martes, 4 de noviembre de 2025

29 Karl Marx.

 



 

 

 

 

El filósofo revolucionario

 

Pocas figuras definidoras de nuestro tiempo han sido tan controvertidas

como la de Karl Marx, en buena medida por las lecturas, usos y abusos

que se hicieron de su obra tras su muerte más que por lo que realmente

hizo o escribió. Al mismo tiempo es posiblemente una de las figuras que

recogen con mayor exactitud los problemas y las contradicciones del

siglo XIX europeo. Filósofo, economista, periodista, historiador,

político…, pocos campos escaparon a la curiosidad y la actividad de un

hombre movido por un afán indestructible, comprender la realidad que le

rodeaba para cambiarla. Gran parte de su talento residió en que fue

capaz de condensar las inquietudes intelectuales de su tiempo, de

exponerlas con claridad y de darles respuestas; en que supo vislumbrar

qué fuerzas estaban actuando para modelar el mundo nuevo surgido de la

Revolución francesa y la Revolución industrial, e intentó dar una

solución a las graves tensiones sociales que habían introducido. Lo que

se hizo después con su obra, sobre todo a partir de la Revolución

bolchevique de 1917, no es capaz de ocultar la vida y el legado de uno

de los padres de un mundo fascinante, el nuestro.

 

En julio de 1815 los monarcas de los principales reinos de Europa

(Francia, Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia) o sus embajadores

plenipotenciarios firmaban el acta final del Congreso que les había

reunido en Viena desde el año anterior con la intención de redefinir el

mapa de Europa tras las convulsiones producidas por las guerras de la

época de la Revolución francesa y el Imperio napoleónico. Su firma

suponía un intento de detener la Historia, de neutralizar la obra de la

crisis revolucionaria francesa y regresar al estado en que se

encontraban las cosas antes de 1789. Pronto comprobarían los reyes que

volvían a disfrutar de poder ilimitado que no podrían permanecer

tranquilos sentados en sus tronos durante mucho tiempo.

 

Uno de los beneficiarios de los reajustes territoriales que se

realizaron fue el reino de Prusia, uno de los muchos estados en que

Alemania estaba dividida entonces. Dichos estados habían perdido el

armazón que los mantenía unidos hasta comienzos del siglo XIX, el Sacro

Imperio Romano Germánico, que había sido disuelto por Napoleón tras mil

años de historia y que jamás sería restaurado. Sin embargo, las guerras

napoleónicas habían despertado en toda Alemania un sentimiento

nacionalista que abogaba por la unión de todos los pueblos de habla

germana en un solo país, sentimiento que había sido exaltado

reiteradamente por los defensores de los ideales de libertad e igualdad

de la revolución. Evidentemente el rey de Prusia, Federico Guillermo

III, prefirió aferrarse al absolutismo restaurado en el Congreso de

Viena y aprovechar la situación para aumentar sus territorios tanto en

Prusia oriental como occidental. A este último distrito se agregó el

territorio de Renania (que antes había pertenecido al Imperio

napoleónico) en una de cuyas ciudades, Tréveris, nació Karl Marx.

 

 

 

La educación de un joven de origen judío

 

Karl Heinrich Marx nació el 5 de mayo de 1818, hijo del abogado del

Tribunal Supremo Heinrich Marx y de su mujer Henriette (cuyo apellido de

soltera era Pressburg). Ambos cónyuges eran de origen judío (Mordecai

era el apellido hebreo de la familia paterna) y contaban con numerosos

rabinos entre sus antepasados. Debido al endurecimiento de las

condiciones de los judíos tras la anexión de Renania por Prusia ambos

decidieron convertirse al protestantismo, siendo bautizado el padre por

la Iglesia evangélica en agosto de 1817 y la madre en 1825. Los ocho

hijos del matrimonio, de los que Karl era el segundo, fueron bautizados

un año antes. Con doce años fue enviado al Gymnasium (centro de

formación similar a un liceo) Federico Guillermo de su ciudad natal. Su

padre era un hombre de clase acomodada, formado en ciencia jurídica y

muy versado en la obra de los pensadores ilustrados franceses y

alemanes, por lo que quería que sus hijos recibiesen una educación

esmerada que les permitiese ganarse la vida de forma respetable. En 1835

Karl superó el examen de madurez que finalizaba su formación secundaria

y comenzó estudios de derecho en la Universidad de Bonn, donde junto con

otros estudiantes comenzó a frecuentar la compañía de escritores e

intelectuales. En aquellos momentos las universidades alemanas eran

centros de gran agitación intelectual y política, en las que se discutía

ardientemente sobre la situación de Europa, ya que el período de

restauración al absolutismo se había visto truncado por una oleada

revolucionaria en 1830. Ésta había provocado una nueva caída de la

dinastía Borbón en Francia, la independencia de Bélgica frente a Holanda

y serias conmociones en Polonia, Italia y la propia Alemania, donde se

produjeron revueltas contra varios soberanos, entre ellos el prusiano.

Sin embargo, de esa lucha poco fruto obtuvieron los súbditos de Federico

Guillermo III en cuanto a reconocimiento de libertades, participación

política o avances en la unificación de Alemania. Pero lo que había

quedado claro era que las ideas de libertad y nacionalismo que habían

sacudido los principados alemanes desde principios de siglo seguían

bullendo en las mentes de sus súbditos.

 

Durante esos años se desarrolló otra de las influencias básicas en la

formación del joven Marx gracias a su estrecha relación con la familia

de una amiga de la infancia, Jenny von Westphalen. Su padre, el barón

Ludwig von Westphalen, le introdujo en el conocimiento de Homero y el

teatro griego antiguo (que siempre leyó en su lengua original), de los

escritores románticos del momento y de grandes clásicos de la literatura

como Dante, Shakespeare y Cervantes. Hay quien incluso afirma que fue el

barón quien le dio a leer por primera vez a los socialistas utópicos

franceses que, como Saint-Simon, habían comenzado a criticar los

nefastos efectos sociales de la Revolución industrial. Sin lugar a dudas

aquella familia fue un gran apoyo para el estudiante que, poco antes de

matricularse en la Facultad de Derecho de la Universidad de Berlín en el

otoño de 1836, se prometió secretamente en matrimonio con Jenny.

 

Aquellos años universitarios fueron de mucho provecho vital e

intelectual. Continuó sus estudios en derecho y asistió además a cursos

de filosofía e historia. El medio universitario de Berlín estaba

dominado en aquel entonces por los seguidores del filósofo Georg W. F.

Hegel, que había fallecido cinco años antes pero que seguía siendo la

figura intelectual más brillante e influyente de toda Alemania. Marx

entró en contacto asiduo con sus seguidores, los «jóvenes hegelianos», y

estudió profundamente su filosofía, la última representante de la

corriente conocida como «idealismo», y a la que se ha señalado como una

de las fuentes esenciales de su pensamiento. Realizó sus primeras

incursiones en la literatura cultivando la poesía e intentando hacer lo

mismo con la novela y el teatro, presidió una «unión estudiantil

treverina de amigos de la juerga» y se batió varias veces en duelo.

Semejantes muestras de alegría juvenil no fueron muy bien recibidas en

su familia. Según el filósofo e historiador de las ideas Isaiah Berlin,

«su padre, alarmado por semejante disipación intelectual, le escribió

infinidad de cartas desbordantes de consejos ansiosos y afectuosos,

rogándole que pensara en el futuro y se preparara para ser abogado o

funcionario civil. Su hijo le enviaba consoladoras respuestas, pero no

modificó su vida». El patriarca de los Marx falleció en 1837 sin poder

ver terminados los estudios de su hijo y dejando a toda la familia en

una situación económica delicada.

 

Pero Karl pudo continuar estudiando hasta que en 1841 acabó su tesis

doctoral (sobre la filosofía griega del período helenístico, que dedicó

al barón Von Westphalen) y vio la luz su primera publicación, unos

poemas que con el nombre de «Cantos salvajes» se incluyeron en un número

de la revista Ateneo, realizada por sus compañeros de universidad. En

aquel momento Marx ya había fraguado un proyecto para su futuro, deseaba

dedicarse a la docencia universitaria y, con el objetivo de conseguir

una pronta colocación, se trasladó de nuevo a Bonn, donde enseñaba uno

de sus amigos de Berlín, Bruno Bauer. Pero las dificultades de éste con

las autoridades académicas y la censura pronto le mostraron que una

actividad docente en libertad no era posible en Prusia. Si la

universidad se le cerraba, ¿hacia dónde encaminaría sus pasos? Una

temprana oportunidad le daría la respuesta.

 

 

 

De la agitación estudiantil a la revolución europea

 

En el mes de abril de 1842, el joven Karl Marx se trasladó a Colonia, la

más importante ciudad de la Renania prusiana, a la búsqueda de una

ocupación en la que ganarse la vida. En aquel momento la ciudad vivía

una gran excitación política, puesto que se había reunido una asamblea

de autoridades de la región, la llamada Sexta Dieta Renana, encargada de

discutir sobre la libertad de prensa y religiosa. Marx comenzó a

colaborar con una revista que se había fundado en enero con objeto de

defender los intereses de la pequeña burguesía de la región, titulada

Gaceta Renana, en la que publicó artículos sobre la situación política y

social de Prusia que le dieron gran notoriedad como joven radical pero

también le granjearon crecientes problemas con la censura, pese a lo

cual fue nombrado director de la publicación algo más tarde. En el mes

de enero siguiente el Consejo de Ministros, presidido por el rey, ordenó

el cierre de la revista; en esta resolución fue determinante la presión

del embajador ruso, ya que la Gaceta había publicado varios artículos

críticos con el absolutismo de los zares. Ante semejante situación, Marx

dimitió y decidió exiliarse. En una carta personal afirmaría entonces:

«En Alemania no puedo comenzar nada nuevo. Aquí está uno obligado

siempre a falsificarse».

 

El objetivo elegido para el exilio fue París, donde llegó a finales de

1843, junto con Jenny, a la que había convertido en su esposa poco antes

pese a la oposición de la familia de ésta. Según el profesor Berlin,

«esta hostilidad [familiar] sólo sirvió para avivar la apasionada

lealtad de la joven mujer, seria y profundamente romántica, cuya

existencia quedó transformada por la revelación que le hiciera su marido

de un nuevo mundo; Jenny consagró todo su ser a la vida y obra de su

cónyuge». París era el lugar ideal para que el matrimonio de exiliados

comenzase su nueva vida en común. La ciudad del Sena no sólo era la

capital cultural de Europa, sino que gracias al ambiente de relativa

tolerancia política que demostraban los gobiernos del rey Luis Felipe de

Orleans se había convertido en destino para los exiliados políticos de

los países sometidos a regímenes absolutistas. Allí comenzó Marx una

frenética actividad en varios frentes. En primer lugar, comenzó un

estudio en profundidad de las otras dos grandes fuentes de su

pensamiento: los economistas clásicos ingleses Adam Smith y David

Ricardo, que desde la década de 1770 habían puesto las bases de la

ciencia económica, y el socialismo utópico francés, que desde hacía

varias décadas criticaba los efectos disolventes que estaba produciendo

en la sociedad la Revolución industrial. Como consecuencia de sus

inquietudes sociales y su conciencia de exiliado, empezó a frecuentar

reuniones de obreros y a relacionarse con agrupaciones políticas que

defendían los intereses de los trabajadores (como la llamada «Liga de

los Justos», una sociedad secreta revolucionaria fundada por obreros

alemanes exiliados, principalmente ebanistas y sastres). Por último,

entró en contacto con algunos de los grandes pensadores políticos y

sociales del momento, como el socialista utópico Blanqui o los

anarquistas Proudhon y Bakunin (exiliado en la capital francesa desde su

Rusia natal).

 

Pero la más importante de las amistades que trabó en aquel viaje fue con

un joven alemán dos años menor que él, que también había sido

universitario en Berlín, que participaba de sus inquietudes filosóficas

y políticas y que conocía de primera mano las calamidades ocasionadas

por la Revolución industrial porque había pasado varios años en

Manchester dirigiendo la sucursal del negocio familiar. Su nombre era

Friedrich Engels, quien, según el profesor Berlin, «mostraba un

intelecto penetrante y lúcido y un sentido de la realidad como muy

pocos, o quizá ninguno, de sus contemporáneos radicales podían ostentar.

(…) Su destreza para escribir rápida y claramente, su paciencia y

lealtad ilimitadas, lo convirtieron en ideal aliado y colaborador del

inhibido y difícil Marx». Engels quedó fascinado por la personalidad

compleja y seductora de Marx, y pronto comenzaron a colaborar y a

definir una postura conjunta frente a los proyectos políticos de otros

socialistas y radicales; el primer fruto de esta colaboración fue el

opúsculo titulado La sagrada familia, que era una respuesta a Bruno

Bauer y los jóvenes hegelianos. Comenzaba así una amistad y colaboración

de por vida, de la que Engels dejó escrito que «después de Marx, yo

siempre he tocado el segundo violín», pero a la que supo aportar una

sensibilidad social que siempre humanizó el rigor teórico del filósofo

de Tréveris.

 

La actividad de Marx acabó significándose ante los ojos del gobierno

francés, encabezado entonces por el liberal conservador François Guizot,

que ordenó en 1845 su expulsión junto con otros exiliados alemanes. Por

ello se trasladó a Bruselas, donde fue aceptado por el gobierno a

condición de que se dedicase únicamente a sus estudios filosóficos y no

mantuviese actividad política. Sin embargo Marx no cumpliría con esta

condición y no abandonaría su actividad. Allí se le unió Engels y

viajaron juntos a Gran Bretaña, donde entraron de nuevo en contacto con

la Liga de los Justos y con los líderes del movimiento cartista

(organización de trabajadores británicos que luchaban por el

reconocimiento del derecho a voto de los obreros y por la mejora de sus

condiciones de vida y trabajo) como G. J. Harney. En 1846 empezaron a

organizar una red de comités de correspondencia que se extendió por

París, Londres y zonas de Alemania, en lo que fue el comienzo de un

esfuerzo de coordinación internacional de la acción política de los

obreros y sus aliados.

 

Toda esta actividad intelectual y política culminó en 1848, que fue un

año especialmente significado en la historia de Europa y en la vida de

Marx. En febrero apareció en Londres la primera edición del que acabaría

por convertirse en el texto político más publicado y leído a lo largo de

la Historia, el Manifiesto comunista. Fue escrito conjuntamente por Marx

y Engels a raíz de un encargo de la Liga de los Justos, que cambió su

nombre a partir de entonces por el de Liga de los Comunistas. En este

texto Marx presentaba ya madura su visión de la Historia, cuyo motor era

para él la lucha de clases. Además avanzaba ya algunos puntos cruciales

de sus teorías filosóficas y económicas, como la denuncia de que el

capitalismo era un sistema con serias deficiencias que acabarían por

derribarlo y que el proletariado era la clave no sólo de su propia

liberación como clase oprimida sino de la emancipación de la sociedad en

su conjunto. Su llamada a la acción política colectiva para cambiar un

mundo cada vez más injusto (resumida en el célebre colofón de la obra:

«¡Proletarios de todos los países, uníos!») fue una de las claves de la

perennidad de un texto que si inmediatamente no tuvo mucha repercusión

fuera de los círculos de exiliados alemanes, fue cobrando más peso a

medida que avanzaba el siglo.

 

Ese mismo año Europa se vio sacudida por una oleada revolucionaria como

no había conocido antes. En Francia se derrocó al rey Luis Felipe I y se

instauró la Segunda República, e Italia, Austria (donde el emperador

Fernando I tuvo que abdicar en favor de su sobrino Francisco José I para

calmar los ánimos) y Alemania (donde se celebró en Frankfurt una gran

reunión de alemanes de todos los estados para discutir la unificación)

se vieron sacudidas por una oleada incendiaria de dimensiones inéditas.

Los años de crisis económica (agraria pero también financiera e

industrial), las ansias de libertad y los ideales democráticos y

nacionalistas fueron los principales motivos de estos acontecimientos,

que Marx siguió con mucha atención. Aunque pronto pasó de la observación

a la acción. Fue expulsado de Bélgica y decidió volver a Colonia, donde

fundó con Engels un periódico en el que exponer su visión de los

acontecimientos e intervenir en ellos, la Nueva Gaceta Renana, que

apareció entre junio y el 18 de mayo de 1849 y en la que escribieron

cientos de artículos de análisis y crítica de la actitud de la burguesía

ante lo que estaba sucediendo. Tras su cierre por orden gubernativa,

Marx asumió la dirección de la Asociación Obrera de Colonia, a raíz de

lo cual fue procesado por incitación a la rebelión y después absuelto.

Pese a ello fue definitivamente expulsado de Prusia, trasladándose a

Londres en otoño, ciudad que sería su residencia durante el resto de sus

días. Allí tendría la oportunidad de asentarse, de reflexionar sobre los

acontecimientos de aquel año (los gobiernos sofocaron una a una las

algaradas revolucionarias) y de proseguir con su labor intelectual de

estudio y escritura, que daría como fruto alguna de las obras que han

marcado indeleblemente nuestro tiempo.

 

 

 

Una madurez dedicada al estudio

 

Instalado en Londres junto al resto de su familia, Karl Marx comenzó una

vida que se vio pronto marcada por las penurias económicas y, desde

1867, por la falta de salud. El matrimonio Marx tuvo desde 1844 siete

hijos de los que sólo sobrevivieron tres niñas. Además, el célebre

pensador tuvo un hijo ilegítimo con una antigua sirvienta de la familia,

Helene Demuth, cuya paternidad fue asumida por Engels para evitar la

ruptura del matrimonio de su admirado amigo. Pero la generosidad de

Engels no se detuvo ahí, y pasó a desempeñar un papel esencial en el

sostenimiento de la familia durante su estancia en Gran Bretaña. Pese a

que Marx ejerció intensamente el periodismo hasta el final de su vida y

en ocasiones logró importantes ingresos por contratos de publicación de

obras o la percepción de herencias, sobre todo la de su madre, fallecida

en 1864, nunca obtuvo ingresos suficientes para mantener a su familia

durante mucho tiempo, y periódicamente pasaban por etapas de gran

penuria económica. Engels, sin embargo, había heredado el negocio

familiar, lo que le permitió ser un próspero hombre de negocios

industrial además de pensador y escritor, empleando buena parte de sus

ganancias en la causa socialista y en fines filantrópicos. En numerosas

ocasiones ayudó económicamente a Marx y a partir de noviembre de 1868

decidió liquidar sus deudas y pasarle una asignación mensual que

asegurase su subsistencia y la de su familia, con lo cual se convertía

en su mecenas además de amigo.

 

En Londres Marx se dedicó en cuerpo y alma al estudio de la filosofía,

la economía y la historia desde el verano de 1850, en que tuvo acceso a

la Biblioteca Británica, en la que pasó más de veinte años investigando

en sus riquísimos fondos. Comenzó a trabajar en el desarrollo de sus

ideas con el objeto de completar sus teorías ya expuestas en los años

anteriores, dando al conjunto de su obra un valor difícilmente

soslayable. Según el profesor de Historia de la Universidad de Chicago

Daniel Boorstin, «Marx fue una figura de transición perfecta entre la

era del por qué religioso, que intentaba explicar el mundo a partir del

fin (¿con qué finalidad?), y la era del por qué científico (¿por qué

causa?). De la salvación a la evolución. Salvaguardó el concepto de la

Historia como un proceso dotado de sentido y capacidad de evolución,

revelando al propio tiempo las leyes del cambio social». Efectivamente,

frente a los socialistas anteriores, que solían agruparse bajo la

etiqueta de «utópicos», Marx intentó fundamentar sus postulados

filosóficos y sociales en una base sólida contrastada mediante la

aplicación de métodos científicos. La metodología y las herramientas

teóricas que le permitieron dar este carácter a sus reflexiones le

fueron proporcionados por la ciencia económica, que llevaba ya años

estudiando. Muy pronto su propósito de definir sus ideas sobre el

hombre, la sociedad y la historia se transformó en un magno proyecto de

análisis del sistema económico capitalista que recogió en su gran obra

El Capital. Crítica de la economía política. Como señala el filósofo

Jacobo Muñoz, «en El Capital y otros textos afines (…) Marx elabora, sin

solución de continuidad con sus estudios más ortodoxamente históricos,

una teoría totalizadora del modo de producción capitalista, o lleva a

cabo, como también suele decirse, un análisis teórico del capitalismo

“en su medida ideal”». Este hecho le ha llevado a ser considerado uno de

los grandes economistas de la Historia, y su aportación a la ciencia

económica fue así descrita por Joseph A. Schumpeter, uno de los más

grandes economistas del siglo XX: «Marx fue el primer gran economista

que entendió y enseñó de una manera sistemática cómo la teoría económica

puede transformarse en análisis histórico y el relato histórico en

histoire raisonnée [“historia razonada”]».

 

Pero nada más llegar a Londres retomó su labor periodística, que se

extendería más allá de Europa, ya que en 1851 comenzó a colaborar en el

diario New York Tribune. De hecho, en esos primeros meses en Londres

Marx se sintió atraído por la idea de emigrar a Estados Unidos, donde

pensaba que quizá tendría un futuro mejor, pero no pudo llevar a cabo

jamás esta tentativa (más tarde intentaría nacionalizarse británico,

pero su solicitud fue rechazada). Fruto de esas primeras colaboraciones

con medios estadounidenses fue el libro El dieciocho de Brumario de Luis

Bonaparte en el que analizaba muy críticamente el golpe de Estado del

presidente de la República Francesa Luis Bonaparte, que un año más tarde

se haría coronar emperador de los franceses con el nombre de Napoleón

III. Este escrito le enemistaría para siempre con el nuevo monarca

francés, que a comienzos de la década de 1860 instigaría al biólogo y

político Karl Vogt para que acusase públicamente a Marx de ser un

falsario que vivía de contribuciones de los obreros siendo en realidad

un agente doble de la aristocracia. Aquél fue el comienzo de una

«leyenda negra» sobre Marx que su actividad política posterior y su

número creciente de enemigos no hicieron sino aumentar. En opinión del

historiador Eric Hobsbawm, «el destacado papel de Marx en la Asociación

Internacional de Trabajadores (la denominada “Primera Internacional”) y

el surgimiento en Alemania de dos importantes partidos de clase obrera,

ambos fundados por miembros de la Liga Comunista que le tenían en gran

estima, llevaron a una renovación del interés por el Manifiesto y por

sus otros escritos. En particular, su defensa elocuente de la Comuna de

París de 1871 (…) le proporcionó una considerable notoriedad en la

prensa como un peligroso líder de la subversión internacional temido por

los gobiernos». Efectivamente, la actividad política no desapareció de

la vida de Marx en esta etapa, como tampoco lo había hecho en las

anteriores.

 

 

 

Presencia política y escritura: los años finales

 

Buena parte de la actividad política de Marx en aquellos años se centró

en el apoyo a la gran iniciativa internacional de coordinación del

movimiento obrero, la Primera Internacional. Ésta se fundó el 28 de

septiembre de 1864 en el Saint Martin’s Hall de Londres con el nombre de

Asociación Internacional de Trabajadores. Estaba impulsada por obreros

sindicalistas ingleses y franceses y su propósito era la organización

internacional de la clase obrera con objeto de vehicular la lucha por su

emancipación económica, por la abolición de la sociedad de clases y

favorecer la solidaridad entre los trabajadores de las diferentes

naciones. Es evidente que buena parte de su ideario estaba inspirado en

la obra de Marx. Éste asistió pasivamente a sus primeras sesiones, pero

desde que se le encargó la redacción de sus estatutos pasó a convertirse

en uno de los personajes clave de la organización, centrando sus

propuestas en que potenciase a escala mundial la acción de las

asociaciones obreras nacionales (que no debían desaparecer), que la

emancipación de la clase obrera fuese realizada por ella misma y que

para conseguirlo se implicase en la lucha por el poder político, sin el

cual no sería posible el logro de sus objetivos. Fue este último punto

el que tensó la relación con el ala anarquista de la organización,

encabezada por Bakunin (quien proponía la destrucción del Estado como

forma de abrir paso a una nueva sociedad y no hacerse con el poder), que

se agravó desde 1867 y que terminaría con la expulsión de los

anarquistas de la Asociación en el Congreso de La Haya en 1872, lo que

en la práctica supuso el debilitamiento y extinción de la organización,

que se disolvió en 1876. Ya antes había celebrado congresos en Ginebra

(1866), Lausana (1867) y Bruselas (1868).

 

Como ya se ha dicho, Marx apoyó el experimento social más interesante

desarrollado por obreros en el siglo XIX, la llamada «Comuna de París».

Entre julio y septiembre de 1870 tuvo lugar la guerra francoprusiana que

se saldó con la derrota completa de las tropas francesas ante las de

Prusia dirigidas por Bismarck, quien en la batalla decisiva de Sedán (1

de septiembre) capturó al propio Napoleón III. Mientras que las tropas

prusianas avanzaban sobre París, se proclamaba la Tercera República

Francesa y el gobierno huía hacia Versalles para ponerse a salvo. Entre

marzo y mayo de 1871 la capital fue escenario de una insurrección

proletaria que rechazaba la autoridad del gobierno de Versalles y elegía

una asamblea comunal, que se organizó en comisiones según competencias.

Se procedió entonces a levantar un nuevo modelo político en el que el

poder era de origen estrictamente popular, y en el que se tomaron

medidas como la proclamación de los derechos ilimitados de prensa y

reunión, enseñanza gratuita y obligatoria, abolición del trabajo

nocturno o la formación de comités de obreros que autogestionasen los

talleres fabriles abandonados por los empresarios que habían huido. Pero

al tiempo que el gobierno francés cerraba un humillante tratado de paz

con Prusia (cuyo rey, Guillermo I, había aprovechado la ocasión para

proclamarse emperador de una Alemania unificada), envió sus tropas a

sitiar París, en la que entraron en mayo y reprimieron duramente el

movimiento. Pese a que muchos de sus postulados lo situaban más cerca

del anarquismo que del socialismo, Marx lo consideró como un modelo de

revolución, y en su obra La guerra civil en Francia dejó escrito que «la

antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “¡República

social!” con que la revolución de febrero fue anunciada por el

proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una

república que no acabase sólo con la forma monárquica de dominación de

clase. La Comuna era la forma positiva de esa república». La

Internacional fue acusada por sectores de la opinión pública

internacional de ser la instigadora principal de la Comuna, pero el

propio Marx negó esa posibilidad en una entrevista concedida al

periódico neoyorquino World, a pesar de lo cual los movimientos obreros

fueron considerados como enemigos del orden público y perseguidos en

varios países de Europa.

 

Pese a esta presión gubernamental, las décadas siguientes fueron testigo

del surgimiento de los partidos políticos de clase obrera, cuya

presencia era todavía escasa en los años setenta y ochenta del siglo

XIX. Marx intentó prolongar el esfuerzo de la Internacional manteniendo

correspondencia con los líderes de estos partidos, aunque a la postre el

resultado fue escaso. Como afirma el sociólogo Salvador Giner, «Marx y

Engels iban entrando en contacto con los revolucionarios más

importantes, Weitling y Ferdinand Lasalle, entre otros. Con casi todos

ellos, más pronto que tarde llegaron a la ruptura. Marx deseaba imponer

una teoría socialista sólida, inspirada en principios científicos, y no

podía soportar las veleidades románticas y retóricas de la mayoría de

los dirigentes del socialismo de aquel tiempo, por no mencionar a los

anarquistas con sus ensoñaciones». Pese a ello siguió siendo una

autoridad intelectual y moral para el movimiento obrero a escala

internacional. La publicación del primer volumen de El Capital,

aparecido en el otoño de 1867, había supuesto un cambio en este sentido,

ya que la calidad de la obra fue reconocida no sólo entre los

socialistas sino también en amplios sectores de la sociedad culta

europea. El propio Bakunin, uno de sus más acérrimos enemigos, dejó

escrito sobre Marx: «Muy pocos hombres han leído tanto como él y, puede

añadirse, tan inteligentemente como él».

 

Los últimos años de su vida los dedicó a proseguir con la escritura de

El Capital, que no logró ver acabado (Engels publicó póstumamente los

volúmenes segundo y tercero a partir de los manuscritos que dejó Marx)

ya que tanto el periodismo como su intensa actividad investigadora le

distrajeron de esa meta. En aquellos años amplió sus inquietudes

incluyendo entre sus intereses la obra del filósofo francés Auguste

Comte (cuyo sistema, llamado «positivismo», estudió con atención) y la

del biólogo británico Charles Darwin. Por este último sintió gran

admiración y mantuvo cierta relación ya que le envió una copia del

primer volumen de la edición inglesa de El Capital en 1873, que Darwin

le agradeció cordialmente, y en 1880 solicitó su permiso para dedicarle

el segundo volumen de la obra, que el biólogo rechazó por no querer

herir los sentimientos religiosos de su entorno familiar.

 

Para entonces la salud de Marx y la de su mujer estaban ya muy

deterioradas. Realizaron varios viajes al balneario de Karlsbad

(Alemania) para intentar mejorarla. Jenny Marx falleció el 2 de

diciembre de 1881, pero su marido no pudo acudir a su entierro por

expresa prohibición del médico. Mes y medio más tarde Marx partió a

Argel con objeto de intentar recobrar su salud. Durante el viaje se

detuvo en Argenteuil (Francia), en casa de su hija Laura y su yerno el

socialista francés Paul Lafargue. Ambos habían contraído matrimonio en

abril de 1868 y habían mantenido una cálida cercanía con el filósofo. En

una conversación mantenida con su yerno durante esta estancia y haciendo

referencia a las deformaciones que se hacían de su pensamiento, le dijo

la célebre frase: «Ce qu’il y a de certain c’est que moi, je ne suis pas

marxiste» («Lo cierto es que yo no soy marxista»). Tras regresar a

Londres su enfermedad empeoró, falleciendo el 14 de marzo de 1883.

 

Tras su muerte su influencia fue asegurada por Engels, que ejerció de

albacea intelectual hasta su muerte en 1895. El auge creciente de los

partidos obreros de finales del siglo XIX, gracias a la extensión del

sufragio universal masculino, llevó de nuevo el pensamiento de Marx al

primer plano de la acción política. Casi un siglo después de su

nacimiento, en 1917, la Revolución bolchevique liderada por Lenin quiso

llevar a la práctica sus teorías, dando lugar al marxismo soviético, muy

diferente de las propuestas presentadas por Marx. Su filosofía quiso ser

abierta y crítica, lejos de los dogmatismos que hicieron con ella los

dirigentes soviéticos de Rusia y los países de Europa del Este tras la

Segunda Guerra Mundial; de hecho era más un método crítico de análisis

que un sistema dogmático. Ése fue el problema. De una actitud vital y

una forma de enfrentarse a los problemas de la humanidad se fabricaron

unas recetas para la construcción de regímenes que acabaron olvidando

los intereses de la clase trabajadora que reclamaban como principio

legitimador. Casi un siglo después de la Revolución rusa y más de veinte

años después de la caída del muro de Berlín, la figura de Marx sigue

estando sujeta a polémicas y prejuicios. Pero los efectos negativos

introducidos por la globalización del capitalismo (la destrucción del

medio ambiente, el aumento de la desigualdad social planetaria y los

períodos de crisis económica prolongada, entre otros) quizá nos estén

indicando que todavía podemos sacar algunas enseñanzas de aquel hombre

tan citado e invocado como incomprendido.

 

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