La dama de hierro
La evolución de Gran Bretaña en
la segunda mitad del siglo XX y
posiblemente la de Europa entera
no sería del todo inteligible sin tener
en cuenta la trayectoria de la
primera mujer que ocupó el cargo de jefe
de Gobierno en un estado
occidental, Margaret Thatcher. Muchos dudaban
de que fuese capaz de gobernar un
país sumido en una profunda crisis
económica y moral. Sin embargo
desplegó una actividad incombustible,
puso en práctica un nuevo
programa político no del todo conforme a los
valores tradicionales de su
partido, el Conservador, y sobre todo hizo
gala de un estilo personal,
autoritario y áspero pero inteligente y
seductor al tiempo, que cautivó
tanto al electorado como a la clase
política internacional. El
resultado no pudo ser más brillante para los
conservadores, ya que acabó
dirigiendo la política británica durante
once años, convirtiéndose así en
el primer ministro que ocupó durante
más tiempo el cargo en su patria
a lo largo de todo el siglo XX. Su
historia es un sorprendente
relato de ambición e intelecto, pero al
mismo tiempo arroja un balance
contradictorio, ya que logró reactivar la
economía y la política británicas
a un precio que muchos continúan
criticando hoy en día.
El Reino Unido tras la Segunda
Guerra Mundial se enfrentaba a un futuro
incierto y sombrío. Durante más
de un siglo había sido la primera
potencia política mundial y poco
a poco había visto cómo se recortaba su
omnipotencia a lo largo de la
primera mitad del siglo XX. Entre 1900 y
1910 Estados Unidos le había
tomado la delantera como primer productor
industrial y líder económico;
años después, su intervención decisiva en
las dos guerras mundiales había
terminado por arrebatar a los británicos
la iniciativa en la política
internacional. El mundo bipolar que surgió
de la Guerra Fría, en el que el
antiguo sistema multipolar de potencias
dio paso al enfrentamiento total
de las dos superpotencias nucleares
emergentes (Estados Unidos y la
Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas), no hizo sino dejar
más patente todavía la postración
británica. Otro hecho añadió más
dramatismo si cabe a la situación. La
Segunda Guerra Mundial se vio
inmediatamente seguida del proceso de
descolonización, que dio al
traste tan sólo en quince años con su
dominio mundial. Aunque el
proceso no supuso en muchos casos la pérdida
de los privilegios económicos de
las compañías británicas en las ex
colonias, fue un duro golpe en el
orgullo nacional, pues se había
perdido la joya de su poderío, la
baza incontestable de su poder
internacional. De ser un imperio
en cinco continentes pasaba a ser un
pequeño país insular en el
noroeste de Europa. A la fuerza tenía que ser
una transición difícil.
La población británica fue muy
consciente desde el principio de los
serios problemas que traería
consigo la posguerra. Los años treinta
habían sido una pesadilla de
crisis económica, graves tensiones sociales
y extremismos políticos, y estos
problemas no se habían solventado
durante la contienda,
sencillamente se habían pospuesto. Tanto electores
como partidos políticos lo tenían
muy presente y es posible que fuera la
principal razón de que el
político que había dirigido brillantemente la
actuación bélica, el conservador
Winston Churchill, no triunfase en las
elecciones generales celebradas
en 1945, poco después de finalizar la
guerra. El gabinete laborista
liderado por Clement Atlee puso en marcha
un proyecto que garantizase la
estabilidad social y política necesaria
para afrontar con éxito la
reconstrucción. La solución dada no fue
original, ya que consistió en
construir un estado del bienestar a imagen
de lo que estaban haciendo el
resto de los principales países de Europa
occidental por aquellos mismos
años. En consecuencia, se nacionalizaron
la mayor parte de las grandes
industrias y se crearon servicios públicos
de educación, salud, vivienda y
transporte. La idea era poner en marcha
un complejo sistema que pusiese
en manos del estado los recursos
necesarios para garantizar un
trabajo, una vivienda, educación y salud
al conjunto de la población. La
élite del país aceptó un proceso tan
ambicioso (y caro) sólo a cambio
de que no se tocasen sus privilegios
económicos. El resultado fue un
consenso en torno a un nuevo modelo de
economía y sociedad que fue
incluso asumido por los conservadores y que
garantizaría la estabilidad y
cierto crecimiento económico en el
siguiente cuarto de siglo. Pero
en la década de 1960 los problemas del
sistema empezaron a ser evidentes
y una conciencia de decadencia se
extendió ampliamente entre los
británicos. En este contexto una joven
inglesa de firmes convicciones
conservadoras, Margaret Thatcher, luchaba
por hacerse un hueco en el
Partido Conservador, que pronto le daría
muestras de estar necesitado de
sus aptitudes.
