martes, 4 de noviembre de 2025

35 Adolf HITLER.

 



 

 

El verdugo de Europa

 

Desde el origen de la humanidad los hombres de pensamiento y religión se

han enfrascado en el debate de definir qué es el bien y qué es el mal y

cuál es la línea que los separa. El siglo XX ha redefinido profundamente

ese debate. Sus guerras, matanzas y crímenes, impensables en épocas

anteriores y desarrollados a escalas inimaginables, han dotado de nuevo

contenido a las ideas sobre el mal, de cómo se llega a él, de si es

posible evitarlo y cómo. En la escala de los crímenes cometidos contra

la humanidad en el siglo XX —y en toda la Historia— Adolf Hitler ocupa

sin duda el primer puesto. Fue el responsable de que una de las naciones

más civilizadas de la Tierra abrazase un régimen totalitario que impuso

el terror sistemático y los crímenes masivos dentro y fuera de sus

fronteras. Puso en pie un partido político y un sistema de gobierno que

se confundían con su persona y en los que su voluntad era el argumento

definitivo e inapelable. Ni siquiera ha transcurrido un siglo de su

fallecimiento y en gran medida sigue siendo un misterio para los

historiadores que han intentado acercarse a él. El recorrido por su vida

puede aportar muchas claves para entender la historia del siglo XX, pero

sigue arrojando incertidumbres que todavía hoy encienden un acalorado

debate.

 

A finales del siglo XIX Alemania era una de las naciones más jóvenes y

prometedoras de Europa. Pese a que contaba con una lengua y una cultura

milenarias, los estados que componían el ámbito germánico no se

unificaron hasta 1871 (excepto Austria, que entonces era junto con

Hungría la columna vertebral del viejo imperio regido por la dinastía de

los Habsburgo). En aquella fecha, gracias a la habilidad del canciller

prusiano Otto von Bismarck, el rey Guillermo I de Prusia fue proclamado

emperador de Alemania. El nuevo imperio se volcó en un programa de

modernización económica y crecimiento militar con el objetivo de

alcanzar un papel preponderante entre las potencias europeas y

mundiales. Pero sus anhelos se truncaron con la Primera Guerra Mundial

(1914-1918), de la que Alemania salió como principal derrotada y a la

que se cargó con la responsabilidad del estallido del conflicto.

 

La contienda terminó con un acuerdo de paz, el Tratado de Versalles, por

el que se obligaba a Alemania a ceder parte de su territorio a la recién

nacida república independiente de Polonia, devolver a Francia los

territorios de Alsacia y Lorena (anexionados tras la guerra

francoprusiana de 1870), permitir a este mismo país que ocupase el

territorio al oeste del Rin, cercenar su ejército y aceptar el pago de

unas desmesuradas compensaciones de guerra. La sensación de humillación

que causó la derrota y el tratado de paz entre una parte de la población

alemana fue dolorosa y persistente.

 

Aquel mismo año de 1919 se promulgó en la ciudad alemana de Weimar la

Constitución de la nueva República Federal Alemana, que se constituía

así en sucesora del Imperio alemán. Aunque la Constitución fue un texto

admirable, el más avanzado de la Europa del momento, el régimen de

democracia parlamentaria que instauró se mostró crónicamente débil. La

penuria económica de los años de posguerra, la desconfianza de parte de

la población hacia la clase política (incluido el ejército, que la

consideraba responsable de la derrota por haber minado la moral de la

población, postura que se bautizó como «teoría de la puñalada por la

espalda») y la relegación de Alemania en la esfera política

internacional eran los principales puntos débiles de la que desde

entonces se conoce como República de Weimar. Entre los oponentes a aquel

régimen político había infinidad de grupúsculos de extrema izquierda y

extrema derecha, entre los que se encontraba el Partido Nacional

Socialista de los Trabajadores de Alemania, fundado en Múnich y en el

que muy pronto tendría un papel sobresaliente un veterano de la Gran

Guerra. No era alemán de nacimiento, ni militar de carrera, ni había

alcanzado una gran graduación como voluntario durante la contienda; pero

pronto su penetrante mirada, su oratoria brillante y el enigmático

magnetismo que emanaba le fueron procurando adeptos e influencia dentro

del partido. Su nombre era Adolf Hitler.

 

 

 

De estudiante mediocre a voluntario de guerra

 

 

Adolf Hitler, que en su partida de nacimiento fue inscrito con el nombre

de Adolfus, nació en la localidad austríaca de Braunau, a orillas del

río Inn (que hacía de frontera entre el Imperio austro-húngaro y el

alemán), el 20 de abril de 1889. Era hijo del tercer matrimonio del

empleado de aduanas Alois Hitler y su mujer, Klara Pözl. De los seis

hijos del matrimonio sólo sobrevivieron Adolf y una hija llamada Paula,

aunque el miembro de la familia con quien mantendría una relación más

cercana sería con su hermanastra Angela, hija del primer matrimonio de

su padre. Se ha especulado mucho sobre la infancia del dictador; por un

lado, se han intentado buscar en esa etapa explicaciones psicoanalíticas

que explicasen su evolución posterior y, por otro, se ha querido ver en

sus antepasados elementos intencionadamente ocultados. Sin embargo no se

ha podido demostrar que esa infancia fuese dramática ni que su abuelo

fuese judío, ambas cuestiones que se afirmaron ya durante su vida. De

hecho tuvo una infancia cómoda y estable, pese a que la familia se

trasladó varias veces de domicilio, y su padre fue un hombre severo con

sus hijos, pero no más que cualquier otro de aquella época.

