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martes, 14 de mayo de 2024

EL OBSESO Alfonso Álvarez Villar


 

Los psiquiatras califican entre los sentimientos y las tendencias eso que ellos denominan «impulsos obsesivos», esto es, aquellas fuerzas que de una manera más o menos irresistible, nos incitan a hacer algo que sale del marco de nuestros prejuicios o normas morales, pero que al mismo tiempo cae dentro de nuestros deseos y pasiones habituales.

¿Quién no ha sentido la tentación -como ha dicho más de un psicólogo- de arrojar a un pozo a cualquier persona apoyada casualmente en su brocal? ¿Quién no se ha visto turbado alguna vez en su vida por la patológica sugerencia de apretar el timbre de alarma, sin motivo alguno, de un tren en plena carrera? Y así en este mismo tono podríamos citar ejemplo tras ejemplo, acaecidos en personas normales, pero sin que por eso dejemos de subrayar el carácter altamente raro de este fenómeno.

Pues bien, pese al calificativo de infrecuente con que la psicología moteja a esta «vivencia», ésta es tan usual en mí que me voy a sentir otro hombre cuando el doctor X logre extirparla de mi espíritu (suponiendo que lo consiga).

Pero, ¡por Júpiter!, lector mal pensado, no te vayas a creer que el que escribe esto es un loco de remate. Lo juro por mi honor. Un poquito fantástico sí que lo soy, y un algo mucho de mentalidad analizadora y prolija también poseo. Pero éste no es suficiente motivo para que me considere un enajenado (me está entrando ahora la tentación de escribir aquí unas palabras soeces para que mis lectores se sientan ofendidos).

Y volviendo a nuestro tema: me parece que había dicho que aquel «demonio de la perversidad» (así lo llama ese otro maniático que fue Allan Poe) era casi mi pan cotidiano. Tentaciones de este tipo, como la de gritar en medio de una audición sinfónica, o la mucho más truculenta de ocurrírseme asesinar a seres tan queridos como mis propios padres, sin que mediasen, como es de suponer, motivos, me asaltaban con frecuencia. Puedo referir también el caso de aquella novia que tuve hace ya dos años, y de la que en los momentos cumbres de nuestra pasión me veía precisado a apartarme, víctima de extraños afanes de estrangularla. Pero no quiero extenderme demasiado en contarles los antecedentes de mi «caso».

Porque, efectivamente, debo referir que hasta hace apenas seis meses, aquel fenómeno no habría presentado un cariz patológico, y de cualquier forma, no habría dejado de ser una mera inclinación fácilmente reprimible, sin traducción en el mundo externo. Creo conveniente a este respecto resumir aquí la historia clínica que el doctor X guarda en sus archivos. Emprendiendo, pues, esta tarea, he de decir a mis lectores que desde la edad de 14 años hasta los 19 esos síntomas aparecían en casos excepcionales, aunque con más frecuencia que en la mayoría de las personas. Pero, en realidad, este proceso no hizo más que seguir una progresión aritmética a lo largo de aquellos cinco años. Me refiero más bien (y empleo términos psicológicos porque yo siempre he sido aficionado a la psicología) a la fecha en que esa tendencia obsesiva se proyectó en un plano real.

La memoria me falla desde entonces: los electroshocks aplicados a mi cerebro me han hecho olvidar muchas de las cosas sucedidas durante estos últimos meses. Sólo creo recordar que entonces me hallaba en una continua pesadilla. Cualquier circunstancia o cualquier objeto creaba en mí ese estado patológico. Cada vez le era más difícil a mi voluntad poner el veto a la exteriorización de aquellos impulsos. Esto debió prolongarse cinco o seis meses.

