El corso que dominó Europa
Pocos personajes a lo largo de la
Historia han despertado mayor interés
que Napoleón Bonaparte. De
extracción social modesta y procedente de un
territorio periférico de Francia,
no sólo se encumbró a lo más alto en
su país, sino que alteró el mapa
de Europa a su antojo durante dieciséis
años. Combinó ideales de libertad
con el ejercicio del poder sin límites
para asegurar los logros de la
Revolución en Francia y conseguir la
difusión de sus novedades por el
continente. Odiado y admirado a partes
iguales por sus contemporáneos,
la valoración que hoy en día hacen de él
los historiadores se halla
igualmente dividida. No cabe duda de que los
tres lustros en que ocupó el
poder en Francia marcaron el inicio de una
nueva era para toda Europa y es
posible que para el mundo. Además,
muchos aspectos de su vida han
sido objeto de especulación durante
décadas: sus innovaciones
militares, su relación con las mujeres, las
causas de su muerte, su
personalidad carismática y extremista… Facetas
de un personaje irrepetible que
tuvo una peripecia vital fascinante.
Córcega es una isla rocosa del
Mediterráneo occidental que hasta el
final del siglo XVIII había
pertenecido a la República de Génova.
Históricamente, y al igual que la
vecina Cerdeña, sus relaciones la
habían unido al ámbito italiano
aunque desde el siglo XVI Francia había
expresado el deseo de hacerse con
ella. En 1768 Génova, que tenía serios
problemas para retener la isla
bajo su soberanía por el ánimo
independentista de sus
habitantes, cedió sus derechos territoriales a
Francia. Pese a que durante un
año los habitantes de la isla ejercieron
una importante resistencia al
nuevo país soberano de la isla, en 1769
todos los núcleos rebeldes habían
sido sofocados. La actitud
conciliadora de los primeros
dirigentes franceses en la isla hizo mucho
más fácil la transición y poco a
poco la isla fue incorporándose a la
vida francesa.
En la isla residía Carlo
Bonaparte, un notable abogado de Ajaccio que
había estudiado en Pisa y había
logrado el puesto de asesor del tribunal
de dicha localidad. Durante un
tiempo fue partidario del líder corso
Pascal Paoli, que había luchado
contra Génova y Francia para lograr la
independencia de la isla. Pero la
derrota de Paoli, con trece hijos que
alimentar fruto de su matrimonio
con su mujer Leticia Ramolino, y con
escasos recursos económicos pese
al origen del matrimonio en la baja
aristocracia, aceptó la autoridad
francesa y se acercó al gobernador, el
conde de Marbeuf.
Prácticamente un extranjero
El segundo de los hijos del
matrimonio Bonaparte recibió el nombre de
Napoleón. Había nacido el 15 de
agosto de 1769, poco más de tres meses
después de la derrota definitiva
de los corsos. Pronto se pudo
beneficiar de la cercanía de su
padre con las autoridades francesas, ya
que éste le consiguió una beca
para estudiar en la escuela de Autún,
desde donde pasaría más tarde a
la escuela militar de Brienne, con los
gastos pagados a expensas del
rey. Napoleón tomó posesión de la plaza en
1779, con apenas diez años y con
escasos conocimientos de francés e
italiano, ya que su lengua natal
era el corso. Este hecho, junto con su
lugar de nacimiento, le hicieron
objeto de las burlas de sus compañeros,
que le consideraban un francés de
segunda clase. Muchas veces se ha
afirmado que estas humillaciones
despertarían en el joven el deseo de
superarse para dejar callados a
aquellos que se mofaban de él. Hizo gala
de un carácter taciturno y una
aplicación desbordada hacia el estudio.
En 1784 sus esfuerzos se vieron
recompensados cuando lo admitieron en la
Escuela Militar de París, donde
un profesor de matemáticas le describió
del siguiente modo en un informe:
«Napoleone de Buonaparte. Reservado y
trabajador, prefiere el estudio a
cualquier clase de diversión, se
complace en la lectura de buenos
autores; muy aplicado en las ciencias
abstractas; poco curioso de las
demás; conocedor a fondo de las
matemáticas y la geografía;
silencioso, amante de la soledad,
caprichoso, altanero, sumamente
inclinado al egoísmo, poco hablador,
enérgico en sus réplicas, con
mucho amor propio, ambicioso y aspirante a
todo; este joven es digno de que
se le proteja».
