martes, 4 de noviembre de 2025

25 NAPOLEÓN BONAPARTE.

 



 

El corso que dominó Europa

 

Pocos personajes a lo largo de la Historia han despertado mayor interés

que Napoleón Bonaparte. De extracción social modesta y procedente de un

territorio periférico de Francia, no sólo se encumbró a lo más alto en

su país, sino que alteró el mapa de Europa a su antojo durante dieciséis

años. Combinó ideales de libertad con el ejercicio del poder sin límites

para asegurar los logros de la Revolución en Francia y conseguir la

difusión de sus novedades por el continente. Odiado y admirado a partes

iguales por sus contemporáneos, la valoración que hoy en día hacen de él

los historiadores se halla igualmente dividida. No cabe duda de que los

tres lustros en que ocupó el poder en Francia marcaron el inicio de una

nueva era para toda Europa y es posible que para el mundo. Además,

muchos aspectos de su vida han sido objeto de especulación durante

décadas: sus innovaciones militares, su relación con las mujeres, las

causas de su muerte, su personalidad carismática y extremista… Facetas

de un personaje irrepetible que tuvo una peripecia vital fascinante.

 

Córcega es una isla rocosa del Mediterráneo occidental que hasta el

final del siglo XVIII había pertenecido a la República de Génova.

Históricamente, y al igual que la vecina Cerdeña, sus relaciones la

habían unido al ámbito italiano aunque desde el siglo XVI Francia había

expresado el deseo de hacerse con ella. En 1768 Génova, que tenía serios

problemas para retener la isla bajo su soberanía por el ánimo

independentista de sus habitantes, cedió sus derechos territoriales a

Francia. Pese a que durante un año los habitantes de la isla ejercieron

una importante resistencia al nuevo país soberano de la isla, en 1769

todos los núcleos rebeldes habían sido sofocados. La actitud

conciliadora de los primeros dirigentes franceses en la isla hizo mucho

más fácil la transición y poco a poco la isla fue incorporándose a la

vida francesa.

 

En la isla residía Carlo Bonaparte, un notable abogado de Ajaccio que

había estudiado en Pisa y había logrado el puesto de asesor del tribunal

de dicha localidad. Durante un tiempo fue partidario del líder corso

Pascal Paoli, que había luchado contra Génova y Francia para lograr la

independencia de la isla. Pero la derrota de Paoli, con trece hijos que

alimentar fruto de su matrimonio con su mujer Leticia Ramolino, y con

escasos recursos económicos pese al origen del matrimonio en la baja

aristocracia, aceptó la autoridad francesa y se acercó al gobernador, el

conde de Marbeuf.

 

 

 

Prácticamente un extranjero

 

El segundo de los hijos del matrimonio Bonaparte recibió el nombre de

Napoleón. Había nacido el 15 de agosto de 1769, poco más de tres meses

después de la derrota definitiva de los corsos. Pronto se pudo

beneficiar de la cercanía de su padre con las autoridades francesas, ya

que éste le consiguió una beca para estudiar en la escuela de Autún,

desde donde pasaría más tarde a la escuela militar de Brienne, con los

gastos pagados a expensas del rey. Napoleón tomó posesión de la plaza en

1779, con apenas diez años y con escasos conocimientos de francés e

italiano, ya que su lengua natal era el corso. Este hecho, junto con su

lugar de nacimiento, le hicieron objeto de las burlas de sus compañeros,

que le consideraban un francés de segunda clase. Muchas veces se ha

afirmado que estas humillaciones despertarían en el joven el deseo de

superarse para dejar callados a aquellos que se mofaban de él. Hizo gala

de un carácter taciturno y una aplicación desbordada hacia el estudio.

