La mirada del siglo XX
El siglo XX contempló un cambio
en el ámbito de la producción artística
como no se había conocido con
anterioridad. Desde la primera década de
la centuria comenzó a vivirse una
mutación acelerada no sólo en el
conjunto de las expresiones
artísticas, sino en el propio concepto de
arte, de actividad creadora, de
relación entre el artista y su obra, y
entre ésta y el público. En
aquellos años iniciales las galerías de arte
comenzaron a poblarse de pinturas
y esculturas que dejaron atónitos a
sus espectadores, que vacilaban
entre la incredulidad, el espanto y la
fascinación. Se trató de una
auténtica revolución en la que los artistas
erigieron la libertad por encima
de cualquier otro valor y en la que una
figura emergió como catalizador y
símbolo de los nuevos tiempos. Se
trataba de un artista español
instalado en París, de nombre Pablo
Picasso. El camino desde su
Málaga natal hasta el centro del universo
artístico moderno, la capital del
Sena, fue una historia mezcla de genio
y esfuerzo. Desde entonces
desarrolló una vasta carrera artística en la
que demostró una potencia
creadora, una independencia y una libertad que
le han convertido en el auténtico
protagonista del arte contemporáneo.
Su larga vida de noventa y dos
años es una de las historias que mejor
sintetizan lo que tuvo de heroico
y dramático para la humanidad el
tiempo en que vivió.
París, 1900. La capital de
Francia es la capital cultural del mundo. Por
supuesto no es la única urbe
europea en la que se cocinaban las
principales novedades artísticas
e intelectuales del momento. Ciudades
como Viena, Berlín o Londres
también eran importantes focos de
influencia, pero en París
convergían las corrientes más fecundas de todo
el viejo continente. Contaba con
un pasado cultural glorioso al que se
venían a añadir el dinamismo que
le proporcionaba el desarrollo
industrial y la llegada de
conocimientos de otras civilizaciones gracias
a la expansión colonial francesa.
Mientras que Londres hacía gala del
aislamiento pretendidamente
autosuficiente que frente al resto de Europa
practicaban las élites
anglosajonas, Viena y Berlín habían llegado tarde
—o directamente no habían
llegado, como es el caso de la primera— a la
apertura cultural que supuso el
reparto colonial de África y Asia en la
segunda mitad del siglo XIX.
Además, París era el cruce de caminos entre
las grandes áreas europeas de
civilización: a su herencia latina
mediterránea, que se enriquecía
con los aportes fronterizos de Italia y
España, se sumaba el contacto
secular que había practicado con la
cultura inglesa y germánica,
aunque las relaciones políticas con las
potencias de ambas zonas habían
ido cambiando a lo largo de los siglos.
Si algo quedaba claro en aquel
fin de siècle (término con el que se
suele denominar a este particular
momento cultural) era que los
principales intelectuales y
artistas se sentían incómodos ante el
ambiente tradicional que presidía
las instituciones políticas y
culturales. Frente al
academicismo rígido y opresivo, las tendencias
artísticas surgidas en las
últimas décadas habían comenzado a
experimentar con el arte. El
impresionismo había renovado los conceptos
de luz y espacio, y el modernismo
había supuesto una liberación formal
absoluta de la dictadura del
clasicismo. Una pléyade de nuevos
protagonistas, Cézanne, Gaugin,
Toulouse-Lautrec o Van Gogh, por citar
sólo algunos de ellos, estaban
traspasando las fronteras de las
aportaciones que habían supuesto
estos movimientos y proponían nuevas
formas de representar la realidad
y expresar las emociones. Era sin
lugar a dudas el punto al que
tenía que acudir cualquier artista que
quisiese conocer las aportaciones
más recientes y los retos que se
planteaban en el despuntar de un
siglo que parecía haber llegado cargado
de la promesa de un progreso
infinito. A esa ciudad arribó en una mañana
del otoño de 1900 un grupo de
tres jovencísimos artistas españoles, uno
de ellos era Pablo Ruiz Picasso.
Jugar con los pinceles
Málaga a finales del siglo XIX
era un importante centro agrario y
portuario de la Andalucía
oriental. Allí nació Pablo Ruiz Picasso el 25
de octubre de 1888, en los años
finales del reinado de Alfonso XII. Era
hijo de José Ruiz Blasco, de
cuarenta y tres años, y de María Picasso
López, de veintiséis. Su padre
era pintor, profesor de dibujo en la
Escuela de Bellas Artes de San
Telmo y conservador del Museo Municipal
de Málaga. Al parto asistió su
hermano, Salvador Ruiz, médico y jefe del
distrito sanitario del puerto
malagueño, que protagonizó una conocida
anécdota. Al nacer el niño estaba
aletargado, lo que llevó a los
presentes a creer que estaba
muerto. Para comprobar si el recién nacido
respiraba, Salvador espiró el
humo del cigarrillo que fumaba en su cara,
lo que provocó una tos
incontrolada que le sacó del aletargamiento, por
lo que es posible que sin esta
intervención el bebé hubiese tenido
alguna secuela nociva. El núcleo
familiar en que se crió estaba formado,
además de por sus padres, por dos
hermanas menores que nacieron en 1884
(Lola) y 1887 (Concepción), una
abuela, dos tías y una criada. Por tanto
se crió en un universo
completamente femenino (excepción hecha de su
padre). Muchos han visto en esta
circunstancia y en la supuesta actitud
consentidora de las mujeres de su
familia los orígenes de las actitudes
machistas de las que haría
demostración a lo largo de toda su vida.