Según el criterio del
especialista en historia militar Timothy Pickles,
«probablemente Napoleón era un
genio. Tenía una capacidad intelectual
asombrosa. Además de sus estudios
en el arte de la guerra se mostró muy
interesado en la política y la
filosofía. Su cerebro era una esponja que
lo absorbía todo. Era como si
tuviese un ordenador que lo procesaba todo
y en el que quedaba todo para
cuando lo pudiese necesitar. Era como
acudir a una biblioteca y
encontrar el libro que necesitaba en cada
momento». Gracias a su acceso a
la academia tuvo la posibilidad de
obtener una educación no sólo
militar, aunque en ésta también destacó el
joven corso. Mostró especial
interés en la artillería, rama de la
disciplina militar que jugaría
más tarde un papel esencial en sus
revolucionarias tácticas
militares. En 1785, cuando contaba dieciséis
años de edad, fue nombrado
oficial del ejército francés. Para entonces
ya había quedado huérfano de
padre, así que comenzó a trabajar y a
dedicar parte de sus ingresos al
sostenimiento de su numerosa familia.
La Revolución de 1789 sorprendió
a Napoleón en Auxone, desde donde
contempló los acontecimientos con
gran atención. Éstos se sucedían
rápidamente con un sentido que
muchas veces escapaba a quienes los
vivían, siendo frecuentes las
polémicas sobre si era necesaria la
Revolución y si lo que estaba
aconteciendo era bueno para Francia.
Napoleón acogió los cambios como
algo positivo, sobre todo para su
Córcega natal, pues consideraba
que con el nuevo contexto la isla podría
conseguir mayores cotas de
autonomía. Con este pensamiento se apresuró a
regresar a la isla y se incorporó
rápidamente a la Guardia Nacional, el
cuerpo de voluntarios movilizados
para defender la Revolución, en la que
ocupó el cargo de teniente
coronel. Allí chocó con los patriotas,
acaudillados de nuevo por Paoli,
y en unos disturbios durante la Pascua
de 1792 no dudó en abrir fuego
contra sus paisanos. Tuvo que acudir a
París para justificar su
actuación, que presentó como defensa de las
ideas revolucionarias, y fue
recompensado con un ascenso a capitán. Tras
fracasar en la toma de la isla de
Magdalena, próxima a Cerdeña, se
enzarzó otra vez con los
patriotas, que le hostigaron e incendiaron su
casa. En agosto de 1793, en
compañía de su madre y otros familiares, los
Bonaparte abandonaron
definitivamente Córcega. La isla del Mediterráneo
que marcó tanto su infancia y que
le dejó un sentimiento indeleble de
simpatía y cercanía a Italia,
rechazaba a aquel hombre cuyos designios
eran demasiado grandes para caber
en su pequeña extensión.
Soldado de fortuna en tiempos de
revolución
En esos momentos Bonaparte
comenzaba su peripecia en un contexto
especialmente favorable para el
ascenso vertiginoso… pero también para
la caída. Muy pronto aprendería
que lo que podía parecer un golpe de
fortuna podía transformarse con
facilidad en un paso hacia el cadalso.
Muchos hombres y mujeres habían
experimentado desde 1789 el camino que
va de un futuro prometedor a la
guillotina. Cuando Napoleón desembarcó
en la costa francesa recién
llegado de Córcega, la ciudad portuaria de
Tolón se hallaba ocupada por los
ingleses, enemigos de Francia por la
supremacía internacional durante
los últimos cien años y de la
Revolución recientemente
iniciada. Camino de Aviñón, Napoleón se topó
con su paisano Salicetti,
diputado corso y comisario del ejército
encargado de recuperar la plaza,
que decidió darle el mando de la
artillería en la operación. Una
vez llegado al campo de batalla y tras
elaborar un plan detallado para
liberar la plaza, convenció al
comandante Dugommier para
llevarlo a la práctica con resultados
espectaculares. El 18 de
diciembre de 1793, los ingleses evacuaban el
puerto y Bonaparte se convertía
en el héroe indiscutible. En recompensa
se le nombró general de brigada,
el más joven del ejército con sólo
veinticinco años.
Pero la fama le llegaba en mal
momento. Por entonces los jacobinos
estaban en el poder y Napoleón
fue propuesto a Robespierre para dirigir
la artillería del ejército que se
iba a enviar a Piamonte, reino aliado
de Inglaterra en la guerra contra
Francia. El joven general fue aceptado
poco antes de la caída de los
jacobinos en julio de 1794, y fue
denunciado como colaborador de
Robespierre. Estuvo preso por un breve
período de tiempo; al quedar
libre se le privó del mando militar, lo que
en la práctica equivalía a
condenarle al ostracismo. En varias cartas de
estos meses habla de la tentación
del suicidio.
La situación en Francia era
todavía muy inestable pese al fin del
Terror. El gobierno lo había
asumido el cuerpo legislativo, llamado
«Convención», que tuvo que
defenderse de ataques tanto de los
revolucionarios radicales como de
los realistas partidarios de la vuelta
a la monarquía. Un episodio
protagonizado por estos últimos permitiría
la rehabilitación del general
Bonaparte. En octubre de 1795, la
Convención recibía noticias de
que los realistas preparaban un golpe y
designó a Paul Barras, uno de los
líderes que había orquestado la caída
de los jacobinos, como
responsable de defenderla. Éste no era militar y
pensó en Napoleón por el recuerdo
de su actuación en Tolón y porque
estaba convencido de sus sinceros
sentimientos revolucionarios. Le
otorgó el mando de ocho mil
hombres, con los que tuvo que defender el
palacio parisino de Las Tullerías
(sede de la Convención) frente a
treinta mil asaltantes. La clave
del éxito fue que pudo hacerse con
cuarenta cañones con los que no
dudó en disparar a la muchedumbre
armada. Ese día pasó de marginado
a salvador de la Revolución. Por el
servicio prestado se le concedió
el cargo de comandante en jefe del
ejército del interior.
