martes, 4 de noviembre de 2025

26 BEETHOVEN.

 



 

 

 

 

El músico pasional

 

Cualquiera que haya escuchado alguna de las numerosísimas composiciones

de Beethoven ha experimentado la profunda impresión sensible que el

legado musical de este genio continúa produciendo más de siglo y medio

después de su muerte. Y es que su música habla con un lenguaje atemporal

de las emociones humanas y lo hace de un modo tan intenso que abruma

pensar cómo debió de percibir la vida quien así se expresaba. Beethoven

fue un hombre entre dos mundos. Nacido en la Europa del Antiguo Régimen

y educado en las ideas de la Ilustración, cuando sólo tenía diecinueve

años vio estallar la Revolución francesa. El mundo tal y como había sido

durante siglos desaparecía arrollado por una ola de libertad y de cambio

que también él trasladó a su música. Tomó la herencia del Barroco y el

Neoclasicismo para abrir nuevos caminos en la composición e

interpretación que le convertirían en el padre del Romanticismo; pero

más allá de ello, su música logró tocar directamente el alma humana y

conmoverla al emplear su misma lengua.

 

Ludwig van Beethoven nació a mediados de diciembre de 1770 en la

localidad alemana de Bonn, perteneciente al territorio de los príncipes

electores arzobispos de Colonia. Era el primero de los hijos del

matrimonio formado por Johann van Beethoven y María Magdalena Leym, que

más tarde tendrían otros dos vástagos, Caspar Anton Carl y Nikolaus

Johann. Los Beethoven eran una familia de músicos pues ya el abuelo del

compositor (de igual nombre que éste) había sido maestro de capilla en

la corte del arzobispo de Colonia (desde la Edad Media los príncipes

electores de Colonia y su corte residían en Bonn). Johann, al igual que

su padre, estudió música, y formó parte del coro del electorado, pero

sus dotes se vieron mermadas por el desarrollo de un temprano

alcoholismo heredado de su madre y por el constante temor a ser

comparado con su padre. Las consecuencias del alcohol terminaron por

arruinar su voz por lo que se vio obligado a abandonar su empleo en el

coro y sus sentimientos de frustración fueron intensificándose. Al nacer

su primer hijo, Johann, siguiendo las costumbres de la época no dudó en

que debía continuar la tradición familiar, de modo que cuando rondaba

los cuatro años comenzó a encargarse de su educación musical, pero la

forma en que lo hizo marcaría para siempre la afectividad del futuro

maestro.

 

 

 

Los difíciles primeros pasos

 

En la Europa de 1770, Mozart era ya un músico consagrado pese a su

juventud (tenía catorce años). Desde sus primeros años de vida había

asombrado al mundo con su precocidad y su talento, de modo que su

ejemplo estaba entonces muy presente entre quienes cultivaban o se

dedicaban a la música, incluido Johann van Beethoven. Al poco de iniciar

su formación musical, Beethoven comenzó a dar muestras de estar

especialmente dotado para la música, razón que hizo acariciar a su padre

el sueño de convertir a su hijo en otro pequeño Mozart. Absolutamente

empeñado en lograrlo, Johann sometió a su hijo a una férrea y cruel

disciplina de aprendizaje, obligándole a pasar innumerables horas frente

al clavecín y combinando la exigencia con los castigos. En palabras del

profesor del conservatorio Juilliard School Michael White, «cuando el

pequeño tocaba las notas que no eran, se equivocaba en el fraseo o la

música no sonaba como el padre quería, éste le castigaba dándole una

bofetada, un puñetazo o empujándole. Sabemos que en varias ocasiones su

padre le encerró en el sótano por no haber tocado todo lo bien que se

suponía que tenía que hacerlo». La situación no mejoró cuando Johann

pidió la ayuda docente del actor y músico Tobías Pfeiffer, pues con

frecuencia ambos volvían borrachos a casa de madrugada y obligaban a

levantarse a Beethoven para que ensayase en el clavecín.

