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jueves, 30 de octubre de 2025

10 CARLOMAGNO.

 



 

 

 

El emperador europeo

 

Anualmente se concede en la ciudad alemana de Aquisgrán el premio

Carlomagno a alguna persona que se haya destacado en la defensa de

Europa y su proceso de unificación. Es uno de los galardones

internacionales más prestigiosos y el nombre y el lugar elegidos para su

concesión pretenden tener un especial simbolismo. Ambos rememoran al

fundador del Imperio carolingio, el primer imperio del Occidente

medieval. Además de ser una de las figuras más relevantes de toda la

Edad Media y de las que mayor admiración despertaron desde su muerte,

Carlomagno se ha ganado el apelativo de «padre de Europa». Dicho

sobrenombre responde al hecho de que unificó bajo su mando todas las

tierras cristianas del Occidente medieval y luchó incansablemente para

defender y extender sus fronteras. Quizá la imagen que nos ha llegado

responda más a la leyenda que a la Historia y en su vida además de luces

hubo sombras que intencionadamente se han venido orillando hasta la

actualidad. Ambas componen el perfil de una de las figuras que más

definieron la Edad Media y cuyo legado más influyó en la vida de las

generaciones que le siguieron hasta nuestros días.

 

A mediados del siglo VIII Europa se hallaba profundamente fragmentada.

Atrás habían quedado los tiempos del Imperio romano en que todo el

Mediterráneo obedecía la voluntad de los Césares. La supervivencia del

Imperio romano de Oriente como Imperio bizantino se había hecho a costa

de un mayor aislamiento de Occidente y de su redefinición desde una

identidad romana latina a otra griega que cada vez lo hacía más extraño

para sus vecinos del oeste. La irrupción del islam en el siglo VII había

supuesto el último reparto no sólo del espacio mediterráneo sino también

de Europa desde el momento en que el reino visigodo de Toledo se había

incorporado a las tierras musulmanas tras su invasión por fuerzas del

norte de África en los años 711-714.

 

Un puñado de reinos germánicos se repartían lo que quedaba de la Europa

romana, cristiana y occidental: los lombardos en el norte de Italia, los

reinos de anglos y sajones en Britannia y, el mayor de todos ellos, el

reino franco, instalado en los territorios que los romanos llamaban

Galia y Germania Inferior. El resto del territorio europeo estaba

ocupado por las tribus bárbaras que se esparcían más allá de la frontera

de Europa que habían dejado trazada desde hacía siglos los romanos y que

seguía los cauces de los ríos Rin y Danubio.

 

Estos reinos habían surgido como resultado de la fusión de los pueblos

germanos que habían penetrado en el Imperio romano desde el siglo III,

que se habían fusionado con las sociedades romanas provinciales en

diferente grado y habían constituido sus propios estados tras la caída

del Imperio romano de Occidente en el año 476. Eran reinos débiles, que

respondían a la dinámica que se planteaba en cada uno de los territorios

en que se asentaban y que no tenían una visión global heredera del

Imperio romano que les permitiese trazar un futuro estable. En una vasta

área cuyas fronteras limitaban con los dos imperios más florecientes y

avanzados del momento, el bizantino y el islámico, así como con las

tribus guerreras más salvajes y violentas, la supervivencia no estaba

asegurada, y el ejemplo de Roma era demasiado reciente como para

ignorarlo. Se trataba de plantar cara a una doble amenaza, la de la

civilización y la de la barbarie, igualmente interesadas en extender su

área de influencia por Europa. Los reinos germánicos necesitaban que

alguien garantizase la supervivencia del Occidente cristiano frente a

los múltiples peligros que lo atenazaban, y ese alguien sólo podía

surgir en el más importante de ellos, el reino franco. Sin embargo el

camino para que las circunstancias permitiesen su llegada iba a ser

tortuoso.

 

 

 

Juego de dinastías

 

Carlomagno llegó al trono en el año 768, año en que murió su padre, el

rey Pipino el Breve. Éste no pertenecía a una estirpe real y el reino

franco tampoco era una unidad fuerte en la que la sucesión dinástica

estuviese asegurada. Tras el poderoso Clodoveo, que unificó el

territorio y se convirtió al catolicismo a comienzos del siglo VI, el

reino se había hecho y deshecho constantemente cuando los reyes lo

dividían por herencia y sus sucesores luchaban para reunificarlo. Este

hecho que hoy podría parecer insólito venía determinado por la tradición

germánica, que consideraba el reino como patrimonio particular del

monarca. De hecho la dinastía de Carlomagno, los Carolingios, no eran

los reyes tradicionales de los francos, sino unos advenedizos que

llevaban poco tiempo ciñendo la corona. Con anterioridad habían sido

«mayordomos de palacio» —el más importante cargo de la corte y de la

administración— de uno de los tres reinos en que se había dividido el

reino franco a mediados del siglo VII, Austrasia. Habían demostrado un

gran poder militar al imponerse a los otros dos reinos —Neustria y

Borgoña— y al haber comenzado a luchar por asentar la frontera oriental

frente a frisones y bávaros, dos de las tribus bárbaras que amenazaban

la estabilidad de Europa.

 

En el 714 accedió al cargo de mayordomo de Austrasia el abuelo de

Carlomagno, Carlos Martel, que si no fue el fundador de la dinastía, sí

que cimentó definitivamente su poder y su prestigio. Logró reunir en su

persona los cargos de mayordomo de los tres reinos, lo que suponía aunar

prácticamente todo el poder en su persona, pese a que teóricamente éste

seguía residiendo en el rey, que pertenecía a la dinastía tradicional,

los Merovingios. Pronto le haría falta poner en marcha toda la autoridad

acumulada, puesto que en la tercera década del siglo VIII los musulmanes

de al-Ándalus cruzaron los Pirineos y comenzaron una campaña de

conquista de la Galia. El territorio sur del reino franco, el levantisco

ducado de Aquitania, cayó ante el empuje musulmán, pero un ejército

reunido por Carlos Martel logró derrotar a los andalusíes en los

alrededores de Poitiers en el año 732. Éstos se replegaron hasta un

rincón en el sudeste de la Galia, llamado Septimania, donde se hicieron

fuertes. La derrota de los Merovingios fue la legitimación moral que

permitiría el asalto de los Carolingios al trono.

 

Fue el padre de Carlomagno quien emprendió la tarea. Pipino accedió al

trono en el año 741 y diez años más tarde tomó la iniciativa de encerrar

en un monasterio al último de los Merovingios, Childerico III, y

proclamarse rey. Pese al prestigio de su padre y el suyo propio, Pipino

sabía que necesitaba un apoyo que afianzase la legitimidad de lo que no

era sino una toma del poder por la fuerza. Para ello buscó a quien mejor

le podía proporcionar legitimidad moral y espiritual, la Iglesia.

Solicitó confirmación de la usurpación al papa Zacarías, que se la

concedió a cambio de apoyo militar contra el asedio con que los

lombardos llevaban atenazando al papado desde hacía varios años. Pipino

penetró con un ejército en Italia, derrotó al rey Astolfo de los

lombardos y conquistó un conjunto de tierras que entregó al papado, y

que serían la base de los Estados Pontificios gobernados por los papas

hasta el siglo XIX. Cerró brillantemente su reinado expulsando a los

musulmanes de Septimania e imponiendo su autoridad al ducado de

Aquitania, que se había mostrado reticente ante el cambio dinástico. A

su muerte Pipino siguió la tradición germánica de repartir el reino

entre sus dos hijos: Carlos (que con el tiempo sería conocido como

Karolus Magnus, «Carlos el Grande», de donde deriva el nombre de

Carlomagno) y Carlomán. Un reino dividido y un hermano con el que

compartir el poder constituía un modesto comienzo para quien llegaría a

ser conocido como «grande» al final de su vida, pero pronto empezaría a

dar signos de que no estaba dispuesto a conformarse con lo que había

recibido por herencia.

 

 

 

Fronteras seguras, poder consolidado

 

No conocemos con seguridad la fecha ni el lugar de nacimiento de

Carlomagno. Se ha propuesto como fecha más segura el año 742, aunque

algunos historiadores la retrasan hasta el 748. En cualquier caso era un

adulto cuando llegó al poder y recibió una educación militar al lado de

su padre en sus luchas en el exterior contra los lombardos y en el

interior contra los aquitanos. Siguiendo estas enseñanzas, sus primeros

pasos se encaminaron a asegurar la tarea de su padre y fortalecer la

estabilidad militar del reino. Pero los enfrentamientos con su hermano

no facilitarían los primeros pasos. Parece que en estos momentos jugó un

importante papel de mediadora la madre de ambos, Bertrada, quien impidió

que su rivalidad llegase a conflicto abierto. En cualquier caso no

duraría mucho, ya que Carlomán falleció en el año 771 por causas

desconocidas. Carlomagno ignoró entonces los derechos de sucesión de sus

sobrinos y se hizo con la totalidad del reino, emprendiendo su tarea de

lucha en las fronteras.

