martes, 4 de noviembre de 2025

38 MARGARET THATCHER.

 



 

 

La dama de hierro

 

La evolución de Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XX y

posiblemente la de Europa entera no sería del todo inteligible sin tener

en cuenta la trayectoria de la primera mujer que ocupó el cargo de jefe

de Gobierno en un estado occidental, Margaret Thatcher. Muchos dudaban

de que fuese capaz de gobernar un país sumido en una profunda crisis

económica y moral. Sin embargo desplegó una actividad incombustible,

puso en práctica un nuevo programa político no del todo conforme a los

valores tradicionales de su partido, el Conservador, y sobre todo hizo

gala de un estilo personal, autoritario y áspero pero inteligente y

seductor al tiempo, que cautivó tanto al electorado como a la clase

política internacional. El resultado no pudo ser más brillante para los

conservadores, ya que acabó dirigiendo la política británica durante

once años, convirtiéndose así en el primer ministro que ocupó durante

más tiempo el cargo en su patria a lo largo de todo el siglo XX. Su

historia es un sorprendente relato de ambición e intelecto, pero al

mismo tiempo arroja un balance contradictorio, ya que logró reactivar la

economía y la política británicas a un precio que muchos continúan

criticando hoy en día.

 

El Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial se enfrentaba a un futuro

incierto y sombrío. Durante más de un siglo había sido la primera

potencia política mundial y poco a poco había visto cómo se recortaba su

omnipotencia a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Entre 1900 y

1910 Estados Unidos le había tomado la delantera como primer productor

industrial y líder económico; años después, su intervención decisiva en

las dos guerras mundiales había terminado por arrebatar a los británicos

la iniciativa en la política internacional. El mundo bipolar que surgió

de la Guerra Fría, en el que el antiguo sistema multipolar de potencias

dio paso al enfrentamiento total de las dos superpotencias nucleares

emergentes (Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas

Soviéticas), no hizo sino dejar más patente todavía la postración

británica. Otro hecho añadió más dramatismo si cabe a la situación. La

Segunda Guerra Mundial se vio inmediatamente seguida del proceso de

descolonización, que dio al traste tan sólo en quince años con su

dominio mundial. Aunque el proceso no supuso en muchos casos la pérdida

de los privilegios económicos de las compañías británicas en las ex

colonias, fue un duro golpe en el orgullo nacional, pues se había

perdido la joya de su poderío, la baza incontestable de su poder

internacional. De ser un imperio en cinco continentes pasaba a ser un

pequeño país insular en el noroeste de Europa. A la fuerza tenía que ser

una transición difícil.

 

La población británica fue muy consciente desde el principio de los

serios problemas que traería consigo la posguerra. Los años treinta

habían sido una pesadilla de crisis económica, graves tensiones sociales

y extremismos políticos, y estos problemas no se habían solventado

durante la contienda, sencillamente se habían pospuesto. Tanto electores

como partidos políticos lo tenían muy presente y es posible que fuera la

principal razón de que el político que había dirigido brillantemente la

actuación bélica, el conservador Winston Churchill, no triunfase en las

elecciones generales celebradas en 1945, poco después de finalizar la

guerra. El gabinete laborista liderado por Clement Atlee puso en marcha

un proyecto que garantizase la estabilidad social y política necesaria

para afrontar con éxito la reconstrucción. La solución dada no fue

original, ya que consistió en construir un estado del bienestar a imagen

de lo que estaban haciendo el resto de los principales países de Europa

occidental por aquellos mismos años. En consecuencia, se nacionalizaron

la mayor parte de las grandes industrias y se crearon servicios públicos

de educación, salud, vivienda y transporte. La idea era poner en marcha

un complejo sistema que pusiese en manos del estado los recursos

necesarios para garantizar un trabajo, una vivienda, educación y salud

al conjunto de la población. La élite del país aceptó un proceso tan

ambicioso (y caro) sólo a cambio de que no se tocasen sus privilegios

económicos. El resultado fue un consenso en torno a un nuevo modelo de

economía y sociedad que fue incluso asumido por los conservadores y que

garantizaría la estabilidad y cierto crecimiento económico en el

siguiente cuarto de siglo. Pero en la década de 1960 los problemas del

sistema empezaron a ser evidentes y una conciencia de decadencia se

extendió ampliamente entre los británicos. En este contexto una joven

inglesa de firmes convicciones conservadoras, Margaret Thatcher, luchaba

por hacerse un hueco en el Partido Conservador, que pronto le daría

muestras de estar necesitado de sus aptitudes.

