El Papa del telón de acero
Cuando en 1978 el cardenal polaco
Karol Wojtila fue elegido Papa, la
multitud congregada en la plaza
de San Pedro se preguntaba si el nuevo
pontífice era africano. ¿Wojtila?
Los periodistas que cubrían la noticia
no sabían pronunciar ni escribir
su apellido. Sin embargo, el 3 de abril
de 2005 los medios de
comunicación de todo el mundo anunciaban la muerte
de un hombre cuyo magisterio
moral había logrado reconocimiento más allá
de los límites de la Iglesia
católica. Lo que sucedió para que un joven
actor de teatro, deportista y
poeta, un seminarista clandestino bajo el
nazismo, un arzobispo enfrentado
a un régimen comunista y un Papa tan
innovador por su ecumenismo como
conservador por su moral se convirtiese
en un auténtico fenómeno de masas
es la historia que se cuenta a
continuación.
El 18 de mayo de 1920, en una
Polonia que acababa de estrenar su
independencia tras el final de la
Primera Guerra Mundial nacía Karol
Józef Wojtila. «Lolús» como le
llamaban cariñosamente en casa o «Lolek»
como lo hacían sus amigos del
colegio, era el tercer hijo de Karol
Wojtila y Emilia Kaczorowska. De
sus dos hermanos mayores sólo vivía por
entonces el primero, Edmund, pues
la segunda, Olga, había muerto a los
pocos meses de nacer. La familia
Wojtila vivía en el pequeño pueblo de
Wadowice, situado al sur de
Polonia, en una zona fuertemente rural. El
domicilio familiar, hoy
convertido en museo, era más bien pequeño ya que
se limitaba a una cocina y dos
habitaciones, una de las cuales daba a la
inmediata iglesia de Santa María,
parroquia habitual de la familia que
era católica.
La educación que Karol Wojtila
recibió durante su infancia fue estricta
pero al tiempo afectuosa y muy
determinante en su posterior
personalidad. Su padre, sastre de
formación, servía como oficial en el
ejército polaco (con anterioridad
lo había hecho en el austro-húngaro) e
inculcó en su hijo el gusto por
el deporte, especialmente el fútbol, la
natación y los largos paseos por
el monte, así como un fuerte sentido de
la responsabilidad y la
disciplina. Su madre, de salud muy delicada, era
una católica fervorosa que le
enseñó las primeras nociones religiosas
que recibiría en la vida. De este
modo, entre excursiones, vida familiar
y juegos con los compañeros de la
escuela primaria de Wadowice y después
de la estatal Marcin Wadowita,
discurrieron los primeros años de su
vida. En 1929, con sólo nueve
años el joven Wojtila perdía a su madre,
por lo que su padre, que ya dos
años antes se había retirado para
atenderla, quedó al cargo de los
dos hijos.
Entretanto, el devenir político
de Europa preparaba las bases para un
futuro conflicto armado. Aunque
el final de la Primera Guerra Mundial en
1918 había supuesto la
independencia de Polonia, su situación
geográfica, entre una Alemania
económicamente devastada y en la que
comenzaba a germinar el fascismo
y la recientemente cristalizada URSS de
Stalin, hacía del país una zona
muy inestable. Entre abril y octubre de
1920 tenía lugar la guerra
ruso-polaca que finalizaría con la derrota de
los primeros gracias a la ayuda
de las tropas francesas que detuvieron
el avance de las rusas a la misma
puerta de Varsovia. Polonia se
convertía junto con Rumanía en
una suerte de cordón sanitario frente al
comunismo. Pero su comprometida
situación conduciría a la necesidad de
firmar pactos de no agresión
tanto con la URSS en 1932 como con Alemania
en 1934.
Para entonces una nueva desgracia
se cernía sobre la familia Wojtila,
pues en 1932 Edmund, que
trabajaba como médico en el cercano hospital de
Bielsko Biala, murió contagiado
de escarlatina. Karol se había
convertido en hijo único y la
unión con su padre se hizo aún más fuerte.
Por ello cuando al finalizar sus
estudios de secundaria se planteó
comenzar una carrera
universitaria, ambos decidieron no separarse, y
juntos se trasladaron a vivir a
Cracovia, donde el joven Wojtila ingresó
en la Universidad Jagelónica.
Matriculado en la Facultad de Filosofía en
Filología Polaca, cursó
asignaturas de etimología polaca, lengua rusa,
teatro y drama polacos del siglo
XVIII…
El interés de Wojtila por el
teatro ya se había iniciado durante sus
estudios de secundaria cuando de
la mano de su profesor Mieczylaw
Kotlarczyk debutó en el teatro
escolar de Wadowice. Según parece, poseía
una buena voz y gusto por la
declamación y la poesía. A su llegada a la
universidad encontró un grupo de
compañeros que compartían su afición
por el teatro y con los que,
junto con su antiguo profesor Kotlarczyk,
formó un grupo teatral. Además, a
través de uno de sus compañeros,
Juliusz Krydynski, empezó a
frecuentar las reuniones literarias y
musicales de casa de los Szokocka
en las que se leían versos de autores
contemporáneos y composiciones
propias. Sin embargo esta apacible vida
de estudiante se vería truncada
un año después. El 1 de septiembre de
1939 las tropas alemanas de
Hitler invadían Polonia. Había estallado la
Segunda Guerra Mundial.