 

Milagrosamente Beethoven no aborreció la música y pese a todo aprendió

mucho de armonía y teoría musical en esos años. Sus estudios ordinarios

en la escuela local nunca fueron bien y con diez años terminó por

abandonar el colegio para dedicarse en exclusiva a la música. Ya

entonces afloraron algunos de sus más característicos rasgos de

personalidad, como la tendencia al ensimismamiento y la soledad, el

despiste y la incomodidad en el establecimiento de relaciones sociales.

Sin duda alguna las largas horas de estudio sin contacto con otros

niños, pero sobre todo las duras condiciones afectivas que rodearon su

infancia, marcarían indeleblemente su carácter. Con once años, y casi

por casualidad, Beethoven pudo por fin salir de la opresiva tutela que

como profesor ejercía su padre. Éste le presentó a una prueba con la

intención de que fuese admitido en la orquesta de la corte del príncipe

elector Maximiliano Francisco, hermano del emperador José II y tan

amante de la música como éste. El príncipe se hallaba casualmente

presente cuando Beethoven interpretó una fuga a dos voces compuesta por

él mismo y, sorprendido por la habilidad del joven músico, decidió

hacerse cargo de los costes de su formación musical y encargársela a su

organista Christian Gottlob Neefe. La habilidad como organista y

pianista que mostraba el nuevo aprendiz pronto le hizo ganarse la

admiración de sus compañeros de la orquesta de la corte quienes, por

otra parte, se apenaban de la difícil situación económica y familiar de

Beethoven. Como recoge en su biografía Juan van den Eynde, varios

comentarios al respecto fueron recogidos en una nota de trabajo de la

orquesta que terminó cayendo en las manos de Maximiliano: «El príncipe

elector tuvo conocimiento de esta nota, que hablaba claramente de la

penuria económica que vivían en su casa y, conmovido, le asignó cien

táleros al año, la mitad del sueldo de su padre. Ludwig llegó de esta

forma a ser músico de la orquesta de la corte del príncipe elector de

Colonia con tan sólo doce años».

 

Como discípulo de Neefe y miembro de la orquesta de la corte del

príncipe elector, Beethoven comenzó a moverse en un ambiente que nada

tenía que ver con la opresora realidad de su casa. La corte de

Maximiliano era un lugar abierto a las ideas ilustradas que su hermano

José II había convertido en símbolo de su gobierno. El cultivo de las

artes, la filosofía, la literatura y, por supuesto, la música era uno de

los rasgos distintivos de estas cortes ilustradas en las que, alentados

por los mecenas pertenecientes a la aristocracia, los artistas

trabajaban intensamente. Al tiempo que estudiaba la música de Bach y

Haydn, Beethoven descubría el pensamiento de Kant y Voltaire y las ideas

de libertad y fraternidad universal se abrían paso en su espíritu.

Pronto el deseo de romper con las normas establecidas para dar paso a

nuevas realidades encontraría también eco en su música.

 

A finales del siglo XVIII Viena era la capital cultural de Europa por

excelencia. Desde el punto de vista musical, la presencia de Mozart y

Haydn hacía de la ciudad el destino soñado por todo músico, y Beethoven

no era una excepción. Su habilidad al piano, especialmente para la

improvisación, hizo que Beethoven se ganase la admiración del favorito

del príncipe Maximiliano, el conde Ferdinand Waldstein, quien en 1787

convenció a éste para que propiciara el primer viaje del músico a Viena.

Emocionado, partió hacia la ciudad imperial en marzo con el vivo deseo

de conocer de cerca su sofisticado ambiente musical y de ser presentado

a alguno de los grandes maestros. Sin embargo la estancia en Viena se

vio truncada por la enfermedad de su madre, razón por la que sólo pudo

permanecer allí tres semanas. Aun así tuvo ocasión de lograr uno de sus

sueños, que le presentasen a Mozart. Gracias a las recomendaciones de

Waldstein y al aval del príncipe elector consiguió que una tarde Mozart

escuchase una de sus composiciones pero, ante su contenida reacción,

Beethoven solicitó al afamado compositor que eligiese un tema sobre el

que improvisar. Mozart escogió una fuga cromática quizá pensando en

ponerle en un aprieto, pero Beethoven estuvo improvisando

maravillosamente durante casi una hora. Cuando finalizó, Mozart exclamó:

«¡Atención a él! Un día dará al mundo algo de qué hablar». Sería la

última vez que ambos músicos coincidirían.