En 1784 sus esfuerzos se vieron recompensados cuando lo admitieron en la

Escuela Militar de París, donde un profesor de matemáticas le describió

del siguiente modo en un informe: «Napoleone de Buonaparte. Reservado y

trabajador, prefiere el estudio a cualquier clase de diversión, se

complace en la lectura de buenos autores; muy aplicado en las ciencias

abstractas; poco curioso de las demás; conocedor a fondo de las

matemáticas y la geografía; silencioso, amante de la soledad,

caprichoso, altanero, sumamente inclinado al egoísmo, poco hablador,

enérgico en sus réplicas, con mucho amor propio, ambicioso y aspirante a

todo; este joven es digno de que se le proteja».

 

Según el criterio del especialista en historia militar Timothy Pickles,

«probablemente Napoleón era un genio. Tenía una capacidad intelectual

asombrosa. Además de sus estudios en el arte de la guerra se mostró muy

interesado en la política y la filosofía. Su cerebro era una esponja que

lo absorbía todo. Era como si tuviese un ordenador que lo procesaba todo

y en el que quedaba todo para cuando lo pudiese necesitar. Era como

acudir a una biblioteca y encontrar el libro que necesitaba en cada

momento». Gracias a su acceso a la academia tuvo la posibilidad de

obtener una educación no sólo militar, aunque en ésta también destacó el

joven corso. Mostró especial interés en la artillería, rama de la

disciplina militar que jugaría más tarde un papel esencial en sus

revolucionarias tácticas militares. En 1785, cuando contaba dieciséis

años de edad, fue nombrado oficial del ejército francés. Para entonces

ya había quedado huérfano de padre, así que comenzó a trabajar y a

dedicar parte de sus ingresos al sostenimiento de su numerosa familia.

 

La Revolución de 1789 sorprendió a Napoleón en Auxone, desde donde

contempló los acontecimientos con gran atención. Éstos se sucedían

rápidamente con un sentido que muchas veces escapaba a quienes los

vivían, siendo frecuentes las polémicas sobre si era necesaria la

Revolución y si lo que estaba aconteciendo era bueno para Francia.

Napoleón acogió los cambios como algo positivo, sobre todo para su

Córcega natal, pues consideraba que con el nuevo contexto la isla podría

conseguir mayores cotas de autonomía. Con este pensamiento se apresuró a

regresar a la isla y se incorporó rápidamente a la Guardia Nacional, el

cuerpo de voluntarios movilizados para defender la Revolución, en la que

ocupó el cargo de teniente coronel. Allí chocó con los patriotas,

acaudillados de nuevo por Paoli, y en unos disturbios durante la Pascua

de 1792 no dudó en abrir fuego contra sus paisanos. Tuvo que acudir a

París para justificar su actuación, que presentó como defensa de las

ideas revolucionarias, y fue recompensado con un ascenso a capitán. Tras

fracasar en la toma de la isla de Magdalena, próxima a Cerdeña, se

enzarzó otra vez con los patriotas, que le hostigaron e incendiaron su

casa. En agosto de 1793, en compañía de su madre y otros familiares, los

Bonaparte abandonaron definitivamente Córcega. La isla del Mediterráneo

que marcó tanto su infancia y que le dejó un sentimiento indeleble de

simpatía y cercanía a Italia, rechazaba a aquel hombre cuyos designios

eran demasiado grandes para caber en su pequeña extensión.

 

 

 

Soldado de fortuna en tiempos de revolución

 

En esos momentos Bonaparte comenzaba su peripecia en un contexto

especialmente favorable para el ascenso vertiginoso… pero también para

la caída. Muy pronto aprendería que lo que podía parecer un golpe de

fortuna podía transformarse con facilidad en un paso hacia el cadalso.

