martes, 4 de noviembre de 2025

28 CHARLES DARWIN.

 



 

 

El padre de la biología moderna

 

De vez en cuando escuchamos contar en un informativo o leemos en un

periódico la noticia del hallazgo de los restos de un nuevo homínido que

ayuda a completar el mapa del largo proceso evolutivo del hombre. La

reacción suele ser de interés y curiosidad, pero en ningún caso de

irritación u ofensa. Y es que en nuestros días casi nadie duda de la

existencia del proceso evolutivo de las especies. Sin embargo, cuando

hace poco más de ciento cincuenta años el científico inglés Charles

Darwin se atrevió por primera vez a formular públicamente esta idea, la

mayor parte de sus contemporáneos vieron en él a un loco o a un

degenerado. La publicación de El origen de las especies en 1859

pulverizó la biología clásica y puso de manifiesto la necesidad de

separar ciencia y religión si verdaderamente se quería que la primera

avanzase. Gracias a sus teorías sobre la evolución de las especies

naturales, Darwin terminaría convirtiéndose en el padre de la biología

contemporánea, pero el proceso que le llevó a ello no fue menos

apasionante que su asombroso resultado.

 

Si algo caracterizaba a la sociedad inglesa de comienzos del siglo XIX

en que nació y creció Charles Robert Darwin era su fuerte

conservadurismo. Por entonces Inglaterra era el país industrialmente más

avanzado de Europa, pero desde el punto de vista social las

desigualdades eran enormes y el poder político y económico se encontraba

controlado por una minoría cuyo conservadurismo moral y religioso

formaba parte de su definición como grupo social. La familia de Darwin

pertenecía a esa élite burguesa y conservadora y en esos principios fue

educado. Darwin nació en la localidad inglesa de Shrewsbury el 12 de

febrero de 1809. Su madre, Susannah Darwin, estaba enferma por lo que

una buena parte del peso de su educación doméstica recayó en su padre,

Robert Darwin. Al igual que su padre, Erasmus Darwin, Robert era un

reputado médico, por lo que la relación de Charles con el mundo de la

ciencia fue desde su infancia algo natural y cotidiano. De hecho sintió

gran admiración tanto por su padre como por su abuelo, cuyas

investigaciones sobre la naturaleza, parcialmente enunciadas en su obra

Zoonomía, terminarían influyendo en las posteriores ideas biológicas de

su nieto.

 

Darwin creció sin grandes preocupaciones. Su familia disponía de un

sólido patrimonio que le aseguraba el disfrute de todo lo necesario,

aunque probablemente el carácter sensible de Charles no siempre se

sintió confortado por el estricto modo en que su padre le educaba. Quizá

por ello y quizá también porque con sólo ocho años perdió a su madre,

Darwin desarrolló una personalidad tendente a la soledad y la

introversión que encontraba en los paseos y excursiones por el campo su

actividad más satisfactoria. Tal y como correspondía a un niño de su

extracción social, al cumplir los trece años fue enviado a la escuela de

Shrewsbury para iniciar su formación académica, lo que habría de

convertirse en una experiencia menos brillante de lo esperable para un

hombre de su capacidad. La educación tradicional de la época se basaba

en la memorización de aquello que debía aprenderse. A Darwin le

resultaban insoportablemente aburridas las lecciones de historia y

lenguas clásicas, y en lugar de repetirlas sin cesar, en cuanto disponía

de un rato libre prefería dedicarse a cazar y montar a caballo. Sus

calificaciones reflejaban su falta de interés y sólo las disciplinas

relacionadas con la ciencia conseguían llamar su atención. Aun así, como

él mismo recordaría en su Autobiografía, «tenía aficiones sólidas y

variadas y mucho entusiasmo por todo aquello que me interesaba, y sentía

un placer especial en la comprensión de cualquier materia o cosa compleja».

 

Pero Darwin no era un buen estudiante y su escasa preocupación por los

estudios, unida a su cada vez mayor dedicación a la caza y la

equitación, preocupaban a su padre, que empezó a pensar que podía

convertirse en un joven ocioso. Como recuerda el profesor de Biología

Gene Kritsky, «ponía las botas justo al lado de su cama para que cuando

se levantase por la mañana pudiese meter los pies directamente en ellas,

coger su escopeta y salir a cazar. No quería perder un solo instante».

Convencido de la necesidad de encontrar una ocupación para su hijo,

Robert Darwin decidió enviarle en 1825 a la Universidad de Edimburgo

para que continuase con la tradición familiar de hacerse médico. Charles

tenía dieciséis años y en los dos cursos en que permaneció en la

universidad continuó sin encontrar una vocación. La medicina no le

interesaba tanto como para dedicarle el tiempo que requería su estudio,

y además, como reconoció años más tarde, estaba convencido de que no

necesitaría vivir de su profesión: «Me convencí, por diversas

circunstancias, de que mi padre me dejaría una herencia suficiente para

subsistir con cierto confort, si bien nunca imaginé que sería tan rico

como soy; sin embargo, mi convicción fue suficiente para frenar

cualquier esfuerzo persistente por aprender medicina». Por otra parte,

el método de lecciones magistrales seguido por la mayor parte de sus

profesores le desagradaba ya que prefería la enseñanza basada en la

lectura y, para colmo de males, las dos ocasiones en que se vio obligado

a asistir a intervenciones quirúrgicas (una de ellas la de un niño) le

impresionaron tan profundamente (aún no se empleaba cloroformo para

dormir a los pacientes) que salió huyendo antes de que concluyeran. Como

él mismo diría, «nunca más volví a asistir a una, pues ningún estímulo

hubiera sido suficientemente fuerte como para forzarme a ello».

 

Aunque la relación de Darwin con la medicina no era precisamente buena,

durante los dos años que pasó en Edimburgo tuvo la ocasión de tratar con

algunos de los más destacados naturalistas de la época, especialmente

Robert Grant, cuyo interés por la zoología marina compartían. Ambos

solían salir a buscar animales en las charcas que se formaban por las

mareas para después diseccionarlos, y dado que Grant era un gran

admirador de las teorías transformistas del francés Lamarck

(«transformismo» era el término empleado entonces para referirse al

evolucionismo), puso a Darwin en contacto con ellas. La influencia que

recibió de ello no parece que fuese determinante, si bien él mismo

reconocería que de algún modo contribuyó a crear el caldo de cultivo del

que más tarde saldría su teoría sobre la evolución de las especies: «Un

día, mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran admiración

por Lamarck y sus opiniones sobre la evolución. Le escuché con

silencioso estupor y, por lo que recuerdo, sin que produjera ningún

efecto sobre mis ideas. Yo había leído con anterioridad la Zoonomía de

mi abuelo, en la que se defienden opiniones similares, pero no me había

impresionado. No obstante, es probable que al haber oído ya en mi

juventud a personas que sostenían y elogiaban tales ideas haya

favorecido el que yo las apoyara, con una forma diferente, en mi Origen

de las especies».

 

Pero la disección de ejemplares zoológicos marinos no era lo que había

motivado la presencia de Darwin en la universidad. Para desesperación de

su padre, el estudio de la medicina, atendiendo a sus pobres resultados,

no parecía una disciplina en la que Darwin pudiese encontrar una

profesión, por lo que decidió proponerle el que entonces era un buen

camino para un joven de su condición: el inicio de una carrera

eclesiástica en el Christ’s College de Cambridge. No se trataba de una

cuestión de vocación religiosa sino de una vía para el desarrollo de una

carrera acorde con su posición social. Darwin reflexionó sobre la

propuesta. Por un lado, el anglicanismo no impedía a sus ministros el

desarrollo de una vida familiar y, por otro, aún era creyente, de modo

que resolvió seguir el consejo de su padre y en 1828 ingresó en la

Universidad de Cambridge. La vida universitaria resultaba francamente

agradable para un chico de veintidós años pues, lejos del control de su

padre, además de estudiar encontró tiempo para divertirse. Así, como

indica el biólogo y biógrafo de Darwin, Francisco Pelayo, «durante su

estancia en esta institución continuó practicando sus deportes

favoritos, la caza y cabalgar campo traviesa, no privándose de juergas

nocturnas con sus correspondientes borracheras, cánticos intempestivos e

interminables partidas de cartas». Además, los estudios que cursaba le

obligaban a ocuparse de materias que despertaban su interés como la

geometría y, sobre todo, la teología natural, en la que, entre otras

cuestiones, se estudiaba la adaptación de los seres vivos al medio ambiente.

 

Sin embargo fue su encuentro con la botánica a través del profesor John

Stevens Henslow lo que habría de dejar una huella más profunda en la

formación de su espíritu científico. Henslow era un excelente docente,

apasionado por su objeto de estudio y capaz de transmitir su entusiasmo

a los estudiantes que acudían a sus clases. Para ellos solía organizar

excursiones al campo y a los ríos cercanos para disertar sobre el

terreno acerca de las plantas y animales que encontraban. Pocas cosas

podían ser más del gusto de Darwin, que terminó por convertirse en

compañero inseparable de su maestro. Comenzó a coleccionar con auténtica

avidez insectos —sobre todo escarabajos— y plantas, y convencido por

Henslow empezó a estudiar geología con el profesor Adam Sedgwick. Aun

así, nada le interesaba más que el estudio de las especies animales, de

modo que devoraba las obras sobre biología e historia natural y hacía

constantes salidas para recoger especímenes aunque, como recuerda su

biógrafa Rebecca Stefoff, no siempre con éxito: «Cogía un escarabajo con

una mano y después veía otro y lo cogía con la otra. Si luego veía otro

más que le interesaba mucho, acababa por meterse uno en la boca mientras

tomaba el tercero. Pero si el que se metía en la boca tenía un sabor

desagradable, lo escupía y a la vez soltaba el último, de modo que

acababa con un solo escarabajo y un horrible sabor de boca».

 

Finalmente Darwin obtuvo su licenciatura en Teología en 1831, pero sus

intereses estaban claramente centrados en la historia natural y la

geología. La buena relación desarrollada con el geólogo Adam Sedgwick

durante sus años de estudio fue la causa de que, una vez licenciado,

éste le invitase a acompañarle a una excursión por el norte de Gales

para estudiar terrenos geológicos antiguos, con lo que Darwin pudo

convertirse en un experto geólogo en la práctica sobre el terreno. Ambos

fijaban rutas que seguían por separado, estudiaban las formaciones

geológicas que encontraban y recogían fósiles y rocas para después

comparar sus resultados. La experiencia adquirida entonces por Darwin

habría de resultarle muy útil en el futuro, pues a su regreso a

Shrewsbury le aguardaba la experiencia más importante de su vida

científica, un viaje marítimo alrededor del mundo digno de una novela de

Julio Verne.

 

 

 

A bordo del Beagle

 

Tras regresar de Gales, Darwin, que preparaba unas jornadas de caza en

Shrewsbury, recibió una inesperada carta de su maestro Henslow. En ella

le comunicaba que el barco de Su Majestad Británica Beagle iba a

realizar un viaje de circunnavegación por las costas de Sudamérica y las

islas del Pacífico para llevar a cabo un estudio cartográfico. Cuando

llegó a su conocimiento que se necesitaba a un experto en historia

natural que se encargase de su estudio durante el viaje, Henslow no dudó

en recomendar al joven Darwin para la tarea. No es difícil imaginar todo

lo que debió de pasar por la cabeza de Darwin: la excitación por la

increíble posibilidad de estudio que se le ofrecía, la sorpresa por lo

inesperado y el temor ante lo desconocido. Deseaba embarcarse en la

aventura del Beagle, pero al tiempo sabía que para hacerlo tendría que

vencer un duro obstáculo, la oposición de su padre. Como indica en este

sentido el historiador de la ciencia Richard Milner, «realmente, el

doctor Darwin tenía miedo de perder a su hijo. Miles de jóvenes se

lanzaban a la aventura durante los días del Imperio colonial británico y

muchos de ellos no volvían. Intentó por todos los procedimientos

convencer a su hijo de que no era una buena idea, pero cuando se dio

cuenta de que Charles estaba decidido, le dijo que si encontraba una

sola persona de sentido común que apoyara esa loca idea le daría su

autorización». Afortunadamente para Darwin esa persona fue su tío Josia

Wedgwood. Darwin había preparado ya la carta de contestación rechazando

la propuesta y, consecuentemente, se dirigió a la localidad de Maer para

continuar con sus planes de cacería. Su tío, que compartía los días de

caza con Darwin, al enterarse de la situación, se ofreció a llevarle de

regreso a Shrewsbury y hablar con su padre para convencerle. Al día

siguiente un Darwin exultante salía hacia Londres para entrevistarse con

el capitán del Beagle, Robert FitzRoy.

 

FitzRoy era un hombre de carácter áspero e ideas fijas. Estaba

convencido de que las características físicas de las personas estaban

relacionadas con su forma de ser y sus capacidades, de modo que cuando

conoció a Darwin pensó que, dada la forma y tamaño de su nariz, no era

adecuado para el puesto vacante. Sin embargo, sus buenos modales y

cuidada educación le agradaron y tras las dudas iniciales terminó por

aceptarle como compañero de viaje. En su Autobiografía Darwin recordaría

las dificultades para lograr su objetivo al tiempo que valoraba la

enorme importancia que llegó a tener el viaje: «El viaje del Beagle ha

sido con mucho el acontecimiento más importante de mi vida, y ha

determinado toda mi carrera; a pesar de ello dependió de una

circunstancia tan insignificante como que mi tío se ofreciera para

llevarme en coche las treinta millas que había hasta Shrewsbury, cosa

que pocos tíos hubieran hecho, y de algo tan trivial como la forma de mi

nariz». Aún hubo de esperar dos largos meses antes de comenzar el viaje,

en los que el temor fue ganando poco a poco al científico. El Beagle no

era una embarcación muy grande ni muy segura. Se trataba de un bergantín

de 242 toneladas, 10 cañones y 25 metros y medio de eslora. El camarote

que debía compartir con FitzRoy era pequeño y no cabía en él erguido, la

tripulación de más de setenta hombres le resultaba por completo

desconocida y el viaje prometía ser muy, muy largo. La angustia llegó a

producirle molestias de corazón pero, pese a todo, estaba decidido a

seguir adelante con su aventura.

 

El 27 de diciembre de 1831, el Beagle zarpaba del puerto de Plymouth

rumbo a las islas Canarias y de allí se dirigió a la isla de Santiago,

en el archipiélago de Cabo Verde. Se iniciaba así un viaje en el que

Darwin podría llegar a sus propias conclusiones sobre las teorías

vigentes acerca de la historia de la geología y de la aparición de las

especies que había estudiado en la universidad. A comienzos del siglo

XIX, todas las explicaciones relativas a ambas cuestiones se vinculaban

de una forma u otra al relato bíblico de la Creación, desarrollando

razonamientos de toda clase que permitían salvar las inevitables

contradicciones entre los descubrimientos científicos y el relato

sagrado. Entre quienes se dedicaban a la historia de la Tierra existían

fundamentalmente dos corrientes de pensamiento: la de los

«catastrofistas», que creían que en el pasado se habían producido

inundaciones periódicas que explicaban la extinción de ciertas especies,

la última de las cuales había sido el Diluvio universal del Antiguo

Testamento, y la de los «actualistas», que consideraban que los cambios

sufridos por la Tierra en el pasado se debían a las mismas causas que

producían los cambios contemporáneos, y en ambos casos se daban a un

idéntico ritmo lento y gradual. Por otra parte, las teorías sobre la

aparición y extinción de las especies, aunque con variaciones, eran

mayoritariamente creacionistas, es decir, afirmaban que las especies

naturales habían sido creadas por Dios conservando desde ese momento la

misma forma. Sólo unas pocas voces, como la de Lamarck, habían empezado

a apuntar hacia explicaciones no creacionistas del origen de las

especies. Con todo ese bagaje abordaba Darwin la experiencia que le

ofrecía su viaje.

 

Durante su estancia en la isla de Santiago Darwin pudo poner a prueba

sus conocimientos de geología, comprobando sobre el terreno que las

teorías defendidas por los geólogos actualistas frente a los

catastrofistas eran acertadas. Estableció una rutina de trabajo

incansable. Iba a todas las excursiones que podía para observar las

formaciones geológicas de los distintos lugares. Recogía muestras de

minerales, fósiles, plantas y animales y las clasificaba con

minuciosidad. Además, dedicaba buena parte de su jornada a anotar con

todo detalle lo que había visto, lo cual se tradujo en un completísimo

diario que no sólo enviaba a su familia junto con la correspondencia en

cuanto tenía oportunidad, sino que más adelante llegaría a publicarse

por la valiosísima información que contenía. Desde Cabo Verde el Beagle

partió hacia Brasil para dar comienzo a dos años de constantes viajes

por las costas occidentales y orientales de Sudamérica. En Argentina,

tras vencer las reticencias del dictador Juan Manuel de Rosas, que pensó

que era un espía, Darwin logró autorización para adentrarse en Tierra de

Fuego. Escoltado por un grupo de gauchos a caballo pudo observar a los

indígenas y su entorno durante varios días, lo que le impresionó

enormemente. Como afirma el profesor James Moore, «no estaba preparado

para la forma semianimal y primitiva en que vivían, ni para su desnudez

ni para el modo en que dormían apretujados contra el suelo. A duras

penas podía entender que un mismo Dios hubiese creado a seres humanos

entre los que existía tanta diferencia como la que había entre los

indígenas y él mismo o los profesores que bebían jerez en Cambridge».

Todo lo que iba encontrando a su paso contribuía a debilitar las teorías

aceptadas por la mayor parte de científicos de su tiempo sobre la

historia natural, y al tiempo creaba en él la certidumbre de que otra

explicación menos ortodoxa se abría paso desde la experiencia.

 

En la Pampa argentina encontró y documentó fósiles de gigantescos

mamíferos extinguidos que serían esenciales para llegar a sus

conclusiones sobre el evolucionismo de las especies naturales. Pero de

todo el viaje probablemente fue en las islas Galápagos donde halló las

más importantes y numerosas evidencias que le llevarían a ellas. Sus

observaciones de la fauna autóctona, especialmente sobre los distintos

tipos de pájaros pinzones y tortugas, lo convencieron de los procesos de

transformación de las especies a partir de antepasados comunes. Recabó

una ingente cantidad de datos sobre animales y plantas de las islas y

continuó su viaje hasta llegar a Australia.

 

Los cinco años que duró la travesía del Beagle fueron para Darwin una

experiencia inolvidable. Como científico había tenido a su disposición

el mayor y más completo de los laboratorios, la naturaleza en estado

puro. Su titánica tarea le había consagrado como naturalista y geólogo

en Inglaterra, pues mientras duró el viaje envió periódicamente muestras

de todo lo que recogía al profesor Henslow, que difundió entre la

comunidad científica sus hallazgos y conclusiones. Pero algo en su

interior había cambiado, su concepción de la generación y desarrollo de

la vida ponía en entredicho todas las teorías aceptadas y sabía que,

antes o después, sus ideas terminarían teniendo graves consecuencias.