De actor a sacerdote
Alemania había invadido Gdansk y
todos los jóvenes polacos como Karol
fueron movilizados para defender
a su país del ataque. El avance alemán
resultaba imparable y en sólo
veintiocho días habían entrado en
Varsovia. El ejército polaco se
rindió y Karol, como el resto de hombres
movilizados, fue licenciado y
regresó a Cracovia. Pero allí encontró una
situación completamente distinta
de la que había dejado. Los alemanes
habían hecho detener a casi todos
sus profesores, la universidad había
sido cerrada, los teatros
clausurados y las reuniones culturales
prohibidas. De Wadowice tampoco
llegaban buenas noticias. La amplia
comunidad judía con la que Karol
había convivido durante su infancia, al
igual que la de Cracovia y las de
todo el país, era objeto de la
persecución nazi. La sinagoga que
día tras día había visto llenarse
cuando iba al instituto había
sido dinamitada, y a no pocos de sus
amigos los habían enviado a
campos de concentración.
En esas circunstancias
desesperadas urgía encontrar un trabajo y no sólo
porque el salario era necesario
para poder mantenerse y mantener a su
padre, sino porque los hombres
sin empleo —y eso incluía a los
estudiantes— eran arrestados y
deportados a Alemania para realizar
trabajos forzados en la industria
bélica. Gracias a los Szokocka pudo
emplearse como ayudante de
dinamitero en la cantera de Solvay que
abastecía una fábrica de sodio
del distrito de Cracovia. El trabajo se
realizaba en condiciones
durísimas, a la intemperie y con medios muy
escasos. A los pocos meses fue
trasladado de la cantera a la fábrica
donde se ocupaba de acarrear cal
en cubetas y mezclarla con agua para
las calderas. Esta experiencia le
convertiría muchos años después en el
único pontífice que previamente
había sido obrero, lo cual marcó tan
profundamente su forma de ver el
mundo que, como recoge Eusebio Ferrer
en una de sus biografías, él
mismo confesaría: «La experiencia que
adquirí durante aquel período de
mi vida no tiene precio. He dicho
muchas veces que le concedo, tal
vez, más valor que a un doctorado, lo
cual no significa que subestime
los títulos universitarios».
En 1941 falleció su padre, de
modo que con veintiún años Wojtila se
quedó completamente solo. Pese a
la dureza de las condiciones de vida
impuestas por la guerra trató de
continuar con su formación intelectual
estudiando y cultivando el
teatro. Junto con su amigo Juliusz y otros
participantes de las reuniones en
casa de los Szokocka, pasó a formar
parte de un movimiento
clandestino de oposición al nazismo y al
comunismo denominado «Unia»,
dedicado a la defensa de la tradición y
cultura polacas. En consecuencia,
entró en la compañía teatral
clandestina dirigida por Tadeusz
Kudlinski y participó con varios de sus
amigos en el grupo teatral Teatro
Rapsódico, fundado por su antiguo
maestro Kotlarczyk, al que había
acogido en su casa. Organizaban
pequeñas reuniones en domicilios
particulares en las que se hacían
representaciones teatrales y
lecturas públicas de obras literarias y
poéticas como una forma de lucha
por el mantenimiento de una cultura
propia que el nazismo estaba
tratando de aniquilar. Aquellas reuniones
no eran actos lúdicos sino de
resistencia cuyos participantes corrían el
peligro de ser descubiertos,
detenidos y deportados o asesinados por ello.
Fue también en esos años cuando
conoció a una de las personas que
marcarían con más fuerza su vida,
el sastre Ian Tyranowski, de manos del
que cristalizaría su vocación
sacerdotal. Tyranowski le introdujo en la
espiritualidad carmelita y le
facilitó las obras de santa Teresa y san
Juan de la Cruz, que Karol leía
frecuentemente de madrugada cuando tenía
que cuidar de la caldera en la
fábrica. El misticismo del segundo le
impresionó de tal modo que,
además de dedicarle años después su tesis
doctoral, le hizo ver claramente
su vocación. Cuando comunicó a sus
amigos del grupo teatral la
decisión de hacerse sacerdote ninguno de
ellos podía creerlo. Todos
estaban convencidos de que su camino era el
teatro y ninguno de ellos podía
imaginar lo que esta decisión iba a
suponer en el futuro.
Hacerse sacerdote tampoco era
algo sencillo en la Polonia dominada por
los nazis. Los seminarios habían
sido cerrados y los hábitos, lejos de
proteger de la persecución,
hacían sospechoso a quien los portaba. Por
esta razón los obispos polacos
habían organizado un seminario
clandestino e itinerante en el
que Karol ingresó y permaneció durante
toda la guerra. No por ello
abandonó su actividad como obrero, que
necesitaba para mantenerse y
justificarse ante los ocupantes, ni su
participación en el grupo de
teatro. En los últimos meses del conflicto
el recrudecimiento de las
persecuciones afectó también a los miembros de
la Iglesia, por lo que se vio
obligado a refugiarse con otros compañeros
del seminario en la residencia
del arzobispo de Cracovia, Sapieha, en la
que permaneció hasta que en enero
de 1945 el ejército soviético liberó
la ciudad.