El niño fue de una precocidad
asombrosa. Sus primeros dibujos y su
primer cuadro están datados en el
bienio 1889-1890. Con tan sólo ocho
años era capaz de tomar los
lápices y los pinceles para pintar, en lo
que constituye posiblemente el
comienzo más precoz de una carrera
artística de toda la historia. Su
padre fue muy consciente del don
especial que tenía para las artes
y desde muy pequeño mimó su formación
plástica. Por desgracia, la
situación económica de la familia era
apurada. Ganarse la vida como
pintor en la España del siglo XIX era
sumamente difícil para aquellos
que no pertenecían a los círculos
oficiales, lo que obligaba en
muchos casos a solicitar constantemente
puestos de trabajo y, en caso de
que surgiesen oportunidades,
trasladarse con toda la familia
en busca de una vida mejor. Eso fue lo
que sucedió a la familia Picasso,
que en 1891 se trasladó a La Coruña,
donde el cabeza de familia había
conseguido la plaza de profesor de
dibujo en la Escuela de Bellas
Artes de dicha capital. Allí pasaría la
familia un total de cuatro años,
cruciales en la educación del joven
Pablo. Además, su precocidad hizo
que su padre, que tenía una salud muy
precaria, esperase de él que en
un plazo corto pudiese contribuir con su
talento al sostenimiento de la
familia, expectativas de las que fue
consciente desde muy joven y que
le marcaron con un especial sentido de
la responsabilidad.
En la capital gallega Pablo
siguió primero estudios de secundaria (en el
instituto Da Guarda) hasta que en
el curso 1892-1893 pudo ingresar en la
Escuela de Bellas Artes en la que
impartía clases su padre. Durante este
último año su hermana menor,
Conchita, murió de difteria, en la que
constituyó la primera muerte que
jalonaría su vida de un dolor que en
ocasiones posteriores quedaría
plasmado de forma impresionante en sus
pinturas. A medida que iba
creciendo y que con los estudios iba formando
sus habilidades y su sabiduría
artística, su destreza comenzó a adquirir
caracteres de auténtico maestro
según el criterio de su entorno; tanto,
que su padre decidió abandonar el
ejercicio de la pintura en privado,
asombrado y quizá abrumado por lo
que iba consiguiendo su hijo. Desde
entonces sólo pintaría en el
ejercicio de la docencia artística.
En 1895 don José logró un destino
más estimulante para su joven hijo. Se
trataba de un puesto de profesor
de dibujo y pintura en la Escuela de
Arte de la Lonja, en Barcelona.
Antes de tomar posesión de su plaza para
el comienzo del curso en otoño,
la familia viajó a Málaga y
posteriormente a Madrid, donde
Pablo visitó por primera vez el Museo del
Prado, al que regresaría en
varias ocasiones en los años finales del
siglo y cuya colección le produjo
una profundísima impresión, como
demuestran algunas copias que
realizó entonces. Cuando la familia
Picasso se instaló en Barcelona
ésta era la ciudad más moderna de
España, en la que la
industrialización había cobrado mayor impulso y
donde la influencia europea se
dejaba sentir con mayor vigor. Sin lugar
a dudas era un ambiente mucho más
proclive al desarrollo de las
capacidades del joven Picasso que
ningún otro lugar del país. Ingresó en
la Escuela de la Lonja en 1896,
superando con mérito los exámenes de
ingreso, y en los dos años
posteriores perfeccionó su arte, ejecutando
dos obras según el gusto oficial
que alcanzaron un notable éxito. La
primera de ellas, La primera
comunión, fue acogida en la Exposición de
Bellas Artes de Barcelona, y la
segunda, Ciencia y caridad, ganó una
mención de honor en la Exposición
Nacional de Bellas Artes celebrada en
Madrid en 1897. Su autor tenía
sólo dieciséis años de edad.
En el curso 1897-1898 se trasladó
a Madrid, ya que se había matriculado
en la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando, el gran centro de
enseñanza artística de la España
decimonónica. Durante su estancia
madrileña Picasso volvería en
reiteradas ocasiones al Prado, donde
llamarían su atención sobre todo
los pintores del Siglo de Oro español,
en especial, El Greco y
Velázquez. De todos modos el aprendizaje en la
Academia no debió de ser lo
suficientemente atractivo ya que decidió
volver a Barcelona junto a su
familia. Pasó el verano en el pueblo
tarraconense de Horta de San Juan
(también conocido como Horta de Ebro)
en casa de su amigo Manuel
Pallarés, donde le produjeron una gran
impresión la naturaleza y la vida
campesina, pues hasta entonces siempre
había vivido en ciudades.