 

El primer objetivo sería el frente que habían abierto sus antecesores en

el nordeste, la dominación total de Frisia (en los actuales Países

Bajos). La situación en aquella frontera era complicada. Las incursiones

de saqueo de las tribus frisonas seguían siendo frecuentes pese a las

victorias francas, y la relación que mantenían con las tribus sajonas

asentadas más al este les permitía un apoyo táctico y logístico que

dificultaba en gran medida el control de la zona. En el año 772

Carlomagno comenzó la conquista de Sajonia, ya que consideraba que sólo

sometiéndola podría establecer la paz. Le costó treinta años tener

dominado el territorio, a lo largo de los cuales se sucedieron victorias

francas y sublevaciones de la población tribal sajona. El resultado de

las primeras campañas fue de éxito. Los sajones eran un grupo tribal

heterogéneo, así que se optó por golpearles en el punto que los mantenía

unidos, la religión. Practicaban una religión animista y adoraban a las

fuerzas de la naturaleza y lugares sagrados como bosques, cuevas y

lagos. Una de las primeras acciones de Carlomagno consistió en tomar el

santuario del árbol sagrado (Irminsul) situado en Eresburg, ordenar que

fuese talado y tomar su tesoro como botín de guerra. El golpe tuvo el

efecto deseado y en poco tiempo comenzó a organizar administrativamente

y a evangelizar a Sajonia para incorporarla al reino franco. Pero un

aristócrata sajón, Widukind, se refugió entre los daneses, una tribu

vikinga que habitaba la península de Jutlandia, y preparó una rebelión

que estalló con crudeza en el año 779. Durante seis años Carlomagno tuvo

que organizar campañas anuales de castigo y conquista sistemática en las

que abundaron los episodios de crueldad. En el 782 los francos

exterminaron alrededor de cuatro mil quinientos rebeldes sajones en

Verden an der Aller, lo que supuso la matanza más famosa de una larga

serie de represalias que incluyeron también las deportaciones

colectivas. La revuelta no terminaría hasta el 785, fecha en la que

Widukind reconoció su derrota y aceptó el bautismo. A pesar de ello los

levantamientos de los sajones se repetirían periódicamente hasta que en

el año 804 la promulgación de un código de leyes que reconocía la

validez legal de las tradiciones sajonas permitió la pacificación del

territorio.

 

Otros dos éxitos vinieron a consolidar la victoria de Carlomagno en el

frente oriental. El primero fue la incorporación del ducado de Baviera a

su reino. El duque Tassilón, católico y vasallo del rey franco, intentó

sustraerse a la dependencia de éste acercándose a los lombardos. La

reacción de Carlomagno fue fulminante. En el 788 convocó una dieta

(reunión de aristócratas) en Ingelheim y ordenó la deposición del duque,

integrando el territorio en el reino franco. El otro éxito fue el ataque

y destrucción del reino de los ávaros. Éstos eran una tribu asiática

esteparia que se había instalado en la llanura del Danubio (Panonia) en

el siglo VI. Desde el momento en que se incorporó Baviera habían pasado

a ser vecinos de los francos, que no estaban muy dispuestos a consentir

sus correrías y razias por el imperio. En el año 791 Carlomagno lanzó el

primer ataque, que culminaría cinco años más tarde con la captura del

tesoro de los ávaros y la destrucción de su reino.

 

El segundo frente exterior en el que actuó Carlomagno fue Italia. Allí

la expansión del reino lombardo seguía amenazando a los papas y sus

recién adquiridos territorios, por lo que Adriano I volvió a pedir ayuda

al rey de los francos. Perpetuando la alianza forjada por su padre, en

el año 773 comenzó la invasión del reino lombardo, cuyo titular, el rey

Desiderio, era por entonces su suegro. La resistencia militar de éste no

tuvo éxito y al año siguiente Carlomagno tomó la capital del reino,

Pavía, y se hizo coronar rey con la corona de hierro de los lombardos.

Desde entonces dicho reino pasaba a ser parte integrante del franco.

Carlomagno viajó entonces a Roma y confirmó la donación de territorios

que había hecho su padre al papado. A cambio recibió del pontífice el

título de «patricio de los romanos».

 

En el año 777, en uno de los escasos momentos de paz de estos primeros

años, cuando se encontraba en su palacio de Paderborn desarrollando sus

planes para administrar y evangelizar Sajonia, le llegó una extraña

embajada. Una legación enviada por los valíes (gobernadores musulmanes)

Al-Husayn de Zaragoza y Sulayman de Barcelona acudió a pedirle ayuda, ya

que desde hacía un tiempo se habían rebelado contra la autoridad del

emir (rey) de Córdoba, Abdal-Rahmán I. Las motivaciones por las que

Carlomagno aceptó la petición de ayuda han sido discutidas, pero en

opinión del catedrático de Historia medieval José Luis Martín «le

ofrecieron la entrega de Zaragoza y con ella el control de la vertiente

sur de los Pirineos, es decir, de las tierras que habrían de servir de

protección a los dominios francos de Septimania». Fueron por tanto

motivaciones estratégicas, y no religiosas o de cruzada, las que

animaron al monarca a organizar una expedición armada para el año

siguiente. La empresa se llevó a cabo finalmente y logró la toma de

Huesca y Pamplona, pero no de Zaragoza, que contra todo pronóstico no se

entregó al ejército franco. Ante la decepción se decidió el regreso a la

Galia por el Pirineo occidental. Es éste el momento en que un grupo de

vascones tendió una emboscada en Roncesvalles a la retaguardia del

ejército y le infligió una aplastante derrota. Además de suponer un

pésimo punto final a la primera intervención de los francos en Hispania,

la escaramuza acabó convirtiéndose en el tema del primer cantar de gesta

de la literatura francesa, el Cantar de Roldán; en él se narra la

derrota del caballero Roland aunque alterando bastante la realidad

histórica ya que en el poema la iniciativa de enviar un ejército se

atribuye a Carlomagno en vez de a los rebeldes andalusíes y los

vencedores de Roldán pasan a ser musulmanes en vez de vascones. Si duda

alguna, Roncesvalles fue lo más cerca que estuvo Carlomagno de un

desastre militar.

 

Pese a todo hay historiadores que consideran que el resultado no fue tan

negativo, como Josep Maria Salrach, catedrático de Historia medieval,

quien considera que «la expedición, aunque fracasada, debió de servir

para avivar las disidencias de la zona y facilitar posteriores

tentativas carolingias». Efectivamente, en el año 785 la ciudad de

Gerona se entregó a los francos y diez años más tarde éstos avanzaban

conquistando territorios en Cataluña central (Vic, Caserras y Cardona).

La culminación llegaría en el año 801, cuando un ejército carolingio

dirigido por el hijo de Carlomagno, Luis, y en el que participaba un

grupo de godos al mando de Berda, tomaba Barcelona. Por fin se cumplía

uno de los objetivos francos en la península Ibérica y se hacía en un

momento de apoteosis para el monarca, ya que aquellos años del cambio de

siglo fueron los que marcaron su cenit, que le llevaría a dejar de ser

rey para convertirse en emperador y, por tanto, sucesor de los Césares

de Roma.

 

 

 

Un guerrero que favoreció los saberes y las artes

 

Las conquistas de sus primeras décadas de reinado y la alianza con el

papado le llevaron a una situación inédita desde la caída de Roma. Por

primera vez uno de los reinos germánicos reunía bajo su poder todas las

tierras cristianas del Occidente europeo y llevaba a cabo un esfuerzo

continuo por extender la fe de los apóstoles más allá de sus fronteras.

Carlomagno era muy consciente de esta situación y pretendió reforzar las

facetas cultural y religiosa de su mandato como un medio de reforzar su

autoridad.

 

En cuanto a la primera de estas facetas, Carlomagno fue un monarca

especialmente atento con la promoción de las letras, la educación y las

artes, que en su concepción tenían que estar subordinadas al poder.

Según el historiador Eginardo, del que nos ha llegado una biografía

contemporánea del rey, Carlomagno no era un hombre especialmente

cultivado. Hablaba con fluidez latín, entendía griego y pese a sus

reiterados intentos, nunca aprendió a escribir, más allá de su célebre

firma monogramática. Sin embargo, después de que en el 794 comenzase a

asentar la residencia de la corte en Aquisgrán (la antigua Aquis Granum

romana, así llamada por las fuentes de agua termal que en ella brotaban,

empezó a reunir un nutrido grupo de intelectuales formados en la

tradición romana de muy diversa procedencia. El anglo Alcuino de York,

el lombardo Paulo Diácono o el visigodo Teodulfo fueron tan sólo algunos

de los más importantes. La voluntad de Carlomagno a este respecto fue

clara desde el principio: deseó que en su corte se realizase un esfuerzo

para elaborar un cuerpo de textos en los que se recogiese la cultura

clásica y cristiana y que sirviese para la formación no sólo de clérigos

sino del mayor número de personas. A ello se debe una de sus medidas más

conocidas, la de que en todas las diócesis y monasterios de sus

territorios se abriese una escuela en la que pudiesen aprender los

conocimientos elementales todos los niños, cuya asistencia era

obligatoria. Pese a que el cumplimiento de la medida fue muy limitado,

se trataba del intento más importante de mejorar la formación del

conjunto de la población en varios siglos.

