Clark Ashton Smith
RAOUL,
CONDE DE LA FRENAIE, era por naturaleza el más confiado de los maridos. Aquella
ausencia de suspicacia se debía en parte a la falta de imaginación. Y por lo
que respecta a sus demás cualidades, sin duda las embotaban los fuertes vinos
de Averoigne. Sea como fuere, de no haber sido por la más imprevista pero fatal
de las circunstancias, jamás habría sospechado nada de la amistad de Adele, su
esposa, con Olivier du Montoir, joven poeta que, si no hubiera sufrido aquel imprevisto
y nefasto percance, en su momento podría haber rivalizado con Ronsard como una
de las estrellas más rutilantes de la poesía.
De
hecho, al señor conde le enorgullecía que aquel joven y atractivo rapsoda, que
se había bañado en las fuentes del Helicón y cuyos sonetos y baladas ya gozaban
de cierto renombre allende los límites de Averoigne, mostrase predilección por
su esposa. Tampoco le molestaba que los evidentes encantos de Adele inspirasen
explícitamente muchas de sus creaciones, que en ellas ensalzara sin ambages su
cabellera de ébano, su áurea mirada y demás atributos no menos atractivos y
consustanciales a la perfección femenina.
El
señor conde no tenía la menor intención de entender la poesía: como muchos
otros, la consideraba materia apartada de las cosas mundanas y del sentido
común. La métrica y la rima le aturdían las facultades mentales. Mientras
tanto, el atrevimiento de las baladas y de su autor fueron aumentando
paulatinamente.
Una
semana de maravilloso calor bastó para fundir las nieves de aquel invierno tan
severo. La primavera pobló los campos con sus flores más tempranas. Olivier
había incrementado la frecuencia de sus visitas al castillo de la Frenaie. Él y
Adele pasaban mucho rato a solas, ya que casi todos los temas de que trataban
trascendían los intereses y la comprensión del señor conde. Y ahora, en
primavera, salían a pasear por los bosques circundantes, vergel de verdor que
prácticamente se extendía hasta los grises muros y la barbacana de la
fortaleza. El aire se embriagaba con las intensas y frescas fragancias de las
primeras flores silvestres. Si aquellos paseos fueron el blanco de chismorreos,
se produjeron con tal discreción que jamás llegaron a los oídos de Raoul, o
incluso de los dos afectados.
Tal
como se desarrollaban los acontecimientos, resulta difícil comprender por qué
de pronto el señor conde se preocupó por la integridad de su honor conyugal.
Quizá entre alguno de sus episodios de caza y bebida en que distribuía su
tiempo se percató de que su mujer estaba más joven y hermosa que nunca, que
florecía del modo en que las mujeres florecen bajo los mágicos rayos del amor.
Acaso había descubierto alguna mirada de ardiente pasión entre Adele y Olivier.
O a lo mejor aquella prematura primavera le había atravesado el etílico lodazal
de su cerebro con un batallón de sensaciones y pensamientos largo tiempo
olvidados, y por fin se hizo la luz en él.
Fuera
lo que fuese, ya llevaba días preocupado. Y una tarde de principios de abril, a
su retorno de Vyones, adonde había ido para atender unos asuntos, la
servidumbre le informó que la señora condesa y Olivier du Montoir habían salido
a dar un paseo por el bosque. Su abúlica expresión no reveló cuáles eran sus
auténticos pensamientos. Pareció reflexionar durante unos instantes.
-¿Adónde
se dirigieron? Es preciso que hable enseguida con la señora condesa.
Los
sirvientes le indicaron la dirección. Salió en su busca, siguiendo lentamente
el sendero que habían tomado, hasta que el castillo desapareció de su vista. A
partir de entonces, aceleró la marcha y, al internarse en la espesura, comenzó
a acariciar la empuñadura de su espada.
-Tengo
un poco de miedo, Olivier. ¿Vamos a alejarnos mucho más?
Adele
y Olivier se habían apartado un poco de los límites que solían abarcar sus
paseos. Se hallaban en una zona del bosque de Averoigne donde los árboles son
más viejos y altos. Se decía que algunos de los enormes robles ya eran viejos y
altos en tiempos del paganismo. Muy poca gente frecuentaba aquellas lindes. Y
entre los habitantes de la región, a lo largo de generaciones se habían
transmitido extrañas leyendas y creencias. En aquellos andurriales habían
acontecido hechos que suponían una afrenta a la ciencia y una blasfemia. Se
decía que quien osara penetrar en los confines inmemoriales de aquellos claros
bañados por las sombras silvestres sería presa de malignos influjos. Varias
eran las creencias y las leyendas, sólo vagas especulaciones. Sin embargo,
todas coincidían en que el bosque estaba poseído por alguna entidad enemiga de
los hombres, algún espíritu primordial más antiguo que Jesucristo o Satanás.
Quienquiera que hollase los dominios de aquel ser terminaba siendo pasto del
horror, la locura, la posesión infernal o de pasiones irracionales y torvas que
conducían a la condenación del alma. También había personas que, entre
susurros, explicaban quién era aquel espíritu, describían su aspecto y contaban
historias asombrosas. Sin embargo, tales asuntos eran desoídos por los
cristianos devotos.
