Una
vez hablaban entre sí dos campesinos pobres; uno de ellos vivía a fuerza de
mentiras, y cuando se le presentaba la ocasión de robar algo no la
desperdiciaba nunca; en cambio, el otro, temeroso de Dios y de estrecha
conciencia, se esforzaba por vivir con el modesto fruto de su honrado trabajo.
En su conversación, empezaron a discutir; el primero quería convencer al otro
de que se vive mucho mejor atendiendo sólo a la propia conveniencia, sin
pararse en delito más o menos; pero el otro le refutaba, diciendo:
-De
ese modo no se puede vivir siempre; tarde o temprano llega el castigo. Es mejor
vivir honradamente aunque se padezca miseria.
Discutieron
mucho, pues ninguno de los dos quería ceder en su opinión, y al fin decidieron
ir por el camino real y preguntar su parecer a los que pasasen.
Iban
andando cuando encontraron a un labrador que estaba labrando el campo; se
acercaron a él y le dijeron:
-Dios
te ayude, amigo. Dinos tu opinión acerca de una discusión que tenemos. ¿Cómo
crees que hay que vivir, honradamente o inicuamente?
-Es
imposible vivir honradamente -les contestó el campesino-; es más fácil vivir
inicuamente. El hombre honrado no tiene camisa que ponerse, mientras que la
iniquidad lleva botas de montar. Ya ven: nosotros los campesinos tenemos que
trabajar todos los días para nuestro señor, y en cambio no tenemos tiempo para
trabajar para nosotros mismos. Algunas veces tenemos que fingirnos enfermos
para poder ir al bosque a coger la leña que nos hace falta, y aun esto hay que
hacerlo de noche porque es cosa prohibida.
-Ya
ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: mi opinión es la verdadera.
Continuaron
el camino, anduvieron un rato y encontraron a un comerciante que iba en su
trineo.
-Párate
un momento y permítenos una pregunta: ¿Cómo es mejor vivir, honradamente o
inicuamente?
-¡Oh
amigos! Es difícil vivir honradamente; a nosotros los comerciantes nos engañan,
y por ello tenemos que engañar también a los demás.
-¿Has
oído? Por segunda vez me dan la razón -dijo el Hombre Malo al Bueno.
Al
poco rato encontraron a un señor que iba sentado en su coche.
-Detente
un minuto, señor. Danos tu opinión sobre nuestra disputa. ¿Cómo se debe vivir,
honradamente o inicuamente?
-¡Vaya
una pregunta! Claro está que inicuamente. ¿Dónde está la justicia? Al que pide
justicia le dicen que es un picapleitos y lo destierran a Siberia.
-Ya
ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: todos me dan la razón.
-No
me convencen -contestó el Bueno-; hay que vivir como Dios manda; suceda lo que
suceda no cambiaré de conducta.
Se
fueron ambos en busca de trabajo, y durante mucho tiempo anduvieron juntos. El
Malo sabía halagar a la gente y se las arreglaba muy bien; en todas partes le
daban de comer y de beber sin cobrarle nada y hasta le proveían de pan en tal
abundancia que siempre llevaba consigo una buena reserva. El Bueno, no
poseyendo la habilidad de su compañero, era muy desgraciado, y sólo a fuerza de
trabajar mucho conseguía un poco de agua y un pedazo de pan; pero estaba
siempre contento a pesar de que su compañero no dejaba de burlarse de su
inocencia.
Un
día, mientras caminaban por la carretera, el Bueno sintió gran hambre y dijo a
su compañero:
-Dame
un pedacito de pan.
-¿Qué
me darás por él? -le preguntó el Malo.
-Pídeme
lo que quieras.
-Bueno,
te quitaré un ojo.
Y
como el Bueno tenía mucha hambre, consintió; el Malo le quitó un ojo y le dio
un pedacito de pan. Siguieron andando, y al cabo de un buen rato el Bueno tuvo
otra vez hambre y pidió al Malo que le diese otro poco de pan; pero éste le
dijo:
-Déjame
sacarte el otro ojo.
-¡Oh
amigo, ten compasión de mí! ¿Qué haré si me quedo ciego?
-¿Qué
te importa? A ti te basta con ser bueno, mientras que yo vivo inicuamente.
¿Qué
hacer? Era imposible resistir un hambre tan grande, y al fin el Bueno dijo:
-Quítame
el otro ojo si no tomes la ira de Dios.
El
Malo le vació el otro ojo, le dio un pedacito de pan y luego lo dejó en medio
del camino, diciéndole:
-¿Crees
que te voy a llevar siempre conmigo? ¡No era mala carga la que me echaba
encima! ¡Adiós!
El
ciego comió el pan y empezó a andar a tientas pensando en llegar a un pueblo
cualquiera donde lo socorriesen. Anduvo, anduvo hasta que perdió el camino, y
no sabiendo qué hacer empezó a rezar:
-¡Señor,
no me abandones! Ten piedad de mí, que soy alma pecadora!
Rezó
con mucho fervor, y de pronto oyó una voz misteriosa que le decía:
-Camina
hacia tu derecha y llegarás a un bosque en el que hay una fuente, a la que te
guiará el oído porque es muy ruidosa. Lávate los ojos con el agua de esa fuente
y Dios te devolverá la vista. Entonces verás allí un roble enorme; súbete a él
y aguarda la llegada de la noche.
El
ciego torció a su derecha, llegó con gran dificultad al bosque, sus pies
encontraron una vereda y siguió por ella, guiado por el rumor del agua, hasta
llegar a la fuente. Cogió un poco de agua, y apenas se mojó las cuencas vacías
de sus ojos recobró la vista. Miró alrededor suyo y vio un roble enorme, al pie
del cual no crecía la hierba y la tierra estaba pisoteada; se subió por el
roble hasta llegar a la cima, y escondiéndose entre las ramas se puso a
aguardar que fuese de noche.
Cuando
ya la noche era obscura vinieron volando los espíritus del mal, y sentándose al
pie del roble empezaron a vanagloriarse de sus hazañas, contando dónde habían
estado y en qué habían empleado el tiempo. Uno de los diablos dijo:
-He
estado en el palacio de la hermosa zarevna. Hace ya diez años que estoy atormentándola;
todos han intentado echarme del palacio, pero no logran realizarlo. Sólo me
podrá echar de allí el que consiga una imagen de la Virgen Santísima que posee
un rico comerciante.
Al
amanecer, cuando los diablos se fueron volando por todas partes, el Hombre
Bueno bajó del árbol y se fue a buscar al rico comerciante que tenía la imagen.
Después de buscarlo bastante tiempo, lo encontró y le pidió trabajo,
diciéndole:
-Trabajaré
en tu casa un año entero sin que me des ningún jornal; pero al cabo del año
dame la imagen que posees de la Santísima Virgen.
El
comerciante aceptó el trato y el Hombre Bueno empezó a trabajar como jornalero,
esforzándose en hacerlo todo lo mejor posible, sin descansar ni de día ni de
noche, y al acabar el año pidió al comerciante que le pagase su cuenta; pero
éste le dijo:
-Estoy
contentísimo con tu trabajo, pero me da lástima darte la imagen; prefiero
pagarte en dinero.
-No
-contestó el campesino-. No necesito tu dinero; págame según convinimos.
-De
ningún modo -exclamó el comerciante-; trabaja en mi casa un año más y entonces
te daré la imagen.
No
había más remedio que aceptar tal decisión, y el Hombre Bueno se quedó en casa
del comerciante trabajando otro año. Al fin llegó el día de pagarle la cuenta;
pero por segunda vez se negó el comerciante a darle la imagen.
-Prefiero
recompensarte con dinero -le dijo-, y si insistes en recibir la imagen, quédate
como jornalero un año más.
Como
es difícil tener razón cuando se discute con un hombre rico y poderoso, el
campesino tuvo que aceptar las condiciones propuestas; se quedó en casa del
comerciante un año más, trabajando como jornalero con más celo aún que los
anteriores. Acabado el tercer año, el comerciante tomó la imagen y se la
entregó al campesino, diciéndole así:
-Tómala,
hombre honrado, tómala, que bien ganada la tienes con tu trabajo. Vete con
Dios.
El
campesino cogió la imagen de la Santísima Virgen, se despidió del comerciante y
se dirigió a la capital del reino, donde el espíritu del mal atormentaba a la
hermosa zarevna. Anduvo largo tiempo, y por fin llegó y empezó a decir a los
vecinos:
-Yo
puedo curar a vuestra zarevna.
Inmediatamente
lo llevaron al palacio del zar y le presentaron a la joven y enferma zarevna.
Una
vez allí, pidió una fuente llena de agua clara y sumergió en ella por tres
veces la imagen de la Santísima Virgen, entregó el agua a la zarevna y le
ordenó que se lavase con ella. Apenas la enferma se puso a lavarse con el agua
bendita, expulsó por la boca el espíritu del mal en forma de una burbuja; la
enfermedad desapareció y la hermosa joven se puso sana, alegre y contenta.
El
zar y la zarina se pusieron contentísimos, y en su júbilo no sabían con qué
recompensar al médico: le proponían joyas, rentas y títulos nobiliarios, pero
el Hombre Bueno contestó:
-No,
no necesito nada.
Entonces
la zarevna, entusiasmada, exclamó:
-Me
casaré con él.
Consintió
el zar y dispuso que se celebrase la boda con gran pompa y en medio de grandes
festejos. Desde entonces el campesino Bueno vivió en palacio, llevando magníficos
vestidos y comiendo en compañía del zar y de toda la familia real.
Transcurrido
algún tiempo, el Hombre Bueno dijo al zar y la zarina:
-Permítanme
ir a mi aldea; tengo allí a mi madre, que es una pobre viejecita, y quisiera
verla.
El
zar y la zarina aprobaron la idea; la zarevna quiso ir con él y se fueron
juntos en un coche del zar, tirado por magníficos caballos.
En
el camino tropezaron con el Hombre Malo. Al reconocerlo, el yerno del zar le
habló así:
-Buenos
días, compañero. ¿No me conoces? ¿No te acuerdas de cuando discutías conmigo
sosteniendo que se obtiene más provecho viviendo inicuamente que trabajando
honradamente?
El
Hombre Malo quedó asombrado al ver que el Bueno era yerno del zar y que había
recuperado los ojos que él le había quitado. Tuvo miedo, y no sabiendo qué
decir, permaneció silencioso.
-No
tengas miedo -le dijo el Hombre Bueno-; yo no guardo rencor nunca a nadie.
Y
le contó todo: lo de la fuente maravillosa que le había hecho recobrar la
vista, lo del enorme roble, sus trabajos en casa del comerciante, y por fin, su
boda con la hermosa zarevna. El Hombre Malo escuchó todo con gran interés y
decidió ir al bosque a buscar la fuente. «Quizá -pensó- pueda también encontrar
allí mi suerte.»
Se
dirigió al bosque, encontró la fuente maravillosa, se subió al enorme roble y
esperó la llegada de la noche. A media noche vinieron volando los espíritus del
mal y se sentaron al pie del árbol; pero percibiendo al Hombre Malo escondido
entre las ramas, se precipitaron sobre él, lo arrastraron al suelo y lo
despedazaron.
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