El músico pasional
Cualquiera que haya escuchado
alguna de las numerosísimas composiciones
de Beethoven ha experimentado la
profunda impresión sensible que el
legado musical de este genio
continúa produciendo más de siglo y medio
después de su muerte. Y es que su
música habla con un lenguaje atemporal
de las emociones humanas y lo
hace de un modo tan intenso que abruma
pensar cómo debió de percibir la
vida quien así se expresaba. Beethoven
fue un hombre entre dos mundos.
Nacido en la Europa del Antiguo Régimen
y educado en las ideas de la
Ilustración, cuando sólo tenía diecinueve
años vio estallar la Revolución
francesa. El mundo tal y como había sido
durante siglos desaparecía
arrollado por una ola de libertad y de cambio
que también él trasladó a su
música. Tomó la herencia del Barroco y el
Neoclasicismo para abrir nuevos
caminos en la composición e
interpretación que le
convertirían en el padre del Romanticismo; pero
más allá de ello, su música logró
tocar directamente el alma humana y
conmoverla al emplear su misma
lengua.
Ludwig van Beethoven nació a
mediados de diciembre de 1770 en la
localidad alemana de Bonn,
perteneciente al territorio de los príncipes
electores arzobispos de Colonia.
Era el primero de los hijos del
matrimonio formado por Johann van
Beethoven y María Magdalena Leym, que
más tarde tendrían otros dos
vástagos, Caspar Anton Carl y Nikolaus
Johann. Los Beethoven eran una
familia de músicos pues ya el abuelo del
compositor (de igual nombre que
éste) había sido maestro de capilla en
la corte del arzobispo de Colonia
(desde la Edad Media los príncipes
electores de Colonia y su corte
residían en Bonn). Johann, al igual que
su padre, estudió música, y formó
parte del coro del electorado, pero
sus dotes se vieron mermadas por
el desarrollo de un temprano
alcoholismo heredado de su madre
y por el constante temor a ser
comparado con su padre. Las
consecuencias del alcohol terminaron por
arruinar su voz por lo que se vio
obligado a abandonar su empleo en el
coro y sus sentimientos de
frustración fueron intensificándose. Al nacer
su primer hijo, Johann, siguiendo
las costumbres de la época no dudó en
que debía continuar la tradición
familiar, de modo que cuando rondaba
los cuatro años comenzó a
encargarse de su educación musical, pero la
forma en que lo hizo marcaría
para siempre la afectividad del futuro
maestro.
Los difíciles primeros pasos
En la Europa de 1770, Mozart era
ya un músico consagrado pese a su
juventud (tenía catorce años).
Desde sus primeros años de vida había
asombrado al mundo con su
precocidad y su talento, de modo que su
ejemplo estaba entonces muy
presente entre quienes cultivaban o se
dedicaban a la música, incluido
Johann van Beethoven. Al poco de iniciar
su formación musical, Beethoven
comenzó a dar muestras de estar
especialmente dotado para la
música, razón que hizo acariciar a su padre
el sueño de convertir a su hijo
en otro pequeño Mozart. Absolutamente
empeñado en lograrlo, Johann
sometió a su hijo a una férrea y cruel
disciplina de aprendizaje,
obligándole a pasar innumerables horas frente
al clavecín y combinando la
exigencia con los castigos. En palabras del
profesor del conservatorio
Juilliard School Michael White, «cuando el
pequeño tocaba las notas que no
eran, se equivocaba en el fraseo o la
música no sonaba como el padre
quería, éste le castigaba dándole una
bofetada, un puñetazo o
empujándole. Sabemos que en varias ocasiones su
padre le encerró en el sótano por
no haber tocado todo lo bien que se
suponía que tenía que hacerlo».
La situación no mejoró cuando Johann
pidió la ayuda docente del actor
y músico Tobías Pfeiffer, pues con
frecuencia ambos volvían
borrachos a casa de madrugada y obligaban a
levantarse a Beethoven para que
ensayase en el clavecín.
Milagrosamente Beethoven no
aborreció la música y pese a todo aprendió
mucho de armonía y teoría musical
en esos años. Sus estudios ordinarios
en la escuela local nunca fueron
bien y con diez años terminó por
abandonar el colegio para
dedicarse en exclusiva a la música. Ya
entonces afloraron algunos de sus
más característicos rasgos de
personalidad, como la tendencia
al ensimismamiento y la soledad, el
despiste y la incomodidad en el
establecimiento de relaciones sociales.
