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jueves, 28 de octubre de 2021

LA EXHUMACIÓN DE VENUS

 


 

Clark Ashton Smith

 

ANTES DE QUE EN EL AÑO 1550 ACONTECIERAN ciertos hechos tan réprobos como infames, el huerto de Perigon se emplazaba en el ala suroriental de la abadía. Después de todo aquello, lo trasladaron al ala nororiental y desde entonces ese ha sido su emplazamiento definitivo. Por lo que respecta al primitivo terreno, lo pasaron a ocupar hierbajos y brezos a los que, por estricto designio de los sucesivos abades, nadie osó prestar la más mínima atención. Los hechos que ocasionaron aquel traslado pronto pasaron a formar parte del repertorio popular de leyendas de Averoigne. El grado de veracidad de esta leyenda es complejo de discernir.

 

Una mañana de abril, tres monjes, Paul, Pierre y Hughes, cavaban con entusiasmo en el huerto. El primero era un hombre maduro pero sano y fuerte como un roble; el segundo estaba en plena juventud; el tercero apenas había salido de la niñez y hacía muy poco que había tomado los votos definitivos. Impelidos por un ardor singular, del cual la inherente impaciencia del joven Hughes acaso tuviese cierta culpa, cavaron el suelo arcilloso con más diligencia que otros hermanos. Gracias al minucioso y paciente esfuerzo de generaciones y generaciones de monjes, apenas si quedaban terrones en el suelo. Pero debido a su imparable arrojo, la pala de Hughes topó con algo sólido y muy enterrado cuyo tamaño no se podía precisar.

Hughes juzgó que aquella obstrucción, con toda probabilidad un pedrusco, había que extirparla en honor del monasterio y a la mayor gloria de Dios. Incansablemente, fue quitando la capa húmeda y ennegrecida de arcilla. Le costaba más de lo que en un principio había calculado. A medida que lo iba desenterrando, el presunto pedrusco comenzó a revelar unas dimensiones sorprendentes y una forma bastante rara. Pierre y Paul se desentendieron de su trabajo para ayudarle. Así, gracias al ferviente entusiasmo de los tres, la naturaleza del objeto pronto quedó al descubierto.

En la gran hoya que habían cavado, los tres monjes contemplaron el rostro y el torso mugrientos de lo que sin duda era la estatua de mármol de una mujer o una diosa de los tiempos paganos. Las palas habían producido algunos rasguños en hombros y brazos, pálidos con un ligero matiz rosáceo; sin embargo, el rostro y el pecho seguían cubiertos por una espesa capa de arcilla. La figura estaba erecta, como colocada sobre un invisible pedestal. Uno de los brazos, alzado, acariciaba delicadamente el opulento contorno del hombro y el pecho. El otro, todavía enterrado, le colgaba ocioso. Los monjes cavaron más profundamente hasta descubrir por completo las caderas y las sensuales piernas. Bajando por turnos a la hoya que iban abriendo, ahora más honda que el más alto de los tres, por fin descubrieron el pedestal, enclavado sobre un empedrado de granito.

Una profunda y desaforada emoción se apoderó de los monjes durante sus trabajos. Sin que consiguieran explicárselo, les pareció ser asaltados por una perversa intoxicación cuando fueron descubriendo los brazos y el pecho de la efigie. Aquella mezcla de horror pío que les insuflaba una imagen pagana y desnuda también les procuraba un placer extraño que, de haberlo identificado, muertos de vergüenza y arrepentimiento, los tres habrían rechazado de plano. Para no mellar ni rayar el mármol, manejaron los aperos con todas las precauciones del mundo. Cuando terminaron y sobre el pedestal quedaron a la vista los delicados pies, Paul, el más viejo, colocado detrás de la estatua, con un manojo de hierbajos comenzó a quitar los restos de arcilla que todavía maculaban la perturbadora imagen. Lo hizo con la mayor de las diligencias; terminó expulsando los últimos restos con el dobladillo de su hábito negro. Los tres, versados en la edad clásica, reconocieron que delante de ellos se alzaba una reproducción de Venus, sin duda de la época de la ocupación romana, cuando los invasores habían erigido en Averoigne varios templos y altares consagrados a aquella deidad.

El mármol apenas si acusaba las vicisitudes de tiempos semilegendarios y largos años de sepultura. La ligera mutilación del lóbulo de una de las orejas, medio escondida entre los abundantes rizos, y la fractura parcial de un dedo del pie sólo acentuaron, si tal cosa era posible, la seducción que ejercían sus lánguidos encantos. Exquisita como diabólicos sueños de juventud, su perfección guardaba un punto de inefable maldad. Los maduros contornos exudaban una lujuria enloquecedora; los carnosos labios de Circe, medio coléricos medio sonrientes, ejercían una malsana y ambigua atracción. Era la obra maestra de un artista anónimo y decadente; el resultado nada tenía que ver con la Venus protectora de los tiempos heroicos, sino con la voluptuosidad desaforada y cruel de las orgías citéreas, presta a encadenar a las víctimas a los más depravados rincones de la perdición. La piedra rosácea desprendía un hechizo prohibido. Una sacrílega servidumbre semejó posarse como un incorpóreo velo sobre los corazones de los tres hermanos.

Los monjes sintieron un repentino arrebato de vergüenza que les hizo recordar todos sus votos. Comenzaron a debatir sobre aquella Venus que, en el huerto de un monasterio, más bien se hallaba fuera de lugar. Tras un breve intercambio de impresiones, Hughes se fue a comunicar el hallazgo al abad y a oír su previsible decisión de desprenderse de ella. En el ínterin, Paul y Pierre reanudaron sus tareas en el huerto, acaso dirigiendo miradas furtivas a la divinidad pagana.

Augustín, abad de Perigon, no tardó en presentarse secundado por todos los monjes que, en aquella hora, se hallaban exentos de obligaciones concretas. Con semblante grave, sin proferir palabra, examinó detenidamente la escultura; mientras, el resto de los presentes guardaba un silencio reverencial que no se osaría romper hasta que el abad se hubiera pronunciado.

Incluso el piadoso Augustín, pese a su edad provecta y a la rectitud de su carácter, experimentó el peculiar hechizo que parecía emanar del mármol. Ahora bien, no reveló nada de ello, incluso se acentuó la calma y austeridad que solía guardar su semblante. Inmediatamente, dispuso que trajesen cuerdas y dirigió los trabajos de sacar a la Venus de su arcillosa sepultura para dejarla justo al lado de la hoya cavada en medio del huerto. De todo ello se encargaron Paul, Pierre y Hughes, ayudados por dos hermanos más. Muchos de los monjes se arracimaron delante de la efigie para examinarla de cerca. En varias ocasiones solicitaron permiso para tocarla, cosa que el abad denegó rotundamente.

Algunos de los benedictinos más ancianos y austeros de la comunidad exigieron su inmediata destrucción; argüían que semejante presencia en el huerto era una sacrilegio, un ultraje pagano. Otros, más pragmáticos, adujeron que cualquier depravado amante del arte antiguo pagaría lo que fuese por aquella manifestación escultórica tan notable de los tiempos romanos. Por su parte, Augustín, alineado con los partidarios de destruir aquel ídolo, sentía que algo muy peculiar y extraño refrenaba su intención de ordenar la pertinente demolición. Era como si la sutil y pecaminosa belleza del mármol le implorase clemencia como un ser vivo, con voz semihumana y semidivina.

Apartando la mirada de los níveos pechos, se dirigió a los monjes con aspereza y los exhortó a que volvieran a sus obligaciones y rezos; asimismo, dijo que la estatua permanecería en el huerto hasta que se ultimaran las disposiciones relativas a su eliminación. Mientras tal cosa llegaba, determinó que con una arpillera se cubriese la obnubiladora desnudez.

El hallazgo de la imagen pagana devino la comidilla de la abadía. Al poco, sembró cierta perturbación y discordia entre la pacífica comunidad monacal de Perigon. Para refrenar la curiosidad de muchos monjes, el abad determinó que nadie se aproximara a la estatua salvo aquellos cuyas tareas les obligasen a pasar o estar cerca de ella. Algunos de los más veteranos lo criticaron por no haber ordenado la inmediata destrucción. Durante los escasos años de vida que le quedaron, Augustín lamentó amargamente aquel síntoma de debilidad. Ahora bien, nadie fue capaz de imaginarse los problemas que iban a aflorar bien pronto. Al día siguiente del descubrimiento, se hizo patente que acechaba alguna influencia maligna y perniciosa.

Hasta aquel momento, las faltas de disciplina habían sido muy raras, y las faltas graves eran casi excepcionales. Sin embargo, pareció como si algún espíritu de rebeldía, irreverencia, ordinariez e inmoralidad hubiese invadido Perigon. Paul, Pierre y Hughes fueron sus primeras víctimas. Uno de los deanes, estupefacto, los sorprendió porfiando con impune frivolidad sobre asuntos más propios de cortejadores que de monjes. Por medio de excusas, los tres alegaron que, desde la exhumación de la estatua, los acosaban pensamientos e imágenes carnales. Culpaban de ello a la escultura, afirmando que un hechizo pagano, procedente del mármol casi humano de la Venus antigua, había caído sobre ellos.

Aquel mismo día, otros monjes fueron descubiertos en situaciones similares; algunos incluso confesaron sufrir deseos lúbricos, visiones como las que habían atormentado a san Antonio durante su vigilia en el desierto. La estatua fue el centro de todas sus acusaciones. Así, antes de vísperas se tuvo noticia de innúmeras infracciones de la regla monástica, varias de ellas de tal naturaleza que precisaron de la reprobación más firme y la más dura de las penitencias. Hermanos de comportamiento intachable fueron hallados culpables de transgresiones cuyo origen sólo se podría atribuir al influjo directo de Satán o alguno de sus más directos oficiales.

Pero lo peor vino aquella noche: se descubrió que Hughes y Paul se ausentaron de sus lechos sin que nadie se pudiera explicar dónde estaban. Tampoco volvieron a la mañana siguiente. El abad ordenó que se indagara sobre su paradero. Buscaron en la vecina población de Sainte Zenobie. Allí se enteraron de que Paul y Hughes habían pasado la noche en una taberna de la peor reputación, bebiendo desaforadamente y en compañía de malas mujeres. Muy de mañana, poco antes del amanecer, habían tomado el camino hacia Vyones, capital de la provincia. Tiempo después fueron encontrados y llevados de regreso al monasterio. Ambos monjes alegaron que su comportamiento se había debido a algún maléfico hechizo que les aquejaba desde que habían tocado la estatua.

Todas aquellas insólitas manifestaciones de lasitud moral se atribuyeron a la indudable impronta del Demonio. El origen del hechizo estaba fuera de duda. Para empeorar las cosas, los monjes que trabajaban junto a la estatua o que pasaban cerca de ella comenzaron a comentar extraños sucesos. Juraron que la Venus ya no era un ídolo tallado, sino una mujer de carne y hueso o un demonio encubierto que no paraba de moverse y arreglar los pliegues de la arpillera de tal modo que dejaba al descubierto uno de los hombros y parte del pecho. Otros aseguraron que por las noches bajaba del pedestal y deambulaba por el huerto; y algunos aun afirmaron que había penetrado en las estancias para aparecérseles en forma de demonio.

Estas habladurías sembraron el miedo y el horror; nadie se atrevió a aproximarse a la imagen. Si bien el problema era manifiesto, el abad siguió posponiendo la demolición, temiendo que cualquier monje que la hubiese tocado, aun con la más devota de las intenciones, deseara dejarse imbuir por la maléfica brujería que había ocasionado la perdición en Hughes y Paul, y que a otros había inducido a pecar de palabra o de obra.

Se sugirió requerir los servicios de seglares para que destrozasen la estatua, se llevaran sus restos y los enterraran bien lejos. Y así se hubiera hecho de no haber sido por el irreflexivo y fanático entusiasmo del hermano Louis, un joven de buena familia famoso entre los benedictinos por su atractivo rostro y su austera piedad. Hermoso como un Adonis, vivía entregado por entero a las oraciones y a profundas demostraciones religiosas; en este sentido, incluso aventajaba al abad y los deanes. Cuando tuvo lugar la exhumación de la estatua estaba copiando un testamento en latín. Ni entonces ni posteriormente se había molestado en inspeccionar un descubrimiento que consideraba más que dudoso. Mostró abiertamente su desaprobación al oír los comentarios que sus hermanos hicieron sobre el hallazgo. Sintiendo que la presencia de aquella imagen ofendía al huerto, evitó asomarse a cualquiera de las ventanas desde la que se pudiera contemplar la estatua. Cuando entre los hermanos se hizo bien patente el pernicioso influjo del mal y la corrupción, manifestó un gran enojo: afirmó que era incalificable que alguna clase de hechizo pagano estuviese arrastrando a la perdición a unos monjes virtuosos y temerosos de Dios. Criticó abiertamente la renuencia del abad Augustín, su renuencia a ordenar la demolición del ídolo; aseveró que, cuanto más tiempo permaneciera allí, peor irían las cosas.

Al cuarto día del descubrimiento, la desaparición de Louis conmocionó profundamente a la abadía. La noche anterior no había ocupado su lecho y, sin embargo, parecía imposible que se hubiera marchado, preso de las mismas tentaciones e impulsos que habían seducido a Paul y Hughes. El abad interrogó severamente a los monjes. De este modo se supo que Louis fue visto por última vez holgazaneando por el taller, hecho que se tuvo por muy peculiar, ya que nunca le habían interesado las herramientas y los trabajos manuales. Inmediatamente fueron a investigar. El hermano encargado de la fragua enseguida notó que faltaba uno de los martillos más pesados.

La conclusión resultó evidente: impelido por su innato ardor religioso, durante la noche había destrozado la estatua. Augustín y los monjes que lo secundaban se encaminaron rápidamente al jardín. Por el camino se toparon con dos jardineros que, al darse cuenta de que la imagen no estaba en su lugar, iban a dar cuenta de ello al abad. No habían osado investigar la naturaleza de la desaparición, plenamente convencidos de que la estatua había cobrado vida y que deambulaba por alguna zona del huerto.

Envalentonados por su número y encabezados por el abad, los monjes se aproximaron al agujero. Desde el borde vieron el desaparecido martillo sobre la arcilla, como si Louis lo hubiese arrojado a un lado. Cerca yacía la arpillera con la que se había cubierto la imagen, pero ni rastro de fragmentos de mármol roto, que era lo que todo el mundo esperaba ver. Las huellas de Louis se distinguían claramente en el borde de la fosa, así como muy cerca de la marca dejada por el pedestal.

Todo aquello era de lo más insólito; empezaron a pensar que el misterio había cobrado un cariz más que siniestro. Entonces, fijándose bien en el pozo, descubrieron un hecho que sólo lo podía haber provocado una maquinación de Satán o alguno de sus demonios mujer más perniciosos y seductores: de algún modo, la Venus había sido derribada y había caído al fondo de la hoya. El cuerpo del hermano Louis, con el cráneo partido y los labios reventados hasta formar una pulpa informe y sanguinolenta, yacía aplastado debajo de los pechos de mármol. Con sus brazos había rodeado desesperadamente al ídolo en un arrebato amoroso al cual la muerte había contribuido con su propia rigidez. Pero todavía más espantoso e inexplicable fue el hecho de que los pétreos brazos de la diosa habían modificado su postura y rodeasen el cuerpo del monje, como si ambos cuerpos hubieran sido esculpidos de aquella forma.

El horror entre los benedictinos fue inenarrable. Si el abad no hubiese impuesto su aplomo con su severo semblante, imbuido por la ira religiosa de quien contempla la obra del Enemigo, casi todos habrían salido corriendo tras presenciar tan abominable prodigio. Ordenó que se trajese una cruz, un hisopo, agua bendita y una escalera para descender al fondo de la excavación, alegando que había que redimir del pecado al hermano Louis. El martillo de hierro era la prueba irrefutable de sus primigenias intenciones, pero era evidente que había sucumbido a los demoníacos encantos de la estatua. Sin embargo, la Santa Madre Iglesia no podía dejar a su pobre siervo en las manos del mal. Nada más colocar la escalera, Augustín emprendió el descenso, seguido por tres de los hermanos más fuertes y valientes, prestos a arriesgar su integridad espiritual para salvar el alma de Louis.

La leyenda presenta varias versiones respecto a lo que sucedió después. Algunos dicen que las aspersiones de agua bendita sobre la estatua no surtieron efecto alguno; otros, que cuando las gotas rebotaron sobre el mármol, devinieron vapor infernal y que la carne de Louis ennegreció como la de un cadáver que llevase muerto un mes, prueba evidente de su perdición. Ahora bien, lo único en que coinciden las variantes es que la fuerza de los tres robustos hermanos, trabajando al unísono bajo la dirección del abad, no pudieron zafar el cuerpo de Louis del abrazo de la diosa.

Por eso, por orden de Augustín, la hoya fue llenada con tierra hasta el mismísimo borde con tierra y piedras. Y aquel lugar, sin ninguna señal que recordara el suceso, pronto fue cubierto por la maleza y los brezos que imperaban en el resto del abandonado huerto.

 

FIN

 

(The Disinterment of Venus)

 

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