 

Beethoven regresó rápidamente a Bonn, donde finalmente murió su madre el

17 de julio no sin antes encargarle el cuidado de sus hermanos menores.

Con un padre enfermo, Beethoven se convirtió en el cabeza de familia con

sólo diecisiete años. Su trabajo en la orquesta de Bonn no le permitía

llevar una vida demasiado holgada, pero sí proseguir con su formación y

comenzar a componer con bastante intensidad. Sus composiciones responden

en esta etapa a la labor propia de un músico de corte y por tanto,

mayoritariamente, a las fórmulas musicales impuestas por entonces.

Aunque no puede decirse que en los cinco años que aún permanecería en

Bonn llegaría a desarrollar un estilo musical propio, en varias de sus

composiciones comenzaron a advertirse los rasgos de su compleja

personalidad musical. Ése sería el caso de la Cantata para la muerte del

emperador José II. La obra encargada por el círculo de ilustrados

cercano a Neefe con el que simpatizaba Beethoven anticipaba algunos

motivos musicales que retomaría más adelante en sus sinfonías tercera,

sexta y séptima; por su dificultad técnica —otro de los rasgos

característicos de su música— llegaría a tener problemas para encontrar

quien la interpretase. Pero sería precisamente esta Cantata la que

terminaría por convertirse en su pasaporte definitivo a Viena.

 

 

 

Un joven pianista en Viena

 

En el verano de 1792, Haydn pasó por Bonn en su viaje de regreso a Viena

desde Inglaterra. Con ocasión de ello, Maximiliano Francisco preparó una

recepción en la que, posiblemente gracias a la intervención del conde de

Waldstein, se presentó al gran músico austríaco la partitura de la

Cantata. Gratamente sorprendido, Haydn afirmó que Beethoven merecía

continuar estudiando y que con gusto él mismo se haría cargo de su

formación si se decidía a ir a Viena. Las palabras no podían ser más

ajustadas a los deseos de Beethoven ni la oportunidad más propicia, de

modo que tras la marcha de Haydn, Waldstein no tuvo dificultad en

convencer al príncipe para que volviese a enviar a Beethoven a Viena.

Cargado con varias cartas de recomendación y con el firme propósito de

hacerse un hueco entre los círculos de mecenazgo de la aristocracia

vienesa, partió por segunda vez en su vida hacia la ciudad en noviembre

de ese mismo año.

 

Beethoven ansiaba con todas sus fuerzas formar parte de la sociedad

culta de Viena y sabía que para ello era necesario encontrar mecenas

para su trabajo. La aristocracia de la ciudad, en sintonía con las

formas ilustradas de la corte imperial, gustaba de rodearse de artistas

de todas clases a los que integraban en su vida cotidiana

—frecuentemente los alojaban en sus propias casas— y cuya labor

financiaban. Por esa razón la competencia era enorme y, al igual que

Beethoven, decenas de músicos pugnaban por lograr el favor de las

familias más influyentes. En esa competición no resultaba poco

importante la impresión que las formas y el aspecto de los aspirantes

causaban a los posibles mecenas cuando eran presentados en sociedad, y

en ese terreno Beethoven tenía poco que hacer. Su aspecto era rudo, sus

modales más bien hoscos, su genio endemoniado, llevaba la melena siempre

alborotada, su cara estaba picada por la viruela y ni siquiera se movía

con gracia. No en vano Luigi Cherubini le describiría como «oso

civilizado». Pero aunque el joven compositor parecía carecer de dotes

sociales, contaba con su talento.

 

Al llegar a Viena, Beethoven comenzó a recibir clases de Haydn y

rápidamente empezaron a surgir los primeros desencuentros con su

maestro. Haydn reconocía la capacidad de Beethoven, pero no compartía

las innovaciones que éste introducía en sus composiciones de modo que la

relación entre ambos estaría siempre marcada por sus encontrados puntos

de vista y, al tiempo, por la mutua admiración. Mientras que discutía y

aprendía con Haydn, Beethoven comenzó a buscar protectores entre la

aristocracia vienesa, para lo cual se prodigó como intérprete de piano

en salones de sociedad y en los entonces frecuentes duelos

interpretativos entre músicos. Las cartas de presentación de Waldstein

harían el resto, y pronto despertó el interés de varios aristócratas que

quisieron convertirse en sus protectores. Entre ellos destacarían

especialmente el príncipe Karl Lichnowsky y su esposa Christiane.

 

Las osadas interpretaciones al piano de Beethoven sorprendieron a la

sociedad vienesa por la fuerza e intensidad con que las abordaba. En

palabras del violinista Philip Setzer, «desarrolló una forma de arte en

la que la emoción era lo primero que impresionaba. Su intención era

desconcertar al auditorio». Aclamado por los más jóvenes e incomprendido

por los más conservadores, su fama creció exponencialmente de modo que a

mediados de la década de los noventa era una celebridad y ofrecía

recitales por toda la ciudad. El príncipe Lichnowsky y su mujer no

dudaron en ofrecerle su apoyo invitándole a alojarse en su casa.

Beethoven había logrado lo que con tanto afán perseguía. Su talento era

reconocido y la sociedad vienesa se rendía ante él, pero al tiempo

sentía que la protección que le dispensaban —y que le resultaba

necesaria para subsistir— le imponía una cierta sumisión a la que no

estaba dispuesto a adaptarse. Si bien era cierto que deseaba formar

parte de los círculos aristocráticos y que incluso dejó que se

extendiese la creencia de que su origen era noble, su forma de entender

la creación artística le producía un visceral rechazo de las

servidumbres asociadas al mecenazgo. Como indica el pianista y

compositor Robert Greenberg, «Beethoven estaba convencido de que, como

creador, por encima de él sólo estaba Dios. Un aristócrata no era más

que alguien que había nacido con un título. En muchos aspectos Beethoven

es el primer artista moderno, el creador-héroe, el creador endiosado, el

creador que no trabaja para quien le encarga la música, sino para su

propia musa». Las discusiones con sus protectores llegarían a ser muy

sonadas, pero el reconocimiento general era tal que se le consentían

como excentricidades de un genio con verdadero mal carácter.

 

Durante los primeros años pasados en Viena, Beethoven desarrolló una

actividad frenética como pianista, pero también supo encontrar tiempo

para la composición; así, escribió sonatas y conciertos para piano,

sonatas para violín, música de cámara y sus dos primeras sinfonías. En

todas ellas las innovaciones que rompían con las estructuras musicales

tradicionales auguraban un nuevo tiempo en la música. En 1800 estrenó

con gran éxito su Primera Sinfonía y dos años más tarde la Segunda,

ambas impregnadas de un fuerte clasicismo pero en las que su concepto de

orquesta engrandecida (crecida en instrumentos) ya estaba presente.

Comenzaba un nuevo siglo; tras los aires revolucionarios que recorrían

Europa desde 1789 se abría paso la figura heroica de Napoleón, Beethoven

había triunfado como músico, pero una sombra comenzaba a ceñirse sobre

él, la sordera.

 

 

 

La música interior

 

Hacia 1798 Beethoven, cuya salud no era buena y con frecuencia padecía

problemas digestivos, comenzó a notar dificultad en la percepción de

algunos sonidos. Poco a poco un molesto zumbido se instaló en sus oídos

y empezó a perder capacidad auditiva. Aterrado por las consecuencias que

tal circunstancia pudiera tener sobre su carrera, decidió hacer todo lo

posible para ocultarlo, de modo que su fama de hombre despistado y

huraño se hizo cada vez mayor. Evitaba el contacto con los demás y la

angustia por la evidente enfermedad fue haciendo mella en su ya

complicado carácter. En junio de 1801 daba rienda suelta a su tristeza

en una carta dirigida a su amigo Franz Wegeler: «Un demonio envidioso,

mi mala salud, me ha jugado una mala pasada; quiero decir que desde hace

tres años mi oído es cada vez más débil… mis orejas zumban

continuamente, día y noche. Llevo una vida miserable; desde hace casi

dos años evito cualquier compañía, porque no puedo decir a la gente: soy

sordo. Si tuviese cualquier otra profesión, la cosa sería más fácil;

pero con la mía es una situación terrible. Para darte una idea de esta

extraña sordera, te diré que en el teatro tengo que colocarme muy cerca

de la orquesta para oír a los cantantes. Los sonidos agudos de los

instrumentos y de la voz, si están un poco lejos, ya no los percibo; es

maravilla que, al hablar conmigo, la gente no se dé cuenta de mi estado.

Como siempre fui muy distraído lo achacan a eso. Lo que sucederá ahora

sólo el cielo lo sabe».

 

A principios de 1802 su situación física empeoró, y por si esto fuera

poco sufrió uno de los muchos desengaños amorosos que jalonaron toda su

vida. Se había enamorado de una de sus jóvenes alumnas de piano, la

condesa Giuletta Guicciardi, de sólo dieciséis años, y creía que ella le

correspondía. Entre ambos existía una importante diferencia social que

en la época suponía una barrera infranqueable, pero pese a ello

Beethoven, siempre poco realista en las cuestiones amorosas, estaba

convencido de que podría llegar a casarse con ella. Sin embargo la

condesa terminaría haciéndolo con un hombre de su misma condición

social, lo que sumió al compositor en una fuerte depresión agravada por

su mala salud. Preocupado por su delicado estado físico, pues a la

sordera se le sumaban nuevos problemas digestivos, un doctor de su

confianza, Schmidt, le recomendó una estancia en el campo, por esta

razón Beethoven se trasladó a Heiligenstadt donde permanecería casi un año.

 

En Heiligenstadt Beethoven pasó por una auténtica crisis personal, e

incluso llegó a pensar en el suicidio. Consultó con varios médicos y

probó con todo tipo de remedios, pero no logró mejorar de ninguno de sus

problemas de salud. Pensó que su vida había perdido sentido y que la

sordera se convertiría en un problema insuperable y reflejó sus

angustias en una carta dirigida a sus hermanos que nunca llegaría a

enviar y que se conoce como Testamento de Heiligenstadt: «Vosotros los

que pensáis o decís que soy malévolo, obstinado o misántropo, cuánto os

equivocáis acerca de mí (…) hace seis años que estoy desesperadamente

agobiado, agravado por médicos insensatos, de año en año engañado con la

esperanza de una mejoría, finalmente obligado a afrontar la perspectiva

de una enfermedad perdurable. (…) Aunque nací con un temperamento fiero

y altivo, incluso sensible a los entretenimientos sociales, poco a poco,

me vi obligado al retiro, a la vida en soledad. Si a veces intenté

olvidar todo esto, con cuánta dureza me devolvió a la situación anterior

la experiencia doblemente triste de mi oído defectuoso (…) mi desgracia

es doblemente dolorosa para mí porque es muy probable que se me

interprete mal; para mí no puede haber alivio con mis semejantes, ni

conversaciones refinadas, ni intercambio de ideas. Debo vivir casi solo,

como el desterrado. (…) Si me acerco a la gente un intenso terror se

apodera de mí, y temo verdaderamente verme expuesto al peligro de que se

conozca mi condición. (…) Tales incidentes me llevan casi a la

desesperación; un poco más de todo eso y acabaría con mi vida. Sólo mi

arte me ha retenido. Ah, me pareció imposible abandonar el mundo hasta

que hubiese expresado todo lo que sentía en mí».

 

Afortunadamente aún le quedaba mucho que expresar; cuatro meses más

tarde, y algo menos postrado, regresó a Viena con energías renovadas. Su

estancia en Heiligenstadt había sido una auténtica catarsis y de allí

regresó decidido a que la sordera no acabase con él ni con su música.

Como afirma el violinista Isaac Stern, «en su cabeza siempre había

música y entonces decidió abrirse paso entre las tinieblas que anegaban

su vida para encontrar el sol y la luz, y pese a todo lo consiguió».

 

 

 

La plenitud del genio

 

A finales de 1802 Beethoven regresó a Viena y comenzó a trabajar con

viva intensidad. Escribió entonces varias de sus obras maestras entre

sinfonías, sonatas y cuartetos, y, como antes de su retiro, volvió a

conquistar a la sociedad de su tiempo. Beethoven, como buena parte de

los intelectuales de su época, admiraba profundamente a Napoleón y creía

que de su mano podría surgir una nueva patria universal que rompiese con

las injusticias y desigualdades ante las que se había levantado la

Revolución francesa. Por ello mientras estaba componiendo su Tercera

Sinfonía pensó en dedicarla al conquistador corso. Sin embargo los

hechos le demostrarían que Napoleón estaba lejos de ser el héroe soñado.

En 1804 extendió su guerra de conquista por Europa y se autoproclamó

emperador. El hecho causó una decepción tal en Beethoven que rompió la

dedicatoria y dio un nuevo título a su sinfonía. El episodio fue narrado

por el alumno y amigo del compositor Ferdinand Ries del siguiente modo:

«En esta sinfonía Beethoven tenía presente a Bonaparte, pero como era

cuando desempeñaba el cargo de primer cónsul. Por entonces Beethoven lo

estimaba mucho (…) yo y varios de sus amigos más íntimos vimos un

ejemplar de la partitura depositado sobre su mesa con la palabra

“Bonaparte” en el extremo superior de la portada. (…) Fui el primero en

comunicarle que Bonaparte se había proclamado emperador, y la cólera lo

dominó y gritó: “Entonces, ¿no es más que un ser humano vulgar? Ahora

también él pisoteará los derechos del hombre y se limitará a satisfacer

su ambición. ¡Se elevará por encima del resto, se convertirá en

tirano!”. Beethoven se acercó a la mesa, tomó por un extremo la portada,

la desgarró en dos y la arrojó al suelo. Reescribió la primea página y

sólo entonces la sinfonía recibió el título de Sinfonía Heroica».

 

En los años siguientes, y a pesar del avance de su sordera, compuso

entre otras muchas obras su Quinta Sinfonía y la Sexta Sinfonía o

Pastoral. El amor por la naturaleza que desprende esta última habla de

la profunda sensibilidad de un hombre cuyo mundo exterior se hacía cada

vez más pequeño pero cuyo mundo interior crecía al compás de su música

de forma imparable. A partir de 1809, y tras una serie de recitales

desastrosos por su sordera, decidió dejar de tocar en público y desde

entonces y hasta su muerte sólo se dedicó a componer. También por

entonces Beethoven encontró una nueva —y en esta ocasión feliz—

inspiración amorosa. Tras varios desengaños, en 1812 aparecía en su vida

la «Amada Inmortal» a la que dedicaría su famosísima carta y que fue el

gran amor de su vida. Mucho se ha especulado sobre la identidad de la

mujer que Beethoven denominó «Amada Inmortal» y todo parece indicar que

debió de tratarse de Antonie Brentano, la esposa del amigo del

compositor Franz Brentano. Beethoven visitaba a los Brentano con

asiduidad pues formaban parte de la nobleza vienesa que compartía el

gusto por su música. Entre ambos surgió un amor profundo que haría que

Antoine le describiese como «una persona excelente, grande y excelente.

Un ser humano más grande que artista». Sin embargo la relación

terminaría rompiéndose cuando a finales de 1812 Beethoven decidiese

retirarse consciente de la relación imposible con la esposa de su amigo.

Volvió entonces a deprimirse y comenzó a descuidar su aspecto de tal

modo que era fácil encontrarlo vagando por las calles de Viena

completamente desaliñado y borracho.

 

Entre septiembre de 1814 y junio de 1815 tuvo lugar el Congreso de

Viena, la reunión de potencias encargada de restablecer el orden

político en Europa tras la conmoción napoleónica. Beethoven, que

musicalmente estaba en el punto más alto de su fama (en 1814 se había

estrenado con enorme éxito su única ópera, Fidelio), fue reclamado para

ocuparse de los actos musicales de conmemoración de la reunión. Más

recuperado, asumió con gusto el encargo que evidenciaba ante el mundo su

relevancia como músico. Aún le quedaba mucho por hacer, pero en lo que

le restaba de vida un importante cambio en su situación personal iba a

convertirse en el centro de su existencia.

 

 

 

Ejercer de padre

 

En noviembre de 1815 murió de tuberculosis su hermano Caspar Carl. Tenía

una mujer, Johanna, con la que Beethoven tenía una pésima relación, y un

hijo de nueve años, Karl. Antes de morir su hermano lo mandó llamar y le

pidió que se encargase del cuidado de su hijo junto con su esposa, a lo

que el compositor se negó puesto que deseaba ser el tutor en exclusiva

del pequeño. Temiendo su reacción, Caspar Carl añadió un codicilo a su

testamento indicando su expresa voluntad de que el cuidado de su hijo

fuese asumido por su hermano de modo conjunto con su mujer. Pese a ello,

Beethoven no estaba dispuesto a compartir la tutela y por ello comenzó

una larga batalla legal que se prolongaría hasta 1820. Beethoven se

comportó de modo cruel con su cuñada e incluso con el pequeño, pues hizo

de la obtención de su custodia una auténtica obsesión. Como indica el

profesor Michael White, «no le importaba cuánto sufrimiento causara, ni

si heriría los sentimientos del muchacho o de la madre, o de otros

amigos. Estaba obsesionado y poseído por ese deseo por una razón, quería

ser el padre que nunca tuvo».

 

Finalmente, y tras varias sentencias intermedias, Beethoven ganó la

batalla legal en el verano de 1820. En el transcurso del proceso había

tratado de hacerse cargo de la educación de su sobrino y, sobre todo, de

alejarlo de su madre convencido de que era lo mejor para el niño. Karl

creció en una situación de enorme inestabilidad emocional que en los

años siguientes habría de pasarle factura. Beethoven resultó ser un

padre poco afectuoso y muy estricto que, por otra parte, vivía

absolutamente entregado a su música. Los gastos asociados al proceso

legal, unidos a los que generaba la crianza del sobrino y al descenso de

los ingresos del compositor motivado por la progresiva desaparición de

los mecenas al compás de los nuevos tiempos, dejaron a Beethoven en una

situación de precariedad material ante la que no le quedó más remedio

que endeudarse. A principios de 1820 sus acreedores le perseguían por

Viena y el músico trabajaba cuanto podía para mitigar esa escasez. En

1823 compuso su Missa Solemnis por la que obtuvo algunos ingresos que

aliviaron su difícil situación.

 

Por otra parte, la relación con su sobrino era muy conflictiva puesto

que Beethoven estaba empeñado en controlar constantemente las amistades

y salidas del joven dado su carácter inestable y rebelde. A comienzos

del verano de 1826 ambos tuvieron una agria discusión en la que Karl

golpeó a su tío y terminó por escapar de casa. Se dirigió a Baden y

adquirió dos pistolas, y tras escribir una nota de suicidio dirigida a

Beethoven se disparó en la cabeza. Por fortuna la herida no comprometió

su vida y logró recuperarse tras una larga estancia en el hospital. El

intento de suicidio de Karl marcó un punto de inflexión en la relación

entre tío y sobrino, que desde entonces se dulcificó, lo que permitió su

reconciliación. Con ánimo de que Karl terminara de recuperarse, ambos se

trasladaron a la casa de campo de un amigo en Gneixendorf, pero allí la

delicada salud del compositor comenzó a empeorar inexorablemente. A

finales de 1826 regresaron a Viena para que Karl pudiese incorporarse

conforme a su deseo al ejército. Por entonces, Beethoven estaba

sentenciado; murió el 26 de marzo de 1827. Más de veinte mil personas

acudieron en Viena al funeral del genio.

 

El legado musical de Beethoven constituye uno de los mayores tesoros

artísticos de la humanidad, revolucionario por sus dimensiones, su

técnica, su lenguaje y sobre todo por su espíritu. En 1824 terminó una

de sus obras más bellas y personales, su Novena Sinfonía. Una vez más

Beethoven rompía con lo establecido y por primera vez incorporaba un

coro al conjunto orquestal haciendo de la voz humana un instrumento más.

En ella plasmó sus ideas más queridas al incluir en su movimiento final

la Oda a la Alegría, inspirada en los versos del poeta Schiller.

Beethoven hacía un himno a la hermandad entre los hombres y a la fe en

ellos y aunque no pudo escuchar la ovación con que fue acogido su

estreno, su espíritu satisfecho supo que había logrado transmitir lo que

sentía.

 

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