 

En todo este esfuerzo de promoción de la cultura había un claro

propósito de conectar con el mundo romano. A ello se debía que todos los

sabios que reunió en Aquisgrán fuesen clérigos, puesto que la Iglesia

había sido el principal depositario de la cultura grecolatina desde la

caída del Imperio de Occidente. Otra muestra de ello fue la acuñación de

monedas en cuyo anverso figuraba el perfil de Carlomagno ataviado con

vestimenta romana, corona de laureles al estilo de los Césares y con la

leyenda Karolus Imp[erator] Aug[ustus] («Carlos Emperador, Augusto»). Se

trataba de salvar y rehabilitar la cultura de la antigua Roma poniéndola

a disposición de la población de finales del siglo VIII. Debido a la

magnitud de este proceso cultural y artístico se ha hablado de un

Renacimiento carolingio que, más allá de sus logros, supuso el

desplazamiento de los núcleos culturales desde el Mediterráneo hasta

Europa central y septentrional.

 

Desde los primeros momentos de su reinado la política religiosa jugó un

papel trascendental en el quehacer de Carlomagno. Así, toda su actividad

conquistadora en las fronteras orientales se vio acompañada de una

evangelización sistemática —y forzada— de los vencidos; era una forma

más de reforzar su sujeción a la autoridad conquistadora. Pero además

desarrolló una política de elevación de la monarquía atribuyéndole una

función sacerdotal, de intermediario entre Dios y los hombres. Una

plasmación sublime de esta concepción nos la legaría en el ámbito de la

arquitectura, ya que la capilla palatina de Aquisgrán (prácticamente el

único ejemplo de arquitectura carolingia que nos ha llegado en buen

estado de conservación) se concibió para plasmar esta concepción de la

religión al servicio del poder. La capilla se construyó entre los años

792 y 798 y se debe al arquitecto Eudes de Metz, aunque se ha discutido

mucho sobre la intervención del propio Carlomagno en su diseño. Se trata

de la capilla del antiguo palacio imperial —hoy desaparecido— construida

con una planta octogonal y cubierta con una cúpula al modo de las

iglesias de los últimos años del Imperio romano (sobre todo las

edificadas en Rávena, última capital del imperio) y las construidas por

los emperadores bizantinos en Constantinopla. En ella el espacio

reservado al trono del monarca se ubicaba en el piso superior, con

visión directa sobre el altar situado en la planta inferior, que estaba

reservada al sacerdote y el público, y la cúpula superior, en la que un

mosaico representaba una imagen apocalíptica de Cristo. El mensaje que

transmitía no admite dudas. Según la profesora de Arqueología Gisela

Ripoll, «reflejaba la prepotente posición del soberano como vicarius Dei

[vicario de Dios], es decir, ocupaba un lugar más cercano a Cristo,

puesto que los fieles tenían su lugar en la planta baja». La capilla,

dedicada al Salvador y a la Virgen, fue consagrada por el papa León III

en el año 805, muestra de que el pontífice no pudo o no tuvo mucho

inconveniente en transigir con esta concepción de la figura de un

monarca sacerdote. Era lógico que no lo tuviese, pues él mismo se había

encargado de otorgársela cinco años antes en la forma de una corona

imperial.

 

 

 

La renovación del Imperio Romano

 

Lo cierto es que las relaciones entre el rey carolingio y el papado se

habían ido estrechando con anterioridad. En la última década del siglo,

los intelectuales del círculo palatino habían desarrollado la idea de

que Carlomagno, como único monarca que regía el Occidente cristiano

(exclusión hecha de las islas Británicas y el reino de Asturias en la

península Ibérica), merecía ejercer una supremacía sobre el resto de

monarcas del momento, que tenía su adecuada plasmación en la renovación

del Imperio romano en su persona. El papa León III, que se había visto

forzado a pedir ayuda a Carlomagno debido a que veía peligrar su

posición por una revuelta del patriciado romano, aceptó la idea pero

trató de volverla en su favor. El emperador acudió a Roma con una fuerza

armada para reinstalar al Papa y, en la misa del gallo en la basílica de

San Pedro del Vaticano del año 800, fue coronado emperador. Las fuentes

de la época nos han transmitido el relato inverosímil de un Carlomagno

coronado por sorpresa por una iniciativa espontánea del pontífice. Hoy

sabemos que lo que sucedió es que tras una negociación entre el círculo

papal y el del rey franco se decidió emplear el ritual de coronación

bizantino pero invirtiendo el orden de éste: primero se coronó emperador

a Carlomagno y después se invitó a la asamblea del pueblo a aclamarle.

Con ello el soberano franco mantenía la legitimidad religiosa de su

nueva dignidad imperial pero el Papa conseguía que se diese la imagen de

que él era la fuente del poder imperial y que sólo los obispos de Roma

tenían la potestad de coronar emperadores. Muy posiblemente Carlomagno

no percibió el gesto como un menoscabo de su posición puesto que él era

más poderoso y el papado estaba debilitado y dependía de él política y

militarmente. Pero los papas habían asentado un mecanismo del que

sacarían mucho provecho en el futuro. De hecho los pensadores de la

política de los siglos posteriores dedicarían buena parte de su esfuerzo

a dilucidar quién estaba por encima dentro del pueblo cristiano. La

lucha entre el supremo poder eclesiástico y el civil estaba servida.

 

Carlomagno no dudó desde su nueva posición imperial en tomar decisiones

de política religiosa e incluso de carácter doctrinal. En opinión del

catedrático de Historia medieval Emilio Mitre, «Carlomagno nunca se

planteó dejar al Papa un importante papel ni político, ni tan siquiera

teológico dentro del regnum christianum [reino cristiano]». El monarca

que tenía a Europa bajo su mando ejercía ahora una función sagrada de

mediación con Dios y sus disposiciones en cuestiones incluso de

organización eclesiástica fueron aceptadas por el Papa. De hecho,

Carlomagno ya había convocado sínodos de obispos para solventar

problemas doctrinales y de carácter administrativo con anterioridad. Un

ejemplo evidente fueron los que convocó para luchar contra la herejía.

Cuando los obispos de la península Ibérica se reunieron en un concilio

en Sevilla en el año 784 por el que adoptaron oficialmente la teoría del

adopcionismo (que afirmaba que en cuanto a su naturaleza humana Cristo

era hijo adoptivo de Dios), Carlomagno convocó una serie de concilios

—el primero de ellos en Ratisbona en el 792— en los que declaró herética

esta doctrina y obligó a retractarse a uno de sus promotores, el obispo

Félix de Urgel, que era una de las diócesis reinstauradas por Carlomagno

en Cataluña.

 

Por tanto la imagen del monarca piadoso al servicio de la Iglesia que en

ocasiones se ha querido presentar de Carlomagno no encaja bien con la

evidencia histórica. De nuevo en opinión del catedrático de Historia

medieval Emilio Mitre, «Carlomagno fue presentado por su biógrafo

Eginardo (…) como un cristiano ejemplar. Sin embargo, sus

comportamientos religiosos estaban plagados de sombras: la actitud

despótica con la que trató frecuentemente al papado; sus reiteradas

interferencias en nombramientos y asuntos eclesiásticos; su brutalidad

en el sometimiento y evangelización de los sajones; su vida familiar un

tanto irregular…». No fue la santidad la que le permitió reconstruir un

imperio en Occidente, y en los años siguientes tampoco sería la que

mantendría y acrecentaría su poder.

 

 

 

Final de un reinado… ¿y final de un sueño?

 

Los años que siguieron a la coronación imperial en Roma fueron años de

consolidación de un poder que no tenía contestación posible en todo

Occidente. La refundación de un imperio en Europa occidental que se

declaraba heredero del romano no cayó nada bien en Constantinopla.

Aunque el poder de los emperadores bizantinos en Occidente se reducía

desde hacía años al sur de Italia, éstos no estaban muy dispuestos a

renunciar a la universalidad del título de emperador de Roma que seguían

ostentando. La tensión no tardó en convertirse en enfrentamientos

armados reiterados que tuvieron por escenario los territorios

fronterizos entre los dos imperios: Venecia, la península de Istria y la

costa dálmata. Pese a un primer tratado de paz firmado con el emperador

Nicéforo en el 803, dos años más tarde volvieron a estallar las

hostilidades y no fue hasta el 812 cuando Miguel I reconoció el título

imperial de Carlomagno a cambio de la soberanía bizantina sobre Venecia,

Istria y Dalmacia. Pasarían más de trescientos años hasta que volvieran

a coexistir dos imperios romanos en Europa.