Bonaparte pasó a participar
completamente de la vida militar y pública
de una nueva etapa de la
Revolución, el Directorio. La Convención se
había disuelto aprobando una
nueva Constitución menos democrática que
las anteriores pero que primaba
la estabilidad del país. Fue éste un
momento en el que se disiparon
completamente los miedos que habían
llegado a su cenit con el Terror
y la vida social parisina resurgió con
una fuerza que no conocía desde
antes de 1789. En ese mundo de salones,
tertulias y funciones Napoleón
conoció a la mujer que le subyugaría
desde el primer momento, Josefina
Beauharnais, viuda de treinta y dos
años y con dos hijos de su primer
matrimonio. Él cayó rendido ante ella,
que inicialmente no se mostró muy
interesada. Como sostiene Nancy Fitch,
profesora de la Universidad del
Estado de California en Fullerton,
«Josefina se estaba haciendo
mayor. Había tenido numerosas relaciones
con personas prominentes de la
alta sociedad parisina, pero los romances
no siempre acaban en matrimonio…
Ella no estaba segura de qué
perspectiva se le podía
presentar. Tampoco estaba segura de que aquel
oficial del ejército llegase
lejos, pero al final se decidió porque
consideró que probablemente sería
un buen compañero para ella y para sus
hijos». Contrajeron matrimonio el
9 de marzo de 1796 cuando hacía menos
de un año que se conocían. Los
vientos de guerra que soplaban entonces
no les permitirían permanecer
mucho tiempo juntos después de la ceremonia.
Campañas en el extranjero: el
camino hacia la gloria
La guerra no había terminado y el
Directorio quería llevar adelante la
proyectada campaña de Italia,
para la que pensó en Bonaparte como
general en jefe. Al llegar a Niza
diecisiete días después de su boda con
Josefina, Napoleón se encontró un
ejército hambriento, mal equipado, sin
disciplina ni formación militar.
Sin pensarlo dos veces se dedicó a
transformar a las tropas que le
habían dado, despertando en los soldados
el sentimiento de solidaridad,
vocación militar y servicio a Francia. En
año y medio resolvió la crisis
del ejército, derrotó a los piamonteses y
expulsó a los austríacos de Milán
y Lombardía, obligándoles a firmar la
Paz de Campo Formio (octubre de
1797) que puso fin a la guerra y por la
que Francia se anexionaba el
reino de Piamonte y la actual Bélgica
(antiguos Países Bajos
Austríacos). Pero durante esos meses Napoleón
desplegó además sus grandes dotes
de estratega. Después de años de
estudio del arte de la guerra
había llegado a sus propias conclusiones,
y la aplicación de éstas resultó
revolucionaria. Como afirma el capitán
Brian Toy, profesor de la
Academia Militar de los Estados Unidos en West
Point, «jamás se había visto nada
igual. Antes la guerra era un juego de
caballeros. Dos ejércitos se
encontraban en el campo de batalla,
cargaban el uno contra el otro y
esperaban a que uno de los dos se
rindiese. Pero Napoleón no
esperaba a derrotar al enemigo, actuaba hasta
obligarle a la total rendición.
Dividía sus fuerzas, destrozaba uno de
sus flancos y después iba a por
el otro». Además, participaba
directamente en las acciones
militares, pues estaba convencido de que el
ejemplo despertaría la adhesión
de sus hombres y les enardecería para
entrar en batalla, y por entonces
comenzó a rodearse de algunos de los
principales colaboradores
militares que tuvo a lo largo de su carrera,
como Massena o Berthier.