Sin duda alguna las largas horas
de estudio sin contacto con otros
niños, pero sobre todo las duras
condiciones afectivas que rodearon su
infancia, marcarían
indeleblemente su carácter. Con once años, y casi
por casualidad, Beethoven pudo
por fin salir de la opresiva tutela que
como profesor ejercía su padre.
Éste le presentó a una prueba con la
intención de que fuese admitido
en la orquesta de la corte del príncipe
elector Maximiliano Francisco,
hermano del emperador José II y tan
amante de la música como éste. El
príncipe se hallaba casualmente
presente cuando Beethoven
interpretó una fuga a dos voces compuesta por
él mismo y, sorprendido por la
habilidad del joven músico, decidió
hacerse cargo de los costes de su
formación musical y encargársela a su
organista Christian Gottlob
Neefe. La habilidad como organista y
pianista que mostraba el nuevo
aprendiz pronto le hizo ganarse la
admiración de sus compañeros de
la orquesta de la corte quienes, por
otra parte, se apenaban de la
difícil situación económica y familiar de
Beethoven. Como recoge en su
biografía Juan van den Eynde, varios
comentarios al respecto fueron
recogidos en una nota de trabajo de la
orquesta que terminó cayendo en
las manos de Maximiliano: «El príncipe
elector tuvo conocimiento de esta
nota, que hablaba claramente de la
penuria económica que vivían en
su casa y, conmovido, le asignó cien
táleros al año, la mitad del
sueldo de su padre. Ludwig llegó de esta
forma a ser músico de la orquesta
de la corte del príncipe elector de
Colonia con tan sólo doce años».
Como discípulo de Neefe y miembro
de la orquesta de la corte del
príncipe elector, Beethoven
comenzó a moverse en un ambiente que nada
tenía que ver con la opresora
realidad de su casa. La corte de
Maximiliano era un lugar abierto
a las ideas ilustradas que su hermano
José II había convertido en
símbolo de su gobierno. El cultivo de las
artes, la filosofía, la
literatura y, por supuesto, la música era uno de
los rasgos distintivos de estas
cortes ilustradas en las que, alentados
por los mecenas pertenecientes a
la aristocracia, los artistas
trabajaban intensamente. Al
tiempo que estudiaba la música de Bach y
Haydn, Beethoven descubría el
pensamiento de Kant y Voltaire y las ideas
de libertad y fraternidad
universal se abrían paso en su espíritu.
Pronto el deseo de romper con las
normas establecidas para dar paso a
nuevas realidades encontraría
también eco en su música.
A finales del siglo XVIII Viena
era la capital cultural de Europa por
excelencia. Desde el punto de
vista musical, la presencia de Mozart y
Haydn hacía de la ciudad el
destino soñado por todo músico, y Beethoven
no era una excepción. Su
habilidad al piano, especialmente para la
improvisación, hizo que Beethoven
se ganase la admiración del favorito
del príncipe Maximiliano, el
conde Ferdinand Waldstein, quien en 1787
convenció a éste para que
propiciara el primer viaje del músico a Viena.
Emocionado, partió hacia la
ciudad imperial en marzo con el vivo deseo
de conocer de cerca su
sofisticado ambiente musical y de ser presentado
a alguno de los grandes maestros.
Sin embargo la estancia en Viena se
vio truncada por la enfermedad de
su madre, razón por la que sólo pudo
permanecer allí tres semanas. Aun
así tuvo ocasión de lograr uno de sus
sueños, que le presentasen a
Mozart. Gracias a las recomendaciones de
Waldstein y al aval del príncipe
elector consiguió que una tarde Mozart
escuchase una de sus
composiciones pero, ante su contenida reacción,
Beethoven solicitó al afamado
compositor que eligiese un tema sobre el
que improvisar. Mozart escogió
una fuga cromática quizá pensando en
ponerle en un aprieto, pero
Beethoven estuvo improvisando
maravillosamente durante casi una
hora. Cuando finalizó, Mozart exclamó:
«¡Atención a él! Un día dará al
mundo algo de qué hablar». Sería la
última vez que ambos músicos
coincidirían.
Beethoven regresó rápidamente a
Bonn, donde finalmente murió su madre el
17 de julio no sin antes
encargarle el cuidado de sus hermanos menores.
Con un padre enfermo, Beethoven
se convirtió en el cabeza de familia con
sólo diecisiete años. Su trabajo
en la orquesta de Bonn no le permitía
llevar una vida demasiado
holgada, pero sí proseguir con su formación y
comenzar a componer con bastante
intensidad. Sus composiciones responden
en esta etapa a la labor propia
de un músico de corte y por tanto,
mayoritariamente, a las fórmulas
musicales impuestas por entonces.
Aunque no puede decirse que en
los cinco años que aún permanecería en
Bonn llegaría a desarrollar un
estilo musical propio, en varias de sus
composiciones comenzaron a
advertirse los rasgos de su compleja
personalidad musical. Ése sería
el caso de la Cantata para la muerte del
emperador José II. La obra
encargada por el círculo de ilustrados
cercano a Neefe con el que
simpatizaba Beethoven anticipaba algunos
motivos musicales que retomaría
más adelante en sus sinfonías tercera,
sexta y séptima; por su
dificultad técnica —otro de los rasgos
característicos de su música—
llegaría a tener problemas para encontrar
quien la interpretase. Pero sería
precisamente esta Cantata la que
terminaría por convertirse en su
pasaporte definitivo a Viena.
Un joven pianista en Viena
En el verano de 1792, Haydn pasó
por Bonn en su viaje de regreso a Viena
desde Inglaterra. Con ocasión de
ello, Maximiliano Francisco preparó una
recepción en la que, posiblemente
gracias a la intervención del conde de
Waldstein, se presentó al gran
músico austríaco la partitura de la
Cantata. Gratamente sorprendido,
Haydn afirmó que Beethoven merecía
continuar estudiando y que con
gusto él mismo se haría cargo de su
formación si se decidía a ir a
Viena. Las palabras no podían ser más
ajustadas a los deseos de
Beethoven ni la oportunidad más propicia, de
modo que tras la marcha de Haydn,
Waldstein no tuvo dificultad en
convencer al príncipe para que
volviese a enviar a Beethoven a Viena.
Cargado con varias cartas de
recomendación y con el firme propósito de
hacerse un hueco entre los
círculos de mecenazgo de la aristocracia
vienesa, partió por segunda vez
en su vida hacia la ciudad en noviembre
de ese mismo año.
Beethoven ansiaba con todas sus
fuerzas formar parte de la sociedad
culta de Viena y sabía que para
ello era necesario encontrar mecenas
para su trabajo. La aristocracia
de la ciudad, en sintonía con las
formas ilustradas de la corte
imperial, gustaba de rodearse de artistas
de todas clases a los que
integraban en su vida cotidiana
—frecuentemente los alojaban en
sus propias casas— y cuya labor
financiaban. Por esa razón la
competencia era enorme y, al igual que
Beethoven, decenas de músicos
pugnaban por lograr el favor de las
familias más influyentes. En esa
competición no resultaba poco
importante la impresión que las
formas y el aspecto de los aspirantes
causaban a los posibles mecenas
cuando eran presentados en sociedad, y
en ese terreno Beethoven tenía
poco que hacer. Su aspecto era rudo, sus
modales más bien hoscos, su genio
endemoniado, llevaba la melena siempre
alborotada, su cara estaba picada
por la viruela y ni siquiera se movía
con gracia. No en vano Luigi
Cherubini le describiría como «oso
civilizado». Pero aunque el joven
compositor parecía carecer de dotes
sociales, contaba con su talento.
Al llegar a Viena, Beethoven
comenzó a recibir clases de Haydn y
rápidamente empezaron a surgir
los primeros desencuentros con su
maestro. Haydn reconocía la
capacidad de Beethoven, pero no compartía
las innovaciones que éste
introducía en sus composiciones de modo que la
relación entre ambos estaría
siempre marcada por sus encontrados puntos
de vista y, al tiempo, por la
mutua admiración. Mientras que discutía y
aprendía con Haydn, Beethoven
comenzó a buscar protectores entre la
aristocracia vienesa, para lo
cual se prodigó como intérprete de piano
en salones de sociedad y en los
entonces frecuentes duelos
interpretativos entre músicos.