 

En el resto de territorios del imperio, los años iniciales del siglo IX

fueron de nueva expansión militar y tuvieron por resultado el

acrecentamiento de los territorios bajo soberanía carolingia. Esta

ofensiva permitió a Carlomagno incorporar en el año 804 todos los

territorios germanos hasta el río Elba, lo que suponía lograr extender

la frontera de la civilización europea más allá del Rin, donde los

romanos la habían dejado setecientos años atrás. Al año siguiente, su

hijo Carlos continuó las campañas en el este de Europa y comenzó a

luchar con los checos, el primer pueblo de origen eslavo que había

llegado a las fronteras del imperio. En el 808 su hijo Luis continuó las

conquistas en Hispania, apoderándose de la plaza andalusí de Tarragona y

llegando casi hasta el Ebro. En el 810 Carlomagno concertó la paz con

los daneses, el pueblo vikingo más cercano al imperio, ya que pocos años

antes habían comenzado las oleadas de pillaje de algunos de estos

pueblos en las islas Británicas. A comienzos de la segunda década del

siglo, Carlomagno tenía un imperio seguro que dejar a sus sucesores.

 

Parte importante de esa seguridad partía además de la administración y

el estilo de gobierno que había implantado, cuya base estaba en la

aceptación de las limitaciones que imponía un territorio tan vasto y

heterogéneo. Por ello aceptó la diversidad de los territorios que

gobernaba y de sus leyes y tradiciones, pero se reservó para sí el

ejercicio de algunas competencias con el objeto de dar unidad y

coherencia al imperio, como las fiscales, económicas y eclesiásticas.

Reformó las medidas, las unidades de cuenta y el sistema monetario, que

se basó en el denario de plata. Dividió el territorio en unidades

territoriales uniformes llamadas condados, de los que hubo más de

doscientos, al frente de los cuales situó a un conde que disponía en su

territorio de las mismas prerrogativas y dictaba justicia en su nombre.

En las fronteras creó unos departamentos especiales, llamados marcas, a

cuya cabeza puso a unos gobernadores con el nombre de «marqueses», cuyos

poderes eran mayores que los de los condes para poder hacer frente a las

situaciones de peligro inherentes a los territorios fronterizos. Creó un

cuerpo de delegados imperiales que recorrían el imperio inspeccionando

el cumplimiento de sus órdenes, llamados missi dominici («enviados del

emperador»). Mantuvo unido el ejército otorgando a sus subordinados

tierras en usufructo, lo que constituiría el origen del régimen feudal

en Europa. En definitiva, adaptó los instrumentos del poder de los

reinos germánicos a la nueva realidad imperial y en la medida de las

posibilidades creó un aparato de gobierno eficiente para todo el

territorio que gobernó.

 

En este aspecto se ayudó de sus hijos. Carlomagno en su vida privada

siguió el concepto germánico de matrimonio, carente de cualquier valor

sagrado y en el que se admitían como legales las uniones de carácter

privado, en contra del criterio de la Iglesia, que las rechazaba. En

este sentido, el matrimonio se entendía como un medio de asegurar la

descendencia y trazar alianzas familiares. De hecho, la primera unión

del emperador —con Himiltrude, madre de su primer hijo, Pipino— fue una

de estas uniones privadas. El hecho de que al niño se le pusiese el

nombre de su abuelo y que fuese considerado su heredero da una muestra

de hasta qué punto se consideraban estas uniones como algo válido entre

los francos. Un segundo matrimonio lo unió con la hija del rey lombardo

Desiderio, cuyo nombre real es desconocido aunque tradicionalmente se le

hayan otorgado los de Desiderata o Ermengarda. Esta esposa fue repudiada

—otra costumbre condenada por la Iglesia— cuando la política carolingia

hacia los lombardos cambió en el año 771. El tercer matrimonio de

Carlomagno fue con Hildegard, madre de varios de sus hijos varones

candidatos a sucederle. Carlomagno llegó a tener dos esposas más y

varias concubinas, cuyos vástagos fueron considerados ilegítimos.

 

De entre sus hijos varones destacaron Pipino, Carlos y Luis. El primero

estuvo al frente de la administración de los territorios italianos y el

segundo de Aquitania, colaborando con su padre en la tarea de gobernar

el imperio. El proyecto del emperador fue repartir su territorio entre

los tres, pero las muertes de Pipino en el 810 y la de Carlos en el 811

dejaron como único sucesor a Luis. Ante la perspectiva de una muerte

próxima, el propio Carlomagno lo coronó emperador en Aquisgrán en el

813. El 28 de enero de 814 fallecía en la ciudad alemana el que había

sido el último rey de los francos y primer emperador de Occidente desde

la caída de Roma. Su hijo Luis, llamado el Piadoso, continuaría su obra

pero durante su reinado las tendencias disgregadoras se hicieron más

fuertes. En el año 843, por el Tratado de Verdún, los nietos de

Carlomagno se repartieron su imperio. Con ello se ponía fin a una

iniciativa política que había llevado a la unidad del Occidente

cristiano europeo bajo un solo gobernante. Militar de aliento

inagotable, de talento político y con visión de futuro, su mayor

aportación, en opinión del profesor Salrach, fue que «contribuyó en gran

medida a forjar las bases de una cierta personalidad europea, occidental

y cristiana». La mejor prueba de ello es que el sueño de recrear el

Imperio romano de Occidente tardó poco en retoñar en las tierras que

precisamente Carlomagno había contribuido a incorporar a esa

cristiandad. Fue Otón I quien en el año 962 sería coronado emperador,

fundando el Sacro Imperio Romano Germánico, que duraría mil años y que

siempre consideraría como su inspirador a Carlomagno.

 

 1998 por Paya Frank

09 MAHOMA.

 



 

 

 

·       El padre del islam

 

·       Cerca de mil millones de personas en todo el mundo profesan la

·       religión musulmana, es decir, creen en un único Dios, Allah, que

·       reveló su voluntad a los hombres a través de un profeta, Mahoma. En un

·       momento de la Historia en que la situación política internacional

·       parece más que nunca favorecer el distanciamiento del mundo

·       occidental, de tradición cristiana, del islámico, cabe preguntarse

·       quién fue ese hombre de origen humilde, huérfano, que no sabía ni leer

·       ni escribir y que se dedicaba al comercio, pero que dio pie a una de

·       las tradiciones religiosas más importantes y ricas del mundo. Mahoma

·       logró en vida unificar las tribus de Arabia formando una única

·       comunidad política y religiosa, y tan sólo cien años después de su

·       muerte su legado espiritual y político fue capaz de sostener un

·       imperio que iba desde el norte de África hasta la India. Las claves

·       que explican tan imponente obra deben buscarse en su vida.

 

·       Aunque el proceso de construcción de la religión musulmana es uno de

·       los que mejor se conocen históricamente, las fuentes de que disponen

·       los historiadores para reconstruir la vida de Mahoma y los orígenes

·       del islam son relativamente escasas. Principalmente se trata del

·       Corán, o libro sagrado de los musulmanes, que recoge la revelación

·       hecha por Allah a Mahoma, el relato biográfico que sobre el Profeta

·       compuso Ibn Ishaq más de un siglo después de su muerte, y el hadit, o

·       conjunto de dichos y hechos atribuidos a Mahoma que se transmitieron

·       oralmente hasta que en el siglo IX fueron puestos por escrito. Resulta

·       por tanto difícil distinguir los hechos históricamente contrastables

·       del resto de elementos que conforman la tradición, si bien ésta ofrece

·       un relato coherente sobre la vida de Mahoma.

 

 

 

·       Una infancia difícil

 

·       Mahoma nació en el año 570 de la era cristiana en la ciudad de La

·       Meca, en la actual Arabia Saudí. Por entonces la península Arábiga

·       estaba habitada fundamentalmente por grupos tribales tanto nómadas

·       como sedentarios. Los primeros se dedicaban al pastoreo y al comercio,

·       mientras que los segundos se asentaban en los escasos enclaves

·       fértiles en los que era posible practicar la agricultura. En ambos

·       casos la unidad esencial de la organización social era la tribu cuyos

·       miembros reconocían unos antepasados comunes aunque no existiese entre

·       ellos vínculos de sangre. Cada tribu a su vez se dividía en múltiples

·       clanes entre cuyos integrantes sí existían lazos de parentesco.

·       Entender la forma en que se organizaba la sociedad árabe de la época

·       resulta indispensable para comprender hasta qué punto la labor llevada

·       a cabo por Mahoma fue revolucionaria, pues a su muerte había logrado

·       establecer un nuevo modo de organización social no basado en la tribu

·       ni en los lazos de sangre, sino en la profesión de una fe común.

 

·       Mahoma pertenecía a la tribu de los Qurays (qurasíes) y dentro de ella

·       al clan de los Hasim (hasimíes) que se dedicaba al comercio y gozaba

·       de cierta relevancia dentro de la tribu. La Meca, pese a estar ubicada

·       en una zona particularmente árida e inhóspita, era una de las ciudades

·       más prósperas de Arabia, en parte por su importante actividad

·       comercial (sobre todo en relación con el vecino Imperio bizantino) y

·       en parte porque en ella se encontraba uno de los principales

·       santuarios y puntos de peregrinación para los árabes, la Kaaba. Se

·       trataba (y se trata) de un gran santuario de forma cúbica en uno de

·       cuyos ángulos se encontraba la gran Piedra Negra (probablemente un

·       meteorito) a la que entonces se rendía culto. Según la tradición, el

·       santuario había sido creado originalmente por Adán, pero tras el

·       Diluvio el patriarca bíblico Abraham lo habría reconstruido engastando

·       en su ángulo sudeste la Piedra Negra que le habría entregado el

·       arcángel san Gabriel. La tribu a la que pertenecía Mahoma, los

·       qurasíes, era la más importante de La Meca puesto que tenía a su

·       cuidado la custodia de la Kaaba.