 

 

 

Una juventud en tiempos difíciles

 

Margaret Hilda Roberts nació el 13 de octubre de 1925 en Grantham, una

pequeña ciudad en la comarca inglesa de Lincolnshire. Era la segunda

hija de Alfred Roberts y su esposa Beatrice Ethel Stephenson. Ambos

pertenecían a la Iglesia metodista, de la que eran fervientes

practicantes, y su padre trabajaba en la tienda de ultramarinos que

tenía en propiedad. La familia vivía en la casa que había sobre dicha

tienda, y las dos hijas tuvieron una infancia que si bien no estuvo

marcada por la pobreza que en aquellos años acorralaba a las clases

humildes, pues el negocio familiar ya prosperaba antes de la guerra, en

cambio sí que fue de una austeridad espartana, marcada por el carácter

sobrio de su padre y la severidad del credo metodista. La niña se formó

en un núcleo de relaciones sociales muy volcado hacia la congregación

religiosa a la que pertenecían, en la que desempeñaban un papel

relevante los principios de ayuda mutua, caridad y sinceridad. También

en su casa vivió el interés por la política, ya que su padre fue

concejal independiente del ayuntamiento por un tiempo. Aunque no

perteneciese al Partido Conservador, la ideología que se respiraba en su

hogar coincidía en buena medida con los principios tradicionales que

defendía el partido tory.

 

El padre de Margaret, que no pudo completar sus estudios, estuvo

decidido desde el principio a que su hija pudiese acceder a la educación

que él no pudo tener y que tanto admiraba. Asistió a la escuela pública

local y posteriormente cursó enseñanza secundaria en el colegio para

señoritas Kesteven & Grantham de su ciudad natal, donde sus buenas

calificaciones le permitieron obtener becas con las que sufragar los

gastos escolares y que finalmente le proporcionarían la oportunidad de

acceder a una beca para ir a la Universidad de Oxford. En el Somerville

College de dicha institución ingresó en octubre de 1943 para realizar

estudios de ciencias químicas. Su tutora de entonces fue Dorothy

Hodgkin, especialista en cristalografía de los rayos X y ganadora en

1964 del Premio Nobel como reconocimiento a las posibilidades que esta

técnica brindaba para investigar las estructuras de importantes

sustancias bioquímicas. La profesora Hodgkin siempre guardó un buen

recuerdo de Margaret a su paso por las aulas: «Yo la clasificaba como

buena [estudiante]. Se podía siempre confiar en que realizase un ensayo

correcto y bien interpretado».

 

El contexto de la Segunda Guerra Mundial hizo su experiencia cotidiana

en Oxford bastante más dura de lo que en principio se podría esperar, ya

que parte de las instalaciones y los recursos de la universidad habían

sido militarizados para el desarrollo de experimentos que se

consideraban entonces prioritarios. El carácter serio que había

absorbido la joven de su ambiente familiar le llevó a dar una absoluta

prioridad a los estudios. En este campo, según su biógrafo Hugo Young,

sus compañeros de Oxford «se acuerdan de que se manejaba muy bien en el

laboratorio, que estudiaba mucho, era eficiente y muy organizada, pero

nada indica que fuera particularmente brillante en teoría química». Pese

a ello realizó sus estudios con una eficacia sorprendente y con buenas

calificaciones. Siempre le quedó de aquellos años un vivo interés por la

ciencia y por el método científico, que, junto al credo metodista de sus

padres, muchos han señalado como las influencias fundamentales en la

forja del temperamento de la joven Thatcher.

 

Al mismo tiempo fue en la universidad donde empezó a desarrollar su

militancia política, al ingresar en la Asociación estudiantil

conservadora de Oxford, de la que llegó a ser elegida presidenta, y en

cuyo seno conoció a varios políticos importantes del momento. Ejerciendo

esta responsabilidad vivió la derrota conservadora en las elecciones de

1945, posiblemente uno de los factores esenciales que la llevaron a dar

un paso y poner en práctica su vocación política cuando terminase la

carrera, lo que sucedió en 1947, año de su graduación en ciencias

químicas. Mediada la veintena, el conjunto de influencias y estímulos

que había recibido impulsaron su decisión de luchar para abrirse camino

en un ámbito poco propicio a la participación de las mujeres, la política.

 

 

 

Una mujer en el partido conservador

 

Nada más salir de la universidad, Margaret Roberts ingresó en el Partido

Conservador y mostró inmediatamente su disposición a representarlo en la

lucha por los votos que podrían devolver a los conservadores al poder.

El partido la ubicó en el distrito de Dartford, en el condado de Kent,

con la vista puesta en los siguientes comicios. Por esta circunscripción

concurriría en las citas electorales de 1950 y 1951, durante las cuales

el partido la publicitó como la mujer candidata más joven de Gran

Bretaña, pero en ambas ocasiones fracasó y no logró obtener un escaño

para la Cámara de los Comunes. Aquello no fue una sorpresa para nadie,

ya que Dartford era una circunscripción de clase trabajadora en la que

la posguerra estaba dejando sentir su cara más amarga: los

racionamientos, la carestía y las dificultades laborales estaban a la

orden del día. Sin embargo fue la primera experiencia política real que

tuvo, en la que afloraron rasgos que después serían definitorios de su

imagen. Era una joven especialmente comunicativa, a la que le resultaba

muy fácil entablar conversación con cualquiera, ya perteneciese a su

misma tendencia política o a cualquier otra; no rehuía la discusión

sobre los temas que importaban al electorado, aunque fuesen aquellos en

los que su partido no podía presentar propuestas atractivas para un

auditorio proclive a los laboristas, y además se expresaba en un

lenguaje sencillo y directo, con una confianza en sí misma realmente

envidiable.

 

En aquella localidad del sudeste de Inglaterra fue donde conoció a Denis

Thatcher, un empresario local que dirigía un negocio familiar. El

noviazgo duró dos años y el 13 de diciembre de 1951 se casaron, menos de

dos meses después de que la novia hubiese sido derrotada por segunda vez

en contienda electoral. Desde entonces, y siguiendo la costumbre

anglosajona, la joven Margaret Roberts tomaría el apellido de su marido,

dando origen al nombre con el que ha sido conocida en todo el mundo.

Pero quizá el cambio más importante que trajo el matrimonio a su vida no

fue el apellido, sino el credo religioso. Denis era divorciado y, como

el metodismo no aceptaba ni el divorcio ni los matrimonios con

divorciados, Margaret renunció a la fe que le inculcaron sus padres y

abrazó el anglicanismo de su marido. La pareja tuvo a sus dos únicos

hijos, los gemelos Mark y Carol, en agosto de 1953. Ya en la década de

los sesenta, el marido cambiaría de ramo y comenzaría a trabajar en la

industria del petróleo, en la que desarrollaría el resto de su carrera.

 

Los años cincuenta fueron un período de cambios laborales. La posición

económica de su marido era más que holgada, permitiéndoles tener

servicio y todo tipo de comodidades en casa. Pero sobre todo facilitó a

Margaret el no tener que trabajar y poder reemprender los estudios

(después de salir de la universidad apenas había ejercido tres años como

química en una empresa de plásticos y otra de control alimentario).

Quizá por su actividad en política se sintió atraída por las ciencias

jurídicas, y en enero de 1952 comenzó a cursar estudios de derecho, y en

diciembre de 1953 consiguió la habilitación para ejercer como abogada,

especializada en materia tributaria. Todo ello hizo que Margaret se

planteara la posibilidad de ampliar su horizonte profesional (y

posteriormente político). En febrero de 1952 escribió en un periódico

local sobre las ideas que cimentaban esta actitud. Según Hugo Young, «la

joven señora Thatcher escribió que las mujeres no debían quedarse en

casa. Que debían tener una carrera. “De esta forma se desarrollan unas

cualidades y unos talentos en beneficio de la sociedad que, en caso

contrario, se desperdiciarían”. En su opinión no tenía sentido decir que

la familia se resiente. De hecho, las mujeres no sólo debieran trabajar

sino luchar por alcanzar la cima de su profesión y oficio. Por encima de

todo, esto debía aplicarse a las mujeres políticas. Debiera haber más

mujeres en Westminster —en aquella época, de 625 diputados, sólo había

diecisiete mujeres—, y no debieran conformarse con los rangos inferiores

que ocupan. “Insisto en que si una mujer demuestra estar capacitada debe

tener las mismas oportunidades que los hombres para los cargos

relevantes en el Consejo de Ministros ¿Por qué no una mujer canciller?

¿O ministra de Asuntos Exteriores?”».

 

Fueron años en los que estuvo muy volcada en su vida personal y en el

que la política pasó temporalmente a un segundo plano. De hecho no se

presentó a las elecciones de 1955, en las que los conservadores

revalidarían su mayoría parlamentaria y formarían un nuevo gobierno,

ahora encabezado por Anthony Eden, que sustituía así a un viejo y

cansado Churchill en retirada. En 1958 volvió a la actividad política,

asumiendo el reto de representar al partido en la circunscripción de

Finchley, al norte de Londres, para las elecciones generales que se

debían celebrar al año siguiente. El nuevo marco en el que desplegar sus

habilidades políticas no podía ser más favorable, ya que se trataba de

una población de propietarios y clase media con una sólida comunidad de

votantes conservadores. Los resultados de las elecciones del 8 de

octubre de 1959 fueron más que satisfactorios para ella. Los

conservadores ratificaron una mayoría parlamentaria que les permitió

continuar en el poder y la señora Thatcher finalmente había logrado el

escaño que tanto deseaba en la Cámara de los Comunes. Después de varios

años de lucha por fin iba a poder poner el pie en el palacio de

Westminster.»

 

 

 

Mrs. Thatcher, MP («Señora Thatcher, Miembro del Parlamento»)

 

En 1959 Margaret Thatcher entró por primera vez en el Parlamento

británico. Había sido elegida por la circunscripción de Finchley para

representar a sus votantes en la Cámara de los Comunes. Continuaría

siendo elegida por dicha localidad en todas las elecciones siguientes

hasta que en 1992 abandonaría la Cámara baja para ingresar en la de los

Lores (ya como baronesa Thatcher). En los años posteriores a su primera

elección su actividad política sería como la de cualquier diputado raso.

En el Parlamento inglés éstos suelen recibir el nombre de backbenchers

(«los que ocupan los bancos de atrás») debido a que al no tener

responsabilidades ni en el gobierno ni en la oposición su labor se

centraba en la actividad parlamentaria y ocupaban los asientos finales

de la cámara. Su trabajo duro en los primeros años fue recompensado

pronto por el primer ministro conservador Harold Macmillan, que en 1961

la acercó un poco más al primer banco de los Comunes (donde se sentaba

el gobierno) al nombrarla subsecretaria parlamentaria del ministro de

Pensiones y Seguridad Social.

 

Se trataba de uno de los llamados cargos junior, reservados a los recién

llegados al Parlamento y que ocupaban el peldaño más bajo del escalafón.

Para la señora Thatcher era un paso importante ya que consagraba su

entrada en el aparato central del partido. Su actividad política ya no

se restringiría a una circunscripción más o menos lejana, de la que

tenía que ser correa de transmisión en Londres, sino que tendría una

presencia indiscutida ante los principales dirigentes del

conservadurismo. Progresivamente fue escalando puestos y a partir de

1964 comenzaría a tener una presencia mucho más llamativa, conquistando

alguno de los puestos senior, los más importantes. En las elecciones de

octubre de ese año Thatcher fue reelegida, pero los conservadores no

lograron revalidar su mayoría parlamentaria, lo que supuso su salida del

gobierno. Mientras el laborista Harold Wilson era nombrado primer

ministro, los conservadores se preparaban para continuar con una de las

antiguas e inamovibles tradiciones de la añeja democracia británica. Es

costumbre que el principal partido de la oposición forme después de las

elecciones un shadow cabinet («gobierno en la sombra»), en el que el

jefe de la oposición debería formar un equipo paralelo al que ejercía el

poder, con igual estructura y con carteras ocupadas por especialistas en

cada materia. La filosofía que inspira esta práctica es la de que, en

caso de que una emergencia exigiese el recambio del gobierno por otro de

la oposición, hubiese un equipo experimentado y formado listo para tomar

el relevo. Poco después de la derrota de 1964, el nuevo líder de los

conservadores, Edward Heath, formó su propio gobierno en la sombra, y en

él entraría a formar parte Margaret Thatcher en octubre de 1967 como

ministra en la sombra de Energía. En aquellos años se destacó también

por ser una de los pocos diputados conservadores que apoyaron los

proyectos de ley para descriminalizar las conductas homosexuales y

parcialmente el aborto, así como por oponerse a otro proyecto que

proponía la relajación de los requisitos legales para obtener el divorcio.

 

Su presencia en la cúpula del partido se fue incrementando y, cuando los

conservadores regresaron al poder tras las elecciones de junio de 1970,

pasó a ejercer su primer cargo gubernamental en el gabinete de Edward

Heath. Fue nombrada ministra de Educación y Ciencia en un momento

especialmente complicado para la sociedad británica. El panorama

económico, que no había sido especialmente alentador en los últimos

años, comenzó a adquirir tintes dramáticos con la crisis del petróleo

desatada en 1973. Ciertamente, el boicot realizado por los países árabes

productores de petróleo a las potencias occidentales por su apoyo a

Israel durante la cuarta guerra Árabe-Israelí (también llamada «guerra

de los Seis Días») no fue la causa de la crisis, pero sirvió de

catalizador para una serie de tendencias negativas que hasta entonces se

habían manifestado con moderación. Desde enero de 1972 el desempleo

superó el millón de personas y la conflictividad laboral fue persistente

y agresiva. El gobierno no fue capaz de trazar respuestas claras y

efectivas para los problemas que atenazaban al país y la inquietud tanto

en el gobierno como en la población comenzaba a ser evidente. Thatcher

no practicó una gestión especialmente brillante como ministra de

Educación. Tuvo que hacer frente a la hostilidad estudiantil y tomar

medidas impopulares ante unos problemas presupuestarios crecientes.

Desde los años cuarenta uno de los símbolos del estado del bienestar

había sido el vaso de leche que se daba a los alumnos que acudían a las

cada vez más numerosas escuelas públicas. El estado benefactor no sólo

se preocupaba por la formación de sus futuros ciudadanos, sino que

completaba su alimentación en un momento de penuria como fue la

posguerra. Ante la crisis galopante, el gabinete Heath decidió suprimir

la leche que se daba a los niños, medida que aplicó la ministra y que le

valió ser conocida por el pareado y mote Margaret Thatcher, Milk

Snatcher («Margaret Thatcher, la arrebata-leche»). No corrían buenos

tiempos para nadie, pero menos que nadie para los conservadores en el

poder, que pronto comenzarían a sentir en sus propias carnes el coste de

la crisis.

 

 

 

Mrs. Thatcher, Shadow Prime Minister («Señora Thatcher, Primera Ministra

en la Sombra»)

 

El desconcierto del gobierno conservador le pasó factura en las urnas.

En las elecciones generales de octubre de 1974 Heath no fue reelegido, y

los laboristas formaron gobierno con una mayoría escasa en el

Parlamento. La derrota desató una gran crisis interna dentro del Partido

Conservador. Se abrió un proceso de discusión interna con objeto de

elegir un líder reforzado tras la derrota electoral. Todos esperaban que

Heath, del que se suponía que asía fuertemente las riendas del partido,

fuese reelegido. Para entonces ya habían surgido voces que proponían

adoptar soluciones diferentes para la situación de crisis. El diputado

Keith Joseph comenzó a lanzar ideas de desarrollar políticas económicas

ultraliberales —inspiradas en los economistas Friedrich Hayek y Milton

Friedman— que rompiesen por completo el consenso de posguerra cuya obra

fundamental había sido el estado del bienestar. Pero Joseph no se

presentó a las elecciones internas. En cambio Thatcher sí lo hizo, y el

proceso fue de sorpresa en sorpresa. En la primera vuelta Heath no

obtuvo votos suficientes para seguir adelante, y en la segunda salió

victoriosa la señora Thatcher en una liza que le había enfrentado a

cuatro rivales varones. Era una auténtica bofetada contra la

aristocracia del partido con la que las bases imponían su deseo de un

cambio de rumbo.

 

La nueva líder conservadora dejó claro desde la misma noche de su

victoria interna que las cosas no iban a ser iguales. En la rueda de

prensa que siguió a su elección como líder tory (la noche del 11 de

febrero de 1975) daba ya muestras de lo que en el futuro sería su estilo

político y avanzaba parcialmente el núcleo de la ideología que

inspiraría su acción de gobierno:

 

—¿Qué es lo que le ha llevado al éxito?

 

—Me gustaría pensar que fueron mis méritos.

 

—¿Ampliaría usted eso?

 

—No, no necesita ampliación. ¿Es que a usted no le gustan las respuestas

breves y directas? A los hombres les gustan las respuestas largas,

enrolladas y superficiales.

 

—¿Usted ve su victoria de hoy como la de Margaret Thatcher en solitario

o también como una victoria para las mujeres del Reino Unido?

 

—Ninguna de las dos. Nadie puede ganar solo. Únicamente se gana teniendo

a mucha gente pensando y trabajando en el mismo sentido en que uno lo

hace. No es una victoria de Margaret Thatcher, no es una victoria para

las mujeres del Reino Unido. Es una victoria para alguien que está en

política.

 

—¿Qué cualidad le gustaría que tuviese el Partido Conservador durante su

liderazgo?

 

—La cualidad de ganar.

 

—Y ¿qué cualidades filosóficas?

 

—Una cualidad filosófica conservadora, una filosofía característicamente

conservadora, no se gana estando en contra de las cosas, se gana estando

en pro de las cosas y hablando claramente sobre ellas.

 

—En pro ¿de qué?

 

—En pro de una sociedad libre, con el poder bien distribuido entre los

ciudadanos y no concentrado en manos del estado, manteniendo el poder

por una distribución amplia de la propiedad privada entre los ciudadanos

y no en manos del estado.

 

En lo que a política internacional se refiere, Thatcher destacó desde el

principio por su anticomunismo. El 19 de enero de 1976 pronunció un

célebre discurso en el Kensington Town Hall en el que atacó a la URSS al

considerarla una amenaza inminente para los países y la civilización

occidentales. Cinco días más tarde la respuesta soviética se produjo en

el diario oficial del Ministerio de Defensa, el Krásnaya Zvezdá

(«Estrella roja»), que publicaba un artículo del periodista y militar

Yuri Gavrílov titulado «La mujer de hierro amenaza…» en el que defendía

a su país de las acusaciones de la dirigente conservadora. El rotativo

británico Sunday Times se hizo eco del titular traduciéndolo por «la

dama de hierro», apelativo que agradó a Thatcher y asumió dándole la

vuelta, dándole una connotación positiva. A ella le gustaba presentarse

como una solución fuerte para los problemas de Gran Bretaña, y el

revuelo que causó el cruce de acusaciones y ataques le proporcionó mucha

publicidad y no pocas críticas. Como afirma el historiador Tony Judt,

«su disposición a buscar la impopularidad y a enfrentarse a ella no sólo

no le causó daño alguno entre sus colegas, sino que puede que formara

parte de su atractivo». El mote la acompañaría ya a lo largo de toda su

vida pública.

 

La dama de hierro pasó cuatro años ejerciendo la labor de cabeza de la

oposición primero ante Harold Wilson y después, cuando éste renunció a

principios de 1976, ante James Callaghan. Aunque Thatcher fue avanzando

rápidamente como cabeza visible del Partido Conservador, Callaghan

demostró ser un hueso duro de roer. Finalmente fue el clima económico y

social en descomposición constante el que acabó por decantar la balanza

hacia ella. La crisis económica (el Fondo Monetario Internacional se vio

obligado a intervenir para salvar la libra en 1976) y un repunte severo

de la conflictividad social en los últimos meses de 1978 y primeros de

1979 (meses que recibieron el nombre de «invierno de descontento»)

produjeron una sensación de anarquía y de situación fuera de control que

acabó costando el gobierno a los laboristas. El 29 de mayo de 1979 el

gabinete perdía una moción de confianza, lo que le obligó a convocar

elecciones para el 3 de mayo. La campaña electoral fue ardua, pero

Thatcher se mostró hábil e inteligente y logró sacar partido del

desgaste laborista. En palabras de Hugo Young, «los conservadores

estaban bastante seguros de vencer los comicios de 1979. Y tal vez fuera

algo factible, después de un invierno tan catastrófico y de que a los

laboristas se les desmoronara su argumento de que eran los únicos aptos

para gobernar. Sólo más tarde quedó patente hasta qué punto se estaba

acabando irrevocablemente la época socialista». La que comenzó entonces

fue una época nueva, la del thatcherismo.

 

 

 

Inquilina del N.º 10 de Downing Street

 

El resultado de las elecciones proporcionó al Partido Conservador una

amplia mayoría, por lo que Margaret Thatcher recibió de la reina Isabel

II el encargo de formar gobierno. Pese a su victoria, tenía un duro

camino por delante. Los problemas del país continuaban y el hundimiento

de los laboristas no significaba que tuviese el apoyo de la mayoría de

la opinión pública. Consciente de ello, lanzó reiterados mensajes de

conciliación tras su llegada al gobierno, el más célebre de ellos el

pronunciado a la puerta del número 10 de Downing Street el día de su

llegada, el mismo 4 de mayo: «… me gustaría recordar unas palabras de

san Francisco de Asís que creo que son particularmente adecuadas para

este momento: “Donde hay discordia, traigamos armonía; donde hay error,

traigamos verdad; donde hay duda, traigamos fe, y donde hay

desesperación, traigamos esperanza”… y a todo el pueblo británico —a

quienquiera que hayan votado— les diría esto. Ahora que han pasado las

elecciones, juntémonos y esforcémonos para servir y fortalecer al país

del que estamos tan orgullosos de formar parte». Aquélla fue una de las

bases de su política, enfatizar el orgullo nacional británico. La crisis

de los años anteriores no había hecho sino acrecentar la sensación de

decadencia, algo que la nueva primera ministra no estaba dispuesta a

consentir.

 

Pero las huelgas continuaban, el país estaba en lo más profundo de la

depresión y el paro superó los tres millones de personas. Así las cosas

hubo de tomar medidas que iban en contra de su mismo programa —subir los

impuestos y los tipos de interés— y hacer grandes esfuerzos para

controlar la inflación. Las primeras decisiones le valieron duras

críticas, no sólo de políticos, sino también de economistas académicos

y, aunque a menor nivel que en años anteriores, la presión huelguística

de los sindicatos seguía adelante. Sin embargo, algunos factores

hicieron que a mitad de legislatura su imagen mejorase ante la opinión

pública. A mediados de 1981 la tendencia económica comenzó a cambiar y

la alianza formada con el nuevo presidente de Estados Unidos, el

republicano Ronald Reagan (en el cargo desde noviembre de 1980), un

hombre con un programa político y económico muy similar al suyo, le

fueron dando credibilidad. Pero fue en la primavera de 1982 cuando le

llegó el auténtico golpe de suerte. En un gesto insólito, la Junta

Militar argentina puso en marcha una operación militar con objeto de

desatar una oleada de fervor nacionalista con la que intentar tapar los

crímenes en que se cimentaba, por lo que en abril de ese año el ejército

argentino invadió las islas Malvinas (un archipiélago del Atlántico sur

a cuatrocientas millas del país austral que llevaba siglo y medio bajo

dominio británico). La intención de la Junta no era en ningún caso

desatar una guerra, sino aprovechar la debilidad coyuntural del gobierno

británico para forzarle a negociar. La primera ministra respondió acorde

a su carácter, y eso que inicialmente no hubo un apoyo claro por parte

de la administración Reagan, más proclive a una solución diplomática. En

un momento en el que los recortes afectaban de forma importante a las

fuerzas armadas británicas, Margaret Thatcher no dudó en responder

militarmente a la agresión. Supo ver que Argentina no había preparado a

conciencia la operación y que su inferioridad táctica y material era

patente. Tras una campaña rápida y brillante, las fuerzas argentinas se

rindieron el 14 de junio. La guerra había durado sólo setenta y cuatro

días y de las novecientas bajas que se produjeron, más de dos tercios

fueron de argentinos. Semejante éxito proporcionó una popularidad enorme

a Thatcher, provocó un repunte del orgullo patrio y dio la imagen de una

política exterior independiente y fuerte. El éxito fue aprovechado al

máximo y en las elecciones que se celebraron un año después, en junio de

1983, obtuvo una histórica victoria con una mayoría de 144 escaños de

ventaja sobre los laboristas.

 

Su segundo mandato, que se extendería hasta 1987, fue en el que

realmente puso en marcha su auténtico programa político. Basado en una

imagen radicalmente individualista de la realidad (se hizo célebre su

frase «no existe eso que llaman sociedad. Existen hombres y mujeres como

individuos, existen familias») impulsó un proyecto de recorte drástico

de la presencia estatal en la sociedad y la economía, de desregulación

de todos los mercados, bajada de impuestos y privatización de los

recursos estatales. La filosofía de estas actuaciones estaba inspirada

en la creencia de que los agentes privados podían conseguir la

prosperidad pública de forma más eficiente que el estado, un principio

que su aliado Reagan plasmó en la declaración «el gobierno no es la

solución a nuestro problema, es el problema». Siguiendo este principio,

Thatcher emprendió una serie de privatizaciones en masa, comenzando por

la empresa clave de comunicaciones British Telecom y que se extendería

al resto de las compañías de titularidad estatal, algunas de las cuales

fueron reflotadas y vendidas a costa de que los costes sociales fuesen

asumidos por el estado. La medida, junto a la política emprendida para

desmontar el poder de los sindicatos en el modelo laboral británico, dio

lugar a una oleada de huelgas mineras que plantearon al gobierno un

pulso que llegó a durar un año. Thatcher no cedió a las presiones

sindicales y acabó triunfando en su doble propósito. La energía

desplegada por la primera ministra en esta cuestión ha hecho hablar a

algunos de una continuación de la guerra de las Malvinas en el interior.

En opinión del historiador Tony Judt, «para ella, la lucha de clases,

convenientemente actualizada, era el material del que estaba hecha la

política. Sus políticas, con frecuencia concebidas a la carrera, eran

secundarias en comparación con sus objetivos, que, a su vez, estaban en

gran medida supeditados a su estilo. El thatcherismo era más una

cuestión de “cómo” se gobernaba que de lo que hacía realmente al

gobernar. Sus desventurados sucesores conservadores, náufragos en el

desolado paisaje post-thatcheriano, carecían de políticas, de objetivos

y también de estilo».

 

En este contexto de gran tensión social, la primera ministra y su

gobierno fueron víctimas de un atentado de la organización terrorista

IRA. El 11 de octubre de 1984 el gobierno en pleno estaba alojado en el

Gran Hotel de Brighton, donde el Partido Conservador celebraba su

conferencia anual. En la madrugada del 12 hizo explosión una bomba que

acabó con la vida de cinco personas e hirió a otras treinta y cuatro. Ni

Thatcher ni ningún miembro de su gobierno fueron asesinados. Era un

intento del grupo secesionista de intimidar a la primera ministra, que

desde su acceso al poder se había mostrado muy dura con los terroristas

de Irlanda del Norte, sobre todo cuando se negó a ceder a la huelga de

hambre de varios presos de dicha organización entre marzo y octubre de

1981. El atentado no hizo sino convencerla en la conveniencia de no

ceder ante la presión terrorista y aumentar la colaboración con la

República de Irlanda para encontrar soluciones factibles al problema del

Úlster.

 

En política exterior, la primera ministra continuó su apoyo a la

posición norteamericana de rechazo al comunismo. A finales de 1983 había

expresado públicamente su confianza en el nuevo y pretencioso plan de

defensa estratégica ideado por la administración Reagan, que recibió el

nombre de «Guerra de las Galaxias». Pero la irrupción de un nuevo

dirigente soviético, Mijaíl Gorbachov, cambió radicalmente el panorama.

Thatcher fue una figura clave en la apertura de Occidente hacia la nueva

política soviética. Gorbachov visitó Londres a finales de 1984, y fue

durante su primer encuentro con ella cuando le comunicó su intención de

encontrar interlocutores en Occidente con los que poder trabajar por un

futuro mejor para el planeta. Thatcher inmediatamente captó la

sinceridad del mensaje del líder soviético, se dio cuenta de que era un

nuevo tipo de mandatario diferente de los jerarcas del Partido y no dudó

en transmitir sus impresiones al resto de gobiernos occidentales.

Después de ese encuentro afirmó en una entrevista concedida a la BBC:

«Me gusta el señor Gorbachov, podremos hacer negocios juntos». Tres

meses después éste fue elevado a la Secretaría General del Partido

Comunista de la Unión Soviética y ponía en marcha la política de

distensión definitiva con el bloque capitalista.

 

 

 

La Unión Europea

 

Margaret Thatcher todavía ganaría unas terceras elecciones generales en

junio de 1987, manteniendo una holgada mayoría frente a los laboristas.

Fueron sus años finales, en los que profundizó en el camino trazado,

especialmente en lo tocante a reformas económicas, a la alianza con

Estados Unidos y su apoyo para acabar con la Guerra Fría. Sin embargo,

la gran novedad del mandato llegaría en política internacional, y sería

la de un acerado antieuropeísmo. El Reino Unido se había incorporado a

la Comunidad Económica Europea en 1973 y había intervenido en todas sus

políticas con completa normalidad hasta 1984. En dicho año Thatcher

consiguió un sustancioso descuento en la contribución económica anual

que hacía su país bajo pretexto de que éste apenas recibía fondos

europeos pertenecientes a la Política Agraria Común. El proceso de

integración europeo había cobrado nuevos bríos con la firma del Acta

Única Europea en 1985, a la que Thatcher no se opuso, pero cuando en los

años siguientes comenzó a hablarse de avanzar en la integración

territorial y económica, la primera ministra se mostró radicalmente

contraria a lo que consideraba una forma de federalismo encubierto. En

septiembre de 1988, en una reunión europea en Brujas (Bélgica) pronunció

su más célebre discurso al respecto, en el que afirmó: «La Comunidad

Europea es una manifestación de la identidad europea, pero no la única.

(…) Intentar suprimir el carácter nacional y concentrar el poder en el

centro de un conglomerado europeo podría ser altamente dañino y podría

poner en peligro los objetivos que esperamos lograr. (…) No hemos hecho

retroceder las fronteras del estado en Gran Bretaña sólo para ver cómo

se vuelven a imponer a escala europea, con un superestado ejerciendo un

nuevo dominio desde Bruselas. (…) Hagamos de Europa una familia de

naciones que se comprendan mejor mutuamente, que se aprecien

recíprocamente, que hagan las cosas juntas, pero gozando de nuestra

identidad nacional no menos que de nuestra empresa común europea».

 

El antieuropeísmo de la líder conservadora era una nueva edición del

patriotismo exacerbado que tanto éxito le había proporcionado con la

guerra de las Malvinas. Pero en esta ocasión la operación no fue tan

exitosa. Una parte de la opinión pública británica consideraba que se

quedaba corta y otra se mostró decepcionada porque diese la espalda al

proyecto europeo en vez de intentar liderarlo. Además ocasionó

fricciones dentro del partido y del gobierno. Thatcher ya había tenido

que aceptar la ruidosa dimisión de uno de sus ministros (el de Defensa,

Michael Heseltine, por el uso de las bases británicas en el ataque

estadounidense a Libia en 1986); en esta ocasión fue el de Hacienda,

Nigel Lawson, el que dimitió por la postura de Thatcher ante la

integración de la libra esterlina en el Sistema Monetario Europeo. La

relación con el titular de Asuntos Exteriores, Geoffrey Howe, también se

volvió excepcionalmente tensa. Además, algunas de sus nuevas medidas

ocasionaron una oposición popular importante, la más destacada de todas

fue la implantación de un nuevo impuesto municipal, el poll tax, que

tuvo que ser finalmente retirado. En 1990, cuando el partido llevó a

cabo una de sus elecciones internas, se alzaron varios candidatos

alternativos muy críticos con el liderazgo autoritario de la señora

Thatcher. Posiblemente consciente del desgaste que había sufrido en la

última legislatura, y con unas encuestas que mantenían la valoración

electoral del partido por encima de la suya propia, decidió hacerse a un

lado. El 22 de noviembre de 1990 se retiró de las elecciones internas y

seis días después dimitió del cargo de primera ministra, siendo

sustituida por uno de sus ministros, John Major.

 

La vida posterior de la que había sido líder indiscutible del

conservadurismo se fue replegando progresivamente de la política. En

1992 la reina le concedió el título de baronesa Thatcher e ingresó en la

Cámara de los Lores, lo que en la práctica significaba su retirada de la

política activa. Los años posteriores estuvieron marcados por sus

intervenciones cada vez menores en la vida pública y por la tarea de

escribir dos gruesos volúmenes de memorias políticas que aparecieron en

1993 y 1995. En 2002 anunció su completa retirada de la actividad

pública tras haber sufrido varios accidentes cerebrovasculares, y al año

siguiente falleció su marido, uno de los puntales de su dilatada

actividad política.

 

Su legado ha resultado ser tan polémico como incuestionable. Su éxito al

reactivar la economía británica era manifiesto y cuando el «Nuevo

Laborismo» de Tony Blair se lanzó a la conquista del gobierno, no

llevaba en su programa un proyecto de revertir las reformas

estructurales emprendidas por la dama de hierro. Sin embargo, desde

múltiples sectores se lanzaron críticas que sintetiza así el historiador

Tony Judt: «Como economía, el Reino Unido de Thatcher era un lugar más

eficiente. Pero como sociedad, sufrió un cataclismo de desastrosas

consecuencias a largo plazo. Al desmantelar todos los recursos que

estaban en manos colectivas, al insistir a gritos en una ética

individualista que prescindía de cualquier valor no cuantificable,

Margaret Thatcher causó un grave daño al tejido que sustentaba la vida

pública británica. Los ciudadanos se transformaron en accionistas o

partes interesadas, cuyas relaciones interpersonales con el colectivo se

calibraban en función de activos y títulos de crédito, sin tener en

cuenta ni servicios ni obligaciones. Cuando todo, desde las empresas de

autobuses hasta las eléctricas, estuvo en manos privadas que competían

entre sí, el espacio público se convirtió en un mercado». Veinte años

después de su abandono de la política activa todavía no se han propuesto

alternativas claras al programa de Thatcher. Posiblemente sólo el tiempo

permitirá hacer una valoración ajustada de su paso por la política

europea del siglo XX y de su herencia para el XXI.

 

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