A su regreso a Barcelona comenzó
a entrar en contacto con algunas de las
principales figuras del intenso
movimiento de renovación artística que
vivía la ciudad, el modernisme.
Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Joaquín
Mir, Hermenegildo Anglada
Camarasa fueron tan sólo algunos de los
artistas con los que coincidió en
el templo de la bohemia barcelonesa
del fin de siglo, Els Quatre Gats
(«Los cuatro gatos»), un local a medio
camino entre la cervecería, el
hostal y la sala de exposiciones. Fue en
esta época cuando estrechó su
relación con Manuel Pallarés (con quien
alquilaría su primer estudio en
el número 4 de la calle de la Plata
gracias a una ayuda económica de
su padre) y con Carlos Casagemas. En
febrero de 1900 se inauguró su
primera exposición individual,
precisamente en Els Quatre Gats,
y realizó su primer grabado, una de las
técnicas en las que se revelaría
como un auténtico maestro. Pero aquél
fue el año en que un
acontecimiento internacional llamó la atención del
público más que ningún otro, la
Exposición Universal de París. Si la
ciudad del Sena era ya de por sí
un imán para cualquier joven artista,
el evento dio a Picasso la excusa
perfecta para dar el salto a un
horizonte más amplio que el que
podía proporcionar España a un hombre de
su talento.
París y la formación de un genio
En el otoño de 1900 llegaron
desde Barcelona a París tres jóvenes
artistas: Carlos Casagemas,
Manuel Pallarés y Pablo Ruiz Picasso. Los
tres se instalaron en un estudio
que poco antes había dejado vacío el
pintor barcelonés Isidro Nonell y
aprovecharon su estancia para
empaparse del ambiente de la
ciudad. Entre esa fecha y 1904 la vida del
joven pintor transcurriría entre
Barcelona (donde vivía su familia),
París (donde fue introduciéndose
en su cosmopolita ambiente artístico) y
alguna estancia breve en Madrid y
Málaga. En aquel primer viaje a la
ciudad del Sena conoció además al
marchante de arte Pedro Mañach, que
firmó un contrato con él por el
que se comprometía a entregarle todo lo
que pintase a cambio de ciento
cincuenta francos mensuales.
Para Navidades Picasso había
regresado a Barcelona y, como resultado de
la experiencia parisina,
comenzaba a experimentar con su producción
artística. Inició una etapa de
indagación formal y búsqueda de su propia
identidad artística que abarcaría
cuatro años y en la que dio muestras
de una acusada y original
personalidad. Tras un comienzo desconcertante
en el que parecía estar
absorbiendo todas las novedades que estudió en
París (y al que pertenece el
conmovedor e impactante cuadro La muerte de
Casagemas que pintó al conocer el
suicidio por desamor de su íntimo
amigo en el verano de 1901), los
tonos azules se fueron apoderando de su
paleta, las figuras se alargaron
(en clara remembranza del arte de El
Greco), las atmósferas se
cargaron de melancolía y los temas recorrían
el mundo de los marginales y
desheredados, sobre los que posaba una
mirada tierna y llena de empatía.
Fue su célebre «etapa azul», que
marcaría el inicio de una
búsqueda de la autenticidad artística que ya
no acabaría nunca. A ella
pertenecen obras como La vida, El guitarrista
ciego o La Celestina, y
aparecerían temas que ya no le abandonarían,
como el papel recurrente y
totémico de la mujer o los autorretratos, que
siempre fueron uno de sus géneros
favoritos. También fue la época en la
que adquirió la costumbre de
firmar sus lienzos sencillamente como
Picasso y en la que realizó su
primera escultura, técnica que cultivaría
con gran éxito más adelante.
Muy pronto logró ir abriéndose
paso en París. En 1901 realizó un segundo
viaje y expuso junto al también
español Francisco Iturrino en la galería
de uno de los más importantes
marchantes de arte del momento, Ambroise
Vollard. Aunque éste inicialmente
no fue muy receptivo hacia su obra, en
el futuro tendría un papel
decisivo en su carrera. Para el artista
malagueño estos años fueron de
tanteo del terreno para intentar
encontrar un representante que
realmente apreciase el valor de su
trabajo. Las diferencias con
Mañach eran ya patentes y en enero de 1902
rompieron el contrato que los
vinculaba. Pese a estos vaivenes
económicos y a no haber logrado
una independencia económica firme,
decidió establecerse
definitivamente en París durante su cuarto viaje a
la ciudad, en abril de 1904. Allí
alquiló un estudio en el artístico
barrio de Montmartre (en el que
viviría con alguna interrupción hasta
1912) y que su amigo el poeta Max
Jacob, al que había conocido en 1901,
bautizaría con el nombre
Bateau-Lavoir por afirmar que le recordaba a
los barcos que servían de
lavadero en el Sena. En esos meses conoció a
tres personas que marcarían su
vida en los próximos años: los poetas
Guillaume Apollinaire y André
Salmon, y la que sería su primera pareja
estable, Fernande Olivier, la
mujer que le descubrió el amor.
En esta etapa su producción
pictórica continuó en constante evolución.
La carga trágica de sus temas se
fue rebajando, y la paleta fría
centrada en el azul fue cambiando
hacia colores otoñales entre los que
predominaba el rosa. Los
personajes de sus lienzos pasaron a ser los del
circo —acróbatas, saltimbanquis,
forzudos, arlequines— y actores, a los
que frecuentaba en el cabaret «Le
Lapin Agil» y el «Cirque Médrano»,
ambos en Montmartre. Se trata de
la etapa rosa a la que pertenecen obras
como La acróbata de la bola, El
muchacho de la pipa, Los dos hermanos y
algunos retratos como el de La
señora Canals. En 1906 logró que Vollard
le comprase algunas de estas
obras, en lo que constituyó un importante
paso para hacerse con un circuito
comercial que le diese estabilidad. Su
vida en París no era precisamente
cómoda, ganaba poco dinero y las
privaciones eran muchas, pero el
cariz que estaba tomando el ambiente
cultural parisino compensaba con
creces los sacrificios.
Revolución en las artes: las
vanguardias
Por aquel entonces se estaba
produciendo un gran terremoto en el terreno
artístico y París era una vez más
el epicentro. En 1903 se inauguró el
primer Salón de Otoño, un evento
artístico destinado a dar a conocer al
gran público las creaciones más
interesantes del arte contemporáneo. El
primero se dedicó a Paul Gaugin,
que había muerto poco antes. Quizá era
la señal de que la generación del
postimpresionismo llegaba a su fin
(Van Gogh había muerto en 1890,
Toulouse-Lautrec en 1901 y Cézanne lo
haría en 1906) y de que una nueva
época se avecinaba. El acta de
nacimiento de ésta llegó dos años
más tarde. En el Salón de Otoño de
1905 expusieron su obra un grupo
de jóvenes artistas, entre los que
destacaban Henri Matisse y André
Derain, con un conjunto de pinturas en
las que los protagonistas eran
los colores puros usados en superficies
planas como clara reacción al
impresionismo. Un crítico, Louis
Vauxcelles, incómodo ante lo que
consideraba una agresión estética,
calificó a estos artistas de
fauves («fieras»). Era el nacimiento del
fauvismo, primero de los
movimientos de renovación del arte que
conocemos como vanguardias. Con
este nombre se denomina a la serie de
corrientes que entre esa fecha y
hasta la Segunda Guerra Mundial se
sucedieron rápidamente y que
tenían como denominador común la ruptura
con la tradición artística
asentada desde el Renacimiento, el uso de
nuevos materiales y soportes, y
la redefinición del papel del artista y
su obra en la sociedad. Los
artistas jóvenes ya no desean reproducir la
realidad, de eso ya se ocupaba la
fotografía desde hacía más de
cincuenta años, e incluso el
cine; lo que querían era analizarla,
reconstruirla y representarla de
una forma nueva, que fuera capaz de
transmitir al espectador
sentimientos y experiencias estéticas nuevas. A
largo plazo la puesta en práctica
de estos principios constituyó una
auténtica revolución en el mundo
del arte.
Picasso no se acercó a los
fauvistas ni compartió su estética. Pero
asistió con muchísima atención a
su propuesta y a lo que estaba
sucediendo. En el otoño de 1906,
tras haber pasado el verano con
Fernande en el pueblo leridano de
Gósol, en el que ensayaría fórmulas
artísticas que desarrollaría
durante los dos años siguientes, le
presentaron a Matisse, con quien
mantuvo una de las relaciones de
amistad más importantes de su
vida. Ambos reconocían en el otro a un
gran amigo y al mejor artista que
conocían. Desde ese momento Picasso
comenzó un nuevo proceso de
indagación creativa. El maestro fauvista
había vuelto a despertar en él el
interés por el arte prehistórico y
primitivo (desde la escultura
africana y oceánica hasta las obras del
arte ibérico o del arcaísmo
griego) y en sus personajes se fueron
introduciendo alteraciones en la
proporción y deformaciones en los
rostros, tratados como si fuesen
máscaras, tal y como se puede apreciar
en el retrato de Gertrud Stein,
una intelectual y mecenas norteamericana
que le fue presentada ese mismo
año. Al tiempo se dejó llevar por la
fascinación que le producía la
obra de Cézanne, con sus volúmenes puros
y desnudos, y sus formas y
espacios se fueron volviendo cada vez más
sencillos y planos. Su paleta se
diversificó y ahora parecían mezclarse
el rosado con el azul.