 

·       Desde el punto de vista religioso, la Arabia del siglo VI puede

·       dibujarse como un gran cruce de tradiciones. Por una parte, había

·       amplios grupos de población cristiana, así como de judíos y algunos

·       más pequeños seguidores del zoroastrismo persa. Junto con ellos

·       coexistía la religión politeísta de la mayor parte de las tribus

·       árabes que, en palabras del profesor de Historia medieval Eduardo

·       Manzano, podría definirse como «un paganismo que tenía muchos puntos

·       de contacto con otras religiones politeístas de origen semítico». En

·       la Kaaba se rendía culto a multitud de dioses y espíritus

·       representados mediante ídolos más o menos toscos y también mediante

·       piedras, aunque el santuario estaba especialmente dedicado a las tres

·       diosas principales, Al-Uzza (identificada con el planeta Venus),

·       Al-Lat (que correspondía con el Sol, que es femenino en árabe) y Manat  (el destino). Las tres diosas eran consideradas hermanas e hijas de un  gran dios que tenía preeminencia sobre el resto, Allah. Pero la  influencia de las religiones monoteístas también se hacía notar en la  tradicional religiosidad árabe y no faltaban quienes eran monoteístas,  los llamados hanifes.

 

·       Según la tradición musulmana, poco antes del nacimiento de Mahoma la

·       situación en Arabia, y especialmente en La Meca, había llegado a un

·       grado de laxitud religiosa que hacía que parte del pueblo árabe

·       desease la pronta venida de un hombre, un profeta, que diese un vuelco

·       a la situación. A ello se unirían los desmanes que los enriquecidos

·       mequíes cometían con los grupos menos favorecidos y que habrían

·       llevado a una corrupción de las costumbres propias de los beduinos de

·       la que, según este relato, escapaban los qurasíes. Y precisamente en

·       esa situación se produjo el nacimiento de Mahoma, el hijo de un

·       camellero qurasí llamado Abd Allah que dejó a su hijo huérfano unos

·       pocos meses antes de nacer. La escasez de recursos de su madre Amina

·       unida a la costumbre de enviar a los hijos de los notables de La Meca

·       a criar con una nodriza en las tribus del desierto para asegurar su

·       educación en la tradición, motivó que siendo aún muy pequeño Mahoma

·       fuese entregado a una nodriza, Halima, del clan de los Saad, que llevó

·       al niño a las regiones montañosas de Taif donde aprendería a cuidar el

·       ganado al tiempo que las costumbres de las tribus árabes.

 

·       La tradición rodea de hechos sorprendentes el nacimiento de Mahoma,

·       tales como que una estrella en el cielo avisó del suceso a los judíos

·       del oasis de Yatrib, que los magos persas de Zaratustra vieron

·       apagarse el fuego sagrado que ardía en su templo desde hacía mil años,

·       o que la luz de la noche se hizo tan intensa que su madre pudo ver

·       desde La Meca el zoco de Damasco. Lo que sí parece probable es que,

·       siguiendo la costumbre árabe, al recién nacido se le cortase el pelo

·       para entregar su peso en oro como limosna a los pobres. Sea como

·       fuere, el niño fue enviado al desierto y no volvería a ver a su madre

·       hasta los seis años, si bien también entonces sería por muy breve

·       espacio de tiempo. Poco después de su reencuentro, la madre de Mahoma

·       también falleció, por lo que durante los dos siguientes años de su

·       vida el pequeño quedó bajo el cuidado de su abuelo paterno Abd

·       al-Muttalib que murió cuando Mahoma tenía ocho años. En esa situación

·       el clan pasó a ser el protector del menor que quedó confiado a su tío

·       Abu Talib.

 

·       Abu Talib, al igual que su padre y su hermano, era un importante

·       comerciante por lo que desde niño Mahoma se acostumbró a viajar con él

·       en sus grandes caravanas de camellos. En sus frecuentes viajes Mahoma

·       pudo contactar con las múltiples corrientes religiosas de Arabia, de

·       ahí que las fuentes musulmanas recojan el encuentro de carácter

·       profético que tuvo su tío con un monje eremita del desierto de Siria.

·       Según este relato, un día la caravana de Abu Talib llegó a la hermosa

·       ciudad cristiana de Bosra donde había un eremita llamado Bahira que

·       nunca se acercaba a los comerciantes que paraban por allí. Sin

·       embargo, poco antes de la llegada de la caravana en la que venía

·       Mahoma junto con su tío, Bahira tuvo un sueño en el que vio acercarse

·       a un grupo de camelleros uno de los cuales tenía la cabeza rodeada por

·       una aureola y sobre él flotaba una nube. Cuando llegaron los

·       comerciantes Bahira se dirigió a ellos e incluso compartió con algunos

·       su comida, y viendo a Mahoma reconoció al camellero de su sueño por lo

·       que se dirigió a él y le dijo: «Tú eres el enviado de Dios, el profeta

·       que anuncia mi libro santo». Llegado el momento de despedirse, Bahira

·       advirtió a Abu Talib que cuidase del niño pues si, especialmente los

·       judíos, veían en él lo mismo que él había reconocido, querrían hacerle

·       daño.

 

·       Bajo los cuidados atentos de su tío, Mahoma aprendió todo lo necesario

·       para desempeñar el oficio de comerciante —lo que no incluía ni leer ni

·       escribir— por lo que con veinticinco años ya se había ganado una buena

·       reputación como tal. Fue entonces cuando por sus virtudes una joven y

·       rica viuda de La Meca veinticinco años mayor que él, Jadiya, se fijó

·       en Mahoma. Jadiya gozaba de una posición muy desahogada gracias a su

·       actividad comercial, de modo que pronto decidió pedir a Mahoma que

·       entrase a su servicio como comerciante. Pero la intención de Jadiya

·       era convertir a Mahoma en su esposo y finalmente se lo hizo saber

·       mediante una proposición de matrimonio. Pese a la diferencia de edad,

·       Mahoma aceptó, y si bien es cierto que el matrimonio supuso su ascenso

·       social y económico, también lo es que debió de tratarse de un

·       matrimonio excepcionalmente bien avenido y enamorado ya que, aun a

·       pesar de que Jadiya sólo le dio hijas, Mahoma le fue fiel mientras

·       vivió y no desposó a ninguna otra mujer hasta después de su muerte. El

·       matrimonio se celebró el año 595 y Mahoma continuó trabajando como

·       mercader pero sin las duras condiciones que había conocido hasta

·       entonces. En el clan de su esposa conoció a muchos hombres de

·       costumbres piadosas que sin ser ni judíos ni árabes creían en la

·       existencia de un único Dios, es decir, eran hanifes. Probablemente

·       estos contactos, unidos a los conocimientos adquiridos en sus muchos

·       viajes como comerciante sobre las grandes tradiciones religiosas

·       presentes en Arabia, fueron moldeando la espiritualidad de Mahoma, que

·       poco a poco comenzó a compartir el gusto de algunos hombres de la

·       época de retirarse a orar y meditar en algunos montes o cuevas

·       cercanas a La Meca. Su fama de hombre justo, caritativo y piadoso fue

·       creciendo paulatinamente en la ciudad y llegó a alcanzar un notable

·       reconocimiento público.

 

·       De esta forma apacible transcurrió la vida del futuro Profeta hasta

·       los cuarenta años, edad en la que sufrió su primera experiencia y a

·       partir de la cual cambiaría radicalmente su mundo. La figura de Jadiya

·       desempeñaría entonces un papel de primer orden y Arabia conocería un

·       proceso de cambio religioso y político tal que nada volvería a ser

·       como hasta entonces. El vaticinio del eremita Bahira se convertiría en

·       una deslumbrante realidad pero, como recuerda la profesora Anne-Marie

·       Delcambre, «la visión del monje hubiera sido más acertada si hubiese

·       puesto en guardia a Mahoma y a su tío contra su propio pueblo».

 

 

 

·       La revelación

 

·       Mahoma había tomado por costumbre retirarse periódicamente a orar a

·       una gruta situada en el monte Hira (también llamado Jabal al-nur o  «monte de la luz») a pocos kilómetros de La Meca. Según la tradición  islámica, estaba rezando cuando se le apareció el arcángel Gabriel que  le exhortó a leer en un libro y le anunció su condición de Profeta.

