El libertador de la América
española
Cuando se están celebrando
doscientos años de las independencias de los países de Iberoamérica, la figura
de Simón Bolívar vuelve a emerger con el halo de mito que siempre le ha
rodeado. Ya lo hizo en vida, aunque en sus últimos días acabase prácticamente
solo, amargado y con una profunda sensación de fracaso después de haber
liberado a todo un continente de la opresión colonial. Seis países (Bolivia,
Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela) le reconocen como Padre de la
Patria, y con José de San Martín forma la pareja de símbolos de una generación
heroica que cambió la faz del hemisferio sur en sólo dieciséis años. Sin
embargo, bajo la superficie de la leyenda se esconde el hombre; el brillo de
las proezas siempre oculta las contradicciones y titubeos de quien estuvo
llamado a realizar una obra titánica. Quizá precisamente por eso, por cómo
desempeñó la misión que decidió asumir, es por lo que después de conocer su
vida se puede concluir que el ropaje de mito en absoluto le queda pequeño.
La costa continental del mar
Caribe (Venezuela y la costa atlántica de Colombia, que los españoles llamaban
durante el período colonial «Costa Firme») siempre ha sido un ámbito geográfico
abierto al mundo. Sus puertos gozan de la mayor actividad en nuestros días, son
la puerta de salida de las preciadas materias primas americanas y punto de
llegada de otros géneros, y sobre todo de gentes, ideas y actitudes nuevas. A
finales del siglo XVIII el panorama no era muy distinto. A lo largo de una
serie de bulliciosos puertos dispersos por la costa (Cartagena de Indias,
Puerto Cabello, La Guaira…), hombres, riquezas e ideas transitaban sin cesar.
Entonces eran parte de los territorios españoles en América (formaban parte del
Virreinato de Nueva Granada, cuyo territorio se corresponde a grandes rasgos
con los actuales Panamá, Colombia, Venezuela y Ecuador) y su contacto por vía
marítima con la península Ibérica y con el resto de territorios españoles en
América (tanto las islas españolas del Caribe como con el Virreinato de Nueva
España, hoy México) era constante.
El centro de toda aquella
actividad era Caracas, sede donde residía el Capitán General de Venezuela,
máxima autoridad española del territorio que en teoría estaba subordinado al
virrey de Nueva Granada pero que en la práctica actuaba con casi total independencia,
así como las máximas instituciones económicas, culturales y religiosas. Era
entonces una ciudad cosmopolita y dinámica, donde residían los grandes criollos
que llevaban un tren de vida refinado y europeizante gracias a las ganancias
que les proporcionaban las plantaciones de productos tropicales (azúcar, cacao
y tabaco…) en las que se empleaba básicamente mano de obra esclava.
Se trataba, como otros
territorios de la América española, de una sociedad avanzada, en la que la
prosperidad hacía que las clases acomodadas acariciasen la posibilidad de
gestionar el futuro del país, todavía dentro del reconocimiento al rey de
España. Es cierto que cada vez se veía con peores ojos a los funcionarios
llegados de la Península, como una barrera burocrática que acudía a implantar
decisiones que en muchos casos no favorecían a los habitantes de las colonias y
que entorpecía con trabas económicas el desarrollo comercial de la región.
Además, las turbulencias de la crisis mundial de ese final de siglo venían a
enturbiar el futuro de todo el continente. La guerra de la Independencia
norteamericana (1775-1783), la Revolución francesa (17891799) o la mucho más
cercana de Haití (donde los esclavos negros se levantaron contra sus amos
blancos en 1790 comenzando una cruenta guerra que culminó con la declaración de
independencia en 1804) obligaron a todos a tomar conciencia de la situación y
en muchos casos a tomar partido. Las ideas de libertad cimentaban las ansias de
política de los ricos criollos urbanos, pero las de igualdad y la supresión de
la esclavitud en las colonias francesas, hacían temer un levantamiento racial
que acabase con su modo de vida y su riqueza.