 

 

 

El regreso a Inglaterra de un científico admirado

 

El 2 de octubre de 1836 el Beagle fondeó en Inglaterra. Darwin había

vuelto a su tierra natal y su retorno se esperaba con auténtica

expectación. Después de reencontrarse con los suyos una breve temporada,

se afincó durante varios meses en Cambridge siguiendo el consejo de

Henslow, pues allí podría preparar la publicación de los diarios de su

viaje que todos los naturalistas ingleses esperaban con inquietud. La

Geological Society de Londres no tardó en reclamar su presencia, por lo

que trasladó su residencia a esta ciudad durante dos años en los que,

mientras preparaba varios volúmenes sobre los resultados de su

expedición científica, participó en las reuniones y conferencias de la

institución, e incluso llegaron a nombrarlo secretario. Asimismo, tomó

parte en las reuniones de la Zoological Society exponiendo los

resultados de sus estudios sobre fauna sudafricana viva y extinguida. La

estrecha colaboración con algunos de los más reputados biólogos del

momento, como Richard Owen, George R. Waterhouse, Thomas Bell…, permitió

la publicación de diecinueve volúmenes sobre sus conclusiones entre 1838

y 1843. La síntesis sobre sus observaciones geológicas habría de esperar

hasta 1846. Éstas y todas las publicaciones relativas a su viaje

tuvieron gran éxito y fueron públicamente aclamadas por los principales

científicos de la época.

 

En medio de ello, en 1839, Darwin contrajo matrimonio con su prima Emma

Wedgwood. La fortuna de ambos les permitió llevar una vida muy acomodada

y tranquila que favorecía la incesante actividad intelectual de Darwin.

Instalaron su residencia en un pequeño pueblo a veinticinco kilómetros

de Londres, Down, y llegaron a tener diez hijos, de los que

sobrevivieron siete. La vida cotidiana de los Darwin discurría sin

grandes sobresaltos, aunque la salud del científico nunca fue buena.

Parece probable que contrajese algún tipo de enfermedad durante su largo

viaje, lo que terminaría limitando mucho su vida social. Los esfuerzos

de Darwin se centraban en su familia y en el avance de sus

investigaciones. La relación con sus hijos era, contrariamente a los

usos habituales, muy afectuosa, y así llegaría a plasmarlo por escrito:

«Me he sentido inmensamente feliz en mi casa y debo deciros a vosotros,

mis hijos, que ninguno me habéis ocasionado nunca ni un minuto de

ansiedad, excepto por motivos de salud. (…) Cuando erais muy pequeños mi

mayor deleite era jugar con vosotros, y pienso con añoranza que esos

días ya no pueden volver. Desde vuestra niñez hasta ahora, que sois

adultos, todos vosotros, hijos e hijas, habéis sido siempre atentos,

considerados y afectuosos con nosotros y entre vosotros. Cuando todos, o

la mayoría de vosotros estáis en casa (como gracias al cielo sucede muy

frecuentemente), ninguna reunión puede ser para mí más agradable, y no

deseo otra compañía».

 

También la relación con Emma era muy estrecha pues encontró en ella una

esposa que le cuidaba con atención y sabía comprenderle. De Emma

llegaría a decir: «Me maravilla mi buena suerte de que ella, tan

infinitamente superior a mí en cualidades morales, consintiera en ser mi

esposa». Emma era una mujer fervientemente religiosa y siempre estuvo

preocupada por las consecuencias que en ese terreno podían tener las

teorías de Darwin. Aun así fue siempre respetuosa con su labor

científica si bien, ya desde poco antes de contraer matrimonio, había

dejado claros sus principios y temores en una carta en la que se

sinceraba al respecto: «Espero que las investigaciones científicas de no

creer nada hasta que no está probado, no influencie tu mente demasiado

en otras cosas que no se pueden probar de la misma manera, y que si son

verdaderas es probable que estén por encima de nuestra comprensión».

 

Los temores de Emma Wedgwood no eran infundados. Desde su regreso del

viaje a bordo del Beagle, Darwin estaba convencido de que las especies

naturales se modificaban gradualmente con el paso del tiempo. Asimismo

sabía que tales modificaciones no dependían ni de agentes externos ni de

la voluntad de los organismos, pero no terminaba de discernir el

mecanismo al que respondían los cambios. La respuesta llegó en el otoño

de 1838 de la mano de la lectura del Ensayo sobre el principio de la

población del sociólogo y economista Thomas Malthus. Como explica el

profesor Francisco Pelayo, «aplicada la doctrina de Malthus a los reinos

vegetal y animal, venía a decir que dado que en la naturaleza se

producían más individuos de los que podían sobrevivir, era necesario que

hubiera una competencia o lucha entre individuos de la misma especie, de

especies diferentes y de todos contra las condiciones del medio externo.

En las circunstancias provocadas por la lucha por la existencia, las

variaciones favorables tendían a conservarse y las desfavorables a

extinguirse. El resultado era la formación de nuevas especies». Darwin

había hallado la clave explicativa de los cambios de los organismos: en

la naturaleza obraba un mecanismo de selección natural que tenía lugar a

través de un proceso de lucha por la existencia, o lo que es lo mismo,

las especies naturales evolucionaban para mejorar su adaptación. Las

especies mejor adaptadas sobrevivían, las peor adaptadas terminaban por

extinguirse.

 

En junio de 1842 resumió sus conclusiones sobre el evolucionismo en un

pequeño ensayo que ampliaría dos años más tarde, pero quizá el temor a

las consecuencias de lo que sus teorías planteaban le llevó a dejarlas

en un segundo plano. Entregó sus escritos en un sobre a Emma y le pidió

que en caso de que falleciese se encargase de publicarlos. Darwin sabía

que con sus planteamientos sobre el origen y evolución de las especies

lanzaba una andanada a la línea de flotación de las creencias religiosas

sobre la creación de los seres vivos, y eso, en la sociedad anglicana y

conservadora de su tiempo, podía costarle la reputación como científico

y el aislamiento social para él y su familia. Durante ocho años (hasta

1854 aproximadamente) centró sus esfuerzos en el estudio de los moluscos

y aunque continuó reflexionando sobre sus ideas evolucionistas se cuidó

de no publicarlas.

 

Pero un hecho fortuito le haría cambiar de opinión en 1856. Un año

antes, otro destacado naturalista, Alfred R. Wallace, había publicado un

artículo en el que esbozaba algunas de las mismas conclusiones a las que

había llegado Darwin sobre la evolución de las especies naturales. Su

amigo, el geólogo Charles Lyell, pese a ser contrario a sus ideas

aconsejó a Darwin que revisase sus escritos y los publicase antes de que

otro colega le tomase la delantera, de modo que cuando en junio de 1858

Darwin recibió un manuscrito enviado por el mismo Wallace ya tenía

prácticamente acabado su propio ensayo sobre el asunto. Ambos

científicos habían llegado a las mismas conclusiones sin mantener

contacto alguno y por vías diferentes, por lo que Lyell aconsejó a

Darwin que presentase el artículo de Wallace junto con una síntesis de

sus ideas de forma conjunta ante la comunidad científica londinense, ya

que así los dos investigadores compartirían la autoría del hallazgo. Los

trabajos fueron leídos en la Linnean Society de Londres pero no

despertaron demasiada expectación. Deseoso de ampliar sus explicaciones,

una vez que se había decidido a publicarlas, Darwin pensó que lo mejor

sería abordar la tarea de presentar sus teorías en una obra más extensa

y clara. El origen de las especies aparecía en el horizonte.

 

 

 

El Origen de las especies y sus consecuencias

 

Darwin era consciente de que la publicación de sus tesis evolucionistas

no iba a dejar indiferente a nadie, pero su inquietud como científico le

empujaba a hacerlo. Así, el 24 de noviembre de 1859 salieron a la venta

los primeros mil doscientos cincuenta ejemplares de su obra El origen de

las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las

razas favorecidas en la lucha por la existencia, y ese mismo día se

agotaron. Lo mismo sucedería con la segunda y tercera edición de 1860 y

1861. Un terremoto científico sacudía toda Europa. La obra describía la

teoría de la selección natural, refutaba las posibles objeciones que se

le podrían plantear y defendía la evolución frente a las tradicionales

explicaciones creacionistas. Al desprenderse de toda explicación

religiosa Darwin daba un salto en el vacío y abría la puerta de la

biología moderna. Nada tiene de raro que El origen de las especies diese

pie a todo tipo de controversias. Las ideas de Darwin fueron criticadas

hasta la saciedad y ridiculizadas en todo tipo de escritos y

caricaturas. Bajar al hombre del pedestal bíblico de la Creación para

convertirle en un animal más que había evolucionado a partir de especies

comunes con los primates no podía ser una tarea fácil. Especialmente

sonado fue el debate que tuvo lugar en Oxford en 1860 entre el arzobispo

anglicano Wilberforce y T. H. Huxley, seguidor de Darwin; a la pregunta

hecha por el primero de si el hombre descendía del mono por vía paterna

o materna, el segundo contestó: «Si tuviese que escoger, preferiría

descender de un humilde mono y no de un hombre que emplea sus

conocimientos y su elocuencia en tergiversar las teorías de aquellos que

han consumido sus vidas en la búsqueda de la verdad».

 

A pesar de todas las críticas y del inicial clima de rechazo de su obra,

Darwin continuó trabajando en la misma línea y así en 1868 publicó su

libro sobre Las variaciones de animales y plantas en estado de

domesticación y en 1871 se atrevió a publicar otro en que de forma

detallada aplicaba sus tesis evolucionistas al caso concreto del hombre,

La descendencia del hombre y la selección con relación al sexo. Sin

embargo, cuando esta última obra vio la luz no fue recibida como lo

había sido su Origen de las especies. En algo menos de dos décadas el

clima social y científico se había modificado. Las tesis de Darwin con

su cuidada demostración habían empezado a ser aceptadas por muchos

científicos de la época tanto dentro como fuera de Inglaterra. Sus ideas

continuaban causando incomodidad en los estratos más conservadores de la

sociedad pero de forma progresiva fueron calando en el resto. Los

hallazgos fósiles venían a corroborar sus propuestas y el asombrado

mundo de la ciencia comenzaba a darse cuenta de que las aportaciones de

Darwin habrían de marcar un antes y un después en la Historia.

 

Las voces que se alzaban para criticar duramente a Darwin continuaron

haciéndolo durante mucho tiempo aún. Llegaron a formarse incluso

organizaciones científicas de carácter religioso en las que se pretendía

combatir las afirmaciones de Darwin y demostrar que la verdadera ciencia

no tenía por qué entrar en conflicto con las creencias cristianas. Pero

los planteamientos de Darwin parecían alimentarse de una fuerza

imparable, la que en buena medida les insuflaba su autor, que no dejó de

publicar profundizando en ellos hasta su muerte. Cuando ésta acaeció el

19 de abril de 1882, su apenada esposa no podía llegar a creer que el

gobierno inglés solicitase su permiso para enterrar a Darwin junto con

las grandes glorias nacionales en la abadía de Westminster. Su tumba se

ubicó junto a la de Isaac Newton. El reconocimiento que le ofrecía la

sociedad de su tiempo no podía ser mayor.

 

La obra de Darwin constituye uno de los legados más importantes para la

historia de la ciencia. Con su teoría de la evolución de las especies

naturales puso las bases de la biología moderna y consagró la

secularización del pensamiento científico. Pero más allá de eso Darwin

consiguió que los hombres cambiasen la percepción que habían tenido

sobre sí mismos durante siglos. La inclusión del ser humano en la

naturaleza como un elemento más sujeto a sus variaciones habría de traer

consigo importantísimos cambios en la antropología y la filosofía.

Nuestras ideas actuales sobre la historia de la humanidad se elevan

sobre la obra de un hombre cuya fascinación por todo aquello que le

rodeaba fue tan grande como su deseo de encontrar una explicación

racional a lo que veía. Difícilmente una vida puede ser más provechosa.

 

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