 

Durante su infancia y adolescencia no destacó en los estudios. Los

testimonios, tanto de sus antiguos maestros como de sus compañeros, si

bien destacan que era un muchacho dotado, dejan claro que se trataba de

una persona perezosa e inestable que no tenía la constancia necesaria

para sacar provecho de su etapa escolar. A los once años abandonó la

escuela de primeras letras de Leonding para comenzar la secundaria en la

ciudad de Linz, más grande y activa, y en la que se sintió en cierto

modo desplazado. Pero guardaría buen recuerdo de su estancia pues Linz

siguió siendo su ciudad austríaca predilecta y a la que más favoreció

durante sus años de gobierno. En el instituto siguió la misma

trayectoria errática de su educación anterior. Su padre deseaba para él

que llegase a ser funcionario, pero su muerte cuando Hitler tenía trece

años fue un duro golpe para la familia y, bajo la tutela mucho más

permisiva de su madre, el joven fue abandonando progresivamente los

estudios al tiempo que se dedicaba a frecuentar cafés, bibliotecas y

galerías de arte. Se rodeó de un halo de bohemio e inadaptado bajo el

que ocultar su fracaso educativo, del que siempre le quedó un resabio

amargo. Poco después falleció su madre, posiblemente la persona a la que

más unido estuvo a lo largo de su vida. El médico que la atendió, el

judío Eduard Bloch, recordaría posteriormente el momento señalando que

Hitler fue el hombre más triste y desconsolado que había visto en su

vida, y que le agradeció entre lágrimas las atenciones que había tenido

con la enferma. Durante el dominio nazi en Austria, Bloch jamás fue

detenido ni molestado.

 

Sin ataduras familiares, acudió a Viena para solicitar su ingreso en la

reputadísima Academia de Bellas Artes. A comienzos del siglo XX y pese a

la decadencia manifiesta del Imperio austro-húngaro, Viena continuaba

siendo una de las grandes capitales culturales del continente, y allí

quería labrarse el futuro Hitler, en quien las inquietudes artísticas se

habían manifestado desde hacía tiempo. El tribunal consideró que, aunque

dotado de cierta capacidad para copiar obras ajenas, el candidato

carecía de la originalidad y la formación suficientes para ingresar en

la prestigiosa institución (de nuevo lo intentaría en 1908, pero fracasó

de nuevo). Cuando acudió para reclamar explicaciones sobre su suspenso,

el presidente del tribunal le recomendó que se dedicase a la

arquitectura, para la que le consideraba más cualificado. Parece que se

tomó en serio el consejo, que le descubrió otra de sus vocaciones

frustradas, ya que el abandono de la secundaria le impedía continuar los

estudios necesarios para hacerse arquitecto.

 

Sin ingresos y sin relaciones con las que poder subsistir en la capital

imperial, pronto comenzó a degradarse su vida diaria, ya que la herencia

de sus padres no podía durar mucho tiempo en una megápolis como aquélla,

en la que el coste de la vida era mucho mayor que en la provinciana

Linz. Comenzó a frecuentar asilos para desahuciados y desempleados,

intentó subsistir vendiendo sus pinturas con escaso éxito y pese a que

se resistía a aceptar trabajos manuales, por considerarlos degradantes,

tuvo que ceder por necesidad. En aquellos años de Viena parece que se

impregnó del discurso xenófobo de ciertos sectores, donde además de

austríacos convergían húngaros, checos, croatas y gentes de todos los

rincones del imperio de los Habsburgo. Parece que el desagrado por el

país que le vio nacer y su deseo de no servirle fue el que le llevó a

huir a Múnich en 1913 para evitar el servicio militar; allí logró

subsistir pintando paisajes y dedicó el tiempo a trazar quiméricos

planes para llegar a ser arquitecto. No parece que entre las

motivaciones estuviese la cobardía, ya que cuando estalló la Primera

Guerra Mundial corrió a alistarse en el ejército alemán, compartiendo el

entusiasmo generalizado de los primeros momentos del conflicto. Se le

encuadró en el Regimiento de Infantería Bávaro de Reserva número 16, con

el que fue movilizado al frente occidental. Pero a diferencia de las

masas que, enardecidas, se lanzaron frenéticas a celebrar la guerra y

que pronto cayeron en el desánimo, Hitler experimentaría a lo largo del

cruento conflicto de cuatro años la transformación más importante de su

vida: encontraría su verdadera vocación e inspiración, la violencia.

