su muerte,
Carlomagno se ha ganado el
apelativo de «padre de Europa». Dicho
sobrenombre responde al hecho de
que unificó bajo su mando todas las
tierras cristianas del Occidente
medieval y luchó incansablemente para
defender y extender sus
fronteras. Quizá la imagen que nos ha llegado
responda más a la leyenda que a
la Historia y en su vida además de luces
hubo sombras que
intencionadamente se han venido orillando hasta la
actualidad. Ambas componen el
perfil de una de las figuras que más
definieron la Edad Media y cuyo
legado más influyó en la vida de las
generaciones que le siguieron
hasta nuestros días.
A mediados del siglo VIII Europa
se hallaba profundamente fragmentada.
Atrás habían quedado los tiempos
del Imperio romano en que todo el
Mediterráneo obedecía la voluntad
de los Césares. La supervivencia del
Imperio romano de Oriente como
Imperio bizantino se había hecho a costa
de un mayor aislamiento de
Occidente y de su redefinición desde una
identidad romana latina a otra
griega que cada vez lo hacía más extraño
para sus vecinos del oeste. La
irrupción del islam en el siglo VII había
supuesto el último reparto no
sólo del espacio mediterráneo sino también
de Europa desde el momento en que
el reino visigodo de Toledo se había
incorporado a las tierras
musulmanas tras su invasión por fuerzas del
norte de África en los años
711-714.
Un puñado de reinos germánicos se
repartían lo que quedaba de la Europa
romana, cristiana y occidental:
los lombardos en el norte de Italia, los
reinos de anglos y sajones en
Britannia y, el mayor de todos ellos, el
reino franco, instalado en los
territorios que los romanos llamaban
Galia y Germania Inferior. El
resto del territorio europeo estaba
ocupado por las tribus bárbaras
que se esparcían más allá de la frontera
de Europa que habían dejado
trazada desde hacía siglos los romanos y que
seguía los cauces de los ríos Rin
y Danubio.
Estos reinos habían surgido como
resultado de la fusión de los pueblos
germanos que habían penetrado en
el Imperio romano desde el siglo III,
que se habían fusionado con las
sociedades romanas provinciales en
diferente grado y habían
constituido sus propios estados tras la caída
del Imperio romano de Occidente
en el año 476. Eran reinos débiles, que
respondían a la dinámica que se
planteaba en cada uno de los territorios
en que se asentaban y que no
tenían una visión global heredera del
Imperio romano que les permitiese
trazar un futuro estable. En una vasta
área cuyas fronteras limitaban
con los dos imperios más florecientes y
avanzados del momento, el
bizantino y el islámico, así como con las
tribus guerreras más salvajes y
violentas, la supervivencia no estaba
asegurada, y el ejemplo de Roma
era demasiado reciente como para
ignorarlo. Se trataba de plantar
cara a una doble amenaza, la de la
civilización y la de la barbarie,
igualmente interesadas en extender su
área de influencia por Europa.
Los reinos germánicos necesitaban que
alguien garantizase la
supervivencia del Occidente cristiano frente a
los múltiples peligros que lo
atenazaban, y ese alguien sólo podía
surgir en el más importante de
ellos, el reino franco. Sin embargo el
camino para que las
circunstancias permitiesen su llegada iba a ser
tortuoso.
Juego de dinastías
Carlomagno llegó al trono en el
año 768, año en que murió su padre, el
rey Pipino el Breve. Éste no
pertenecía a una estirpe real y el reino
franco tampoco era una unidad
fuerte en la que la sucesión dinástica
estuviese asegurada. Tras el
poderoso Clodoveo, que unificó el
territorio y se convirtió al
catolicismo a comienzos del siglo VI, el
reino se había hecho y deshecho
constantemente cuando los reyes lo
dividían por herencia y sus
sucesores luchaban para reunificarlo. Este
hecho que hoy podría parecer
insólito venía determinado por la tradición
germánica, que consideraba el
reino como patrimonio particular del
monarca. De hecho la dinastía de
Carlomagno, los Carolingios, no eran
los reyes tradicionales de los
francos, sino unos advenedizos que
llevaban poco tiempo ciñendo la
corona. Con anterioridad habían sido
«mayordomos de palacio» —el más
importante cargo de la corte y de la
administración— de uno de los
tres reinos en que se había dividido el
reino franco a mediados del siglo
VII, Austrasia. Habían demostrado un
gran poder militar al imponerse a
los otros dos reinos —Neustria y
Borgoña— y al haber comenzado a
luchar por asentar la frontera oriental
frente a frisones y bávaros, dos
de las tribus bárbaras que amenazaban
la estabilidad de Europa.