Una juventud entre las dos
orillas del Atlántico
En esa ciudad de Caracas nació el
24 de julio de 1783 Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar
Palacios, en el seno de una acomodada familia de origen vasco afincada en
Venezuela desde hacía décadas; de hecho, el pueblo vizcaíno que fue cuna de sus
antepasados, Cenarruza, añadió en su honor el apellido Bolívar a su nombre, que
sigue llevando en la actualidad. Era hijo del coronel Juan Vicente Bolívar y de
María Concepción Palacios, aunque apenas conoció a sus padres ya que quedó
huérfano siendo sólo un niño. Con dos años y medio falleció su padre, y su
madre cuando contaba nueve. Por eso pasó a vivir con su abuelo materno,
Feliciano Palacios, y a la muerte de éste, con su tío Carlos Palacios. La
convivencia con él fue difícil, por lo que huyó de casa y se refugió en la de
su hermana casada María Antonia, donde no pudo permanecer por mucho tiempo. La
familia decidió entonces enviarle a residir a casa del maestro de primeras
letras Simón Rodríguez, hombre de amplia cultura ilustrada y pensamiento avanzado
que proporcionaría al niño su primera instrucción. Junto a él le dieron clase
otros sabios del momento, entre los que estaba el joven Andrés Bello, que más
tarde sería uno de los más importantes pensadores y escritores de
Latinoamérica. Siguiendo las convenciones de las clases acomodadas de la época
Simón ingresó con catorce años en un cuerpo de civiles movilizados, llamado
Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, al que había
pertenecido su padre. En aquel entonces la instrucción militar se consideraba
como parte de la formación que debía recibir un joven blanco y no obedeció a
que sintiese una especial vocación militar como en ocasiones se ha afirmado.
En 1799 otra decisión familiar
daría un giro a su vida y marcaría su futuro: se le envió a Madrid para que
permaneciese bajo la tutela de sus tíos, Esteban y Pedro Palacios, comerciantes
establecidos en la ciudad. Bajo su dirección y la del criollo ennoblecido
Jerónimo de Ustáriz y Tobar, marqués de Ustáriz, recibió en la capital del
imperio una educación esmerada y cortesana, posiblemente con la idea de hacerle
ingresar en el cuerpo diplomático español, proyecto que finalmente no llegó a
materializarse. De su estancia en Madrid sacaría sin embargo una sólida
formación intelectual y cosmopolita, propia del ambiente ilustrado del momento,
y allí conoció a María Teresa Rodríguez del Toro, mujer dos años mayor que él,
de la que se enamoró profundamente y con la que contrajo matrimonio el 26 de
mayo de 1802 en la madrileña parroquia de San José. El matrimonio se planteó
entonces volver a Venezuela para que Simón se hiciese cargo del importante
patrimonio que había heredado de sus padres, proyecto que llevaron a la
práctica rápidamente, pero que se vio truncado por la muerte de la esposa en
enero de 1803 de fiebre amarilla. Como signo de respeto y fidelidad hacia su
esposa muerta jamás volvió a contraer matrimonio, aunque esto no le impidió
tener otras relaciones amorosas, algunas de las cuales le marcaron
intensamente.
Bolívar, abandonando la idea que
había concebido con su mujer, regresó a Europa a finales del mismo año. Esta
vez apenas paró en Cádiz ni en Madrid y se dirigió a París, donde se instaló en
la primavera de 1804. Allí conoció la vida oficial del Consulado (régimen que
consideró vacío y corrupto), frecuentó tertulias, teatros y salones y aprovechó
para entablar relación con importantes intelectuales del momento, sobre todo
aquellos que habían demostrado interés por la situación y el futuro de la
América española, como Alexander Humboldt o Aimé Bonpland. El 2 de diciembre de
1804 asistió en la catedral de Notre Dame a la coronación imperial de Napoleón
Bonaparte. Lo que contempló allí le produjo una gran impresión: la arrogancia
demostrada por un emperador que se coronó a sí mismo le repugnó de tal modo que
se afirmó irreversiblemente en su ideario republicano, pasando a considerar
cualquier forma de monarquía como despreciable. Se reencontró por entonces con
su maestro de infancia Simón Rodríguez, con el que comenzó un viaje por Italia.
Estando junto a él en Roma, el 15 agosto de 1805, en el Monte Sacro, realizó un
juramento que le dio fama posteriormente: no daría descanso a su brazo ni
reposo a su alma hasta que no viese libre a América de la tutela española. El
historiador John Lynch describe así la excitación que en aquellos momentos
vivía el joven Bolívar: «Su imaginación, ya colmada de cultura clásica y
filosofía moderna, ardía inflamada por las esperanzas con las que ahora pensaba
en su futuro y en el de su país».
De vuelta a París, ya a finales
de 1806, tuvo noticias de la agitación política que vivía Venezuela. Francisco
Miranda, un venezolano que había sido soldado en el ejército español y que
había pasado a proponer la independencia de su país, había desembarcado para
fomentar una guerra contra las autoridades españolas. Enseguida decidió
emprender el regreso, embarcando en un barco neutral en Hamburgo. En enero de
1807 desembarcó en Charleston (Estados Unidos) y aprovechó para conocer varias
ciudades de la joven república angloamericana, y en junio ya estaba de nuevo en
Caracas. En esos primeros momentos Bolívar se dedicó a poner en orden sus
asuntos económicos y a ser espectador de la situación política.
Guerra y revolución en España… y
también en América
En 1808 comenzaron a llegar
inquietantes noticias de España. El motín de Aranjuez, la invasión napoleónica,
el Dos de Mayo en Madrid… El vacío de poder era evidente y pronto comenzó a
discutirse cuál debía ser la actitud de las Indias ante los sucesos de la
Península. El rechazo a José Bonaparte fue común en toda la América española, y
a lo largo de 1809 la desconfianza comenzó a prender en algunos núcleos del
poder colonial —Quito, La Paz, Chuquisaca (actual Sucre)— en los que se
destituyó a las autoridades españolas por considerarlas colaboradoras con los
invasores, y se nombraron Juntas que juraron defender los derechos de Fernando
VII y tomaron el poder. Este movimiento se extendió a lo largo de 1810 a otras
ciudades sudamericanas: Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá y Caracas. Allí
prendió la chispa insurreccional el 19 de abril cuando una Junta destituyó al
capitán general Vicente Emparán y se hizo cargo del gobierno del territorio.
Entre sus primeras decisiones estuvo la negación de toda legitimidad a la
Regencia que en España encabezaba la lucha contra los invasores (al igual que
hicieron el resto de Juntas latinoamericanas) y la elección de tres sujetos
para solicitar ayuda al gobierno británico en Londres. Los elegidos fueron
Bolívar (que sin embargo no había participado en la deposición del capitán
general), su antiguo maestro Andrés Bello y Luis López Méndez.
Así es como de nuevo se embarcó
para Europa. En Londres desempeñó una doble tarea: por un lado, se encargó de
las negociaciones con el secretario del gobierno británico lord Wellesley; por
otro, tomó contacto con el luchador por la independencia Miranda, que se había
refugiado allí tras el fracaso de sus intentos de 1806. Según explica el
historiador Demetrio Ramos, «la embajada fracasó porque el momento elegido no
podría resultar más desfavorable, pues Inglaterra poseía un tratado de alianza
con España y tenía que respaldarla para que se sostuviera en la lucha contra
Napoleón, circunstancia que hacía impensable el apoyo a los independentistas
iberoamericanos». Así pues, los embajadores venezolanos tuvieron que volver con
las manos vacías.
Mientras tanto, en Venezuela las
tensiones habían ido creciendo ya que no todas las ciudades reconocían la
autoridad de la Junta de Caracas. En un intento de encauzar la situación, ésta
convocó un Congreso representativo para debatir la situación. Este Congreso fue
el que firmó, a solicitud de la Sociedad Patriótica de Caracas (que presidía
Miranda, quien había regresado a finales del año anterior), la declaración de
independencia de Venezuela, la primera de toda Iberoamérica, el 5 de julio de
1811. Bolívar para entonces estaba implicado de lleno en política. Formaba
parte de la Sociedad Patriótica de Caracas, que le concedió el grado militar de
coronel, participó en el sometimiento por la fuerza de la ciudad de Valencia
(Venezuela) a la autoridad del Congreso y se le encargó la guardia de la
importante plaza de Puerto Cabello, que perdió a manos de los realistas. Éstos,
liderados por el militar español Domingo Monteverde, fueron ganando rápidamente
posiciones y, el 12 de julio de 1812, ante ellos capituló Miranda, que había
recibido plenos poderes del Congreso para salvar la joven República. Bolívar
formó parte de los militares que no aceptaron esta capitulación y decidieron
capturar a Miranda, quien fue posteriormente entregado por sus compañeros a las
autoridades realistas y enviado a España; cuatro años más tarde murió en una
prisión de Cádiz.
Perdida ya la República, Bolívar
pudo escapar por los pelos gracias a que un amigo le consiguió en el último
momento un salvoconducto para embarcar hacia la isla holandesa de Curazao, de
donde partiría para Cartagena de Indias en octubre de 1812. Poco después
publicó el primero de sus escritos políticos, el llamado «Manifiesto de
Cartagena», en el que afirmaba las necesidades de formar un ejército
profesional para garantizar la independencia y centralizar la acción de
gobierno en los territorios de la América hispana y proponía pasar a la
ofensiva estratégica como forma de caminar con paso firme hacia la
emancipación. Bolívar era un hombre de ideas pero también de acción, así que
reunió un pequeño grupo de exiliados venezolanos y con ellos comenzó a marchar
tierra adentro siguiendo el río Magdalena. Limpió sus márgenes de cuadrillas
enemigas y, con la aprobación del Congreso de Nueva Granada (pues así se llamó
durante sus primeras décadas la Colombia independiente), el 14 de mayo de 1813
comenzó una campaña de liberación de Venezuela que concluiría brillantemente
con su entrada en Caracas el 7 de agosto. En sólo tres meses desarrolló la que
se ha conocido con posterioridad como «Campaña admirable», que fue una sucesión
de hábiles maniobras y combates desarrollados a una velocidad de vértigo.
Durante la misma dictó el Decreto de guerra a muerte contra los españoles.
Según el historiador colombiano Gustavo Vargas Martínez, con él hizo «el
deslinde político-ideológico entre amigos y enemigos… Afirmó que eran americanos
los que luchaban por la independencia sin importar país de nacimiento ni color
de piel; y que eran enemigos los que, aunque nacidos en América, no hicieran
nada por la libertad del Nuevo Mundo». A su paso por Mérida (Venezuela) la
multitud le recibió al grito de «¡Libertador!», título que le concedió
oficialmente el Ayuntamiento de Caracas en octubre del mismo año.
Pero en los meses siguientes los
fieles al rey de España se reorganizaron bajo el mando de José Tomás Boves, que
con su ejército de llaneros fue derrotando a los republicanos en una serie de
enfrentamientos entre mayo y julio de 1814. Finalmente logró entrar en Caracas,
produciendo la desbandada de los jefes militares «rebeldes». Bolívar se dirigió
primero a la región oriental del país para buscar refugio, pero ante el
ambiente poco amigable que halló, dirigió de nuevo sus pasos hasta Cartagena de
Indias. Decidió entonces ponerse de nuevo al servicio del Congreso y cumplió
brillantemente su orden de someter la capital, Bogotá. Pero poco más pudo hacer
ya que su actuación se volvió factor de encendida polémica entre las diferentes
facciones políticas y, ante el riesgo de guerra civil entre quienes defendían
la independencia, decidió exiliarse en la isla británica de Jamaica en mayo de
1815.
Los españoles a la ofensiva
Entretanto, el fin de la guerra
de la Independencia en España supuso un refuerzo para los realistas americanos,
los leales a Fernando VII. El rey organizó un ejército en la Península y puso a
su frente al general Pablo Morillo, que llegó a comienzos de ese año a
Venezuela, haciendo su entrada en Caracas el mismo mes de mayo de 1815. A
partir de este momento la lucha por la independencia se convirtió en una guerra
colonial.
Mientras, en las Antillas Bolívar
procedió a realizar una intensa campaña propagandística a favor de la
independencia en la revista The Royal Gazette y a publicar varios escritos para
alentar a sus camaradas, que derrotados por los realistas y el ejército de
Morillo, estaban perdiendo la República de Nueva Granada; el más célebre de
ellos fue la llamada «Carta de Jamaica»). Debido a la indiferencia de las
autoridades británicas de la isla ante sus peticiones de apoyo optó por acudir
a otro sitio en busca de auxilio. El objetivo elegido esta vez fue Haití, donde
tuvo más suerte. El presidente de la joven república de antiguos esclavos,
Alexandre Pétion, le propuso brindarle la ayuda necesaria para organizar una
expedición a Venezuela a condición de que si tenía éxito aboliese la
esclavitud. Bolívar, que había sido propietario de grandes plantaciones y
cientos de esclavos, no dudó en aceptar lo que se le proponía.
Procedió entonces a reunir a los
militares independentistas que andaban desperdigados en el exilio antillano y
partió de Haití en marzo de 1816, desembarcando poco después en la isla de
Margarita, en el Oriente venezolano. Intentó entonces una estrategia de
conquistar las ciudades de la costa (tras su éxito inicial con la toma de
Carúpano, tras el cual decretó la libertad para los esclavos negros), pero a
principios de 1817 era ya consciente de que ese procedimiento era poco efectivo
para lograr su objetivo último: restaurar una república independiente. Los
realistas le hostigaban desde la región central y, según Vargas Martínez,
«había comprendido que debía hacerse fuerte donde el enemigo era débil». Por
ello, y a medida que el ejército realista avanzaba hacia el este, se adentró en
el inhóspito interior y conquistó la provincia de Guayana, cuya capital,
Angostura (hoy Ciudad Bolívar), cayó en el mes de julio.
Ahora Bolívar estaba encerrado en
el interior (situación que le incomodaba) pero donde la mano de Morillo no
podía llegar. Contaba con el río Orinoco como vía de comunicación privilegiada,
delante de él estaba la gran sabana de Los Llanos y detrás, la selva amazónica.
Aprovechó esa situación y sin esperar más comenzó a construir el estado de la
nueva república creando instituciones como el Consejo de Estado, el de Gobierno
o la Alta Corte de Justicia y un órgano de prensa, El Correo del Orinoco. Allí
también tuvo que hacer frente a las primeras tentativas contra su autoridad ya
que uno de sus generales, Manuel Piar, intentó levantar contra él a los
esclavos negros liberados. Bolívar logró su captura, le formó un consejo de
guerra y fue fusilado en el mes de octubre. Fue entonces cuando Bolívar decidió
convocar a los representantes del país a un Congreso para redactar una
Constitución en Angostura, que se abrió formalmente en febrero de 1819.
La gran estrategia libertadora
Con una base estable en
Angostura, Bolívar trazó una gran estrategia que le permitiese llevar a cabo la
ambición que desde hacía años acariciaba: lograr no sólo la liberación de
Venezuela, sino la de toda América meridional y articularla políticamente en un
solo estado. Primero intentó, a comienzos del año 1818, abrirse paso hacia
Caracas en la conocida como «Campaña del Centro» y en la que pese a varios
éxitos militares fue definitivamente rechazado por Morillo. Si quería avanzar
en su empresa tendría que ser más audaz, y lo fue tanto que el enemigo jamás
esperó el golpe con que finalmente decidió atacar Bolívar. Contaba a su favor
con que los adeptos a la causa de la independencia crecían a gran velocidad, y
ya no era algo coyuntural. Con sus hechos de armas y sus escritos estaba
logrando levantar un auténtico sentimiento patriota en la población. Según
Demetrio Ramos, Bolívar «sabía que la diferencia capaz de asegurar el triunfo
final consistía en que sus soldados eran verdaderos patriotas y luchaban en su
tierra, si bien también reclutó extranjeros, sobre todo ingleses». Había
recibido noticias de que uno de sus generales, Francisco de Paula Santander,
había organizado un importante ejército cerca de Nueva Granada, y que otro,
José Antonio Páez, había logrado reunir una formidable fuerza de caballería.
Era el momento de asestar el golpe definitivo a Morillo.
En mayo envió a Páez a los valles
de Cúcuta como maniobra de distracción mientras él reunía sus más de dos mil
soldados con los mil trescientos de Santander y procedía a cruzar los Andes
para atacar al enemigo en Nueva Granada. Tan temeraria era la empresa que la
hacía descabellada; los españoles no podían esperar semejante estratagema y por
eso habían concentrado sus fuerzas para hacer frente a Páez y asegurar la
tranquilidad en Venezuela. Bolívar era consciente de todo ello. Mes y medio
después ya había cruzado la gran cadena montañosa y comenzaba una serie de
enfrentamientos con los realistas que culminaron en la batalla de Boyacá el 7
de agosto. El ejército español fue derrotado y se capturó a todos sus jefes y
oficiales, con lo que toda la parte occidental de la América meridional quedó
liberada, incluida Bogotá. El virrey Juan de Sámano, al enterarse de lo
ocurrido, abandonó la capital apresuradamente, dejando allí el tesoro real
intacto, calculado en un millón de pesos de oro. Era el derrumbe sin paliativos
de toda la infraestructura militar e institucional española en Nueva Granada.
Al comprender lo beneficioso de la situación, Bolívar regresó a Angostura y
propuso al Congreso aprobar un proyecto de Constitución que fue admitido el 17
de diciembre de 1819. Ése fue el texto legal que fundó la República de
Colombia, la que los historiadores llaman hoy «Gran Colombia» ya que incluía a
las actuales Panamá, Colombia, Ecuador y Venezuela. De todos estos territorios
los dos primeros estaban ya liberados, quedaban pues los dos últimos. El
siguiente objetivo a batir era ahora la zona donde se concentraban las fuerzas
españolas de Morillo, entre las cordilleras, los llanos y el mar.
Pero de nuevo los sucesos de
España volvían a dar un giro a la situación. En enero de 1820 el militar
español Rafael de Riego se sublevó en la provincia de Cádiz contra el gobierno
absolutista de Fernando VII. De forma inesperada cayó el régimen absolutista y
se restauró la Constitución de 1812. Para los rebeldes americanos la noticia
era doblemente buena. En primer lugar, porque Riego se había levantado con las
tropas de un ejército que estaba destinado a luchar contra los independentistas
americanos y que ya no cruzaría el Atlántico. En segundo lugar, porque la
repentina restauración del régimen liberal dividió internamente no sólo a la
sociedad y la clase política españolas, con lo que el poder colonial quedaba
todavía más debilitado, sino también a las tropas españolas en América.