Muchos hombres y mujeres habían experimentado desde 1789 el camino que

va de un futuro prometedor a la guillotina. Cuando Napoleón desembarcó

en la costa francesa recién llegado de Córcega, la ciudad portuaria de

Tolón se hallaba ocupada por los ingleses, enemigos de Francia por la

supremacía internacional durante los últimos cien años y de la

Revolución recientemente iniciada. Camino de Aviñón, Napoleón se topó

con su paisano Salicetti, diputado corso y comisario del ejército

encargado de recuperar la plaza, que decidió darle el mando de la

artillería en la operación. Una vez llegado al campo de batalla y tras

elaborar un plan detallado para liberar la plaza, convenció al

comandante Dugommier para llevarlo a la práctica con resultados

espectaculares. El 18 de diciembre de 1793, los ingleses evacuaban el

puerto y Bonaparte se convertía en el héroe indiscutible. En recompensa

se le nombró general de brigada, el más joven del ejército con sólo

veinticinco años.

 

Pero la fama le llegaba en mal momento. Por entonces los jacobinos

estaban en el poder y Napoleón fue propuesto a Robespierre para dirigir

la artillería del ejército que se iba a enviar a Piamonte, reino aliado

de Inglaterra en la guerra contra Francia. El joven general fue aceptado

poco antes de la caída de los jacobinos en julio de 1794, y fue

denunciado como colaborador de Robespierre. Estuvo preso por un breve

período de tiempo; al quedar libre se le privó del mando militar, lo que

en la práctica equivalía a condenarle al ostracismo. En varias cartas de

estos meses habla de la tentación del suicidio.

 

La situación en Francia era todavía muy inestable pese al fin del

Terror. El gobierno lo había asumido el cuerpo legislativo, llamado

«Convención», que tuvo que defenderse de ataques tanto de los

revolucionarios radicales como de los realistas partidarios de la vuelta

a la monarquía. Un episodio protagonizado por estos últimos permitiría

la rehabilitación del general Bonaparte. En octubre de 1795, la

Convención recibía noticias de que los realistas preparaban un golpe y

designó a Paul Barras, uno de los líderes que había orquestado la caída

de los jacobinos, como responsable de defenderla. Éste no era militar y

pensó en Napoleón por el recuerdo de su actuación en Tolón y porque

estaba convencido de sus sinceros sentimientos revolucionarios. Le

otorgó el mando de ocho mil hombres, con los que tuvo que defender el

palacio parisino de Las Tullerías (sede de la Convención) frente a

treinta mil asaltantes. La clave del éxito fue que pudo hacerse con

cuarenta cañones con los que no dudó en disparar a la muchedumbre

armada. Ese día pasó de marginado a salvador de la Revolución. Por el

servicio prestado se le concedió el cargo de comandante en jefe del

ejército del interior.

 

Bonaparte pasó a participar completamente de la vida militar y pública

de una nueva etapa de la Revolución, el Directorio. La Convención se

había disuelto aprobando una nueva Constitución menos democrática que

las anteriores pero que primaba la estabilidad del país. Fue éste un

momento en el que se disiparon completamente los miedos que habían

llegado a su cenit con el Terror y la vida social parisina resurgió con

una fuerza que no conocía desde antes de 1789. En ese mundo de salones,

tertulias y funciones Napoleón conoció a la mujer que le subyugaría

desde el primer momento, Josefina Beauharnais, viuda de treinta y dos

años y con dos hijos de su primer matrimonio. Él cayó rendido ante ella,

que inicialmente no se mostró muy interesada. Como sostiene Nancy Fitch,

profesora de la Universidad del Estado de California en Fullerton,

«Josefina se estaba haciendo mayor. Había tenido numerosas relaciones

con personas prominentes de la alta sociedad parisina, pero los romances

no siempre acaban en matrimonio… Ella no estaba segura de qué

perspectiva se le podía presentar. Tampoco estaba segura de que aquel

oficial del ejército llegase lejos, pero al final se decidió porque

consideró que probablemente sería un buen compañero para ella y para sus

hijos». Contrajeron matrimonio el 9 de marzo de 1796 cuando hacía menos

de un año que se conocían. Los vientos de guerra que soplaban entonces

no les permitirían permanecer mucho tiempo juntos después de la ceremonia.

 

 

 

Campañas en el extranjero: el camino hacia la gloria

 

La guerra no había terminado y el Directorio quería llevar adelante la

proyectada campaña de Italia, para la que pensó en Bonaparte como

general en jefe. Al llegar a Niza diecisiete días después de su boda con

Josefina, Napoleón se encontró un ejército hambriento, mal equipado, sin

disciplina ni formación militar. Sin pensarlo dos veces se dedicó a

transformar a las tropas que le habían dado, despertando en los soldados

el sentimiento de solidaridad, vocación militar y servicio a Francia. En

año y medio resolvió la crisis del ejército, derrotó a los piamonteses y

expulsó a los austríacos de Milán y Lombardía, obligándoles a firmar la

Paz de Campo Formio (octubre de 1797) que puso fin a la guerra y por la

que Francia se anexionaba el reino de Piamonte y la actual Bélgica

(antiguos Países Bajos Austríacos). Pero durante esos meses Napoleón

desplegó además sus grandes dotes de estratega. Después de años de

estudio del arte de la guerra había llegado a sus propias conclusiones,

y la aplicación de éstas resultó revolucionaria. Como afirma el capitán

Brian Toy, profesor de la Academia Militar de los Estados Unidos en West

Point, «jamás se había visto nada igual. Antes la guerra era un juego de

caballeros. Dos ejércitos se encontraban en el campo de batalla,

cargaban el uno contra el otro y esperaban a que uno de los dos se

rindiese. Pero Napoleón no esperaba a derrotar al enemigo, actuaba hasta

obligarle a la total rendición. Dividía sus fuerzas, destrozaba uno de

sus flancos y después iba a por el otro». Además, participaba

directamente en las acciones militares, pues estaba convencido de que el

ejemplo despertaría la adhesión de sus hombres y les enardecería para

entrar en batalla, y por entonces comenzó a rodearse de algunos de los

principales colaboradores militares que tuvo a lo largo de su carrera,

como Massena o Berthier.

 

Su regreso a Francia fue triunfal; tanto, que el Directorio, que ya

había comenzado a desconfiar de él durante la guerra, elaboró el

proyecto de una nueva campaña para mantenerlo alejado de Francia. Su

popularidad y el apego de sus hombres hicieron que los políticos del

momento comenzasen a verlo como una amenaza. La nueva campaña pretendía

hacer frente a Gran Bretaña, que continuaba en guerra con Francia. El

escenario elegido para esta operación fue Egipto, territorio bajo

soberanía otomana pero de gran importancia para los intereses

comerciales británicos, ya que Inglaterra controlaba el comercio naval

con el Levante mediterráneo. La operación era arriesgada, pero Napoleón,

que desde su época de estudiante se sentía atraído por la civilización

del Antiguo Egipto, aceptó con entusiasmo. Preparó la expedición con

algunos de los políticos que le acompañarían a lo largo de toda su

carrera y que ya ocupaban cargos de relevancia durante el Directorio,

como Talleyrand, entonces ministro de Asuntos Exteriores, o Fouché. En

mayo de 1798 partió de Tolón con una impresionante flota en la que lleva

más de cincuenta y cuatro mil hombres, no todos soldados. Como recuerda

la profesora Fitch, «Napoleón comprendió que había cosas en Egipto de

las que podían aprender los franceses. Llevó consigo un equipo completo

de científicos. La idea era intentar comprender la historia y las

ciencias de Egipto. Fueron a ver las pirámides, descubrieron la piedra

Rosetta…». Por tanto no fue sólo una expedición militar, sino también

científica. En julio estaban ya en suelo egipcio y los comienzos de la

estancia fueron prometedores: venció la resistencia egipcia en la

batalla de las Pirámides, que le abrió las puertas de El Cairo. Pero la

situación cambió rápidamente cuando el almirante Horatio Nelson destruyó

la flota francesa, dejando incomunicado al ejército francés. Esto, junto

a las noticias preocupantes que le llegaban de Francia (pérdidas de los

territorios italianos y avance de los enemigos hacia las fronteras), le

deciden a abandonar Egipto.

 

Pero además también hubo razones personales. En Egipto Napoleón tuvo

noticia de las infidelidades de Josefina. Pese a que el asunto no era

nuevo y al parecer en algunos círculos parisinos era un secreto a voces,

sólo uno de sus más cercanos camaradas militares, Junot, tuvo el valor

para informarle de lo que sucedía. Él se lo agradeció pero no se lo

perdonó: fue el único de sus primeros compañeros que no recibiría

posteriormente el bastón de Mariscal de Francia. Napoleón se quejó

amargamente a su hermano mayor, José, en una carta secreta que Nelson

interceptó y que los periódicos de Londres publicaron antes de que

pudiese llegar a Francia. La humillación era ahora más dolorosa si cabe.

Pese a que la separación de la pareja parecía inevitable, ella le rogó

una nueva oportunidad que él le concedió posiblemente por el cariño que

había tomado por los hijos de Beauharnais, que ahora quería como si

fuesen suyos.

 

A su regreso a Francia la situación política estaba nuevamente muy

deteriorada. La guerra había prendido de nuevo en Italia y se había

formado otra vez una coalición de países contra Francia, que esta vez

comprendía a Gran Bretaña, Austria, Rusia, Nápoles, Portugal y el

Imperio otomano, que todavía no había recuperado Egipto. Dentro del país

se respiraba un ambiente de descomposición que llevaba a muchos a desear

que una figura enérgica se encargase de regenerar el país. Napoleón

aprovechó inmediatamente ese ambiente y en colaboración con varios de

los más importantes políticos del momento preparó su asalto definitivo

al poder. El 9 de noviembre de 1799 (18 de brumario del año VIII en el

calendario revolucionario) se hizo con el poder sin necesidad de

derramar una gota de sangre; once días más tarde presentó un nuevo

gobierno hecho a su medida. Había puesto orden en sus asuntos domésticos

y ahora se propuso hacer lo mismo con Francia, y quería ser él quien

llevase la batuta de la situación. Era el comienzo de una carrera hacia

un poder cada vez con menos límites.

 

 

 

Un corso al frente de Francia

 

El país acogió la nueva situación con un suspiro de alivio. Eran muchos

los problemas que se afrontaban y Napoleón parecía el hombre indicado

para acometerlos sin temor y con expectativas de éxito. El nuevo hombre

fuerte no decepcionó las esperanzas que en él se habían depositado,

abriendo el que fue su período más brillante desde el punto de vista

político y administrativo, el Consulado. Napoleón comenzó un ambicioso

programa de reformas internas que comenzó por hacer una nueva

Constitución (la del año VIII, que con modificaciones estaría vigente

hasta su abdicación quince años más tarde) y que estaba alentado por el

deseo de poner en orden un país desbaratado por años de desórdenes y

guerras. Promulgó el Código Civil (todavía vigente y que fue exportado a

varios países), firmó un Concordato con la Santa Sede en 1801 (por el

que el catolicismo era reconocido como religión mayoritaria pero se

mantenía la separación entre Iglesia y Estado), reorganizó el poder

judicial, la educación (creó los liceos de educación secundaria), creó

el Banco de Francia como autoridad monetaria para promover el

crecimiento económico del país… Para el escritor y especialista en

Historia militar Dana F. Lombardy, «esto añade una dimensión a Napoleón

que le hace más importante que un general y que un conquistador. Es un

hombre que comprende la faceta pacífica y civil de la vida, y que quiso

moldearla de la forma que le pareció mejor».

 

La contrapartida a esta actividad reformadora también estaba clara. En

esta nueva etapa el poder perdió representatividad y se volvió más

personal. Era ejercido por un colegio de tres magistrados, llamados

«cónsules» (de ahí que esta etapa de la historia de Francia reciba el

nombre de Consulado), entre los que Napoleón dominaba absolutamente y

tomaba todas las decisiones. Sin embargo el experimento también comenzó

a dar resultados en el exterior. En 1800 desarrolló una segunda campaña

en Italia; tras vencer a los austríacos firmó un acuerdo muy ventajoso,

la Paz de Luneville (febrero de 1801) y el resto de miembros de la

coalición vacilaron. El éxito sin precedentes llegó cuando tras largas

negociaciones firmó en Amiens la paz con Gran Bretaña (marzo de 1802).

Ahora parecía que por fin la situación internacional había quedado

estabilizada y Napoleón podía centrarse en sus reformas.

 

Fueron seis años en los que demostró una capacidad de trabajo asombrosa.

Era un hombre dedicado en cuerpo y alma a su labor y que imponía a sus

colaboradores un ritmo en ocasiones muy difícil de seguir. Su vida

pública adquirió gran notoriedad, y olvidadas ya todas las tentativas de

infidelidad, marcó el ritmo de la vida parisina junto con su esposa

Josefina. Sin embargo ella quiso construirle un refugio para que pudiese

retirarse a descansar y planear el futuro que deseaba para Francia. Con

ese objeto reformó el castillo-palacio de Malmaison. En palabras de la

profesora Fitch, «Malmaison fue un proyecto muy preciado para Josefina.

Lo redecoró sin escatimar gastos. Estaba dispuesta a gastar cuanto fuese

necesario para reformarlo. Era una casa de campo, una finca, un lugar en

el que estar y descansar, y había sido diseñado para ser exactamente

eso». Todavía hoy se puede contemplar en el museo que ocupa el palacio

el modo de vida de un hombre que combinaba la convicción de estar

llamado a una misión grandiosa con su talento indiscutible y una energía

inabarcable.

 

Pero estas cualidades estaban perdiendo terreno frente a la ambición.

Como afirma Pickles, «Napoleón estaba conduciendo a Francia a la gloria.

El problema de la gloria, y en particular de la gloria militar, es que

es como cabalgar sobre un tigre, no puedes bajarte de él». Bonaparte

además no parecía tener mucho interés en apearse del felino. En 1802

llevó a cabo una reforma constitucional por la que se nombró cónsul

vitalicio. En marzo de 1804 Fouché presentaba ante el Senado una

propuesta para nombrarle emperador, la discusión fue escasa y tras ella

se proclamó un senadoconsulto por el que el gobierno de la República era

confiado «al emperador Napoleón». Comenzaba el imperio. Para unos era un

paso más en la construcción de una Francia nueva y poderosa, para otros

(como el compositor Beethoven, que al recibir la noticia de la

proclamación imperial le retiró la dedicatoria de su Tercera Sinfonía)

era la traición definitiva de quien había comenzado como un defensor de

la Revolución y terminaba como un tirano. Las potencias europeas

recibieron el gesto como el atrevimiento de un advenedizo que pretendía

equipararse con dinastías que llevaban siglos gobernando desde el trono

con la bendición del clero. Nadie permaneció indiferente ante la

proclamación de un nuevo imperio en Europa, y Napoleón I, emperador de

los franceses, tal fue su título oficial, no les iba a dar motivos para

permanecer indiferentes.

 

 

 

El imperio: la guerra perpetua

 

El 2 de diciembre de 1804 tuvo lugar en la catedral de Notre Dame de

París la coronación imperial de Napoleón. El papa Pío VII acudió a ungir

y coronar al nuevo monarca europeo a la usanza de los emperadores que

desde Carlomagno habían sido coronados por los obispos de Roma. La

decisión del pontífice no había sido fácil. Él mismo tenía serias dudas

sobre su asistencia al evento. Los cardenales austríacos se oponían

tajantemente pero los italianos le animaban alegando que, al fin y al

cabo, el nuevo emperador era de origen italiano. Seguramente en su ánimo

acabó pesando más el deseo de conservar las buenas relaciones con

Francia, que tanto había costado enderezar desde la ruptura que siguió a

la Revolución. Ante una nutrida concurrencia Napoleón llevó a cabo uno

de los gestos que le consagraron para la posteridad: ante la mirada

atónita de todos los presentes se coronó a sí mismo con una corona de

laureles dorados y, a continuación, coronó a su mujer emperatriz. Europa

quedó absolutamente enmudecida ante el gesto. A la coronación le siguió

la construcción del aparato característico de las monarquías: una

aristocracia imperial, una corte imperial, nuevos títulos y rangos… Al

año siguiente unificó todos los territorios del centro y norte de Italia

creando el Reino de Italia, que ostentaría él mismo hasta su salida del

poder. En los años posteriores repartió entre los miembros de su familia

coronas de reinos que había creado o de otros ya existentes, pero

Italia, que tanto significaba para él, se la reservó.

 

Bajo esta superficie lo que se había construido era el poder sin

cortapisas de un hombre. Una nueva reforma constitucional arrumbó los

pocos límites que quedaban a su autoridad, que pronto tuvo que aplicar

Napoleón a abordar el problema que marcaría todo su reinado: la guerra.

En 1805 se formó una tercera coalición de países para hacer la guerra a

Francia: Austria, Rusia, Nápoles, Suecia y el eterno enemigo, Gran

Bretaña. Francia contó esta vez con algunos aliados, pequeños estados

alemanes que habían caído bajo su órbita y España, que contaba con la

segunda flota más poderosa después de la británica. Ese mismo año acabó

con un resultado diverso. Se tuvo que despedir de cualquier proyecto

marítimo ya que la escuadra combinada franco-española fue destruida en

Trafalgar. Pero en tierra fue su año de gloria indiscutible, fue el año

de Austerlitz. Si Waterloo fue su derrota definitiva, Austerlitz fue la

cima; una de las batallas más genialmente resueltas por el estratega sin

parangón que fue Bonaparte, con detalles teatrales como el que

aprovechase una fuerte niebla para ocultar parte de sus tropas, que

posteriormente usó como factor sorpresa, o como bombardear un lago

helado que cruzaba el enemigo para que fuese engullido por las aguas

gélidas. También lo fue porque supuso la victoria más contundente contra

sus enemigos, que no pudieron oponer resistencia a su política

continental. Extendió el territorio de Francia por Centroeuropa y el

Mediterráneo y creó los reinos de Nápoles (ahora separado de Sicilia),

Holanda y Westfalia, cuyas coronas dio a sus hermanos José, Luis y

Jerónimo. En definitiva, Austerlitz fue el gran triunfo de Napoleón, que

le llegó al año de ser coronado.

 

Con estas acciones Napoleón intentaba poner en marcha una unidad europea

en torno a Francia, ya que en los países que iba conquistando o que

quedaban bajo su influencia imponía muchas de las reformas

administrativas y legales que la Revolución y él mismo habían

introducido en su país de origen. Con la fuerza de las armas pretendió

ir extendiendo su idea de la política y su idea de Europa, y la guerra

se hizo necesaria para mantenerla a largo plazo. Como afirma el capitán

Toy, «con Francia y Alemania bajo control Napoleón llevaba consigo las

ideas de libertad de la Revolución francesa, pero también sus

guarniciones y sus tropas. A medida que pasaban los años la situación

fue cada vez más difícil de llevar. Había que pagar impuestos para el

mantenimiento del ejército y el precio acabó siendo demasiado alto. Así

que muchas de esas naciones estuvieron dispuestas a unirse para

sacudirse el yugo francés». En su propia idea de una Europa francesa

estaba el germen de su destrucción, como pudo comprobar más tarde.

