martes, 4 de noviembre de 2025

27 SIMÓN BOLÍVAR.

 



 

 

 

El libertador de la América española

 

Cuando se están celebrando doscientos años de las independencias de los países de Iberoamérica, la figura de Simón Bolívar vuelve a emerger con el halo de mito que siempre le ha rodeado. Ya lo hizo en vida, aunque en sus últimos días acabase prácticamente solo, amargado y con una profunda sensación de fracaso después de haber liberado a todo un continente de la opresión colonial. Seis países (Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela) le reconocen como Padre de la Patria, y con José de San Martín forma la pareja de símbolos de una generación heroica que cambió la faz del hemisferio sur en sólo dieciséis años. Sin embargo, bajo la superficie de la leyenda se esconde el hombre; el brillo de las proezas siempre oculta las contradicciones y titubeos de quien estuvo llamado a realizar una obra titánica. Quizá precisamente por eso, por cómo desempeñó la misión que decidió asumir, es por lo que después de conocer su vida se puede concluir que el ropaje de mito en absoluto le queda pequeño.

 

La costa continental del mar Caribe (Venezuela y la costa atlántica de Colombia, que los españoles llamaban durante el período colonial «Costa Firme») siempre ha sido un ámbito geográfico abierto al mundo. Sus puertos gozan de la mayor actividad en nuestros días, son la puerta de salida de las preciadas materias primas americanas y punto de llegada de otros géneros, y sobre todo de gentes, ideas y actitudes nuevas. A finales del siglo XVIII el panorama no era muy distinto. A lo largo de una serie de bulliciosos puertos dispersos por la costa (Cartagena de Indias, Puerto Cabello, La Guaira…), hombres, riquezas e ideas transitaban sin cesar. Entonces eran parte de los territorios españoles en América (formaban parte del Virreinato de Nueva Granada, cuyo territorio se corresponde a grandes rasgos con los actuales Panamá, Colombia, Venezuela y Ecuador) y su contacto por vía marítima con la península Ibérica y con el resto de territorios españoles en América (tanto las islas españolas del Caribe como con el Virreinato de Nueva España, hoy México) era constante.

 

El centro de toda aquella actividad era Caracas, sede donde residía el Capitán General de Venezuela, máxima autoridad española del territorio que en teoría estaba subordinado al virrey de Nueva Granada pero que en la práctica actuaba con casi total independencia, así como las máximas instituciones económicas, culturales y religiosas. Era entonces una ciudad cosmopolita y dinámica, donde residían los grandes criollos que llevaban un tren de vida refinado y europeizante gracias a las ganancias que les proporcionaban las plantaciones de productos tropicales (azúcar, cacao y tabaco…) en las que se empleaba básicamente mano de obra esclava.

 

Se trataba, como otros territorios de la América española, de una sociedad avanzada, en la que la prosperidad hacía que las clases acomodadas acariciasen la posibilidad de gestionar el futuro del país, todavía dentro del reconocimiento al rey de España. Es cierto que cada vez se veía con peores ojos a los funcionarios llegados de la Península, como una barrera burocrática que acudía a implantar decisiones que en muchos casos no favorecían a los habitantes de las colonias y que entorpecía con trabas económicas el desarrollo comercial de la región. Además, las turbulencias de la crisis mundial de ese final de siglo venían a enturbiar el futuro de todo el continente. La guerra de la Independencia norteamericana (1775-1783), la Revolución francesa (17891799) o la mucho más cercana de Haití (donde los esclavos negros se levantaron contra sus amos blancos en 1790 comenzando una cruenta guerra que culminó con la declaración de independencia en 1804) obligaron a todos a tomar conciencia de la situación y en muchos casos a tomar partido. Las ideas de libertad cimentaban las ansias de política de los ricos criollos urbanos, pero las de igualdad y la supresión de la esclavitud en las colonias francesas, hacían temer un levantamiento racial que acabase con su modo de vida y su riqueza.