·       Ibn Ishaq, empleando los versículos del Corán, recoge lo sucedido del

·       siguiente modo: «Cuenta el Profeta a ese respecto. Dormía cuando [el

·       arcángel Gabriel] me trajo un paño de seda con un libro. Me dijo,

·       ¡lee! Yo le dije, ¡no leo! Entonces me sofocaba con el libro de tal

·       modo que pensé que iba a morir. Enseguida me soltó y repitió, ¡lee! Yo

·       repliqué otra vez, ¡no leo!». Así sucedió hasta tres veces más hasta

·       que finalmente Mahoma preguntó: «¿Qué debo leer?» Y el ángel

·       respondió: «¡Predica en el nombre de tu Señor, el que te ha creado!

 (…) Y así leí esas palabras y Gabriel me dejó. Al despertar me pareció  que aquellas palabras habían quedado grabadas en mi corazón. Salí de  la gruta y, mientras estaba de pie en el monte, oí una voz del cielo  que me llamaba y decía, ¡Mahoma! Tú eres el enviado de Dios y yo soy  Gabriel».

 

·       Aterrado y lleno de agitación al no entender lo que le sucedía, Mahoma

·       regresó a su casa. Temía haber oído la voz de algún demonio y así se

·       lo contó a Jadiya: «Por Dios te juro Jadiya que jamás he odiado nada

·       como los ídolos y los adivinos paganos, pero ahora tengo miedo de ser

·       yo mismo un adivino de esa índole, pues he visto luces y oído voces».

·       Jadiya, convencida de que su esposo había visto y oído al arcángel

·       Gabriel, le consoló y tranquilizó. Quiso además pedir el consejo de un

·       amigo de la familia, el hanif Waraqah ibn Naufal, quien tras escuchar

·       el relato sentenció: «Si eso es verdad, Mahoma es el Profeta de

·       nuestro pueblo». Ibn Naufal conocía la tradición profética cristiana y

·       judía, por lo que rápidamente relacionó la experiencia de Mahoma con

·       las descritas por los profetas de aquellas religiones, y también por

·       ello anunció a Mahoma que como Profeta le esperaba la persecución y

·       expulsión de su pueblo.

 

·       A pesar de las palabras tranquilizadoras de Jadiya, Mahoma continuó

·       atribulado pues las revelaciones continuaron durante un tiempo sin que

·       supiese bien qué mensaje quería Dios transmitirle con ellas. Aunque

·       las revelaciones le llegaban en momentos de trance en los que con

·       frecuencia tenía fiebre y temblores, Mahoma fue paulatinamente

·       aceptando el papel que parecía que Dios había escogido para él. Sin

·       embargo, cuando comenzó a resignarse, las revelaciones desaparecieron

·       súbitamente. Éste es el período que la tradición islámica denomina

·       fatra y que según las distintas fuentes pudo prolongarse entre seis

·       meses y tres años. Mahoma pasó entonces una etapa de gran sufrimiento

·       espiritual pues era el hombre que, sin esperarlo, Dios había escogido

·       para hacerle saber su voluntad y ahora parecía que Éste lo había

·       abandonado de forma asimismo inesperada. Cabe imaginar las dudas y

·       angustias que debió de sentir al pensar que quizá sus actos podían

·       haber ofendido a Dios. Pero finalmente la etapa de silencio terminó y

·       las revelaciones volvieron y así un día escuchó: «Tu Señor no te ha

·       abandonado ni te aborrece. La última vida será para ti mejor que la

·       primera. Tu Señor te dará y quedarás satisfecho».

 

·       A partir de ese momento Mahoma percibió con entera claridad la misión

·       que como Profeta Dios le encomendaba. Debía predicar entre los hombres

·       la existencia de un único Dios, Allah, que habría de recompensar a los

·       buenos y castigar a los malvados a la llegada del Juicio Final. Por

·       ello debían someterse a su voluntad, abandonar sus riquezas y la

·       corrupción de sus costumbres, renunciar a la avaricia y el engaño,

·       tratar con caridad a los pobres, oprimidos y despojados… El mensaje

·       profético de Mahoma no podía ser menos éticamente o moralmente

·       censurable, ni más contrario a los intereses comerciales y económicos

·       de los grupos dominantes de La Meca. El mensaje del nuevo Profeta no

·       sólo ponía en entredicho la acumulación de riqueza en manos de unos

·       pocos y el modelo social mequí, sino que además hacía peligrar algo

·       que era esencial en el mismo, el papel de la Kaaba como santuario

·       politeísta y por tanto como punto de atracción de peregrinos y de los

·       beneficios que su presencia reportaban. Por otra parte, no pocos

·       mequíes sentían que las palabras de Mahoma eran un ataque declarado a

·       sus dioses y creencias, de modo que cuando éste comenzó su predicación

·       pública en torno al año 610, sus palabras no fueron precisamente bien

·       acogidas. Conforme las revelaciones continuaron, Mahoma, siguiendo con

·       la importantísima tradición de los poetas en el mundo árabe, las iba

·       memorizando y recitando públicamente (la palabra «Corán» procede del

·       término árabe con el que se designa la recitación oral solemne,

·       quran). Los primeros creyentes de la primitiva comunidad islámica

·       fueron algunos miembros de la familia del Profeta —su mujer Jadiya, el

·       hanif Ibn Naufal, el antiguo esclavo adoptado por Mahoma Zayd y su

·       primo Alí— y un influyente comerciante de paños, Abu Bakr, que

·       llegaría a convertirse en uno de los cuatro primeros califas. Más

·       tarde comenzaron a unírseles algunos de los mequíes menos influyentes

·       o más jóvenes, es decir, aquellos que más podían desear el cambio que

·       predicaba el Profeta. En la medida en que iba ganando seguidores su

·       presencia comenzó a resultar más incómoda en la ciudad, por lo que la

·       oposición inicial fue transformándose en abierto rechazo. Como indica

·       el profesor de Teología Adel-Theodor Khoury, «la resistencia adquirió

·       forma de persecución cuando los habitantes de La Meca comprobaron que

·       con la nueva predicación no sólo se ponía en tela de juicio su estilo

·       de vida, sino que también se veían amenazados sus pingües negocios en

·       torno a la Kaaba».

 

·       En un primer momento los miembros más poderosos de los qurasíes, que

·       conviene no olvidar que controlaban el santuario, trataron de

·       convencer a Mahoma para que abandonase su predicación. Para ello

·       recurrieron a la intermediación de su tío Abu Talib, que era además el

·       jefe del clan al que pertenecía Mahoma. Aunque el Profeta sentía gran

·       cariño por el hombre que le había criado no renunció a continuar con

·       su misión, pues estaba convencido de que ésa era la voluntad de Dios.

·       Según la tradición islámica, los qurasíes trataron de convencerle de

·       todas las formas posibles e incluso llegaron a ofrecerle dinero o le

·       pidieron que realizase algún tipo de milagro. Pero Mahoma continuó

·       firme en su postura y reprochó a los qurasíes su negación a creer en

·       el mensaje del único y verdadero Dios, Allah. La situación estaba

·       servida para que terminase estallando el enfrentamiento entre

·       musulmanes (término que quiere decir «los que se someten» a la

·       voluntad de Dios) y mequíes.

 

·       A los primeros comenzaron a tratarlos como proscritos: se les negaba

·       el trabajo y se prohibía su contacto así como el comercio o el

·       matrimonio con ellos. En aquellas duras circunstancias Mahoma perdió

·       primero a su esposa, pues Jadiya murió el año 619, y poco después a su

·       tío Abu Talib. Con ello el Profeta quedaba completamente desprotegido

·       ya que su tío, como cabeza del clan, había garantizado la protección

·       de éste para Mahoma según las costumbres árabes. La muerte de Abu

·       Talib supuso que su lugar en el clan fuese ocupado por su hermano Abu

·       Lahab, uno de los principales defensores de los intereses comerciales

·       vinculados a la Kaaba y al que Mahoma había acusado abiertamente de

·       idólatra por ello. Tal acusación representaba para los árabes un

·       ataque a todo el clan por lo que, como afirma Anne-Marie Delcambre,  «Mahoma se convirtió en un objeto de horror, en un hombre fuera de la  ley, que había vulnerado la ley del clan. Un hombre excluido de su  clan era un hombre socialmente muerto: cualquiera podría matarle,  venderle o maltratarle, sin temor a venganza alguna porque su clan ya  no le defendería». La situación para Mahoma y sus seguidores se había  vuelto insostenible en La Meca. Se imponía salir de la ciudad, pero el  camino a seguir habrían de indicarlo unos peregrinos recién llegados  desde el oasis de Yatrib.

 

 

 

·       La hégira y la vida en Medina

 

·       En el verano del año 620, varios peregrinos del oasis de Yatrib se

·       dirigieron a La Meca para acudir conforme a la costumbre a la Kaaba.