Conscientes de esta debilidad, las autoridades peninsulares se avinieron a
negociar. El 25 de noviembre de 1820, Bolívar y Morillo firmaron un armisticio
en Trujillo (Venezuela), y al día siguiente, un acuerdo de regularización de la
guerra para suavizar las condiciones de la «guerra a muerte» cuando volviesen a
estallar las hostilidades.
El armisticio apenas duró seis
meses, durante los cuales Morillo cedió el mando de las tropas realistas al
general Miguel de la Torre y regresó a España. De nuevo en guerra, el objetivo
de Bolívar era ya Caracas, paso necesario para liberar de una vez por todas
Venezuela e incorporarla de forma efectiva a la Gran Colombia. Los ejércitos de
Bolívar y La Torre se encontraron el 24 de junio de 1821 en el campo de
Carabobo. La victoria del Libertador fue absoluta gracias al despliegue
brillante de las fuerzas de que disponía. El ejército enemigo quedó destrozado.
De hecho, La Torre tuvo que huir con una parte reducida de sus hombres,
perseguido por la caballería colombiana, a Puerto Cabello, donde resistiría
asediado hasta 1823. Bolívar entró en Caracas el día 29 y permaneció el tiempo
justo para dejar las cosas en orden. Su deseo era aprovechar que había liberado
Venezuela y que Nueva Granada estaba en calma para atender el flanco débil de
la República, el sur. Desde Bogotá marchó con un ejército para acabar con las
partidas realistas al mando del coronel Basilio García en el límite meridional
de Nueva Granada. Más allá esperaba el tercer territorio a incorporar a la
República, Ecuador, donde resistían también las fuerzas españolas.
La epopeya andina: Ecuador, Perú
y Bolivia
En 1822 dos ejércitos colombianos
marchaban hacia Quito. Desde el norte avanzaba Bolívar, que había vencido a
García en Bomboná el 7 de abril. Desde el sur lo hacían las tropas al mando de
uno de sus hombres de más confianza, el general venezolano Antonio José de
Sucre. Éste se enfrentó a los realistas en Pichincha el 24 de mayo, liberando
definitivamente Ecuador de la presencia militar española. Ese mismo día lograba
por fin entrar Bolívar en Quito y añadir Ecuador a la República de Colombia.
Permaneció allí varias semanas decidiendo cuáles deberían ser sus siguientes
pasos. Tras calcular detenidamente si efectuar su plan de intervenir en Perú,
que a esas alturas era el gran núcleo realista que subsistía en Sudamérica,
decidió llevarlo a la práctica, en parte porque era el único escollo que
quedaba para lograr el sueño de una independencia de todo el continente, y en
parte porque consideró que la Gran Colombia no tendría nunca estabilidad
mientras existiese un poder español con sede en Lima.
Pero de Quito Bolívar no sólo se
llevó la victoria. Allí conoció a la mujer que más le marcaría desde el
fallecimiento de su esposa, Manuela Sáenz. Bolívar no había vuelto a contraer
matrimonio, pero había mantenido relaciones con varias mujeres. El caso de
Manuela sería distinto, puesto que fue la relación más duradera que mantuvo.
Esta quiteña era hija natural de un español y su amante americana. A los veinte
años contrajo matrimonio con un aburrido comerciante británico afincado en
Perú, James Thorne, que la llevó a vivir a aquellas tierras. Estaba casualmente
en Quito en compañía de su padre cuando entró el Libertador victorioso. Se
enamoraron y ella se convirtió, además de en su apoyo, en una de las primeras
defensoras públicas de la persona y obra de Bolívar, pese a que pasaron por
numerosos vaivenes afectivos. En palabras de Lynch, «la relación, que había
comenzado en el baile con motivo de la victoria, sobrevivió a las separaciones,
la distancia, las peleas y a sus propios temperamentos, igualmente apasionados,
y entró para siempre en la historia…».
Para intervenir en Perú era
necesario concertar esfuerzos con el general José de San Martín, que ya estaba
allí trabajando por la independencia pero que sólo había obtenido un éxito
parcial. El militar argentino, que había logrado la independencia de Argentina,
Uruguay y Chile, tenía la misma visión global de la situación que Bolívar, al
considerar necesaria la total expulsión de los españoles como único método para
garantizar la independencia americana. Por ello se encontraron en Guayaquil en
julio de 1822. Aunque no se tienen testimonios directos de lo tratado por
ambos, los acontecimientos de las siguientes semanas hicieron evidente que
habían trazado a grandes rasgos un plan conjunto para liberar Perú. La
situación de este virreinato era muy incierta ya que las autoridades
republicanas se hallaban en una situación muy apurada y los realistas contaban
con notables apoyos sociales y bases de operación territoriales. En semejante
trance, el Congreso de Perú llamó formalmente a Bolívar para que acudiese en su
ayuda a mediados de 1823. En septiembre ponía pie en el puerto de El Callao y
de inmediato comenzaba a organizar las tropas de los independentistas para
pasar a la lucha.
Pero una vez más un golpe
inesperado vino a complicar una situación que no era fácil. La guarnición de El
Callao se pasó al bando realista y pocos días después tomó Lima, la capital. El
Congreso, ante la gravedad de la situación y la evidencia de que tendría que
disolverse para salvar la vida de sus miembros, decidió conceder a Bolívar
plenos poderes y el título de dictador. Bolívar reunió las fuerzas
independentistas (un ejército compuesto por colombianos, argentinos y peruanos)
y emprendió una ofensiva estratégica, que culminó con su victoria sobre los
realistas en Junín, el 6 de agosto de 1824. Pero éstos no estaban vencidos del
todo y comenzaron a reorganizarse en el interior. Bolívar no acudió
personalmente a la persecución de los españoles, sino que permaneció
organizando el futuro político del país, ante las interminables disensiones de
los políticos peruanos, y velando por la estabilidad de los territorios
recientemente emancipados. Como afirma Demetrio Ramos, «en la última fase de la
campaña del Perú, Bolívar, absorbido por preocupaciones de toda índole, confió
el mando del ejército a Sucre, en cuyas dotes militares confiaba tanto como en
su fidelidad. Este último no defraudó las esperanzas del Libertador…».
Efectivamente, el 9 de diciembre de 1824, Sucre obtuvo la victoria definitiva
en Ayacucho, donde derrotó al ejército que dirigía el propio virrey La Serna.
Fue la última batalla por la independencia, el poder español en Sudamérica
había sido finalmente derrotado y el virrey aceptó regresar a España con la
parte de su ejército que así lo desease. Pese a que el general realista Olañeta
no aceptó la derrota y se declaró dispuesto a resistir en el Alto Perú (la
actual Bolivia), su asesinato en abril de 1825, cuando Sucre ya avanzaba para
someterle, disipó cualquier sombra de resistencia realista.
Sólo dos días antes de la batalla
de Ayacucho, Bolívar envió una invitación a los gobiernos independientes de
Colombia, México, Centroamérica, Chile y Río de la Plata para reunirse en 1826
en Panamá con el objetivo de entablar negociaciones para hacer una gran
confederación de estados hispanoamericanos desde Texas hasta Cabo de Hornos,
desde la Patagonia hasta California. Era el gran sueño de la unión americana
con el que tanto tiempo había fantaseado y que finalmente no llegó a
realizarse, ya que a la cita no acudieron todos los invitados y los acuerdos
que se tomaron no fueron ni lo ambiciosos ni lo sólidos que él habría deseado.
Después de Ayacucho Bolívar se
presentó ante el Congreso peruano para renunciar a la dictadura, como también
lo hizo al millón de pesos de oro que le ofreció el mismo como recompensa. Aún
permaneció tiempo en aquellas latitudes al encargarse de la organización
política del Alto Perú. Ordenó reunir a una asamblea para que decidiese sobre
el futuro del país y ésta declaró la independencia de la república el 6 de
agosto de 1825. Cinco días después tomaría el nombre de República Bolívar (más
tarde modificado por Bolivia). Además, el Libertador redactaría un proyecto de
Constitución para la nueva república que le haría llegar en mayo de 1826. Pero
para entonces Bolívar tenía ya nuevas y acuciantes preocupaciones.
El final de un sueño
La situación en la Gran Colombia
se había ido deteriorando desde su partida. La desconfianza mutua entre
venezolanos y neogranadinos, los regionalismos arraigados y las rencillas entre
los altos mandos que el Libertador había dejado al cargo de cada región,
Santander en Nueva Granada y Páez en Venezuela, habían llevado a este último a
comenzar un movimiento secesionista en abril de 1826. El gran artífice de la
independencia decidió emprender el regreso hacia el norte, y en diciembre se
presentó en Maracaibo, donde dictó un decreto por el que declaró que Venezuela
quedaba bajo su mando personal. Esta vez su prestigio fue suficiente para
apagar la revuelta y entró triunfante en Caracas el 12 de enero de 1827. Sería
la última vez.
Partió después a Bogotá para
asumir la presidencia de la república, lo que le valió la enemistad de
Santander, que durante su ausencia la había estado ejerciendo interinamente.
Para limar las asperezas entre el partido que le era favorable y los partidarios
de Santander convocó un Congreso en Ocaña (Colombia) en 1828 que fracasó al no
ser capaz de consensuar una nueva Constitución para la Gran Colombia. Ante la
descomposición política galopante, Bolívar acudió a una opción ya ensayada
otras veces: en agosto asumió la dictadura para poner orden en la situación e
intentar salvar su obra política.
Fue entonces cuando tuvo lugar el
célebre complot para asesinarle. La idea del grupo liderado por Pedro Carujo
era adentrarse en el palacio de San Carlos, sede del gobierno, la noche del 25
de septiembre y asesinarle mientras dormía. Pero Manuela Sáenz, que se
encontraba con Bolívar, alarmada porque sucedía algo irregular, avisó a su
amante para que huyera. Mientras, ella salió al encuentro de los conspiradores
y les plantó cara, logrando entretenerles lo suficiente para que la víctima del
plan escapase descolgándose por una ventana. A raíz de ese episodio él le
concedió el título de «Libertadora del Libertador». Pero su más firme defensora
también le puso en algún aprieto ese mismo año. Enojada por el acoso de
Santander, ordenó a una compañía de granaderos fusilar una efigie del
vicepresidente, lo que ocasionó un sonoro escándalo político por el que Bolívar
tuvo que rendir cuentas. En una carta a uno de sus amigos más cercanos, el
general José María Córdova, en la que explicaba lo sucedido, dice: «Usted la conoce
de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella…». Pero no podía. Bolívar
estaba prematuramente envejecido, con evidentes síntomas de agotamiento físico
y moral, y ya no podía prescindir de uno de los pocos apoyos que le quedaban.
1829 no trajo mucha más
tranquilidad. Un nuevo problema vino a acaparar su atención. Fuerzas de Perú
ocuparon zonas de Ecuador en la que era la primera guerra entre las repúblicas
hermanas y un paso más en la descomposición del proyecto político que tanto le
había costado levantar y que tan fugaz estaba resultando. Le llevó
prácticamente todo el año expulsarlas. Pero en cuanto abandonó Bogotá,
Santander y Páez volvieron a las andadas; este último declaró la separación
formal de Venezuela de la República de Colombia. Alarmado por la situación,
Bolívar regresó y convocó un nuevo Congreso constituyente, en el que esta vez
no participaría, que permitiese aclarar la situación. Renunció a todos sus
poderes irrevocablemente y comenzó un último viaje: el exilio.
Profundamente decepcionado y
convencido de que empezaba a ser un problema, quizá pensó, como muchos años
atrás antes de partir para Jamaica, que era mejor expatriarse que ser un factor
de división entre los republicanos. Recibió la noticia de que varias fuerzas
del ejército se habían levantado a su favor, pero no cambió de opinión. Cuando
llegó a Cartagena de Indias encajó otro golpe, la noticia de que Sucre, uno de
sus últimos leales, había sido asesinado en Ecuador. Su salud, muy quebrantada,
recayó. Aceptó la oferta de hospitalidad del español Joaquín de Mier para pasar
su convalecencia descansando en su finca de San Pedro Alejandrino, cerca de
Santa Marta, frente al Caribe. Allí murió agotado el 17 de diciembre de 1830,
tras haber dictado su última proclama en la que suplicaba que se trabajase por
la unidad de la Gran Colombia, afirmando: «Si mi muerte sirve para que cesen
los partidos y se consolide la Unión, bajaré tranquilamente al sepulcro».
Durante sus cuarenta y siete años
de vida recorrió noventa mil kilómetros (equivalentes a dos vueltas y media al
mundo por el Ecuador), escribió en torno a diez mil cartas, ciento ochenta y
nueve proclamas, veintiún mensajes, catorce manifiestos, dieciocho discursos,
una breve biografía (del general Sucre) e intervino o inspiró directamente
cuatro Constituciones. Sin embargo su gran obra quedaba inconclusa. Había
logrado hacer realidad la independencia de gran parte de Sudamérica, pero no
había logrado articular políticamente la nueva realidad que había emergido tras
la liquidación del poder colonial. Pero no todo había sido en balde. Lo mucho
que había hecho palidece ante los ideales de libertad y solidaridad
latinoamericana que habían prendido en toda América y que no morirían con él.
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