martes, 4 de noviembre de 2025

30 MARIE CURIE.

 



 

La Nobel altruista

 

Pocas veces una vida y una vocación llegan a identificarse tanto como en

el caso de Marie Sklodowska Curie. No descubrió la radiactividad, pero

sus aportaciones al estudio de los fenómenos radiactivos con el

descubrimiento del radio y el polonio la harían merecedora hasta en dos

ocasiones de sendos Premios Nobel en Física y Química, además de

convertirla en la primera mujer en ejercer la docencia en la Sorbona de

París, y eso en un tiempo en el que la ciencia era un campo reservado a

los hombres. Marie Curie fue una mujer absolutamente entregada al

estudio, disciplinada, perseverante, brillantísima, espartana hasta

rayar en el ascetismo, con una capacidad de sacrificio personal que la

llevaría a anteponer el avance de sus investigaciones a su propia salud,

y con una honradez y sentido ético tan elevados que jamás consintió en

hacer de sus investigaciones una fuente de lucro particular. Tanto ella

como su marido, el también científico Pierre Curie, con quien trabajó

inseparablemente hasta quedar viuda, se negaron a patentar el radio, lo

que les habría permitido evitar estrecheces y las más que precarias

condiciones en que realizaron durante años sus experimentos. Su único

interés fue el avance del conocimiento y la contribución al progreso de

la humanidad, a la que ofrecieron altruistamente sus descubrimientos. La

vida de Marie Curie es una historia de lucha, coraje, sacrificio y

constancia, pero sobre todo es la historia de una mujer que vivió para

una pasión: saber.

 

Desde el siglo XVIII Polonia era una nación repartida entre tres

estados: Rusia, Prusia y Austria. Aunque en tiempo de Napoleón éste creó

con su territorio el Gran Ducado de Varsovia, la caída del emperador

francés y el nuevo reparto de poderes establecido por el Congreso de

Viena (1815) determinó su anexión a la Rusia de los zares. La sucesión

de dominaciones extranjeras sería la causa del surgimiento de un fuerte

sentimiento nacionalista en Polonia que, a lo largo del siglo XIX,

alentó varios levantamientos revolucionarios contra el poder ruso. Tras

uno de ellos, ocurrido en 1863, Rusia recrudeció su política represora

sobre toda muestra de identidad cultural o política polaca, llegando

incluso a prohibir el empleo de la lengua autóctona y, por supuesto, su

enseñanza. En esa Polonia oprimida nació el 7 de noviembre de 1867 Marya

Salomee Sklodowska, a quien décadas más tarde el mundo entero conocería

por su nombre de casada, Marie Curie.

 

 

 

El deseo de estudiar

 

Marie fue la menor de los cinco hijos que tuvo el matrimonio formado por

el profesor de matemáticas y física Wladyslaw Sklodowski y la también

profesora Bronislawa Boguska. Sus hermanos mayores eran Sofie, Helena,

Bronislawa y Jozef. En el hogar de los Sklodowski se respiraba un

ambiente propicio al estudio, de modo que tanto Wladyslaw como

Bronislawa procuraron ofrecer a todos sus hijos, independientemente de

su sexo, una educación esmerada alentándolos a cursar carreras

universitarias. La situación económica de la familia era complicada,

pues los ingresos que ambos progenitores obtenían en sus respectivos

trabajos como profesores no eran muy elevados, razón por la que desde

muy pequeña Marie aprendió a distinguir entre lo necesario y lo

superfluo y a ser muy austera en lo personal. En 1873, el despido de

Wladyslaw del Liceo de Varsovia como consecuencia de la política rusa de

marginación de los ciudadanos polacos del funcionariado, complicó aún

más una situación que se vería agravada por dos tragedias sucesivas, la

muerte de Sofie por tifus en 1876 y la de su madre por tuberculosis en 1878.

 

Marie asistió junto con sus hermanas a una escuela local en la que

rápidamente despuntó como estudiante, de forma que con diez años asistía

al mismo curso que su hermana Helena, dos años mayor que ella. En la

escuela no sólo recibió la formación habitual, sino que, como era

frecuente en muchas instituciones educativas de Polonia, también asistió

a clases de historia y lengua polacas que de forma clandestina se

impartían para quienes quisieran. El amor por su patria y la defensa de

su cultura formaban parte de las convicciones más profundas de la

familia Sklodowski (el abuelo de Marie había tomado parte activa en la

rebelión de 1863) y continuarían siéndolo para Marie durante toda su

vida. En junio de 1883 finalizó los estudios equivalentes a la actual

secundaria como la alumna más brillante de su promoción, si bien su

altísimo nivel de exigencia la llevó a la extenuación física y

psicológica, por lo que su padre decidió que pasase un año de reposo en

el campo junto con unos parientes. Su vocación por saber era tan

profunda que siempre se exigiría los mayores esfuerzos para llegar a las

metas que se marcaba, aunque su salud pudiera resentirse.

 

En otoño del año siguiente, ya recuperada, Marie regresó a casa y aunque

tanto su deseo como el de su padre habría sido iniciar una carrera, la

precaria economía familiar no se lo permitió. Decidida a colaborar al

sustento común y a hacer al tiempo todo lo posible por continuar su

formación, resolvió junto con su hermana Bronislawa (a la que

familiarmente llamaban Bronia, y que desde la muerte de la madre se

convertiría en su gran confidente) comenzar a dar clases particulares

combinándolas cuando podían con la asistencia a la «Universidad volante»

de Varsovia, una organización clandestina orientada a la educación

superior de mujeres y la difusión de la cultura polaca. Pese al enorme

esfuerzo tanto de Marie como de su hermana, los ingresos que obtenían

por sus clases no eran suficientes como para costear los estudios

superiores de ambas. Bronia deseaba estudiar medicina en la Universidad

de París, la Sorbona, y en los dos años en que se había dedicado a dar

clases sólo había logrado ahorrar el dinero suficiente para pagarse el

viaje y costear los gastos de matrícula del primer año. Marie pensó

entonces que si buscaba un trabajo fijo podría ayudar a su hermana a

pagar sus estudios, y quizá más adelante Bronia podría hacer lo mismo

con ella. No estaba dispuesta a renunciar a su deseo de estudiar una

carrera, pero sí a aplazarlo para que también su hermana pudiera

conseguirlo. Así, en septiembre de 1885, Marie se dirigió a una agencia

de trabajo para solicitar empleo como institutriz, y ese mismo otoño

entró al servicio de la familia de un abogado de Varsovia. Mientras,

Bronia partía hacia París.

 

La experiencia de Marie resultó ser bastante dura, pues como ella misma

escribiría en diciembre de 1885 a su prima Henrietta Michalowska, no

encontró un entorno precisamente acogedor en la familia para la que

trabajaba: «Querida Henrika: Desde que nos separamos mi existencia ha

sido la de una prisionera. Como sabes, me coloqué en casa de los B., la

familia de un abogado. Ni a mi peor enemigo desearía que viva en tal

infierno. Mis relaciones con la señora B. llegaron a ser tan frías que,

no pudiéndola soportar, se lo dije. Y como ella era exactamente tan

entusiasta de mí como yo de ella, nos hemos entendido a las mil

maravillas. Es una de esas familias ricas en donde, cuando hay gente, se

habla francés —un francés de camareros—, y en donde no se pagan las

facturas en seis meses (…) están dominados por el más sombrío

embrutecimiento». Nada tiene de raro que, en esa situación, Marie

procurase cambiar de trabajo rápidamente, de forma que a comienzos del

año siguiente abandonó Varsovia para empezar a trabajar en casa de una

adinerada familia de Szczuki, a cien kilómetros de la ciudad. La vida

como institutriz con los Zorawski mejoró mucho respecto a su triste

precedente pues en esta ocasión la trataron con consideración y afecto.

Se ocupaba de la educación de sus dos hijas, Bronka y Andzia, de

dieciocho y diez años, respectivamente, y en sus escasos ratos libres

continuaba leyendo y estudiando por su cuenta para no abandonar su

formación. Marie era una joven muy independiente, de firmes convicciones

políticas y de ideas avanzadas para su época, particularmente en

relación con la formación de las mujeres, y aunque por su trabajo se

veía obligada a disimularlas, su espíritu continuó forjándose en ellas

durante esos años. Así, en abril de 1886 escribía nuevamente a su prima:

«Vivo como se tiene por costumbre vivir en mi posición. (…) ¿La

conversación en sociedad? Chismes y más chismes. Los únicos temas de

conversación son los vecinos, los bailes, las reuniones, etc. Por lo que

al baile se refiere habría que ir muy lejos en busca de mejores

bailarinas que estas jóvenes. (…) No son malas criaturas; algunas

incluso son inteligentes, pero su educación no ha desarrollado su

espíritu. (…) En cuanto a los muchachos, hay muy pocos que sean amables

y menos aún inteligentes. Para las unas y para los otros, palabras tales

como “positivismo”, “cuestión obrera”, etcétera, son verdaderas “bestias

negras”, suponiendo que las hayan oído pronunciar alguna vez, lo cual

sería una excepción. (…) ¡Si vieras qué ejemplar conducta tengo! Voy a

la iglesia cada domingo y días de fiesta, sin invocar jamás un dolor de

cabeza o una “gripe” para quedarme en casa. No hablo casi nunca de la

educación superior de las mujeres. Y de una manera general, observo en

mis propósitos la discreción que mi obligada condición me impone». Y en

diciembre decía: «He adquirido la costumbre de levantarme a las seis de

la mañana, para poder trabajar más, pero no puedo hacerlo siempre. (…)

Leo en este momento la física de Daniel, de la que he leído ya el primer

tomo, la sociología de Spencer en francés y las lecciones de anatomía y

de fisiología de Paul Beers, en ruso. Leo muchas cosas a la vez. (…)

Cuando me siento absolutamente inepta para leer con provecho, resuelvo

problemas de álgebra y de trigonometría, que no soportan faltas de

atención y me devuelven al buen camino». Tenía sólo diecinueve años,

pero su carácter y sus intereses estaban ya plenamente definidos.

 

Marie permaneció en casa de los Zorawski hasta junio de 1889 y en ese

tiempo encontró ocasión para organizar unas clases gratuitas junto con

Bronka para los hijos de obreros y campesinos del lugar, y también para

enamorarse en el verano de 1888 de Kazimierz, el hijo mayor de sus

patrones. Aunque era correspondida, los padres de Kazimierz se opusieron

a la relación dada la diferencia social entre ambos, de modo que Marie

tuvo que pasar sobre su humillación y su tristeza para seguir trabajando

en casa de los Zorawski todavía un año más. A su regreso a Varsovia

continuó trabajando como institutriz hasta que en marzo de 1890 recibió

una carta de su hermana Bronia. En ella le notificaba su próximo

matrimonio con un estudiante de medicina e invitaba a su hermana a que,

con su ayuda, ahorrase dinero durante un año para seguir sus pasos.

Llena de dudas por tener que dejar a su padre y a su hermana Helena y

tras muchos meses de duro trabajo y privaciones para conseguir ahorrar,

en los primeros días de noviembre de 1891 Marie se subía a un vagón de

cuarta clase del tren que por fin la conducía a la Sorbona.

 

 

 

El triunfo de la voluntad

 

El 3 de noviembre de 1891 Marie comenzó sus clases en la Facultad de

Ciencias de la Sorbona. Era una de las poquísimas mujeres que

conformaban el aproximadamente tres por ciento de la población

universitaria femenina en la época, lo cual suponía de por sí un

obstáculo añadido. Con el dinero que había ahorrado apenas podía cubrir

sus gastos y el transporte hasta la universidad, ya que se alojaba en

casa de su hermana Bronia —ya casada— en las afueras de París. Además,

rápidamente pudo comprobar que su formación autodidacta tenía algunas

carencias, por lo que se entregó en cuerpo y alma al estudio con el fin

de alcanzar el nivel necesario para sacar todo el rendimiento a las

clases que recibía de algunos profesores tan importantes como Gabriel

Lippmann, Paul Appell o Henri Poincaré. Pese a todo no podía ser más

feliz pues, como reconocería en su autobiografía, «todo lo que vi y

aprendí que era nuevo me encantaba. Era como si se me abriese un nuevo

mundo, el mundo de la ciencia, que por fin me era permitido conocer con

toda libertad».

 

Pero la vida en casa de su hermana estaba llena de distracciones y el

tiempo que perdía en ir y volver de la universidad se le antojaba

excesivo, así que a los pocos meses de llegar a París, Marie logró

convencer a Bronia para que la dejase alquilar una pequeña buhardilla a

sólo quince minutos de la facultad. Estaba completamente obsesionada con

aprovechar la oportunidad que por fin había logrado, y en su obsesión

Marie, como le sucedería muchas más veces, se olvidó de sí misma. Para

economizar los escasos cien francos mensuales de los que disponía,

pasaba sin calefacción y prácticamente no comía. Todo su tiempo y sus

energías estaban volcadas a una sola cosa, estudiar. Como no podía ser

de otro modo, su salud se fue deteriorando hasta que un desvanecimiento

producido por anemia supuso la señal de alarma para Bronia y su marido.

Marie tuvo que regresar a casa de su hermana para poder recuperarse,

aunque en pocas semanas recobró su agotador ritmo de trabajo. Tras los

obstáculos iniciales, Marie comenzó a revelarse como una alumna muy

brillante, incluso llegó a colaborar en el laboratorio del profesor

Lippmann. Finalmente, en julio de 1893 se presentó a los exámenes para

obtener la licenciatura en Física, y cuando los resultados se hicieron

públicos Marie figuraba como la primera de su promoción. En aquel año

sólo otra mujer había conseguido licenciarse en toda la Sorbona.

 

Con el comienzo del nuevo curso Marie obtuvo una beca de estudios de la

Fundación Alexandrowitch que financiaba a alumnos especialmente

aventajados. Gracias a ese dinero pudo comenzar su segunda licenciatura,

esta vez en Matemáticas, en una situación mucho más desahogada y sin

depender de la ayuda de pudiera hacerle llegar su padre. Años más tarde,

Marie se convertiría en la única becada de la Fundación que devolviese

el dinero recibido para que otros estudiantes como ella pudiesen

disfrutar de la ayuda. Fue en ese mismo año cuando Marie conoció en casa

de unos amigos a Pierre Curie, quien por entonces era ya una reputado

físico gracias a sus investigaciones sobre el principio de electricidad

polar (piezoelectricidad). La impresión que produjo a Marie quedaría

recogida en su autobiografía: «Cuando entré en la habitación vi,

enmarcado por la ventana francesa que se abría al balcón, un hombre

joven y alto con pelo castaño rojizo y grandes, limpios, ojos. Advertí

la expresión grave y amable de su cara, al igual que un cierto abandono

en su actitud, sugiriendo el soñador absorto en sus reflexiones. Me

mostró una sencilla cordialidad y me pareció muy agradable. Después de

aquel primer encuentro expresó el deseo de verme de nuevo y continuar

nuestra conversación de aquella tarde sobre asuntos científicos y

sociales en los que ambos estábamos interesados, y sobre los que

parecíamos tener opiniones similares». En efecto, durante los meses

siguientes Pierre Curie frecuentó a Marie y rápidamente surgió entre

ambos una amistad que para el primero se convertiría en poco tiempo en

amor. Al finalizar el curso Marie obtuvo su licenciatura en Matemáticas;

para entonces Pierre Curie ya le había propuesto matrimonio, pero no

sería hasta el otoño del año siguiente, al regreso de Marie de una larga

visita a su padre en Varsovia, cuando se decidiría a aceptar la

propuesta del científico. Contrajeron matrimonio el 26 de julio de 1895

en una ceremonia sencilla y civil.

 

Pierre, que acababa de doctorarse, trabajaba como profesor en la Escuela

Municipal de Física y Química Industriales de París y Marie comenzó a

prepararse para obtener también una plaza de profesora. Ambos dedicaban

todo el tiempo que podían a estudiar y llevaban una vida tranquila sin

casi ninguna distracción social. En septiembre de 1897 Marie dio a luz a

la primera de sus hijas, Irène, y a pesar de sus nuevas

responsabilidades familiares se propuso iniciar sus estudios de

doctorado. Fue entonces cuando centró su atención en los trabajos del

físico francés Antoine-Henri Becquerel, que en 1896 había descubierto el

fenómeno de la radiactividad (todavía no llamado así puesto que tal

nombre se debería a los trabajos de Marie) al observar que las sales de

uranio dispuestas sobre una placa fotográfica cubierta de papel negro

producían modificaciones en la placa sin presencia de luz. Becquerel

estudiaba las propiedades del uranio con vista a la producción de rayos

X, pero tanto a Marie como a Pierre Curie el fenómeno de la

radiactividad les había interesado enormemente, por lo que Marie decidió

escoger como tema de investigación para su tesis doctoral la naturaleza

de las radiaciones que Becquerel había descrito en las sales de uranio.

Una vez decidido el tema, hacía falta encontrar un espacio que sirviese

de laboratorio, y gracias a las gestiones de Pierre en la Escuela de

Física y Química les fue cedido con tal fin un antiguo almacén

acristalado en el sótano del edificio que albergaba la institución.

Húmedo, frío, sometido a bruscos cambios de temperatura… nada más lejos

de lo que debe ser un laboratorio; pero allí el matrimonio Curie

lograría increíbles avances científicos.

 

 

 

Hacia el primer Premio Nobel

 

A finales de 1897 Marie comenzó a trabajar en el laboratorio. Sus

primeros trabajos los describe del siguiente modo el catedrático de

Historia de la ciencia y biógrafo de Marie Curie, José Manuel Sánchez

Ron: «Lo que hizo Marie en aquellas sus primeras investigaciones en el

campo de la radiactividad fue, por un lado, estudiar la conductibilidad

del aire bajo la influencia de la radiación emitida por el uranio,

descubierta por Becquerel, y, por otra parte, buscar si existían otras

sustancias, aparte de los compuestos del uranio, que convirtiesen el

aire en conductor de la electricidad. (…) De esta manera Marie examinó

un gran número de metales, sales, óxidos y minerales». Los experimentos

de Marie tras varios meses de trabajo le permitieron llegar a varias

conclusiones: por una parte, pudo determinar que todos los compuestos de

uranio emitían radiación y que ésta era mayor en la medida en que dichos

compuestos presentaban más cantidad de uranio. Pero asimismo comprobó

que dos minerales de uranio, la pechblenda (óxido de uranio) y la

calcolita (fosfato de cobre y de uranio) eran mucho más radiactivos que

el mismo uranio, lo que la llevó a intuir que debían de existir en ellos

elementos mucho más activos. El descubrimiento del radio y el polonio

despuntaba en el horizonte.

 

Para poder comprobar la hipótesis de Marie era necesario aislar los

nuevos elementos cuya existencia intuía. La tarea era científicamente

tan compleja y requería tanto trabajo que Marie solicitó a Pierre su

colaboración. En palabras de Sánchez Ron, «en la colaboración de Marie y

Pierre, y en la medida en la que sea posible distinguir con claridad

responsabilidades diferentes, ella asumió sobre todo las tareas

asociadas a los análisis químicos y él las asociadas a los físicos».

Unos meses después, el 18 de julio de 1898, Marie y Pierre Curie

presentaban ante la Academia de Ciencias de Francia un artículo conjunto

titulado «Sobre una nueva sustancia radiactiva contenida en la

pechblenda». Habían descubierto un nuevo elemento de la naturaleza al

que Marie, en honor a su patria, había denominado polonio. Además, en su

artículo se empleaba por primera vez el término «radiactividad» y desde

entonces sería adoptado por toda la comunidad científica. Durante sus

trabajos, Marie obtuvo indicios de la existencia en la pechblenda de

otro elemento también radiactivo pero que, según sus cálculos, debía de

estar presente en dicha sustancia en una proporción muy pequeña. Para

identificarlo, Pierre y Marie pidieron ayuda al químico Gustave Bémont,

que aceptó unirse a sus trabajos. Tras unos meses, el 26 de diciembre,

el matrimonio Curie y Bémont presentaban ante la Academia un nuevo

artículo («Sobre una nueva sustancia fuertemente radiactiva contenida en

la pechblenda») en el que anunciaban al mundo el descubrimiento de un

nuevo elemento al menos novecientas veces más radiactivo que el uranio y

al que bautizaron con el nombre de radio.

 

Los experimentos de los Curie les habían permitido identificar la

existencia de dos nuevos elementos radiactivos, el polonio y el radio.

Pero en el caso del segundo aún les restaba la dificilísima tarea de

conseguir aislarlo en estado puro. A ello consagrarían los siguientes

cuatro años, trabajando sin descanso con toneladas de residuos de

pechblenda procedentes de las minas de San Joachimsthal en Bohemia y

constantemente expuestos a la radiación emitida por las sustancias

estudiadas. Como afirmaría la propia Marie, «no teníamos dinero,

laboratorio, ni ayuda para llevar a cabo esa labor importante y difícil

(…) puedo decir sin exageración que ese período fue, para mi marido y

para mí, la época heroica de nuestra existencia común». Finalmente, el

28 de marzo de 1902 Marie pudo presentar ante la comunidad científica

una muestra de un decigramo de cloruro de radio y la cuantificación del

peso atómico del nuevo elemento. En junio del año siguiente, una Marie

embarazada obtenía su doctorado en Ciencias Físicas con la tesis

Investigaciones sobre las sustancias radiactivas. Sin embargo los

estragos que sobre su salud estaba produciendo la exposición a la

radiación la harían perder a la hija que esperaba en el mes de agosto.

Cuando terminaba de reponerse, en noviembre de 1903 una noticia volvería

a dibujar una sonrisa en su cara: Pierre y Marie habían sido merecedores

del Premio Nobel de Física de ese año compartido con Henri Becquerel. Su

trabajo y su perseverancia eran recompensados como merecían, pero su

vida nunca volvería a ser la misma.

 

 

 

Soledad, otro Nobel y una guerra

 

El Nobel trajo consigo el reconocimiento internacional del trabajo del

matrimonio Curie pero también los inconvenientes de la pérdida del

anonimato del que hasta entonces habían disfrutado. Los nombres de

Pierre y Marie llenaron las páginas de la prensa de la época. Grandes

titulares hablaban de una mujer que en un mundo de hombres había

descubierto una nueva sustancia cuyas posibles aplicaciones físicas,

médicas y químicas parecían abrir un sinfín de posibilidades. De todas

partes llegaban telegramas de felicitación y los medios de comunicación

de todo el mundo hacían lo imposible por conseguir una entrevista con el

increíble matrimonio de científicos. Aturdidos por la situación, los

Curie prefirieron no acudir a Estocolmo a recoger el premio poniendo

como pretexto la no interrupción de su actividad docente. Pero lo cierto

es que, como la propia Marie escribió a su hermano en esos días, su

único deseo era recobrar la normalidad: «Estamos atareados a causa de la

enorme correspondencia y de las visitas de fotógrafos y periodistas.

Quisiéramos escondernos bajo tierra para tener un poco de paz. Hemos

recibido una propuesta de América para ir a dar una serie de

conferencias sobre nuestros trabajos. Nos piden qué suma queremos

cobrar. Sean cuales fueren las condiciones, tenemos la intención de

rechazarlas. No hemos aceptado los banquetes que se querían organizar en

nuestro honor. Rechazamos esto con gran energía y la gente comprende al

final que no cederemos». Los Curie se sentían incómodos siendo el foco

de atención de medio mundo y, por añadidura, se desesperaban por la

pérdida de tiempo que ello suponía con relación a su actividad

científica. Por otra parte, ninguno de los dos gozaba de buena salud

pues las radiaciones a las que tanto tiempo llevaban expuestos

comenzaban a pasarles factura. De hecho, la mala salud de Pierre les

obligaría a aplazar el discurso sobre sus investigaciones en Estocolmo

al que quedaban obligados con la aceptación del premio hasta junio de 1905.

 

A pesar de los inconvenientes, el Nobel supuso importantes mejoras en la

vida de Pierre y Marie. Por un lado, el premio llevaba asociada la

percepción de una importante suma de dinero que pudieron destinar a su

investigación y, por otro, supuso que se abriera la puerta a numerosos

reconocimientos en Francia que hasta entonces se les había negado. Entre

ellos destacaron especialmente la creación de una cátedra de Física

general y radiactividad en la Sorbona para Pierre Curie en 1904 y su

admisión como miembro de la Academia de Ciencias francesa al año

siguiente. Marie fue nombrada jefe de trabajo del laboratorio de su

marido en la Facultad de Ciencias en 1904, y a finales de 1905 ambos

consiguieron cambiar su maltrecho laboratorio por uno nuevo anejo a

dicha facultad. Pero por encima de todos los premios y honores

recibidos, la mayor alegría que vivieron los Curie en esa época sería el

nacimiento de su segunda hija, Ève, el 6 de diciembre de 1904.

 

Por fin las condiciones de trabajo de Pierre y Marie habían mejorado, y

aún lo habrían hecho más si cualquiera de los dos hubiese aceptado

patentar su descubrimiento. Las múltiples aplicaciones del radio

comenzaron a revelarse de forma casi inmediata a su descubrimiento, en

especial en el campo de la medicina para el tratamiento de enfermedades

como el cáncer. Una patente habría encarecido terriblemente su uso, pero

habría hecho a los Curie inmensamente ricos. Sin embargo se trataba de

dos seres humanos excepcionales y con una ética fuera de lo común, de

modo que jamás aceptarían patentar el radio por considerarlo patrimonio

de la humanidad y porque, además, rechazaban el lucro como fin de la

actividad científica.

 

La alegría de Marie por la concesión del Nobel y el nacimiento de su

hija pronto se vería ensombrecida por una desgracia que marcaría el

resto de su vida científica y personal, la prematura muerte de Pierre el

19 de abril de 1906 en un accidente de tráfico. Marie quedó destrozada,

pero, como siempre, se aferraría a su enorme coraje y voluntad para

salir adelante. Rechazó todas las ofertas de pensiones honorarias,

homenajes y colectas, y unas semanas después del accidente volvía a

hacerse cargo del funcionamiento del laboratorio. La Sorbona le propuso

entonces ocupar la cátedra de Física de su marido y de ese modo Marie se

convirtió en la primera mujer admitida como profesora en la universidad

parisina. El 15 de noviembre, ante una expectación sin precedentes,

Marie daba su primera clase. Una multitud de curiosos había aguardado

durante horas para asistir al espectáculo que en la sociedad europea de

comienzos del siglo XX suponía ver a una mujer impartiendo clase en una

universidad. Marie, sin inmutarse por la presencia de decenas de

personas que nada tenían que ver con la ciencia, retomó las clases con

total normalidad en el mismo punto en que las había dejado su marido. La

mayor parte de los presentes no entendieron nada, pero sabían que

estaban asistiendo a un hecho histórico. En los años siguientes, Marie

continuó dedicada a sus investigaciones sobre la radiactividad y las

propiedades del radio. En 1908 publicó un estado de la cuestión sobre el

asunto titulado La obra de Pierre Curie, y en 1910 una monografía sobre

sus estudios con el título Tratado sobre la radiactividad. Al año

siguiente depositaba 21 miligramos de cloruro de radio puro en la

Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París con lo que dejaba

establecido el patrón internacional del elemento que había descubierto.

 

A pesar de sus importantes aportaciones científicas, Marie no logró

entrar en la Academia de Ciencias de Francia, perdiendo en la votación

realizada para ello en enero de 1911, pues como recuerda José Manuel

Sánchez Ron, «las Academias de Ciencias han sido tradicionalmente muy

poco proclives a admitir mujeres entre sus miembros (…) la Academia de

Ciencias de París no admitió como miembro de pleno derecho a una mujer,

la matemática Yvonne Choquet-Bruhat, hasta 1979». Sin embargo, el

desplante de la Academia francesa se vio ampliamente compensado unos

meses después, ya que a comienzos de noviembre recibía la noticia de que

había sido designada por segunda vez para recibir un Premio Nobel, en

esta ocasión de Química. Esta vez, Marie viajaría a Estocolmo junto con

su hija Irène y su hermana Bronia para recoger el galardón. El Nobel no

podía llegar en mejor momento, ya que en esos días Marie estaba viviendo

un auténtico calvario personal que había puesto su nombre en boca de

miles de personas: el 4 de noviembre uno de los principales periódicos

de París, Le Journal, sorprendía a sus lectores con un artículo

sensacionalista en el que se descubría que Marie mantenía una relación

amorosa con el también científico Paul Langevin. El problema era que

Langevin estaba casado y tenía hijos y, como indica Sánchez Ron, «la

sociedad de aquella época no parecía estar dispuesta a aceptar que la

viuda de una gloria nacional, ella misma también una figura de la

nación, desafiase la moral tradicional». El aireamiento sin recato ni

consideración de su vida privada y la banalización de sus sentimientos

fueron un golpe durísimo para Marie cuya salud terminaría quebrándose,

teniendo que ser hospitalizada entre diciembre de ese año y febrero del

siguiente.

 

Como siempre, Marie encontró su mejor consuelo en el trabajo. Por

entonces comenzaron a proliferar en Europa los primeros Institutos del

Radio, dedicados a las muchas aplicaciones prácticas de la

radiactividad, de suerte que Marie tuvo incluso que rechazar la

dirección del que en 1912 se proyectaba crear en Varsovia ya que toda su

ilusión estaba depositada en el acuerdo al que habían llegado el

Instituto Pasteur y la Sorbona para crear un Instituto del Radio en

París con dos laboratorios, uno dedicado a la investigación física que

estaría asociado a la cátedra de Marie y otro volcado a la investigación

biológica y médica. La construcción del Instituto comenzó en 1912, y a

punto de finalizar, se vería interrumpida por el estallido de la Primera

Guerra Mundial en agosto de 1914. Dos días antes de que la declaración

oficial de guerra de Alemania a Francia convirtiese en realidad lo que

toda Europa temía, Marie escribía a sus hijas que estaban veraneando en

Arcouest (Bretaña) para tranquilizarlas, pero al tiempo ponía de

manifiesto su voluntad de ser útil en caso de que estallase el

conflicto: «Querida Irène, querida Ève. Las cosas parecen ir mal,

esperamos la movilización de un momento a otro. (…) No os asustéis.

Tened calma y ánimo. Si la guerra no estalla inmediatamente, iré a

encontrarme con vosotras el lunes. Si no, si mi partida se hace

imposible, me quedaré aquí y os haré volver tan pronto como sea posible.

(…) En este caso iréis a Brunoy. Tú y yo, Irène, buscaremos la forma de

ser útiles». Y, desde luego, encontró la forma de serlo.

 

 

 

Ser útil hasta el final

 

Durante las primeras semanas de la guerra París estuvo amenazado por una

posible invasión alemana. En esas circunstancias, el gramo de radio

propiedad de Francia que se encontraba depositado para la investigación

en el laboratorio de Marie se convertía en un codiciado tesoro para los

enemigos tanto por su altísimo valor (cerca de un millón de francos-oro)

como por las aplicaciones para las que podía emplearse. Consciente de

ello, Marie se hizo cargo personalmente de su traslado a un lugar

seguro, la caja fuerte de un banco de Burdeos, al que lo llevó por su

propia mano en compañía de un representante del gobierno francés. El

tesoro que transportaba en sus brazos pesaba el gramo de radio y veinte

kilos de plomo que lo rodeaban como protección.

 

A su regreso a París, Marie pensó que una de las mejores formas en que

podía ser útil durante la guerra era aplicando sus conocimientos a la

medicina. Los aparatos de rayos X podían prestar un magnífico servicio

no sólo en la retaguardia, sino en el frente y en los hospitales de

campaña si se conseguían llevar hasta allí. Con ellos se podía

determinar la ubicación de balas o metralla, además de diagnosticar

otras lesiones. Así, Marie en compañía de su hija Irène solicitó fondos

a la Cruz Roja francesa y a la Unión de Mujeres de Francia para montar

la primera unidad móvil de radiología. Un coche, una dinamo, un aparato

de rayos X, un equipo radiológico y poco más era todo lo que necesitaba,

y una vez que lo consiguió no dudó en ir con él allí donde fuese

necesario. Como recuerda Sánchez Ron, «al final de la guerra, Marie

había ampliado su servicio radiológico, llegando a poner en servicio

veinte coches, conocidos en la zona de guerra como “pequeños Curie”».

Además de los coches radiológicos, Marie también se dedicó durante la

contienda a formar a enfermeras en la manipulación de aparatos de

radiología y supervisó la instalación de cerca de doscientas salas

radiológicas en hospitales. Pese a sus servicios no recibió ninguna

condecoración del gobierno de Francia.

 

En septiembre de 1918 finalizó la guerra. Europa se afanaba por

recuperar la normalidad y Marie también, pero había empeñado toda su

fortuna personal en las actividades que había desarrollado durante el

conflicto, de modo que no tenía recursos con los que volver a poner en

marcha su laboratorio. El gobierno francés tampoco disponía de fondos

para poder destinarlos a la investigación y, lo que era más grave, había

desaparecido el suministro de radio con las empresas que, antes de la

guerra, se dedicaban a producirlo. La situación parecía insalvable

cuando inesperadamente un hecho cambió su rumbo. En mayo de 1920, Marie,

en contra de su costumbre, consintió en recibir a una periodista

americana que llevaba mucho tiempo insistiendo para lograr

entrevistarla. Se trataba de Marie Meloney, redactora de la revista

estadounidense femenina The Delineator. Durante la entrevista celebrada

en el laboratorio de Marie, la periodista quiso saber de qué cantidad de

radio disponía Marie para su trabajo, y quedó muy sorprendida cuando

supo que sólo contaba con el gramo perteneciente al gobierno y que no

tenía ninguna cantidad del elemento que había descubierto que fuese de

su propiedad. Meloney no podía creerlo, especialmente teniendo en cuenta

que si Marie o su esposo hubiesen patentado el radio dispondrían de una

enorme fortuna, pero, una vez más, Marie reiteró su intención de no

patentarlo al no considerar el radio como algo propio sino perteneciente

a la humanidad. Por último, la periodista le preguntó qué echaba en

falta en su laboratorio, a lo que Marie respondió con toda franqueza que

lo que necesitaba para continuar investigando era un gramo de radio

puesto que, dado su precio, no le resultaba posible adquirirlo. La

sinceridad y calidad humana de Marie impresionaron enormemente a la

periodista, que no sólo publicó la entrevista sino que además propuso a

Marie un medio para conseguir lo que necesitaba: si ella accedía a

viajar a Estados Unidos, dar una serie de conferencias y escribir una

autobiografía, Meloney organizaría una campaña publicitaria para lograr

mediante una suscripción popular el dinero necesario (100.000 dólares)

para comprar el gramo de radio. Marie aceptó y gracias al éxito de la

empresa emprendida por Meloney su sueño se hizo realidad. En mayo de

1921, Marie, acompañada por sus hijas, llegaba a Estados Unidos para

recibir de manos de su presidente en nombre del pueblo americano un

gramo de radio que, tal y como ella misma se encargó de que quedase por

escrito en el momento de recibirlo, sería de su propiedad mientras

viviese para su libre uso en la investigación y, tras su muerte,

pertenecería a su laboratorio con el mismo fin.

 

El viaje a Estados Unidos, que repetiría en 1929 para conseguir el

primer gramo de radio para Polonia, permitió la puesta en marcha del

laboratorio de Marie a pleno rendimiento y desde entonces la gran

científica polaca se prodigó en viajes por el resto de Europa (incluida

España, que ya había visitado en 1919 y a donde volvió en 1931). Su

reputación internacional era gigantesca tanto por sus aportaciones a la

ciencia como por su dimensión humana. Marie era una leyenda viva.

Especial significado tendría para ella el viaje a Polonia de 1925 cuando

puso el primer ladrillo del futuro Instituto del Radio de Varsovia. Su

actividad investigadora continuaba siendo, como siempre, incesante, pero

además ahora empleaba su fama para contribuir también al progreso de la

ciencia. Sin embargo su salud era cada vez más delicada. Entre 1923 y

1930 fue operada hasta cuatro veces de la vista y todo su cuerpo se

resentía por efecto de las radiaciones a las que había estado expuesta

durante años. Marie trataba de disimular sus graves problemas de vista y

superar su decaimiento físico. Animaba a su hija Irène, que había

seguido sus pasos y los de su padre, en su proyecto de producir

radiactividad artificialmente y llegó a ver cómo lo lograba. Pero no

tendría la satisfacción de verla recoger el Premio Nobel de Química que

se le concedió en 1935 por ello, pues el 4 de julio de 1934 Marie moría

víctima de una anemia perniciosa causada por los estragos de la

radiación en su cuerpo.

 

Marie Curie es uno de esos personajes que hacen más digna la historia de

la humanidad. Su vida fue una lección constante de voluntad, vocación,

entrega y altruismo, que además serviría para abrir nuevos horizontes en

el mundo de la ciencia. Su inteligencia la llevó a intuir la existencia

de sustancias radiactivas diferentes al uranio, y su tesón le permitió

descubrir el polonio y el radio. Pudo enriquecerse y se negó por razones

éticas, jamás consintió en beneficiarse de su posición y trabajó

buscando siempre el progreso y bien comunes, incluso en las más tristes

condiciones de la guerra. Nada tienen pues de extraño las palabras que

Albert Einstein le dedicó tras su muerte: «Cuando una personalidad tan

destacada como la señora Curie llega al fin de sus días, no debemos

darnos por satisfechos sólo con recordar lo que ha dado a la humanidad

con los frutos de su trabajo. Las cualidades morales de una personalidad

tan destacada como la suya quizá tengan un significado aún mayor para

nuestra generación y para el curso de la historia que los triunfos

puramente intelectuales. Hasta estos últimos dependen, en un grado mucho

mayor de lo que suele creerse, de la talla del personaje». Pocos, muy

pocos seres humanos dejan tras de sí un legado comparable.

 

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