 

 

 

La gran guerra, la posguerra y el nacimiento del nacionalsocialismo

 

La experiencia de la guerra transformó radicalmente a Hitler. De joven

inadaptado con veleidades artísticas pasó a convertirse en un soldado

voluntario que se creía poseído por una misión trascendente, luchar por

la victoria de la nación alemana. En las trincheras no cambió mucho su

forma de proceder. Demostró hacia sus compañeros cierto desprecio, no

forjó ninguna amistad e hizo gala de su carácter huraño y solitario. Su

valor en el combate y su frialdad le granjearon fama de invulnerable

entre sus compañeros, y en diciembre de 1914 ya había recibido la Cruz

de Hierro de segundo orden. Por aquella época se sintió profundamente

asqueado por la tregua espontánea que celebraron los contendientes con

motivo de la Navidad. En 1918 recibió la Cruz de Hierro de primera

clase, hecho que llamó la atención puesto que sólo tenía la graduación

de cabo (de la que nunca pasaría).

 

Lo hirieron en dos ocasiones durante la contienda, la primera a finales

de 1916 en la batalla del Somme. Fue enviado a Berlín para recuperarse

durante unas semanas, donde percibió la profunda desmoralización de la

sociedad civil alemana, de la que culpó a la clase política, a los

judíos y los marxistas, a quienes identificaba ya como enemigos de la

nación. De nuevo en el frente, durante una acción del ejército alemán en

1918 en las cercanías de Yprés sufrió los efectos del gas mostaza. Lo

trasladaron al hospital militar de Pasewalk, donde el psiquiatra Edmund

Forster lo trató de la ceguera temporal que le había ocasionado el gas,

empeorada con una crisis de ansiedad. Allí recibió la noticia de la

abdicación del káiser Guillermo II, de que había estallado una

revolución en varias ciudades y de que la derrota era inevitable. A la

conciencia de luchar por Alemania se juntó ahora en la mente de Hitler

la de la necesidad de vengar a su patria derrotada frente a las

potencias extranjeras y devolverle un papel glorioso en el concierto

internacional.

 

Cuando salió del hospital, Hitler regresó a Múnich, donde se dedicó a

observar el nuevo ambiente político, no muy favorable a la recientemente

instaurada república. En opinión de la historiadora Mary Fulbrook, «la

República de Weimar (…) iba asociada a un sistema político progresista

así como a un conjunto de compromisos sociales entre los que se contaba

un estado del bienestar bastante avanzado, pero nació de la agitación y

la derrota, en condiciones cercanas a la guerra civil; se veía

obstaculizada por un duro acuerdo de paz y una economía inestable;

estaba sometida de forma constante a ataques procedentes tanto de la

derecha como de la izquierda, debido al rechazo de un gran número de

alemanes a la democracia como forma de gobierno». Hitler estaba entre

ese grupo de alemanes, y en los años de la inmediata posguerra se dedicó

a estudiar a los grupos de extrema derecha existentes en Múnich con la

intención de integrarse en alguno de ellos. Eran muchos y todos tenían

como denominador común el racismo, la xenofobia y el nacionalismo

exaltado. Fruto de este contacto, Hitler elaboró poco a poco los

elementos que acabarían conformando su ideología: el racismo como forma

de demostrar la superioridad étnica de Alemania, el antisemitismo (por

considerar a los judíos como corruptores de la pureza germánica), el

revanchismo ante los vencedores del Tratado de Versalles y el

pangermanismo (que proclamaba que la extensión territorial del país era

indispensable para garantizar la supervivencia de la raza alemana).

Destaca el hecho de que el concepto de raza no tuviese una base clara en

el pensamiento de Hitler, quien mezclaba de forma grosera las ideas de

nación, cultura, lengua y etnia. Además, tomó las ideas del «darwinismo

social», una teoría desarrollada por el francés Gobineau en el siglo

XIX, que hacía una burda adaptación de la teoría de la evolución de

Darwin al ámbito social afirmando que en él eran las razas las que

luchaban por la supervivencia y que sólo las más fuertes eran las que

sobrevivían al proceso de selección «natural».

 

A finales de 1919 ingresó en el Partido de los Trabajadores Alemanes

(Deutsche Arbeiterpartei, DAP), que pese a su nombre era hostilmente

antisocialista; allí comenzó a destacar por su oratoria y su carisma.

Por aquella época empezó a demostrar que si como pintor o arquitecto no

habría tenido ningún futuro, para la interpretación dramática tenía un

talento innato. Se dedicó a estudiar las técnicas de escenificación de

varios artistas y las adoptó a la perfección para refinar un mensaje que

no era en absoluto novedoso. Hitler no aportó contenido sino forma a una

corriente política que existía antes de que él llegase. Pronto alcanzó

la jefatura del partido, que cambió su nombre por el de Partido Nacional

Socialista de los Trabajadores Alemanes (Nationalsozialistische Deutsche

Arbeiterpartei, NSDAP), que rápidamente se pasó a denominar por el más

sencillo nombre de Partido Nazi). En 1920 el partido adquirió un

semanario que utilizaría como plataforma para difundir su mensaje y, con

la ayuda de Ernst Röhm (excombatiente de la Gran Guerra que

inmediatamente después había ingresado en uno de los numerosos grupos

paramilitares de extrema derecha que surgieron) organizó una milicia

para crear ambiente de inseguridad pública mediante la lucha en las

calles denominada Sturmabteilung («tropas de asalto» o SA, apodados

«camisas pardas»). Otros colaboradores de esta primera época que

permanecieron posteriormente al lado de Hitler fueron Hermann Goering,

Alfred Rosenberg o Rudolf Hess. En opinión del historiador Álvaro

Lozano, «tal era la cantidad de antiguos combatientes que se podía

definir al partido durante ese período como un grupo ultranacionalista

apoyado por una fuerza paramilitar con la voluntad de derribar al gobierno».