Como punto culminante de esta
experimentación Picasso trasladó a un
lienzo una serie de estudios que
había hecho en papel sobre el tema
Marinero y mujeres en un burdel.
El resultado fue una obra maestra que
causó un impacto sensacional
entre sus contemporáneos, Les Demoiselles
d’Avignon («Las señoritas de
Aviñón», como la bautizó Apollinaire al
recordar una incursión del grupo
de amigos en la ciudad provenzal,
aunque parece que Picasso aceptó
el nombre porque le recordaba a un
burdel que había frecuentado en
el carrer Avinyó —«calle Aviñón»— de
Barcelona). Se trata de una obra
que desconcierta al espectador. En ella
se representa a las cinco
prostitutas en un espacio completamente
deshecho en planos superpuestos.
Las dos figuras centrales parecen estar
posando o tumbadas, mientras que
las que están de pie en los extremos
dan la impresión de correr
cortinajes inexistentes para entrar en la
escena. Por último, otra figura
femenina está sentada en la esquina
inferior derecha (de espaldas y
volviendo la cabeza para contemplarnos,
como si interrumpiésemos la
escena) detrás de una mesa sobre la que
descansa un bodegón de fruta. La
sensación de interpelación al
espectador se ve acentuada por
las miradas de las dos mujeres centrales,
que se diría que también nos
miran. La paleta combina de nuevo el azul
con el rosa, el gris y el blanco
y los rostros aparecen deformados en
máscaras ibéricas o africanas. La
fisonomía parece haber sido
descompuesta y reensamblada en un
ejercicio de representación de la
realidad que no se limita a
imitarla. El cuadro no se exhibió en público
hasta 1916, pero todo el círculo
cercano a Picasso pudo contemplarlo
desde que fue terminado en 1907,
y su efecto fue inmediato. Su
reputación entre artistas y
marchantes de arte se incrementó rápidamente
y marcaría un punto de inflexión
en su carrera.
La obra sirvió de punto de
partida para un proceso de maduración que le
llevaría a crear la vanguardia
con la que más se le ha identificado, el
cubismo, al que poco después se
sumaría Georges Braque (se habían
conocido en 1906) y otros
artistas como el madrileño Juan Gris o el
holandés Piet Mondrian, que desde
este estilo dio el salto al arte
abstracto. En los meses
siguientes la paleta se fue apagando hacia los
grises y ocres y los objetos
comenzaron a caracterizarse por una
geometrización cada vez más
acentuada. El artista descomponía el objeto
a representar en sus diferentes
facetas y formas, y aspiraba a
representarlas todas sobre el
lienzo, no sólo las que eran visibles por
el ojo. Esta etapa del cubismo
—llamado «analítico»— desembocó en
cuadros de extrema complejidad,
en el que los planos geométricos
parecían quedar reducidos a miles
de pequeños cristales de colores cada
vez más oscuros que recomponían
la figura (de ahí su nombre de cubismo
«cristal») para llegar a un
último momento de síntesis en el que el
artista superó el afán
totalizador seleccionando subjetivamente las
formas geométricas que componían
la figura (cubismo «sintético»). Este
recorrido, que ocuparía la obra
de Picasso por lo menos desde 1908 hasta
1916, tuvo como resultado decenas
de paisajes, bodegones y retratos en
los que quedaba recogida su
genial forma de entender la realidad y
dejarla plasmada en una pintura.
Momentos brillantes de esta etapa de su
carrera fueron el verano que pasó
en Horta de Ebro en 1909 (cuyo fruto
fueron unos paisajes cubistas de
solemnidad contemplativa y serenidad
clásica), los retratos que
realizó en 1910 a los marchantes Ambroise
Vollard y Daniel-Henri Kahnweiler
(en los que los representados quedan
reducidos a efigies facetadas e
intrincadas) y muchísimos bodegones en
los que hizo su aparición en 1911
la técnica del collage (se pegaban al
lienzo pedazos de periódico,
letras impresas, cartulinas de colores o
linóleo como una forma de
insertar en la obra fragmentos de realidad).
La situación del pintor malagueño
mejoró sustancialmente durante esta
etapa. Los cubistas encontraron
un apasionado defensor desde 1908 en el
marchante Kahnweiler, que fue
buscando cauces para que el movimiento
encontrase espacios para exponer
y coleccionistas interesados en sus
obras. En 1911 Picasso firmaría
un contrato por el que Kahnweiler se
convirtió en su representante, al
tiempo que comenzaba una serie de
importantes exposiciones
internacionales que dieron a conocer el cubismo
en Berlín, Ámsterdam o Nueva
York. En el plano personal fue además el
año de su primera gran ruptura
sentimental. El pintor finalizó su
relación con Fernande,
deteriorada desde hacía tiempo, a la que
sustituyó al poco tiempo por Eva
Gouel. Sería la primera separación que
iniciaría la larga serie de
mujeres que ocuparían su vida, tan
esenciales para él pero a las que
hacía padecer todos los sinsabores y
desvelos de su genio artístico.
