El padre de la biología moderna
De vez en cuando escuchamos
contar en un informativo o leemos en un
periódico la noticia del hallazgo
de los restos de un nuevo homínido que
ayuda a completar el mapa del
largo proceso evolutivo del hombre. La
reacción suele ser de interés y
curiosidad, pero en ningún caso de
irritación u ofensa. Y es que en
nuestros días casi nadie duda de la
existencia del proceso evolutivo
de las especies. Sin embargo, cuando
hace poco más de ciento cincuenta
años el científico inglés Charles
Darwin se atrevió por primera vez
a formular públicamente esta idea, la
mayor parte de sus contemporáneos
vieron en él a un loco o a un
degenerado. La publicación de El
origen de las especies en 1859
pulverizó la biología clásica y
puso de manifiesto la necesidad de
separar ciencia y religión si
verdaderamente se quería que la primera
avanzase. Gracias a sus teorías
sobre la evolución de las especies
naturales, Darwin terminaría
convirtiéndose en el padre de la biología
contemporánea, pero el proceso
que le llevó a ello no fue menos
apasionante que su asombroso
resultado.
Si algo caracterizaba a la
sociedad inglesa de comienzos del siglo XIX
en que nació y creció Charles
Robert Darwin era su fuerte
conservadurismo. Por entonces
Inglaterra era el país industrialmente más
avanzado de Europa, pero desde el
punto de vista social las
desigualdades eran enormes y el
poder político y económico se encontraba
controlado por una minoría cuyo
conservadurismo moral y religioso
formaba parte de su definición
como grupo social. La familia de Darwin
pertenecía a esa élite burguesa y
conservadora y en esos principios fue
educado. Darwin nació en la
localidad inglesa de Shrewsbury el 12 de
febrero de 1809. Su madre,
Susannah Darwin, estaba enferma por lo que
una buena parte del peso de su
educación doméstica recayó en su padre,
Robert Darwin. Al igual que su
padre, Erasmus Darwin, Robert era un
reputado médico, por lo que la
relación de Charles con el mundo de la
ciencia fue desde su infancia
algo natural y cotidiano. De hecho sintió
gran admiración tanto por su
padre como por su abuelo, cuyas
investigaciones sobre la
naturaleza, parcialmente enunciadas en su obra
Zoonomía, terminarían influyendo
en las posteriores ideas biológicas de
su nieto.
Darwin creció sin grandes
preocupaciones. Su familia disponía de un
sólido patrimonio que le
aseguraba el disfrute de todo lo necesario,
aunque probablemente el carácter
sensible de Charles no siempre se
sintió confortado por el estricto
modo en que su padre le educaba. Quizá
por ello y quizá también porque
con sólo ocho años perdió a su madre,
Darwin desarrolló una
personalidad tendente a la soledad y la
introversión que encontraba en
los paseos y excursiones por el campo su
actividad más satisfactoria. Tal
y como correspondía a un niño de su
extracción social, al cumplir los
trece años fue enviado a la escuela de
Shrewsbury para iniciar su
formación académica, lo que habría de
convertirse en una experiencia
menos brillante de lo esperable para un
hombre de su capacidad. La
educación tradicional de la época se basaba
en la memorización de aquello que
debía aprenderse. A Darwin le
resultaban insoportablemente
aburridas las lecciones de historia y
lenguas clásicas, y en lugar de
repetirlas sin cesar, en cuanto disponía
de un rato libre prefería
dedicarse a cazar y montar a caballo. Sus
calificaciones reflejaban su
falta de interés y sólo las disciplinas
relacionadas con la ciencia
conseguían llamar su atención. Aun así, como
él mismo recordaría en su
Autobiografía, «tenía aficiones sólidas y
variadas y mucho entusiasmo por
todo aquello que me interesaba, y sentía
un placer especial en la
comprensión de cualquier materia o cosa compleja».
Pero Darwin no era un buen
estudiante y su escasa preocupación por los
estudios, unida a su cada vez
mayor dedicación a la caza y la
equitación, preocupaban a su
padre, que empezó a pensar que podía
convertirse en un joven ocioso.
Como recuerda el profesor de Biología
Gene Kritsky, «ponía las botas
justo al lado de su cama para que cuando
se levantase por la mañana
pudiese meter los pies directamente en ellas,
coger su escopeta y salir a
cazar. No quería perder un solo instante».
Convencido de la necesidad de
encontrar una ocupación para su hijo,
Robert Darwin decidió enviarle en
1825 a la Universidad de Edimburgo
para que continuase con la
tradición familiar de hacerse médico. Charles
tenía dieciséis años y en los dos
cursos en que permaneció en la
universidad continuó sin
encontrar una vocación. La medicina no le
interesaba tanto como para
dedicarle el tiempo que requería su estudio,
y además, como reconoció años más
tarde, estaba convencido de que no
necesitaría vivir de su
profesión: «Me convencí, por diversas
circunstancias, de que mi padre
me dejaría una herencia suficiente para
subsistir con cierto confort, si
bien nunca imaginé que sería tan rico
como soy; sin embargo, mi
convicción fue suficiente para frenar
cualquier esfuerzo persistente
por aprender medicina». Por otra parte,
el método de lecciones
magistrales seguido por la mayor parte de sus
profesores le desagradaba ya que
prefería la enseñanza basada en la
lectura y, para colmo de males,
las dos ocasiones en que se vio obligado
a asistir a intervenciones
quirúrgicas (una de ellas la de un niño) le
impresionaron tan profundamente
(aún no se empleaba cloroformo para
dormir a los pacientes) que salió
huyendo antes de que concluyeran. Como
él mismo diría, «nunca más volví
a asistir a una, pues ningún estímulo
hubiera sido suficientemente
fuerte como para forzarme a ello».
Aunque la relación de Darwin con
la medicina no era precisamente buena,
durante los dos años que pasó en
Edimburgo tuvo la ocasión de tratar con
algunos de los más destacados
naturalistas de la época, especialmente
Robert Grant, cuyo interés por la
zoología marina compartían. Ambos
solían salir a buscar animales en
las charcas que se formaban por las
mareas para después
diseccionarlos, y dado que Grant era un gran
admirador de las teorías
transformistas del francés Lamarck
(«transformismo» era el término
empleado entonces para referirse al
evolucionismo), puso a Darwin en
contacto con ellas. La influencia que
recibió de ello no parece que
fuese determinante, si bien él mismo
reconocería que de algún modo
contribuyó a crear el caldo de cultivo del
que más tarde saldría su teoría
sobre la evolución de las especies: «Un
día, mientras paseábamos juntos,
expresó abiertamente su gran admiración
por Lamarck y sus opiniones sobre
la evolución. Le escuché con
silencioso estupor y, por lo que
recuerdo, sin que produjera ningún
efecto sobre mis ideas. Yo había
leído con anterioridad la Zoonomía de
mi abuelo, en la que se defienden
opiniones similares, pero no me había
impresionado. No obstante, es
probable que al haber oído ya en mi
juventud a personas que sostenían
y elogiaban tales ideas haya
favorecido el que yo las apoyara,
con una forma diferente, en mi Origen
de las especies».
Pero la disección de ejemplares
zoológicos marinos no era lo que había
motivado la presencia de Darwin
en la universidad. Para desesperación de
su padre, el estudio de la
medicina, atendiendo a sus pobres resultados,
no parecía una disciplina en la
que Darwin pudiese encontrar una
profesión, por lo que decidió
proponerle el que entonces era un buen
camino para un joven de su
condición: el inicio de una carrera
eclesiástica en el Christ’s
College de Cambridge. No se trataba de una
cuestión de vocación religiosa
sino de una vía para el desarrollo de una
carrera acorde con su posición
social. Darwin reflexionó sobre la
propuesta. Por un lado, el
anglicanismo no impedía a sus ministros el
desarrollo de una vida familiar
y, por otro, aún era creyente, de modo
que resolvió seguir el consejo de
su padre y en 1828 ingresó en la
Universidad de Cambridge. La vida
universitaria resultaba francamente
agradable para un chico de
veintidós años pues, lejos del control de su
padre, además de estudiar
encontró tiempo para divertirse. Así, como
indica el biólogo y biógrafo de
Darwin, Francisco Pelayo, «durante su
estancia en esta institución
continuó practicando sus deportes
favoritos, la caza y cabalgar
campo traviesa, no privándose de juergas
nocturnas con sus
correspondientes borracheras, cánticos intempestivos e
interminables partidas de
cartas». Además, los estudios que cursaba le
obligaban a ocuparse de materias
que despertaban su interés como la
geometría y, sobre todo, la
teología natural, en la que, entre otras
cuestiones, se estudiaba la
adaptación de los seres vivos al medio ambiente.