Una juventud en tiempos difíciles
Margaret Hilda Roberts nació el
13 de octubre de 1925 en Grantham, una
pequeña ciudad en la comarca
inglesa de Lincolnshire. Era la segunda
hija de Alfred Roberts y su
esposa Beatrice Ethel Stephenson. Ambos
pertenecían a la Iglesia
metodista, de la que eran fervientes
practicantes, y su padre
trabajaba en la tienda de ultramarinos que
tenía en propiedad. La familia
vivía en la casa que había sobre dicha
tienda, y las dos hijas tuvieron
una infancia que si bien no estuvo
marcada por la pobreza que en
aquellos años acorralaba a las clases
humildes, pues el negocio
familiar ya prosperaba antes de la guerra, en
cambio sí que fue de una
austeridad espartana, marcada por el carácter
sobrio de su padre y la severidad
del credo metodista. La niña se formó
en un núcleo de relaciones
sociales muy volcado hacia la congregación
religiosa a la que pertenecían,
en la que desempeñaban un papel
relevante los principios de ayuda
mutua, caridad y sinceridad. También
en su casa vivió el interés por
la política, ya que su padre fue
concejal independiente del
ayuntamiento por un tiempo. Aunque no
perteneciese al Partido
Conservador, la ideología que se respiraba en su
hogar coincidía en buena medida
con los principios tradicionales que
defendía el partido tory.
El padre de Margaret, que no pudo
completar sus estudios, estuvo
decidido desde el principio a que
su hija pudiese acceder a la educación
que él no pudo tener y que tanto
admiraba. Asistió a la escuela pública
local y posteriormente cursó
enseñanza secundaria en el colegio para
señoritas Kesteven & Grantham
de su ciudad natal, donde sus buenas
calificaciones le permitieron
obtener becas con las que sufragar los
gastos escolares y que finalmente
le proporcionarían la oportunidad de
acceder a una beca para ir a la
Universidad de Oxford. En el Somerville
College de dicha institución
ingresó en octubre de 1943 para realizar
estudios de ciencias químicas. Su
tutora de entonces fue Dorothy
Hodgkin, especialista en
cristalografía de los rayos X y ganadora en
1964 del Premio Nobel como
reconocimiento a las posibilidades que esta
técnica brindaba para investigar
las estructuras de importantes
sustancias bioquímicas. La
profesora Hodgkin siempre guardó un buen
recuerdo de Margaret a su paso
por las aulas: «Yo la clasificaba como
buena [estudiante]. Se podía
siempre confiar en que realizase un ensayo
correcto y bien interpretado».
El contexto de la Segunda Guerra
Mundial hizo su experiencia cotidiana
en Oxford bastante más dura de lo
que en principio se podría esperar, ya
que parte de las instalaciones y
los recursos de la universidad habían
sido militarizados para el
desarrollo de experimentos que se
consideraban entonces
prioritarios. El carácter serio que había
absorbido la joven de su ambiente
familiar le llevó a dar una absoluta
prioridad a los estudios. En este
campo, según su biógrafo Hugo Young,
sus compañeros de Oxford «se
acuerdan de que se manejaba muy bien en el
laboratorio, que estudiaba mucho,
era eficiente y muy organizada, pero
nada indica que fuera
particularmente brillante en teoría química». Pese
a ello realizó sus estudios con
una eficacia sorprendente y con buenas
calificaciones. Siempre le quedó
de aquellos años un vivo interés por la
ciencia y por el método
científico, que, junto al credo metodista de sus
padres, muchos han señalado como
las influencias fundamentales en la
forja del temperamento de la
joven Thatcher.
Al mismo tiempo fue en la
universidad donde empezó a desarrollar su
militancia política, al ingresar
en la Asociación estudiantil
conservadora de Oxford, de la que
llegó a ser elegida presidenta, y en
cuyo seno conoció a varios
políticos importantes del momento. Ejerciendo
esta responsabilidad vivió la
derrota conservadora en las elecciones de
1945, posiblemente uno de los
factores esenciales que la llevaron a dar
un paso y poner en práctica su
vocación política cuando terminase la
carrera, lo que sucedió en 1947,
año de su graduación en ciencias
químicas. Mediada la veintena, el
conjunto de influencias y estímulos
que había recibido impulsaron su
decisión de luchar para abrirse camino
en un ámbito poco propicio a la
participación de las mujeres, la política.
Una mujer en el partido
conservador
Nada más salir de la universidad,
Margaret Roberts ingresó en el Partido
Conservador y mostró
inmediatamente su disposición a representarlo en la
lucha por los votos que podrían
devolver a los conservadores al poder.
El partido la ubicó en el
distrito de Dartford, en el condado de Kent,
con la vista puesta en los
siguientes comicios. Por esta circunscripción
concurriría en las citas
electorales de 1950 y 1951, durante las cuales
el partido la publicitó como la
mujer candidata más joven de Gran
Bretaña, pero en ambas ocasiones
fracasó y no logró obtener un escaño
para la Cámara de los Comunes.
Aquello no fue una sorpresa para nadie,
ya que Dartford era una
circunscripción de clase trabajadora en la que
la posguerra estaba dejando
sentir su cara más amarga: los
racionamientos, la carestía y las
dificultades laborales estaban a la
orden del día. Sin embargo fue la
primera experiencia política real que
tuvo, en la que afloraron rasgos
que después serían definitorios de su
imagen. Era una joven
especialmente comunicativa, a la que le resultaba
muy fácil entablar conversación
con cualquiera, ya perteneciese a su
misma tendencia política o a
cualquier otra; no rehuía la discusión
sobre los temas que importaban al
electorado, aunque fuesen aquellos en
los que su partido no podía
presentar propuestas atractivas para un
auditorio proclive a los
laboristas, y además se expresaba en un
lenguaje sencillo y directo, con
una confianza en sí misma realmente
envidiable.
En aquella localidad del sudeste
de Inglaterra fue donde conoció a Denis
Thatcher, un empresario local que
dirigía un negocio familiar. El
noviazgo duró dos años y el 13 de
diciembre de 1951 se casaron, menos de
dos meses después de que la novia
hubiese sido derrotada por segunda vez
en contienda electoral. Desde
entonces, y siguiendo la costumbre
anglosajona, la joven Margaret
Roberts tomaría el apellido de su marido,
dando origen al nombre con el que
ha sido conocida en todo el mundo.
Pero quizá el cambio más
importante que trajo el matrimonio a su vida no
fue el apellido, sino el credo
religioso. Denis era divorciado y, como
el metodismo no aceptaba ni el
divorcio ni los matrimonios con
divorciados, Margaret renunció a
la fe que le inculcaron sus padres y
abrazó el anglicanismo de su
marido. La pareja tuvo a sus dos únicos
hijos, los gemelos Mark y Carol,
en agosto de 1953. Ya en la década de
los sesenta, el marido cambiaría
de ramo y comenzaría a trabajar en la
industria del petróleo, en la que
desarrollaría el resto de su carrera.
Los años cincuenta fueron un
período de cambios laborales. La posición
económica de su marido era más
que holgada, permitiéndoles tener
servicio y todo tipo de
comodidades en casa. Pero sobre todo facilitó a
Margaret el no tener que trabajar
y poder reemprender los estudios
(después de salir de la
universidad apenas había ejercido tres años como
química en una empresa de
plásticos y otra de control alimentario).
Quizá por su actividad en
política se sintió atraída por las ciencias
jurídicas, y en enero de 1952
comenzó a cursar estudios de derecho, y en
diciembre de 1953 consiguió la
habilitación para ejercer como abogada,
especializada en materia
tributaria. Todo ello hizo que Margaret se
planteara la posibilidad de
ampliar su horizonte profesional (y
posteriormente político). En
febrero de 1952 escribió en un periódico
local sobre las ideas que
cimentaban esta actitud. Según Hugo Young, «la
joven señora Thatcher escribió
que las mujeres no debían quedarse en
casa. Que debían tener una
carrera. “De esta forma se desarrollan unas
cualidades y unos talentos en
beneficio de la sociedad que, en caso
contrario, se desperdiciarían”.
En su opinión no tenía sentido decir que
la familia se resiente. De hecho,
las mujeres no sólo debieran trabajar
sino luchar por alcanzar la cima
de su profesión y oficio. Por encima de
todo, esto debía aplicarse a las
mujeres políticas. Debiera haber más
mujeres en Westminster —en
aquella época, de 625 diputados, sólo había
diecisiete mujeres—, y no
debieran conformarse con los rangos inferiores
que ocupan. “Insisto en que si
una mujer demuestra estar capacitada debe
tener las mismas oportunidades
que los hombres para los cargos
relevantes en el Consejo de
Ministros ¿Por qué no una mujer canciller?
¿O ministra de Asuntos
Exteriores?”».
Fueron años en los que estuvo muy
volcada en su vida personal y en el
que la política pasó
temporalmente a un segundo plano. De hecho no se
presentó a las elecciones de
1955, en las que los conservadores
revalidarían su mayoría
parlamentaria y formarían un nuevo gobierno,
ahora encabezado por Anthony
Eden, que sustituía así a un viejo y
cansado Churchill en retirada. En
1958 volvió a la actividad política,
asumiendo el reto de representar
al partido en la circunscripción de
Finchley, al norte de Londres,
para las elecciones generales que se
debían celebrar al año siguiente.
El nuevo marco en el que desplegar sus
habilidades políticas no podía
ser más favorable, ya que se trataba de
una población de propietarios y
clase media con una sólida comunidad de
votantes conservadores. Los
resultados de las elecciones del 8 de
octubre de 1959 fueron más que
satisfactorios para ella. Los
conservadores ratificaron una
mayoría parlamentaria que les permitió
continuar en el poder y la señora
Thatcher finalmente había logrado el
escaño que tanto deseaba en la
Cámara de los Comunes. Después de varios
años de lucha por fin iba a poder
poner el pie en el palacio de
Westminster.»
Mrs. Thatcher, MP («Señora
Thatcher, Miembro del Parlamento»)
En 1959 Margaret Thatcher entró
por primera vez en el Parlamento
británico. Había sido elegida por
la circunscripción de Finchley para
representar a sus votantes en la
Cámara de los Comunes. Continuaría
siendo elegida por dicha
localidad en todas las elecciones siguientes
hasta que en 1992 abandonaría la
Cámara baja para ingresar en la de los
Lores (ya como baronesa
Thatcher). En los años posteriores a su primera
elección su actividad política
sería como la de cualquier diputado raso.
En el Parlamento inglés éstos
suelen recibir el nombre de backbenchers
(«los que ocupan los bancos de
atrás») debido a que al no tener
responsabilidades ni en el
gobierno ni en la oposición su labor se
centraba en la actividad
parlamentaria y ocupaban los asientos finales
de la cámara. Su trabajo duro en
los primeros años fue recompensado
pronto por el primer ministro
conservador Harold Macmillan, que en 1961
la acercó un poco más al primer
banco de los Comunes (donde se sentaba
el gobierno) al nombrarla
subsecretaria parlamentaria del ministro de
Pensiones y Seguridad Social.
Se trataba de uno de los llamados
cargos junior, reservados a los recién
llegados al Parlamento y que
ocupaban el peldaño más bajo del escalafón.
Para la señora Thatcher era un
paso importante ya que consagraba su
entrada en el aparato central del
partido. Su actividad política ya no
se restringiría a una
circunscripción más o menos lejana, de la que
tenía que ser correa de
transmisión en Londres, sino que tendría una
presencia indiscutida ante los
principales dirigentes del
conservadurismo. Progresivamente
fue escalando puestos y a partir de
1964 comenzaría a tener una
presencia mucho más llamativa, conquistando
alguno de los puestos senior, los
más importantes. En las elecciones de
octubre de ese año Thatcher fue
reelegida, pero los conservadores no
lograron revalidar su mayoría
parlamentaria, lo que supuso su salida del
gobierno. Mientras el laborista
Harold Wilson era nombrado primer
ministro, los conservadores se
preparaban para continuar con una de las
antiguas e inamovibles
tradiciones de la añeja democracia británica. Es
costumbre que el principal
partido de la oposición forme después de las
elecciones un shadow cabinet
(«gobierno en la sombra»), en el que el
jefe de la oposición debería
formar un equipo paralelo al que ejercía el
poder, con igual estructura y con
carteras ocupadas por especialistas en
cada materia. La filosofía que
inspira esta práctica es la de que, en
caso de que una emergencia
exigiese el recambio del gobierno por otro de
la oposición, hubiese un equipo
experimentado y formado listo para tomar
el relevo. Poco después de la
derrota de 1964, el nuevo líder de los
conservadores, Edward Heath,
formó su propio gobierno en la sombra, y en
él entraría a formar parte
Margaret Thatcher en octubre de 1967 como
ministra en la sombra de Energía.
En aquellos años se destacó también
por ser una de los pocos
diputados conservadores que apoyaron los
proyectos de ley para
descriminalizar las conductas homosexuales y
parcialmente el aborto, así como
por oponerse a otro proyecto que
proponía la relajación de los
requisitos legales para obtener el divorcio.
Su presencia en la cúpula del
partido se fue incrementando y, cuando los
conservadores regresaron al poder
tras las elecciones de junio de 1970,
pasó a ejercer su primer cargo
gubernamental en el gabinete de Edward
Heath. Fue nombrada ministra de
Educación y Ciencia en un momento
especialmente complicado para la
sociedad británica. El panorama
económico, que no había sido
especialmente alentador en los últimos
años, comenzó a adquirir tintes
dramáticos con la crisis del petróleo
desatada en 1973. Ciertamente, el
boicot realizado por los países árabes
productores de petróleo a las
potencias occidentales por su apoyo a
Israel durante la cuarta guerra
Árabe-Israelí (también llamada «guerra
de los Seis Días») no fue la
causa de la crisis, pero sirvió de
catalizador para una serie de
tendencias negativas que hasta entonces se
habían manifestado con
moderación. Desde enero de 1972 el desempleo
superó el millón de personas y la
conflictividad laboral fue persistente
y agresiva. El gobierno no fue
capaz de trazar respuestas claras y
efectivas para los problemas que
atenazaban al país y la inquietud tanto
en el gobierno como en la
población comenzaba a ser evidente. Thatcher
no practicó una gestión
especialmente brillante como ministra de
Educación. Tuvo que hacer frente
a la hostilidad estudiantil y tomar
medidas impopulares ante unos
problemas presupuestarios crecientes.
Desde los años cuarenta uno de
los símbolos del estado del bienestar
había sido el vaso de leche que
se daba a los alumnos que acudían a las
cada vez más numerosas escuelas
públicas. El estado benefactor no sólo
se preocupaba por la formación de
sus futuros ciudadanos, sino que
completaba su alimentación en un
momento de penuria como fue la
posguerra. Ante la crisis
galopante, el gabinete Heath decidió suprimir
la leche que se daba a los niños,
medida que aplicó la ministra y que le
valió ser conocida por el pareado
y mote Margaret Thatcher, Milk
Snatcher («Margaret Thatcher, la
arrebata-leche»). No corrían buenos
tiempos para nadie, pero menos
que nadie para los conservadores en el
poder, que pronto comenzarían a
sentir en sus propias carnes el coste de
la crisis.
Mrs. Thatcher, Shadow Prime
Minister («Señora Thatcher, Primera Ministra
en la Sombra»)
El desconcierto del gobierno
conservador le pasó factura en las urnas.
En las elecciones generales de
octubre de 1974 Heath no fue reelegido, y
los laboristas formaron gobierno
con una mayoría escasa en el
Parlamento. La derrota desató una
gran crisis interna dentro del Partido
Conservador. Se abrió un proceso
de discusión interna con objeto de
elegir un líder reforzado tras la
derrota electoral. Todos esperaban que
Heath, del que se suponía que
asía fuertemente las riendas del partido,
fuese reelegido. Para entonces ya
habían surgido voces que proponían
adoptar soluciones diferentes
para la situación de crisis. El diputado
Keith Joseph comenzó a lanzar
ideas de desarrollar políticas económicas
ultraliberales —inspiradas en los
economistas Friedrich Hayek y Milton
Friedman— que rompiesen por
completo el consenso de posguerra cuya obra
fundamental había sido el estado
del bienestar. Pero Joseph no se
presentó a las elecciones
internas. En cambio Thatcher sí lo hizo, y el
proceso fue de sorpresa en
sorpresa. En la primera vuelta Heath no
obtuvo votos suficientes para
seguir adelante, y en la segunda salió
victoriosa la señora Thatcher en
una liza que le había enfrentado a
cuatro rivales varones. Era una
auténtica bofetada contra la
aristocracia del partido con la
que las bases imponían su deseo de un
cambio de rumbo.
La nueva líder conservadora dejó
claro desde la misma noche de su
victoria interna que las cosas no
iban a ser iguales. En la rueda de
prensa que siguió a su elección
como líder tory (la noche del 11 de
febrero de 1975) daba ya muestras
de lo que en el futuro sería su estilo
político y avanzaba parcialmente
el núcleo de la ideología que
inspiraría su acción de gobierno:
—¿Qué es lo que le ha llevado al
éxito?
—Me gustaría pensar que fueron
mis méritos.
—¿Ampliaría usted eso?
—No, no necesita ampliación. ¿Es
que a usted no le gustan las respuestas
breves y directas? A los hombres
les gustan las respuestas largas,
enrolladas y superficiales.
—¿Usted ve su victoria de hoy
como la de Margaret Thatcher en solitario
o también como una victoria para
las mujeres del Reino Unido?
—Ninguna de las dos. Nadie puede
ganar solo. Únicamente se gana teniendo
a mucha gente pensando y
trabajando en el mismo sentido en que uno lo
hace. No es una victoria de
Margaret Thatcher, no es una victoria para
las mujeres del Reino Unido. Es
una victoria para alguien que está en
política.
—¿Qué cualidad le gustaría que
tuviese el Partido Conservador durante su
liderazgo?
—La cualidad de ganar.
—Y ¿qué cualidades filosóficas?
—Una cualidad filosófica
conservadora, una filosofía característicamente
conservadora, no se gana estando
en contra de las cosas, se gana estando
en pro de las cosas y hablando
claramente sobre ellas.
—En pro ¿de qué?
—En pro de una sociedad libre,
con el poder bien distribuido entre los
ciudadanos y no concentrado en
manos del estado, manteniendo el poder
por una distribución amplia de la
propiedad privada entre los ciudadanos
y no en manos del estado.
En lo que a política
internacional se refiere, Thatcher destacó desde el
principio por su anticomunismo.
El 19 de enero de 1976 pronunció un
célebre discurso en el Kensington
Town Hall en el que atacó a la URSS al
considerarla una amenaza
inminente para los países y la civilización
occidentales. Cinco días más
tarde la respuesta soviética se produjo en
el diario oficial del Ministerio
de Defensa, el Krásnaya Zvezdá
(«Estrella roja»), que publicaba
un artículo del periodista y militar
Yuri Gavrílov titulado «La mujer
de hierro amenaza…» en el que defendía
a su país de las acusaciones de
la dirigente conservadora. El rotativo
británico Sunday Times se hizo
eco del titular traduciéndolo por «la
dama de hierro», apelativo que
agradó a Thatcher y asumió dándole la
vuelta, dándole una connotación
positiva. A ella le gustaba presentarse
como una solución fuerte para los
problemas de Gran Bretaña, y el
revuelo que causó el cruce de
acusaciones y ataques le proporcionó mucha
publicidad y no pocas críticas.
Como afirma el historiador Tony Judt,
«su disposición a buscar la
impopularidad y a enfrentarse a ella no sólo
no le causó daño alguno entre sus
colegas, sino que puede que formara
parte de su atractivo». El mote
la acompañaría ya a lo largo de toda su
vida pública.
La dama de hierro pasó cuatro
años ejerciendo la labor de cabeza de la
oposición primero ante Harold
Wilson y después, cuando éste renunció a
principios de 1976, ante James
Callaghan. Aunque Thatcher fue avanzando
rápidamente como cabeza visible
del Partido Conservador, Callaghan
demostró ser un hueso duro de
roer. Finalmente fue el clima económico y
social en descomposición
constante el que acabó por decantar la balanza
hacia ella. La crisis económica
(el Fondo Monetario Internacional se vio
obligado a intervenir para salvar
la libra en 1976) y un repunte severo
de la conflictividad social en
los últimos meses de 1978 y primeros de
1979 (meses que recibieron el
nombre de «invierno de descontento»)
produjeron una sensación de
anarquía y de situación fuera de control que
acabó costando el gobierno a los
laboristas. El 29 de mayo de 1979 el
gabinete perdía una moción de
confianza, lo que le obligó a convocar
elecciones para el 3 de mayo. La
campaña electoral fue ardua, pero
Thatcher se mostró hábil e
inteligente y logró sacar partido del
desgaste laborista. En palabras
de Hugo Young, «los conservadores
estaban bastante seguros de
vencer los comicios de 1979. Y tal vez fuera
algo factible, después de un
invierno tan catastrófico y de que a los
laboristas se les desmoronara su
argumento de que eran los únicos aptos
para gobernar. Sólo más tarde
quedó patente hasta qué punto se estaba
acabando irrevocablemente la
época socialista». La que comenzó entonces
fue una época nueva, la del
thatcherismo.
Inquilina del N.º 10 de Downing
Street
El resultado de las elecciones
proporcionó al Partido Conservador una
amplia mayoría, por lo que
Margaret Thatcher recibió de la reina Isabel
II el encargo de formar gobierno.
Pese a su victoria, tenía un duro
camino por delante. Los problemas
del país continuaban y el hundimiento
de los laboristas no significaba
que tuviese el apoyo de la mayoría de
la opinión pública. Consciente de
ello, lanzó reiterados mensajes de
conciliación tras su llegada al
gobierno, el más célebre de ellos el
pronunciado a la puerta del
número 10 de Downing Street el día de su
llegada, el mismo 4 de mayo: «…
me gustaría recordar unas palabras de
san Francisco de Asís que creo
que son particularmente adecuadas para
este momento: “Donde hay
discordia, traigamos armonía; donde hay error,
traigamos verdad; donde hay duda,
traigamos fe, y donde hay
desesperación, traigamos
esperanza”… y a todo el pueblo británico —a
quienquiera que hayan votado— les
diría esto. Ahora que han pasado las
elecciones, juntémonos y
esforcémonos para servir y fortalecer al país
del que estamos tan orgullosos de
formar parte». Aquélla fue una de las
bases de su política, enfatizar
el orgullo nacional británico. La crisis
de los años anteriores no había
hecho sino acrecentar la sensación de
decadencia, algo que la nueva
primera ministra no estaba dispuesta a
consentir.
Pero las huelgas continuaban, el
país estaba en lo más profundo de la
depresión y el paro superó los
tres millones de personas. Así las cosas
hubo de tomar medidas que iban en
contra de su mismo programa —subir los
impuestos y los tipos de interés—
y hacer grandes esfuerzos para
controlar la inflación. Las
primeras decisiones le valieron duras
críticas, no sólo de políticos,
sino también de economistas académicos
y, aunque a menor nivel que en
años anteriores, la presión huelguística
de los sindicatos seguía
adelante. Sin embargo, algunos factores
hicieron que a mitad de
legislatura su imagen mejorase ante la opinión
pública. A mediados de 1981 la
tendencia económica comenzó a cambiar y
la alianza formada con el nuevo
presidente de Estados Unidos, el
republicano Ronald Reagan (en el
cargo desde noviembre de 1980), un
hombre con un programa político y
económico muy similar al suyo, le
fueron dando credibilidad. Pero
fue en la primavera de 1982 cuando le
llegó el auténtico golpe de
suerte. En un gesto insólito, la Junta
Militar argentina puso en marcha
una operación militar con objeto de
desatar una oleada de fervor
nacionalista con la que intentar tapar los
crímenes en que se cimentaba, por
lo que en abril de ese año el ejército
argentino invadió las islas
Malvinas (un archipiélago del Atlántico sur
a cuatrocientas millas del país
austral que llevaba siglo y medio bajo
dominio británico). La intención
de la Junta no era en ningún caso
desatar una guerra, sino
aprovechar la debilidad coyuntural del gobierno
británico para forzarle a
negociar. La primera ministra respondió acorde
a su carácter, y eso que
inicialmente no hubo un apoyo claro por parte
de la administración Reagan, más
proclive a una solución diplomática. En
un momento en el que los recortes
afectaban de forma importante a las
fuerzas armadas británicas,
Margaret Thatcher no dudó en responder
militarmente a la agresión. Supo
ver que Argentina no había preparado a
conciencia la operación y que su
inferioridad táctica y material era
patente. Tras una campaña rápida
y brillante, las fuerzas argentinas se
rindieron el 14 de junio. La
guerra había durado sólo setenta y cuatro
días y de las novecientas bajas
que se produjeron, más de dos tercios
fueron de argentinos. Semejante
éxito proporcionó una popularidad enorme
a Thatcher, provocó un repunte
del orgullo patrio y dio la imagen de una
política exterior independiente y
fuerte. El éxito fue aprovechado al
máximo y en las elecciones que se
celebraron un año después, en junio de
1983, obtuvo una histórica
victoria con una mayoría de 144 escaños de
ventaja sobre los laboristas.
Su segundo mandato, que se
extendería hasta 1987, fue en el que
realmente puso en marcha su
auténtico programa político. Basado en una
imagen radicalmente
individualista de la realidad (se hizo célebre su
frase «no existe eso que llaman
sociedad. Existen hombres y mujeres como
individuos, existen familias»)
impulsó un proyecto de recorte drástico
de la presencia estatal en la
sociedad y la economía, de desregulación
de todos los mercados, bajada de
impuestos y privatización de los
recursos estatales. La filosofía
de estas actuaciones estaba inspirada
en la creencia de que los agentes
privados podían conseguir la
prosperidad pública de forma más
eficiente que el estado, un principio
que su aliado Reagan plasmó en la
declaración «el gobierno no es la
solución a nuestro problema, es
el problema». Siguiendo este principio,
Thatcher emprendió una serie de
privatizaciones en masa, comenzando por
la empresa clave de
comunicaciones British Telecom y que se extendería
al resto de las compañías de
titularidad estatal, algunas de las cuales
fueron reflotadas y vendidas a
costa de que los costes sociales fuesen
asumidos por el estado. La
medida, junto a la política emprendida para
desmontar el poder de los
sindicatos en el modelo laboral británico, dio
lugar a una oleada de huelgas
mineras que plantearon al gobierno un
pulso que llegó a durar un año.
Thatcher no cedió a las presiones
sindicales y acabó triunfando en
su doble propósito. La energía
desplegada por la primera
ministra en esta cuestión ha hecho hablar a
algunos de una continuación de la
guerra de las Malvinas en el interior.
En opinión del historiador Tony
Judt, «para ella, la lucha de clases,
convenientemente actualizada, era
el material del que estaba hecha la
política. Sus políticas, con
frecuencia concebidas a la carrera, eran
secundarias en comparación con
sus objetivos, que, a su vez, estaban en
gran medida supeditados a su
estilo. El thatcherismo era más una
cuestión de “cómo” se gobernaba
que de lo que hacía realmente al
gobernar. Sus desventurados
sucesores conservadores, náufragos en el
desolado paisaje
post-thatcheriano, carecían de políticas, de objetivos
y también de estilo».
En este contexto de gran tensión
social, la primera ministra y su
gobierno fueron víctimas de un
atentado de la organización terrorista
IRA. El 11 de octubre de 1984 el
gobierno en pleno estaba alojado en el
Gran Hotel de Brighton, donde el
Partido Conservador celebraba su
conferencia anual. En la
madrugada del 12 hizo explosión una bomba que
acabó con la vida de cinco
personas e hirió a otras treinta y cuatro. Ni
Thatcher ni ningún miembro de su
gobierno fueron asesinados. Era un
intento del grupo secesionista de
intimidar a la primera ministra, que
desde su acceso al poder se había
mostrado muy dura con los terroristas
de Irlanda del Norte, sobre todo
cuando se negó a ceder a la huelga de
hambre de varios presos de dicha
organización entre marzo y octubre de
1981. El atentado no hizo sino
convencerla en la conveniencia de no
ceder ante la presión terrorista
y aumentar la colaboración con la
República de Irlanda para
encontrar soluciones factibles al problema del
Úlster.
En política exterior, la primera
ministra continuó su apoyo a la
posición norteamericana de
rechazo al comunismo. A finales de 1983 había
expresado públicamente su
confianza en el nuevo y pretencioso plan de
defensa estratégica ideado por la
administración Reagan, que recibió el
nombre de «Guerra de las
Galaxias». Pero la irrupción de un nuevo
dirigente soviético, Mijaíl
Gorbachov, cambió radicalmente el panorama.
Thatcher fue una figura clave en
la apertura de Occidente hacia la nueva
política soviética. Gorbachov
visitó Londres a finales de 1984, y fue
durante su primer encuentro con
ella cuando le comunicó su intención de
encontrar interlocutores en
Occidente con los que poder trabajar por un
futuro mejor para el planeta.
Thatcher inmediatamente captó la
sinceridad del mensaje del líder
soviético, se dio cuenta de que era un
nuevo tipo de mandatario
diferente de los jerarcas del Partido y no dudó
en transmitir sus impresiones al
resto de gobiernos occidentales.
Después de ese encuentro afirmó
en una entrevista concedida a la BBC:
«Me gusta el señor Gorbachov,
podremos hacer negocios juntos». Tres
meses después éste fue elevado a
la Secretaría General del Partido
Comunista de la Unión Soviética y
ponía en marcha la política de
distensión definitiva con el
bloque capitalista.
La Unión Europea
Margaret Thatcher todavía ganaría
unas terceras elecciones generales en
junio de 1987, manteniendo una
holgada mayoría frente a los laboristas.
Fueron sus años finales, en los
que profundizó en el camino trazado,
especialmente en lo tocante a
reformas económicas, a la alianza con
Estados Unidos y su apoyo para
acabar con la Guerra Fría. Sin embargo,
la gran novedad del mandato
llegaría en política internacional, y sería
la de un acerado antieuropeísmo.
El Reino Unido se había incorporado a
la Comunidad Económica Europea en
1973 y había intervenido en todas sus
políticas con completa normalidad
hasta 1984. En dicho año Thatcher
consiguió un sustancioso
descuento en la contribución económica anual
que hacía su país bajo pretexto
de que éste apenas recibía fondos
europeos pertenecientes a la
Política Agraria Común. El proceso de
integración europeo había cobrado
nuevos bríos con la firma del Acta
Única Europea en 1985, a la que
Thatcher no se opuso, pero cuando en los
años siguientes comenzó a
hablarse de avanzar en la integración
territorial y económica, la
primera ministra se mostró radicalmente
contraria a lo que consideraba
una forma de federalismo encubierto. En
septiembre de 1988, en una
reunión europea en Brujas (Bélgica) pronunció
su más célebre discurso al
respecto, en el que afirmó: «La Comunidad
Europea es una manifestación de
la identidad europea, pero no la única.
(…) Intentar suprimir el carácter
nacional y concentrar el poder en el
centro de un conglomerado europeo
podría ser altamente dañino y podría
poner en peligro los objetivos
que esperamos lograr. (…) No hemos hecho
retroceder las fronteras del
estado en Gran Bretaña sólo para ver cómo
se vuelven a imponer a escala
europea, con un superestado ejerciendo un
nuevo dominio desde Bruselas. (…)
Hagamos de Europa una familia de
naciones que se comprendan mejor
mutuamente, que se aprecien
recíprocamente, que hagan las
cosas juntas, pero gozando de nuestra
identidad nacional no menos que
de nuestra empresa común europea».
El antieuropeísmo de la líder
conservadora era una nueva edición del
patriotismo exacerbado que tanto
éxito le había proporcionado con la
guerra de las Malvinas. Pero en
esta ocasión la operación no fue tan
exitosa. Una parte de la opinión
pública británica consideraba que se
quedaba corta y otra se mostró
decepcionada porque diese la espalda al
proyecto europeo en vez de
intentar liderarlo. Además ocasionó
fricciones dentro del partido y
del gobierno. Thatcher ya había tenido
que aceptar la ruidosa dimisión
de uno de sus ministros (el de Defensa,
Michael Heseltine, por el uso de
las bases británicas en el ataque
estadounidense a Libia en 1986);
en esta ocasión fue el de Hacienda,
Nigel Lawson, el que dimitió por
la postura de Thatcher ante la
integración de la libra esterlina
en el Sistema Monetario Europeo. La
relación con el titular de
Asuntos Exteriores, Geoffrey Howe, también se
volvió excepcionalmente tensa.
Además, algunas de sus nuevas medidas
ocasionaron una oposición popular
importante, la más destacada de todas
fue la implantación de un nuevo
impuesto municipal, el poll tax, que
tuvo que ser finalmente retirado.
En 1990, cuando el partido llevó a
cabo una de sus elecciones
internas, se alzaron varios candidatos
alternativos muy críticos con el
liderazgo autoritario de la señora
Thatcher. Posiblemente consciente
del desgaste que había sufrido en la
última legislatura, y con unas
encuestas que mantenían la valoración
electoral del partido por encima
de la suya propia, decidió hacerse a un
lado. El 22 de noviembre de 1990
se retiró de las elecciones internas y
seis días después dimitió del
cargo de primera ministra, siendo
sustituida por uno de sus
ministros, John Major.
La vida posterior de la que había
sido líder indiscutible del
conservadurismo se fue replegando
progresivamente de la política. En
1992 la reina le concedió el
título de baronesa Thatcher e ingresó en la
Cámara de los Lores, lo que en la
práctica significaba su retirada de la
política activa. Los años
posteriores estuvieron marcados por sus
intervenciones cada vez menores
en la vida pública y por la tarea de
escribir dos gruesos volúmenes de
memorias políticas que aparecieron en
1993 y 1995. En 2002 anunció su
completa retirada de la actividad
pública tras haber sufrido varios
accidentes cerebrovasculares, y al año
siguiente falleció su marido, uno
de los puntales de su dilatada
actividad política.
Su legado ha resultado ser tan
polémico como incuestionable. Su éxito al
reactivar la economía británica
era manifiesto y cuando el «Nuevo
Laborismo» de Tony Blair se lanzó
a la conquista del gobierno, no
llevaba en su programa un
proyecto de revertir las reformas
estructurales emprendidas por la
dama de hierro. Sin embargo, desde
múltiples sectores se lanzaron
críticas que sintetiza así el historiador
Tony Judt: «Como economía, el
Reino Unido de Thatcher era un lugar más
eficiente. Pero como sociedad,
sufrió un cataclismo de desastrosas
consecuencias a largo plazo. Al
desmantelar todos los recursos que
estaban en manos colectivas, al
insistir a gritos en una ética
individualista que prescindía de
cualquier valor no cuantificable,
Margaret Thatcher causó un grave
daño al tejido que sustentaba la vida
pública británica. Los ciudadanos
se transformaron en accionistas o
partes interesadas, cuyas
relaciones interpersonales con el colectivo se
calibraban en función de activos
y títulos de crédito, sin tener en
cuenta ni servicios ni
obligaciones. Cuando todo, desde las empresas de
autobuses hasta las eléctricas,
estuvo en manos privadas que competían
entre sí, el espacio público se
convirtió en un mercado». Veinte años
después de su abandono de la
política activa todavía no se han propuesto
alternativas claras al programa
de Thatcher. Posiblemente sólo el tiempo
permitirá hacer una valoración
ajustada de su paso por la política
europea del siglo XX y de su
herencia para el XXI.
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