Las cartas de presentación de Waldstein
harían el resto, y pronto
despertó el interés de varios aristócratas que
quisieron convertirse en sus
protectores. Entre ellos destacarían
especialmente el príncipe Karl
Lichnowsky y su esposa Christiane.
Las osadas interpretaciones al
piano de Beethoven sorprendieron a la
sociedad vienesa por la fuerza e
intensidad con que las abordaba. En
palabras del violinista Philip
Setzer, «desarrolló una forma de arte en
la que la emoción era lo primero
que impresionaba. Su intención era
desconcertar al auditorio».
Aclamado por los más jóvenes e incomprendido
por los más conservadores, su
fama creció exponencialmente de modo que a
mediados de la década de los
noventa era una celebridad y ofrecía
recitales por toda la ciudad. El
príncipe Lichnowsky y su mujer no
dudaron en ofrecerle su apoyo
invitándole a alojarse en su casa.
Beethoven había logrado lo que
con tanto afán perseguía. Su talento era
reconocido y la sociedad vienesa
se rendía ante él, pero al tiempo
sentía que la protección que le
dispensaban —y que le resultaba
necesaria para subsistir— le
imponía una cierta sumisión a la que no
estaba dispuesto a adaptarse. Si
bien era cierto que deseaba formar
parte de los círculos
aristocráticos y que incluso dejó que se
extendiese la creencia de que su
origen era noble, su forma de entender
la creación artística le producía
un visceral rechazo de las
servidumbres asociadas al
mecenazgo. Como indica el pianista y
compositor Robert Greenberg,
«Beethoven estaba convencido de que, como
creador, por encima de él sólo
estaba Dios. Un aristócrata no era más
que alguien que había nacido con
un título. En muchos aspectos Beethoven
es el primer artista moderno, el
creador-héroe, el creador endiosado, el
creador que no trabaja para quien
le encarga la música, sino para su
propia musa». Las discusiones con
sus protectores llegarían a ser muy
sonadas, pero el reconocimiento
general era tal que se le consentían
como excentricidades de un genio
con verdadero mal carácter.
Durante los primeros años pasados
en Viena, Beethoven desarrolló una
actividad frenética como
pianista, pero también supo encontrar tiempo
para la composición; así,
escribió sonatas y conciertos para piano,
sonatas para violín, música de
cámara y sus dos primeras sinfonías. En
todas ellas las innovaciones que
rompían con las estructuras musicales
tradicionales auguraban un nuevo
tiempo en la música. En 1800 estrenó
con gran éxito su Primera
Sinfonía y dos años más tarde la Segunda,
ambas impregnadas de un fuerte
clasicismo pero en las que su concepto de
orquesta engrandecida (crecida en
instrumentos) ya estaba presente.
Comenzaba un nuevo siglo; tras
los aires revolucionarios que recorrían
Europa desde 1789 se abría paso
la figura heroica de Napoleón, Beethoven
había triunfado como músico, pero
una sombra comenzaba a ceñirse sobre
él, la sordera.
La música interior
Hacia 1798 Beethoven, cuya salud
no era buena y con frecuencia padecía
problemas digestivos, comenzó a
notar dificultad en la percepción de
algunos sonidos. Poco a poco un
molesto zumbido se instaló en sus oídos
y empezó a perder capacidad
auditiva. Aterrado por las consecuencias que
tal circunstancia pudiera tener
sobre su carrera, decidió hacer todo lo
posible para ocultarlo, de modo
que su fama de hombre despistado y
huraño se hizo cada vez mayor.
Evitaba el contacto con los demás y la
angustia por la evidente
enfermedad fue haciendo mella en su ya
complicado carácter. En junio de
1801 daba rienda suelta a su tristeza
en una carta dirigida a su amigo
Franz Wegeler: «Un demonio envidioso,
mi mala salud, me ha jugado una
mala pasada; quiero decir que desde hace
tres años mi oído es cada vez más
débil… mis orejas zumban
continuamente, día y noche. Llevo
una vida miserable; desde hace casi
dos años evito cualquier
compañía, porque no puedo decir a la gente: soy
sordo. Si tuviese cualquier otra
profesión, la cosa sería más fácil;
pero con la mía es una situación
terrible. Para darte una idea de esta
extraña sordera, te diré que en
el teatro tengo que colocarme muy cerca
de la orquesta para oír a los
cantantes. Los sonidos agudos de los
instrumentos y de la voz, si
están un poco lejos, ya no los percibo; es
maravilla que, al hablar conmigo,
la gente no se dé cuenta de mi estado.