Sin embargo fue su encuentro con
la botánica a través del profesor John
Stevens Henslow lo que habría de
dejar una huella más profunda en la
formación de su espíritu
científico. Henslow era un excelente docente,
apasionado por su objeto de
estudio y capaz de transmitir su entusiasmo
a los estudiantes que acudían a
sus clases. Para ellos solía organizar
excursiones al campo y a los ríos
cercanos para disertar sobre el
terreno acerca de las plantas y
animales que encontraban. Pocas cosas
podían ser más del gusto de
Darwin, que terminó por convertirse en
compañero inseparable de su
maestro. Comenzó a coleccionar con auténtica
avidez insectos —sobre todo
escarabajos— y plantas, y convencido por
Henslow empezó a estudiar
geología con el profesor Adam Sedgwick. Aun
así, nada le interesaba más que
el estudio de las especies animales, de
modo que devoraba las obras sobre
biología e historia natural y hacía
constantes salidas para recoger
especímenes aunque, como recuerda su
biógrafa Rebecca Stefoff, no
siempre con éxito: «Cogía un escarabajo con
una mano y después veía otro y lo
cogía con la otra. Si luego veía otro
más que le interesaba mucho,
acababa por meterse uno en la boca mientras
tomaba el tercero. Pero si el que
se metía en la boca tenía un sabor
desagradable, lo escupía y a la
vez soltaba el último, de modo que
acababa con un solo escarabajo y
un horrible sabor de boca».
Finalmente Darwin obtuvo su
licenciatura en Teología en 1831, pero sus
intereses estaban claramente
centrados en la historia natural y la
geología. La buena relación
desarrollada con el geólogo Adam Sedgwick
durante sus años de estudio fue
la causa de que, una vez licenciado,
éste le invitase a acompañarle a
una excursión por el norte de Gales
para estudiar terrenos geológicos
antiguos, con lo que Darwin pudo
convertirse en un experto geólogo
en la práctica sobre el terreno. Ambos
fijaban rutas que seguían por
separado, estudiaban las formaciones
geológicas que encontraban y
recogían fósiles y rocas para después
comparar sus resultados. La
experiencia adquirida entonces por Darwin
habría de resultarle muy útil en
el futuro, pues a su regreso a
Shrewsbury le aguardaba la
experiencia más importante de su vida
científica, un viaje marítimo
alrededor del mundo digno de una novela de
Julio Verne.
A bordo del Beagle
Tras regresar de Gales, Darwin,
que preparaba unas jornadas de caza en
Shrewsbury, recibió una
inesperada carta de su maestro Henslow. En ella
le comunicaba que el barco de Su
Majestad Británica Beagle iba a
realizar un viaje de
circunnavegación por las costas de Sudamérica y las
islas del Pacífico para llevar a
cabo un estudio cartográfico. Cuando
llegó a su conocimiento que se
necesitaba a un experto en historia
natural que se encargase de su
estudio durante el viaje, Henslow no dudó
en recomendar al joven Darwin
para la tarea. No es difícil imaginar todo
lo que debió de pasar por la
cabeza de Darwin: la excitación por la
increíble posibilidad de estudio
que se le ofrecía, la sorpresa por lo
inesperado y el temor ante lo
desconocido. Deseaba embarcarse en la
aventura del Beagle, pero al
tiempo sabía que para hacerlo tendría que
vencer un duro obstáculo, la
oposición de su padre. Como indica en este
sentido el historiador de la
ciencia Richard Milner, «realmente, el
doctor Darwin tenía miedo de
perder a su hijo. Miles de jóvenes se
lanzaban a la aventura durante
los días del Imperio colonial británico y
muchos de ellos no volvían.
Intentó por todos los procedimientos
convencer a su hijo de que no era
una buena idea, pero cuando se dio
cuenta de que Charles estaba
decidido, le dijo que si encontraba una
sola persona de sentido común que
apoyara esa loca idea le daría su
autorización». Afortunadamente
para Darwin esa persona fue su tío Josia
Wedgwood. Darwin había preparado
ya la carta de contestación rechazando
la propuesta y, consecuentemente,
se dirigió a la localidad de Maer para
continuar con sus planes de
cacería. Su tío, que compartía los días de
caza con Darwin, al enterarse de
la situación, se ofreció a llevarle de
regreso a Shrewsbury y hablar con
su padre para convencerle. Al día
siguiente un Darwin exultante
salía hacia Londres para entrevistarse con
el capitán del Beagle, Robert
FitzRoy.
FitzRoy era un hombre de carácter
áspero e ideas fijas. Estaba
convencido de que las
características físicas de las personas estaban
relacionadas con su forma de ser
y sus capacidades, de modo que cuando
conoció a Darwin pensó que, dada
la forma y tamaño de su nariz, no era
adecuado para el puesto vacante.
Sin embargo, sus buenos modales y
cuidada educación le agradaron y
tras las dudas iniciales terminó por
aceptarle como compañero de
viaje. En su Autobiografía Darwin recordaría
las dificultades para lograr su
objetivo al tiempo que valoraba la
enorme importancia que llegó a
tener el viaje: «El viaje del Beagle ha
sido con mucho el acontecimiento
más importante de mi vida, y ha
determinado toda mi carrera; a
pesar de ello dependió de una
circunstancia tan insignificante
como que mi tío se ofreciera para
llevarme en coche las treinta
millas que había hasta Shrewsbury, cosa
que pocos tíos hubieran hecho, y
de algo tan trivial como la forma de mi
nariz». Aún hubo de esperar dos
largos meses antes de comenzar el viaje,
en los que el temor fue ganando
poco a poco al científico. El Beagle no
era una embarcación muy grande ni
muy segura. Se trataba de un bergantín
de 242 toneladas, 10 cañones y 25
metros y medio de eslora. El camarote
que debía compartir con FitzRoy
era pequeño y no cabía en él erguido, la
tripulación de más de setenta
hombres le resultaba por completo
desconocida y el viaje prometía
ser muy, muy largo. La angustia llegó a
producirle molestias de corazón
pero, pese a todo, estaba decidido a
seguir adelante con su aventura.
El 27 de diciembre de 1831, el
Beagle zarpaba del puerto de Plymouth
rumbo a las islas Canarias y de
allí se dirigió a la isla de Santiago,
en el archipiélago de Cabo Verde.
Se iniciaba así un viaje en el que
Darwin podría llegar a sus
propias conclusiones sobre las teorías
vigentes acerca de la historia de
la geología y de la aparición de las
especies que había estudiado en
la universidad. A comienzos del siglo
XIX, todas las explicaciones
relativas a ambas cuestiones se vinculaban
de una forma u otra al relato
bíblico de la Creación, desarrollando
razonamientos de toda clase que
permitían salvar las inevitables
contradicciones entre los
descubrimientos científicos y el relato
sagrado. Entre quienes se
dedicaban a la historia de la Tierra existían
fundamentalmente dos corrientes
de pensamiento: la de los
«catastrofistas», que creían que
en el pasado se habían producido
inundaciones periódicas que
explicaban la extinción de ciertas especies,
la última de las cuales había
sido el Diluvio universal del Antiguo
Testamento, y la de los
«actualistas», que consideraban que los cambios
sufridos por la Tierra en el
pasado se debían a las mismas causas que
producían los cambios
contemporáneos, y en ambos casos se daban a un
idéntico ritmo lento y gradual.
Por otra parte, las teorías sobre la
aparición y extinción de las
especies, aunque con variaciones, eran
mayoritariamente creacionistas,
es decir, afirmaban que las especies
naturales habían sido creadas por
Dios conservando desde ese momento la
misma forma. Sólo unas pocas
voces, como la de Lamarck, habían empezado
a apuntar hacia explicaciones no
creacionistas del origen de las
especies. Con todo ese bagaje
abordaba Darwin la experiencia que le
ofrecía su viaje.
Durante su estancia en la isla de
Santiago Darwin pudo poner a prueba
sus conocimientos de geología,
comprobando sobre el terreno que las
teorías defendidas por los
geólogos actualistas frente a los
catastrofistas eran acertadas.
Estableció una rutina de trabajo
incansable. Iba a todas las
excursiones que podía para observar las
formaciones geológicas de los
distintos lugares. Recogía muestras de
minerales, fósiles, plantas y
animales y las clasificaba con
minuciosidad. Además, dedicaba
buena parte de su jornada a anotar con
todo detalle lo que había visto,
lo cual se tradujo en un completísimo
diario que no sólo enviaba a su
familia junto con la correspondencia en
cuanto tenía oportunidad, sino
que más adelante llegaría a publicarse
por la valiosísima información
que contenía. Desde Cabo Verde el Beagle
partió hacia Brasil para dar
comienzo a dos años de constantes viajes
por las costas occidentales y
orientales de Sudamérica. En Argentina,
tras vencer las reticencias del
dictador Juan Manuel de Rosas, que pensó
que era un espía, Darwin logró
autorización para adentrarse en Tierra de
Fuego. Escoltado por un grupo de
gauchos a caballo pudo observar a los
indígenas y su entorno durante
varios días, lo que le impresionó
enormemente. Como afirma el
profesor James Moore, «no estaba preparado
para la forma semianimal y
primitiva en que vivían, ni para su desnudez
ni para el modo en que dormían
apretujados contra el suelo. A duras
penas podía entender que un mismo
Dios hubiese creado a seres humanos
entre los que existía tanta
diferencia como la que había entre los
indígenas y él mismo o los
profesores que bebían jerez en Cambridge».
Todo lo que iba encontrando a su
paso contribuía a debilitar las teorías
aceptadas por la mayor parte de
científicos de su tiempo sobre la
historia natural, y al tiempo
creaba en él la certidumbre de que otra
explicación menos ortodoxa se
abría paso desde la experiencia.
En la Pampa argentina encontró y
documentó fósiles de gigantescos
mamíferos extinguidos que serían
esenciales para llegar a sus
conclusiones sobre el
evolucionismo de las especies naturales. Pero de
todo el viaje probablemente fue
en las islas Galápagos donde halló las
más importantes y numerosas
evidencias que le llevarían a ellas. Sus
observaciones de la fauna
autóctona, especialmente sobre los distintos
tipos de pájaros pinzones y
tortugas, lo convencieron de los procesos de
transformación de las especies a
partir de antepasados comunes. Recabó
una ingente cantidad de datos
sobre animales y plantas de las islas y
continuó su viaje hasta llegar a
Australia.
Los cinco años que duró la
travesía del Beagle fueron para Darwin una
experiencia inolvidable. Como
científico había tenido a su disposición
el mayor y más completo de los
laboratorios, la naturaleza en estado
puro. Su titánica tarea le había
consagrado como naturalista y geólogo
en Inglaterra, pues mientras duró
el viaje envió periódicamente muestras
de todo lo que recogía al
profesor Henslow, que difundió entre la
comunidad científica sus
hallazgos y conclusiones. Pero algo en su
interior había cambiado, su
concepción de la generación y desarrollo de
la vida ponía en entredicho todas
las teorías aceptadas y sabía que,
antes o después, sus ideas
terminarían teniendo graves consecuencias.
El regreso a Inglaterra de un
científico admirado
El 2 de octubre de 1836 el Beagle
fondeó en Inglaterra. Darwin había
vuelto a su tierra natal y su
retorno se esperaba con auténtica
expectación. Después de
reencontrarse con los suyos una breve temporada,
se afincó durante varios meses en
Cambridge siguiendo el consejo de
Henslow, pues allí podría
preparar la publicación de los diarios de su
viaje que todos los naturalistas
ingleses esperaban con inquietud. La
Geological Society de Londres no
tardó en reclamar su presencia, por lo
que trasladó su residencia a esta
ciudad durante dos años en los que,
mientras preparaba varios
volúmenes sobre los resultados de su
expedición científica, participó
en las reuniones y conferencias de la
institución, e incluso llegaron a
nombrarlo secretario. Asimismo, tomó
parte en las reuniones de la
Zoological Society exponiendo los
resultados de sus estudios sobre
fauna sudafricana viva y extinguida. La
estrecha colaboración con algunos
de los más reputados biólogos del
momento, como Richard Owen,
George R. Waterhouse, Thomas Bell…, permitió
la publicación de diecinueve
volúmenes sobre sus conclusiones entre 1838
y 1843. La síntesis sobre sus
observaciones geológicas habría de esperar
hasta 1846. Éstas y todas las
publicaciones relativas a su viaje
tuvieron gran éxito y fueron
públicamente aclamadas por los principales
científicos de la época.
En medio de ello, en 1839, Darwin
contrajo matrimonio con su prima Emma
Wedgwood. La fortuna de ambos les
permitió llevar una vida muy acomodada
y tranquila que favorecía la
incesante actividad intelectual de Darwin.
Instalaron su residencia en un
pequeño pueblo a veinticinco kilómetros
de Londres, Down, y llegaron a
tener diez hijos, de los que
sobrevivieron siete. La vida
cotidiana de los Darwin discurría sin
grandes sobresaltos, aunque la
salud del científico nunca fue buena.
Parece probable que contrajese
algún tipo de enfermedad durante su largo
viaje, lo que terminaría
limitando mucho su vida social. Los esfuerzos
de Darwin se centraban en su
familia y en el avance de sus
investigaciones. La relación con
sus hijos era, contrariamente a los
usos habituales, muy afectuosa, y
así llegaría a plasmarlo por escrito:
«Me he sentido inmensamente feliz
en mi casa y debo deciros a vosotros,
mis hijos, que ninguno me habéis
ocasionado nunca ni un minuto de
ansiedad, excepto por motivos de
salud. (…) Cuando erais muy pequeños mi
mayor deleite era jugar con
vosotros, y pienso con añoranza que esos
días ya no pueden volver. Desde
vuestra niñez hasta ahora, que sois
adultos, todos vosotros, hijos e
hijas, habéis sido siempre atentos,
considerados y afectuosos con
nosotros y entre vosotros. Cuando todos, o
la mayoría de vosotros estáis en
casa (como gracias al cielo sucede muy
frecuentemente), ninguna reunión
puede ser para mí más agradable, y no
deseo otra compañía».
También la relación con Emma era
muy estrecha pues encontró en ella una
esposa que le cuidaba con
atención y sabía comprenderle. De Emma
llegaría a decir: «Me maravilla
mi buena suerte de que ella, tan
infinitamente superior a mí en
cualidades morales, consintiera en ser mi
esposa». Emma era una mujer
fervientemente religiosa y siempre estuvo
preocupada por las consecuencias
que en ese terreno podían tener las
teorías de Darwin. Aun así fue
siempre respetuosa con su labor
científica si bien, ya desde poco
antes de contraer matrimonio, había
dejado claros sus principios y
temores en una carta en la que se
sinceraba al respecto: «Espero
que las investigaciones científicas de no
creer nada hasta que no está
probado, no influencie tu mente demasiado
en otras cosas que no se pueden
probar de la misma manera, y que si son
verdaderas es probable que estén
por encima de nuestra comprensión».
Los temores de Emma Wedgwood no
eran infundados. Desde su regreso del
viaje a bordo del Beagle, Darwin
estaba convencido de que las especies
naturales se modificaban
gradualmente con el paso del tiempo. Asimismo
sabía que tales modificaciones no
dependían ni de agentes externos ni de
la voluntad de los organismos,
pero no terminaba de discernir el
mecanismo al que respondían los
cambios. La respuesta llegó en el otoño
de 1838 de la mano de la lectura
del Ensayo sobre el principio de la
población del sociólogo y
economista Thomas Malthus. Como explica el
profesor Francisco Pelayo,
«aplicada la doctrina de Malthus a los reinos
vegetal y animal, venía a decir
que dado que en la naturaleza se
producían más individuos de los
que podían sobrevivir, era necesario que
hubiera una competencia o lucha
entre individuos de la misma especie, de
especies diferentes y de todos
contra las condiciones del medio externo.
En las circunstancias provocadas
por la lucha por la existencia, las
variaciones favorables tendían a
conservarse y las desfavorables a
extinguirse. El resultado era la
formación de nuevas especies». Darwin
había hallado la clave
explicativa de los cambios de los organismos: en
la naturaleza obraba un mecanismo
de selección natural que tenía lugar a
través de un proceso de lucha por
la existencia, o lo que es lo mismo,
las especies naturales
evolucionaban para mejorar su adaptación. Las
especies mejor adaptadas
sobrevivían, las peor adaptadas terminaban por
extinguirse.
En junio de 1842 resumió sus
conclusiones sobre el evolucionismo en un
pequeño ensayo que ampliaría dos
años más tarde, pero quizá el temor a
las consecuencias de lo que sus
teorías planteaban le llevó a dejarlas
en un segundo plano. Entregó sus
escritos en un sobre a Emma y le pidió
que en caso de que falleciese se
encargase de publicarlos. Darwin sabía
que con sus planteamientos sobre
el origen y evolución de las especies
lanzaba una andanada a la línea
de flotación de las creencias religiosas
sobre la creación de los seres
vivos, y eso, en la sociedad anglicana y
conservadora de su tiempo, podía
costarle la reputación como científico
y el aislamiento social para él y
su familia. Durante ocho años (hasta
1854 aproximadamente) centró sus
esfuerzos en el estudio de los moluscos
y aunque continuó reflexionando
sobre sus ideas evolucionistas se cuidó
de no publicarlas.
Pero un hecho fortuito le haría
cambiar de opinión en 1856. Un año
antes, otro destacado
naturalista, Alfred R. Wallace, había publicado un
artículo en el que esbozaba
algunas de las mismas conclusiones a las que
había llegado Darwin sobre la
evolución de las especies naturales. Su
amigo, el geólogo Charles Lyell,
pese a ser contrario a sus ideas
aconsejó a Darwin que revisase
sus escritos y los publicase antes de que
otro colega le tomase la
delantera, de modo que cuando en junio de 1858
Darwin recibió un manuscrito
enviado por el mismo Wallace ya tenía
prácticamente acabado su propio
ensayo sobre el asunto. Ambos
científicos habían llegado a las
mismas conclusiones sin mantener
contacto alguno y por vías
diferentes, por lo que Lyell aconsejó a
Darwin que presentase el artículo
de Wallace junto con una síntesis de
sus ideas de forma conjunta ante
la comunidad científica londinense, ya
que así los dos investigadores
compartirían la autoría del hallazgo. Los
trabajos fueron leídos en la
Linnean Society de Londres pero no
despertaron demasiada
expectación. Deseoso de ampliar sus explicaciones,
una vez que se había decidido a
publicarlas, Darwin pensó que lo mejor
sería abordar la tarea de
presentar sus teorías en una obra más extensa
y clara. El origen de las
especies aparecía en el horizonte.
El Origen de las especies y sus
consecuencias
Darwin era consciente de que la
publicación de sus tesis evolucionistas
no iba a dejar indiferente a
nadie, pero su inquietud como científico le
empujaba a hacerlo. Así, el 24 de
noviembre de 1859 salieron a la venta
los primeros mil doscientos
cincuenta ejemplares de su obra El origen de
las especies por medio de la
selección natural, o la preservación de las
razas favorecidas en la lucha por
la existencia, y ese mismo día se
agotaron. Lo mismo sucedería con
la segunda y tercera edición de 1860 y
1861. Un terremoto científico
sacudía toda Europa. La obra describía la
teoría de la selección natural,
refutaba las posibles objeciones que se
le podrían plantear y defendía la
evolución frente a las tradicionales
explicaciones creacionistas. Al
desprenderse de toda explicación
religiosa Darwin daba un salto en
el vacío y abría la puerta de la
biología moderna. Nada tiene de
raro que El origen de las especies diese
pie a todo tipo de controversias.
Las ideas de Darwin fueron criticadas
hasta la saciedad y ridiculizadas
en todo tipo de escritos y
caricaturas. Bajar al hombre del
pedestal bíblico de la Creación para
convertirle en un animal más que
había evolucionado a partir de especies
comunes con los primates no podía
ser una tarea fácil. Especialmente
sonado fue el debate que tuvo
lugar en Oxford en 1860 entre el arzobispo
anglicano Wilberforce y T. H.
Huxley, seguidor de Darwin; a la pregunta
hecha por el primero de si el
hombre descendía del mono por vía paterna
o materna, el segundo contestó:
«Si tuviese que escoger, preferiría
descender de un humilde mono y no
de un hombre que emplea sus
conocimientos y su elocuencia en
tergiversar las teorías de aquellos que
han consumido sus vidas en la
búsqueda de la verdad».
A pesar de todas las críticas y
del inicial clima de rechazo de su obra,
Darwin continuó trabajando en la
misma línea y así en 1868 publicó su
libro sobre Las variaciones de
animales y plantas en estado de
domesticación y en 1871 se
atrevió a publicar otro en que de forma
detallada aplicaba sus tesis
evolucionistas al caso concreto del hombre,
La descendencia del hombre y la
selección con relación al sexo. Sin
embargo, cuando esta última obra
vio la luz no fue recibida como lo
había sido su Origen de las
especies. En algo menos de dos décadas el
clima social y científico se
había modificado. Las tesis de Darwin con
su cuidada demostración habían
empezado a ser aceptadas por muchos
científicos de la época tanto
dentro como fuera de Inglaterra. Sus ideas
continuaban causando incomodidad
en los estratos más conservadores de la
sociedad pero de forma progresiva
fueron calando en el resto. Los
hallazgos fósiles venían a
corroborar sus propuestas y el asombrado
mundo de la ciencia comenzaba a
darse cuenta de que las aportaciones de
Darwin habrían de marcar un antes
y un después en la Historia.
Las voces que se alzaban para
criticar duramente a Darwin continuaron
haciéndolo durante mucho tiempo
aún. Llegaron a formarse incluso
organizaciones científicas de
carácter religioso en las que se pretendía
combatir las afirmaciones de
Darwin y demostrar que la verdadera ciencia
no tenía por qué entrar en
conflicto con las creencias cristianas. Pero
los planteamientos de Darwin
parecían alimentarse de una fuerza
imparable, la que en buena medida
les insuflaba su autor, que no dejó de
publicar profundizando en ellos
hasta su muerte. Cuando ésta acaeció el
19 de abril de 1882, su apenada
esposa no podía llegar a creer que el
gobierno inglés solicitase su
permiso para enterrar a Darwin junto con
las grandes glorias nacionales en
la abadía de Westminster. Su tumba se
ubicó junto a la de Isaac Newton.
El reconocimiento que le ofrecía la
sociedad de su tiempo no podía
ser mayor.
La obra de Darwin constituye uno
de los legados más importantes para la
historia de la ciencia. Con su
teoría de la evolución de las especies
naturales puso las bases de la
biología moderna y consagró la
secularización del pensamiento
científico. Pero más allá de eso Darwin
consiguió que los hombres
cambiasen la percepción que habían tenido
sobre sí mismos durante siglos.
La inclusión del ser humano en la
naturaleza como un elemento más
sujeto a sus variaciones habría de traer
consigo importantísimos cambios
en la antropología y la filosofía.
Nuestras ideas actuales sobre la
historia de la humanidad se elevan
sobre la obra de un hombre cuya
fascinación por todo aquello que le
rodeaba fue tan grande como su
deseo de encontrar una explicación
racional a lo que veía.
Difícilmente una vida puede ser más provechosa.
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