Picasso no podía vivir sin su amor, pero
a veces les imponía auténticos
tormentos. Según su propio nieto, Olivier
Widmaier Picasso, «mi abuelo era
un rey sol, un astro dominante. Las
mujeres eran los planetas
satélites, girando satisfechas sobre sí
mismas, acercándose a la
estrella, a veces alejándose, si es que él no
decidía enviarlas al otro extremo
de la galaxia, donde se extinguían».
Eran los años en los que
comenzaba su fama internacional y en los que su
obra llamaba la atención de
artistas de todo el mundo. Sin embargo,
todos tenían muy claro desde
entonces que Picasso era un artista
solitario. Quitando a Braque, con
el que realmente colaboró durante los
meses en los que maduró el
cubismo, la creación era para él fruto de la
soledad. Como sostiene el
historiador del arte Juan J. Luna, «no tenía
discípulos, pero sí legiones de
imitadores, ingenuos en cierto modo;
cuando comenzaban a seguir una
senda nueva por él abierta, encontraban
que el polifacético e
imprevisible genio ya la había recorrido
íntegramente hasta sus últimas
consecuencias y, agotadas sus
posibilidades, la abandonaba para
iniciar otro camino estético».
Efectivamente, Picasso no se
quedó estancado en el cubismo. Aunque en su
producción la estética cubista
siguió presente de forma continuada hasta
1923, desde mediados de la
segunda década del siglo XX comenzó a
explorar nuevas vías de expresión
que le llevaron por derroteros muy
diferentes. Pero esa trayectoria
se hizo en un contexto muy distinto, no
ya en el París luminoso del final
de la Belle Époque, sino en la Europa
inmersa en el horror de la
Primera Guerra Mundial.
De una guerra mundial a otra
La Primera Guerra Mundial fue un
momento duro en la vida de Picasso, no
sólo por el terrible sufrimiento
que la contienda supuso en la vida de
la población europea, sino
también por su propia trayectoria en esos
años. El preludio lo había puesto
la muerte de su padre, fallecido en
1913 en Barcelona, ciudad a la
que volvería en ocasiones durante la
contienda, que pasó
fundamentalmente en París. Allí protagonizó en 1915
un hecho sorprendente para el
medio artístico. En ese año pintó y dio a
conocer al público dos retratos,
uno de Ambroise Vollard y otro de Max
Jacob, absolutamente realistas,
con un dibujo inspirado en el pintor
neoclásico Ingres y alejado del
estilo conceptual del cubismo. Sus
amigos y seguidores se mostraron
absolutamente sorprendidos. La crítica
habló de crisis, retorno a los
orígenes, llamada al orden frente al caos
en que había degenerado la
evolución de los estilos artísticos… Todavía
hoy los historiadores del arte se
preguntan por qué Picasso decidió
desarrollar desde entonces y
durante diez años una línea figurativa
convencional, aunque siempre
influida por su genial concepción de la
realidad artística y sin que eso
supusiese el abandono del lenguaje
contemporáneo. En esa etapa
Picasso fue dos pintores en uno, ya que
siguió desarrollando el cubismo
sintético.
Ese mismo año también murió tras
una larga enfermedad Eva Gouel, lo que
le sumió en una soledad emocional
absoluta en un momento en el que la
subsistencia en París era
difícil. Pero un encuentro le fue planteando
nuevos horizontes que le
permitirían superar la crisis. Le presentaron
al escritor y artista francés
Jean Cocteau, que le puso en contacto con
el empresario ruso Sergei
Diaghilev, director de la que había sido desde
principios de siglo la más
prestigiosa e innovadora compañía de ballet
en Francia, Les ballets russes.
Desde entonces comenzó a colaborar con
el empresario para el diseño de
decorados, telones y figurines de nuevas
producciones. Durante cinco años
colaboraría con la compañía en los
montajes de los ballets Parade
(1917, con música de Erik Satie), El
sombrero de tres picos (1919, con
música de Manuel de Falla) y
Pulcinella (1920, con música de
Igor Stravinsky). Pero la aportación más
importante de los ballets rusos
para Picasso fue el de una nueva
estabilidad emocional. En febrero
de 1917 viajó con Cocteau a Roma para
continuar el trabajo en Parade,
donde conoció a la bailarina Olga
Koklova, con la que se casaría al
año siguiente y que sería la madre de
su primer hijo, Paulo, nacido en
1921. Todavía tendría que superar antes
del fin de la guerra la muerte de
su gran amigo Apollinaire en 1918.
