El liberador de un pueblo
Nelson Rolihlahla Mandela, fue un
hombre que
lleva marcadas en la piel y en la
memoria las huellas del sufrimiento.
Al final de su vida (de la que
casi un tercio transcurrió en la cárcel)
se puede hacer balance de su
trayectoria como una de las más llamativas,
conmovedoras y esperanzadoras de
todo el siglo XX y comienzos del XXI.
Nació en un país en el que la
mayoría negra salió de la pesadilla del
colonialismo para caer en el
infierno del apartheid, el cruel sistema
que mantuvo la supremacía blanca
a costa de los derechos humanos de
millones de personas. De joven
fue el responsable de que el Congreso
Nacional Africano, principal
partido político de la comunidad negra,
abandonase su política de
protesta dentro del sistema para adoptar
estrategias más próximas a las de
quienes luchaban por la
descolonización de las tierras de
África y Asia, lo que terminaría por
llevarle a prisión. Una vez que
fue liberado, con más de setenta años,
pudo trabajar para hacer realidad
su sueño, la instauración de un
régimen democrático y no
discriminatorio en Sudáfrica. Sin duda el hecho
de que ese sueño fuese compartido
por sus compatriotas de nación y raza
es la clave para entender por qué
este hombre se elevó a la categoría de
símbolo de lo que el ser humano
quiere superar para lograr un futuro
mejor, de libertad y justicia
para todos.
Sudáfrica es uno de los
territorios africanos en los que la presencia
colonial europea fue más
temprana. Frecuentada ya por los portugueses en
su camino hacia la India, los
primeros en instalarse de forma permanente
fueron los holandeses en el siglo
XVII. Fueron sustituidos
paulatinamente por los
británicos, que vieron reconocida su soberanía
sobre la colonia en el Congreso
de Viena de 1815. Desde entonces
hicieron del extremo meridional
de África objeto de la codicia de sus
comerciantes e industriales, ya
que era una tierra rica como pocas en
recursos naturales y de un gran
valor geoestratégico, donde podían
obtener materias primas baratas y
grandes mercados para su creciente
industrialización, relegando a un
plano secundario la voluntad y la
situación de sus habitantes.
Aunque algunos de éstos no se mostraron muy
conformes con la nueva situación.
La población descendiente de los
colonos holandeses, los bóers,
protagonizaron una guerra contra Gran
Bretaña entre 1899 y 1902 en la
que salieron perdiendo y sólo lograron
que el control británico se
cerrase todavía más sobre ellos.
Aunque desde entonces las
relaciones de Sudáfrica con la metrópoli
británica fueron encauzándose,
esto se hizo sobre la base de un pacto de
autonomía política (consagrada
por la creación de la Unión Sudafricana
en 1910 como dominio dentro del
Imperio británico) a cambio de un
respeto escrupuloso de los
intereses económicos de la élite europea que
dirigía los negocios de la
colonia. La contrapartida de este arreglo con
la minoría blanca que controlaba
todos los resortes del poder fue la
construcción progresiva de un
sistema que consagraba el racismo como
base de las relaciones sociales y
económicas que se iría agravando con
el paso del tiempo. En ese país
en el que la mayoría negra vivía
marginada de la riqueza, el
bienestar y la participación política, pero
en el que todo se sustentaba en
su trabajo, fue en el que nació el
hombre llamado a acabar con
semejante injusticia.
El que empuja la rama de un árbol
El 18 de julio de 1918 nació en
Mvezo, un pueblo de una idílica región
rural de Transkei (uno de los
departamentos orientales de Sudáfrica), el
hijo de Henry Mgadla Mandela y su
esposa Nonqaphi Nosekeni, Rolihlahla;
el nombre significa literalmente
en lengua isiXhosa «el que empuja la
rama de un árbol», pero
coloquialmente quiere decir «que causa
alboroto». Su padre era el
consejero principal del regente de los Tembu,
grupo tribal al que pertenecían y
en cuyo seno transcurrió la infancia
del niño. Como señala Rick
Stengel, biógrafo de Mandela: «Creció en un
mundo aparte. Básicamente era un
mundo africano. No creció entre blancos
y no tenía el sentimiento de
inferioridad que tenían muchos africanos
porque aquél era todo su mundo,
el mundo de su padre y de su madre, el
mundo de su aldea. Era una
sociedad ritualista en la que la familia era
muy importante. Era un vaquero,
llevaba a pastar las vacas por las
mañanas, bebía la leche de las
ubres de las vacas. Era la existencia más
simple que se pueda imaginar… un
mundo idílico». Su padre disfrutaba de
una posición acomodada con
ganado, cuatro esposas y trece hijos, pero
aquello no significaba que
Rolihlahla no conociese a los blancos
colonizadores que dominaban el
país, ya que ocasionalmente visitaban la
aldea para tratar asuntos con los
Tembu. En palabras del propio Stengel,
«siendo niño veía a los blancos
como dioses que venían de otro sitio que
él no conocía y que
ocasionalmente los visitaban. Los miraba con temor y
respeto porque veía la forma en
que los mayores, incluido su padre,
trataban a los blancos y supo, de
la forma que intuyen los niños, que
algo ocurría».