No obstante, lo que sucedió en
Polonia difícilmente puede considerarse
como una liberación. Tras la
entrada de las tropas aliadas en Berlín en
octubre de 1944, y por tanto con
Alemania vencida pero con la guerra sin
finalizar en el frente japonés,
Roosevelt, Churchill y Stalin (Estados
Unidos, Inglaterra y la URSS)
pactaron en Yalta un nuevo reparto de
poder que terminaría dando paso a
la llamada Guerra Fría. Por lo que a
Polonia se refería, quedaba en la
órbita soviética, es decir, se
convertía en un país bajo régimen
comunista. El horror nazi había
finalizado, pero la libertad
propia de las democracias tampoco llegaría
a Polonia. El nuevo régimen, de
naturaleza totalitaria, si bien podía
suponer un horizonte esperanzador
en algunas cuestiones como la justicia
social o el reparto de la
riqueza, no estaba dispuesto a tolerar ninguna
expresión que pudiese
cuestionarlo. La libertad en todas sus
manifestaciones políticas o
culturales se cercenaba en aras de un orden
nuevo. La libertad religiosa
también quedaba condenada al concebirse
toda religión como un elemento
adormecedor y adoctrinador de las
conciencias. Con la conciencia
bien despierta, Karol Wojtila era
ordenado sacerdote por el
arzobispo Sapieha en su capilla privada el 1
de noviembre de 1946.
El camino hacia el Vaticano
Nada más ser ordenado sacerdote,
y como si de una señal se tratase,
Sapieha decidió enviarle a
completar sus estudios en teología a Roma,
ciudad en la que permanecería dos
años. Matriculado en el Angelicum, la
universidad dominica, obtuvo su
doctorado eclesiástico con una tesis
sobre san Juan de la Cruz y
aprovechó para viajar por Francia, Holanda y
Bélgica. Con esta experiencia tan
distinta de la de los años anteriores
regresó a Cracovia en 1948. Allí
recibió su primer destino como
sacerdote, el de coadjutor del
pequeño pueblo de Niegowic, que ejerció
hasta que a finales del año
siguiente se le nombró coadjutor de la
parroquia de San Florián en
Cracovia y capellán universitario. El
ejercicio, muy en especial de
este segundo cargo, le permitió
desarrollar una actividad
pastoral centrada en grupos de jóvenes
estudiantes con los que se sentía
especialmente cómodo. Las reuniones de
universitarios estaban
prohibidas, por lo que optó por organizar grupos
de excursionistas que en realidad
lo eran de evangelización. Con ellos
Karol Wojtila, al que llamaban
«tío Karol» para evitar problemas con la
policía, realizaba largos paseos,
escaladas, rutas de varios días en
kayac… actividades que siempre le
habían gustado y que de un modo
entonces innovador supo combinar
con su labor sacerdotal.
A la muerte de Sapieha en 1951,
su sucesor al arzobispado de Cracovia,
Baziak, muy satisfecho con los
resultados que había logrado con los
grupos de estudiantes y deseando
aprovechar su capacidad, decidió
concederle una licencia para que
pudiese preparar el examen de
habilitación para ejercer como
profesor en la universidad laica de la
ciudad (su primera universidad,
la Jagelónica). Así, en 1953 comenzó a
dar clase en la Facultad de
Teología y a finales de ese mismo año obtuvo
el doctorado civil, si bien a los
pocos meses la supresión de la
facultad por el gobierno motivó
que se le destinase a la Universidad
Católica de Lublín. Pero Baziak,
consciente de la valía de Wojtila,
pensó que su aportación podía ser
especialmente valiosa, en Cracovia
luchando por la libertad
religiosa, y por ello el 28 de septiembre 1958,
ante la sorpresa del propio
elegido, le consagró como obispo de
Cracovia. Con treinta y ocho años
era inusitadamente joven para el
cargo, pero Baziak le tranquilizó
al respecto: el Papa era perfectamente
consciente de la edad de su nuevo
obispo. Pese al nombramiento, Karol
Wojtila continuó manteniendo sus
actividades habituales si bien cada vez
pudo conocer más de cerca la
tensa relación que las autoridades
eclesiásticas polacas mantenían
con el gobierno.
El año 1962 trajo importantes
novedades a su vida. La muerte de Baziak
supuso su nombramiento como
vicario capitular y administrador
provisional de la archidiócesis
de Cracovia. Y como titular provisional
de dicho arzobispado tuvo que
acudir a Roma para responder a la llamada
que el nuevo pontífice Juan XXIII
planteaba a la cristiandad con el
primer concilio ecuménico. El
Concilio Vaticano II se convertiría en una
auténtica revolución interna en
la Iglesia católica. Su carácter
ecuménico (es decir, universal
para todas las confesiones cristianas, no
sólo la católica) planteaba la
apertura de la Iglesia católica al mundo
moderno y convertía la defensa de
la libertad religiosa (tan anhelada
para su país por Wojtila) en su
mismo centro. El Concilio se desarrolló
en cuatro sesiones entre 1962 y
1965 y ya a las dos últimas Wojtila
acudió en calidad de arzobispo
metropolitano de Cracovia, pues su
nombramiento como tal tuvo lugar
en enero de 1964. Su participación fue
muy activa en parte por su
facilidad para comunicarse en varias lenguas
(además del latín, que era
obligatorio, hablaba alemán, francés, inglés,
italiano, polaco y español) y en
parte porque fue uno de los principales
abanderados de la cuestión de la
libertad religiosa y miembro de la
comisión encargada de redactar la
constitución conciliar, el llamado
«Esquema XIII».
Una vez clausurado el Concilio y
como arzobispo de Cracovia, le
aguardaba la tarea de poner en
marcha las conclusiones y decretos del
mismo en su diócesis, y para ello
tuvo que hacer frente a enormes
dificultades. Defender la
libertad religiosa en Polonia era lo mismo que
enfrentarse abiertamente con su
régimen político, pese a lo cual se
mantuvo firme en su postura. Buen
ejemplo de ello fue lo sucedido en
1965 en Nowa Huta, la ciudad
creada ex profeso para una población de más
de ciento veinte mil personas, en
su mayoría obreros, y en la que no se
había previsto la construcción de
ninguna iglesia. Wojtila, que como
obispo había celebrado en 1959 la
misa del Gallo en un lugar de la
ciudad llamado Mistrzejowice,
comenzó a negociar con el gobierno la
obtención del permiso necesario
para poder construir en aquel lugar, que
los fieles habían tomado como su
templo, una iglesia. Pero las
autorizaciones no llegaban y un
día el arzobispo Wojtila, apoyado por la
comunidad católica de la ciudad,
decidió elevar en el lugar escogido una
gran cruz de madera en torno a la
que poder rezar. Ante tal desafío las
autoridades ordenaron la entrada
de máquinas excavadoras para que
derribasen la cruz, pero el
arzobispo y quienes le apoyaban se pusieron
delante para evitarlo. La
protesta se mantuvo hasta que finalmente en
1971, ante la asistencia masiva
de fieles a la celebración de la misa
del Gallo, una vez más oficiada
por Wojtila, las autoridades cedieron y
permitieron la construcción de la
iglesia.
En medio de toda aquella lucha y
como estrategia para hacerla más
efectiva, el sucesor de Juan
XXIII, Pablo VI, había decidido elevarle al
cardenalato, lo que hizo de su
propia mano en la Capilla Sixtina el 26
de junio de 1967. El gobierno
polaco curiosamente no puso trabas al
nombramiento pues consideraban
que frente al cardenal Wyszynski, que
mantenía la postura de negarse a
negociar con los comunistas, Wojtila,
mucho más joven y de mentalidad
más abierta, podía servirles para
favorecer cierta división en la
Iglesia polaca que convenía a sus
intereses. Sin embargo, la
colaboración de ambos cardenales se convirtió
en la tónica habitual y logró el
efecto contrario. Así, Wojtila pudo
continuar con su política de
enfrentamiento no violento con las
autoridades que cada vez
encontraban en él un elemento más incómodo.
Cuando un sacerdote era detenido
por ejercer su función pastoral, el
mismo cardenal aparecía al día
siguiente en su parroquia para
sustituirle en misa hasta que era
liberado. Karol Wojtila era para el
gobierno polaco una auténtica
piedra en el zapato y a Wyszynski
obviamente no le molestaba.
Ésta era la situación cuando en
1978 murió Pablo VI y, como cardenal,
Karol Wojtila fue llamado al
cónclave que en Roma debía elegir al nuevo
pontífice. El escogido fue el
arzobispo de Venecia Albino Luciani, que
como Papa adoptaría el nombre de
Juan Pablo I. Su nombramiento suponía
la continuidad de la línea
trazada por Juan XXIII en el Concilio
Vaticano II, es decir, la más
aperturista dentro de la Iglesia. Lo que
nadie podía imaginar es que su
pontificado iba a durar tan sólo treinta
y tres días ya que el nuevo Papa
falleció súbitamente el 29 de
septiembre de 1978 mientras
dormía, parece que por un fallo cardíaco. Al
tiempo que las especulaciones
sobre la causa de su muerte llenaban los
periódicos, los miembros del
cónclave eran nuevamente llamados al
Vaticano. Había que escoger un
nuevo Papa, pero en aquella ocasión Karol
Wojtila no haría las maletas de
regreso.