Los años siguientes son de
optimismo, un estado de ánimo que queda
reflejado en su obra. A sus obras
figurativas, como los retratos de Olga
sentada en un sillón (1917) o
Paulo vestido de Arlequín (1923), y las
pertenecientes al cubismo
sintético tardío, cuyo punto de llegada sería
la obra maestra Los tres músicos
(1921), se vinieron a sumar un tercer
grupo de inspiración
grecorromana. El viaje a Italia de la primavera de
1917, además de a Roma, le llevó
a Nápoles, Pompeya y Herculano, donde
redescubrió la tradición clásica
antigua que despertó en él un renovado
entusiasmo por pintar obras de
ambiente mediterráneo, gran
monumentalidad en las formas e
inspiración antigua; a este grupo
pertenecen obras como Tres
mujeres en una fuente (1921), o La flauta de
Pan (1923). El conjunto de estos
cuadros compone un momento de serenidad
y contemplación en la obra de
Picasso, como si el torrente incesante de
su discurrir artístico hubiese
encontrado un remanso momentáneo. Pero el
remanso duró poco. A mediados de
la década comenzó a distanciarse de
Olga, de la que se separaría
definitivamente en 1935. Al mismo tiempo,
el ambiente artístico de
posguerra se había visto sacudido por una nueva
corriente creativa, el
surrealismo, que postulaba la ruptura con la
conciencia (introduciendo en las
expresiones artísticas el mundo del
subconsciente y los sueños) y la
subversión de las convenciones
sociales. El movimiento surgió en
torno al escritor André Breton y
estuvo compuesto por un grupo muy
compacto en el que Picasso no entró,
pero por el que sintió una gran
simpatía. Algunas de sus obras fueron
expuestas en la primera
exposición de los surrealistas en 1925 y en su
producción de los años siguientes
existen obras que denotan la
influencia del grupo, como la
Bañista sentada (1930). Asimismo
aparecieron rasgos de un fuerte
simbolismo, como la presencia reiterada
del minotauro, ser mitológico al
que atribuye un significado telúrico y
sexual de gran potencia simbólica
y que algunos autores han visto como
un reflejo del propio Picasso en
su obra (el ejemplo más acabado del uso
del minotauro figura en la serie
de grabados Suite Vollard, de 1931).
Los años treinta estuvieron
marcados por la convivencia entre la
angustia y la serenidad. La
angustia se expresó en algunas obras que,
arrancando de su inspiración
surrealista de la década anterior, fueron
adquiriendo tintes más tensos y
crispados. El contrapunto a estas
creaciones lo traería de nuevo
una relación amorosa. En 1927 Picasso
había conocido a Marie-Thérèse
Walter, una joven de dieciocho años con
la que empezó una relación
adúltera de la que nacería su hija Maya, en
1935, y que le inspiró una serie
de coloridos retratos en los que
predominan las líneas curvas y
los colores vivos, y que transmiten
gracia, placidez y sensualidad
(como El sueño o Mujer ante el espejo,
ambos de 1932). La escultura
cobraría nuevo protagonismo (gracias a su
colaboración desde 1928 con el
escultor barcelonés Julio González, que
le enseñó a soldar el hierro
dando como fruto numerosas esculturas
metálicas) y temas que no
cultivaba desde sus años de aprendizaje
reaparecerían gracias al viaje a
España que realizó en 1934, como las
corridas de toros. Pero la
tendencia general de estos años fue de una
creciente angustia vital, sin
duda inducida por el contexto crítico de
la situación política del
momento, que tendría un primer estallido con
el comienzo de la Guerra Civil
española en julio de 1936.
Una obra culmunante: el Guernica
El 20 de noviembre de ese año, el
gobierno de la República, en un gesto
que quería atraer la atención de
la opinión pública internacional,
nombró director del Museo del
Prado a Picasso, siguiendo así la
tradición decimonónica de nombrar
artistas al frente de dicha
institución. El malagueño, que se
comprometió desde el principio con la
causa del gobierno legítimo, no
tomó posesión del cargo ni se trasladó a
la Península, pero sí aceptó el
encargo que le realizaron las
autoridades culturales
republicanas. En 1937 habría de celebrarse en
París una nueva Exposición
Universal y la República en guerra quería
mostrar al mundo que era capaz de
montar un pabellón en el que
participasen los mejores artistas
españoles y extranjeros comprometidos
con la causa republicana. El
edificio fue diseñado por el arquitecto
racionalista José Luis Sert; para
su interior realizaron obras artistas
de la talla de Joan Miró, Julio
González o Alexander Calder. A Picasso
se le encargó la confección de un
gran lienzo que hiciese de mural para
una de las paredes del interior
del pabellón. Picasso había conocido
para entonces a una nueva musa,
la pintora y fotógrafa de veintinueve
años Dora Maar, con la que había
iniciado una apasionada relación.