Su regreso a Francia fue
triunfal; tanto, que el Directorio, que ya
había comenzado a desconfiar de
él durante la guerra, elaboró el
proyecto de una nueva campaña
para mantenerlo alejado de Francia. Su
popularidad y el apego de sus
hombres hicieron que los políticos del
momento comenzasen a verlo como
una amenaza. La nueva campaña pretendía
hacer frente a Gran Bretaña, que
continuaba en guerra con Francia. El
escenario elegido para esta
operación fue Egipto, territorio bajo
soberanía otomana pero de gran
importancia para los intereses
comerciales británicos, ya que
Inglaterra controlaba el comercio naval
con el Levante mediterráneo. La
operación era arriesgada, pero Napoleón,
que desde su época de estudiante
se sentía atraído por la civilización
del Antiguo Egipto, aceptó con
entusiasmo. Preparó la expedición con
algunos de los políticos que le
acompañarían a lo largo de toda su
carrera y que ya ocupaban cargos
de relevancia durante el Directorio,
como Talleyrand, entonces
ministro de Asuntos Exteriores, o Fouché. En
mayo de 1798 partió de Tolón con
una impresionante flota en la que lleva
más de cincuenta y cuatro mil
hombres, no todos soldados. Como recuerda
la profesora Fitch, «Napoleón
comprendió que había cosas en Egipto de
las que podían aprender los
franceses. Llevó consigo un equipo completo
de científicos. La idea era
intentar comprender la historia y las
ciencias de Egipto. Fueron a ver
las pirámides, descubrieron la piedra
Rosetta…». Por tanto no fue sólo
una expedición militar, sino también
científica. En julio estaban ya
en suelo egipcio y los comienzos de la
estancia fueron prometedores:
venció la resistencia egipcia en la
batalla de las Pirámides, que le
abrió las puertas de El Cairo. Pero la
situación cambió rápidamente
cuando el almirante Horatio Nelson destruyó
la flota francesa, dejando
incomunicado al ejército francés. Esto, junto
a las noticias preocupantes que
le llegaban de Francia (pérdidas de los
territorios italianos y avance de
los enemigos hacia las fronteras), le
deciden a abandonar Egipto.
Pero además también hubo razones
personales. En Egipto Napoleón tuvo
noticia de las infidelidades de
Josefina. Pese a que el asunto no era
nuevo y al parecer en algunos
círculos parisinos era un secreto a voces,
sólo uno de sus más cercanos
camaradas militares, Junot, tuvo el valor
para informarle de lo que
sucedía. Él se lo agradeció pero no se lo
perdonó: fue el único de sus
primeros compañeros que no recibiría
posteriormente el bastón de
Mariscal de Francia. Napoleón se quejó
amargamente a su hermano mayor,
José, en una carta secreta que Nelson
interceptó y que los periódicos
de Londres publicaron antes de que
pudiese llegar a Francia. La
humillación era ahora más dolorosa si cabe.
Pese a que la separación de la
pareja parecía inevitable, ella le rogó
una nueva oportunidad que él le
concedió posiblemente por el cariño que
había tomado por los hijos de
Beauharnais, que ahora quería como si
fuesen suyos.
A su regreso a Francia la
situación política estaba nuevamente muy
deteriorada. La guerra había
prendido de nuevo en Italia y se había
formado otra vez una coalición de
países contra Francia, que esta vez
comprendía a Gran Bretaña,
Austria, Rusia, Nápoles, Portugal y el
Imperio otomano, que todavía no
había recuperado Egipto. Dentro del país
se respiraba un ambiente de
descomposición que llevaba a muchos a desear
que una figura enérgica se
encargase de regenerar el país. Napoleón
aprovechó inmediatamente ese
ambiente y en colaboración con varios de
los más importantes políticos del
momento preparó su asalto definitivo
al poder. El 9 de noviembre de
1799 (18 de brumario del año VIII en el
calendario revolucionario) se
hizo con el poder sin necesidad de
derramar una gota de sangre; once
días más tarde presentó un nuevo
gobierno hecho a su medida. Había
puesto orden en sus asuntos domésticos
y ahora se propuso hacer lo mismo
con Francia, y quería ser él quien
llevase la batuta de la
situación. Era el comienzo de una carrera hacia
un poder cada vez con menos
límites.
Un corso al frente de Francia
El país acogió la nueva situación
con un suspiro de alivio. Eran muchos
los problemas que se afrontaban y
Napoleón parecía el hombre indicado
para acometerlos sin temor y con
expectativas de éxito. El nuevo hombre
fuerte no decepcionó las
esperanzas que en él se habían depositado,
abriendo el que fue su período
más brillante desde el punto de vista
político y administrativo, el
Consulado. Napoleón comenzó un ambicioso
programa de reformas internas que
comenzó por hacer una nueva
Constitución (la del año VIII,
que con modificaciones estaría vigente
hasta su abdicación quince años
más tarde) y que estaba alentado por el
deseo de poner en orden un país
desbaratado por años de desórdenes y
guerras. Promulgó el Código Civil
(todavía vigente y que fue exportado a
varios países), firmó un
Concordato con la Santa Sede en 1801 (por el
que el catolicismo era reconocido
como religión mayoritaria pero se
mantenía la separación entre
Iglesia y Estado), reorganizó el poder
judicial, la educación (creó los
liceos de educación secundaria), creó
el Banco de Francia como
autoridad monetaria para promover el
crecimiento económico del país…
Para el escritor y especialista en
Historia militar Dana F.
Lombardy, «esto añade una dimensión a Napoleón
que le hace más importante que un
general y que un conquistador. Es un
hombre que comprende la faceta
pacífica y civil de la vida, y que quiso
moldearla de la forma que le
pareció mejor».
La contrapartida a esta actividad
reformadora también estaba clara. En
esta nueva etapa el poder perdió
representatividad y se volvió más
personal. Era ejercido por un
colegio de tres magistrados, llamados
«cónsules» (de ahí que esta etapa
de la historia de Francia reciba el
nombre de Consulado), entre los
que Napoleón dominaba absolutamente y
tomaba todas las decisiones. Sin
embargo el experimento también comenzó
a dar resultados en el exterior.
En 1800 desarrolló una segunda campaña
en Italia; tras vencer a los
austríacos firmó un acuerdo muy ventajoso,
la Paz de Luneville (febrero de
1801) y el resto de miembros de la
coalición vacilaron. El éxito sin
precedentes llegó cuando tras largas
negociaciones firmó en Amiens la
paz con Gran Bretaña (marzo de 1802).
Ahora parecía que por fin la
situación internacional había quedado
estabilizada y Napoleón podía
centrarse en sus reformas.
Fueron seis años en los que
demostró una capacidad de trabajo asombrosa.
Era un hombre dedicado en cuerpo
y alma a su labor y que imponía a sus
colaboradores un ritmo en
ocasiones muy difícil de seguir. Su vida
pública adquirió gran notoriedad,
y olvidadas ya todas las tentativas de
infidelidad, marcó el ritmo de la
vida parisina junto con su esposa
Josefina. Sin embargo ella quiso
construirle un refugio para que pudiese
retirarse a descansar y planear
el futuro que deseaba para Francia. Con
ese objeto reformó el
castillo-palacio de Malmaison. En palabras de la
profesora Fitch, «Malmaison fue
un proyecto muy preciado para Josefina.
Lo redecoró sin escatimar gastos.
Estaba dispuesta a gastar cuanto fuese
necesario para reformarlo. Era
una casa de campo, una finca, un lugar en
el que estar y descansar, y había
sido diseñado para ser exactamente
eso». Todavía hoy se puede
contemplar en el museo que ocupa el palacio
el modo de vida de un hombre que
combinaba la convicción de estar
llamado a una misión grandiosa
con su talento indiscutible y una energía
inabarcable.
Pero estas cualidades estaban
perdiendo terreno frente a la ambición.
Como afirma Pickles, «Napoleón
estaba conduciendo a Francia a la gloria.
El problema de la gloria, y en
particular de la gloria militar, es que
es como cabalgar sobre un tigre,
no puedes bajarte de él». Bonaparte
además no parecía tener mucho
interés en apearse del felino. En 1802
llevó a cabo una reforma
constitucional por la que se nombró cónsul
vitalicio. En marzo de 1804
Fouché presentaba ante el Senado una
propuesta para nombrarle
emperador, la discusión fue escasa y tras ella
se proclamó un senadoconsulto por
el que el gobierno de la República era
confiado «al emperador Napoleón».
Comenzaba el imperio. Para unos era un
paso más en la construcción de
una Francia nueva y poderosa, para otros
(como el compositor Beethoven,
que al recibir la noticia de la
proclamación imperial le retiró
la dedicatoria de su Tercera Sinfonía)
era la traición definitiva de
quien había comenzado como un defensor de
la Revolución y terminaba como un
tirano. Las potencias europeas
recibieron el gesto como el
atrevimiento de un advenedizo que pretendía
equipararse con dinastías que
llevaban siglos gobernando desde el trono
con la bendición del clero. Nadie
permaneció indiferente ante la
proclamación de un nuevo imperio
en Europa, y Napoleón I, emperador de
los franceses, tal fue su título
oficial, no les iba a dar motivos para
permanecer indiferentes.
El imperio: la guerra perpetua
El 2 de diciembre de 1804 tuvo
lugar en la catedral de Notre Dame de
París la coronación imperial de
Napoleón. El papa Pío VII acudió a ungir
y coronar al nuevo monarca
europeo a la usanza de los emperadores que
desde Carlomagno habían sido
coronados por los obispos de Roma. La
decisión del pontífice no había
sido fácil. Él mismo tenía serias dudas
sobre su asistencia al evento.
Los cardenales austríacos se oponían
tajantemente pero los italianos
le animaban alegando que, al fin y al
cabo, el nuevo emperador era de
origen italiano. Seguramente en su ánimo
acabó pesando más el deseo de
conservar las buenas relaciones con
Francia, que tanto había costado
enderezar desde la ruptura que siguió a
la Revolución. Ante una nutrida
concurrencia Napoleón llevó a cabo uno
de los gestos que le consagraron
para la posteridad: ante la mirada
atónita de todos los presentes se
coronó a sí mismo con una corona de
laureles dorados y, a
continuación, coronó a su mujer emperatriz. Europa
quedó absolutamente enmudecida
ante el gesto. A la coronación le siguió
la construcción del aparato
característico de las monarquías: una
aristocracia imperial, una corte
imperial, nuevos títulos y rangos… Al
año siguiente unificó todos los
territorios del centro y norte de Italia
creando el Reino de Italia, que
ostentaría él mismo hasta su salida del
poder. En los años posteriores
repartió entre los miembros de su familia
coronas de reinos que había
creado o de otros ya existentes, pero
Italia, que tanto significaba
para él, se la reservó.
Bajo esta superficie lo que se
había construido era el poder sin
cortapisas de un hombre. Una
nueva reforma constitucional arrumbó los
pocos límites que quedaban a su
autoridad, que pronto tuvo que aplicar
Napoleón a abordar el problema
que marcaría todo su reinado: la guerra.
En 1805 se formó una tercera
coalición de países para hacer la guerra a
Francia: Austria, Rusia, Nápoles,
Suecia y el eterno enemigo, Gran
Bretaña. Francia contó esta vez
con algunos aliados, pequeños estados
alemanes que habían caído bajo su
órbita y España, que contaba con la
segunda flota más poderosa
después de la británica. Ese mismo año acabó
con un resultado diverso. Se tuvo
que despedir de cualquier proyecto
marítimo ya que la escuadra
combinada franco-española fue destruida en
Trafalgar. Pero en tierra fue su
año de gloria indiscutible, fue el año
de Austerlitz. Si Waterloo fue su
derrota definitiva, Austerlitz fue la
cima; una de las batallas más
genialmente resueltas por el estratega sin
parangón que fue Bonaparte, con
detalles teatrales como el que
aprovechase una fuerte niebla
para ocultar parte de sus tropas, que
posteriormente usó como factor
sorpresa, o como bombardear un lago
helado que cruzaba el enemigo
para que fuese engullido por las aguas
gélidas. También lo fue porque
supuso la victoria más contundente contra
sus enemigos, que no pudieron
oponer resistencia a su política
continental. Extendió el
territorio de Francia por Centroeuropa y el
Mediterráneo y creó los reinos de
Nápoles (ahora separado de Sicilia),
Holanda y Westfalia, cuyas
coronas dio a sus hermanos José, Luis y
Jerónimo. En definitiva,
Austerlitz fue el gran triunfo de Napoleón, que
le llegó al año de ser coronado.
Con estas acciones Napoleón
intentaba poner en marcha una unidad europea
en torno a Francia, ya que en los
países que iba conquistando o que
quedaban bajo su influencia
imponía muchas de las reformas
administrativas y legales que la
Revolución y él mismo habían
introducido en su país de origen.
Con la fuerza de las armas pretendió
ir extendiendo su idea de la
política y su idea de Europa, y la guerra
se hizo necesaria para mantenerla
a largo plazo. Como afirma el capitán
Toy, «con Francia y Alemania bajo
control Napoleón llevaba consigo las
ideas de libertad de la
Revolución francesa, pero también sus
guarniciones y sus tropas. A
medida que pasaban los años la situación
fue cada vez más difícil de
llevar. Había que pagar impuestos para el
mantenimiento del ejército y el
precio acabó siendo demasiado alto. Así
que muchas de esas naciones
estuvieron dispuestas a unirse para
sacudirse el yugo francés». En su
propia idea de una Europa francesa
estaba el germen de su
destrucción, como pudo comprobar más tarde.
Sin embargo sus victorias no
lograron acallar la guerra. En 1806 fueron
Prusia, Sajonia y Rusia las que
entraron en conflicto con Francia y,
aunque volvió a vencer en los
campos de batalla, fue el año en que
comenzaron una serie de errores
que le llevarían al desastre. El primero
de ellos fue pensar que podía
doblegar a Gran Bretaña hiriéndola en uno
de sus puntos fuertes, el
comercio. En noviembre de 1806 promulgaba el
«bloqueo continental», por el que
prohibía el comercio de todo el
continente con los británicos con
el objeto de causar su ruina económica
y desestabilizarlos socialmente.
Fue un error de cálculo importante ya
que inmediatamente se articularon
redes de contrabando para eludir el
bloqueo en toda Europa, logrando
que no fuese operativo en la práctica.
Además, obligó a Napoleón a
emprender la conquista de Portugal, aliado
secular de los británicos y que
se negó a acatar el bloqueo. El proyecto
inicial de manipular a los
débiles Borbones españoles para lograr una
rápida solución del problema
portugués degeneró en la ocupación de
España en 1808. Depuso a la
dinastía reinante y concedió la corona a su
hermano José, pero éste fue
incapaz de dominar la situación y la
población se rebeló de forma
generalizada contra la ocupación francesa.
El problema español se gangrenó
debido a la puesta en práctica de una
guerra de guerrillas y por las
muestras de cansancio del ejército
imperial a la hora de manejarse a
escala continental. Ese mismo año las
tropas francesas sufrían su
primera derrota en campo abierto en Bailén,
frente al ejército español. Gran
Bretaña se aprestó a ayudar a los
rebeldes españoles. El propio
Napoleón llamó a la situación de guerra en
la península Ibérica «la úlcera
española» que le acabaría desangrando.
