La Nobel altruista
Pocas veces una vida y una
vocación llegan a identificarse tanto como en
el caso de Marie Sklodowska
Curie. No descubrió la radiactividad, pero
sus aportaciones al estudio de
los fenómenos radiactivos con el
descubrimiento del radio y el
polonio la harían merecedora hasta en dos
ocasiones de sendos Premios Nobel
en Física y Química, además de
convertirla en la primera mujer
en ejercer la docencia en la Sorbona de
París, y eso en un tiempo en el
que la ciencia era un campo reservado a
los hombres. Marie Curie fue una
mujer absolutamente entregada al
estudio, disciplinada,
perseverante, brillantísima, espartana hasta
rayar en el ascetismo, con una
capacidad de sacrificio personal que la
llevaría a anteponer el avance de
sus investigaciones a su propia salud,
y con una honradez y sentido
ético tan elevados que jamás consintió en
hacer de sus investigaciones una
fuente de lucro particular. Tanto ella
como su marido, el también
científico Pierre Curie, con quien trabajó
inseparablemente hasta quedar
viuda, se negaron a patentar el radio, lo
que les habría permitido evitar
estrecheces y las más que precarias
condiciones en que realizaron
durante años sus experimentos. Su único
interés fue el avance del
conocimiento y la contribución al progreso de
la humanidad, a la que ofrecieron
altruistamente sus descubrimientos. La
vida de Marie Curie es una
historia de lucha, coraje, sacrificio y
constancia, pero sobre todo es la
historia de una mujer que vivió para
una pasión: saber.
Desde el siglo XVIII Polonia era
una nación repartida entre tres
estados: Rusia, Prusia y Austria.
Aunque en tiempo de Napoleón éste creó
con su territorio el Gran Ducado
de Varsovia, la caída del emperador
francés y el nuevo reparto de
poderes establecido por el Congreso de
Viena (1815) determinó su anexión
a la Rusia de los zares. La sucesión
de dominaciones extranjeras sería
la causa del surgimiento de un fuerte
sentimiento nacionalista en
Polonia que, a lo largo del siglo XIX,
alentó varios levantamientos
revolucionarios contra el poder ruso. Tras
uno de ellos, ocurrido en 1863,
Rusia recrudeció su política represora
sobre toda muestra de identidad
cultural o política polaca, llegando
incluso a prohibir el empleo de
la lengua autóctona y, por supuesto, su
enseñanza. En esa Polonia
oprimida nació el 7 de noviembre de 1867 Marya
Salomee Sklodowska, a quien
décadas más tarde el mundo entero conocería
por su nombre de casada, Marie
Curie.
El deseo de estudiar
Marie fue la menor de los cinco
hijos que tuvo el matrimonio formado por
el profesor de matemáticas y
física Wladyslaw Sklodowski y la también
profesora Bronislawa Boguska. Sus
hermanos mayores eran Sofie, Helena,
Bronislawa y Jozef. En el hogar
de los Sklodowski se respiraba un
ambiente propicio al estudio, de
modo que tanto Wladyslaw como
Bronislawa procuraron ofrecer a
todos sus hijos, independientemente de
su sexo, una educación esmerada
alentándolos a cursar carreras
universitarias. La situación
económica de la familia era complicada,
pues los ingresos que ambos
progenitores obtenían en sus respectivos
trabajos como profesores no eran
muy elevados, razón por la que desde
muy pequeña Marie aprendió a
distinguir entre lo necesario y lo
superfluo y a ser muy austera en
lo personal. En 1873, el despido de
Wladyslaw del Liceo de Varsovia
como consecuencia de la política rusa de
marginación de los ciudadanos
polacos del funcionariado, complicó aún
más una situación que se vería
agravada por dos tragedias sucesivas, la
muerte de Sofie por tifus en 1876
y la de su madre por tuberculosis en 1878.
Marie asistió junto con sus
hermanas a una escuela local en la que
rápidamente despuntó como
estudiante, de forma que con diez años asistía
al mismo curso que su hermana
Helena, dos años mayor que ella. En la
escuela no sólo recibió la
formación habitual, sino que, como era
frecuente en muchas instituciones
educativas de Polonia, también asistió
a clases de historia y lengua
polacas que de forma clandestina se
impartían para quienes quisieran.
El amor por su patria y la defensa de
su cultura formaban parte de las
convicciones más profundas de la
familia Sklodowski (el abuelo de
Marie había tomado parte activa en la
rebelión de 1863) y continuarían
siéndolo para Marie durante toda su
vida. En junio de 1883 finalizó
los estudios equivalentes a la actual
secundaria como la alumna más
brillante de su promoción, si bien su
altísimo nivel de exigencia la
llevó a la extenuación física y
psicológica, por lo que su padre
decidió que pasase un año de reposo en
el campo junto con unos
parientes. Su vocación por saber era tan
profunda que siempre se exigiría
los mayores esfuerzos para llegar a las
metas que se marcaba, aunque su
salud pudiera resentirse.