Recuerdo también, aunque de una manera muy borrosa y como muy lejana, aquella blasfemia (yo soy muy religioso), que en medio de una sala de espectáculos abarrotada de público lancé a pleno pulmón. Y ahora rememoro (una imagen se vincula a otra) aquella boda en la que ambos contrayentes eran buenos amigos míos. El sacerdote había ya solicitado por dos veces a los testigos a la ceremonia que comunicasen antes de anudar el vínculo sacramental si encontraban algún impedimento en aquella unión. La potencia de mi voluntad ya se hallaba a punto de derrumbarse. Y efectivamente, al repetir la amonestación por tercera vez, exclamé con voz estentórea que sí, que existía un impedimento. Claro que tuve la buena ocurrencia de fingirme víctima de un ataque epiléptico, por lo que aquella estupidez no tuvo ninguna consecuencia. El truco del ataque me valió en más de una ocasión para escapar con cierto decoro de otras situaciones a cual más chuscas.

Por ejemplo, sé que la serie de actos extravagantes que cometí en aquella época alcanzaba una cifra verdaderamente alarmante. Vuelvo a repetir que lo he olvidado casi todo, pero creo recordar cierto puñetazo que di a un pacífico transeúnte y cierto no menos categórico abrazo a la Dama de Elche en el Museo del Prado.

Voy, pues, a limitarme a referir aquí el hecho decisivo que me tiene encerrado en esta celda manicomial. Quiero también justificar ante mis lectores aquella acción absurda que dio pie a tantos comentarios en la prensa. Son precisamente estos comentarios los que me han impulsado a escribir estas líneas, porque, francamente, yo ya estoy harto de verme tratado como un anormal por personas menos inteligentes que yo. ¡Al diablo con ellos!… Pero volvamos al hilo de nuestro relato.

Desde luego sí que puedo asegurar sobre todo que aquello ocurrió en una de las estaciones de Madrid, y hacia el mediodía (estos datos han sido confirmados además por los periódicos que han llegado a mis manos). Por otra parte, no me pregunte el lector lo que yo estaba haciendo en aquel sitio y a aquella hora. El caso es que bajo un sol canicular me paseaba por los andenes vacíos cuando, de repente, me quedé parado ante una de esas gigantescas locomotoras eléctricas que mis lectores habrán visto alguna vez arrastrando una fila interminable de vagones. Era, en efecto (así lo dicen los periódicos), la máquina del expreso preparado ad hoc con destino a no sé qué ciudad española. Pero estas últimas son reflexiones hechas a posteriori. Me quedé parado, repito, y como atraído por una fuerza irresistible, me puse a analizar prolijamente las bielas, las tuercas y en general los mecanismos más nimios de aquel monstruo de acero.

Todo esto duró, aproximadamente, diez minutos, porque al tropezar mi mirada con la puertecilla medio abierta del vehículo me asaltó la súbita e irresistible ocurrencia (la que transformé en realidad) de introducirme dentro.

Aquí los recuerdos se desvanecen como jirones de un sueño fantástico que las luces del alba disipa. Conjeturo, desde luego, que víctima de otra nueva tentación debí poner en marcha el convoy, a fuerza de manipular las palancas de la maquinaria, porque todo lo que sigue es una «sensación de movimiento» o, para concretar mejor, una alocada carrera de dos rieles que se iban estrechando hacia mí a velocidad vertiginosa, sin concluir nunca. También creo recordar los postes del telégrafo que se deslizaban a uno y otro lado de la vía, como si quisieran huir.

Conjeturo que el miedo a caer en las garras de los empleados del ferrocarril (que debían de haberse dado cuenta de mi «maniobra») impidió que mi mano deshiciera lo que mi mente obsesa había comenzado, pero no es menos cierto que «entonces» el viento que azotaba mi cara cuando me asomaba por la ventanilla y la rápida procesión de las copas de los pinos que se sucedían rápidamente a derecha e izquierda, me inoculaba una salvaje alegría, muy difícil de descubrir ahora. Luego creo que me cansé (yo me canso de todo) y a unos cien kilómetros de Madrid dejé abandonado el convoy en un lugar desierto de donde regresé andando.

Vuelven a difuminarse mis evocaciones en un grado todavía más intenso, y además no tengo ganas de proseguir este relato. Pasan confusos por mi memoria la visión de un Tribunal y unos jueces que me absolvieron (se conoce que cediendo a una nueva tentación di parte a la policía de mi «hazaña»). El caso es que ahora estoy en este sanatorio (no de locos) en el que me voy restableciendo.

 

FIN

 

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