En el 714 accedió al cargo de
mayordomo de Austrasia el abuelo de
Carlomagno, Carlos Martel, que si
no fue el fundador de la dinastía, sí
que cimentó definitivamente su
poder y su prestigio. Logró reunir en su
persona los cargos de mayordomo
de los tres reinos, lo que suponía aunar
prácticamente todo el poder en su
persona, pese a que teóricamente éste
seguía residiendo en el rey, que
pertenecía a la dinastía tradicional,
los Merovingios. Pronto le haría
falta poner en marcha toda la autoridad
acumulada, puesto que en la
tercera década del siglo VIII los musulmanes
de al-Ándalus cruzaron los
Pirineos y comenzaron una campaña de
conquista de la Galia. El
territorio sur del reino franco, el levantisco
ducado de Aquitania, cayó ante el
empuje musulmán, pero un ejército
reunido por Carlos Martel logró
derrotar a los andalusíes en los
alrededores de Poitiers en el año
732. Éstos se replegaron hasta un
rincón en el sudeste de la Galia,
llamado Septimania, donde se hicieron
fuertes. La derrota de los
Merovingios fue la legitimación moral que
permitiría el asalto de los
Carolingios al trono.
Fue el padre de Carlomagno quien
emprendió la tarea. Pipino accedió al
trono en el año 741 y diez años
más tarde tomó la iniciativa de encerrar
en un monasterio al último de los
Merovingios, Childerico III, y
proclamarse rey. Pese al
prestigio de su padre y el suyo propio, Pipino
sabía que necesitaba un apoyo que
afianzase la legitimidad de lo que no
era sino una toma del poder por
la fuerza. Para ello buscó a quien mejor
le podía proporcionar legitimidad
moral y espiritual, la Iglesia.
Solicitó confirmación de la
usurpación al papa Zacarías, que se la
concedió a cambio de apoyo
militar contra el asedio con que los
lombardos llevaban atenazando al
papado desde hacía varios años. Pipino
penetró con un ejército en
Italia, derrotó al rey Astolfo de los
lombardos y conquistó un conjunto
de tierras que entregó al papado, y
que serían la base de los Estados
Pontificios gobernados por los papas
hasta el siglo XIX. Cerró
brillantemente su reinado expulsando a los
musulmanes de Septimania e
imponiendo su autoridad al ducado de
Aquitania, que se había mostrado
reticente ante el cambio dinástico. A
su muerte Pipino siguió la
tradición germánica de repartir el reino
entre sus dos hijos: Carlos (que
con el tiempo sería conocido como
Karolus Magnus, «Carlos el
Grande», de donde deriva el nombre de
Carlomagno) y Carlomán. Un reino
dividido y un hermano con el que
compartir el poder constituía un
modesto comienzo para quien llegaría a
ser conocido como «grande» al
final de su vida, pero pronto empezaría a
dar signos de que no estaba
dispuesto a conformarse con lo que había
recibido por herencia.
Fronteras seguras, poder
consolidado
No conocemos con seguridad la
fecha ni el lugar de nacimiento de
Carlomagno. Se ha propuesto como
fecha más segura el año 742, aunque
algunos historiadores la retrasan
hasta el 748. En cualquier caso era un
adulto cuando llegó al poder y
recibió una educación militar al lado de
su padre en sus luchas en el
exterior contra los lombardos y en el
interior contra los aquitanos.
Siguiendo estas enseñanzas, sus primeros
pasos se encaminaron a asegurar
la tarea de su padre y fortalecer la
estabilidad militar del reino.
Pero los enfrentamientos con su hermano
no facilitarían los primeros
pasos. Parece que en estos momentos jugó un
importante papel de mediadora la
madre de ambos, Bertrada, quien impidió
que su rivalidad llegase a
conflicto abierto. En cualquier caso no
duraría mucho, ya que Carlomán
falleció en el año 771 por causas
desconocidas. Carlomagno ignoró
entonces los derechos de sucesión de sus
sobrinos y se hizo con la
totalidad del reino, emprendiendo su tarea de
lucha en las fronteras.
El primer objetivo sería el
frente que habían abierto sus antecesores en
el nordeste, la dominación total
de Frisia (en los actuales Países
Bajos). La situación en aquella
frontera era complicada. Las incursiones
de saqueo de las tribus frisonas
seguían siendo frecuentes pese a las
victorias francas, y la relación
que mantenían con las tribus sajonas
asentadas más al este les
permitía un apoyo táctico y logístico que
dificultaba en gran medida el
control de la zona. En el año 772
Carlomagno comenzó la conquista
de Sajonia, ya que consideraba que sólo
sometiéndola podría establecer la
paz. Le costó treinta años tener
dominado el territorio, a lo
largo de los cuales se sucedieron victorias
francas y sublevaciones de la
población tribal sajona. El resultado de
las primeras campañas fue de
éxito. Los sajones eran un grupo tribal
heterogéneo, así que se optó por
golpearles en el punto que los mantenía
unidos, la religión. Practicaban
una religión animista y adoraban a las
fuerzas de la naturaleza y
lugares sagrados como bosques, cuevas y
lagos. Una de las primeras
acciones de Carlomagno consistió en tomar el
santuario del árbol sagrado
(Irminsul) situado en Eresburg, ordenar que
fuese talado y tomar su tesoro
como botín de guerra. El golpe tuvo el
efecto deseado y en poco tiempo
comenzó a organizar administrativamente
y a evangelizar a Sajonia para
incorporarla al reino franco. Pero un
aristócrata sajón, Widukind, se
refugió entre los daneses, una tribu
vikinga que habitaba la península
de Jutlandia, y preparó una rebelión
que estalló con crudeza en el año
779. Durante seis años Carlomagno tuvo
que organizar campañas anuales de
castigo y conquista sistemática en las
que abundaron los episodios de
crueldad. En el 782 los francos
exterminaron alrededor de cuatro
mil quinientos rebeldes sajones en
Verden an der Aller, lo que
supuso la matanza más famosa de una larga
serie de represalias que
incluyeron también las deportaciones
colectivas. La revuelta no
terminaría hasta el 785, fecha en la que
Widukind reconoció su derrota y
aceptó el bautismo. A pesar de ello los
levantamientos de los sajones se
repetirían periódicamente hasta que en
el año 804 la promulgación de un
código de leyes que reconocía la
validez legal de las tradiciones
sajonas permitió la pacificación del
territorio.
Otros dos éxitos vinieron a
consolidar la victoria de Carlomagno en el
frente oriental. El primero fue
la incorporación del ducado de Baviera a
su reino. El duque Tassilón,
católico y vasallo del rey franco, intentó
sustraerse a la dependencia de
éste acercándose a los lombardos. La
reacción de Carlomagno fue
fulminante. En el 788 convocó una dieta
(reunión de aristócratas) en
Ingelheim y ordenó la deposición del duque,
integrando el territorio en el
reino franco. El otro éxito fue el ataque
y destrucción del reino de los
ávaros. Éstos eran una tribu asiática
esteparia que se había instalado
en la llanura del Danubio (Panonia) en
el siglo VI. Desde el momento en
que se incorporó Baviera habían pasado
a ser vecinos de los francos, que
no estaban muy dispuestos a consentir
sus correrías y razias por el
imperio. En el año 791 Carlomagno lanzó el
primer ataque, que culminaría
cinco años más tarde con la captura del
tesoro de los ávaros y la
destrucción de su reino.
El segundo frente exterior en el
que actuó Carlomagno fue Italia. Allí
la expansión del reino lombardo
seguía amenazando a los papas y sus
recién adquiridos territorios,
por lo que Adriano I volvió a pedir ayuda
al rey de los francos.
Perpetuando la alianza forjada por su padre, en
el año 773 comenzó la invasión
del reino lombardo, cuyo titular, el rey
Desiderio, era por entonces su
suegro. La resistencia militar de éste no
tuvo éxito y al año siguiente
Carlomagno tomó la capital del reino,
Pavía, y se hizo coronar rey con
la corona de hierro de los lombardos.
Desde entonces dicho reino pasaba
a ser parte integrante del franco.
Carlomagno viajó entonces a Roma
y confirmó la donación de territorios
que había hecho su padre al
papado. A cambio recibió del pontífice el
título de «patricio de los
romanos».
En el año 777, en uno de los
escasos momentos de paz de estos primeros
años, cuando se encontraba en su
palacio de Paderborn desarrollando sus
planes para administrar y
evangelizar Sajonia, le llegó una extraña
embajada. Una legación enviada
por los valíes (gobernadores musulmanes)
Al-Husayn de Zaragoza y Sulayman
de Barcelona acudió a pedirle ayuda, ya
que desde hacía un tiempo se
habían rebelado contra la autoridad del
emir (rey) de Córdoba,
Abdal-Rahmán I. Las motivaciones por las que
Carlomagno aceptó la petición de
ayuda han sido discutidas, pero en
opinión del catedrático de
Historia medieval José Luis Martín «le
ofrecieron la entrega de Zaragoza
y con ella el control de la vertiente
sur de los Pirineos, es decir, de
las tierras que habrían de servir de
protección a los dominios francos
de Septimania». Fueron por tanto
motivaciones estratégicas, y no
religiosas o de cruzada, las que
animaron al monarca a organizar
una expedición armada para el año
siguiente. La empresa se llevó a
cabo finalmente y logró la toma de
Huesca y Pamplona, pero no de
Zaragoza, que contra todo pronóstico no se
entregó al ejército franco. Ante
la decepción se decidió el regreso a la
Galia por el Pirineo occidental.
Es éste el momento en que un grupo de
vascones tendió una emboscada en
Roncesvalles a la retaguardia del
ejército y le infligió una
aplastante derrota. Además de suponer un
pésimo punto final a la primera
intervención de los francos en Hispania,
la escaramuza acabó
convirtiéndose en el tema del primer cantar de gesta
de la literatura francesa, el
Cantar de Roldán; en él se narra la
derrota del caballero Roland
aunque alterando bastante la realidad
histórica ya que en el poema la
iniciativa de enviar un ejército se
atribuye a Carlomagno en vez de a
los rebeldes andalusíes y los
vencedores de Roldán pasan a ser
musulmanes en vez de vascones. Si duda
alguna, Roncesvalles fue lo más
cerca que estuvo Carlomagno de un
desastre militar.
Pese a todo hay historiadores que
consideran que el resultado no fue tan
negativo, como Josep Maria
Salrach, catedrático de Historia medieval,
quien considera que «la
expedición, aunque fracasada, debió de servir
para avivar las disidencias de la
zona y facilitar posteriores
tentativas carolingias».
Efectivamente, en el año 785 la ciudad de
Gerona se entregó a los francos y
diez años más tarde éstos avanzaban
conquistando territorios en
Cataluña central (Vic, Caserras y Cardona).
La culminación llegaría en el año
801, cuando un ejército carolingio
dirigido por el hijo de
Carlomagno, Luis, y en el que participaba un
grupo de godos al mando de Berda,
tomaba Barcelona. Por fin se cumplía
uno de los objetivos francos en
la península Ibérica y se hacía en un
momento de apoteosis para el
monarca, ya que aquellos años del cambio de
siglo fueron los que marcaron su
cenit, que le llevaría a dejar de ser
rey para convertirse en emperador
y, por tanto, sucesor de los Césares
de Roma.
Un guerrero que favoreció los
saberes y las artes
Las conquistas de sus primeras
décadas de reinado y la alianza con el
papado le llevaron a una
situación inédita desde la caída de Roma. Por
primera vez uno de los reinos
germánicos reunía bajo su poder todas las
tierras cristianas del Occidente
europeo y llevaba a cabo un esfuerzo
continuo por extender la fe de
los apóstoles más allá de sus fronteras.
Carlomagno era muy consciente de
esta situación y pretendió reforzar las
facetas cultural y religiosa de
su mandato como un medio de reforzar su
autoridad.
En cuanto a la primera de estas
facetas, Carlomagno fue un monarca
especialmente atento con la
promoción de las letras, la educación y las
artes, que en su concepción
tenían que estar subordinadas al poder.
Según el historiador Eginardo,
del que nos ha llegado una biografía
contemporánea del rey, Carlomagno
no era un hombre especialmente
cultivado. Hablaba con fluidez
latín, entendía griego y pese a sus
reiterados intentos, nunca
aprendió a escribir, más allá de su célebre
firma monogramática. Sin embargo,
después de que en el 794 comenzase a
asentar la residencia de la corte
en Aquisgrán (la antigua Aquis Granum
romana, así llamada por las
fuentes de agua termal que en ella brotaban,
empezó a reunir un nutrido grupo
de intelectuales formados en la
tradición romana de muy diversa
procedencia. El anglo Alcuino de York,
el lombardo Paulo Diácono o el
visigodo Teodulfo fueron tan sólo algunos
de los más importantes. La
voluntad de Carlomagno a este respecto fue
clara desde el principio: deseó
que en su corte se realizase un esfuerzo
para elaborar un cuerpo de textos
en los que se recogiese la cultura
clásica y cristiana y que
sirviese para la formación no sólo de clérigos
sino del mayor número de
personas. A ello se debe una de sus medidas más
conocidas, la de que en todas las
diócesis y monasterios de sus
territorios se abriese una
escuela en la que pudiesen aprender los
conocimientos elementales todos
los niños, cuya asistencia era
obligatoria. Pese a que el
cumplimiento de la medida fue muy limitado,
se trataba del intento más
importante de mejorar la formación del
conjunto de la población en
varios siglos.
En todo este esfuerzo de
promoción de la cultura había un claro
propósito de conectar con el
mundo romano. A ello se debía que todos los
sabios que reunió en Aquisgrán
fuesen clérigos, puesto que la Iglesia
había sido el principal
depositario de la cultura grecolatina desde la
caída del Imperio de Occidente.
Otra muestra de ello fue la acuñación de
monedas en cuyo anverso figuraba
el perfil de Carlomagno ataviado con
vestimenta romana, corona de
laureles al estilo de los Césares y con la
leyenda Karolus Imp[erator]
Aug[ustus] («Carlos Emperador, Augusto»). Se
trataba de salvar y rehabilitar
la cultura de la antigua Roma poniéndola
a disposición de la población de
finales del siglo VIII. Debido a la
magnitud de este proceso cultural
y artístico se ha hablado de un
Renacimiento carolingio que, más
allá de sus logros, supuso el
desplazamiento de los núcleos
culturales desde el Mediterráneo hasta
Europa central y septentrional.
Desde los primeros momentos de su
reinado la política religiosa jugó un
papel trascendental en el
quehacer de Carlomagno. Así, toda su actividad
conquistadora en las fronteras
orientales se vio acompañada de una
evangelización sistemática —y
forzada— de los vencidos; era una forma
más de reforzar su sujeción a la
autoridad conquistadora. Pero además
desarrolló una política de
elevación de la monarquía atribuyéndole una
función sacerdotal, de
intermediario entre Dios y los hombres. Una
plasmación sublime de esta
concepción nos la legaría en el ámbito de la
arquitectura, ya que la capilla
palatina de Aquisgrán (prácticamente el
único ejemplo de arquitectura
carolingia que nos ha llegado en buen
estado de conservación) se
concibió para plasmar esta concepción de la
religión al servicio del poder.
La capilla se construyó entre los años
792 y 798 y se debe al arquitecto
Eudes de Metz, aunque se ha discutido
mucho sobre la intervención del
propio Carlomagno en su diseño. Se trata
de la capilla del antiguo palacio
imperial —hoy desaparecido— construida
con una planta octogonal y
cubierta con una cúpula al modo de las
iglesias de los últimos años del
Imperio romano (sobre todo las
edificadas en Rávena, última
capital del imperio) y las construidas por
los emperadores bizantinos en
Constantinopla. En ella el espacio
reservado al trono del monarca se
ubicaba en el piso superior, con
visión directa sobre el altar
situado en la planta inferior, que estaba
reservada al sacerdote y el
público, y la cúpula superior, en la que un
mosaico representaba una imagen
apocalíptica de Cristo. El mensaje que
transmitía no admite dudas. Según
la profesora de Arqueología Gisela
Ripoll, «reflejaba la prepotente
posición del soberano como vicarius Dei
[vicario de Dios], es decir,
ocupaba un lugar más cercano a Cristo,
puesto que los fieles tenían su
lugar en la planta baja». La capilla,
dedicada al Salvador y a la
Virgen, fue consagrada por el papa León III
en el año 805, muestra de que el
pontífice no pudo o no tuvo mucho
inconveniente en transigir con
esta concepción de la figura de un
monarca sacerdote. Era lógico que
no lo tuviese, pues él mismo se había
encargado de otorgársela cinco
años antes en la forma de una corona
imperial.
La renovación del Imperio Romano
Lo cierto es que las relaciones
entre el rey carolingio y el papado se
habían ido estrechando con
anterioridad. En la última década del siglo,
los intelectuales del círculo
palatino habían desarrollado la idea de
que Carlomagno, como único
monarca que regía el Occidente cristiano
(exclusión hecha de las islas
Británicas y el reino de Asturias en la
península Ibérica), merecía
ejercer una supremacía sobre el resto de
monarcas del momento, que tenía
su adecuada plasmación en la renovación
del Imperio romano en su persona.
El papa León III, que se había visto
forzado a pedir ayuda a
Carlomagno debido a que veía peligrar su
posición por una revuelta del
patriciado romano, aceptó la idea pero
trató de volverla en su favor. El
emperador acudió a Roma con una fuerza
armada para reinstalar al Papa y,
en la misa del gallo en la basílica de
San Pedro del Vaticano del año
800, fue coronado emperador. Las fuentes
de la época nos han transmitido
el relato inverosímil de un Carlomagno
coronado por sorpresa por una
iniciativa espontánea del pontífice. Hoy
sabemos que lo que sucedió es que
tras una negociación entre el círculo
papal y el del rey franco se
decidió emplear el ritual de coronación
bizantino pero invirtiendo el
orden de éste: primero se coronó emperador
a Carlomagno y después se invitó
a la asamblea del pueblo a aclamarle.
Con ello el soberano franco
mantenía la legitimidad religiosa de su
nueva dignidad imperial pero el
Papa conseguía que se diese la imagen de
que él era la fuente del poder
imperial y que sólo los obispos de Roma
tenían la potestad de coronar
emperadores. Muy posiblemente Carlomagno
no percibió el gesto como un
menoscabo de su posición puesto que él era
más poderoso y el papado estaba
debilitado y dependía de él política y
militarmente. Pero los papas
habían asentado un mecanismo del que
sacarían mucho provecho en el
futuro. De hecho los pensadores de la
política de los siglos
posteriores dedicarían buena parte de su esfuerzo
a dilucidar quién estaba por
encima dentro del pueblo cristiano. La
lucha entre el supremo poder
eclesiástico y el civil estaba servida.
Carlomagno no dudó desde su nueva
posición imperial en tomar decisiones
de política religiosa e incluso
de carácter doctrinal. En opinión del
catedrático de Historia medieval
Emilio Mitre, «Carlomagno nunca se
planteó dejar al Papa un
importante papel ni político, ni tan siquiera
teológico dentro del regnum
christianum [reino cristiano]». El monarca
que tenía a Europa bajo su mando
ejercía ahora una función sagrada de
mediación con Dios y sus
disposiciones en cuestiones incluso de
organización eclesiástica fueron
aceptadas por el Papa. De hecho,
Carlomagno ya había convocado
sínodos de obispos para solventar
problemas doctrinales y de
carácter administrativo con anterioridad. Un
ejemplo evidente fueron los que
convocó para luchar contra la herejía.
Cuando los obispos de la
península Ibérica se reunieron en un concilio
en Sevilla en el año 784 por el
que adoptaron oficialmente la teoría del
adopcionismo (que afirmaba que en
cuanto a su naturaleza humana Cristo
era hijo adoptivo de Dios),
Carlomagno convocó una serie de concilios
—el primero de ellos en Ratisbona
en el 792— en los que declaró herética
esta doctrina y obligó a
retractarse a uno de sus promotores, el obispo
Félix de Urgel, que era una de
las diócesis reinstauradas por Carlomagno
en Cataluña.
Por tanto la imagen del monarca
piadoso al servicio de la Iglesia que en
ocasiones se ha querido presentar
de Carlomagno no encaja bien con la
evidencia histórica. De nuevo en
opinión del catedrático de Historia
medieval Emilio Mitre,
«Carlomagno fue presentado por su biógrafo
Eginardo (…) como un cristiano
ejemplar. Sin embargo, sus
comportamientos religiosos
estaban plagados de sombras: la actitud
despótica con la que trató
frecuentemente al papado; sus reiteradas
interferencias en nombramientos y
asuntos eclesiásticos; su brutalidad
en el sometimiento y
evangelización de los sajones; su vida familiar un
tanto irregular…». No fue la
santidad la que le permitió reconstruir un
imperio en Occidente, y en los
años siguientes tampoco sería la que
mantendría y acrecentaría su
poder.
Final de un reinado… ¿y final de
un sueño?
Los años que siguieron a la
coronación imperial en Roma fueron años de
consolidación de un poder que no
tenía contestación posible en todo
Occidente. La refundación de un
imperio en Europa occidental que se
declaraba heredero del romano no
cayó nada bien en Constantinopla.
Aunque el poder de los
emperadores bizantinos en Occidente se reducía
desde hacía años al sur de
Italia, éstos no estaban muy dispuestos a
renunciar a la universalidad del
título de emperador de Roma que seguían
ostentando. La tensión no tardó
en convertirse en enfrentamientos
armados reiterados que tuvieron
por escenario los territorios
fronterizos entre los dos
imperios: Venecia, la península de Istria y la
costa dálmata. Pese a un primer
tratado de paz firmado con el emperador
Nicéforo en el 803, dos años más
tarde volvieron a estallar las
hostilidades y no fue hasta el
812 cuando Miguel I reconoció el título
imperial de Carlomagno a cambio
de la soberanía bizantina sobre Venecia,
Istria y Dalmacia. Pasarían más
de trescientos años hasta que volvieran
a coexistir dos imperios romanos
en Europa.
En el resto de territorios del
imperio, los años iniciales del siglo IX
fueron de nueva expansión militar
y tuvieron por resultado el
acrecentamiento de los
territorios bajo soberanía carolingia. Esta
ofensiva permitió a Carlomagno
incorporar en el año 804 todos los
territorios germanos hasta el río
Elba, lo que suponía lograr extender
la frontera de la civilización
europea más allá del Rin, donde los
romanos la habían dejado
setecientos años atrás. Al año siguiente, su
hijo Carlos continuó las campañas
en el este de Europa y comenzó a
luchar con los checos, el primer
pueblo de origen eslavo que había
llegado a las fronteras del
imperio. En el 808 su hijo Luis continuó las
conquistas en Hispania,
apoderándose de la plaza andalusí de Tarragona y
llegando casi hasta el Ebro. En
el 810 Carlomagno concertó la paz con
los daneses, el pueblo vikingo
más cercano al imperio, ya que pocos años
antes habían comenzado las
oleadas de pillaje de algunos de estos
pueblos en las islas Británicas.
A comienzos de la segunda década del
siglo, Carlomagno tenía un
imperio seguro que dejar a sus sucesores.
Parte importante de esa seguridad
partía además de la administración y
el estilo de gobierno que había
implantado, cuya base estaba en la
aceptación de las limitaciones
que imponía un territorio tan vasto y
heterogéneo. Por ello aceptó la
diversidad de los territorios que
gobernaba y de sus leyes y
tradiciones, pero se reservó para sí el
ejercicio de algunas competencias
con el objeto de dar unidad y
coherencia al imperio, como las
fiscales, económicas y eclesiásticas.
Reformó las medidas, las unidades
de cuenta y el sistema monetario, que
se basó en el denario de plata.
Dividió el territorio en unidades
territoriales uniformes llamadas
condados, de los que hubo más de
doscientos, al frente de los
cuales situó a un conde que disponía en su
territorio de las mismas
prerrogativas y dictaba justicia en su nombre.
En las fronteras creó unos
departamentos especiales, llamados marcas, a
cuya cabeza puso a unos
gobernadores con el nombre de «marqueses», cuyos
poderes eran mayores que los de
los condes para poder hacer frente a las
situaciones de peligro inherentes
a los territorios fronterizos. Creó un
cuerpo de delegados imperiales
que recorrían el imperio inspeccionando
el cumplimiento de sus órdenes,
llamados missi dominici («enviados del
emperador»). Mantuvo unido el
ejército otorgando a sus subordinados
tierras en usufructo, lo que
constituiría el origen del régimen feudal
en Europa. En definitiva, adaptó
los instrumentos del poder de los
reinos germánicos a la nueva
realidad imperial y en la medida de las
posibilidades creó un aparato de
gobierno eficiente para todo el
territorio que gobernó.
En este aspecto se ayudó de sus
hijos. Carlomagno en su vida privada
siguió el concepto germánico de
matrimonio, carente de cualquier valor
sagrado y en el que se admitían
como legales las uniones de carácter
privado, en contra del criterio
de la Iglesia, que las rechazaba. En
este sentido, el matrimonio se
entendía como un medio de asegurar la
descendencia y trazar alianzas
familiares. De hecho, la primera unión
del emperador —con Himiltrude,
madre de su primer hijo, Pipino— fue una
de estas uniones privadas. El
hecho de que al niño se le pusiese el
nombre de su abuelo y que fuese
considerado su heredero da una muestra
de hasta qué punto se
consideraban estas uniones como algo válido entre
los francos. Un segundo
matrimonio lo unió con la hija del rey lombardo
Desiderio, cuyo nombre real es
desconocido aunque tradicionalmente se le
hayan otorgado los de Desiderata
o Ermengarda. Esta esposa fue repudiada
—otra costumbre condenada por la
Iglesia— cuando la política carolingia
hacia los lombardos cambió en el
año 771. El tercer matrimonio de
Carlomagno fue con Hildegard,
madre de varios de sus hijos varones
candidatos a sucederle.
Carlomagno llegó a tener dos esposas más y
varias concubinas, cuyos vástagos
fueron considerados ilegítimos.
De entre sus hijos varones
destacaron Pipino, Carlos y Luis. El primero
estuvo al frente de la
administración de los territorios italianos y el
segundo de Aquitania, colaborando
con su padre en la tarea de gobernar
el imperio. El proyecto del
emperador fue repartir su territorio entre
los tres, pero las muertes de
Pipino en el 810 y la de Carlos en el 811
dejaron como único sucesor a
Luis. Ante la perspectiva de una muerte
próxima, el propio Carlomagno lo
coronó emperador en Aquisgrán en el
813. El 28 de enero de 814
fallecía en la ciudad alemana el que había
sido el último rey de los francos
y primer emperador de Occidente desde
la caída de Roma. Su hijo Luis,
llamado el Piadoso, continuaría su obra
pero durante su reinado las
tendencias disgregadoras se hicieron más
fuertes. En el año 843, por el
Tratado de Verdún, los nietos de
Carlomagno se repartieron su
imperio. Con ello se ponía fin a una
iniciativa política que había
llevado a la unidad del Occidente
cristiano europeo bajo un solo
gobernante. Militar de aliento
inagotable, de talento político y
con visión de futuro, su mayor
aportación, en opinión del
profesor Salrach, fue que «contribuyó en gran
medida a forjar las bases de una
cierta personalidad europea, occidental
y cristiana». La mejor prueba de
ello es que el sueño de recrear el
Imperio romano de Occidente tardó
poco en retoñar en las tierras que
precisamente Carlomagno había
contribuido a incorporar a esa
cristiandad. Fue Otón I quien en
el año 962 sería coronado emperador,
fundando el Sacro Imperio Romano
Germánico, que duraría mil años y que
siempre consideraría como su
inspirador a Carlomagno.