A la edad de siete años comenzó a
acudir a una escuela rural cerca de
Qunu, y el primer día vivió una
experiencia que le acercaría un poco más
al mundo exterior. Su maestra,
miss Mdingane, le puso otro nombre, uno
británico, siguiendo la extendida
costumbre de dar a los nativos un
nombre que pudiesen entender con
facilidad los colonos blancos, que no
mostraban mucho interés por
aprender las lenguas sudafricanas. El nombre
elegido fue Nelson, sin que se
sepa a ciencia cierta cuál fue la razón
de esta elección. Sin embargo, el
hecho que dio realmente un vuelco
tanto a su educación como a su
vida entera fue el fallecimiento de su
padre en 1927; a partir de
entonces fue acogido como pupilo del regente
Jongintaba Dalidyebo, que se
encargó de que recibiese la formación
necesaria para sustituir a su
padre en el cargo de consejero. Dejó su
aldea natal para trasladarse a la
residencia del jefe, «el gran lugar».
Para Stengel, esta etapa en la
infancia de Mandela le dejó una huella
imborrable, especialmente las
reuniones del consejo de la tribu, adonde
lo llevaban para que aprendiera.
«Observaba todo con admiración y
respeto porque todos esos jefes
eran grandes hombres, elocuentes y
fuertes, y cuando tenían estos
encuentros cada uno de ellos hablaba por
turno, muchos de ellos criticaban
al regente con severidad, lo que a
Nelson le sorprendía mucho… para
él todo esto quedó grabado como un
modelo de democracia.»
Pero aquella formación no
descuidaba la educación reglada del niño, que
siguió sus estudios y desde 1934
acudió a diferentes instituciones
educativas: al instituto en
Engcobo, al college en Fort Beaufort y, por
fin, a la Universidad de Fort
Hare, un centro especializado en ofrecer
educación universitaria a la
población negra. Allí dio sus primeras
muestras de rebeldía. Cuando lo
eligieron como representante de los
estudiantes, se sumó a una
campaña de boicot contra la política de la
universidad, lo que le valió su
expulsión en 1940, al año de haber
ingresado. De vuelta a Transkei
se encontró con que el regente había
concertado para él un matrimonio
de conveniencia, algo por lo que no
estaba dispuesto a pasar, por lo
que decidió huir e ir a la ciudad junto
con su primo Justin, para quien
habían buscado una esposa también sin su
consentimiento. Así es como llegó
Nelson Mandela a Johannesburgo y entró
en contacto por primera vez de
forma directa con la discriminación que
vivían los negros en su país.
Como señala Stengel, «de alguna forma
extraña el racismo de la ciudad
le definió como un hombre negro y de
alguna forma comenzó el fuego
interno del resentimiento que finalmente
condujo a una rebelión en toda
regla». Fue la toma de contacto con
aquella sociedad controlada por
blancos, en la que los negros estaban
segregados en todos los ámbitos
de la vida desde la cuna hasta la tumba,
lo que hizo que empezara a tomar
conciencia de su propia condición y de
la discriminación que vivían los
suyos. El sentimiento de rebeldía
contra esta situación iría
produciendo un cambio en el interior del
joven Nelson, y «el que empuja la
rama de un árbol» iría dando paso a un
rebelde.
Un abogado interesado en la
política
En 1941 se produjo un encuentro
que marcó la vida de Nelson Mandela.
Cuando no llevaba ni un año en
Johannesburgo le presentaron a Walter
Sisulu, uno de los más
desatacados activistas del Congreso Nacional
Africano (ANC), el partido
político fundado en 1912 con el objetivo de
acabar con la discriminación de
la comunidad negra y lograr para ella
una representación política en el
Parlamento. Sisulu recuerda bien la
primera impresión que le causó
Mandela: «Me impresionó al instante su
porte, su manera de acercarse…
era brillante, un joven muy despierto», y
enseguida se dio cuenta de su
potencial para el partido. Según él mismo
ha declarado, «tenía al hombre
adecuado y si podía, quería desarrollarlo
al máximo posible». Quizá como un
primer paso para lograrlo le brindó la
oportunidad de tener una mayor
estabilidad laboral. Desde su llegada a
la ciudad había ejercido como
guardia en unas instalaciones mineras,
pero de la mano de Sisulu comenzó
a trabajar para un bufete de abogados.