·       Según la tradición, allí encontraron predicando a Mahoma y quedaron

·       impresionados por sus palabras y el profundo convencimiento con que

·       las decía. En Yatrib existía una tensa situación motivada por los

·       inacabables enfrentamientos entre las dos tribus que se disputaban el

·       predominio sobre la ciudad, los Aws y los Jazray. A través de los

·       peregrinos había llegado la noticia de la existencia de un hombre en

·       La Meca que se proclamaba enviado de Dios y los miembros de ambas

·       tribus pensaron que si le pedían que se asentase en la ciudad podría

·       ejercer de mediador en sus querellas. Al año siguiente cinco de los

·       peregrinos que habían visto a Mahoma regresaron a buscarle acompañados

·       de otros siete para trasladarle la oferta, y, tras largas

·       negociaciones, en julio del año 622 Mahoma emprendió con buena parte

·       de sus seguidores el viaje a Yatrib. Desde entonces la ciudad pasaría

·       a llamarse Medina (Madinat al-Nabi o «la ciudad del Profeta») y la

·       emigración del Profeta y los primeros musulmanes desde La Meca a

·       Medina se convertiría en el punto de arranque del cómputo temporal del

·       mundo islámico. Es la llamada Hégira.

 

·       La importancia crucial atribuida a la Hégira radica en que

·       precisamente a partir del momento en que Mahoma se asentó en Medina

·       nació la comunidad musulmana como tal y se definieron los principios

·       básicos que rigen a toda sociedad islámica. Los cristianos calculan

·       los años tomando como punto de partida el nacimiento de Cristo, pues

·       se considera que ése es el momento en que Dios se encarna en un hombre

·       con la misión de salvar a la humanidad de sus pecados. Sin embargo, en

·       la religión musulmana el nacimiento del Profeta no es el momento

·       crucial para la humanidad, pues no se le considera un ser divino, sino

·       que lo es aquel en el que la revelación de Mahoma se hace realidad

·       palpable con la creación de la comunidad de los musulmanes, de ahí que

·       los musulmanes de todo el mundo calculen los años desde el 16 de julio

·       del año 622. Los distintos pactos acordados entre Mahoma y los

·       habitantes de Medina se designan con el erróneo nombre de  «Constitución de Medina», ya que no se trata de lo que entendemos  actualmente por una constitución sino que son una serie de acuerdos  para organizar la convivencia. Mediante ellos Mahoma garantizó no sólo  que los musulmanes serían bien acogidos en Medina, sino que cualquier  musulmán que fuese atacado o perseguido sería defendido por todos los  habitantes de la ciudad, prestándoles protección como si de su propio  clan se tratara. Tal protección se extendería además a cualquier  individuo que se convirtiese en musulmán. De este modo Mahoma  establecía como base de la convivencia y la organización social una  nueva umma («comunidad») no definida por los lazos de sangre (clanes)

·       ni por la genealogía común (tribus), sino por la participación en una

·       fe común. Como señala la profesora Delcambre, «Mahoma se había

·       convertido en un jefe, no en un jefe de tribu, sino, como Moisés, en

·       el jefe de un pueblo».

 

·       Según la tradición musulmana, Mahoma fue, junto con su amigo el

·       comerciante Abu Bakr, el último en salir de La Meca. Varios grupos de

·       musulmanes se habían adelantado, pero el Profeta quiso permanecer en

·       la ciudad hasta asegurarse de que la partida se desarrollaba sin

·       contratiempos. A pesar de la salida de sus seguidores, los mequíes

·       seguían viendo tanto en Mahoma como en su mensaje una futura fuente de

·       problemas, por lo que organizaron un complot para asesinarle antes de

·       que partiese hacia Medina. Armados con sus espadas sorprenderían al

·       Profeta mientras dormía y acabarían fácilmente con su vida. Sin

·       embargo Mahoma fue advertido por su primo Alí, que se prestó a ocupar

·       su lugar en la cama para engañar a los asesinos. Cuando éstos fueron a

·       buscarle encontraron a Alí. Mientras, Mahoma había escapado con Abu

·       Bakr aprovechando el engaño. En su huida ambos se refugiaron en una

·       cueva a cuya entrada, providencialmente, una araña tejió una tupida

·       tela y una paloma se puso a empollar sus huevos. Los perseguidores al

·       ver ambas cosas pensaron que hacía mucho tiempo que nadie entraba

·       allí, de modo que pasaron por delante salvando, sin saberlo, la vida

·       de aquel a quien querían matar. Mahoma y Abu Bakr tardaron varias

·       semanas en llegar a Yatrib. Montaban en unos camellos que había

·       comprado el comerciante, por lo que poco antes de llegar a su destino

·       Mahoma le compró la camella en que iba montado, pues como forma de

·       reforzar su dignidad de hombre del desierto quería entrar en la ciudad

·       a lomos de su propia montura. La camella del Profeta, Qaswa, jugaría

·       un importante papel cuando éste llagase allí ya que al principio todos

·       los habitantes de Yatrib querían ofrecer alojamiento a Mahoma.

·       Consciente de que elegir a unos y no a otros podía convertirse en

·       motivo de celos y disputas, Mahoma decidió soltar la brida de Qaswa y

·       levantar su nueva casa allí donde la camella se parase a reposar. Así

·       lo hizo y cuando el animal se detuvo en un solar que pertenecía a dos

·       hermanos huérfanos, el Profeta les compró el terreno y ordenó edificar

·       allí su casa.

 

·       En Medina el papel desempeñado hasta entonces por Mahoma como líder

·       espiritual se modificó sustancialmente. Se había convertido en el

·       responsable de una comunidad humana en todos sus aspectos, por lo que,

·       como apunta el profesor Khoury, «en Medina Mahoma ya no siguió siendo

·       exclusivamente el profeta inspirado y el asceta apartado del mundo,

·       sino que se fue convirtiendo cada vez más en el estadista perspicaz y

·       ponderado, en el legislador sabio, en el caudillo político, en el

·       estratega y, para decirlo brevemente, en la figura central de la

·       comunidad islámica primitiva». Así, Mahoma tomó todas las medidas

·       necesarias para la organización política, social y religiosa de la

·       nueva comunidad, medidas que aún hoy se encuentran en la base

·       organizativa de todas las sociedades musulmanas. Incluso las

·       costumbres y pautas de vida cotidiana del Profeta se convirtieron en

·       el ejemplo que todo buen musulmán debía seguir en su propia vida. La

·       casa de Mahoma y la primera mezquita levantada en Medina, con sus

·       agradables patios y jardines interiores, pasaron a ser el referente

·       para todas las posteriores. En el caso de las mezquitas además se fijó

·       el modo en que los creyentes debían ser llamados a la oración, la voz

·       del muecín repitiendo: «Allah es el más grande, no hay más Dios que

·       Allah. Mahoma es su Profeta. Venid a la oración. Venid a la

·       felicidad». Asimismo se establecieron algunas de las obligaciones de

·       todo musulmán, como la profesión de fe o shahada (es decir, la

·       obligación de afirmar que no hay más Dios que Allah y que Mahoma es su

·       Profeta), la limosna fija o zaka y la oración cinco veces al día o

·       salat realizada en dirección a La Meca. Las otras dos grandes

·       obligaciones de los musulmanes, el ayuno o sawm y la peregrinación a

·       La Meca o hadjdj, se matizarían a partir de hechos posteriores.

 

·       El establecimiento de la obligación de rezar en dirección a La Meca

·       responde a la labor de creación de una identidad diferenciada para la

·       comunidad islámica respecto de las otras dos grandes religiones

·       monoteístas —cristianismo y judaísmo— que también Mahoma abordó

·       durante su estancia en Medina. Mahoma compartía buena parte de la

·       tradición cristina y judía, pero consideraba que la revelación de los

·       profetas bíblicos había sido distorsionada por las comunidades

·       humanas. En un hábil desarrollo teológico, Mahoma apeló al tronco

·       común de las grandes religiones monoteístas de modo que reivindicó la

·       religión de Abraham (el primer hanif) como la única y verdadera

·       religión que ya existía antes de los profetas del cristianismo (Jesús)

·       y del judaísmo (Moisés). El islam suponía la recuperación de esa

·       verdadera religión, de ahí que desde entonces la costumbre de orar en

·       dirección a Jerusalén fuese sustituida por la obligación de hacerlo en

·       dirección a La Meca, es decir, al lugar en el que se hallaba el

·       santuario erigido por Abraham, la Kaaba.

 

·       También otras costumbres de carácter cotidiano y cuestiones legales se

·       definieron entonces. Entre las primeras se estableció qué alimentos

·       podían tomarse y cuáles no (caso del cerdo, el alcohol o los animales

·       que no hayan sido desangrados tras su sacrificio), el modo en que

·       debían ingerirse (empleando siempre la mano derecha y sin soplar),

·       cuándo no era recomendable tomarlos (como la cebolla o el ajo crudos

·       antes de acudir a orar), qué vestimenta debían emplear tanto hombres  (turbante, vestidos que no fuesen de seda o brocado y perfumes en  lugar de joyas) como mujeres (uso voluntario del velo y prohibición de  usar pelucas para evitar su confusión con las judías) o las normas de  cortesía que deben guardarse en las reuniones sociales. Entre las  segundas Mahoma estableció la posibilidad de que los musulmanes  desposaran hasta cuatro mujeres siempre y cuando el esposo pudiese  garantizar el mismo trato y condiciones para todas ellas (el propio  Mahoma llegó a tener tras la muerte de Jadiya hasta nueve esposas) y,  contrariamente a lo que suele creerse, otorgó derechos a las mujeres  de los que carecían en la sociedad tradicional árabe, como el derecho  a la vida (al prohibir el infanticidio femenino), a la educación al  igual que los varones o a la percepción de herencias, lo que suponía  el reconocimiento de su independencia económica y de su derecho a  comprar y vender propiedades.

 

·       Aunque la ingente tarea desarrollada por Mahoma en Medina supuso la

·       articulación de la primitiva comunidad islámica, la situación de los

·       musulmanes en la ciudad no era sencilla. La fortuna de los más

·       acaudalados no era suficiente para garantizar la supervivencia de la

·       comunidad, tampoco podían trabajar unas tierras de las que no eran

·       propietarios, ni beneficiarse de unos negocios que pertenecían a los

·       habitantes de la ciudad. La hospitalidad ofrecida por los medinenses

·       que se habían convertido ayudaba a paliar la situación, pero no

·       resultaba suficiente para atender a una comunidad de creyentes cada

·       vez más numerosa. Por otra parte, las cosas con relación a La Meca

·       estaban aún pendientes de una solución, por lo que en el año 624

·       Mahoma decidió que había llegado el momento de pasar a la acción y

·       completar su obra.

 

 

 

·       El triunfo del Islam: la vuelta a La Meca

 

·       Como caudillo político y hombre de Estado, Mahoma buscó el modo de

·       consolidar la labor desarrollada hasta entonces y al tiempo de

·       solventar los graves problemas materiales que acuciaban a los

·       musulmanes en Medina. Tomó así la decisión de recurrir a la costumbre

·       beduina de la razia y atacar una gran caravana mequí que se dirigía a

·       La Meca procedente de Gaza. Los qurasíes más acaudalados tenían no

·       pocas riquezas invertidas en la caravana de la que esperaban obtener

·       grandes beneficios comerciales, de modo que cuando se enteraron de que

·       Mahoma y sus seguidores planeaban atacarla, no dudaron en preparar un

·       gran ejército con el que hacerles frente. El encuentro tuvo lugar en

·       Badr y la tradición musulmana describe épicamente que los qurasíes

·       superaban a los musulmanes en proporción de tres a uno. Lo cierto es

·       que el enfrentamiento se saldó con una gran victoria de Mahoma y los

·       suyos, contribuyendo a afianzar su postura. Además, como indica

·       Anne-Marie Delcambre, «a partir de aquel momento ya no se habla de

·       razias, sino de la guerra santa, el djihad, contra los enemigos de

·       Allah». La guerra santa se definiría entonces como una guerra

·       defensiva para garantizar la paz y el bienestar de la comunidad

·       musulmana en la que el ataque se incluye como forma de defensa.

 

·       El conflicto con los mequíes estaba declarado y para asegurarse el

·       triunfo era necesario acabar con cualquier posibilidad de disensión

·       interna en Medina. En ese contexto se produjeron varios

·       enfrentamientos con los judíos de Medina, que podían servir de apoyo a

·       los intereses de los habitantes de La Meca, y que terminaron con la

·       expulsión de la ciudad además de la confiscación de los bienes de

·       muchos de ellos, y con el asesinato de otros muchos. Pero mientras

·       Mahoma y sus seguidores se ocupaban de poner orden en casa, los

·       mequíes preparaban su réplica a la derrota de Badr. En el año 625, un

·       potente ejército se dirigió hacia Medina con intención de acabar con

·       Mahoma y los suyos. Se produjo un nuevo enfrentamiento armado en un

·       pequeño monte de las afueras de la ciudad llamado Uhud. Las fuentes

·       musulmanas narran que antes de producirse el choque trescientos de los

·       mil hombres con que creía contar el Profeta lo abandonaron —son los

·       que la tradición musulmana denomina «hipócritas»—, pese a lo cual la

·       batalla tuvo lugar. La derrota musulmana fue irremediable, e incluso

·       Mahoma resultó herido. Aun así, los mequíes no aprovecharon para

·       asestar el golpe de gracia en Medina, en parte porque también habían

·       sufrido importantes pérdidas y en parte porque querían dejar claro que

·       sus enemigos eran los musulmanes, no los habitantes de la ciudad. En

·       la batalla no habían conseguido acabar con Mahoma, por lo que la

·       estrategia de debilitar su situación interna parecía la más efectiva.

 

·       Pero en los dos años que siguieron a la derrota musulmana de Uhud la

·       posición de Mahoma, lejos de debilitarse, se fue haciendo

·       paulatinamente más fuerte. Los últimos grupos judíos que quedaban en

·       Medina fueron expulsados y se castigó a quienes vulneraron el apoyo a

·       los musulmanes al que estaban comprometidos. Por otra parte, Mahoma

·       comenzó a recabar el apoyo de nuevos grupos tribales de la región del

·       Hiyaz que hasta entonces habían permanecido neutrales y que se unieron

·       a la nueva fe predicada por el Profeta. Los mequíes, temerosos de lo

·       que todo ello podía suponer, decidieron intentar poner punto final al

·       problema y prepararon un ejército de diez mil hombres para asediar

·       Medina. Según las fuentes, Mahoma sólo contaba con el apoyo de unos

·       tres mil hombres, pese a lo cual no se arredró y dispuso la defensa de

·       la ciudad. Aconsejado por un esclavo persa, Mahoma ordenó cavar un

·       foso alrededor de la ciudad y dispuso el almacenamiento de la cosecha

·       y víveres suficientes para resistir el asedio. Cuando el ejército

·       mequí comprobó la efectividad de las medidas dictadas por el Profeta

·       terminó por retirarse tras dos semanas de sitio fallido. Como afirma

·       el profesor Eduardo Manzano, «el frustrado asedio de Medina marcó el

·       principio del fin de la supremacía mequense».

 

·       Mahoma era consciente del vuelco que había dado la situación y con

·       gran habilidad política no dudó en aprovecharlo. En el 628 organizó

·       una gran expedición pacífica de musulmanes a La Meca con la única

·       intención aparente de peregrinar al santuario de la ciudad. Los

·       mequíes debían elegir entre impedir la entrada de peregrinos, y, en

·       consecuencia, hacer frente a una posterior respuesta armada, o bien

·       llegar a un acuerdo pacífico con los musulmanes. El llamado Pacto de

·       al-Hudaybiyya confirmó la solución pacífica. Con él se establecía una

·       tregua de diez años entre ambos bandos y se autorizaba a Mahoma a

·       realizar su peregrinación al año siguiente durante tres días en los

·       que los mequíes abandonarían la ciudad. La peregrinación se llevó a

·       cabo conforme lo establecido, pero en el año 630, con el pretexto del

·       asesinato de un musulmán, Mahoma decidió dar un último golpe de mano.

·       Al frente de un ejército que las fuentes estiman en diez mil hombres,

·       se dirigió a La Meca para tomar definitivamente la ciudad. Los

·       mequíes, rendidos a la evidencia, permitieron su entrada sin oponer

·       resistencia alguna. Mahoma se dirigió entonces a la Kaaba y destruyó

·       más de trescientos ídolos dejando sólo la Piedra Negra que recordaba

·       su fundación por Abraham. Los qurasíes fueron perdonados y no se

·       tomaron represalias contra los habitantes de la ciudad. El islam había

·       triunfado y Mahoma había logrado su reconocimiento en La Meca sin

·       derramar ni una gota de sangre.

 

·       Tras el triunfo de La Meca, Mahoma regresó a Medina para continuar con

·       su labor de estructuración de la comunidad musulmana y al tiempo logró

·       extender el poder musulmán por toda la península Arábiga cuyas tribus

·       fueron sometiéndose a la nueva religión a cambio de pactos de no

·       agresión. Sin embargo, en el año 632 Mahoma comenzó a sentirse enfermo

·       y sintiendo que se acercaba el momento de su muerte decidió hacer una

·       última peregrinación a La Meca. Se cortó el pelo y la barba, hizo

·       oraciones y sacrificios y se dirigió a la ciudad. Esta peregrinación

·       pasaría a ser conocida en la tradición musulmana como «Peregrinación

·       del adiós» y se convirtió en el modelo a seguir por todos los

·       musulmanes cuando, al menos una vez en su vida, peregrinan a La Meca.

·       De vuelta a Medina la salud de Mahoma se agravó súbitamente y murió en

·       junio de ese mismo año.

 

·       La extensión que alcanzó con posterioridad a su muerte el poder

·       político y religioso musulmán cambiaría la historia de Oriente y

·       Occidente. Con su mensaje religioso, Mahoma puso las bases para

·       levantar un colosal aparato de poder que para extenderse sólo

·       necesitaba la fe de quienes formaban parte de él. Desde el punto de

·       vista político, su obra fue revolucionaria, pues cambió por completo

·       los fundamentos de la sociedad árabe y alumbró una nueva forma de

·       organización social; desde el punto de vista espiritual, su legado da

·       sentido aún hoy a la vida de millones de personas en todo el planeta.

1998 por Paya Frank