Estando con ella recibió la
noticia de que el 28 de abril la aviación
alemana había arrasado la pequeña
localidad vizcaína de Guernica
provocando una matanza entre la
población de la comarca que había
acudido a ella por ser día de
mercado. La impresión que produjo en el
artista fue inmensa. El 1 de mayo
comenzó a realizar los primeros
bosquejos y en junio la obra
estaba acabada (Dora Maar dejó un
testimonio gráfico de gran valor
al fotografiar las diferentes fases en
la evolución de la obra). El
resultado fue un gran lienzo, de tres
metros y medio de alto por casi
ocho de largo, en el que se presenta una
escena articulada en torno a la
figura central de un caballo herido del
que ha caído el guerrero que lo
montaba. A la derecha del grupo central,
dos mujeres se asoman para
contemplar la escena mientras dan la espalda
a una figura que en el extremo
grita en un edificio en llamas. A la
izquierda del grupo central, la
enigmática figura de un toro parece
proteger a una madre que sostiene
en brazos a su hijo muerto. La escena
transcurre en un trasfondo
oscuro, aunque la imagen de la bombilla
cenital parece evocar el disco
solar (el bombardeo se produjo de día).
Juan J. Luna describe el Guernica
como un «formidable grito de denuncia
de todas las guerras del pasado y
del futuro. Por su siempre demostrada
habilidad para la síntesis y la
tremenda fuerza simbólica del cuadro,
Picasso, al originar esta
vibrante creación, la convirtió, sin
proponérselo, en bandera
universal del pacifismo y en una crítica
descarnada de la prepotencia
destructiva que los fuertes desalmados
ejercen sobre los débiles
inermes; asimismo supuso la constatación del
triunfo de la injusticia y el
terror en un mundo que se dirigía
irremisiblemente hacia el
infierno…». Ese infierno de la Segunda Guerra
Mundial seguiría inspirándole
obras llenas de angustia y dolor hasta el
fin de la contienda, que pasó
encerrado en su estudio parisino bajo la
atenta vigilancia de las
autoridades invasoras alemanas. Sin embargo, el
calvario de la guerra no iba a
durar siempre.
Los años posteriores a 1945
estuvieron marcados por una nueva fase
creadora caracterizada por el
abandono del tono tenebroso y la adopción
de temas y colores alegres, que
dejan patente la ilusión del artista por
un contexto de libertad. Como en
ocasiones anteriores, este nuevo
estallido creativo se vio
acompañado de una nueva relación amorosa. En
1943 conoció a la pintora
Françoise Gilot con la que iniciaría una
relación de la que nacerían sus
hijos Claude (1947) y Paloma (1949)
antes de su separación en 1953.
En este tiempo abordó una producción
febril en pintura, escultura,
grabado y una nueva expresión, la
cerámica, que empezó a cultivar
en 1947 y de la que dejaría más de tres
mil quinientas piezas antes de su
muerte. Desde los años cincuenta sus
pinturas empezaron a ser una
suerte de reflexión sobre la historia del
arte y el papel de los artistas
en el proceso creador. Comenzó a
realizar series de lienzos en los
que hacía variaciones de grandes obras
de maestros antiguos y modernos,
como Las mujeres de Argel de Delacroix
(1955), Las meninas de Velázquez
(1957) o El rapto de las Sabinas de
David (1963).
Todavía Picasso tuvo tiempo de
conocer al último amor de su vida.
Después de que Françoise lo
abandonase con sus dos hijos, en 1954
conoció a Jacqueline Roque, de
veintisiete años, con la que contraería
segundas nupcias en 1961. Los
años finales del maestro fueron de
producción frenética, como si
fuese consciente de que su tiempo se
acababa y quisiese exprimir el
que le quedaba para dejar expresado todo
su mundo interior. Fueron años en
que pasó la mayor parte del tiempo en
varias localidades del sur de
Francia, en el ambiente mediterráneo que
tan familiar le resultaba y que
le recordaba a su España natal. La
muerte le sorprendió en Mougins
el 8 de abril de 1973, y fue enterrado
en su propiedad de Vauvenargues
dos días más tarde. Tenía noventa y dos
años y llevaba ochenta y cuatro
pintando.
Picasso es el gran nombre del
arte del siglo XX. A lo largo de su
dilatada carrera abrió con paso
magistral las sendas por las que
caminarían varias generaciones
posteriores de creadores hasta llegar a
nuestros días. Su inagotable
capacidad creadora fue un ejemplo de
independencia y autenticidad en
el ejercicio de su profesión a la que se
entregó con toda la pasión que
nació de su genio. Fue ante todo y por
encima de todo un artista, con
las luces y las sombras que tal condición
conllevó para quienes le
rodearon. La amplitud de su legado es
inabarcable pues con él se marca
un antes y un después en la historia de
las expresiones artísticas. En
palabras del Premio Nobel de Literatura
Octavio Paz, «la vida y la obra
de Picasso se confunden con la historia
del arte del siglo XX. Es
imposible comprender la pintura moderna sin
Picasso, pero, asimismo, es
imposible comprender a Picasso sin ella. No
sé si Picasso es el mejor pintor
de nuestro tiempo; sé que su pintura,
en todos sus cambios brutales y
sorprendentes, es la pintura de nuestro
tiempo».
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