En esta época combinó el trabajo
con la continuación de sus estudios,
siguiendo la carrera de leyes en
la Universidad de Sudáfrica, y con sus
primeras actividades en el
Congreso Nacional Africano. Como señala Rick
Stengel, «Walter [Sisulu] comenzó
a llevarle a reuniones y, tal y como
había hecho de jovencito,
observaba y callaba, escuchaba los discursos,
captó la variedad de opiniones y
comenzó a politizarse. En la
organización fue subiendo muy
despacio, era muy tímido y se daba cuenta
de que su inglés no era muy
bueno, así que en la primera etapa no habló
demasiado». También en esta época
comenzó a construir su vida familiar
apartado de los Tembu. En
Johannesburgo entró en contacto con la familia
de Sisulu y enseguida captó su
atención su prima, Evelyn Ntoko Mase, con
la que contrajo matrimonio en
1944 en una ceremonia civil porque no
podían permitirse una boda
tradicional. Juntos tendrían cuatro hijos
antes de su divorcio en 1958.
Su perfil político se fue
reforzando con el tiempo. La Segunda Guerra
Mundial fue un tiempo de
sacrificios para Sudáfrica, que había adquirido
su independencia en el seno de la
Commonwealth británica en 1934 y, por
tanto, había entrado en la guerra
en apoyo de Gran Bretaña. La población
negra no vio recompensado su
esfuerzo y, en cambio, adquirió una mayor
conciencia política durante esos
años. Fue por entonces cuando Mandela
comenzó a frecuentar a un grupo
de jóvenes militantes del partido,
reunido en torno a Anton Lembede,
que se propusieron replantear las
tácticas de la dirección, basadas
en el respeto al marco institucional
vigente y la solicitud de un
cambio dentro de los estrechos cauces que
permitía. Frente a esto, el grupo
de jóvenes comenzó a desarrollar un
mensaje de nacionalismo africano
radical, muy en la línea de los
movimientos descolonizadores que
fraguaron en África en esa década, y
consideraban como base de su
acción el principio de autodeterminación
nacional frente a los
colonizadores. En el grupo, además de Mandela,
también estaban Sisulu y un viejo
compañero suyo de Fort Hare, Oliver
Tambo, que se convertiría desde
entonces en su íntimo amigo. En
septiembre de 1944 fundaron en el
seno del partido la Liga Juvenil del
Congreso Nacional Africano
(ANCYL). En palabras del periodista Allister
Sparks, «en la comunidad negra se
seguía dando la actitud de “sí, amo;
no, amo” y creo que ese tipo de
comportamiento se había extendido a la
mayoría de los miembros del CNA y
eso es lo que Mandela estaba
desafiando y cambiando con la
militancia que él, Sisulu y otros trajeron
mediante la Liga Juvenil».
Sin embargo, los años siguientes
de la Liga y del Congreso Nacional
Africano se verían marcados por
un ambiente cada vez más siniestro. En
1948 el Partido Nacional ganó las
elecciones (en las que participaban
sólo blancos) con un programa de
institucionalización de la segregación
racial completa en Sudáfrica. La
puesta en marcha de este programa tuvo
como resultado la construcción en
los años siguientes de un régimen que
consagraba en las leyes y en la
práctica la discriminación para la
comunidad negra, llegando incluso
a la segregación física de ésta. El
nuevo sistema político recibió el
nombre de apartheid, voz neerlandesa
que significa «apartamiento,
separación» y que en afrikáans (variedad
del neerlandés hablada en
Sudáfrica por los descendientes de los colonos
holandeses) adquirió el sentido
concreto de «segregación racial». Ante
la nueva situación el auditorio
del discurso radicalizado de la Liga
Juvenil se amplió de forma
exponencial, y ésta comenzó a proponer
campañas no violentas de boicot,
nocooperación, desobediencia civil y
huelgas como instrumentos para
presionar al gobierno y entorpecer la
aplicación de las leyes
segregacionistas. Mandela tuvo un papel
destacado y creciente en la
organización de estas acciones. Sorprendió a
sus compañeros por su disciplina
y su inagotable capacidad de trabajo,
empezando a adquirir por ello
cierta relevancia pública. Como asevera
Sparks, «Mandela representaba la
línea divisoria, el cambio del viejo
enfoque constitucional a otro más
desafiante, fortalecido y agresivo,
eso le dio una imagen muy
particular, se convirtió en el símbolo de la
militancia para la juventud de
aquella época y eso lo transmitió al
Congreso Nacional Africano».
Gradualmente fue escalando
puestos en la organización: en 1948 fue
elegido secretario nacional de la
Liga Juvenil y en 1951, su presidente.
Para entonces la militancia del
Congreso Nacional Africano había llevado
a los principales cargos
directivos a miembros de la Liga (con Sisulu a
la cabeza como secretario
general) para adecuar el partido a la nueva
situación, y desde esta última se
diseñó (en un comité del que formaban
parte Mandela, Sisulu, Tambo y
otros) el nuevo programa del partido, más
radical y cercano a los
postulados de la organización juvenil. La nueva
estrategia del partido no tardó
en acarrear problemas legales a sus
dirigentes y militantes. En 1952
el Congreso lanzó una «campaña de
desafío» al apartheid que fue
coordinada por Mandela en todo el país,
por lo que el gobierno le encausó
junto con Sisulu y otros dieciocho
militantes con la acusación de
haber violado la legislación
anticomunista. El tribunal
dictaminó que los acusados habían promovido
entre los militantes sólo
acciones pacíficas, así pues fueron absueltos,
un golpe de fortuna que no se
repetiría más adelante. Pese a ello se
restringió su libertad de
movimientos y de comunicación, y no se le
permitía acudir siquiera a las
celebraciones de cumpleaños de sus hijos.
En momentos tan difíciles superó
el examen de admisión a la abogacía
profesional, y a continuación
abría junto a Tambo el primer bufete de
abogados de Sudáfrica para
población negra. Para Rick Stengel, «se
convirtió en La Meca de todas las
personas negras que tenían problemas
legales en Sudáfrica. Sólo
existía ese bufete de abogados y la gente
acudía a visitarles. Para entrar
todos los días en su despacho tenía que
abrirse paso entre docenas de
personas que esperaban en el vestíbulo
para verle».
Al año siguiente, el Congreso
Nacional Africano comenzó a temer
seriamente que el gobierno lo
ilegalizara, por lo que encargó a Mandela
que preparase un plan para que el
partido pudiese continuar su actividad
en la clandestinidad. Tomando
como referencia su apellido, se le llamó
«Plan M». Durante la década de
los cincuenta se le prohibió aparecer en
público varias veces (la primera
en 1953 por dos años y la segunda en
1956 por cinco años más),
prohibiciones hacia las que progresivamente
fue desarrollando una actitud
menos beligerante ya que, como él mismo
afirmó con posterioridad, no
estaba dispuesto a convertirse en su propio
carcelero. Por eso continuó
organizando actividades para el ANC en el
ámbito privado y trabajando en su
despacho de abogado. Pero todas sus
prevenciones no sirvieron para
aliviar el cerco en torno a su persona.
En diciembre de 1956 fue
arrestado junto a otros ciento cincuenta y
cinco miembros del partido
acusados de traición. Aunque fue liberado más
tarde, quedaba pendiente de la
celebración de un juicio que le podía
costar muy caro.
Semejante vorágine política y
personal fue demasiado para su matrimonio
con Evelyn, que tuvo que sufrir
privaciones y soledad por la actividad
de su marido. Se separaron en
1955 y se divorciaron oficialmente tres
años más tarde. Pero poco después
encontraría a quien se convertiría en
su segunda esposa, Winifred
Nomzamo Zanyiwe Madikizela, conocida entre
sus amigos como «Winnie». Con
ella contrajo matrimonio en junio de 1958,
poco después de formalizar el
divorcio con Evelyn. A diferencia de su
boda anterior, ésta se celebró
siguiendo el estilo tradicional, en una
iglesia de Bizana, aunque no
tuvieron ni tiempo ni dinero para hacer una
luna de miel, ya que el novio
tenía que comparecer de nuevo ante los
tribunales para hacer frente a su
procesamiento por traición. Los
escasos momentos de felicidad que
pudo vivir tras la boda se verían
pronto empañados por los
nubarrones que se cernían sobre su futuro.
Prisionero 466/64
La década de los sesenta comenzó
en Sudáfrica con un ambiente de
inestabilidad, agitación social y
fragilidad política. Mientras el
gobierno preparaba una nueva
Constitución por la que el país quedaría
definido como república, se
concluyó el macrojuicio a los dirigentes del
Congreso Nacional Africano por
traición, que venía desarrollándose desde
hacía cuatro años. Por fin, en
1961, el tribunal decidió exculpar a los
acusados, pero dicha sentencia
apenas tuvo repercusiones porque el
ambiente se había degradado a
pasos agigantados. En marzo de 1960, en
Sharpeville, una ciudad de
Transvaal, tras varios días de protestas la
policía se vio superada por los
manifestantes negros y abrió fuego
indiscriminadamente matando a
sesenta y nueve personas. La ola de
protestas que desató en el país
la masacre fue abrumadora, lo que obligó
al gobierno a decretar el estado
de emergencia y dar el arriesgado paso
de ilegalizar el Congreso
Nacional Africano. Ahora la lucha contra el
apartheid tendría que
desarrollarse en la clandestinidad. Mandela se vio
forzado a vivir separado de
Winnie y de las dos hijas que habían tenido,
cambiando de residencia a menudo
y disfrazándose para sortear los
controles policiales. Su
popularidad en aquella época fue inmensa. En
opinión de Allister Sparks,
«cuando Mandela pasó a la clandestinidad su
figura de hombre se adornó de una
imagen romántica, se convirtió en un
ídolo, en una figura heroica y
gloriosa particularmente para todos los
jóvenes negros sudafricanos».
Entre los opositores al régimen se le
comenzó a conocer como «la
Pimpinela Negra».
El resultado político de la
represión creciente hacia los activistas por
los derechos de la población
negra fue la radicalización de su discurso
y sus tácticas. Mandela, junto
con otros dirigentes del ANC, fundaron
una nueva agrupación dentro del
partido, Umkhonto we Sizwe
(literalmente, «arpón del
pueblo», y abreviado usualmente como MK), un
brazo armado encabezado por
Mandela con el que combatir al gobierno. La
decisión de emprender el camino
de la lucha armada partía de la
convicción de que la violencia ya
existía en el país, de que era
inevitable y de que el gobierno
no dejaba otro camino que el de tomar
las armas al desatender sus
peticiones pacíficas. Según el criterio de
Sparks, la trayectoria en sólo
dos años del Congreso Nacional Africano
obedecía a una lógica sencilla:
«La combinación de la masacre y la
prohibición de la resistencia
pacífica fue realmente la gota que colmó
el vaso y entonces el ANC,
liderado por Mandela, que era más su cerebro
que su líder, llevó a la
organización a adoptar una estrategia de
guerrilla violenta».
En 1962 Mandela, con el nombre
falso de David Motsamayi, viajó durante
varios meses fuera del país.
Acudió a la Conferencia del Movimiento de
Liberación Panafricano celebrada
en Etiopía, recibió adiestramiento
militar junto a otros miembros
del MK en dicho país y Argelia y viajó
también a Londres, donde mantuvo
encuentros con numerosos exiliados. En
julio regresó a Sudáfrica, donde
se le detuvo, juzgó y condenó a cinco
años de prisión por abandono
ilegal del país. Fue en esta ocasión cuando
pisó por primera vez la prisión
de Robben Island, una isla en el océano
a varios kilómetros de Ciudad del
Cabo donde pasaría la mayor parte de
sus años de internamiento. Allí
tuvo noticia de que la estructura
clandestina del ANC había sido
descubierta y desmantelada por la
policía, siendo acusado
formalmente, junto con otros nueve miembros del
partido, de sabotaje y de
conspiración para derrocar al gobierno. El
proceso (llamado «proceso de
Rivonia» por ser en esta localidad al norte
de Johannesburgo donde se
produjeron las detenciones de la cúpula del
ANC) duró ocho largos meses. Los
acusados plantearon una estrategia de
acción basada en considerar el
juicio como un proceso político, y
tomaron la decisión dramática de
que si la condena era a muerte no
recurrirían. Como señala Rick
Stengel al valorar su actitud ante el
proceso, «lo que intentaban hacer
era condenar todo el sistema
sudafricano. Mandela dijo:
“Quisiera llevar a juicio a Sudáfrica,
quisiera llevar a juicio a los
opresores”. Se declararon culpables de
las acusaciones, pero diciendo:
“Vosotros sois los auténticos criminales”».
La expectativa de la pena capital
no era en absoluto descabellada y
Mandela consideró que tanto él
como sus compañeros debían estar
preparados para cualquier
desenlace. Como recuerda uno de los
encausados, Ahmed Kathrada, «así
es como fuimos a juicio, esperando lo
peor. Su actitud durante el
proceso fue prepararnos para esa
posibilidad. Tanto que, como el
proceso era muy rígido, nos persuadió
para que no presentásemos una
apelación si nos sentenciaban a muerte».
El alegato final de Mandela, de
cuatro horas de duración, fue una
acusación contra el apartheid en
bloque, que terminó con las siguientes
palabras: «He luchado contra la
dominación blanca y he luchado contra la
dominación negra. He amado el
ideal de una sociedad libre y democrática
en la que todas las personas
vivan juntas en armonía y con las mismas
oportunidades. Es un ideal por el
que espero vivir y que espero
alcanzar. Pero si es necesario,
es un ideal por el que estoy dispuesto a
morir». En junio de 1964 todos
los acusados menos dos fueron condenados
a cadena perpetua. Los condenados
fueron conducidos inmediatamente a
Robben Island, donde Mandela fue
clasificado como el «prisionero
466/64». Estaría en aquella isla
dieciocho años de los veintisiete y
medio totales que pasaría privado
de libertad.
Todos sus biógrafos coinciden en
señalar la importancia de los años de
prisión en la maduración de la
personalidad de Mandela. En primer lugar,
por la privación del contacto con
el exterior, ya que durante su
encarcelamiento apenas le fue
permitido recibir visitas y cartas. Los
condenados por el proceso de
Rivonia, como presos políticos, fueron
separados de los prisioneros
comunes, aislados y tratados con
inferioridad de condiciones que
al resto. En la prisión no había
relojes, las luces estaban
encendidas las veinticuatro horas del día, no
había acceso a ningún medio de
comunicación y se les obligó a trabajar
en una cantera en la isla durante
trece años. La relación con sus
carceleros fue muy difícil
inicialmente, aunque con el tiempo Mandela se
ganó su respeto e incluso el
afecto de algunos, como por ejemplo James
Gregory, Christo Brand y Jack
Swart, con los que ha mantenido una
relación cercana tras su puesta
en libertad.
Durante su estancia en Robben
Island murieron su madre y su hijo
Thembekile, víctima de un
accidente de tráfico. No se le permitió
asistir al entierro de ninguno de
los dos. Su esposa Winnie trabajó duro
para mantener viva la memoria de
su marido y el resto de los
encarcelados como parte esencial
del activismo contra el apartheid, lo
que le valió todo tipo de
represalias de las autoridades, incluyendo
prohibiciones, arrestos y acoso
continuo, algo que se convirtió en una
de las fuentes fundamentales de
preocupación para Mandela durante sus
años de cárcel. Según comenta
Rick Stengel, «esto fue motivo de gran
angustia para él, a sus hijos
tuvieron que mandarles lejos a la escuela.
No tenían dinero, Winnie fue
perseguida y tuvo que vivir alejada de sus
hijos. Eso realmente lo torturó».
Con posterioridad sería
trasladado de prisión sólo con algunos de sus
compañeros. La primera vez fue en
1982, cuando lo llevaron a la prisión
de Pollsmoor, y posteriormente en
1988, cuando lo trasladaron a la
prisión Victor Verster, en la
región de El Cabo. Para entonces la
actitud del gobierno sudafricano
había variado hacia los presos
políticos del Congreso Nacional
Africano, y sobre todo hacia Mandela, ya
que las perspectivas de perpetuar
el régimen indefinidamente eran cada
vez menos realistas.
La libertad en el horizonte
En la década de 1970 algunos
hechos internos e internacionales hicieron
que el apartheid comenzase a dar
sus primeros síntomas de debilidad.
Mientras la oposición interna
continuaba, aunque debilitada desde el
encarcelamiento de la cúpula del
Congreso Nacional Africano, las
potencias occidentales lo tenían
cada vez más difícil para mirar hacia
otro lado. Aunque habían
rechazado formalmente el régimen sudafricano,
lo toleraban por los fuertes
intereses económicos de sus compañías en la
zona y por considerarlo un
bastión de la lucha contra el comunismo en
África, que se había hecho
presente en las guerras por la independencia
de las antiguas colonias
portuguesas de Angola y Mozambique, ambas
fronterizas en aquel entonces con
territorio sudafricano. Pero el
rechazo de las opiniones públicas
de las sociedades occidentales se dejó
sentir especialmente a partir de
1976. En junio de aquel año se
produjeron importantes disturbios
protagonizados por estudiantes en la
ciudad de Soweto, que fueron
duramente reprimidos por la policía,
ocasionando ciento setenta y seis
muertos. El acontecimiento fue el
detonante de un levantamiento
popular anti-apartheid en el interior como
no se producía desde los años
cincuenta, y la cruenta represión policial
fue el motivo de que cientos de
miles de personas se movilizaran en
Europa y Norteamérica.
Cada año que pasaba el gobierno
sudafricano estaba más convencido de que
no podía prolongar la situación
sin el apoyo occidental. En 1985 se
produjo un acuerdo internacional
por el que se imponían sanciones
económicas al país por la
segregación racial, que en el contexto de
crisis económica que entonces
vivía supuso un duro golpe para el
gobierno. El ascenso de Gorbachov
al poder en la URSS y el deshielo de
la Guerra Fría le privaba,
además, de su última coartada a nivel
internacional. No les quedaba más
remedio que negociar con la oposición
para llegar a una salida. Para
Rick Stengel, Mandela fue consciente
desde prisión de que algo estaba
cambiando, de que de repente los presos
del Congreso Nacional Africano
eran más valiosos. «Mandela vio el
ambiente de cambio, vio el
rechazo que producía el apartheid en los
demás, vio que cambiaba la
situación y que cambiaba a su favor, porque
el gobierno abría algo la mano,
el gobierno buscaba una manera para
salir de ese lío.»
En 1985 se produjeron los
primeros contactos del ministro de Justicia
Kobie Coetsee con Mandela, que
poco después rechazó la propuesta que le
hizo el gobierno de dejarle en
libertad si renunciaba a la violencia.
Pese a ello las negociaciones no
se interrumpieron. Mientras tanto en el
interior Mandela se había
convertido en el símbolo de los opositores. El
eslogan «Liberad a Mandela» junto
con sus últimas fotos de los años
sesenta, justo antes de ingresar
en prisión, se volvieron omnipresentes
en los actos de protesta. Para
Ciryl Ramaphosa, activista del Congreso
Nacional Africano de aquellos
años, «Nelson Mandela iba más allá de la
vida, era un símbolo para todos
nosotros. Era una inspiración. Nos
manifestábamos por él, con su
nombre. Queríamos ser como él, darlo todo
por esta lucha». Ese liderazgo
desde la cárcel se volvió otro factor de
presión para el gobierno, que
estaba preocupado por la maltrecha salud
de Mandela después de dos décadas
en prisión (en sus últimos cinco años
de cárcel tuvo que ser
hospitalizado tres veces por problemas de
próstata y tuberculosis). Si
Mandela llegaba a morir en prisión se
convertiría en un mártir que,
usado por la oposición, podía tener
efectos devastadores.
El cambio definitivo comenzó a
llegar en septiembre de 1989, cuando ganó
las elecciones el moderado
Frederik Willem de Klerk que, como nuevo
presidente, comenzó a desmantelar
las leyes del apartheid y a liberar a
los presos políticos. El ambiente
de cambio y esperanza que se apoderó
del país durante los siguientes
meses renovó a la sociedad sudafricana
con un aliento de libertad. El 2
de febrero de 1990 se legalizó de nuevo
el Congreso Nacional Africano, y
ocho días más tarde el presidente en
persona anunció que al día
siguiente se liberaría a Mandela. Por fin el
11 de febrero salía de prisión
acompañado de su esposa y, trasladado a
Ciudad del Cabo, se dirigió a una
multitud de medio millón de personas.
Según Ciryl Ramaphosa, «oír a ese
hombre que había estado apartado de
nosotros todos esos años fue una
de las sensaciones más fuertes que
sentimos la mayoría de nosotros.
Para mucha gente fue un sueño hecho
realidad». Desmond Tutu, antiguo
arzobispo anglicano de Ciudad del Cabo
y Premio Nobel de la Paz en 1984
por su oposición al apartheid desde los
disturbios de Soweto, recuerda
sobre aquel día que «parecía como si la
primavera hubiese llegado en
mitad del invierno, creo que nuestra gente
pensaba: “Dios nos ama, nos ha
oído y nos ha permitido entrar en la
tierra prometida”. Él
representaba todo lo que esperábamos, significaba
que íbamos a cruzar el Jordán».
El propio Mandela se mostró sorprendido
por la acogida que le brindaron
sus compatriotas y declaró: «Yo estaba
totalmente abrumado, no esperaba
semejante entusiasmo. Si le dijese que
soy capaz de describir mis
sentimientos estaría sencillamente
desvariando. Me dejó sin
aliento».
El impacto todavía era mayor
porque se trataba de un hombre del que no
se tenía una sola imagen en
treinta años, toda una generación había
crecido sin verle ni oírle, se
ignoraba cuál sería su aspecto o su
estado físico cuando saliese de
la cárcel. Como apunta Allister Sparks,
«ahora sabemos que, de hecho,
Mandela fue llevado por todo el país
preparándolo silenciosamente para
su liberación ya que había sido
apartado de la vista de toda una
generación. Nadie sabía cómo era,
apareció en playas, entró en
tiendas, pero nadie le reconoció. Fue una
de las más extraordinarias
situaciones. Todas las personas del mundo
conocían su nombre pero él podía
caminar por Ciudad del Cabo sin ser
reconocido». Ese hombre había
recuperado su libertad y se enfrentaba,
con setenta y un años, al reto
más importante de su vida: lograr que el
sueño por el que tanto había
luchado y sufrido se hiciese realidad en
los siguientes meses.
Construir la democracia
Un año después de su salida de
prisión, en 1991, la primera Conferencia
Nacional del recientemente
legalizado Congreso Nacional Africano eligió
a Nelson Mandela como presidente
del partido. Había comenzado antes una
fase de negociación con el
gobierno para poner los cimientos de uno de
los procesos de transición a la
democracia más difíciles vividos en el
siglo XX. Ambas partes, oposición
y gobierno, llegaron a un acuerdo de
cambio pacífico. El gobierno
lograba así su objetivo de evitar una
guerra civil y la comunidad negra
veía por fin colmadas sus aspiraciones
de libertad, igualdad civil y
representación política. Como
reconocimiento a esta ingente
labor, el Comité Nobel noruego decidió
otorgar el Premio Nobel de la Paz
conjuntamente a Nelson Mandela y a
Frederik Willem de Klerk en el
año 1993, en palabras de la Fundación
Nobel, «por su trabajo para
acabar pacíficamente con el régimen del
apartheid y por sentar las bases
de una nueva Sudáfrica democrática».
Mandela declaró públicamente que
aceptaba el premio en nombre de todos
los sudafricanos que habían
sufrido y sacrificado tanto para llevar la
paz a su tierra.
Esa nueva Sudáfrica fue una
realidad el 27 de abril de 1994, cuando toda
la población adulta sudafricana
sin discriminación de raza ni sexo pudo
votar en las primeras elecciones
realmente democráticas del país. Los
meses anteriores habían sido de
una frenética campaña electoral en la
que Mandela fue cabeza de lista
por el Congreso Nacional Africano. En la
campaña, como en los meses que
habían transcurrido desde su
excarcelación, llamó mucho la
atención su discurso únicamente enfocado
hacia un futuro de reconciliación
y trabajo en común, en el que no había
que dejar lugar para el rencor y
el resentimiento si se quería culminar
con éxito el cometido que se
había comenzado. Como señala Rick Stengel,
«creo que se dio cuenta a tiempo
de que para crear una Sudáfrica unida y
no racial tenía que hacerse de
forma que estuviese desprovista de
amargura, no podía mostrar
resentimiento, debía ser más fuerte que todo
eso». Mandela fue el gran
vencedor de aquella jornada electoral y el 10
de mayo siguiente, a los setenta
y cinco años, se convirtió en el primer
presidente de la Sudáfrica
democrática, cargo en el que continuaría
hasta 1999.
Sus años de mandato estuvieron
marcados por la redacción de una nueva
Constitución democrática para el
país y por el desarrollo de políticas
que pusiesen las bases del
bienestar y la igualdad de oportunidades para
la población negra del país. En
lo personal lo más destacado fue su
divorcio de su esposa Winnie,
cuya trayectoria se había ido
radicalizando en los últimos años
de prisión de su marido, y además en
la década de 1990 se vio
implicada en varios escándalos judiciales. En
1998, el día de su octogésimo
cumpleaños contrajo terceras nupcias con
la activista mozambiqueña a favor
de los derechos de la infancia Graça
Machel, con la que sigue casado
en la actualidad.
Desde que dejó la presidencia de
su país, su actividad pública ha sido
intensa y se ha centrado en las
tres fundaciones que ha creado. El
Centro de la Memoria Nelson
Mandela-Fundación Nelson Mandela es una
institución dedicada a la
preservación de la memoria de la lucha contra
el apartheid como un requisito
ineludible para guiar los pasos de
Sudáfrica en el siglo XXI; el
Fondo Nelson Mandela para los Niños se
ocupa de promover la salud y las
oportunidades educativas para los más
pequeños en el país, y la
Fundación Mandela-Rhodes es una iniciativa que
busca potenciar a estudiantes
universitarios para la creación de futuros
líderes africanos. Ha dedicado
también importantes esfuerzos a la lucha
contra el sida en África, donde
los efectos de la pandemia son
devastadores, como él mismo pudo
padecer ya que su hijo mayor Makgatho
murió en 2005 a causa de dicha
enfermedad.
El legado que deja Nelson Mandela
al final de su vida es admirable. Su
trayectoria es una de las más
sorprendentes, apasionantes y ejemplares
de todo el siglo y un referente y
una esperanza para el futuro de
África. Como señala Allister
Sparks, «Mandela deja un poderoso legado
que es una especie de cimiento
para la nueva sociedad. Puede que vaya
mal, pero estoy seguro de que nos
ha dado una gran oportunidad, este
país podía haber acabado en un
baño de sangre de no ser por un hombre
que ha sufrido más que ningún
otro saliendo de la cárcel diciendo “no
siento rencor”». El criterio de
Ciryl Ramaphosa se encamina en la misma
dirección: «No habríamos podido
negociar el final del apartheid sin
Nelson Mandela». Pero más allá de
su significación para su país y su
continente, su obra supone un
mensaje para toda la humanidad. Su
capacidad de dejar a un lado su
dolor y resentimiento personales para
lograr una meta guiada por el
interés colectivo es un ejemplo que va más
allá de las fronteras. Con
personas que pudieran imitar su conducta
sacrificada y entregada a la
consecución de un mundo mejor, la humanidad
tendría garantizada, por lo
menos, una convivencia en paz. Ahí reside la
grandeza de su figura, su
significación universal, en que en un tiempo
de incertidumbre y amenazas que
nublan el futuro del planeta, él es el
ejemplo viviente de que se pueden
alcanzar acuerdos entre posturas a
priori irreconciliables que
traigan para todos un horizonte de esperanza.
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