 

En febrero de 1920 se publicaron los veinticinco puntos del programa del

NSDAP, que se pueden resumir en un racismo antisemita (ignorando

deliberadamente el hecho de que muchos judíos habían combatido en las

filas alemanas durante la Primera Guerra Mundial), anticomunismo (el

bolchevismo era considerado como el otro enemigo interior de la nación

alemana), un nacionalismo exacerbado y expansivo (que reclamaba la

rectificación del Tratado de Versalles y la unión de todos los

territorios habitados por germanohablantes en una «Gran Alemania»), el

control de la prensa y de la creación artística y literaria (con la

excusa de luchar contra los difamadores de «la verdad» se aspiraba a

monopolizar la información) y la abolición de los beneficios de las

grandes empresas (en lo que era una concesión al ala anticapitalista del

partido, punto que fue convenientemente olvidado cuando la gran

industria comenzó a financiar al partido años más tarde).

 

Un primer intento de poner en marcha el programa nazi se produjo en

noviembre de 1923, cuando Hitler y seiscientos miembros de las SA,

apoyados por algunos militares como el héroe de guerra general

Ludendorff, intentaron realizar un golpe de Estado en Múnich (conocido

como «putsch de la cervecería»). Sencillamente pretendían obtener el

poder irrumpiendo en la cervecería Bürgerbräukeller en la que el

presidente bávaro Gustav von Kahr se hallaba reunido con un grupo de

funcionarios y empresarios. Nadie se sumó a la iniciativa y, pese a

intentar la toma del Ministerio de la Guerra, el golpe fue abortado, sus

protagonistas detenidos y juzgados. Hitler fue condenado a tres años de

prisión por alta traición, de los que cumplió sólo unos meses con varios

compañeros de partido en la prisión de Landsberg (saldría el 2 de

diciembre del año siguiente). Sin embargo, el golpe frustrado y el

proceso que le siguió le brindaron notoriedad en todo el país, hecho que

quiso aprovechar para dar una dimensión nacional al partido. Con esa

determinación procedió a redactar en prisión un libro mezcla de

autobiografía y programa político, al que puso por título Mein Kampf

(«Mi lucha»). En palabras de Álvaro Lozano, «la gran controversia sobre

Mein Kampf es si se trataba de un plan preciso que esperaba cumplir o si

simplemente era un sueño de juventud. Debemos considerar la obra como

algo más que un mero sueño. Si en algún momento Hitler cesó en esas

ideas fue por motivos tácticos, sin abandonar nunca sus objetivos

principales». Hitler había fallado en su primer intento para hacerse con

el poder, si bien aprendería la lección para los años venideros. Su

breve período en la cárcel no le sirvió para fijar el objetivo, que ya

tenía desde hacía tiempo, sino para refinar los métodos con los que

llegar a él. Los años siguientes serían testigo de ello.

 

 

 

La república asediada

 

Tras el final de la Gran Guerra, los grupos antisistema se habían

alimentado básicamente de la precaria situación económica de la

inmediata posguerra. Pero desde 1924 la situación comenzó a mejorar

gracias al llamado «Plan Dawes», que permitió dosificar el pago de las

reparaciones de guerra que tanto agobiaban al país y estabilizar la

inversión norteamericana. Asimismo, la habilidad política del ministro

de Asuntos Exteriores Stresseman permitió romper el aislamiento

internacional de Alemania tras la guerra, simbolizado en su ingreso en

la Sociedad de Naciones (antecedente de la ONU) en 1926. Éstos también

fueron años de un gran florecimiento cultural y científico de Alemania,

donde trabajaban científicos como Albert Einstein y Max Planck, músicos

como Kurt Weil y Paul Hindemith, pintores como Paul Klee y Wassily

Kandinsky, arquitectos como Walter Gropius y Mies van der Rohe; se

produjeron movimientos de vanguardia en el arte como la Bauhaus y

surgieron nuevos ámbitos de experimentación que permitieron el

nacimiento de nuevos géneros como el cabaret.

 

Pero aquel florecimiento fue pasajero. La crisis económica de 1929

erradicó de un plumazo las inversiones norteamericanas y con ello la

mínima estabilidad económica que vivía Alemania. Si el problema de los

años de la inmediata posguerra había sido la inflación, que había

depauperado gravemente al conjunto de la población, ahora la pesadilla

era el paro, que en 1933 afectaba a más de seis millones de alemanes. La

desesperación del desempleo brindó la oportunidad de oro a Hitler para

convertir a su partido en un movimiento nacional. En opinión de Mary

Fulbrook, el Partido Nazi «representaba un poderoso atractivo para gran

cantidad de alemanes asustados y desesperados, que sólo habían vivido en

la democracia de Weimar la humillación nacional, el desastre económico,

conflictos sociales y una gran incertidumbre personal».

 

La inestabilidad política se volvió inevitable. El presidente de la

República, Paul von Hindenburg, maniobró usando la facultad que le

otorgaba la Constitución para nombrar canciller al margen del resultado

electoral. Designó en 1930 a Brüning para el cargo, que puso en marcha

unas medidas contra la crisis que se demostraron inútiles desde el

principio; en 1932 fue sustituido por Von Pappen, del partido de centro

minoritario, que cedió ante las demandas de los nazis para intentar

hacerse con su apoyo, ahora que eran un movimiento de masas. Hitler era

consciente de que a cada día que pasaba se volvía más importante para la

gobernabilidad del país, y en las elecciones de julio de 1932 el NSDAP

tocó techo, obteniendo catorce millones de votos y 230 diputados en el

Reichstag (parlamento), que no eran suficientes para obtener la mayoría.

Hindenburg se resistió todavía al nombramiento de Hitler como canciller

y prefirió convocar de nuevo elecciones para diciembre, en las que los

nazis obtuvieron tres millones de votos menos que seis meses antes. El

presidente encargó entonces formar gobierno al centrista Schleicher, que

pronto se ganó su enemistad. El 30 de enero de 1933, Hindenburg

encargaba a Hitler formar un gobierno en el que los nazis serían

minoría. Hitler llegaba así al poder mediante procedimientos

completamente legales, al amparo de la Constitución y siendo el NSDAP el

partido con mayor representación en el Reichstag (196 diputados, aunque

ya había comenzado su reflujo electoral).

 

En este acceso al poder habían convergido varios factores. En opinión de

la profesora Fulbrook, el Partido Nazi «representaba un amplio

movimiento de masas, a diferencia de los partidos limitados a los

intereses de grupo, tan característicos de la política de Weimar. (…) Su

ideología, amplia y poco concreta —antimoderna, anticapitalista,

anticomunista, racial, völkisch [«étnica»]—, podía adaptarse a todas las

necesidades, y con su creciente sofisticación en el uso de los medios de

comunicación y la escenificación de rituales políticos (…) podía llegar

a convertirse en una forma de religión pagana y poderosa; gracias a la

carismática figura de su líder (…) el nazismo podía adoptar el papel de

salvador y destino de Alemania, conducida por el hombre fuerte que

muchos alemanes llevaban esperando tanto tiempo». A esta combinación

había que añadir el uso de la violencia y la intimidación. En aquel

período de permanente crisis, las organizaciones paramilitares de

diferente signo incrementaron su actividad presionando y atemorizando a

sus rivales, y entre ellas las SA fueron las más violentas y activas.

 

La violencia tendría un papel esencial en los siguientes pasos que daría

Hitler para afianzarse en el poder. Había alcanzado la jefatura del

gobierno, pero su objetivo era destruir el régimen democrático, y quería

hacerlo desde las propias instituciones, único método que le aseguraría

el éxito —no como en el putsch de Múnich— y al que los nazis llamaron la

«revolución legal». Su proyecto era declarar la situación de emergencia

para obtener de forma legal poderes excepcionales que emplearía para

destruir las instituciones democráticas. En este empeño ayudaría

sobremanera un hecho que aún hoy en día resulta polémico. El 27 de

febrero de 1933, un incendio devastador destruyó la sede del Reichstag.

Poco después se apresó al culpable, un joven holandés llamado Marinus

van der Lubbe, cuyas motivaciones y conexiones nunca se han aclarado del

todo. Hitler aprovechó la ocasión para declarar el estado de emergencia

y comenzar una encarnizada represión de socialdemócratas y, sobre todo,

comunistas, que habían sido incapaces de coordinarse con anterioridad

para plantar cara al avance nazi. Poco después Hindenburg sancionaba, a

petición de Hitler, una «ley para la defensa del pueblo y el estado» por

la que se suspendían las libertades políticas y se afirmaba el poder

gubernamental. Hitler decidió entonces convocar elecciones para obtener

una coartada electoral con la que legitimar su actuación. El resultado

de la convocatoria, celebrada el 5 de marzo, fue decepcionante para los

nazis, que aumentaron su resultado sólo hasta los 288 escaños,

insuficientes para modificar la Constitución, que era la vía que

contemplaba Hitler para eliminar definitivamente cualquier traba a su

poder que pudiese subsistir. Pese a ello logró aprobar (con el apoyo del

partido de centro y la oposición de los socialdemócratas) una «Ley de

Habilitación» que le otorgaba la capacidad de dictar leyes al margen del

Parlamento. En el verano todos los partidos excepto el nazi fueron

prohibidos o se disolvieron, y en diciembre una ley declaraba que el

NSDAP era el único partido existente en Alemania. Los sindicatos fueron

también proscritos por una ley de mayo, que creaba al tiempo el Frente

Alemán del Trabajo, en el que quedaban encuadrados automáticamente todos

los trabajadores. En marzo una «Ley de Unificación» abolía el sistema

federal, con lo que el país pasaba a ser un estado centralizado más

acorde con la doctrina hitleriana. En estos meses Hitler se mostró como

un político habilidoso que supo aunar su conocido carisma, el uso de una

efectiva propaganda, la fuerza bruta en las calles y un gran olfato para

dividir y debilitar a los partidos oponentes.

 

El poder que iba acumulando era cada vez mayor y no estaba dispuesto a

que nadie le entorpeciese en el camino. Dar los pasos hasta este punto

había sido en parte posible gracias a los apoyos que había recibido de

las élites socioeconómicas del país desde comienzos de la década. La

desestabilización social y la supuesta amenaza de una revolución

comunista habían lanzado a los grandes industriales y propietarios a los

brazos de Hitler. Como señala la profesora Fulbrook, «los estamentos

nacionalistas, industriales, agrarios y militares, al apreciar la fuerza

de semejante movimiento de masas y su propia falta de una base popular,

creyeron poderlo “controlar”, “domar” y utilizar para otorgar a sus

planes —dirigidos a la destrucción de la democracia— una legitimidad que

no podían conseguir por sí mismos. Hitler no necesitó “hacerse” con el

poder: las viejas élites se limitaron a abrir la puerta y darle la

bienvenida…». Pero algunos sectores del partido, como las SA de Röhm,

defensoras a ultranza del ideario anticapitalista que inicialmente tenía

el partido, se agitaban para conseguir la puesta en práctica de las

medidas que perjudicaban a quienes sostenían ahora económicamente al

partido. En la madrugada del 30 de junio de 1934, durante la llamada

«noche de los cuchillos largos», Röhm y doscientos miembros de las SA

fueron asesinados y su organización neutralizada como elemento de

discordancia política. Era la institucionalización de la violencia como

medio de gobierno dentro del partido y de Alemania. Poco después, el 2

de agosto, murió Hindenburg. Hitler no se molestó ni en convocar

elecciones, se autoproclamó jefe de Estado con el título de Führer

(«líder») y asumió todos los poderes. Desde ese momento llamó a su

régimen el Tercer Reich («imperio»), del que afirmaba que duraría mil

años, como lo había hecho el Sacro Imperio Romano Germánico. La mayor

pesadilla de la Historia había comenzado.

 

 

 

La construcción de la gran Alemania

 

Una vez que contaba con un poder ilimitado, Hitler procedió a cimentarlo

sobre varias bases. Su política se basó en primer lugar en la

construcción de un aparato policial en el que la coerción, el miedo y la

violencia fueron las bases que sostenían el sistema. Los alemanes fueron

inmediatamente dirigidos desde el poder para conseguir una adhesión y

sometimiento sin fisuras. No sólo se violaron los derechos humanos de

críticos y disidentes, se cortó de raíz la libertad para desarrollar

cualquier actitud no contemplada por el gobierno y el partido. El caso

más flagrante fue el de los judíos, que desde el acceso al poder de los

nazis comenzaron a vivir en una espiral de hostigamiento y persecución.

Al boicot a sus comercios, los actos de intimidación y segregación

siguió la discriminación legal, establecida en las Leyes de Ciudadanía

de 1935 (conocidas como «Leyes de Núremberg») por la que eran relegados

de la condición de ciudadanos alemanes y se les prohibía casarse con no

judíos. Pero la violencia no cesó. En noviembre de 1938, en la conocida

como «noche de los cristales rotos» se atacaron, incendiaron y saquearon

de forma coordinada en toda Alemania casas, tiendas judías y sinagogas.

Era sólo una advertencia de lo que estaba por venir. Los intelectuales y

artistas fueron otro de los colectivos más perseguidos por los aparatos

de represión ya que eran considerados como focos de disidencia. La

efervescencia artística, la libertad de creación y el ambiente de

trabajo intelectual de los años veinte se vieron sustituidos por las

amenazas y en muchos casos el exilio de quienes no estaban dispuestos a

renunciar a su libertad e integridad. La creación de la policía secreta

(Gestapo) y de una fuerza paramilitar al servicio del Führer diferente

del ejército (la Schutzstaffel, «escuadrón de protección», o SS)

otorgaron al estado instrumentos especialmente efectivos en el control

del territorio y sus habitantes.

 

Pero Hitler sabía que el miedo usado en exclusiva no era eficaz como

medio de dominación y que la creación de mecanismos de adhesión por

parte del pueblo alemán era indispensable si aspiraba a perpetuar su

poder sin trabas. En primer lugar puso en práctica una política de

recuperación económica basada en el incumplimiento del Tratado de

Versalles y en impulsar la actividad según unos objetivos autárquicos.

Para ello se desarrollaron planes de construcción de autopistas,

fabricaciones aeronáuticas y navales y una política de rearme, camuflada

frente a las potencias europeas, con el objetivo de aumentar el

potencial ofensivo de Alemania. En sólo unos años el paro descendió de

forma drástica, cimentando la popularidad del nuevo régimen. Para

encauzar políticamente esa popularidad, Hitler diseñó y desarrolló un

formidable aparato de propaganda, encabezado por su fiel colaborador

Joseph Goebbels, que tan útil había sido en el proceso de conquista del

poder durante los últimos años de la república, y que desde el cargo de

ministro del Reich para la propaganda controló de forma absoluta la

cultura y la actividad intelectual mediante el uso de potentes campañas

de comunicación, de la censura y del adoctrinamiento de jóvenes y adultos.

 

El tercer eje sobre el que cimentó Hitler su autoridad nacional fue el

uso de una política exterior agresiva. A partir de 1934 volcó en el

exterior la astucia que había demostrado en la política interna alemana.

Su primer objetivo fue acabar con el sistema internacional nacido del

Tratado de Versalles, que culminó con la ocupación en marzo de 1936 del

territorio de Renania, desmilitarizado desde 1918. Aquel mismo año usó

hábilmente los Juegos Olímpicos de Berlín como escaparate

propagandístico del régimen nazi ante el resto del mundo (aunque no pudo

ocultar su malestar ante el aplastante dominio de un atleta negro, el

norteamericano Jesse Owens, en las pruebas de atletismo), comenzó a

suministrar armas a los militares sublevados en España contra el

gobierno de la Segunda República y trazó la que sería su alianza

internacional más duradera: el pacto anticomunista con Italia y Japón,

conocido como «el Eje». Desde 1938 comenzó una política agresiva de

expansión territorial, planteada como la consecución del «espacio vital»

indispensable para Alemania. El primer paso fue la anexión de Austria el

13 de marzo de ese año, confirmada en plebiscito. Las apetencias

territoriales se dirigieron entonces hacia Checoslovaquia. Hitler fue

consciente del miedo que planteaba su política en los gobiernos de

Francia y Gran Bretaña, y agitó el fantasma de la revolución comunista

mundial para que acabasen cediendo a sus pretensiones como un mal menor.

En septiembre, en la Conferencia de Múnich, ambos gobiernos aceptaron

que Alemania se anexionase la región de los Sudetes (al norte y oeste de

Checoslovaquia) a cambio de un compromiso de no agresión. Hitler no

tenía intención de respetar su palabra y la actitud de las potencias

occidentales le facilitó la tarea: en marzo de 1939 ocupó lo que restaba

de la mitad occidental de Checoslovaquia, que anexionó a Alemania bajo

la forma de un protectorado.

 

La combinación de estas tres líneas políticas surtió efecto y, con la

ayuda del aparato de propaganda, la figura de Hitler fue elevada a la

categoría de mito dentro de Alemania. Fue presentado como

personificación de la nación por encima de intereses particulares,

artífice del milagro económico, representante de la justicia y gran

defensor de los derechos de la nación a escala internacional (a partir

del estallido de la Segunda Guerra Mundial se le calificaría, además, de

genio militar que dirigía brillantemente los ejércitos). Ocasionalmente,

cuando la propaganda no lograba tapar los crímenes perpetrados por el

régimen, se recurría al argumento de que dichos actos habían sido

cometidos para preservar la justicia, o bien afirmar que Hitler era un

moderado rodeado de fanáticos que le ocultaban sus excesos. Así estaba

la situación cuando el 1 de septiembre de 1939 Hitler dio el siguiente

paso en su política expansiva. Al margen de lo que había asegurado a

Francia y a Gran Bretaña, no se conformó con las cesiones territoriales

que había obtenido y decidió atacar Polonia. Había comenzado la Segunda

Guerra Mundial.

 

 

 

La Segunda Guerra Mundial

 

La contienda marcaría el clímax y el declive del régimen nazi. La

invasión de Polonia, que Hitler efectuó para recuperar territorios

perdidos en el Tratado de Versalles, llevó a que Gran Bretaña y Francia

declarasen la guerra a Alemania (con la URSS se había cubierto las

espaldas firmando un pacto de no agresión ocho días antes de invadir

Polonia). En los primeros momentos Hitler tomó la delantera conquistando

Dinamarca y Noruega en abril de 1940, con el objetivo de asegurar los

suministros de materias primas necesarias para la fabricación de

material de guerra desde Suecia; al mes siguiente, el Benelux y Francia,

que quedaría dividida entre el territorio ocupado bajo administración

alemana y el territorio del régimen satélite de Vichy. Desde ese momento

y hasta junio de 1941 Inglaterra fue el único enemigo del Tercer Reich

que se mantuvo en pie ya que el intento de doblegarla mediante un ataque

aéreo masivo en el verano de 1940 fracasó. A mediados del año siguiente

Hitler decidió lanzar su ofensiva sobre la URSS en lo que constituyó el

mayor error estratégico de la contienda y el punto inicial de su caída.

La entrada en la guerra de Estados Unidos en diciembre de 1941 y la

consiguiente colaboración entre los aliados (Gran Bretaña, la URSS y

Estados Unidos) dieron a la guerra unas dimensiones superiores a lo que

Hitler podía manejar, pese al apoyo de Italia y Japón. A finales de

1942, las tropas alemanas comenzaban el repliegue en la URSS y los

aliados desembarcarían en Sicilia en el verano de 1943 y en Normandía un

año más tarde. La derrota se acercaba lenta pero inexorablemente.

 

La política que impuso Hitler en los territorios ocupados estuvo basada

en un régimen de terror (aquí no era posible intentar ninguna

legitimación ya que los nazis eran invasores) en el que la Gestapo y las

SS desplegaron por todo el continente su campo de actuación.

Inmediatamente surgieron movimientos de resistencia en todos los países,

cuya población fue objeto de represión y de reclusión en campos de

trabajo. De este modo se liberaba a la población alemana de las tareas

realizadas por los reclusos permitiéndole dedicarse al esfuerzo bélico.

El más siniestro de los proyectos emprendidos por Hitler fue el de

radicalizar y extender su política antisemita por el continente. Si ya

desde la invasión de Polonia se aplicaron duras medidas de represión a

la población judía, el 20 de enero de 1942, en la Conferencia de

Wannsee, se decidió adoptar lo que los nazis llamaron «la solución

final». Se ordenó el traslado de toda la población judía a campos de

concentración en Europa centro-oriental donde serían sometidos a

trabajos forzados y al exterminio sistemático. Con esta medida daba

comienzo la eliminación programada de seres humanos en lo que eran

auténticas fábricas de muerte, a las que fueron conducidos

posteriormente homosexuales, gitanos y disidentes políticos (entre

otros, comunistas y republicanos españoles). Fue así como Hitler cargó

sobre sus espaldas el más horrendo crimen de la historia de la

humanidad. En cuanto a la responsabilidad del pueblo alemán en semejante

atrocidad, la profesora Fulbrook afirma que «sea cual fuere el grado en

que la gente “conocía” las perversiones del régimen nazi, la mayor parte

de los alemanes decidieron desentenderse o no creer lo que no les

concernía directamente».

 

Sin embargo, el prolongado esfuerzo de guerra acabó erosionando la

popularidad del Führer. Alemania había confiado en que la guerra sería

dura y rápida y no en una campaña que se eternizaba y que acabó

abarcando todo el continente. Las condiciones de vida fueron

deteriorándose, y desde el verano de 1943 las principales ciudades

alemanas sufrieron los bombardeos intensivos de los aliados. Durante

aquellos años cuajaron pequeños grupos de resistencia interior que

intentaron llevar a cabo acciones de oposición, si bien con escaso

éxito. El suceso más conocido a este respecto fue el intento de asesinar

a Hitler por una facción del ejército contraria a sus proyectos. En

julio de 1944, el coronel Von Stauffenberg colocó un maletín-bomba

dentro del cuartel general de Hitler, conocido como «la Guarida del

Lobo». Aunque el artefacto estalló, Hitler salió ileso del atentado.

 

De todas formas el hundimiento del Reich ya estaba en marcha. La

reapertura del frente occidental con el desembarco de Normandía supuso

el golpe de gracia para una Alemania cada vez más agotada. El Ejército

Rojo expulsó a los alemanes de Rusia en agosto de 1944, lo que hizo a

Hitler volver a Berlín para encargarse de la defensa de Alemania. La

ofensiva final comenzó en el mes de enero siguiente, y en marzo los

soviéticos se abalanzaban sobre la capital del Reich. Hitler ya se

encontraba refugiado en el búnker situado bajo la Cancillería, donde

recibió la noticia de la ejecución y vejación pública de los cadáveres

de Mussolini y su amante Claretta. Posiblemente fue éste el motivo de su

decisión de suicidarse antes de que pudieran capturarlo. En el búnker

también se encontraba su amante desde hacía años, Eva Braun. La había

conocido cuando trabajaba como ayudante de su fotógrafo oficial a

comienzos de la década de 1930. Aunque comenzaron pronto una relación

personal ella nunca tuvo cabida en el régimen. Desde 1936 residía en la

casa de descanso de Hitler en Baviera y sólo lo veía en contadas

ocasiones. Posiblemente para recompensarla, se casó con ella el 29 de

abril; al día siguiente ambos se suicidaron. Era el fin definitivo de la

megalomanía de un hombre y del frenesí genocida en que había sumido a

todo un continente a lo largo de casi seis años.

 

Álvaro Lozano resume así el balance de la guerra: «Al menos trece

millones de personas habían perdido la vida debido a los crímenes del

régimen nazi, no a actos de guerra. Entre ellos, seis millones eran

judíos, más de tres millones eran prisioneros soviéticos, al menos dos

millones y medio de polacos, cientos de miles de trabajadores forzosos

y, muchos otros, incluyendo a gitanos, yugoslavos, holandeses, noruegos,

griegos, ciudadanos de casi todos los países europeos que fueron

ocupados por Alemania». Los historiadores y la opinión pública se

preguntan todavía cómo fue posible llegar a ese trágico resultado.

Aunque la repetición de los factores que propiciaron el ascenso de

Hitler al poder y el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial es

muy difícil, no por ello su figura deja de ser un constante recuerdo del

deber moral de la humanidad para con el respeto a los derechos humanos y

para con la memoria de las víctimas de sus crímenes.

 

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