Anda de noche, sola o en pareja, cazando roedores, murciélagos, ranas, sapos y pequeñas aves que sorprende dormidas. En las horas de luz se oculta en los huecos de las paredes, en las bohardillas, en las torres o en los campanarios de las iglesias. No construye nido; en los pisos o en los machinales pone cuatro o cinco huevos de color blanco.
Tiene la cara blancuzca, limitada por un círculo de plumas pajizas, orejas marrones, el pecho y el abdomen blancos con pintitas marrones oscuras; el lomo y las alas grises, acres, blancas y marrones, las calzas blancas y el pico y las alas marrones agrisados.
En las noches de luna aguarda en los caminos el paso de un hombre y, con un fuerte chillido, le arranca el alma del cuerpo. Para quebrar el maleficio hay que echar un puñado de sal en la dirección que huye el ave o soplar, en la misma dirección, el humo de un cuerno o una pezuña recién encendidos.
Apaga de un aletazo las lámparas en las iglesias y se bebe el aceite caliente. Ronda las casas donde hay enfermos, atraída por el olor a remedio. Las brujas las instruyen y las usan como cabalgadura. Sus huevos batidos y mezclados con aguardiente refrescan a los borrachos y los curan definitivamente del vicio de la bebida.
Mientras vuela lanza un frío y penetrante chillido; la gente del pueblo, al oírlo, se santigua y exclama: “¡Cruz diablo!” o “¡Cruz diablo, creo en Dios y no en vos!”.
Y los indios quechuas dicen: “Kay cachi, kay uchu” (He aquí la sal, he aquí el ají).
Se acostumbra a llamar lechuza o lechuzón a la persona que trae con frecuencia noticias desagradables y al empleado de pompas fúnebres que, al morir una persona, se presenta a ofrecer el entierro. En la ciudad de Salta, una empresa de pompas fúnebres hacía su propaganda con el siguiente anuncio: “Esta casa no tiene lechuza.”
Sus adivinanzas andan de boca en boca:
Le, pero no de libro;
chuza, pero no de gallo.
Alico, alico
que alza la cola y vuelve el pico.
En los altos barrancos
calzoncillos blancos.
Tras, tras,
la cabeza para atrás.
La lechuza era una mujer atrevida y lengua larga. Se pasaba el día trayendo y llevando chismes.
En un velorio se burló de una vecina -la viuda de un sargento- que lucía las manos más hermosas del pueblo.
- Mírenla -dijo en una rueda de comadres señalando a la viuda-, es una coqueta, una presuntuosa. Me han dicho, yo no lo pongo en duda, que jamás acaricia a sus hijos por temor a que se le gasten las manos.
No exageraba es, ya vez; en lo que decía, había algo de cierto.
No faltó quien le llevara el cuento a la viuda. Esta puso el grito en el cielo:
- Va a saber lo que es bueno. Yo le vaya quitar la costumbre de meterse en lo que no le importa.
Sacó del fondo del baúl el sable del finado sargento y salió en busca de la chismosa. La encontró en el recodo de un camino y le dio tantos sablazos que la dejó malherida y quejándose al pie de un árbol.
Y desde aquel día, la viuda se transformó en iguana y la cuentera en lechuza. Una conserva, como recuerdo, el sable por cola y la belleza en las manos y la otra dejó de hablar para siempre, silba de cuando en cuando y por temor a que vuelvan a castigarla se esconde durante el día y cuando sale, de noche, es tan desconfiada que gira constantemente la cabeza para todos lados.
Su prima, la lechuza de las vizcacheras, tiene la frente, el lomo y las alas, marrones, salpicados de blanco, clara la pechera, el abdomen blancuzco, ligeramente rayado de marrón, el pico amarillo, las patitas con medias claras y las uñas negras.
Anida en el suelo, generalmente en las cuevas abandonadas por las vizcachas. Se alimenta de roedores y de culebras y como su parienta, la lechuza de los campanarios, pone cinco huevos de color blanco.
Se posa en los postes o en las ramas secas de los árboles. Cuando canta, parece que dijera: “José Cruz, tabaco, tabaco.”
“Grita -escribe Roberto Lehmann Nitsche en Las aves en el folklore Sudamericano- José Cruz, tabaco, tabaco. La lechuza vendía tabaco a crédito, pero José Cruz, la vizcacha, que nunca pagaba, se escondió bajo tierra para sustraerse a las demandas de la acreedora. Esta se alojó, pues, en la entrada de la casa del deudor y cuando sale, de noche, grita tras él:
José Cruz, tabaco, tabaco.”
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