-Sólo
un poco más -insistió Olivier-. Mirad a vuestro alrededor, dueña mía, fijaos
cómo estos viejos árboles se han engalanado con la radiante frescura de abril,
cómo se regocijan ante el retorno del calor y los rayos del sol.
-Pero
la gente explica historias horribles, Olivier.
-Cuentos
para asustar a los niños. Sigamos un poco más. Nada nos hará daño; sólo nos
aguarda una inmensa y cautivadora belleza.
Efectivamente,
las nuevas hojas hacían que los grandes robles y hayas pareciesen imbuidos de
juventud. El bosque semejaba rebosar despreocupación y júbilo divinal. Costaba
creer en fábulas y supersticiones. Era uno de esos días en que el corazón
siente la imperiosa necesidad de amor perpetuo, de errar por siempre jamás. Así
pues, tras superar ciertos reparos femeninos y con muchas promesas, Olivier
convenció a Adele y prosiguieron.
En
el sendero aparecían huellas de animales u hombres que les permitieron seguir
el camino con mayor facilidad. Las ramas que pendían en ambos márgenes los
envolvían en un suave manto de verdor y daban la impresión de engullirlos. Algunos
rayos dorados de sol traspasaban las altas copas para crear aureolas en torno a
las bellas y escondidas lilas que florecían entre los contorsionados amasijos
de enormes raíces. Los troncos estaban retorcidos, llenos de señales
centenarias, contrahechos y deformados por el peso de incontables años, pero
con un hálito de antigua sabiduría, de serena armonía. Adele prorrumpió en
exclamaciones de gozo y alegría. Ni ella ni Olivier veían nada siniestro o
inquietante en la exquisita belleza y desbordante pintoresquismo que les
ofrecía la vieja floresta.
-¿Me
creéis ahora? -preguntó Olivier- ¿Tenéis algo que temer de unas flores y unos
árboles inofensivos?
Adele
se limitó a sonreír. En medio de aquel círculo dorado de rayos de sol, ella y
Olivier se contemplaron con intensa intimidad. En el inmóvil aire flotaba un
extraño perfume que llegaba en lentas oleadas, procedente de un origen
indeterminado; una fragancia que semejaba hablar maliciosamente de amor,
permisividad, languidez, complacencia. Ninguno sabía de qué flor emanaba, ya
que desconocían casi todos los ejemplares que se hallaban en los contornos,
algunos con forma de pesadas campanas blancas o rosas, otros con pétalos
rizados y gemelos, o con corolas como heridas sonrosadas. Al mirarse de aquel
modo, se notaron ensartados por un fogonazo de pasión. Se les aceleró el pulso
como si hubieran ingerido un eficaz filtro. Los ojos de Olivier, brillando con
manifiesta pasión, y el moderado rubor en las mejillas de la señora condesa
eran el síntoma de que compartían el mismo deseo. El amor incontenible,
mutuamente ocultado hasta aquel momento, se abría paso por las venas de ambos.
Siguieron
caminando en silencio, con la incómoda sensación de un descubrimiento que
procuraban reprimir a toda costa. No osaban pronunciar palabra; tampoco
repararon en el aspecto de la zona en que se adentraban. Y ninguno de los dos
prestó atención a la repugnante deformidad de los troncos, los obscenos y
monstruosos hongos cuya palidez mancillaba las sombras silvestres, las flores carmesíes
que se exhibían provocativamente al sol. El hechizo de su lujuria se cernía
sobre los amantes, ebrios por la mandrágora de la pasión. Todo lo que estaba
más allá de sus cuerpos, de sus corazones, del latido de su ardiente sangre,
era más difuso que los sueños.
La
floresta se volvió más espesa, las ramas arqueadas semejaban urdimbres de
tinieblas. Los ojos de criaturas feroces los contemplaron desde sus ocultas
madrigueras, con destellos de malicioso carmesí o frío e intenso berilo. Y un
pestilente hedor de aguas estancadas, asfixiadas por las hojas del último
otoño, se alzó para dar la bienvenida a los amantes y para atenuar un poco el
peligroso encantamiento que los atenazaba.
Se
detuvieron junto a un estanque circundado por rocas; los alisos multiplicaban
sus deterioradas copas como deseando perpetuar para siempre los agónicos
resabios de un caduco frenesí. Y allí, entre las ramas bajas de los alisos,
entre un brote de hojas nuevas, descubrieron un rostro que les lanzó una mirada
lasciva. Era una visión increíble. Durante unos instantes no pudieron creer lo
que veían. Sobre la cara semihumana se alzaban dos cuernos entre una mata de
grueso vello, ojos rasgados, boca animal, barba con cerdas de jabalí. La cara
era vieja, inimaginablemente vieja, surcada por arrugas y líneas fruto de
inequívocos eones de lujuria. La mirada era un crisol incontrolable de malicia
y corrupción atesoradas desde los tiempos del paganismo. El rostro de Pan,
desde su secreto escondrijo, contemplaba con odio a los intrusos.