 

 

 

Una juventud entre las dos orillas del Atlántico

 

En esa ciudad de Caracas nació el 24 de julio de 1783 Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios, en el seno de una acomodada familia de origen vasco afincada en Venezuela desde hacía décadas; de hecho, el pueblo vizcaíno que fue cuna de sus antepasados, Cenarruza, añadió en su honor el apellido Bolívar a su nombre, que sigue llevando en la actualidad. Era hijo del coronel Juan Vicente Bolívar y de María Concepción Palacios, aunque apenas conoció a sus padres ya que quedó huérfano siendo sólo un niño. Con dos años y medio falleció su padre, y su madre cuando contaba nueve. Por eso pasó a vivir con su abuelo materno, Feliciano Palacios, y a la muerte de éste, con su tío Carlos Palacios. La convivencia con él fue difícil, por lo que huyó de casa y se refugió en la de su hermana casada María Antonia, donde no pudo permanecer por mucho tiempo. La familia decidió entonces enviarle a residir a casa del maestro de primeras letras Simón Rodríguez, hombre de amplia cultura ilustrada y pensamiento avanzado que proporcionaría al niño su primera instrucción. Junto a él le dieron clase otros sabios del momento, entre los que estaba el joven Andrés Bello, que más tarde sería uno de los más importantes pensadores y escritores de Latinoamérica. Siguiendo las convenciones de las clases acomodadas de la época Simón ingresó con catorce años en un cuerpo de civiles movilizados, llamado Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, al que había pertenecido su padre. En aquel entonces la instrucción militar se consideraba como parte de la formación que debía recibir un joven blanco y no obedeció a que sintiese una especial vocación militar como en ocasiones se ha afirmado.

 

En 1799 otra decisión familiar daría un giro a su vida y marcaría su futuro: se le envió a Madrid para que permaneciese bajo la tutela de sus tíos, Esteban y Pedro Palacios, comerciantes establecidos en la ciudad. Bajo su dirección y la del criollo ennoblecido Jerónimo de Ustáriz y Tobar, marqués de Ustáriz, recibió en la capital del imperio una educación esmerada y cortesana, posiblemente con la idea de hacerle ingresar en el cuerpo diplomático español, proyecto que finalmente no llegó a materializarse. De su estancia en Madrid sacaría sin embargo una sólida formación intelectual y cosmopolita, propia del ambiente ilustrado del momento, y allí conoció a María Teresa Rodríguez del Toro, mujer dos años mayor que él, de la que se enamoró profundamente y con la que contrajo matrimonio el 26 de mayo de 1802 en la madrileña parroquia de San José. El matrimonio se planteó entonces volver a Venezuela para que Simón se hiciese cargo del importante patrimonio que había heredado de sus padres, proyecto que llevaron a la práctica rápidamente, pero que se vio truncado por la muerte de la esposa en enero de 1803 de fiebre amarilla. Como signo de respeto y fidelidad hacia su esposa muerta jamás volvió a contraer matrimonio, aunque esto no le impidió tener otras relaciones amorosas, algunas de las cuales le marcaron intensamente.

 

Bolívar, abandonando la idea que había concebido con su mujer, regresó a Europa a finales del mismo año. Esta vez apenas paró en Cádiz ni en Madrid y se dirigió a París, donde se instaló en la primavera de 1804. Allí conoció la vida oficial del Consulado (régimen que consideró vacío y corrupto), frecuentó tertulias, teatros y salones y aprovechó para entablar relación con importantes intelectuales del momento, sobre todo aquellos que habían demostrado interés por la situación y el futuro de la América española, como Alexander Humboldt o Aimé Bonpland. El 2 de diciembre de 1804 asistió en la catedral de Notre Dame a la coronación imperial de Napoleón Bonaparte. Lo que contempló allí le produjo una gran impresión: la arrogancia demostrada por un emperador que se coronó a sí mismo le repugnó de tal modo que se afirmó irreversiblemente en su ideario republicano, pasando a considerar cualquier forma de monarquía como despreciable. Se reencontró por entonces con su maestro de infancia Simón Rodríguez, con el que comenzó un viaje por Italia. Estando junto a él en Roma, el 15 agosto de 1805, en el Monte Sacro, realizó un juramento que le dio fama posteriormente: no daría descanso a su brazo ni reposo a su alma hasta que no viese libre a América de la tutela española. El historiador John Lynch describe así la excitación que en aquellos momentos vivía el joven Bolívar: «Su imaginación, ya colmada de cultura clásica y filosofía moderna, ardía inflamada por las esperanzas con las que ahora pensaba en su futuro y en el de su país».

 

De vuelta a París, ya a finales de 1806, tuvo noticias de la agitación política que vivía Venezuela. Francisco Miranda, un venezolano que había sido soldado en el ejército español y que había pasado a proponer la independencia de su país, había desembarcado para fomentar una guerra contra las autoridades españolas. Enseguida decidió emprender el regreso, embarcando en un barco neutral en Hamburgo. En enero de 1807 desembarcó en Charleston (Estados Unidos) y aprovechó para conocer varias ciudades de la joven república angloamericana, y en junio ya estaba de nuevo en Caracas. En esos primeros momentos Bolívar se dedicó a poner en orden sus asuntos económicos y a ser espectador de la situación política.

 

 

 

Guerra y revolución en España… y también en América

 

En 1808 comenzaron a llegar inquietantes noticias de España. El motín de Aranjuez, la invasión napoleónica, el Dos de Mayo en Madrid… El vacío de poder era evidente y pronto comenzó a discutirse cuál debía ser la actitud de las Indias ante los sucesos de la Península. El rechazo a José Bonaparte fue común en toda la América española, y a lo largo de 1809 la desconfianza comenzó a prender en algunos núcleos del poder colonial —Quito, La Paz, Chuquisaca (actual Sucre)— en los que se destituyó a las autoridades españolas por considerarlas colaboradoras con los invasores, y se nombraron Juntas que juraron defender los derechos de Fernando VII y tomaron el poder. Este movimiento se extendió a lo largo de 1810 a otras ciudades sudamericanas: Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá y Caracas. Allí prendió la chispa insurreccional el 19 de abril cuando una Junta destituyó al capitán general Vicente Emparán y se hizo cargo del gobierno del territorio. Entre sus primeras decisiones estuvo la negación de toda legitimidad a la Regencia que en España encabezaba la lucha contra los invasores (al igual que hicieron el resto de Juntas latinoamericanas) y la elección de tres sujetos para solicitar ayuda al gobierno británico en Londres. Los elegidos fueron Bolívar (que sin embargo no había participado en la deposición del capitán general), su antiguo maestro Andrés Bello y Luis López Méndez.

 

Así es como de nuevo se embarcó para Europa. En Londres desempeñó una doble tarea: por un lado, se encargó de las negociaciones con el secretario del gobierno británico lord Wellesley; por otro, tomó contacto con el luchador por la independencia Miranda, que se había refugiado allí tras el fracaso de sus intentos de 1806. Según explica el historiador Demetrio Ramos, «la embajada fracasó porque el momento elegido no podría resultar más desfavorable, pues Inglaterra poseía un tratado de alianza con España y tenía que respaldarla para que se sostuviera en la lucha contra Napoleón, circunstancia que hacía impensable el apoyo a los independentistas iberoamericanos». Así pues, los embajadores venezolanos tuvieron que volver con las manos vacías.

 

Mientras tanto, en Venezuela las tensiones habían ido creciendo ya que no todas las ciudades reconocían la autoridad de la Junta de Caracas. En un intento de encauzar la situación, ésta convocó un Congreso representativo para debatir la situación. Este Congreso fue el que firmó, a solicitud de la Sociedad Patriótica de Caracas (que presidía Miranda, quien había regresado a finales del año anterior), la declaración de independencia de Venezuela, la primera de toda Iberoamérica, el 5 de julio de 1811. Bolívar para entonces estaba implicado de lleno en política. Formaba parte de la Sociedad Patriótica de Caracas, que le concedió el grado militar de coronel, participó en el sometimiento por la fuerza de la ciudad de Valencia (Venezuela) a la autoridad del Congreso y se le encargó la guardia de la importante plaza de Puerto Cabello, que perdió a manos de los realistas. Éstos, liderados por el militar español Domingo Monteverde, fueron ganando rápidamente posiciones y, el 12 de julio de 1812, ante ellos capituló Miranda, que había recibido plenos poderes del Congreso para salvar la joven República. Bolívar formó parte de los militares que no aceptaron esta capitulación y decidieron capturar a Miranda, quien fue posteriormente entregado por sus compañeros a las autoridades realistas y enviado a España; cuatro años más tarde murió en una prisión de Cádiz.

 

Perdida ya la República, Bolívar pudo escapar por los pelos gracias a que un amigo le consiguió en el último momento un salvoconducto para embarcar hacia la isla holandesa de Curazao, de donde partiría para Cartagena de Indias en octubre de 1812. Poco después publicó el primero de sus escritos políticos, el llamado «Manifiesto de Cartagena», en el que afirmaba las necesidades de formar un ejército profesional para garantizar la independencia y centralizar la acción de gobierno en los territorios de la América hispana y proponía pasar a la ofensiva estratégica como forma de caminar con paso firme hacia la emancipación. Bolívar era un hombre de ideas pero también de acción, así que reunió un pequeño grupo de exiliados venezolanos y con ellos comenzó a marchar tierra adentro siguiendo el río Magdalena. Limpió sus márgenes de cuadrillas enemigas y, con la aprobación del Congreso de Nueva Granada (pues así se llamó durante sus primeras décadas la Colombia independiente), el 14 de mayo de 1813 comenzó una campaña de liberación de Venezuela que concluiría brillantemente con su entrada en Caracas el 7 de agosto. En sólo tres meses desarrolló la que se ha conocido con posterioridad como «Campaña admirable», que fue una sucesión de hábiles maniobras y combates desarrollados a una velocidad de vértigo. Durante la misma dictó el Decreto de guerra a muerte contra los españoles. Según el historiador colombiano Gustavo Vargas Martínez, con él hizo «el deslinde político-ideológico entre amigos y enemigos… Afirmó que eran americanos los que luchaban por la independencia sin importar país de nacimiento ni color de piel; y que eran enemigos los que, aunque nacidos en América, no hicieran nada por la libertad del Nuevo Mundo». A su paso por Mérida (Venezuela) la multitud le recibió al grito de «¡Libertador!», título que le concedió oficialmente el Ayuntamiento de Caracas en octubre del mismo año.

 

Pero en los meses siguientes los fieles al rey de España se reorganizaron bajo el mando de José Tomás Boves, que con su ejército de llaneros fue derrotando a los republicanos en una serie de enfrentamientos entre mayo y julio de 1814. Finalmente logró entrar en Caracas, produciendo la desbandada de los jefes militares «rebeldes». Bolívar se dirigió primero a la región oriental del país para buscar refugio, pero ante el ambiente poco amigable que halló, dirigió de nuevo sus pasos hasta Cartagena de Indias. Decidió entonces ponerse de nuevo al servicio del Congreso y cumplió brillantemente su orden de someter la capital, Bogotá. Pero poco más pudo hacer ya que su actuación se volvió factor de encendida polémica entre las diferentes facciones políticas y, ante el riesgo de guerra civil entre quienes defendían la independencia, decidió exiliarse en la isla británica de Jamaica en mayo de 1815.

 

 

 

Los españoles a la ofensiva

 

Entretanto, el fin de la guerra de la Independencia en España supuso un refuerzo para los realistas americanos, los leales a Fernando VII. El rey organizó un ejército en la Península y puso a su frente al general Pablo Morillo, que llegó a comienzos de ese año a Venezuela, haciendo su entrada en Caracas el mismo mes de mayo de 1815. A partir de este momento la lucha por la independencia se convirtió en una guerra colonial.

 

Mientras, en las Antillas Bolívar procedió a realizar una intensa campaña propagandística a favor de la independencia en la revista The Royal Gazette y a publicar varios escritos para alentar a sus camaradas, que derrotados por los realistas y el ejército de Morillo, estaban perdiendo la República de Nueva Granada; el más célebre de ellos fue la llamada «Carta de Jamaica»). Debido a la indiferencia de las autoridades británicas de la isla ante sus peticiones de apoyo optó por acudir a otro sitio en busca de auxilio. El objetivo elegido esta vez fue Haití, donde tuvo más suerte. El presidente de la joven república de antiguos esclavos, Alexandre Pétion, le propuso brindarle la ayuda necesaria para organizar una expedición a Venezuela a condición de que si tenía éxito aboliese la esclavitud. Bolívar, que había sido propietario de grandes plantaciones y cientos de esclavos, no dudó en aceptar lo que se le proponía.

 

Procedió entonces a reunir a los militares independentistas que andaban desperdigados en el exilio antillano y partió de Haití en marzo de 1816, desembarcando poco después en la isla de Margarita, en el Oriente venezolano. Intentó entonces una estrategia de conquistar las ciudades de la costa (tras su éxito inicial con la toma de Carúpano, tras el cual decretó la libertad para los esclavos negros), pero a principios de 1817 era ya consciente de que ese procedimiento era poco efectivo para lograr su objetivo último: restaurar una república independiente. Los realistas le hostigaban desde la región central y, según Vargas Martínez, «había comprendido que debía hacerse fuerte donde el enemigo era débil». Por ello, y a medida que el ejército realista avanzaba hacia el este, se adentró en el inhóspito interior y conquistó la provincia de Guayana, cuya capital, Angostura (hoy Ciudad Bolívar), cayó en el mes de julio.

 

Ahora Bolívar estaba encerrado en el interior (situación que le incomodaba) pero donde la mano de Morillo no podía llegar. Contaba con el río Orinoco como vía de comunicación privilegiada, delante de él estaba la gran sabana de Los Llanos y detrás, la selva amazónica. Aprovechó esa situación y sin esperar más comenzó a construir el estado de la nueva república creando instituciones como el Consejo de Estado, el de Gobierno o la Alta Corte de Justicia y un órgano de prensa, El Correo del Orinoco. Allí también tuvo que hacer frente a las primeras tentativas contra su autoridad ya que uno de sus generales, Manuel Piar, intentó levantar contra él a los esclavos negros liberados. Bolívar logró su captura, le formó un consejo de guerra y fue fusilado en el mes de octubre. Fue entonces cuando Bolívar decidió convocar a los representantes del país a un Congreso para redactar una Constitución en Angostura, que se abrió formalmente en febrero de 1819.

 

 

 

La gran estrategia libertadora

 

Con una base estable en Angostura, Bolívar trazó una gran estrategia que le permitiese llevar a cabo la ambición que desde hacía años acariciaba: lograr no sólo la liberación de Venezuela, sino la de toda América meridional y articularla políticamente en un solo estado. Primero intentó, a comienzos del año 1818, abrirse paso hacia Caracas en la conocida como «Campaña del Centro» y en la que pese a varios éxitos militares fue definitivamente rechazado por Morillo. Si quería avanzar en su empresa tendría que ser más audaz, y lo fue tanto que el enemigo jamás esperó el golpe con que finalmente decidió atacar Bolívar. Contaba a su favor con que los adeptos a la causa de la independencia crecían a gran velocidad, y ya no era algo coyuntural. Con sus hechos de armas y sus escritos estaba logrando levantar un auténtico sentimiento patriota en la población. Según Demetrio Ramos, Bolívar «sabía que la diferencia capaz de asegurar el triunfo final consistía en que sus soldados eran verdaderos patriotas y luchaban en su tierra, si bien también reclutó extranjeros, sobre todo ingleses». Había recibido noticias de que uno de sus generales, Francisco de Paula Santander, había organizado un importante ejército cerca de Nueva Granada, y que otro, José Antonio Páez, había logrado reunir una formidable fuerza de caballería. Era el momento de asestar el golpe definitivo a Morillo.

 

En mayo envió a Páez a los valles de Cúcuta como maniobra de distracción mientras él reunía sus más de dos mil soldados con los mil trescientos de Santander y procedía a cruzar los Andes para atacar al enemigo en Nueva Granada. Tan temeraria era la empresa que la hacía descabellada; los españoles no podían esperar semejante estratagema y por eso habían concentrado sus fuerzas para hacer frente a Páez y asegurar la tranquilidad en Venezuela. Bolívar era consciente de todo ello. Mes y medio después ya había cruzado la gran cadena montañosa y comenzaba una serie de enfrentamientos con los realistas que culminaron en la batalla de Boyacá el 7 de agosto. El ejército español fue derrotado y se capturó a todos sus jefes y oficiales, con lo que toda la parte occidental de la América meridional quedó liberada, incluida Bogotá. El virrey Juan de Sámano, al enterarse de lo ocurrido, abandonó la capital apresuradamente, dejando allí el tesoro real intacto, calculado en un millón de pesos de oro. Era el derrumbe sin paliativos de toda la infraestructura militar e institucional española en Nueva Granada. Al comprender lo beneficioso de la situación, Bolívar regresó a Angostura y propuso al Congreso aprobar un proyecto de Constitución que fue admitido el 17 de diciembre de 1819. Ése fue el texto legal que fundó la República de Colombia, la que los historiadores llaman hoy «Gran Colombia» ya que incluía a las actuales Panamá, Colombia, Ecuador y Venezuela. De todos estos territorios los dos primeros estaban ya liberados, quedaban pues los dos últimos. El siguiente objetivo a batir era ahora la zona donde se concentraban las fuerzas españolas de Morillo, entre las cordilleras, los llanos y el mar.

 

Pero de nuevo los sucesos de España volvían a dar un giro a la situación. En enero de 1820 el militar español Rafael de Riego se sublevó en la provincia de Cádiz contra el gobierno absolutista de Fernando VII. De forma inesperada cayó el régimen absolutista y se restauró la Constitución de 1812. Para los rebeldes americanos la noticia era doblemente buena. En primer lugar, porque Riego se había levantado con las tropas de un ejército que estaba destinado a luchar contra los independentistas americanos y que ya no cruzaría el Atlántico. En segundo lugar, porque la repentina restauración del régimen liberal dividió internamente no sólo a la sociedad y la clase política españolas, con lo que el poder colonial quedaba todavía más debilitado, sino también a las tropas españolas en América. Conscientes de esta debilidad, las autoridades peninsulares se avinieron a negociar. El 25 de noviembre de 1820, Bolívar y Morillo firmaron un armisticio en Trujillo (Venezuela), y al día siguiente, un acuerdo de regularización de la guerra para suavizar las condiciones de la «guerra a muerte» cuando volviesen a estallar las hostilidades.

 

El armisticio apenas duró seis meses, durante los cuales Morillo cedió el mando de las tropas realistas al general Miguel de la Torre y regresó a España. De nuevo en guerra, el objetivo de Bolívar era ya Caracas, paso necesario para liberar de una vez por todas Venezuela e incorporarla de forma efectiva a la Gran Colombia. Los ejércitos de Bolívar y La Torre se encontraron el 24 de junio de 1821 en el campo de Carabobo. La victoria del Libertador fue absoluta gracias al despliegue brillante de las fuerzas de que disponía. El ejército enemigo quedó destrozado. De hecho, La Torre tuvo que huir con una parte reducida de sus hombres, perseguido por la caballería colombiana, a Puerto Cabello, donde resistiría asediado hasta 1823. Bolívar entró en Caracas el día 29 y permaneció el tiempo justo para dejar las cosas en orden. Su deseo era aprovechar que había liberado Venezuela y que Nueva Granada estaba en calma para atender el flanco débil de la República, el sur. Desde Bogotá marchó con un ejército para acabar con las partidas realistas al mando del coronel Basilio García en el límite meridional de Nueva Granada. Más allá esperaba el tercer territorio a incorporar a la República, Ecuador, donde resistían también las fuerzas españolas.

 

 

 

La epopeya andina: Ecuador, Perú y Bolivia

 

En 1822 dos ejércitos colombianos marchaban hacia Quito. Desde el norte avanzaba Bolívar, que había vencido a García en Bomboná el 7 de abril. Desde el sur lo hacían las tropas al mando de uno de sus hombres de más confianza, el general venezolano Antonio José de Sucre. Éste se enfrentó a los realistas en Pichincha el 24 de mayo, liberando definitivamente Ecuador de la presencia militar española. Ese mismo día lograba por fin entrar Bolívar en Quito y añadir Ecuador a la República de Colombia. Permaneció allí varias semanas decidiendo cuáles deberían ser sus siguientes pasos. Tras calcular detenidamente si efectuar su plan de intervenir en Perú, que a esas alturas era el gran núcleo realista que subsistía en Sudamérica, decidió llevarlo a la práctica, en parte porque era el único escollo que quedaba para lograr el sueño de una independencia de todo el continente, y en parte porque consideró que la Gran Colombia no tendría nunca estabilidad mientras existiese un poder español con sede en Lima.

 

Pero de Quito Bolívar no sólo se llevó la victoria. Allí conoció a la mujer que más le marcaría desde el fallecimiento de su esposa, Manuela Sáenz. Bolívar no había vuelto a contraer matrimonio, pero había mantenido relaciones con varias mujeres. El caso de Manuela sería distinto, puesto que fue la relación más duradera que mantuvo. Esta quiteña era hija natural de un español y su amante americana. A los veinte años contrajo matrimonio con un aburrido comerciante británico afincado en Perú, James Thorne, que la llevó a vivir a aquellas tierras. Estaba casualmente en Quito en compañía de su padre cuando entró el Libertador victorioso. Se enamoraron y ella se convirtió, además de en su apoyo, en una de las primeras defensoras públicas de la persona y obra de Bolívar, pese a que pasaron por numerosos vaivenes afectivos. En palabras de Lynch, «la relación, que había comenzado en el baile con motivo de la victoria, sobrevivió a las separaciones, la distancia, las peleas y a sus propios temperamentos, igualmente apasionados, y entró para siempre en la historia…».

 

Para intervenir en Perú era necesario concertar esfuerzos con el general José de San Martín, que ya estaba allí trabajando por la independencia pero que sólo había obtenido un éxito parcial. El militar argentino, que había logrado la independencia de Argentina, Uruguay y Chile, tenía la misma visión global de la situación que Bolívar, al considerar necesaria la total expulsión de los españoles como único método para garantizar la independencia americana. Por ello se encontraron en Guayaquil en julio de 1822. Aunque no se tienen testimonios directos de lo tratado por ambos, los acontecimientos de las siguientes semanas hicieron evidente que habían trazado a grandes rasgos un plan conjunto para liberar Perú. La situación de este virreinato era muy incierta ya que las autoridades republicanas se hallaban en una situación muy apurada y los realistas contaban con notables apoyos sociales y bases de operación territoriales. En semejante trance, el Congreso de Perú llamó formalmente a Bolívar para que acudiese en su ayuda a mediados de 1823. En septiembre ponía pie en el puerto de El Callao y de inmediato comenzaba a organizar las tropas de los independentistas para pasar a la lucha.

 

Pero una vez más un golpe inesperado vino a complicar una situación que no era fácil. La guarnición de El Callao se pasó al bando realista y pocos días después tomó Lima, la capital. El Congreso, ante la gravedad de la situación y la evidencia de que tendría que disolverse para salvar la vida de sus miembros, decidió conceder a Bolívar plenos poderes y el título de dictador. Bolívar reunió las fuerzas independentistas (un ejército compuesto por colombianos, argentinos y peruanos) y emprendió una ofensiva estratégica, que culminó con su victoria sobre los realistas en Junín, el 6 de agosto de 1824. Pero éstos no estaban vencidos del todo y comenzaron a reorganizarse en el interior. Bolívar no acudió personalmente a la persecución de los españoles, sino que permaneció organizando el futuro político del país, ante las interminables disensiones de los políticos peruanos, y velando por la estabilidad de los territorios recientemente emancipados. Como afirma Demetrio Ramos, «en la última fase de la campaña del Perú, Bolívar, absorbido por preocupaciones de toda índole, confió el mando del ejército a Sucre, en cuyas dotes militares confiaba tanto como en su fidelidad. Este último no defraudó las esperanzas del Libertador…». Efectivamente, el 9 de diciembre de 1824, Sucre obtuvo la victoria definitiva en Ayacucho, donde derrotó al ejército que dirigía el propio virrey La Serna. Fue la última batalla por la independencia, el poder español en Sudamérica había sido finalmente derrotado y el virrey aceptó regresar a España con la parte de su ejército que así lo desease. Pese a que el general realista Olañeta no aceptó la derrota y se declaró dispuesto a resistir en el Alto Perú (la actual Bolivia), su asesinato en abril de 1825, cuando Sucre ya avanzaba para someterle, disipó cualquier sombra de resistencia realista.

 

Sólo dos días antes de la batalla de Ayacucho, Bolívar envió una invitación a los gobiernos independientes de Colombia, México, Centroamérica, Chile y Río de la Plata para reunirse en 1826 en Panamá con el objetivo de entablar negociaciones para hacer una gran confederación de estados hispanoamericanos desde Texas hasta Cabo de Hornos, desde la Patagonia hasta California. Era el gran sueño de la unión americana con el que tanto tiempo había fantaseado y que finalmente no llegó a realizarse, ya que a la cita no acudieron todos los invitados y los acuerdos que se tomaron no fueron ni lo ambiciosos ni lo sólidos que él habría deseado.

 

Después de Ayacucho Bolívar se presentó ante el Congreso peruano para renunciar a la dictadura, como también lo hizo al millón de pesos de oro que le ofreció el mismo como recompensa. Aún permaneció tiempo en aquellas latitudes al encargarse de la organización política del Alto Perú. Ordenó reunir a una asamblea para que decidiese sobre el futuro del país y ésta declaró la independencia de la república el 6 de agosto de 1825. Cinco días después tomaría el nombre de República Bolívar (más tarde modificado por Bolivia). Además, el Libertador redactaría un proyecto de Constitución para la nueva república que le haría llegar en mayo de 1826. Pero para entonces Bolívar tenía ya nuevas y acuciantes preocupaciones.

 

 

 

El final de un sueño

 

La situación en la Gran Colombia se había ido deteriorando desde su partida. La desconfianza mutua entre venezolanos y neogranadinos, los regionalismos arraigados y las rencillas entre los altos mandos que el Libertador había dejado al cargo de cada región, Santander en Nueva Granada y Páez en Venezuela, habían llevado a este último a comenzar un movimiento secesionista en abril de 1826. El gran artífice de la independencia decidió emprender el regreso hacia el norte, y en diciembre se presentó en Maracaibo, donde dictó un decreto por el que declaró que Venezuela quedaba bajo su mando personal. Esta vez su prestigio fue suficiente para apagar la revuelta y entró triunfante en Caracas el 12 de enero de 1827. Sería la última vez.

 

Partió después a Bogotá para asumir la presidencia de la república, lo que le valió la enemistad de Santander, que durante su ausencia la había estado ejerciendo interinamente. Para limar las asperezas entre el partido que le era favorable y los partidarios de Santander convocó un Congreso en Ocaña (Colombia) en 1828 que fracasó al no ser capaz de consensuar una nueva Constitución para la Gran Colombia. Ante la descomposición política galopante, Bolívar acudió a una opción ya ensayada otras veces: en agosto asumió la dictadura para poner orden en la situación e intentar salvar su obra política.

 

Fue entonces cuando tuvo lugar el célebre complot para asesinarle. La idea del grupo liderado por Pedro Carujo era adentrarse en el palacio de San Carlos, sede del gobierno, la noche del 25 de septiembre y asesinarle mientras dormía. Pero Manuela Sáenz, que se encontraba con Bolívar, alarmada porque sucedía algo irregular, avisó a su amante para que huyera. Mientras, ella salió al encuentro de los conspiradores y les plantó cara, logrando entretenerles lo suficiente para que la víctima del plan escapase descolgándose por una ventana. A raíz de ese episodio él le concedió el título de «Libertadora del Libertador». Pero su más firme defensora también le puso en algún aprieto ese mismo año. Enojada por el acoso de Santander, ordenó a una compañía de granaderos fusilar una efigie del vicepresidente, lo que ocasionó un sonoro escándalo político por el que Bolívar tuvo que rendir cuentas. En una carta a uno de sus amigos más cercanos, el general José María Córdova, en la que explicaba lo sucedido, dice: «Usted la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella…». Pero no podía. Bolívar estaba prematuramente envejecido, con evidentes síntomas de agotamiento físico y moral, y ya no podía prescindir de uno de los pocos apoyos que le quedaban.

 

1829 no trajo mucha más tranquilidad. Un nuevo problema vino a acaparar su atención. Fuerzas de Perú ocuparon zonas de Ecuador en la que era la primera guerra entre las repúblicas hermanas y un paso más en la descomposición del proyecto político que tanto le había costado levantar y que tan fugaz estaba resultando. Le llevó prácticamente todo el año expulsarlas. Pero en cuanto abandonó Bogotá, Santander y Páez volvieron a las andadas; este último declaró la separación formal de Venezuela de la República de Colombia. Alarmado por la situación, Bolívar regresó y convocó un nuevo Congreso constituyente, en el que esta vez no participaría, que permitiese aclarar la situación. Renunció a todos sus poderes irrevocablemente y comenzó un último viaje: el exilio.

 

Profundamente decepcionado y convencido de que empezaba a ser un problema, quizá pensó, como muchos años atrás antes de partir para Jamaica, que era mejor expatriarse que ser un factor de división entre los republicanos. Recibió la noticia de que varias fuerzas del ejército se habían levantado a su favor, pero no cambió de opinión. Cuando llegó a Cartagena de Indias encajó otro golpe, la noticia de que Sucre, uno de sus últimos leales, había sido asesinado en Ecuador. Su salud, muy quebrantada, recayó. Aceptó la oferta de hospitalidad del español Joaquín de Mier para pasar su convalecencia descansando en su finca de San Pedro Alejandrino, cerca de Santa Marta, frente al Caribe. Allí murió agotado el 17 de diciembre de 1830, tras haber dictado su última proclama en la que suplicaba que se trabajase por la unidad de la Gran Colombia, afirmando: «Si mi muerte sirve para que cesen los partidos y se consolide la Unión, bajaré tranquilamente al sepulcro».

 

Durante sus cuarenta y siete años de vida recorrió noventa mil kilómetros (equivalentes a dos vueltas y media al mundo por el Ecuador), escribió en torno a diez mil cartas, ciento ochenta y nueve proclamas, veintiún mensajes, catorce manifiestos, dieciocho discursos, una breve biografía (del general Sucre) e intervino o inspiró directamente cuatro Constituciones. Sin embargo su gran obra quedaba inconclusa. Había logrado hacer realidad la independencia de gran parte de Sudamérica, pero no había logrado articular políticamente la nueva realidad que había emergido tras la liquidación del poder colonial. Pero no todo había sido en balde. Lo mucho que había hecho palidece ante los ideales de libertad y solidaridad latinoamericana que habían prendido en toda América y que no morirían con él.

 

 

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