Fumata Blanca
Una vez finalizadas las exequias
de Juan Pablo I, el cónclave
cardenalicio debía reunirse en el
Palacio Apostólico del Vaticano en el
que, como era y es tradición,
permanecería incomunicado hasta que se
produjese la nueva elección de
Papa. La sesión debía iniciarse el 14 de
octubre a las cinco de la tarde,
hora en la que se pronunciaba el extra
omnes («fuera todos») con el que
se cerraban las puertas de la Capilla
Sixtina. Curiosamente el último
en entrar al cónclave cuando casi daban
las cinco fue Karol Wojtila. Por
la mañana había aprovechado para
acercarse al santuario de la
Madonna de la Grazie en Mentorella, a unos
cincuenta kilómetros de Roma,
pero su coche sufrió una avería y el
cardenal Wojtila tuvo que hacer
autoestop para regresar a la ciudad.
Unos minutos antes de las cinco
un camionero dejaba al cardenal polaco
en la plaza de San Pedro.
Las votaciones de los cónclaves
son secretas y las papeletas con las que
se realizan se queman
inmediatamente después de finalizar cada votación,
por lo que casi todo lo que se
sabe de ellas forma parte del terreno de
la especulación. En aquel otoño
de 1978, según recoge Santiago Martín,
coincidiendo con la mayor parte
de biógrafos de Karol Wojtila, parece
que el grupo considerado más
progresista del cónclave decidió apostar
por la candidatura del polaco
Wojtila cuando vieron que su candidato
(Benelli) no tenía demasiadas
posibilidades frente al del grupo más
conservador (Siri). El hecho de
que su candidatura fuese propuesta,
según parece, por el progresista
cardenal de Viena Franz König convenció
a los primeros de la conveniencia
del cardenal polaco.
Sea como fuere, al menos dos
tercios del cónclave integrado por ciento
once cardenales votaron a su
favor. El cardenal Villot, como chambelán y
cumpliendo con el protocolo
establecido, se dirigió al cardenal electo
Karol Wojtila y le preguntó si
aceptaba el nombramiento. Éste contestó:
«En la obediencia de la fe ante
Cristo mi Señor, abandonándome a la
Madre de Cristo y a la Iglesia, y
consciente de las grandes
dificultades, acepto». Preguntado
a continuación por el nombre que
deseaba adoptar, respondió: «Juan
Pablo II». De este modo dejaba claro
desde el principio el lazo que
iba a unir su pontificado con la tarea
emprendida por sus predecesores.
Momentos después se dirigió a una
pequeña sala cercana al altar de
la Capilla Sixtina donde tres sotanas
blancas de distinta talla
aguardaban al nuevo Papa. Pasados algunos
minutos de las seis de la tarde
del 16 de octubre de 1978, la fumata
blanca anunciaba al mundo que el
cónclave había tenido fruto.
Cuando el cardenal Felici abrió
el balcón situado sobre la puerta
principal de la basílica de San
Pedro y proclamó según la fórmula
acostumbrada: «Anuntio vobis
gaudium magnum. Habemus Papam Sactam
Romanae Ecclesiae,
reverendissimum ac ilustrissimum dominum Carolum
cardinalem Wojtila» («Os anuncio
una gran alegría. Tenemos Papa de la
Santa Iglesia Romana,
reverendísimo e ilustrísimo señor Karol cardenal
Wojtila»), un rumor sorprendido
recorrió la plaza de San Pedro. Pocos
sabían quién era ese tal Wojtila.
Desde hacía 456 años no había sido
elegido un solo Papa que no fuese
italiano. Sin embargo y desde el
primer minuto de su pontificado,
Juan Pablo II supo cómo ganarse a las
masas. Sus primeras palabras se
dirigieron a los miles de fieles que se
congregaban en la plaza y… fueron
en italiano. Con sólo la primera frase
la plaza estalló en aplausos.
Si en Roma las muestras de júbilo
eran grandes, en Polonia la elección
de Karol Wojtila como Papa
parecía casi un milagro, un premio a la
resistencia pacífica de un pueblo
frente a la opresión. La capacidad de
unir y movilizar a los polacos
del cardenal Wojtila se multiplicaba de
forma exponencial con su elección
como pontífice y eso era algo que
tensaba enormemente a las
autoridades soviéticas. Hasta qué punto tenían
motivos para ello sería algo que
ya los primeros años de pontificado de
Juan Pablo II se encargarían de
demostrar.
Un pontificado inesperado
La elección de Juan Pablo II
había sorprendido desde el principio y
pronto se vio que la sorpresa iba
a convertirse en una de las señas de
identidad de su pontificado. Para
empezar, el nuevo Papa no parecía muy
aferrado al rígido protocolo
vaticano. Se prodigaba en audiencias,
hablaba con los periodistas en
los pasillos del Vaticano, en los
aeropuertos o donde surgiese la
ocasión, buscaba de forma deliberada la
cercanía con los fieles a los que
tocaba y abrazaba… Estaba claro que se
mostraba dispuesto a conseguir
que la Iglesia fuese visible ante el gran
público. Y una de las formas más
efectivas de lograrlo y que se
convertiría en la principal seña
de identidad del pontificado fue la
realización constante de viajes a
todas partes del mundo.
En los casi veintisiete años en
que fue Papa, Juan Pablo II llegó a
realizar la increíble cantidad de
104 giras internacionales en las que
visitó hasta 130 países, lo que
en kilómetros viene a ser unas treinta
vueltas al planeta. Su actividad
viajera comenzó a los pocos meses de su
elección con un viaje a México en
enero de 1979 que se convertiría en un
auténtico e inesperado baño de
masas. Juan Pablo II acudía a Puebla
donde debía celebrarse una
Conferencia Episcopal latinoamericana bajo el
telón de fondo de división de la
Iglesia que planteaba la cercanía o
rechazo de la llamada Teología de
la Liberación. En el recorrido de
doscientos kilómetros que
separaban la capital mexicana de la ciudad de
Puebla más de dos millones de
personas concurrieron para saludarle, de
modo que no pudo sentarse en el
coche que lo trasladaba en ningún
momento. El viaje a México
marcaba un patrón que se reproduciría en
todos sus viajes. Así sucedería
cuando unos meses más tarde visitase
Polonia, Estados Unidos, Turquía
y, ya en años posteriores, Irlanda,
Inglaterra, España, Portugal,
Francia, Alemania, Camerún, Costa de
Marfil, Senegal, Nigeria, Perú,
Guatemala, Australia… La presencia
internacional del Papa lograda a
través de sus viajes no tenía
precedentes y lo convirtió en el
primer pontífice «global» de la
Historia. Su carácter de «Papa
viajero» fue algo que al principio
resultó difícil de asimilar para
una jerarquía eclesiástica acostumbrada
a que el mundo acudiese al
Vaticano y no al revés, pero Juan Pablo II
supo ver las enormes ventajas que
para la Iglesia podía suponer lo
contrario desde el punto de vista
pastoral. No en vano se reclamaría
siempre sucesor de san Pablo, el
apóstol viajero portador del mensaje
evangélico, además de San Pedro.
Pero la cercanía con los fieles
que tanto cultivaba el Papa estuvo a
punto de costarle la vida el 13
de mayo de 1981. Aquel miércoles por la
tarde Juan Pablo II, como
acostumbraba a hacer todas las semanas, había
salido a la plaza de San Pedro
para saludar a los cientos de peregrinos
que se congregaban para verle. El
paseo se daba en un coche descubierto
—popularmente llamado
«papamóvil»— que permitía al pontífice dar la
mano, recoger niños en brazos
para bendecirlos y abrazar a algunos de
los fieles. Acababa de finalizar
el paseo y su coche se dirigía a la
tribuna en la que iba a dirigirse
al público cuando se oyeron unos
disparos y Juan Pablo II cayó
desplomado. Mehmet Alí Agca, un joven
turco de veintitrés años, había
disparado contra el pontífice hiriéndole
gravemente en el abdomen y en un
brazo. Tras la confusión inicial, el
Papa fue conducido rápidamente al
hospital Gemelli. Al llegar estaba
prácticamente desangrado. Una
intervención que se alargó durante horas y
varias transfusiones consiguieron
salvarle milagrosamente la vida. Las
consecuencias del atentado lo
mantuvieron convaleciente durante varios
meses y le dejaron secuelas
físicas para el resto de su vida. Pese a
todo, sólo cuatro días después
del atentado pudo dirigir, desde su cama
del hospital, el rezo del Ángelus
a través de Radio Vaticana, durante el
cual se dirigió a Alí Agca para
perdonarle. Tres años más tarde se
entrevistaría con su agresor en
su celda de la cárcel de Rebibbia.
Aunque éste nunca confesó quién
estaba detrás del atentado, los
biógrafos del pontífice coinciden
en señalar que ciertas autoridades
soviéticas pudieron estar
implicadas.
Y es que una de las líneas
esenciales del pontificado de Juan Pablo II
fue la lucha abierta y declarada
contra el comunismo, cuya cara más
amarga había conocido en su
Polonia natal. Si antes de ser nombrado Papa
Karol Wojtila había hecho todo lo
posible para defender la libertad
religiosa en su país, siendo
pontífice retomó la lucha aún con más
fuerza. En junio de 1979, pocos
meses después de su designación, Juan
Pablo II hizo la primera de sus
visitas oficiales a Polonia. Comenzó el
viaje en Varsovia y terminó en
Cracovia, pasando antes por Auschwitz.
Miles de polacos se movilizaron
para recibirle hasta el punto de que las
autoridades se vieron
completamente desbordadas, e incluso llegaron a
temer que se produjese una
sublevación popular. El Papa en sus
intervenciones públicas hizo
hincapié en que los católicos debían
demostrar su compromiso y su fe
pacíficamente pero sin miedo, lo que la
sociedad polaca en un contexto de
represión política entendió como un
llamamiento a la movilización
pacífica. Un año después, cientos de
obreros polacos entre los que
destacaba la militancia católica
comenzaron a asociarse a un
sindicato llamado Solidarnosc (Solidaridad)
encabezado, entre otros líderes,
por Lech Walesa. Los sindicatos eran
ilegales pero los polacos
mantuvieron una huelga, también ilegal, ante
unas autoridades estupefactas que
en agosto de 1980 no tuvieron más
remedio que legalizarlo. En 1981
el Papa recibía en el Vaticano a
Walesa, al frente de una
delegación del sindicato. Poco después la
llegada al poder de Jaruzelski
supuso un recrudecimiento de la dictadura
en Polonia, incluyendo medidas de
represión y cárcel para los afiliados
a Solidaridad y la ilegalización
de éste. El Papa no dudó en enviar una
carta personal a Jaruzelski
pidiendo libertad para los polacos. En 1983
las autoridades polacas
permitieron una nueva visita pontificia, si bien
en el itinerario se excluyó de
forma deliberada Gdansk, la ciudad en
cuyos astilleros había nacido
Solidaridad.
La lucha de los polacos y de
buena parte de los países del llamado
«telón de acero» por la conquista
de sus libertades terminaría
recogiendo sus frutos en 1989. Ya
antes habían comenzado a producirse
tímidos cambios en el bloque
soviético, introducidos por el nuevo primer
ministro que llegó al poder en la
URSS en 1985, Mijaíl Gorbachov. Las
políticas reformistas
introducidas por éste pretendían ser un freno a la
descomposición interna que
padecían los regímenes políticos del Pacto de
Varsovia. Las nuevas medidas
tuvieron poca oportunidad para aplicarse ya
que a finales de la década de los
ochenta los acontecimientos se
precipitaron. Polonia, Alemania
Oriental, Checoslovaquia y Hungría
fueron los primeros países en
desligarse de una Unión Soviética que se
derrumbaba de forma irremediable.
La demolición el 9 de noviembre de
1989 del muro de Berlín (que
dividía la ciudad desde 1961) a manos de
los propios berlineses de un lado
y otro del telón de acero fue el
símbolo por antonomasia del
cambio que se estaba produciendo. Pocos días
después Juan Pablo II declaraba:
«Dios ha vencido en el Este».
Los grandes protagonistas del
proceso reconocieron el papel determinante
que el Papa había jugado desde el
comienzo. Estados Unidos, principal
potencia política en la lucha
contra el comunismo durante la Guerra
Fría, había contado con el apoyo
vaticano en todo aquello que el
conflicto suponía de lucha por el
reconocimiento de las libertades de
pueblos sometidos a dictaduras.
El buen entendimiento de Juan Pablo II
con los presidentes Ronald Reagan
y George Bush reforzó de cara a la
comunidad internacional la
actitud de la primera potencia mundial. Ello
no impidió que en sus varios
viajes a aquel país el Papa criticara las
políticas de escalada
armamentística y los desmanes a que conducía un
capitalismo sin límites. Por su
parte, los actores del cambio político
en los países del este de Europa
como Lech Walesa o el propio Mijaíl
Gorbachov recordaban a la muerte
del pontífice la deuda que con él tenía
aquel proceso. La prensa
internacional recogió las palabras del primero,
refiriéndose a su primer viaje a
Polonia: «Después de oírle decir lo de
“que tu espíritu se extienda y
mude la faz de la tierra” supimos que así
sería. Un año después éramos diez
millones [los afiliados a Solidaridad]
y el régimen socialista estaba
contra la pared». Las palabras de
Gorbachov no fueron menos
expresivas: «Hoy podemos decir que todo lo que
ha ocurrido en Europa Oriental no
habría sucedido sin la presencia de
este Papa. Juan Pablo II ha
jugado un papel decisivo».
La oposición del pontífice al
comunismo no se limitó exclusivamente al
ámbito europeo, siendo ésta la
clave explicativa del rechazo tajante que
mostró en Latinoamérica al
movimiento religioso y social de la Teología
de la Liberación. A mediados de
la década de los sesenta y como
consecuencia de las fortísimas
desigualdades sociales presentes en todos
los países de Latinoamérica
(buena parte de los cuales se hallaban
sometidos a dictaduras militares)
así como de la llegada de los aires de
acercamiento de la Iglesia a la
sociedad preconizados por el Concilio
Vaticano II, surgió en el seno de
la Iglesia Católica iberoamericana una
corriente de pensamiento
defensora de un mayor compromiso con las masas
desfavorecidas. Agrupados
especialmente en torno a los teólogos Leonardo
Boff y Enrique Dussel, sus
miembros proponían adoptar una postura activa
para cambiar esa realidad, lo que
incluía la intervención en política
del clero si la situación lo
hacía necesario. Su inspiración marxista y
la participación de algunos de
sus militantes en política, e incluso en
ocasiones en grupos guerrilleros,
fueron las razones que condujeron al
pontífice a rechazar en bloque
sus propuestas pese a la enorme fuerza
que había adquirido al despertar
un apoyo popular masivo.
Ya en su primer viaje apostólico
a México dio muestras de su decisión.
Juan Pablo II sabía que en la
Conferencia Episcopal latinoamericana de
Puebla tendría que posicionarse a
favor o en contra de las posturas
defendidas por la Teología de la
Liberación, y aunque aún tardaría
varios años en hacerlo mediante
un documento eclesiástico oficial, las
palabras que dirigió a los
obispos allí reunidos no dejaban lugar a
dudas. El Vaticano no estaba
dispuesto a apoyar ningún movimiento social
o religioso inspirado en el
marxismo, mucho menos si en nombre de la
justicia social algunos miembros
de la Iglesia podían llegar a
justificar la violencia. Esta
misma actitud motivó la sonadísima
reprimenda pública que el Papa
dispensó a Ernesto Cardenal en 1983
durante su viaje a Nicaragua.
Cardenal, como ministro de Cultura,
formaba parte del gobierno
sandinista del país junto con otros tres
sacerdotes. La imagen del
sacerdote arrodillado ante un Papa que le
regañaba airadamente mientras le
señalaba con el dedo índice en el
aeropuerto de Managua dio la
vuelta al mundo. Mucho después, en el año
1998, también lo haría la del
primer Papa que ponía los pies en la Cuba
de Fidel Castro.
El rechazo frontal de Juan Pablo
II a la Teología de la Liberación
supuso que parte de la opinión
pública lo considerara como un Papa
conservador. La etiqueta no era
nueva ya que algunos de sus primeros
pasos al frente de la Iglesia se
vieron bajo ese mismo prisma. La
elección de los miembros de la
curia entre algunos reconocidos
conservadores, la negativa a
reformar el sínodo de obispos para que
ganase peso en el gobierno de la
Iglesia, la audiencia concedida al
obispo Marcel Lefebvre (que se
negaba a aceptar las reformas del
Concilio Vaticano II) o la
prohibición a Hans Küng (uno de los
principales teólogos asesores de
aquel Concilio) para ejercer como
docente en la Universidad de
Tubinga, harían al Papa acreedor de las
críticas de los sectores más
progresistas de la Iglesia. La faceta más
visible de este conservadurismo
fue la relativa a las cuestiones de
carácter moral. El Papa, educado
en el muy tradicional catolicismo del
Este, fue especialmente estricto
en todo lo referido al celibato del
clero, el sacerdocio femenino y
la moral sexual, condenando el uso de
los anticonceptivos, las
relaciones fuera del matrimonio y el aborto.
Asimismo, su apoyo a algunas
prelaturas personales como el Opus Dei fue
visto como una apuesta por las
fuerzas más conservadoras de la Iglesia.
Una de las facetas más novedosas
de su pontificado fue el impulso que
dio al ecumenismo inspirándose en
la filosofía del Concilio Vaticano II.
El hermanamiento de las distintas
confesiones cristianas y el
reconocimiento de otras
religiones contribuyeron notablemente a la
proyección de la imagen
internacional del Papa y a su conversión en una
figura mundialmente respetada. Ya
en 1979 viajó a Turquía para reunirse
con el patriarca ortodoxo
Dionisios I, y de igual modo lo haría en 1997
con el patriarca armenio Aram I;
en este caso firmó una declaración
teológica común con la Iglesia
ortodoxa de Armenia. En 1982, durante su
viaje al Reino Unido se reunió
con el primado de la Iglesia anglicana, y
al año siguiente, con motivo del
quinto centenario del nacimiento de
Lutero, dirigió una carta a los
miembros de las Iglesias evangélicas
para propiciar el acercamiento
mutuo. Pero sin duda alguna fue su
acercamiento a la comunidad judía
el que tuvo una mayor repercusión
internacional. En 1986 visitó la
Sinagoga de Roma, con lo que abría un
camino que le llevaría en marzo
de 2000 a visitar Jerusalén. Allí las
cámaras de medio mundo recogieron
la imagen del Papa orando ante el Muro
de las Lamentaciones en el que
introdujo una plegaria de perdón por las
ofensas cometidas históricamente
contra los judíos.
El final de su pontificado estuvo
marcado por su declive físico. Las
secuelas que en él había dejado
el atentado de 1981 se complicaron con
otros problemas como un tumor
intestinal del que fue operado en 1992,
Parkinson y grandes problemas de
movilidad. Pese a ello, Juan Pablo II
no renunció a su intensa
actividad pública. El 2 de abril de 2005, tras
varias semanas de agravamiento de
su estado general, fallecía un
pontífice que representaba toda
la historia del siglo XX. Su labor al
frente de la Iglesia católica no
dejó indiferente a nadie pues había
sabido convertirse en uno de los
protagonistas indiscutibles del mundo
contemporáneo. Baste decir que a
su llegada a la Santa Sede sólo sesenta
y ocho países mantenían
relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero a
su muerte el número de
embajadores allí acreditados superaba los ciento
setenta. Juan Pablo II fue un
Papa de masas, capaz de arrastrar tras de
sí a millones de jóvenes en las
Jornadas Mundiales de la Juventud pese a
ser defensor de un discurso moral
muy conservador, capaz de despertar la
admiración de fieles de otras
iglesias, capaz de obtener el respeto de
los líderes mundiales de las más
diversas ideologías, y capaz de
congregar a su muerte a más de
tres millones de peregrinos en Roma. Sin
duda alguna con él finalizaba un
siglo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario