Clark Ashton Smith
ANTES DE QUE EN EL AÑO 1550 ACONTECIERAN ciertos hechos tan
réprobos como infames, el huerto de Perigon se emplazaba en el ala suroriental
de la abadía. Después de todo aquello, lo trasladaron al ala nororiental y
desde entonces ese ha sido su emplazamiento definitivo. Por lo que respecta al
primitivo terreno, lo pasaron a ocupar hierbajos y brezos a los que, por
estricto designio de los sucesivos abades, nadie osó prestar la más mínima
atención. Los hechos que ocasionaron aquel traslado pronto pasaron a formar
parte del repertorio popular de leyendas de Averoigne. El grado de veracidad de
esta leyenda es complejo de discernir.
Una mañana de abril, tres monjes, Paul, Pierre y Hughes,
cavaban con entusiasmo en el huerto. El primero era un hombre maduro pero sano
y fuerte como un roble; el segundo estaba en plena juventud; el tercero apenas
había salido de la niñez y hacía muy poco que había tomado los votos
definitivos. Impelidos por un ardor singular, del cual la inherente impaciencia
del joven Hughes acaso tuviese cierta culpa, cavaron el suelo arcilloso con más
diligencia que otros hermanos. Gracias al minucioso y paciente esfuerzo de
generaciones y generaciones de monjes, apenas si quedaban terrones en el suelo.
Pero debido a su imparable arrojo, la pala de Hughes topó con algo sólido y muy
enterrado cuyo tamaño no se podía precisar.
Hughes juzgó que aquella obstrucción, con toda probabilidad
un pedrusco, había que extirparla en honor del monasterio y a la mayor gloria
de Dios. Incansablemente, fue quitando la capa húmeda y ennegrecida de arcilla.
Le costaba más de lo que en un principio había calculado. A medida que lo iba
desenterrando, el presunto pedrusco comenzó a revelar unas dimensiones
sorprendentes y una forma bastante rara. Pierre y Paul se desentendieron de su
trabajo para ayudarle. Así, gracias al ferviente entusiasmo de los tres, la
naturaleza del objeto pronto quedó al descubierto.
En la gran hoya que habían cavado, los tres monjes
contemplaron el rostro y el torso mugrientos de lo que sin duda era la estatua
de mármol de una mujer o una diosa de los tiempos paganos. Las palas habían
producido algunos rasguños en hombros y brazos, pálidos con un ligero matiz
rosáceo; sin embargo, el rostro y el pecho seguían cubiertos por una espesa
capa de arcilla. La figura estaba erecta, como colocada sobre un invisible
pedestal. Uno de los brazos, alzado, acariciaba delicadamente el opulento
contorno del hombro y el pecho. El otro, todavía enterrado, le colgaba ocioso.
Los monjes cavaron más profundamente hasta descubrir por completo las caderas y
las sensuales piernas. Bajando por turnos a la hoya que iban abriendo, ahora
más honda que el más alto de los tres, por fin descubrieron el pedestal,
enclavado sobre un empedrado de granito.
Una profunda y desaforada emoción se apoderó de los monjes
durante sus trabajos. Sin que consiguieran explicárselo, les pareció ser
asaltados por una perversa intoxicación cuando fueron descubriendo los brazos y
el pecho de la efigie. Aquella mezcla de horror pío que les insuflaba una
imagen pagana y desnuda también les procuraba un placer extraño que, de haberlo
identificado, muertos de vergüenza y arrepentimiento, los tres habrían
rechazado de plano. Para no mellar ni rayar el mármol, manejaron los aperos con
todas las precauciones del mundo. Cuando terminaron y sobre el pedestal
quedaron a la vista los delicados pies, Paul, el más viejo, colocado detrás de
la estatua, con un manojo de hierbajos comenzó a quitar los restos de arcilla que
todavía maculaban la perturbadora imagen. Lo hizo con la mayor de las
diligencias; terminó expulsando los últimos restos con el dobladillo de su
hábito negro. Los tres, versados en la edad clásica, reconocieron que delante
de ellos se alzaba una reproducción de Venus, sin duda de la época de la
ocupación romana, cuando los invasores habían erigido en Averoigne varios
templos y altares consagrados a aquella deidad.
El mármol apenas si acusaba las vicisitudes de tiempos
semilegendarios y largos años de sepultura. La ligera mutilación del lóbulo de
una de las orejas, medio escondida entre los abundantes rizos, y la fractura
parcial de un dedo del pie sólo acentuaron, si tal cosa era posible, la
seducción que ejercían sus lánguidos encantos. Exquisita como diabólicos sueños
de juventud, su perfección guardaba un punto de inefable maldad. Los maduros
contornos exudaban una lujuria enloquecedora; los carnosos labios de Circe,
medio coléricos medio sonrientes, ejercían una malsana y ambigua atracción. Era
la obra maestra de un artista anónimo y decadente; el resultado nada tenía que
ver con la Venus protectora de los tiempos heroicos, sino con la voluptuosidad
desaforada y cruel de las orgías citéreas, presta a encadenar a las víctimas a
los más depravados rincones de la perdición. La piedra rosácea desprendía un
hechizo prohibido. Una sacrílega servidumbre semejó posarse como un incorpóreo
velo sobre los corazones de los tres hermanos.
Los monjes sintieron un repentino arrebato de vergüenza que
les hizo recordar todos sus votos. Comenzaron a debatir sobre aquella Venus
que, en el huerto de un monasterio, más bien se hallaba fuera de lugar. Tras un
breve intercambio de impresiones, Hughes se fue a comunicar el hallazgo al abad
y a oír su previsible decisión de desprenderse de ella. En el ínterin, Paul y
Pierre reanudaron sus tareas en el huerto, acaso dirigiendo miradas furtivas a
la divinidad pagana.
Augustín, abad de Perigon, no tardó en presentarse secundado
por todos los monjes que, en aquella hora, se hallaban exentos de obligaciones
concretas. Con semblante grave, sin proferir palabra, examinó detenidamente la
escultura; mientras, el resto de los presentes guardaba un silencio reverencial
que no se osaría romper hasta que el abad se hubiera pronunciado.
Incluso el piadoso Augustín, pese a su edad provecta y a la
rectitud de su carácter, experimentó el peculiar hechizo que parecía emanar del
mármol. Ahora bien, no reveló nada de ello, incluso se acentuó la calma y
austeridad que solía guardar su semblante. Inmediatamente, dispuso que trajesen
cuerdas y dirigió los trabajos de sacar a la Venus de su arcillosa sepultura
para dejarla justo al lado de la hoya cavada en medio del huerto. De todo ello
se encargaron Paul, Pierre y Hughes, ayudados por dos hermanos más. Muchos de
los monjes se arracimaron delante de la efigie para examinarla de cerca. En
varias ocasiones solicitaron permiso para tocarla, cosa que el abad denegó
rotundamente.
Algunos de los benedictinos más ancianos y austeros de la
comunidad exigieron su inmediata destrucción; argüían que semejante presencia
en el huerto era una sacrilegio, un ultraje pagano. Otros, más pragmáticos,
adujeron que cualquier depravado amante del arte antiguo pagaría lo que fuese
por aquella manifestación escultórica tan notable de los tiempos romanos. Por
su parte, Augustín, alineado con los partidarios de destruir aquel ídolo,
sentía que algo muy peculiar y extraño refrenaba su intención de ordenar la
pertinente demolición. Era como si la sutil y pecaminosa belleza del mármol le implorase
clemencia como un ser vivo, con voz semihumana y semidivina.
Apartando la mirada de los níveos pechos, se dirigió a los
monjes con aspereza y los exhortó a que volvieran a sus obligaciones y rezos;
asimismo, dijo que la estatua permanecería en el huerto hasta que se ultimaran
las disposiciones relativas a su eliminación. Mientras tal cosa llegaba,
determinó que con una arpillera se cubriese la obnubiladora desnudez.
El hallazgo de la imagen pagana devino la comidilla de la
abadía. Al poco, sembró cierta perturbación y discordia entre la pacífica
comunidad monacal de Perigon. Para refrenar la curiosidad de muchos monjes, el
abad determinó que nadie se aproximara a la estatua salvo aquellos cuyas tareas
les obligasen a pasar o estar cerca de ella. Algunos de los más veteranos lo
criticaron por no haber ordenado la inmediata destrucción. Durante los escasos
años de vida que le quedaron, Augustín lamentó amargamente aquel síntoma de
debilidad. Ahora bien, nadie fue capaz de imaginarse los problemas que iban a
aflorar bien pronto. Al día siguiente del descubrimiento, se hizo patente que
acechaba alguna influencia maligna y perniciosa.
Hasta aquel momento, las faltas de disciplina habían sido
muy raras, y las faltas graves eran casi excepcionales. Sin embargo, pareció
como si algún espíritu de rebeldía, irreverencia, ordinariez e inmoralidad
hubiese invadido Perigon. Paul, Pierre y Hughes fueron sus primeras víctimas.
Uno de los deanes, estupefacto, los sorprendió porfiando con impune frivolidad
sobre asuntos más propios de cortejadores que de monjes. Por medio de excusas,
los tres alegaron que, desde la exhumación de la estatua, los acosaban
pensamientos e imágenes carnales. Culpaban de ello a la escultura, afirmando
que un hechizo pagano, procedente del mármol casi humano de la Venus antigua,
había caído sobre ellos.
Aquel mismo día, otros monjes fueron descubiertos en
situaciones similares; algunos incluso confesaron sufrir deseos lúbricos,
visiones como las que habían atormentado a san Antonio durante su vigilia en el
desierto. La estatua fue el centro de todas sus acusaciones. Así, antes de
vísperas se tuvo noticia de innúmeras infracciones de la regla monástica,
varias de ellas de tal naturaleza que precisaron de la reprobación más firme y
la más dura de las penitencias. Hermanos de comportamiento intachable fueron
hallados culpables de transgresiones cuyo origen sólo se podría atribuir al
influjo directo de Satán o alguno de sus más directos oficiales.
Pero lo peor vino aquella noche: se descubrió que Hughes y
Paul se ausentaron de sus lechos sin que nadie se pudiera explicar dónde
estaban. Tampoco volvieron a la mañana siguiente. El abad ordenó que se
indagara sobre su paradero. Buscaron en la vecina población de Sainte Zenobie.
Allí se enteraron de que Paul y Hughes habían pasado la noche en una taberna de
la peor reputación, bebiendo desaforadamente y en compañía de malas mujeres.
Muy de mañana, poco antes del amanecer, habían tomado el camino hacia Vyones,
capital de la provincia. Tiempo después fueron encontrados y llevados de
regreso al monasterio. Ambos monjes alegaron que su comportamiento se había
debido a algún maléfico hechizo que les aquejaba desde que habían tocado la
estatua.
Todas aquellas insólitas manifestaciones de lasitud moral se
atribuyeron a la indudable impronta del Demonio. El origen del hechizo estaba
fuera de duda. Para empeorar las cosas, los monjes que trabajaban junto a la
estatua o que pasaban cerca de ella comenzaron a comentar extraños sucesos.
Juraron que la Venus ya no era un ídolo tallado, sino una mujer de carne y
hueso o un demonio encubierto que no paraba de moverse y arreglar los pliegues
de la arpillera de tal modo que dejaba al descubierto uno de los hombros y
parte del pecho. Otros aseguraron que por las noches bajaba del pedestal y
deambulaba por el huerto; y algunos aun afirmaron que había penetrado en las
estancias para aparecérseles en forma de demonio.
Estas habladurías sembraron el miedo y el horror; nadie se
atrevió a aproximarse a la imagen. Si bien el problema era manifiesto, el abad
siguió posponiendo la demolición, temiendo que cualquier monje que la hubiese
tocado, aun con la más devota de las intenciones, deseara dejarse imbuir por la
maléfica brujería que había ocasionado la perdición en Hughes y Paul, y que a
otros había inducido a pecar de palabra o de obra.
Se sugirió requerir los servicios de seglares para que
destrozasen la estatua, se llevaran sus restos y los enterraran bien lejos. Y
así se hubiera hecho de no haber sido por el irreflexivo y fanático entusiasmo
del hermano Louis, un joven de buena familia famoso entre los benedictinos por
su atractivo rostro y su austera piedad. Hermoso como un Adonis, vivía
entregado por entero a las oraciones y a profundas demostraciones religiosas;
en este sentido, incluso aventajaba al abad y los deanes. Cuando tuvo lugar la
exhumación de la estatua estaba copiando un testamento en latín. Ni entonces ni
posteriormente se había molestado en inspeccionar un descubrimiento que
consideraba más que dudoso. Mostró abiertamente su desaprobación al oír los
comentarios que sus hermanos hicieron sobre el hallazgo. Sintiendo que la
presencia de aquella imagen ofendía al huerto, evitó asomarse a cualquiera de
las ventanas desde la que se pudiera contemplar la estatua. Cuando entre los
hermanos se hizo bien patente el pernicioso influjo del mal y la corrupción,
manifestó un gran enojo: afirmó que era incalificable que alguna clase de
hechizo pagano estuviese arrastrando a la perdición a unos monjes virtuosos y
temerosos de Dios. Criticó abiertamente la renuencia del abad Augustín, su
renuencia a ordenar la demolición del ídolo; aseveró que, cuanto más tiempo
permaneciera allí, peor irían las cosas.
Al cuarto día del descubrimiento, la desaparición de Louis
conmocionó profundamente a la abadía. La noche anterior no había ocupado su
lecho y, sin embargo, parecía imposible que se hubiera marchado, preso de las
mismas tentaciones e impulsos que habían seducido a Paul y Hughes. El abad
interrogó severamente a los monjes. De este modo se supo que Louis fue visto
por última vez holgazaneando por el taller, hecho que se tuvo por muy peculiar,
ya que nunca le habían interesado las herramientas y los trabajos manuales.
Inmediatamente fueron a investigar. El hermano encargado de la fragua enseguida
notó que faltaba uno de los martillos más pesados.
La conclusión resultó evidente: impelido por su innato ardor
religioso, durante la noche había destrozado la estatua. Augustín y los monjes
que lo secundaban se encaminaron rápidamente al jardín. Por el camino se
toparon con dos jardineros que, al darse cuenta de que la imagen no estaba en
su lugar, iban a dar cuenta de ello al abad. No habían osado investigar la
naturaleza de la desaparición, plenamente convencidos de que la estatua había
cobrado vida y que deambulaba por alguna zona del huerto.
Envalentonados por su número y encabezados por el abad, los
monjes se aproximaron al agujero. Desde el borde vieron el desaparecido
martillo sobre la arcilla, como si Louis lo hubiese arrojado a un lado. Cerca
yacía la arpillera con la que se había cubierto la imagen, pero ni rastro de
fragmentos de mármol roto, que era lo que todo el mundo esperaba ver. Las
huellas de Louis se distinguían claramente en el borde de la fosa, así como muy
cerca de la marca dejada por el pedestal.
Todo aquello era de lo más insólito; empezaron a pensar que
el misterio había cobrado un cariz más que siniestro. Entonces, fijándose bien
en el pozo, descubrieron un hecho que sólo lo podía haber provocado una
maquinación de Satán o alguno de sus demonios mujer más perniciosos y
seductores: de algún modo, la Venus había sido derribada y había caído al fondo
de la hoya. El cuerpo del hermano Louis, con el cráneo partido y los labios
reventados hasta formar una pulpa informe y sanguinolenta, yacía aplastado
debajo de los pechos de mármol. Con sus brazos había rodeado desesperadamente
al ídolo en un arrebato amoroso al cual la muerte había contribuido con su
propia rigidez. Pero todavía más espantoso e inexplicable fue el hecho de que
los pétreos brazos de la diosa habían modificado su postura y rodeasen el
cuerpo del monje, como si ambos cuerpos hubieran sido esculpidos de aquella
forma.
El horror entre los benedictinos fue inenarrable. Si el abad
no hubiese impuesto su aplomo con su severo semblante, imbuido por la ira
religiosa de quien contempla la obra del Enemigo, casi todos habrían salido
corriendo tras presenciar tan abominable prodigio. Ordenó que se trajese una
cruz, un hisopo, agua bendita y una escalera para descender al fondo de la
excavación, alegando que había que redimir del pecado al hermano Louis. El
martillo de hierro era la prueba irrefutable de sus primigenias intenciones,
pero era evidente que había sucumbido a los demoníacos encantos de la estatua.
Sin embargo, la Santa Madre Iglesia no podía dejar a su pobre siervo en las
manos del mal. Nada más colocar la escalera, Augustín emprendió el descenso,
seguido por tres de los hermanos más fuertes y valientes, prestos a arriesgar
su integridad espiritual para salvar el alma de Louis.
La leyenda presenta varias versiones respecto a lo que
sucedió después. Algunos dicen que las aspersiones de agua bendita sobre la
estatua no surtieron efecto alguno; otros, que cuando las gotas rebotaron sobre
el mármol, devinieron vapor infernal y que la carne de Louis ennegreció como la
de un cadáver que llevase muerto un mes, prueba evidente de su perdición. Ahora
bien, lo único en que coinciden las variantes es que la fuerza de los tres
robustos hermanos, trabajando al unísono bajo la dirección del abad, no
pudieron zafar el cuerpo de Louis del abrazo de la diosa.
Por eso, por orden de Augustín, la hoya fue llenada con
tierra hasta el mismísimo borde con tierra y piedras. Y aquel lugar, sin
ninguna señal que recordara el suceso, pronto fue cubierto por la maleza y los
brezos que imperaban en el resto del abandonado huerto.
FIN
(The Disinterment of Venus)
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