Según Patrick L. Hatcher,
profesor emérito de la Universidad de Berkeley
(California), «se tambaleó y cayó
presa del brote nacionalista que
surgió en España y en otros
países de Europa y que finalmente destruyó
su imperio».
Mientras, otros problemas
privados iban minando la moral del emperador.
El primero de ellos fue la falta
de un sucesor para asegurar el futuro
de la estirpe imperial que había
fundado. Estaba muy claro que Josefina
no podría tener más hijos, razón
por la que tomó la decisión de
divorciarse de ella. En opinión
del profesor Hatcher «fue una ruptura
dolorosa para ambas partes, sobre
todo para Josefina. Ella no deseaba el
divorcio pero sabía que no podría
darle la única cosa que le había
pedido sinceramente, un hijo. Fue
un divorcio que se vio obligada a
aceptar. En el fondo él estaba
cortando los lazos con su más antigua
confidente». El príncipe Eugenio
Beauharnais, hijo de Josefina y virrey
de Napoleón en el reino de
Italia, dejó anotado: «Las lágrimas del
emperador en este momento bastan
para la gloria de mi madre». El 16 de
diciembre de 1809, Josefina se
retiró de París a Malmaison. Dos meses
más tarde Napoleón contrajo
segundas nupcias con la archiduquesa María
Luisa de Austria, hija del que
había sido uno de sus enemigos
tradicionales, el emperador
Francisco I. Al año siguiente le dio el
ansiado heredero, bautizado como
Napoleón y al que concedió el título de
rey de Roma. Aunque éste era un
problema menos, los nubarrones que se
cernían sobre el horizonte no se
disiparon lo más mínimo.
Deslizarse por la cuesta
descendente
En 1811 y pese a la existencia de
problemas importantes como la guerra
de España o la beligerancia
británica, el imperio de Napoleón había
llegado a su máxima extensión
territorial, estaba organizado en ciento
cincuenta y dos departamentos y
tenía setenta millones de súbditos (de
los ciento setenta y cinco
millones de habitantes que tenía Europa en
ese momento). Pero un movimiento
inesperado en el tablero internacional
inclinó un poco más la balanza a
favor de las potencias contrarias a
Francia. Rusia decretó a finales
de 1810 la ruptura del bloqueo
continental y el boicot al
comercio francés. La actitud del imperio de
los zares había sido hasta
entonces de neutralidad o de tibia enemistad
hacia el emperador de los
franceses, pero la nueva situación del
escenario europeo no les había
reportado beneficios y por fin el zar
Alejandro I se había decidido a
cambiar de estrategia. Napoleón cayó en
la provocación y en junio de 1812
comenzó la campaña de Rusia con objeto
de doblegar al zar y obligarle a
volver a la situación anterior.
Las fuerzas estaban muy igualadas
—trescientos cincuenta mil efectivos
franceses contra trescientos mil
rusos— pero los rusos desplegaron una
táctica de guerra de guerrillas y
evitaron los enfrentamientos a campo
abierto para alargar la
situación. Era la estrategia tradicional que ya
había puesto en práctica el zar
Pedro I en la guerra contra Suecia un
siglo antes (y que volvería a
aplicar Stalin contra el Tercer Reich).
Sencillamente había que esperar a
que pasaran los meses, que se retirase
el buen tiempo y dejar que
actuasen los tres generales del ejército
ruso: el frío, la distancia y el
hambre. A medida que las tropas
napoleónicas se adentraban en el
interior de Rusia, el ejército zarista
fue replegándose mientras
aplicaba una política de tierra quemada: no
había que dejar nada aprovechable
para los franceses. Eso incluyó a la
capital. Napoleón entró en Moscú
el 14 de septiembre, al día siguiente
comenzó el incendio de la urbe
provocado por los propios rusos. Ante lo
suicida de la situación, Napoleón
decidió emprender la retirada en
octubre. Durante la misma perdió
un cuarto de millón de hombres. Suponía
no sólo un fracaso de su política
internacional, sino también un golpe
difícilmente recuperable en las
fuerzas de que disponía para mantener el
orden europeo que había
construido.
Era la gran oportunidad para los
enemigos del emperador. Rusia,
Inglaterra y Prusia se unieron
para concentrar esfuerzos. En 1813 el
poder francés se desbarató en
Alemania y en España. Se proyectó un
ataque combinado a Francia para
comienzos de 1814. Los partidarios de la
restauración de la dinastía
borbónica comenzaron a conspirar en el
interior con la ayuda del zar
mientras los aliados avanzaban sobre
París. La fortuna, que tan
favorable había sido para Napoleón, ahora le
volvía la espalda. El país estaba
agotado tras el prolongado esfuerzo
bélico y la perspectiva de una
guerra sin fin había desmoralizado a la
población. El 6 de abril de 1814,
los mariscales lograban que Napoleón
abdicase. A cambio se le
respetaba el título de emperador, se le
concedía como residencia en el
exilio la isla de Elba (una pequeña isla
entre Córcega e Italia) y una
pensión anual de dos millones de francos
pagadera por el gobierno francés.
Aquel mismo día era proclamado rey
Luis XVIII, hermano del
decapitado Luis XVI.
Pero Napoleón permaneció sólo
diez meses en Elba. El incumplimiento de
las condiciones de su abdicación
y los rumores de que las potencias
vencedoras le querían desterrar a
algún destino más lejano, le llevaron
a eludir la vigilancia británica
y a embarcarse hacia Francia en febrero
de 1815. Estaba informado del
descontento que habían producido las
primeras actuaciones del nuevo
rey, que había revocado todos los avances
conquistados desde 1789. Cuando
desembarcó en Francia el recibimiento
fue apoteósico. En palabras del
profesor Hatcher, «la nostalgia de los
campesinos, la de los artesanos y
la de la burguesía llevó a Francia a
caminar de nuevo hacia la
libertad, la igualdad y la fraternidad». La
prueba de fuego fue el encuentro
entre Napoleón y las tropas enviadas
para detenerle. Adelantándose a
la fuerza que le acompañaba, se presentó
ante los realistas y les dijo:
«Si alguno de vosotros quiere matar a su
emperador ahora puede hacerlo».
No hubo ni un disparo, la respuesta
unánime fue: «¡Viva el
emperador!». El nuevo rey huyó y Napoleón entró
en París sin derramar una gota de
sangre; era de nuevo el gobernante del
país y propuso a sus enemigos
medidas para lograr la paz. Los aliados no
sólo las rechazaron sino que se
reorganizaron rápidamente para preparar
un nuevo ejército que le
derrotase definitivamente. Por su parte,
Napoleón logró reunir en una
Francia agotada un ejército de trescientos
mil hombres, con el plan de
asestar un golpe de gracia antes de que sus
enemigos comenzasen el ataque.
Cuando en el mes de junio tuvo
noticias de que británicos y prusianos
estaban reuniendo sus tropas en
Bélgica no dudó de que era el momento de
presentar batalla. Su plan
inicial era derrotarles por separado antes de
que pudiesen reunir sus
ejércitos. El 18 de junio de 1815 se desarrolló
en los alrededores de la
localidad de Waterloo la batalla que enfrentó a
Napoleón con el duque de
Wellington. Si inicialmente las cosas fueron
bien para los franceses (que
habían derrotado a los prusianos por
separado dos días antes) el hecho
de que no conociesen la posición
exacta de los restos del ejército
prusiano (que contra pronóstico llegó
a tiempo para socorrer a
Wellington), la tormenta que cayó el día
anterior (que dejó en mal estado
el campo de batalla perjudicando
especialmente a la temida
artillería francesa) y un error táctico del
mariscal francés Ney (que
confundió una reorganización de tropas del
enemigo con una retirada general
por lo que ordenó un avance de las
tropas francesas que resultó
letal) inclinaron la balanza a favor de los
aliados. El emperador estaba
definitivamente acabado.
Napoleón se retiró a Malmaison a
esperar la sentencia que le dictasen
sus enemigos. Allí había
fallecido Josefina el 29 de mayo de 1814. A
María Luisa y a su hijo no los
veía desde su primera abdicación (pese a
que había solicitado
reiteradamente a su mujer que se reuniese con él en
Elba). A esas alturas sólo
conservaba muy pocos apoyos. En julio ya
estaba embarcado hacia el nuevo
destino que se le había señalado para el
exilio, la isla de Santa Elena
(un islote rocoso en medio del Atlántico
sur que pertenecía a Gran
Bretaña), donde llegó en el mes de octubre.
Allí pasó el resto de su vida,
tan sólo acompañado por un reducido
número de sirvientes. Falleció el
5 de mayo de 1821. La causa oficial de
la muerte fue un cáncer de
estómago, aunque no se le realizó autopsia.
Muy pronto se señaló la
posibilidad de un posible envenenamiento con
arsénico. Todavía hoy no está
clara la causa de la muerte.
El hombre que había salvado la
Revolución y que había transformado
Europa conforme a sus proyectos
mediante el uso de las armas murió
aislado en un rincón del mundo.
Pero su estela perduró después de su
muerte. En Francia su huella fue
indeleble y las reformas que aplicó
fueron aprovechadas por quienes
le sustituyeron. Sus enemigos admiraron
su brillantez y estudiaron con
aplicación sus aportaciones en los campos
de la guerra y el gobierno. Su
nombre resonó en Europa como el de un
vendaval que cambió la faz del
continente irremediablemente. Había
muerto un hombre y había nacido
una leyenda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario