El verdugo de Europa
Desde el origen de la humanidad
los hombres de pensamiento y religión se
han enfrascado en el debate de
definir qué es el bien y qué es el mal y
cuál es la línea que los separa.
El siglo XX ha redefinido profundamente
ese debate. Sus guerras, matanzas
y crímenes, impensables en épocas
anteriores y desarrollados a
escalas inimaginables, han dotado de nuevo
contenido a las ideas sobre el
mal, de cómo se llega a él, de si es
posible evitarlo y cómo. En la
escala de los crímenes cometidos contra
la humanidad en el siglo XX —y en
toda la Historia— Adolf Hitler ocupa
sin duda el primer puesto. Fue el
responsable de que una de las naciones
más civilizadas de la Tierra
abrazase un régimen totalitario que impuso
el terror sistemático y los
crímenes masivos dentro y fuera de sus
fronteras. Puso en pie un partido
político y un sistema de gobierno que
se confundían con su persona y en
los que su voluntad era el argumento
definitivo e inapelable. Ni
siquiera ha transcurrido un siglo de su
fallecimiento y en gran medida
sigue siendo un misterio para los
historiadores que han intentado
acercarse a él. El recorrido por su vida
puede aportar muchas claves para
entender la historia del siglo XX, pero
sigue arrojando incertidumbres
que todavía hoy encienden un acalorado
debate.
A finales del siglo XIX Alemania
era una de las naciones más jóvenes y
prometedoras de Europa. Pese a
que contaba con una lengua y una cultura
milenarias, los estados que
componían el ámbito germánico no se
unificaron hasta 1871 (excepto
Austria, que entonces era junto con
Hungría la columna vertebral del
viejo imperio regido por la dinastía de
los Habsburgo). En aquella fecha,
gracias a la habilidad del canciller
prusiano Otto von Bismarck, el
rey Guillermo I de Prusia fue proclamado
emperador de Alemania. El nuevo
imperio se volcó en un programa de
modernización económica y
crecimiento militar con el objetivo de
alcanzar un papel preponderante
entre las potencias europeas y
mundiales. Pero sus anhelos se
truncaron con la Primera Guerra Mundial
(1914-1918), de la que Alemania
salió como principal derrotada y a la
que se cargó con la
responsabilidad del estallido del conflicto.
La contienda terminó con un
acuerdo de paz, el Tratado de Versalles, por
el que se obligaba a Alemania a
ceder parte de su territorio a la recién
nacida república independiente de
Polonia, devolver a Francia los
territorios de Alsacia y Lorena
(anexionados tras la guerra
francoprusiana de 1870), permitir
a este mismo país que ocupase el
territorio al oeste del Rin,
cercenar su ejército y aceptar el pago de
unas desmesuradas compensaciones
de guerra. La sensación de humillación
que causó la derrota y el tratado
de paz entre una parte de la población
alemana fue dolorosa y
persistente.
Aquel mismo año de 1919 se
promulgó en la ciudad alemana de Weimar la
Constitución de la nueva
República Federal Alemana, que se constituía
así en sucesora del Imperio
alemán. Aunque la Constitución fue un texto
admirable, el más avanzado de la
Europa del momento, el régimen de
democracia parlamentaria que
instauró se mostró crónicamente débil. La
penuria económica de los años de
posguerra, la desconfianza de parte de
la población hacia la clase
política (incluido el ejército, que la
consideraba responsable de la
derrota por haber minado la moral de la
población, postura que se bautizó
como «teoría de la puñalada por la
espalda») y la relegación de
Alemania en la esfera política
internacional eran los
principales puntos débiles de la que desde
entonces se conoce como República
de Weimar. Entre los oponentes a aquel
régimen político había infinidad
de grupúsculos de extrema izquierda y
extrema derecha, entre los que se
encontraba el Partido Nacional
Socialista de los Trabajadores de
Alemania, fundado en Múnich y en el
que muy pronto tendría un papel
sobresaliente un veterano de la Gran
Guerra. No era alemán de
nacimiento, ni militar de carrera, ni había
alcanzado una gran graduación
como voluntario durante la contienda; pero
pronto su penetrante mirada, su
oratoria brillante y el enigmático
magnetismo que emanaba le fueron
procurando adeptos e influencia dentro
del partido. Su nombre era Adolf
Hitler.
De estudiante mediocre a
voluntario de guerra
Adolf Hitler, que en su partida
de nacimiento fue inscrito con el nombre
de Adolfus, nació en la localidad
austríaca de Braunau, a orillas del
río Inn (que hacía de frontera
entre el Imperio austro-húngaro y el
alemán), el 20 de abril de 1889.
Era hijo del tercer matrimonio del
empleado de aduanas Alois Hitler
y su mujer, Klara Pözl. De los seis
hijos del matrimonio sólo
sobrevivieron Adolf y una hija llamada Paula,
aunque el miembro de la familia
con quien mantendría una relación más
cercana sería con su hermanastra
Angela, hija del primer matrimonio de
su padre. Se ha especulado mucho
sobre la infancia del dictador; por un
lado, se han intentado buscar en
esa etapa explicaciones psicoanalíticas
que explicasen su evolución
posterior y, por otro, se ha querido ver en
sus antepasados elementos
intencionadamente ocultados. Sin embargo no se
ha podido demostrar que esa
infancia fuese dramática ni que su abuelo
fuese judío, ambas cuestiones que
se afirmaron ya durante su vida. De
hecho tuvo una infancia cómoda y
estable, pese a que la familia se
trasladó varias veces de
domicilio, y su padre fue un hombre severo con
sus hijos, pero no más que
cualquier otro de aquella época.
Durante su infancia y
adolescencia no destacó en los estudios. Los
testimonios, tanto de sus
antiguos maestros como de sus compañeros, si
bien destacan que era un muchacho
dotado, dejan claro que se trataba de
una persona perezosa e inestable
que no tenía la constancia necesaria
para sacar provecho de su etapa
escolar. A los once años abandonó la
escuela de primeras letras de
Leonding para comenzar la secundaria en la
ciudad de Linz, más grande y
activa, y en la que se sintió en cierto
modo desplazado. Pero guardaría
buen recuerdo de su estancia pues Linz
siguió siendo su ciudad austríaca
predilecta y a la que más favoreció
durante sus años de gobierno. En
el instituto siguió la misma
trayectoria errática de su
educación anterior. Su padre deseaba para él
que llegase a ser funcionario,
pero su muerte cuando Hitler tenía trece
años fue un duro golpe para la
familia y, bajo la tutela mucho más
permisiva de su madre, el joven
fue abandonando progresivamente los
estudios al tiempo que se
dedicaba a frecuentar cafés, bibliotecas y
galerías de arte. Se rodeó de un
halo de bohemio e inadaptado bajo el
que ocultar su fracaso educativo,
del que siempre le quedó un resabio
amargo. Poco después falleció su
madre, posiblemente la persona a la que
más unido estuvo a lo largo de su
vida. El médico que la atendió, el
judío Eduard Bloch, recordaría
posteriormente el momento señalando que
Hitler fue el hombre más triste y
desconsolado que había visto en su
vida, y que le agradeció entre
lágrimas las atenciones que había tenido
con la enferma. Durante el
dominio nazi en Austria, Bloch jamás fue
detenido ni molestado.
Sin ataduras familiares, acudió a
Viena para solicitar su ingreso en la
reputadísima Academia de Bellas
Artes. A comienzos del siglo XX y pese a
la decadencia manifiesta del
Imperio austro-húngaro, Viena continuaba
siendo una de las grandes
capitales culturales del continente, y allí
quería labrarse el futuro Hitler,
en quien las inquietudes artísticas se
habían manifestado desde hacía
tiempo. El tribunal consideró que, aunque
dotado de cierta capacidad para
copiar obras ajenas, el candidato
carecía de la originalidad y la
formación suficientes para ingresar en
la prestigiosa institución (de
nuevo lo intentaría en 1908, pero fracasó
de nuevo). Cuando acudió para
reclamar explicaciones sobre su suspenso,
el presidente del tribunal le
recomendó que se dedicase a la
arquitectura, para la que le
consideraba más cualificado. Parece que se
tomó en serio el consejo, que le
descubrió otra de sus vocaciones
frustradas, ya que el abandono de
la secundaria le impedía continuar los
estudios necesarios para hacerse
arquitecto.
Sin ingresos y sin relaciones con
las que poder subsistir en la capital
imperial, pronto comenzó a
degradarse su vida diaria, ya que la herencia
de sus padres no podía durar
mucho tiempo en una megápolis como aquélla,
en la que el coste de la vida era
mucho mayor que en la provinciana
Linz. Comenzó a frecuentar asilos
para desahuciados y desempleados,
intentó subsistir vendiendo sus
pinturas con escaso éxito y pese a que
se resistía a aceptar trabajos
manuales, por considerarlos degradantes,
tuvo que ceder por necesidad. En
aquellos años de Viena parece que se
impregnó del discurso xenófobo de
ciertos sectores, donde además de
austríacos convergían húngaros,
checos, croatas y gentes de todos los
rincones del imperio de los
Habsburgo. Parece que el desagrado por el
país que le vio nacer y su deseo
de no servirle fue el que le llevó a
huir a Múnich en 1913 para evitar
el servicio militar; allí logró
subsistir pintando paisajes y
dedicó el tiempo a trazar quiméricos
planes para llegar a ser
arquitecto. No parece que entre las
motivaciones estuviese la
cobardía, ya que cuando estalló la Primera
Guerra Mundial corrió a alistarse
en el ejército alemán, compartiendo el
entusiasmo generalizado de los
primeros momentos del conflicto. Se le
encuadró en el Regimiento de
Infantería Bávaro de Reserva número 16, con
el que fue movilizado al frente
occidental. Pero a diferencia de las
masas que, enardecidas, se
lanzaron frenéticas a celebrar la guerra y
que pronto cayeron en el
desánimo, Hitler experimentaría a lo largo del
cruento conflicto de cuatro años
la transformación más importante de su
vida: encontraría su verdadera
vocación e inspiración, la violencia.
La gran guerra, la posguerra y el
nacimiento del nacionalsocialismo
La experiencia de la guerra
transformó radicalmente a Hitler. De joven
inadaptado con veleidades
artísticas pasó a convertirse en un soldado
voluntario que se creía poseído
por una misión trascendente, luchar por
la victoria de la nación alemana.
En las trincheras no cambió mucho su
forma de proceder. Demostró hacia
sus compañeros cierto desprecio, no
forjó ninguna amistad e hizo gala
de su carácter huraño y solitario. Su
valor en el combate y su frialdad
le granjearon fama de invulnerable
entre sus compañeros, y en
diciembre de 1914 ya había recibido la Cruz
de Hierro de segundo orden. Por
aquella época se sintió profundamente
asqueado por la tregua espontánea
que celebraron los contendientes con
motivo de la Navidad. En 1918
recibió la Cruz de Hierro de primera
clase, hecho que llamó la
atención puesto que sólo tenía la graduación
de cabo (de la que nunca
pasaría).
Lo hirieron en dos ocasiones
durante la contienda, la primera a finales
de 1916 en la batalla del Somme.
Fue enviado a Berlín para recuperarse
durante unas semanas, donde
percibió la profunda desmoralización de la
sociedad civil alemana, de la que
culpó a la clase política, a los
judíos y los marxistas, a quienes
identificaba ya como enemigos de la
nación. De nuevo en el frente,
durante una acción del ejército alemán en
1918 en las cercanías de Yprés
sufrió los efectos del gas mostaza. Lo
trasladaron al hospital militar
de Pasewalk, donde el psiquiatra Edmund
Forster lo trató de la ceguera
temporal que le había ocasionado el gas,
empeorada con una crisis de
ansiedad. Allí recibió la noticia de la
abdicación del káiser Guillermo
II, de que había estallado una
revolución en varias ciudades y
de que la derrota era inevitable. A la
conciencia de luchar por Alemania
se juntó ahora en la mente de Hitler
la de la necesidad de vengar a su
patria derrotada frente a las
potencias extranjeras y
devolverle un papel glorioso en el concierto
internacional.
Cuando salió del hospital, Hitler
regresó a Múnich, donde se dedicó a
observar el nuevo ambiente
político, no muy favorable a la recientemente
instaurada república. En opinión
de la historiadora Mary Fulbrook, «la
República de Weimar (…) iba
asociada a un sistema político progresista
así como a un conjunto de
compromisos sociales entre los que se contaba
un estado del bienestar bastante
avanzado, pero nació de la agitación y
la derrota, en condiciones
cercanas a la guerra civil; se veía
obstaculizada por un duro acuerdo
de paz y una economía inestable;
estaba sometida de forma
constante a ataques procedentes tanto de la
derecha como de la izquierda,
debido al rechazo de un gran número de
alemanes a la democracia como
forma de gobierno». Hitler estaba entre
ese grupo de alemanes, y en los
años de la inmediata posguerra se dedicó
a estudiar a los grupos de
extrema derecha existentes en Múnich con la
intención de integrarse en alguno
de ellos. Eran muchos y todos tenían
como denominador común el
racismo, la xenofobia y el nacionalismo
exaltado. Fruto de este contacto,
Hitler elaboró poco a poco los
elementos que acabarían
conformando su ideología: el racismo como forma
de demostrar la superioridad
étnica de Alemania, el antisemitismo (por
considerar a los judíos como
corruptores de la pureza germánica), el
revanchismo ante los vencedores
del Tratado de Versalles y el
pangermanismo (que proclamaba que
la extensión territorial del país era
indispensable para garantizar la
supervivencia de la raza alemana).
Destaca el hecho de que el
concepto de raza no tuviese una base clara en
el pensamiento de Hitler, quien
mezclaba de forma grosera las ideas de
nación, cultura, lengua y etnia.
Además, tomó las ideas del «darwinismo
social», una teoría desarrollada
por el francés Gobineau en el siglo
XIX, que hacía una burda
adaptación de la teoría de la evolución de
Darwin al ámbito social afirmando
que en él eran las razas las que
luchaban por la supervivencia y
que sólo las más fuertes eran las que
sobrevivían al proceso de
selección «natural».
A finales de 1919 ingresó en el
Partido de los Trabajadores Alemanes
(Deutsche Arbeiterpartei, DAP),
que pese a su nombre era hostilmente
antisocialista; allí comenzó a
destacar por su oratoria y su carisma.
Por aquella época empezó a
demostrar que si como pintor o arquitecto no
habría tenido ningún futuro, para
la interpretación dramática tenía un
talento innato. Se dedicó a
estudiar las técnicas de escenificación de
varios artistas y las adoptó a la
perfección para refinar un mensaje que
no era en absoluto novedoso.
Hitler no aportó contenido sino forma a una
corriente política que existía
antes de que él llegase. Pronto alcanzó
la jefatura del partido, que
cambió su nombre por el de Partido Nacional
Socialista de los Trabajadores
Alemanes (Nationalsozialistische Deutsche
Arbeiterpartei, NSDAP), que
rápidamente se pasó a denominar por el más
sencillo nombre de Partido Nazi).
En 1920 el partido adquirió un
semanario que utilizaría como
plataforma para difundir su mensaje y, con
la ayuda de Ernst Röhm
(excombatiente de la Gran Guerra que
inmediatamente después había
ingresado en uno de los numerosos grupos
paramilitares de extrema derecha
que surgieron) organizó una milicia
para crear ambiente de
inseguridad pública mediante la lucha en las
calles denominada Sturmabteilung
(«tropas de asalto» o SA, apodados
«camisas pardas»). Otros
colaboradores de esta primera época que
permanecieron posteriormente al
lado de Hitler fueron Hermann Goering,
Alfred Rosenberg o Rudolf Hess.
En opinión del historiador Álvaro
Lozano, «tal era la cantidad de
antiguos combatientes que se podía
definir al partido durante ese
período como un grupo ultranacionalista
apoyado por una fuerza
paramilitar con la voluntad de derribar al gobierno».
En febrero de 1920 se publicaron
los veinticinco puntos del programa del
NSDAP, que se pueden resumir en
un racismo antisemita (ignorando
deliberadamente el hecho de que
muchos judíos habían combatido en las
filas alemanas durante la Primera
Guerra Mundial), anticomunismo (el
bolchevismo era considerado como
el otro enemigo interior de la nación
alemana), un nacionalismo
exacerbado y expansivo (que reclamaba la
rectificación del Tratado de
Versalles y la unión de todos los
territorios habitados por
germanohablantes en una «Gran Alemania»), el
control de la prensa y de la
creación artística y literaria (con la
excusa de luchar contra los
difamadores de «la verdad» se aspiraba a
monopolizar la información) y la
abolición de los beneficios de las
grandes empresas (en lo que era
una concesión al ala anticapitalista del
partido, punto que fue
convenientemente olvidado cuando la gran
industria comenzó a financiar al
partido años más tarde).
Un primer intento de poner en
marcha el programa nazi se produjo en
noviembre de 1923, cuando Hitler
y seiscientos miembros de las SA,
apoyados por algunos militares
como el héroe de guerra general
Ludendorff, intentaron realizar
un golpe de Estado en Múnich (conocido
como «putsch de la cervecería»).
Sencillamente pretendían obtener el
poder irrumpiendo en la
cervecería Bürgerbräukeller en la que el
presidente bávaro Gustav von Kahr
se hallaba reunido con un grupo de
funcionarios y empresarios. Nadie
se sumó a la iniciativa y, pese a
intentar la toma del Ministerio
de la Guerra, el golpe fue abortado, sus
protagonistas detenidos y
juzgados. Hitler fue condenado a tres años de
prisión por alta traición, de los
que cumplió sólo unos meses con varios
compañeros de partido en la
prisión de Landsberg (saldría el 2 de
diciembre del año siguiente). Sin
embargo, el golpe frustrado y el
proceso que le siguió le
brindaron notoriedad en todo el país, hecho que
quiso aprovechar para dar una
dimensión nacional al partido. Con esa
determinación procedió a redactar
en prisión un libro mezcla de
autobiografía y programa
político, al que puso por título Mein Kampf
(«Mi lucha»). En palabras de
Álvaro Lozano, «la gran controversia sobre
Mein Kampf es si se trataba de un
plan preciso que esperaba cumplir o si
simplemente era un sueño de
juventud. Debemos considerar la obra como
algo más que un mero sueño. Si en
algún momento Hitler cesó en esas
ideas fue por motivos tácticos,
sin abandonar nunca sus objetivos
principales». Hitler había
fallado en su primer intento para hacerse con
el poder, si bien aprendería la
lección para los años venideros. Su
breve período en la cárcel no le
sirvió para fijar el objetivo, que ya
tenía desde hacía tiempo, sino
para refinar los métodos con los que
llegar a él. Los años siguientes
serían testigo de ello.
La república asediada
Tras el final de la Gran Guerra,
los grupos antisistema se habían
alimentado básicamente de la
precaria situación económica de la
inmediata posguerra. Pero desde
1924 la situación comenzó a mejorar
gracias al llamado «Plan Dawes»,
que permitió dosificar el pago de las
reparaciones de guerra que tanto
agobiaban al país y estabilizar la
inversión norteamericana.
Asimismo, la habilidad política del ministro
de Asuntos Exteriores Stresseman
permitió romper el aislamiento
internacional de Alemania tras la
guerra, simbolizado en su ingreso en
la Sociedad de Naciones
(antecedente de la ONU) en 1926. Éstos también
fueron años de un gran
florecimiento cultural y científico de Alemania,
donde trabajaban científicos como
Albert Einstein y Max Planck, músicos
como Kurt Weil y Paul Hindemith,
pintores como Paul Klee y Wassily
Kandinsky, arquitectos como
Walter Gropius y Mies van der Rohe; se
produjeron movimientos de
vanguardia en el arte como la Bauhaus y
surgieron nuevos ámbitos de
experimentación que permitieron el
nacimiento de nuevos géneros como
el cabaret.
Pero aquel florecimiento fue
pasajero. La crisis económica de 1929
erradicó de un plumazo las
inversiones norteamericanas y con ello la
mínima estabilidad económica que
vivía Alemania. Si el problema de los
años de la inmediata posguerra
había sido la inflación, que había
depauperado gravemente al
conjunto de la población, ahora la pesadilla
era el paro, que en 1933 afectaba
a más de seis millones de alemanes. La
desesperación del desempleo
brindó la oportunidad de oro a Hitler para
convertir a su partido en un
movimiento nacional. En opinión de Mary
Fulbrook, el Partido Nazi
«representaba un poderoso atractivo para gran
cantidad de alemanes asustados y
desesperados, que sólo habían vivido en
la democracia de Weimar la
humillación nacional, el desastre económico,
conflictos sociales y una gran
incertidumbre personal».
La inestabilidad política se
volvió inevitable. El presidente de la
República, Paul von Hindenburg,
maniobró usando la facultad que le
otorgaba la Constitución para
nombrar canciller al margen del resultado
electoral. Designó en 1930 a
Brüning para el cargo, que puso en marcha
unas medidas contra la crisis que
se demostraron inútiles desde el
principio; en 1932 fue sustituido
por Von Pappen, del partido de centro
minoritario, que cedió ante las
demandas de los nazis para intentar
hacerse con su apoyo, ahora que
eran un movimiento de masas. Hitler era
consciente de que a cada día que
pasaba se volvía más importante para la
gobernabilidad del país, y en las
elecciones de julio de 1932 el NSDAP
tocó techo, obteniendo catorce
millones de votos y 230 diputados en el
Reichstag (parlamento), que no
eran suficientes para obtener la mayoría.
Hindenburg se resistió todavía al
nombramiento de Hitler como canciller
y prefirió convocar de nuevo
elecciones para diciembre, en las que los
nazis obtuvieron tres millones de
votos menos que seis meses antes. El
presidente encargó entonces
formar gobierno al centrista Schleicher, que
pronto se ganó su enemistad. El
30 de enero de 1933, Hindenburg
encargaba a Hitler formar un
gobierno en el que los nazis serían
minoría. Hitler llegaba así al
poder mediante procedimientos
completamente legales, al amparo
de la Constitución y siendo el NSDAP el
partido con mayor representación
en el Reichstag (196 diputados, aunque
ya había comenzado su reflujo
electoral).
En este acceso al poder habían
convergido varios factores. En opinión de
la profesora Fulbrook, el Partido
Nazi «representaba un amplio
movimiento de masas, a diferencia
de los partidos limitados a los
intereses de grupo, tan
característicos de la política de Weimar. (…) Su
ideología, amplia y poco concreta
—antimoderna, anticapitalista,
anticomunista, racial, völkisch
[«étnica»]—, podía adaptarse a todas las
necesidades, y con su creciente
sofisticación en el uso de los medios de
comunicación y la escenificación
de rituales políticos (…) podía llegar
a convertirse en una forma de
religión pagana y poderosa; gracias a la
carismática figura de su líder
(…) el nazismo podía adoptar el papel de
salvador y destino de Alemania,
conducida por el hombre fuerte que
muchos alemanes llevaban
esperando tanto tiempo». A esta combinación
había que añadir el uso de la
violencia y la intimidación. En aquel
período de permanente crisis, las
organizaciones paramilitares de
diferente signo incrementaron su
actividad presionando y atemorizando a
sus rivales, y entre ellas las SA
fueron las más violentas y activas.
La violencia tendría un papel
esencial en los siguientes pasos que daría
Hitler para afianzarse en el
poder. Había alcanzado la jefatura del
gobierno, pero su objetivo era
destruir el régimen democrático, y quería
hacerlo desde las propias
instituciones, único método que le aseguraría
el éxito —no como en el putsch de
Múnich— y al que los nazis llamaron la
«revolución legal». Su proyecto
era declarar la situación de emergencia
para obtener de forma legal
poderes excepcionales que emplearía para
destruir las instituciones
democráticas. En este empeño ayudaría
sobremanera un hecho que aún hoy
en día resulta polémico. El 27 de
febrero de 1933, un incendio
devastador destruyó la sede del Reichstag.
Poco después se apresó al
culpable, un joven holandés llamado Marinus
van der Lubbe, cuyas motivaciones
y conexiones nunca se han aclarado del
todo. Hitler aprovechó la ocasión
para declarar el estado de emergencia
y comenzar una encarnizada
represión de socialdemócratas y, sobre todo,
comunistas, que habían sido
incapaces de coordinarse con anterioridad
para plantar cara al avance nazi.
Poco después Hindenburg sancionaba, a
petición de Hitler, una «ley para
la defensa del pueblo y el estado» por
la que se suspendían las
libertades políticas y se afirmaba el poder
gubernamental. Hitler decidió
entonces convocar elecciones para obtener
una coartada electoral con la que
legitimar su actuación. El resultado
de la convocatoria, celebrada el
5 de marzo, fue decepcionante para los
nazis, que aumentaron su
resultado sólo hasta los 288 escaños,
insuficientes para modificar la
Constitución, que era la vía que
contemplaba Hitler para eliminar
definitivamente cualquier traba a su
poder que pudiese subsistir. Pese
a ello logró aprobar (con el apoyo del
partido de centro y la oposición
de los socialdemócratas) una «Ley de
Habilitación» que le otorgaba la
capacidad de dictar leyes al margen del
Parlamento. En el verano todos
los partidos excepto el nazi fueron
prohibidos o se disolvieron, y en
diciembre una ley declaraba que el
NSDAP era el único partido
existente en Alemania. Los sindicatos fueron
también proscritos por una ley de
mayo, que creaba al tiempo el Frente
Alemán del Trabajo, en el que
quedaban encuadrados automáticamente todos
los trabajadores. En marzo una
«Ley de Unificación» abolía el sistema
federal, con lo que el país
pasaba a ser un estado centralizado más
acorde con la doctrina
hitleriana. En estos meses Hitler se mostró como
un político habilidoso que supo
aunar su conocido carisma, el uso de una
efectiva propaganda, la fuerza
bruta en las calles y un gran olfato para
dividir y debilitar a los
partidos oponentes.
El poder que iba acumulando era
cada vez mayor y no estaba dispuesto a
que nadie le entorpeciese en el
camino. Dar los pasos hasta este punto
había sido en parte posible
gracias a los apoyos que había recibido de
las élites socioeconómicas del
país desde comienzos de la década. La
desestabilización social y la
supuesta amenaza de una revolución
comunista habían lanzado a los
grandes industriales y propietarios a los
brazos de Hitler. Como señala la
profesora Fulbrook, «los estamentos
nacionalistas, industriales,
agrarios y militares, al apreciar la fuerza
de semejante movimiento de masas
y su propia falta de una base popular,
creyeron poderlo “controlar”,
“domar” y utilizar para otorgar a sus
planes —dirigidos a la
destrucción de la democracia— una legitimidad que
no podían conseguir por sí
mismos. Hitler no necesitó “hacerse” con el
poder: las viejas élites se
limitaron a abrir la puerta y darle la
bienvenida…». Pero algunos
sectores del partido, como las SA de Röhm,
defensoras a ultranza del ideario
anticapitalista que inicialmente tenía
el partido, se agitaban para
conseguir la puesta en práctica de las
medidas que perjudicaban a
quienes sostenían ahora económicamente al
partido. En la madrugada del 30
de junio de 1934, durante la llamada
«noche de los cuchillos largos»,
Röhm y doscientos miembros de las SA
fueron asesinados y su
organización neutralizada como elemento de
discordancia política. Era la
institucionalización de la violencia como
medio de gobierno dentro del
partido y de Alemania. Poco después, el 2
de agosto, murió Hindenburg.
Hitler no se molestó ni en convocar
elecciones, se autoproclamó jefe
de Estado con el título de Führer
(«líder») y asumió todos los
poderes. Desde ese momento llamó a su
régimen el Tercer Reich
(«imperio»), del que afirmaba que duraría mil
años, como lo había hecho el
Sacro Imperio Romano Germánico. La mayor
pesadilla de la Historia había
comenzado.
La construcción de la gran
Alemania
Una vez que contaba con un poder
ilimitado, Hitler procedió a cimentarlo
sobre varias bases. Su política
se basó en primer lugar en la
construcción de un aparato
policial en el que la coerción, el miedo y la
violencia fueron las bases que
sostenían el sistema. Los alemanes fueron
inmediatamente dirigidos desde el
poder para conseguir una adhesión y
sometimiento sin fisuras. No sólo
se violaron los derechos humanos de
críticos y disidentes, se cortó
de raíz la libertad para desarrollar
cualquier actitud no contemplada
por el gobierno y el partido. El caso
más flagrante fue el de los
judíos, que desde el acceso al poder de los
nazis comenzaron a vivir en una
espiral de hostigamiento y persecución.
Al boicot a sus comercios, los
actos de intimidación y segregación
siguió la discriminación legal,
establecida en las Leyes de Ciudadanía
de 1935 (conocidas como «Leyes de
Núremberg») por la que eran relegados
de la condición de ciudadanos
alemanes y se les prohibía casarse con no
judíos. Pero la violencia no
cesó. En noviembre de 1938, en la conocida
como «noche de los cristales
rotos» se atacaron, incendiaron y saquearon
de forma coordinada en toda
Alemania casas, tiendas judías y sinagogas.
Era sólo una advertencia de lo
que estaba por venir. Los intelectuales y
artistas fueron otro de los
colectivos más perseguidos por los aparatos
de represión ya que eran
considerados como focos de disidencia. La
efervescencia artística, la
libertad de creación y el ambiente de
trabajo intelectual de los años
veinte se vieron sustituidos por las
amenazas y en muchos casos el
exilio de quienes no estaban dispuestos a
renunciar a su libertad e
integridad. La creación de la policía secreta
(Gestapo) y de una fuerza
paramilitar al servicio del Führer diferente
del ejército (la Schutzstaffel,
«escuadrón de protección», o SS)
otorgaron al estado instrumentos
especialmente efectivos en el control
del territorio y sus habitantes.
Pero Hitler sabía que el miedo
usado en exclusiva no era eficaz como
medio de dominación y que la
creación de mecanismos de adhesión por
parte del pueblo alemán era
indispensable si aspiraba a perpetuar su
poder sin trabas. En primer lugar
puso en práctica una política de
recuperación económica basada en
el incumplimiento del Tratado de
Versalles y en impulsar la
actividad según unos objetivos autárquicos.
Para ello se desarrollaron planes
de construcción de autopistas,
fabricaciones aeronáuticas y
navales y una política de rearme, camuflada
frente a las potencias europeas,
con el objetivo de aumentar el
potencial ofensivo de Alemania.
En sólo unos años el paro descendió de
forma drástica, cimentando la
popularidad del nuevo régimen. Para
encauzar políticamente esa
popularidad, Hitler diseñó y desarrolló un
formidable aparato de propaganda,
encabezado por su fiel colaborador
Joseph Goebbels, que tan útil
había sido en el proceso de conquista del
poder durante los últimos años de
la república, y que desde el cargo de
ministro del Reich para la
propaganda controló de forma absoluta la
cultura y la actividad
intelectual mediante el uso de potentes campañas
de comunicación, de la censura y
del adoctrinamiento de jóvenes y adultos.
El tercer eje sobre el que
cimentó Hitler su autoridad nacional fue el
uso de una política exterior
agresiva. A partir de 1934 volcó en el
exterior la astucia que había
demostrado en la política interna alemana.
Su primer objetivo fue acabar con
el sistema internacional nacido del
Tratado de Versalles, que culminó
con la ocupación en marzo de 1936 del
territorio de Renania,
desmilitarizado desde 1918. Aquel mismo año usó
hábilmente los Juegos Olímpicos
de Berlín como escaparate
propagandístico del régimen nazi
ante el resto del mundo (aunque no pudo
ocultar su malestar ante el
aplastante dominio de un atleta negro, el
norteamericano Jesse Owens, en
las pruebas de atletismo), comenzó a
suministrar armas a los militares
sublevados en España contra el
gobierno de la Segunda República
y trazó la que sería su alianza
internacional más duradera: el
pacto anticomunista con Italia y Japón,
conocido como «el Eje». Desde
1938 comenzó una política agresiva de
expansión territorial, planteada
como la consecución del «espacio vital»
indispensable para Alemania. El
primer paso fue la anexión de Austria el
13 de marzo de ese año,
confirmada en plebiscito. Las apetencias
territoriales se dirigieron
entonces hacia Checoslovaquia. Hitler fue
consciente del miedo que
planteaba su política en los gobiernos de
Francia y Gran Bretaña, y agitó
el fantasma de la revolución comunista
mundial para que acabasen
cediendo a sus pretensiones como un mal menor.
En septiembre, en la Conferencia
de Múnich, ambos gobiernos aceptaron
que Alemania se anexionase la
región de los Sudetes (al norte y oeste de
Checoslovaquia) a cambio de un
compromiso de no agresión. Hitler no
tenía intención de respetar su
palabra y la actitud de las potencias
occidentales le facilitó la
tarea: en marzo de 1939 ocupó lo que restaba
de la mitad occidental de
Checoslovaquia, que anexionó a Alemania bajo
la forma de un protectorado.
La combinación de estas tres
líneas políticas surtió efecto y, con la
ayuda del aparato de propaganda,
la figura de Hitler fue elevada a la
categoría de mito dentro de
Alemania. Fue presentado como
personificación de la nación por
encima de intereses particulares,
artífice del milagro económico,
representante de la justicia y gran
defensor de los derechos de la
nación a escala internacional (a partir
del estallido de la Segunda
Guerra Mundial se le calificaría, además, de
genio militar que dirigía
brillantemente los ejércitos). Ocasionalmente,
cuando la propaganda no lograba
tapar los crímenes perpetrados por el
régimen, se recurría al argumento
de que dichos actos habían sido
cometidos para preservar la
justicia, o bien afirmar que Hitler era un
moderado rodeado de fanáticos que
le ocultaban sus excesos. Así estaba
la situación cuando el 1 de
septiembre de 1939 Hitler dio el siguiente
paso en su política expansiva. Al
margen de lo que había asegurado a
Francia y a Gran Bretaña, no se
conformó con las cesiones territoriales
que había obtenido y decidió
atacar Polonia. Había comenzado la Segunda
Guerra Mundial.
La Segunda Guerra Mundial
La contienda marcaría el clímax y
el declive del régimen nazi. La
invasión de Polonia, que Hitler
efectuó para recuperar territorios
perdidos en el Tratado de
Versalles, llevó a que Gran Bretaña y Francia
declarasen la guerra a Alemania
(con la URSS se había cubierto las
espaldas firmando un pacto de no
agresión ocho días antes de invadir
Polonia). En los primeros
momentos Hitler tomó la delantera conquistando
Dinamarca y Noruega en abril de
1940, con el objetivo de asegurar los
suministros de materias primas
necesarias para la fabricación de
material de guerra desde Suecia;
al mes siguiente, el Benelux y Francia,
que quedaría dividida entre el
territorio ocupado bajo administración
alemana y el territorio del
régimen satélite de Vichy. Desde ese momento
y hasta junio de 1941 Inglaterra
fue el único enemigo del Tercer Reich
que se mantuvo en pie ya que el
intento de doblegarla mediante un ataque
aéreo masivo en el verano de 1940
fracasó. A mediados del año siguiente
Hitler decidió lanzar su ofensiva
sobre la URSS en lo que constituyó el
mayor error estratégico de la
contienda y el punto inicial de su caída.
La entrada en la guerra de
Estados Unidos en diciembre de 1941 y la
consiguiente colaboración entre
los aliados (Gran Bretaña, la URSS y
Estados Unidos) dieron a la
guerra unas dimensiones superiores a lo que
Hitler podía manejar, pese al
apoyo de Italia y Japón. A finales de
1942, las tropas alemanas
comenzaban el repliegue en la URSS y los
aliados desembarcarían en Sicilia
en el verano de 1943 y en Normandía un
año más tarde. La derrota se
acercaba lenta pero inexorablemente.
La política que impuso Hitler en
los territorios ocupados estuvo basada
en un régimen de terror (aquí no
era posible intentar ninguna
legitimación ya que los nazis
eran invasores) en el que la Gestapo y las
SS desplegaron por todo el
continente su campo de actuación.
Inmediatamente surgieron
movimientos de resistencia en todos los países,
cuya población fue objeto de
represión y de reclusión en campos de
trabajo. De este modo se liberaba
a la población alemana de las tareas
realizadas por los reclusos
permitiéndole dedicarse al esfuerzo bélico.
El más siniestro de los proyectos
emprendidos por Hitler fue el de
radicalizar y extender su
política antisemita por el continente. Si ya
desde la invasión de Polonia se
aplicaron duras medidas de represión a
la población judía, el 20 de
enero de 1942, en la Conferencia de
Wannsee, se decidió adoptar lo
que los nazis llamaron «la solución
final». Se ordenó el traslado de
toda la población judía a campos de
concentración en Europa
centro-oriental donde serían sometidos a
trabajos forzados y al exterminio
sistemático. Con esta medida daba
comienzo la eliminación
programada de seres humanos en lo que eran
auténticas fábricas de muerte, a
las que fueron conducidos
posteriormente homosexuales,
gitanos y disidentes políticos (entre
otros, comunistas y republicanos
españoles). Fue así como Hitler cargó
sobre sus espaldas el más
horrendo crimen de la historia de la
humanidad. En cuanto a la
responsabilidad del pueblo alemán en semejante
atrocidad, la profesora Fulbrook
afirma que «sea cual fuere el grado en
que la gente “conocía” las
perversiones del régimen nazi, la mayor parte
de los alemanes decidieron
desentenderse o no creer lo que no les
concernía directamente».
Sin embargo, el prolongado
esfuerzo de guerra acabó erosionando la
popularidad del Führer. Alemania
había confiado en que la guerra sería
dura y rápida y no en una campaña
que se eternizaba y que acabó
abarcando todo el continente. Las
condiciones de vida fueron
deteriorándose, y desde el verano
de 1943 las principales ciudades
alemanas sufrieron los bombardeos
intensivos de los aliados. Durante
aquellos años cuajaron pequeños
grupos de resistencia interior que
intentaron llevar a cabo acciones
de oposición, si bien con escaso
éxito. El suceso más conocido a
este respecto fue el intento de asesinar
a Hitler por una facción del
ejército contraria a sus proyectos. En
julio de 1944, el coronel Von
Stauffenberg colocó un maletín-bomba
dentro del cuartel general de
Hitler, conocido como «la Guarida del
Lobo». Aunque el artefacto
estalló, Hitler salió ileso del atentado.
De todas formas el hundimiento
del Reich ya estaba en marcha. La
reapertura del frente occidental
con el desembarco de Normandía supuso
el golpe de gracia para una
Alemania cada vez más agotada. El Ejército
Rojo expulsó a los alemanes de
Rusia en agosto de 1944, lo que hizo a
Hitler volver a Berlín para
encargarse de la defensa de Alemania. La
ofensiva final comenzó en el mes
de enero siguiente, y en marzo los
soviéticos se abalanzaban sobre
la capital del Reich. Hitler ya se
encontraba refugiado en el búnker
situado bajo la Cancillería, donde
recibió la noticia de la
ejecución y vejación pública de los cadáveres
de Mussolini y su amante
Claretta. Posiblemente fue éste el motivo de su
decisión de suicidarse antes de
que pudieran capturarlo. En el búnker
también se encontraba su amante
desde hacía años, Eva Braun. La había
conocido cuando trabajaba como
ayudante de su fotógrafo oficial a
comienzos de la década de 1930.
Aunque comenzaron pronto una relación
personal ella nunca tuvo cabida
en el régimen. Desde 1936 residía en la
casa de descanso de Hitler en
Baviera y sólo lo veía en contadas
ocasiones. Posiblemente para
recompensarla, se casó con ella el 29 de
abril; al día siguiente ambos se
suicidaron. Era el fin definitivo de la
megalomanía de un hombre y del
frenesí genocida en que había sumido a
todo un continente a lo largo de
casi seis años.
Álvaro Lozano resume así el
balance de la guerra: «Al menos trece
millones de personas habían
perdido la vida debido a los crímenes del
régimen nazi, no a actos de
guerra. Entre ellos, seis millones eran
judíos, más de tres millones eran
prisioneros soviéticos, al menos dos
millones y medio de polacos,
cientos de miles de trabajadores forzosos
y, muchos otros, incluyendo a
gitanos, yugoslavos, holandeses, noruegos,
griegos, ciudadanos de casi todos
los países europeos que fueron
ocupados por Alemania». Los
historiadores y la opinión pública se
preguntan todavía cómo fue
posible llegar a ese trágico resultado.
Aunque la repetición de los
factores que propiciaron el ascenso de
Hitler al poder y el
desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial es
muy difícil, no por ello su
figura deja de ser un constante recuerdo del
deber moral de la humanidad para
con el respeto a los derechos humanos y
para con la memoria de las
víctimas de sus crímenes.
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