Como siempre fui muy distraído lo
achacan a eso. Lo que sucederá ahora
sólo el cielo lo sabe».
A principios de 1802 su situación
física empeoró, y por si esto fuera
poco sufrió uno de los muchos
desengaños amorosos que jalonaron toda su
vida. Se había enamorado de una
de sus jóvenes alumnas de piano, la
condesa Giuletta Guicciardi, de
sólo dieciséis años, y creía que ella le
correspondía. Entre ambos existía
una importante diferencia social que
en la época suponía una barrera
infranqueable, pero pese a ello
Beethoven, siempre poco realista
en las cuestiones amorosas, estaba
convencido de que podría llegar a
casarse con ella. Sin embargo la
condesa terminaría haciéndolo con
un hombre de su misma condición
social, lo que sumió al
compositor en una fuerte depresión agravada por
su mala salud. Preocupado por su
delicado estado físico, pues a la
sordera se le sumaban nuevos
problemas digestivos, un doctor de su
confianza, Schmidt, le recomendó
una estancia en el campo, por esta
razón Beethoven se trasladó a
Heiligenstadt donde permanecería casi un año.
En Heiligenstadt Beethoven pasó
por una auténtica crisis personal, e
incluso llegó a pensar en el
suicidio. Consultó con varios médicos y
probó con todo tipo de remedios,
pero no logró mejorar de ninguno de sus
problemas de salud. Pensó que su
vida había perdido sentido y que la
sordera se convertiría en un
problema insuperable y reflejó sus
angustias en una carta dirigida a
sus hermanos que nunca llegaría a
enviar y que se conoce como
Testamento de Heiligenstadt: «Vosotros los
que pensáis o decís que soy
malévolo, obstinado o misántropo, cuánto os
equivocáis acerca de mí (…) hace
seis años que estoy desesperadamente
agobiado, agravado por médicos
insensatos, de año en año engañado con la
esperanza de una mejoría,
finalmente obligado a afrontar la perspectiva
de una enfermedad perdurable. (…)
Aunque nací con un temperamento fiero
y altivo, incluso sensible a los
entretenimientos sociales, poco a poco,
me vi obligado al retiro, a la
vida en soledad. Si a veces intenté
olvidar todo esto, con cuánta
dureza me devolvió a la situación anterior
la experiencia doblemente triste
de mi oído defectuoso (…) mi desgracia
es doblemente dolorosa para mí
porque es muy probable que se me
interprete mal; para mí no puede
haber alivio con mis semejantes, ni
conversaciones refinadas, ni
intercambio de ideas. Debo vivir casi solo,
como el desterrado. (…) Si me
acerco a la gente un intenso terror se
apodera de mí, y temo
verdaderamente verme expuesto al peligro de que se
conozca mi condición. (…) Tales
incidentes me llevan casi a la
desesperación; un poco más de
todo eso y acabaría con mi vida. Sólo mi
arte me ha retenido. Ah, me
pareció imposible abandonar el mundo hasta
que hubiese expresado todo lo que
sentía en mí».
Afortunadamente aún le quedaba
mucho que expresar; cuatro meses más
tarde, y algo menos postrado,
regresó a Viena con energías renovadas. Su
estancia en Heiligenstadt había
sido una auténtica catarsis y de allí
regresó decidido a que la sordera
no acabase con él ni con su música.
Como afirma el violinista Isaac
Stern, «en su cabeza siempre había
música y entonces decidió abrirse
paso entre las tinieblas que anegaban
su vida para encontrar el sol y
la luz, y pese a todo lo consiguió».
La plenitud del genio
A finales de 1802 Beethoven
regresó a Viena y comenzó a trabajar con
viva intensidad. Escribió
entonces varias de sus obras maestras entre
sinfonías, sonatas y cuartetos,
y, como antes de su retiro, volvió a
conquistar a la sociedad de su
tiempo. Beethoven, como buena parte de
los intelectuales de su época,
admiraba profundamente a Napoleón y creía
que de su mano podría surgir una
nueva patria universal que rompiese con
las injusticias y desigualdades
ante las que se había levantado la
Revolución francesa. Por ello
mientras estaba componiendo su Tercera
Sinfonía pensó en dedicarla al
conquistador corso. Sin embargo los
hechos le demostrarían que
Napoleón estaba lejos de ser el héroe soñado.
En 1804 extendió su guerra de
conquista por Europa y se autoproclamó
emperador. El hecho causó una
decepción tal en Beethoven que rompió la
dedicatoria y dio un nuevo título
a su sinfonía. El episodio fue narrado
por el alumno y amigo del
compositor Ferdinand Ries del siguiente modo:
«En esta sinfonía Beethoven tenía
presente a Bonaparte, pero como era
cuando desempeñaba el cargo de
primer cónsul. Por entonces Beethoven lo
estimaba mucho (…) yo y varios de
sus amigos más íntimos vimos un
ejemplar de la partitura
depositado sobre su mesa con la palabra
“Bonaparte” en el extremo
superior de la portada. (…) Fui el primero en
comunicarle que Bonaparte se
había proclamado emperador, y la cólera lo
dominó y gritó: “Entonces, ¿no es
más que un ser humano vulgar? Ahora
también él pisoteará los derechos
del hombre y se limitará a satisfacer
su ambición. ¡Se elevará por
encima del resto, se convertirá en
tirano!”. Beethoven se acercó a
la mesa, tomó por un extremo la portada,
la desgarró en dos y la arrojó al
suelo. Reescribió la primea página y
sólo entonces la sinfonía recibió
el título de Sinfonía Heroica».
En los años siguientes, y a pesar
del avance de su sordera, compuso
entre otras muchas obras su
Quinta Sinfonía y la Sexta Sinfonía o
Pastoral. El amor por la
naturaleza que desprende esta última habla de
la profunda sensibilidad de un
hombre cuyo mundo exterior se hacía cada
vez más pequeño pero cuyo mundo
interior crecía al compás de su música
de forma imparable. A partir de
1809, y tras una serie de recitales
desastrosos por su sordera,
decidió dejar de tocar en público y desde
entonces y hasta su muerte sólo
se dedicó a componer. También por
entonces Beethoven encontró una
nueva —y en esta ocasión feliz—
inspiración amorosa. Tras varios
desengaños, en 1812 aparecía en su vida
la «Amada Inmortal» a la que
dedicaría su famosísima carta y que fue el
gran amor de su vida. Mucho se ha
especulado sobre la identidad de la
mujer que Beethoven denominó
«Amada Inmortal» y todo parece indicar que
debió de tratarse de Antonie
Brentano, la esposa del amigo del
compositor Franz Brentano.
Beethoven visitaba a los Brentano con
asiduidad pues formaban parte de
la nobleza vienesa que compartía el
gusto por su música. Entre ambos
surgió un amor profundo que haría que
Antoine le describiese como «una
persona excelente, grande y excelente.
Un ser humano más grande que
artista». Sin embargo la relación
terminaría rompiéndose cuando a
finales de 1812 Beethoven decidiese
retirarse consciente de la
relación imposible con la esposa de su amigo.
Volvió entonces a deprimirse y
comenzó a descuidar su aspecto de tal
modo que era fácil encontrarlo
vagando por las calles de Viena
completamente desaliñado y
borracho.
Entre septiembre de 1814 y junio
de 1815 tuvo lugar el Congreso de
Viena, la reunión de potencias
encargada de restablecer el orden
político en Europa tras la
conmoción napoleónica. Beethoven, que
musicalmente estaba en el punto
más alto de su fama (en 1814 se había
estrenado con enorme éxito su
única ópera, Fidelio), fue reclamado para
ocuparse de los actos musicales
de conmemoración de la reunión. Más
recuperado, asumió con gusto el
encargo que evidenciaba ante el mundo su
relevancia como músico. Aún le
quedaba mucho por hacer, pero en lo que
le restaba de vida un importante
cambio en su situación personal iba a
convertirse en el centro de su
existencia.
Ejercer de padre
En noviembre de 1815 murió de
tuberculosis su hermano Caspar Carl. Tenía
una mujer, Johanna, con la que
Beethoven tenía una pésima relación, y un
hijo de nueve años, Karl. Antes
de morir su hermano lo mandó llamar y le
pidió que se encargase del
cuidado de su hijo junto con su esposa, a lo
que el compositor se negó puesto
que deseaba ser el tutor en exclusiva
del pequeño. Temiendo su
reacción, Caspar Carl añadió un codicilo a su
testamento indicando su expresa
voluntad de que el cuidado de su hijo
fuese asumido por su hermano de
modo conjunto con su mujer. Pese a ello,
Beethoven no estaba dispuesto a
compartir la tutela y por ello comenzó
una larga batalla legal que se
prolongaría hasta 1820. Beethoven se
comportó de modo cruel con su
cuñada e incluso con el pequeño, pues hizo
de la obtención de su custodia
una auténtica obsesión. Como indica el
profesor Michael White, «no le
importaba cuánto sufrimiento causara, ni
si heriría los sentimientos del
muchacho o de la madre, o de otros
amigos. Estaba obsesionado y
poseído por ese deseo por una razón, quería
ser el padre que nunca tuvo».
Finalmente, y tras varias
sentencias intermedias, Beethoven ganó la
batalla legal en el verano de
1820. En el transcurso del proceso había
tratado de hacerse cargo de la
educación de su sobrino y, sobre todo, de
alejarlo de su madre convencido
de que era lo mejor para el niño. Karl
creció en una situación de enorme
inestabilidad emocional que en los
años siguientes habría de pasarle
factura. Beethoven resultó ser un
padre poco afectuoso y muy
estricto que, por otra parte, vivía
absolutamente entregado a su
música. Los gastos asociados al proceso
legal, unidos a los que generaba
la crianza del sobrino y al descenso de
los ingresos del compositor
motivado por la progresiva desaparición de
los mecenas al compás de los
nuevos tiempos, dejaron a Beethoven en una
situación de precariedad material
ante la que no le quedó más remedio
que endeudarse. A principios de
1820 sus acreedores le perseguían por
Viena y el músico trabajaba
cuanto podía para mitigar esa escasez. En
1823 compuso su Missa Solemnis
por la que obtuvo algunos ingresos que
aliviaron su difícil situación.
Por otra parte, la relación con
su sobrino era muy conflictiva puesto
que Beethoven estaba empeñado en
controlar constantemente las amistades
y salidas del joven dado su
carácter inestable y rebelde. A comienzos
del verano de 1826 ambos tuvieron
una agria discusión en la que Karl
golpeó a su tío y terminó por
escapar de casa. Se dirigió a Baden y
adquirió dos pistolas, y tras
escribir una nota de suicidio dirigida a
Beethoven se disparó en la
cabeza. Por fortuna la herida no comprometió
su vida y logró recuperarse tras
una larga estancia en el hospital. El
intento de suicidio de Karl marcó
un punto de inflexión en la relación
entre tío y sobrino, que desde
entonces se dulcificó, lo que permitió su
reconciliación. Con ánimo de que
Karl terminara de recuperarse, ambos se
trasladaron a la casa de campo de
un amigo en Gneixendorf, pero allí la
delicada salud del compositor
comenzó a empeorar inexorablemente. A
finales de 1826 regresaron a
Viena para que Karl pudiese incorporarse
conforme a su deseo al ejército.
Por entonces, Beethoven estaba
sentenciado; murió el 26 de marzo
de 1827. Más de veinte mil personas
acudieron en Viena al funeral del
genio.
El legado musical de Beethoven
constituye uno de los mayores tesoros
artísticos de la humanidad,
revolucionario por sus dimensiones, su
técnica, su lenguaje y sobre todo
por su espíritu. En 1824 terminó una
de sus obras más bellas y
personales, su Novena Sinfonía. Una vez más
Beethoven rompía con lo
establecido y por primera vez incorporaba un
coro al conjunto orquestal
haciendo de la voz humana un instrumento más.
En ella plasmó sus ideas más
queridas al incluir en su movimiento final
la Oda a la Alegría, inspirada en
los versos del poeta Schiller.
Beethoven hacía un himno a la
hermandad entre los hombres y a la fe en
ellos y aunque no pudo escuchar
la ovación con que fue acogido su
estreno, su espíritu satisfecho
supo que había logrado transmitir lo que
sentía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario