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lunes, 13 de mayo de 2024

Las aguas del olvido

 


ANTONIO MUÑOZ MOLINA 05/08/1987 

 

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es uno de los novelistas adscritos a la última generación de 

narradores. Su primera novela, Beatus Ille, fue el primer paso hacia el reconocimiento que le ha sido concedido 

de forma clara con su última obra publicada: El invierno en Lisboa. Es un escritor apasionado por la palabra y 

por la historia, y por eso sus obsesiones y sus propósitos son literarios hasta el extremo. Para él, los libros 

guardan el secreto de un viaje definitivo. Pocas cosas le importan que estén fuera de la literatura o el cine. 


Nadie cruzaba el río, aunque estaba muy cerca la otra orilla, tal vez porque la mirada no podía 

encontrar en ella nada que no hubiera a este lado, y porque quien cruza un río parece que deba 

exigir alguna compensación simbólica, que en este caso quedaba descartada por la cercanía y la 

similitud. Todo era igual a ambos lados, las mismas dunas y yerbazales tendidos por el viento del 

mar, el mismo brillo salino en las crestas de arena. El perro, Saúl, cruzó el río por la mañana, 

persiguiendo algo que Márquez había arrojado a la otra orilla con un rápido ademán en el que 

entonces no advertí premeditación, sino una de esas decisiones baldías que dicta el tedio. Saúl nadó 

ávida y ruidosamente, alzando el hocico sobre el agua revuelta, y cuando emergió al otro lado 

pareció que se hubiera extraviado. Sacudiéndose la pelambre empapada deambuló por la orilla y 

estuvo ladrando un rato con quejidos de lobo, sin atender al silbido ni a las voces de Márquez. A 

media tarde me di cuenta de que aún no había regresado.Esta mañana, mientras tomábamos el 

aperitivo en la tranquila penumbra de la biblioteca, Márquez me dijo el nombre del río, Guadalete, y 

apeló a un par de diccionarios geográficos para explicarme su etimología. Siento no haberlo 

escuchado entonces: supongo que si lo hubiera hecho no habría sabido evitar nada. Márquez abrió 

uno de sus diccionarios y buscó la palabra, deteniendo en ella su dedo índice, pero yo casi no le hice 

caso; atento a mi martini, a la ventana que da a la pista de tenis, a las dunas de este lado, al río. 

"Palabra compuesta de una doble raíz griega y árabe", dijo Márquez, leyendo. En ese instante yo 

miraba los muslos de Ivonne, excesivos bajo el short blanco, y los terminantes vaivenes con que 

Charlie Gómez movía la raqueta, abajo, en la pista de tenis. De cuando en cuando dejaban de jugar y 

conversaban separados por la red, bromeando en voz baja, reteniéndose fugazmente las manos 

mientras se cedían la pelota blanca. En una ocasión, Charlie Gómez alzó los ojos hacia la ventana de 

la biblioteca y vio que yo estaba mirándolos. Me hizo un estúpido saludo deportivo, extendiendo el 

pulgar, y le dijo algo a Ivonne, que miró también hacia arriba y se echó a reír.

GALANES Y COLONIAS

Charlie Gómez tenía el aspecto general de esos galanes que anuncian en televisión colonias 

masculinas. Alto, inmutablemente bronceado, parecía menos adicto a Ivonne que a los deportes y a 

los automóviles, y cuando jugaba al tenis se ceñía la frente con una banda listada que sin duda 

Ivonne encontraba irresistible. Durante el desayuno, sentado frente a él, pensé que podía sin 

remordimiento considerarlo un imbécil. ¿Puede no serlo quien permite que le llamen Charlie 

Gómez?

Cuando nos saludó desde la pista de tenis, Márquez, ante otro diccionario, había pronunciado la 

palabra semental, mirándolo con tristeza por encima de sus gafas. Eso me hizo pensar en Ivonne 

como en un proyecto de vaca. Lo sería a la vuelta de algunos años y de dos o tres hijos. Decía que le 

gustaban los niños y los perros, y cuando supo que yo escribía libros -había tres de ellos firmados 

por mí en la biblioteca, pero ésa era una habitación que ella casi nunca visitaba- se entretuvo en 

hallar copiosas semejanzas entre la maternidad y la literatura. Me preguntó jovialmente si yo había 

tenido hijos y plantado árboles. Ella los plantó en su infancia, nos dijo; su padre era un campesino; 

por eso debíamos disculparla si sus modales no se ajustaban siempre a la etiqueta. Viéndola comer 

con los labios tan pintados un trozo de pastel y chuparse sin escrúpulo, con halagado aire de 

travesura infantil, los dedos untados en azúcar comprendí que era detestable y que Márquez la 

amaba más allá de la razón y del ridículo, incluso del evidente escarnio. Estaba sentada tan cerca de 

Charlie Gómez que sin duda le rozaba las piernas bajo la mesa.

-Escribir un libro -me dijo-, ¿no será como dar a luz?

-A eso él no puede contestarte, Ivorme -dijo suavemente Márquez. La miraba siempre como 

vigilando la posibilidad de un desastre que él debiera atajar.

-Muchas veces yo he pensado en escribir mi vida -Ivonne se volvió hacia Charlie Gómez- Sería una 

novela.

-A mí me faltaría paciencia para estar sentado tanto tiempo sin hacer nada -dijo Charlie Gómez. 

Pensé: "Ahora va a decir que él es un hombre de acción". Lo hizo. Explicó luego que si él escribiera, 

lo contaría todo en una página y terminaría en seguida, porque no le gustaba adornar las cosas: él 

iba siempre al grano.

-Yo también -dije tímidamente, pero ni Charlie Gómez ni Ivonne me oyeron, y Márquez estaba 

demasiado absorto en ella como para hacerme caso. Tuve la sensación de que nii laconismo era una 

descortesía. Al fin y al cabo, yo era un invitado, y si hablaban de literatura a la hora del desayuno 

era en atención a mí. Me arrepentí secretamente de haber aceptado la invitación de Márquez y 

empecé a imaginar un pretexto para marcharme cuanto antes de la casa. Era sábado por la mañana; 

hasta la noche del donúngo no podría volver a la ciudad. Pero lo más grave era que Charhe Gómez 

se había ofrecido a llevarme en su coche. Pensé con pavor en la velocidad que su descapotable 

alcanzaría en la carretera de la costa.

La cocinera, una mujer gorda y callada, empezó a retirar la mesa antes de que nosotros nos 

levantáramos. Ivonne le dijo que se volviera a su cocina con un gesto irritado.

-No sabe comportarse -dijo- Se pone nerviosa cuando hay invitados.

-Debiste esperar al lunes para despedir a la doncella -le sugirió Márquez como temiendo enfadarla- 

Y no hables tan alto. Te ha oído.

OLVIDAR TODO

Que me oiga. Es igual que la tra -ahora, Ivonne me miró, hablándome con su roja boca llena de 

pastel- ¿Sabe usted por qué la despedí ayer tarde? Empezó a olvidársele todo, estaría drogada, yo 

qué sé. Le pedí que preparara un lunch y se puso a fregar platos que no estaban sucios. Como usted 

y Charlie Gómez iban a venir, le dije que arreglara las habitaciones de invitados. ¿Sabe lo que hizo? 

Sentarse a tomar el sol en la pista de tenis... Pero yo sé por qué no tenía la cabeza en su sitio. Por la 

mañana se había escapado para reunirse cn un hombre. En las dunas, en la otra orilla del río. Volvió 

nadando cuando nosotros todavía no nos habíamos levantado. Pero yo la vi. Yo vi que puso a secar 

su bañador en la ventana de su cuarto...

-El servicio es hoy día un problema indisoluble -dijo severamente Charlie Gómez.

-Insoluble -apuntó Márquez, y me sonrió, sin mirarlo.

-¿Usted juega al tenis? -me preguntó Ivonne-. Es un aburrimiento jugar con Charlie y perder 

siempre.

-A mí me ganaría -dije yo- No he jugado nunca.

-No hacía falta que me lo dijera -Ivonne suspiró con tristeza y buscó alivio en Charlie Gómez; se 

atrevió a rozarle la mano sobre el mantel, entre las tazas, fingiendo procurar que su marido no la 

viera- Es usted como mi Álvaro. Sólo la tiene por los libros. Claro que usted al menos los escribe...

Charlie Gómez y ella salieron del comedor hacia la piscina y la pista de tenis, vestidos de blanco, con 

pantalones cortos, moviéndose con una premeditada agilidad, como si nos ofrecieran a Márquez y a 

mí un ejemplo de los alegres beneficios del adulterio y del deporte.

-Venga conmigo a la biblioteca -dijo Márquez, pero pensaba en otra cosa-. Me firmará sus libros y le 

enseñaré mis diccionarios.

El perro Saúl entró en el comedor y se adhirió jadeando a sus piernas. Márquez le acarició la cabeza 

y el lomo con la mano derecha. En la otra sostenía un pesado trozo de madera y lo examinaba 

meditativamente, como calculando la posibilidad de hacer algo a lo que no estuviera seguro de 

atreverse. El perro se alzaba sobre las patas posteriores para tocar el trozo de madera y lo husmeaba 

y lo olía con desasosiego. No subimos todavía a la biblioteca. Cruzamos la parte baja de la casa, llena 

de cuadros y de muebles antiguos que Márquez me había mostrado el día antes con satisfacción y 

desdén, y salimos a la pista de tenis, frente al río. Charlie Gómez e Ivonne reían a carcajadas, muy 

juntos, cada uno a un lado de la red. Al vernos nos saludaron agitando al mismo tiempo las 

raquetas, con esa felicidad, tan frecuente en el cine, de quienes están a punto de emprender un 

crucero.

-Saúl -dijo Márquez. Levantó el trozo de madera, echó el brazo hacia atrás, arqueando el cuerpo 

hasta casi perder el equilibrio, luego la mano avanzó trazando una rápida curva y el objeto que hacía 

un instante estuvo en ella cruzó el aire sobre las aguas del río y fue a caer entre las dunas. De un 

salto, el pe rro se arrojó al agua y empezó a nadar hacia la otra orilla. Cuando lo vimos desaparecer, 

Márquez volvió a decirme que subiéramos a la biblioteca.

Procuré escribirle dedicatorias distintas en cada uno de mis libros. En el aire quieto de la mañana 

de verano oía los secos golpes de la pelota y las carcajadas de Ivonne y de Charlie Gómez, y sentía 

que mi gratitud hacia Márquez -era rico, conocía mis libros, gracias a ellos yo estaba invitado en su 

casa- iba siendo desplazada por una torpe obligación de piedad. Sobre la mesa, en los anaqueles, 

había fotos en blanco y negro de Ivonne; en algunas de ellas era más joven y estaba peor vestida y 

peinada; sin duda procedían del tiempo en que Márquez aún no se había encontrado con ella. Me 

pregunté dónde sucedió y por qué fue irreparable.

-Me gusta leer diccionarios y averiguar etimologías -dijo Márquez, mirando por la ventana a Ivonne, 

que nos daba la espalda-. No lo tome a mal, pero no conozco ninguna novela que me apasione más 

que la lectura de un diccionario.

-No se preocupe -dije yo-. A mí hay veces que me pasa lo mismo.

BUSCAR EN LAS COSAS

Orden y armonía. ¿No es eso lo que ustedes buscan en las palabras y en las cosas? Donde otros, los 

que no escribimos, sólo vemos el azar, ustedes encuentran los cabos sueltos de una historia. Pero el 

orden más inflexible es el de los diccionarios, y el misterio más cercano y difícil es el de la 

etimología de cada palabra. Le pongo un ejemplo. Usted ve a ese tipo que ahora está con mi mujer 

haciendo como que juega al tenis y es fácil que le asigne un calificativo...

-Desde luego -agradecí la ocasión de mostrarle a Márquez mi solidaridad- Es un imbécil.... un tipo 

jovial -continuó hablando, sin prestarme atención-. Jovial. Una palabra cualquiera, sin misterio. 

¿Sabe lo que de verdad significa y por qué nuestro amigo no la merece? Jovial es el poseído por 

Jove, por Júpiter, por un dios... Manejamos las palabras sin darnos cuenta de que bajo su forma 

gastada por el uso hay una moneda de oro. Mire ese río de ahí abajo. ¿No se ha preguntado nunca 

por qué le llaman Guadalete?

Pero no esperó mi respuesta, porque entonces empezamos a oír, traídos desde muy lejos por el 

viento, los ladridos de un perro. Eran largos quejidos, cada vez más remotos, que al cabo de unos 

minutos se extinguieron del todo en un silencio punteado por los golpes de la pelota en la pista de 

tenis.

Luego bajamos al jardín, dimos una vuelta por la orilla del río, hacia el mar, queriendo ver al perro 

Saúl entre las dunas; volvimos a la casa para beber unos martinis. Desde la ventana del comedor vi 

que Ivonne y Charlie Gómez se abrazaban con ademanes convulsivos tras un árbol, sin soltar las 

raquetas. En ese momento, Márquez se me acercaba con las dos copas en las manos. Para que no 

viera nada me alejé con rapidez absurda hacia el otro extremo de la habitació n.

Los martinis y luego la comida me sumieron en un pesado letargo. Sólo tras dos tazas de café volví a 

sentirme lúcido y a odiar a Charlie Gómez, y a fijarme con reprobable interés en la ceñida blusa 

deportiva de Ivonne. Hablábamos lánguidamente de lo difícil que es hacerse rico con los libros; del 

calor, que se mitigaría al anochecer; de la lealtad de los perros, de un pastor alemán en cuyos ojos 

había descubierto Charlie Gómez una expresión del todo humana. Ivonne propuso con abatida 

tenacidad una excursión a la playa por la que nadie llegó a entusiasmarse. Márquez, advirtiendo el 

sueño y la fatiga en mis ojos, me sugirió que subiera a dormir una siesta. Creí correcto resistirme un 

poco y en seguida accedí, imaginando casi dese speradamente el alivio de estar soloy tendido en una 

habitación en penumbra.

- Ire contigo a a playa -le dijo Charlie Gómez a Ivonne.

-Tengo una idea mejor -desde la puerta, de antemano dormido, oí con sorpresa la voz de Márquez-. 

Juguemos usted y yo un partido de tenis, Charlie.

Entre sueños seguí escuchando sus voces, los golpes de la pelota, rápidos y multiplicados pasos de 

zapatillas de lona sobre el suelo de cemento, muy lejos y muy cerca, como los ladridos del perro 

Saúl, que no sé si también se oyeron en la realidad.

Me desperté casi de noche. Tenía la boca seca y amarga, y me pesaba el estómago como si acabara 

de comer. Cuando caminaba hacia la biblioteca en busca de Márquez noté un opresivo silencio de 

casa abandonada. Sentado ante la mesa, donde todavía estaba abierto un diccicionario, miré la pista 

vacía y las dunas, las copas sonoras de los árboles, la corriente del río. Guadalete, leí; esa palabra 

estaba subrayada. Iba a seguir leyendo cuando vi a Ivonne parada frente a mí. Todavía llevaba la 

blusa deportiva y el pantalón corto, y estaba llorando.

-Se ha ido -me dijo-. Sin decir adiós, sin explicarme nada, sin mirarme. Terminó de jugar con 

Álvaro y ya no era el mismo.

-¿Discutieron?

-Nada -Ivonne se limpió las lágrimas y la nariz con un pañuelo manchado de rimel-. Yo los miraba 

jugar. No sé por qué se empeñó Álvaro, si no sabe ni coger la raqueta. Fue a sacar y tiró la pelota al 

otro lado del río. Una pelota carísima. Charlie se irritó...

-¿Cruzó él para buscarla? -dije, pero yo sabía la respuesta-. Fue como un relámpago: en un segundo 

recordé a la doncella despedida y al perro Saúl. Con incredulidad, sin asombro, lo entendí todo; 

también la sabiduría y la venganza de Márquez.

-Se tiró al agua y cruzó el río en un momento -dijo Ivonne-. Cuando volvió pasó a mi lado sin 

mirarme. Se cambió de ropa y se fue. Usted es hombre y escritor. ¿Puede explicarme qué he hecho 

para que Charlie me abandone así? Mi marido no sospechaba...

-No sospechaba -dije, y le mostré el diccionario abierto y la palabra subrayada-. Sabía. Hasta yo lo 

supe, y no hace ni un día. que estoy aquí.

-¿Cree que él amenazó a Charlie?

-No era necesario. Su mando descubrió el modo de que Charlie se olvidara para siempre de usted. 

Bastaba con hacer que cruzara ese río.

DUNAS

Ivonne me miró sin entender, sin encontrar alivio en mis palabras. Por la ventana abierta de la 

biblioteca le señalé el río y la región de las dunas, ya oscurecida por el anochecer.

-¿Se acuerda de la criada que usted despidió ayer? -continué-. Cruzó el río y cuando volvió no 

recordaba nada. Usted mismo nos dijo que le ordenó arreglar las habitaciones de invitados y que 

ella se fue a tomas el sol, que se puso a fregar platos que ya estaban limpios... Y ese perro, Saúl, 

acuérdese, su marido le hizo cruzar el río y ya no ha vuelto. El río se llama Guadalete. Es una 

palabra árabe que viene del griego. Los antiguos le llamaban Leteo, el río del olvido, porque era la 

frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos. Quien lo cruza pierde la memoria.

Cerré de un golpe el pesado diccionario, miré a Ivonne con piedad y un poco de deseo, 

preguntándome qué estaría haciendo Márquez, dónde. Ivonne no comprendía o no aceptaba. Dio 

un paso hacia mí, me abrazó, respirando oscuramente contra mi pecho. Para eludir su mirada, que 

buscaba mi boca, miré de nuevo hacia la ventana. Alguien, un hombre, crúzaba la pista de tenis, en 

bañador, con zapatillas blancas, llevando -una toalla al hoimbro. Casi en la oscuridad reconocí a 

Márquez. Lo vi detenerse en la orilla arenosa del río, quitarse lentamente las zapatillas y dejarlas 

cuidadosamente en el suelo, junto a la toalla. Como si se apartara el pelo de la cara echó atrás la 

cabeza y luego entró muy despacio en el agua, adelantando los brazos, las manos juntas y 

extendidas. Antes de dar la primera brazada se volvió hacia la ventana desde donde yo estaba 

mirando e hizo un gesto con la mano, como diciendo adiós.


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