En otoño del año siguiente, ya
recuperada, Marie regresó a casa y aunque
tanto su deseo como el de su
padre habría sido iniciar una carrera, la
precaria economía familiar no se
lo permitió. Decidida a colaborar al
sustento común y a hacer al
tiempo todo lo posible por continuar su
formación, resolvió junto con su
hermana Bronislawa (a la que
familiarmente llamaban Bronia, y
que desde la muerte de la madre se
convertiría en su gran
confidente) comenzar a dar clases particulares
combinándolas cuando podían con
la asistencia a la «Universidad volante»
de Varsovia, una organización
clandestina orientada a la educación
superior de mujeres y la difusión
de la cultura polaca. Pese al enorme
esfuerzo tanto de Marie como de
su hermana, los ingresos que obtenían
por sus clases no eran
suficientes como para costear los estudios
superiores de ambas. Bronia
deseaba estudiar medicina en la Universidad
de París, la Sorbona, y en los
dos años en que se había dedicado a dar
clases sólo había logrado ahorrar
el dinero suficiente para pagarse el
viaje y costear los gastos de
matrícula del primer año. Marie pensó
entonces que si buscaba un
trabajo fijo podría ayudar a su hermana a
pagar sus estudios, y quizá más
adelante Bronia podría hacer lo mismo
con ella. No estaba dispuesta a
renunciar a su deseo de estudiar una
carrera, pero sí a aplazarlo para
que también su hermana pudiera
conseguirlo. Así, en septiembre
de 1885, Marie se dirigió a una agencia
de trabajo para solicitar empleo
como institutriz, y ese mismo otoño
entró al servicio de la familia
de un abogado de Varsovia. Mientras,
Bronia partía hacia París.
La experiencia de Marie resultó
ser bastante dura, pues como ella misma
escribiría en diciembre de 1885 a
su prima Henrietta Michalowska, no
encontró un entorno precisamente
acogedor en la familia para la que
trabajaba: «Querida Henrika:
Desde que nos separamos mi existencia ha
sido la de una prisionera. Como
sabes, me coloqué en casa de los B., la
familia de un abogado. Ni a mi
peor enemigo desearía que viva en tal
infierno. Mis relaciones con la
señora B. llegaron a ser tan frías que,
no pudiéndola soportar, se lo
dije. Y como ella era exactamente tan
entusiasta de mí como yo de ella,
nos hemos entendido a las mil
maravillas. Es una de esas
familias ricas en donde, cuando hay gente, se
habla francés —un francés de
camareros—, y en donde no se pagan las
facturas en seis meses (…) están
dominados por el más sombrío
embrutecimiento». Nada tiene de
raro que, en esa situación, Marie
procurase cambiar de trabajo
rápidamente, de forma que a comienzos del
año siguiente abandonó Varsovia
para empezar a trabajar en casa de una
adinerada familia de Szczuki, a
cien kilómetros de la ciudad. La vida
como institutriz con los Zorawski
mejoró mucho respecto a su triste
precedente pues en esta ocasión
la trataron con consideración y afecto.
Se ocupaba de la educación de sus
dos hijas, Bronka y Andzia, de
dieciocho y diez años,
respectivamente, y en sus escasos ratos libres
continuaba leyendo y estudiando
por su cuenta para no abandonar su
formación. Marie era una joven
muy independiente, de firmes convicciones
políticas y de ideas avanzadas
para su época, particularmente en
relación con la formación de las
mujeres, y aunque por su trabajo se
veía obligada a disimularlas, su
espíritu continuó forjándose en ellas
durante esos años. Así, en abril
de 1886 escribía nuevamente a su prima:
«Vivo como se tiene por costumbre
vivir en mi posición. (…) ¿La
conversación en sociedad? Chismes
y más chismes. Los únicos temas de
conversación son los vecinos, los
bailes, las reuniones, etc. Por lo que
al baile se refiere habría que ir
muy lejos en busca de mejores
bailarinas que estas jóvenes. (…)
No son malas criaturas; algunas
incluso son inteligentes, pero su
educación no ha desarrollado su
espíritu. (…) En cuanto a los
muchachos, hay muy pocos que sean amables
y menos aún inteligentes. Para
las unas y para los otros, palabras tales
como “positivismo”, “cuestión
obrera”, etcétera, son verdaderas “bestias
negras”, suponiendo que las hayan
oído pronunciar alguna vez, lo cual
sería una excepción. (…) ¡Si
vieras qué ejemplar conducta tengo! Voy a
la iglesia cada domingo y días de
fiesta, sin invocar jamás un dolor de
cabeza o una “gripe” para
quedarme en casa. No hablo casi nunca de la
educación superior de las
mujeres. Y de una manera general, observo en
mis propósitos la discreción que
mi obligada condición me impone». Y en
diciembre decía: «He adquirido la
costumbre de levantarme a las seis de
la mañana, para poder trabajar
más, pero no puedo hacerlo siempre. (…)
Leo en este momento la física de
Daniel, de la que he leído ya el primer
tomo, la sociología de Spencer en
francés y las lecciones de anatomía y
de fisiología de Paul Beers, en
ruso. Leo muchas cosas a la vez. (…)
Cuando me siento absolutamente
inepta para leer con provecho, resuelvo
problemas de álgebra y de
trigonometría, que no soportan faltas de
atención y me devuelven al buen
camino». Tenía sólo diecinueve años,
pero su carácter y sus intereses
estaban ya plenamente definidos.
Marie permaneció en casa de los
Zorawski hasta junio de 1889 y en ese
tiempo encontró ocasión para
organizar unas clases gratuitas junto con
Bronka para los hijos de obreros
y campesinos del lugar, y también para
enamorarse en el verano de 1888
de Kazimierz, el hijo mayor de sus
patrones. Aunque era
correspondida, los padres de Kazimierz se opusieron
a la relación dada la diferencia
social entre ambos, de modo que Marie
tuvo que pasar sobre su
humillación y su tristeza para seguir trabajando
en casa de los Zorawski todavía
un año más. A su regreso a Varsovia
continuó trabajando como
institutriz hasta que en marzo de 1890 recibió
una carta de su hermana Bronia.
En ella le notificaba su próximo
matrimonio con un estudiante de
medicina e invitaba a su hermana a que,
con su ayuda, ahorrase dinero
durante un año para seguir sus pasos.
Llena de dudas por tener que
dejar a su padre y a su hermana Helena y
tras muchos meses de duro trabajo
y privaciones para conseguir ahorrar,
en los primeros días de noviembre
de 1891 Marie se subía a un vagón de
cuarta clase del tren que por fin
la conducía a la Sorbona.
El triunfo de la voluntad
El 3 de noviembre de 1891 Marie
comenzó sus clases en la Facultad de
Ciencias de la Sorbona. Era una
de las poquísimas mujeres que
conformaban el aproximadamente
tres por ciento de la población
universitaria femenina en la
época, lo cual suponía de por sí un
obstáculo añadido. Con el dinero
que había ahorrado apenas podía cubrir
sus gastos y el transporte hasta
la universidad, ya que se alojaba en
casa de su hermana Bronia —ya
casada— en las afueras de París. Además,
rápidamente pudo comprobar que su
formación autodidacta tenía algunas
carencias, por lo que se entregó
en cuerpo y alma al estudio con el fin
de alcanzar el nivel necesario
para sacar todo el rendimiento a las
clases que recibía de algunos
profesores tan importantes como Gabriel
Lippmann, Paul Appell o Henri
Poincaré. Pese a todo no podía ser más
feliz pues, como reconocería en
su autobiografía, «todo lo que vi y
aprendí que era nuevo me
encantaba. Era como si se me abriese un nuevo
mundo, el mundo de la ciencia,
que por fin me era permitido conocer con
toda libertad».
Pero la vida en casa de su
hermana estaba llena de distracciones y el
tiempo que perdía en ir y volver
de la universidad se le antojaba
excesivo, así que a los pocos
meses de llegar a París, Marie logró
convencer a Bronia para que la
dejase alquilar una pequeña buhardilla a
sólo quince minutos de la
facultad. Estaba completamente obsesionada con
aprovechar la oportunidad que por
fin había logrado, y en su obsesión
Marie, como le sucedería muchas
más veces, se olvidó de sí misma. Para
economizar los escasos cien
francos mensuales de los que disponía,
pasaba sin calefacción y
prácticamente no comía. Todo su tiempo y sus
energías estaban volcadas a una
sola cosa, estudiar. Como no podía ser
de otro modo, su salud se fue
deteriorando hasta que un desvanecimiento
producido por anemia supuso la
señal de alarma para Bronia y su marido.
Marie tuvo que regresar a casa de
su hermana para poder recuperarse,
aunque en pocas semanas recobró
su agotador ritmo de trabajo. Tras los
obstáculos iniciales, Marie
comenzó a revelarse como una alumna muy
brillante, incluso llegó a
colaborar en el laboratorio del profesor
Lippmann. Finalmente, en julio de
1893 se presentó a los exámenes para
obtener la licenciatura en
Física, y cuando los resultados se hicieron
públicos Marie figuraba como la
primera de su promoción. En aquel año
sólo otra mujer había conseguido
licenciarse en toda la Sorbona.
Con el comienzo del nuevo curso
Marie obtuvo una beca de estudios de la
Fundación Alexandrowitch que
financiaba a alumnos especialmente
aventajados. Gracias a ese dinero
pudo comenzar su segunda licenciatura,
esta vez en Matemáticas, en una
situación mucho más desahogada y sin
depender de la ayuda de pudiera
hacerle llegar su padre. Años más tarde,
Marie se convertiría en la única
becada de la Fundación que devolviese
el dinero recibido para que otros
estudiantes como ella pudiesen
disfrutar de la ayuda. Fue en ese
mismo año cuando Marie conoció en casa
de unos amigos a Pierre Curie,
quien por entonces era ya una reputado
físico gracias a sus
investigaciones sobre el principio de electricidad
polar (piezoelectricidad). La
impresión que produjo a Marie quedaría
recogida en su autobiografía:
«Cuando entré en la habitación vi,
enmarcado por la ventana francesa
que se abría al balcón, un hombre
joven y alto con pelo castaño
rojizo y grandes, limpios, ojos. Advertí
la expresión grave y amable de su
cara, al igual que un cierto abandono
en su actitud, sugiriendo el
soñador absorto en sus reflexiones. Me
mostró una sencilla cordialidad y
me pareció muy agradable. Después de
aquel primer encuentro expresó el
deseo de verme de nuevo y continuar
nuestra conversación de aquella
tarde sobre asuntos científicos y
sociales en los que ambos
estábamos interesados, y sobre los que
parecíamos tener opiniones
similares». En efecto, durante los meses
siguientes Pierre Curie frecuentó
a Marie y rápidamente surgió entre
ambos una amistad que para el
primero se convertiría en poco tiempo en
amor. Al finalizar el curso Marie
obtuvo su licenciatura en Matemáticas;
para entonces Pierre Curie ya le
había propuesto matrimonio, pero no
sería hasta el otoño del año
siguiente, al regreso de Marie de una larga
visita a su padre en Varsovia,
cuando se decidiría a aceptar la
propuesta del científico.
Contrajeron matrimonio el 26 de julio de 1895
en una ceremonia sencilla y
civil.
Pierre, que acababa de
doctorarse, trabajaba como profesor en la Escuela
Municipal de Física y Química
Industriales de París y Marie comenzó a
prepararse para obtener también
una plaza de profesora. Ambos dedicaban
todo el tiempo que podían a
estudiar y llevaban una vida tranquila sin
casi ninguna distracción social.
En septiembre de 1897 Marie dio a luz a
la primera de sus hijas, Irène, y
a pesar de sus nuevas
responsabilidades familiares se
propuso iniciar sus estudios de
doctorado. Fue entonces cuando
centró su atención en los trabajos del
físico francés Antoine-Henri
Becquerel, que en 1896 había descubierto el
fenómeno de la radiactividad
(todavía no llamado así puesto que tal
nombre se debería a los trabajos
de Marie) al observar que las sales de
uranio dispuestas sobre una placa
fotográfica cubierta de papel negro
producían modificaciones en la
placa sin presencia de luz. Becquerel
estudiaba las propiedades del
uranio con vista a la producción de rayos
X, pero tanto a Marie como a
Pierre Curie el fenómeno de la
radiactividad les había
interesado enormemente, por lo que Marie decidió
escoger como tema de
investigación para su tesis doctoral la naturaleza
de las radiaciones que Becquerel
había descrito en las sales de uranio.
Una vez decidido el tema, hacía
falta encontrar un espacio que sirviese
de laboratorio, y gracias a las
gestiones de Pierre en la Escuela de
Física y Química les fue cedido
con tal fin un antiguo almacén
acristalado en el sótano del
edificio que albergaba la institución.
Húmedo, frío, sometido a bruscos
cambios de temperatura… nada más lejos
de lo que debe ser un
laboratorio; pero allí el matrimonio Curie
lograría increíbles avances
científicos.
Hacia el primer Premio Nobel
A finales de 1897 Marie comenzó a
trabajar en el laboratorio. Sus
primeros trabajos los describe
del siguiente modo el catedrático de
Historia de la ciencia y biógrafo
de Marie Curie, José Manuel Sánchez
Ron: «Lo que hizo Marie en
aquellas sus primeras investigaciones en el
campo de la radiactividad fue,
por un lado, estudiar la conductibilidad
del aire bajo la influencia de la
radiación emitida por el uranio,
descubierta por Becquerel, y, por
otra parte, buscar si existían otras
sustancias, aparte de los
compuestos del uranio, que convirtiesen el
aire en conductor de la
electricidad. (…) De esta manera Marie examinó
un gran número de metales, sales,
óxidos y minerales». Los experimentos
de Marie tras varios meses de
trabajo le permitieron llegar a varias
conclusiones: por una parte, pudo
determinar que todos los compuestos de
uranio emitían radiación y que
ésta era mayor en la medida en que dichos
compuestos presentaban más
cantidad de uranio. Pero asimismo comprobó
que dos minerales de uranio, la
pechblenda (óxido de uranio) y la
calcolita (fosfato de cobre y de
uranio) eran mucho más radiactivos que
el mismo uranio, lo que la llevó
a intuir que debían de existir en ellos
elementos mucho más activos. El
descubrimiento del radio y el polonio
despuntaba en el horizonte.
Para poder comprobar la hipótesis
de Marie era necesario aislar los
nuevos elementos cuya existencia
intuía. La tarea era científicamente
tan compleja y requería tanto
trabajo que Marie solicitó a Pierre su
colaboración. En palabras de
Sánchez Ron, «en la colaboración de Marie y
Pierre, y en la medida en la que
sea posible distinguir con claridad
responsabilidades diferentes,
ella asumió sobre todo las tareas
asociadas a los análisis químicos
y él las asociadas a los físicos».
Unos meses después, el 18 de
julio de 1898, Marie y Pierre Curie
presentaban ante la Academia de
Ciencias de Francia un artículo conjunto
titulado «Sobre una nueva
sustancia radiactiva contenida en la
pechblenda». Habían descubierto
un nuevo elemento de la naturaleza al
que Marie, en honor a su patria,
había denominado polonio. Además, en su
artículo se empleaba por primera
vez el término «radiactividad» y desde
entonces sería adoptado por toda
la comunidad científica. Durante sus
trabajos, Marie obtuvo indicios
de la existencia en la pechblenda de
otro elemento también radiactivo
pero que, según sus cálculos, debía de
estar presente en dicha sustancia
en una proporción muy pequeña. Para
identificarlo, Pierre y Marie
pidieron ayuda al químico Gustave Bémont,
que aceptó unirse a sus trabajos.
Tras unos meses, el 26 de diciembre,
el matrimonio Curie y Bémont
presentaban ante la Academia un nuevo
artículo («Sobre una nueva
sustancia fuertemente radiactiva contenida en
la pechblenda») en el que
anunciaban al mundo el descubrimiento de un
nuevo elemento al menos
novecientas veces más radiactivo que el uranio y
al que bautizaron con el nombre
de radio.
Los experimentos de los Curie les
habían permitido identificar la
existencia de dos nuevos
elementos radiactivos, el polonio y el radio.
Pero en el caso del segundo aún
les restaba la dificilísima tarea de
conseguir aislarlo en estado
puro. A ello consagrarían los siguientes
cuatro años, trabajando sin
descanso con toneladas de residuos de
pechblenda procedentes de las
minas de San Joachimsthal en Bohemia y
constantemente expuestos a la
radiación emitida por las sustancias
estudiadas. Como afirmaría la
propia Marie, «no teníamos dinero,
laboratorio, ni ayuda para llevar
a cabo esa labor importante y difícil
(…) puedo decir sin exageración
que ese período fue, para mi marido y
para mí, la época heroica de
nuestra existencia común». Finalmente, el
28 de marzo de 1902 Marie pudo
presentar ante la comunidad científica
una muestra de un decigramo de
cloruro de radio y la cuantificación del
peso atómico del nuevo elemento.
En junio del año siguiente, una Marie
embarazada obtenía su doctorado
en Ciencias Físicas con la tesis
Investigaciones sobre las
sustancias radiactivas. Sin embargo los
estragos que sobre su salud
estaba produciendo la exposición a la
radiación la harían perder a la
hija que esperaba en el mes de agosto.
Cuando terminaba de reponerse, en
noviembre de 1903 una noticia volvería
a dibujar una sonrisa en su cara:
Pierre y Marie habían sido merecedores
del Premio Nobel de Física de ese
año compartido con Henri Becquerel. Su
trabajo y su perseverancia eran
recompensados como merecían, pero su
vida nunca volvería a ser la
misma.
Soledad, otro Nobel y una guerra
El Nobel trajo consigo el
reconocimiento internacional del trabajo del
matrimonio Curie pero también los
inconvenientes de la pérdida del
anonimato del que hasta entonces
habían disfrutado. Los nombres de
Pierre y Marie llenaron las
páginas de la prensa de la época. Grandes
titulares hablaban de una mujer
que en un mundo de hombres había
descubierto una nueva sustancia
cuyas posibles aplicaciones físicas,
médicas y químicas parecían abrir
un sinfín de posibilidades. De todas
partes llegaban telegramas de
felicitación y los medios de comunicación
de todo el mundo hacían lo
imposible por conseguir una entrevista con el
increíble matrimonio de
científicos. Aturdidos por la situación, los
Curie prefirieron no acudir a
Estocolmo a recoger el premio poniendo
como pretexto la no interrupción
de su actividad docente. Pero lo cierto
es que, como la propia Marie
escribió a su hermano en esos días, su
único deseo era recobrar la
normalidad: «Estamos atareados a causa de la
enorme correspondencia y de las
visitas de fotógrafos y periodistas.
Quisiéramos escondernos bajo
tierra para tener un poco de paz. Hemos
recibido una propuesta de América
para ir a dar una serie de
conferencias sobre nuestros
trabajos. Nos piden qué suma queremos
cobrar. Sean cuales fueren las
condiciones, tenemos la intención de
rechazarlas. No hemos aceptado
los banquetes que se querían organizar en
nuestro honor. Rechazamos esto
con gran energía y la gente comprende al
final que no cederemos». Los
Curie se sentían incómodos siendo el foco
de atención de medio mundo y, por
añadidura, se desesperaban por la
pérdida de tiempo que ello
suponía con relación a su actividad
científica. Por otra parte,
ninguno de los dos gozaba de buena salud
pues las radiaciones a las que
tanto tiempo llevaban expuestos
comenzaban a pasarles factura. De
hecho, la mala salud de Pierre les
obligaría a aplazar el discurso
sobre sus investigaciones en Estocolmo
al que quedaban obligados con la
aceptación del premio hasta junio de 1905.
A pesar de los inconvenientes, el
Nobel supuso importantes mejoras en la
vida de Pierre y Marie. Por un
lado, el premio llevaba asociada la
percepción de una importante suma
de dinero que pudieron destinar a su
investigación y, por otro, supuso
que se abriera la puerta a numerosos
reconocimientos en Francia que
hasta entonces se les había negado. Entre
ellos destacaron especialmente la
creación de una cátedra de Física
general y radiactividad en la
Sorbona para Pierre Curie en 1904 y su
admisión como miembro de la
Academia de Ciencias francesa al año
siguiente. Marie fue nombrada
jefe de trabajo del laboratorio de su
marido en la Facultad de Ciencias
en 1904, y a finales de 1905 ambos
consiguieron cambiar su maltrecho
laboratorio por uno nuevo anejo a
dicha facultad. Pero por encima
de todos los premios y honores
recibidos, la mayor alegría que
vivieron los Curie en esa época sería el
nacimiento de su segunda hija,
Ève, el 6 de diciembre de 1904.
Por fin las condiciones de
trabajo de Pierre y Marie habían mejorado, y
aún lo habrían hecho más si
cualquiera de los dos hubiese aceptado
patentar su descubrimiento. Las
múltiples aplicaciones del radio
comenzaron a revelarse de forma
casi inmediata a su descubrimiento, en
especial en el campo de la
medicina para el tratamiento de enfermedades
como el cáncer. Una patente
habría encarecido terriblemente su uso, pero
habría hecho a los Curie
inmensamente ricos. Sin embargo se trataba de
dos seres humanos excepcionales y
con una ética fuera de lo común, de
modo que jamás aceptarían
patentar el radio por considerarlo patrimonio
de la humanidad y porque, además,
rechazaban el lucro como fin de la
actividad científica.
La alegría de Marie por la
concesión del Nobel y el nacimiento de su
hija pronto se vería ensombrecida
por una desgracia que marcaría el
resto de su vida científica y
personal, la prematura muerte de Pierre el
19 de abril de 1906 en un
accidente de tráfico. Marie quedó destrozada,
pero, como siempre, se aferraría
a su enorme coraje y voluntad para
salir adelante. Rechazó todas las
ofertas de pensiones honorarias,
homenajes y colectas, y unas
semanas después del accidente volvía a
hacerse cargo del funcionamiento
del laboratorio. La Sorbona le propuso
entonces ocupar la cátedra de
Física de su marido y de ese modo Marie se
convirtió en la primera mujer
admitida como profesora en la universidad
parisina. El 15 de noviembre,
ante una expectación sin precedentes,
Marie daba su primera clase. Una
multitud de curiosos había aguardado
durante horas para asistir al
espectáculo que en la sociedad europea de
comienzos del siglo XX suponía
ver a una mujer impartiendo clase en una
universidad. Marie, sin inmutarse
por la presencia de decenas de
personas que nada tenían que ver
con la ciencia, retomó las clases con
total normalidad en el mismo
punto en que las había dejado su marido. La
mayor parte de los presentes no
entendieron nada, pero sabían que
estaban asistiendo a un hecho
histórico. En los años siguientes, Marie
continuó dedicada a sus
investigaciones sobre la radiactividad y las
propiedades del radio. En 1908
publicó un estado de la cuestión sobre el
asunto titulado La obra de Pierre
Curie, y en 1910 una monografía sobre
sus estudios con el título
Tratado sobre la radiactividad. Al año
siguiente depositaba 21
miligramos de cloruro de radio puro en la
Oficina Internacional de Pesos y
Medidas de París con lo que dejaba
establecido el patrón
internacional del elemento que había descubierto.
A pesar de sus importantes
aportaciones científicas, Marie no logró
entrar en la Academia de Ciencias
de Francia, perdiendo en la votación
realizada para ello en enero de
1911, pues como recuerda José Manuel
Sánchez Ron, «las Academias de
Ciencias han sido tradicionalmente muy
poco proclives a admitir mujeres
entre sus miembros (…) la Academia de
Ciencias de París no admitió como
miembro de pleno derecho a una mujer,
la matemática Yvonne
Choquet-Bruhat, hasta 1979». Sin embargo, el
desplante de la Academia francesa
se vio ampliamente compensado unos
meses después, ya que a comienzos
de noviembre recibía la noticia de que
había sido designada por segunda
vez para recibir un Premio Nobel, en
esta ocasión de Química. Esta
vez, Marie viajaría a Estocolmo junto con
su hija Irène y su hermana Bronia
para recoger el galardón. El Nobel no
podía llegar en mejor momento, ya
que en esos días Marie estaba viviendo
un auténtico calvario personal
que había puesto su nombre en boca de
miles de personas: el 4 de
noviembre uno de los principales periódicos
de París, Le Journal, sorprendía
a sus lectores con un artículo
sensacionalista en el que se
descubría que Marie mantenía una relación
amorosa con el también científico
Paul Langevin. El problema era que
Langevin estaba casado y tenía
hijos y, como indica Sánchez Ron, «la
sociedad de aquella época no
parecía estar dispuesta a aceptar que la
viuda de una gloria nacional,
ella misma también una figura de la
nación, desafiase la moral
tradicional». El aireamiento sin recato ni
consideración de su vida privada
y la banalización de sus sentimientos
fueron un golpe durísimo para
Marie cuya salud terminaría quebrándose,
teniendo que ser hospitalizada
entre diciembre de ese año y febrero del
siguiente.
Como siempre, Marie encontró su
mejor consuelo en el trabajo. Por
entonces comenzaron a proliferar
en Europa los primeros Institutos del
Radio, dedicados a las muchas
aplicaciones prácticas de la
radiactividad, de suerte que
Marie tuvo incluso que rechazar la
dirección del que en 1912 se
proyectaba crear en Varsovia ya que toda su
ilusión estaba depositada en el
acuerdo al que habían llegado el
Instituto Pasteur y la Sorbona
para crear un Instituto del Radio en
París con dos laboratorios, uno
dedicado a la investigación física que
estaría asociado a la cátedra de
Marie y otro volcado a la investigación
biológica y médica. La
construcción del Instituto comenzó en 1912, y a
punto de finalizar, se vería
interrumpida por el estallido de la Primera
Guerra Mundial en agosto de 1914.
Dos días antes de que la declaración
oficial de guerra de Alemania a
Francia convirtiese en realidad lo que
toda Europa temía, Marie escribía
a sus hijas que estaban veraneando en
Arcouest (Bretaña) para
tranquilizarlas, pero al tiempo ponía de
manifiesto su voluntad de ser
útil en caso de que estallase el
conflicto: «Querida Irène,
querida Ève. Las cosas parecen ir mal,
esperamos la movilización de un
momento a otro. (…) No os asustéis.
Tened calma y ánimo. Si la guerra
no estalla inmediatamente, iré a
encontrarme con vosotras el
lunes. Si no, si mi partida se hace
imposible, me quedaré aquí y os
haré volver tan pronto como sea posible.
(…) En este caso iréis a Brunoy.
Tú y yo, Irène, buscaremos la forma de
ser útiles». Y, desde luego,
encontró la forma de serlo.
Ser útil hasta el final
Durante las primeras semanas de
la guerra París estuvo amenazado por una
posible invasión alemana. En esas
circunstancias, el gramo de radio
propiedad de Francia que se
encontraba depositado para la investigación
en el laboratorio de Marie se
convertía en un codiciado tesoro para los
enemigos tanto por su altísimo
valor (cerca de un millón de francos-oro)
como por las aplicaciones para
las que podía emplearse. Consciente de
ello, Marie se hizo cargo
personalmente de su traslado a un lugar
seguro, la caja fuerte de un
banco de Burdeos, al que lo llevó por su
propia mano en compañía de un
representante del gobierno francés. El
tesoro que transportaba en sus
brazos pesaba el gramo de radio y veinte
kilos de plomo que lo rodeaban
como protección.
A su regreso a París, Marie pensó
que una de las mejores formas en que
podía ser útil durante la guerra
era aplicando sus conocimientos a la
medicina. Los aparatos de rayos X
podían prestar un magnífico servicio
no sólo en la retaguardia, sino
en el frente y en los hospitales de
campaña si se conseguían llevar
hasta allí. Con ellos se podía
determinar la ubicación de balas
o metralla, además de diagnosticar
otras lesiones. Así, Marie en
compañía de su hija Irène solicitó fondos
a la Cruz Roja francesa y a la
Unión de Mujeres de Francia para montar
la primera unidad móvil de
radiología. Un coche, una dinamo, un aparato
de rayos X, un equipo radiológico
y poco más era todo lo que necesitaba,
y una vez que lo consiguió no
dudó en ir con él allí donde fuese
necesario. Como recuerda Sánchez
Ron, «al final de la guerra, Marie
había ampliado su servicio
radiológico, llegando a poner en servicio
veinte coches, conocidos en la
zona de guerra como “pequeños Curie”».
Además de los coches
radiológicos, Marie también se dedicó durante la
contienda a formar a enfermeras
en la manipulación de aparatos de
radiología y supervisó la
instalación de cerca de doscientas salas
radiológicas en hospitales. Pese
a sus servicios no recibió ninguna
condecoración del gobierno de
Francia.
En septiembre de 1918 finalizó la
guerra. Europa se afanaba por
recuperar la normalidad y Marie
también, pero había empeñado toda su
fortuna personal en las
actividades que había desarrollado durante el
conflicto, de modo que no tenía
recursos con los que volver a poner en
marcha su laboratorio. El
gobierno francés tampoco disponía de fondos
para poder destinarlos a la
investigación y, lo que era más grave, había
desaparecido el suministro de
radio con las empresas que, antes de la
guerra, se dedicaban a
producirlo. La situación parecía insalvable
cuando inesperadamente un hecho
cambió su rumbo. En mayo de 1920, Marie,
en contra de su costumbre,
consintió en recibir a una periodista
americana que llevaba mucho
tiempo insistiendo para lograr
entrevistarla. Se trataba de
Marie Meloney, redactora de la revista
estadounidense femenina The
Delineator. Durante la entrevista celebrada
en el laboratorio de Marie, la
periodista quiso saber de qué cantidad de
radio disponía Marie para su
trabajo, y quedó muy sorprendida cuando
supo que sólo contaba con el
gramo perteneciente al gobierno y que no
tenía ninguna cantidad del
elemento que había descubierto que fuese de
su propiedad. Meloney no podía
creerlo, especialmente teniendo en cuenta
que si Marie o su esposo hubiesen
patentado el radio dispondrían de una
enorme fortuna, pero, una vez
más, Marie reiteró su intención de no
patentarlo al no considerar el
radio como algo propio sino perteneciente
a la humanidad. Por último, la
periodista le preguntó qué echaba en
falta en su laboratorio, a lo que
Marie respondió con toda franqueza que
lo que necesitaba para continuar
investigando era un gramo de radio
puesto que, dado su precio, no le
resultaba posible adquirirlo. La
sinceridad y calidad humana de
Marie impresionaron enormemente a la
periodista, que no sólo publicó
la entrevista sino que además propuso a
Marie un medio para conseguir lo
que necesitaba: si ella accedía a
viajar a Estados Unidos, dar una
serie de conferencias y escribir una
autobiografía, Meloney
organizaría una campaña publicitaria para lograr
mediante una suscripción popular
el dinero necesario (100.000 dólares)
para comprar el gramo de radio.
Marie aceptó y gracias al éxito de la
empresa emprendida por Meloney su
sueño se hizo realidad. En mayo de
1921, Marie, acompañada por sus
hijas, llegaba a Estados Unidos para
recibir de manos de su presidente
en nombre del pueblo americano un
gramo de radio que, tal y como
ella misma se encargó de que quedase por
escrito en el momento de
recibirlo, sería de su propiedad mientras
viviese para su libre uso en la
investigación y, tras su muerte,
pertenecería a su laboratorio con
el mismo fin.
El viaje a Estados Unidos, que
repetiría en 1929 para conseguir el
primer gramo de radio para
Polonia, permitió la puesta en marcha del
laboratorio de Marie a pleno
rendimiento y desde entonces la gran
científica polaca se prodigó en
viajes por el resto de Europa (incluida
España, que ya había visitado en
1919 y a donde volvió en 1931). Su
reputación internacional era
gigantesca tanto por sus aportaciones a la
ciencia como por su dimensión
humana. Marie era una leyenda viva.
Especial significado tendría para
ella el viaje a Polonia de 1925 cuando
puso el primer ladrillo del
futuro Instituto del Radio de Varsovia. Su
actividad investigadora
continuaba siendo, como siempre, incesante, pero
además ahora empleaba su fama
para contribuir también al progreso de la
ciencia. Sin embargo su salud era
cada vez más delicada. Entre 1923 y
1930 fue operada hasta cuatro
veces de la vista y todo su cuerpo se
resentía por efecto de las
radiaciones a las que había estado expuesta
durante años. Marie trataba de
disimular sus graves problemas de vista y
superar su decaimiento físico.
Animaba a su hija Irène, que había
seguido sus pasos y los de su
padre, en su proyecto de producir
radiactividad artificialmente y
llegó a ver cómo lo lograba. Pero no
tendría la satisfacción de verla
recoger el Premio Nobel de Química que
se le concedió en 1935 por ello,
pues el 4 de julio de 1934 Marie moría
víctima de una anemia perniciosa
causada por los estragos de la
radiación en su cuerpo.
Marie Curie es uno de esos
personajes que hacen más digna la historia de
la humanidad. Su vida fue una
lección constante de voluntad, vocación,
entrega y altruismo, que además
serviría para abrir nuevos horizontes en
el mundo de la ciencia. Su
inteligencia la llevó a intuir la existencia
de sustancias radiactivas
diferentes al uranio, y su tesón le permitió
descubrir el polonio y el radio.
Pudo enriquecerse y se negó por razones
éticas, jamás consintió en
beneficiarse de su posición y trabajó
buscando siempre el progreso y
bien comunes, incluso en las más tristes
condiciones de la guerra. Nada
tienen pues de extraño las palabras que
Albert Einstein le dedicó tras su
muerte: «Cuando una personalidad tan
destacada como la señora Curie
llega al fin de sus días, no debemos
darnos por satisfechos sólo con
recordar lo que ha dado a la humanidad
con los frutos de su trabajo. Las
cualidades morales de una personalidad
tan destacada como la suya quizá
tengan un significado aún mayor para
nuestra generación y para el
curso de la historia que los triunfos
puramente intelectuales. Hasta
estos últimos dependen, en un grado mucho
mayor de lo que suele creerse, de
la talla del personaje». Pocos, muy
pocos seres humanos dejan tras de
sí un legado comparable.
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