Un
terror de pesadilla se apoderó de Adele y Olivier: enseguida les vinieron a la
memoria todas las leyendas. Se había roto el hechizo de su pasión, los efectos
de la droga del deseo habían remitido por completo. Como si hubieran despertado
de un profundo sueño, vieron aquella faz y percibieron, más allá del salvaje
palpitar de su sangre, el eterno conflicto entre el bien y el mal, las
carcajadas del terror, cuando la visión desapareció entre el ramaje.
Estremecida, Adele se echó por primera vez en brazos de su amante.
-¿Habéis
visto eso? -susurró.
Olivier
la atrajo hacia sí. Ante aquella deliciosa proximidad, la repugnante criatura
que habían visto se le hizo improbable e irreal. Sin duda alguna clase de
contrahechizo había conjurado aquel horror hasta hacerlo desaparecer. Sin
embargo, ignoraba si habían sido víctimas de una alucinación pasajera, una
fantasía causada por las hojas de los alisos o por el demonio que decían que
moraba en Averoigne. La estupefacción que había causado todo aquello carecía de
fundamento lógico o racional. Fuera lo que fuese, se sentía muy feliz: gracias
a eso, Adele se había refugiado en sus brazos. Sólo podía pensar en la
proximidad, la calidez de los labios que durante tanto tiempo había ansiado
besar. Comenzó a tranquilizarla, a disipar sus temores, a hacerle ver que todo
podría haber sido fruto de la imaginación. Mezcló los esfuerzos por calmarla
con ardientes declaraciones de amor. La besó… se olvidaron del sátiro…
Raoul
los encontró juntos, tendidos sobre una alfombra de musgo dorado por los rayos
del sol, que pasaban por el único resquicio que encontraron entre el elevado
follaje. Ni lo vieron llegar ni lo oyeron cuando se detuvo, con el acero
desenvainado ante aquella imagen de ilegítima felicidad.
A
punto estaba de ensartarlos de una sola estocada cuando sucedió algo tan
inesperado como inconcebible. Con celeridad sobrenatural, una criatura de pelo
castaño, un ser que no era ni hombre ni bestia, sino más bien infernal mezcla,
surgió de las ramas de los alisos y arrebató a Adele de los brazos de Olivier.
Raoul
sólo pudo presenciar la acción fugazmente; después fue incapaz de describir
cómo sucedió. Era el rostro que había contemplado con lujuria a los amantes
desde la espesura. Sus extremidades y cuerpo pertenecían a los de criaturas
propias de las leyendas antiguas. Desapareció tan inefablemente como había
aparecido, llevándose consigo a la mujer entre sus brazos. Sus gritos de terror
fueron anulados por los enloquecidos y diabólicos estertores de sus carcajadas.
La
distancia fue apagando los gritos y carcajadas, entre la impenetrable espesura,
hasta desaparecer por completo; luego se hizo un imperturbable silencio. Lo
único que pudieron hacer Raoul y Olivier fue mirarse mutuamente con la más
absoluta estupefacción. [1931]
El
otro final de "El sátiro" (Variant Conclusion to "The
Satyr")
[Clark
Ashton Smith finalizó "El sátiro", su segunda historia enmarcada en
el entorno de Averoigne, a comienzos de la primavera de 1930. Los manuscritos
de la colección de documentos de Smith de la Brown University atestiguan que
había escrito una primera versión del final de esta historia distinta de la que
definitivamente se publicó. A continuación se reproduce esta primera variante;
corresponde a los tres últimos párrafos de la historia publicada (Genius Loci).
Se
ignora si Smith reescribió la primera conclusión desde una perspectiva
comercial, teniendo en cuenta la naturaleza sexual de la última escena. - Steve
Behrends] En: The Dark Eidolon 3, 1993, Necronomicon Press.
YACÍAN
ABRAZADOS en un lecho de musgo dorado sobre el que incidían los rayos del sol,
filtrados a través de un resquicio de la enramada, cuando Raoul los encontró.
Ni
lo vieron ni oyeron venir; y la primera intuición de su llegada, y también la
última, fue el acero que traspasó el cuerpo de Olivier hasta hendir el pecho de
Adele, que gimió y retorció el cuerpo de su amado con sus propias convulsiones.
Raoul retiró el estoque y, esta vez, ensartó directamente a su esposa. Así, con
la vaga impresión de haberse vengado de la afrenta, con la amarga y confusa
sensación, la aturdida y triste pregunta de qué había sucedido, se quedó
mirando a sus víctimas. Yacían completamente inmóviles, cual pareja asesinada
por ser sorprendida en flagrante adulterio. No se oía el menor murmullo, el
menor movimiento, en el solitario bosque donde ni siquiera los más osados se
adentraban. Por eso, el señor conde se sorprendió más allá de lo concebible
cuando percibió las carcajadas inhumanas, malignas, diabólicas, que emergieron
entre las ramas de los alisos.
Empuñó
su ensangrentado estoque en lo alto y miró hacia la espesura, pero no consiguió
ver nada. Cesaron las carcajadas y cayó un pesado silencio. Se persignó y
retrocedió todo lo deprisa que pudo el sendero por el que había penetrado en el
bosque.
FIN
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Tauro
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