 

Sin embargo sus victorias no lograron acallar la guerra. En 1806 fueron

Prusia, Sajonia y Rusia las que entraron en conflicto con Francia y,

aunque volvió a vencer en los campos de batalla, fue el año en que

comenzaron una serie de errores que le llevarían al desastre. El primero

de ellos fue pensar que podía doblegar a Gran Bretaña hiriéndola en uno

de sus puntos fuertes, el comercio. En noviembre de 1806 promulgaba el

«bloqueo continental», por el que prohibía el comercio de todo el

continente con los británicos con el objeto de causar su ruina económica

y desestabilizarlos socialmente. Fue un error de cálculo importante ya

que inmediatamente se articularon redes de contrabando para eludir el

bloqueo en toda Europa, logrando que no fuese operativo en la práctica.

Además, obligó a Napoleón a emprender la conquista de Portugal, aliado

secular de los británicos y que se negó a acatar el bloqueo. El proyecto

inicial de manipular a los débiles Borbones españoles para lograr una

rápida solución del problema portugués degeneró en la ocupación de

España en 1808. Depuso a la dinastía reinante y concedió la corona a su

hermano José, pero éste fue incapaz de dominar la situación y la

población se rebeló de forma generalizada contra la ocupación francesa.

El problema español se gangrenó debido a la puesta en práctica de una

guerra de guerrillas y por las muestras de cansancio del ejército

imperial a la hora de manejarse a escala continental. Ese mismo año las

tropas francesas sufrían su primera derrota en campo abierto en Bailén,

frente al ejército español. Gran Bretaña se aprestó a ayudar a los

rebeldes españoles. El propio Napoleón llamó a la situación de guerra en

la península Ibérica «la úlcera española» que le acabaría desangrando.

Según Patrick L. Hatcher, profesor emérito de la Universidad de Berkeley

(California), «se tambaleó y cayó presa del brote nacionalista que

surgió en España y en otros países de Europa y que finalmente destruyó

su imperio».

 

Mientras, otros problemas privados iban minando la moral del emperador.

El primero de ellos fue la falta de un sucesor para asegurar el futuro

de la estirpe imperial que había fundado. Estaba muy claro que Josefina

no podría tener más hijos, razón por la que tomó la decisión de

divorciarse de ella. En opinión del profesor Hatcher «fue una ruptura

dolorosa para ambas partes, sobre todo para Josefina. Ella no deseaba el

divorcio pero sabía que no podría darle la única cosa que le había

pedido sinceramente, un hijo. Fue un divorcio que se vio obligada a

aceptar. En el fondo él estaba cortando los lazos con su más antigua

confidente». El príncipe Eugenio Beauharnais, hijo de Josefina y virrey

de Napoleón en el reino de Italia, dejó anotado: «Las lágrimas del

emperador en este momento bastan para la gloria de mi madre». El 16 de

diciembre de 1809, Josefina se retiró de París a Malmaison. Dos meses

más tarde Napoleón contrajo segundas nupcias con la archiduquesa María

Luisa de Austria, hija del que había sido uno de sus enemigos

tradicionales, el emperador Francisco I. Al año siguiente le dio el

ansiado heredero, bautizado como Napoleón y al que concedió el título de

rey de Roma. Aunque éste era un problema menos, los nubarrones que se

cernían sobre el horizonte no se disiparon lo más mínimo.

 

 

 

Deslizarse por la cuesta descendente

 

En 1811 y pese a la existencia de problemas importantes como la guerra

de España o la beligerancia británica, el imperio de Napoleón había

llegado a su máxima extensión territorial, estaba organizado en ciento

cincuenta y dos departamentos y tenía setenta millones de súbditos (de

los ciento setenta y cinco millones de habitantes que tenía Europa en

ese momento). Pero un movimiento inesperado en el tablero internacional

inclinó un poco más la balanza a favor de las potencias contrarias a

Francia. Rusia decretó a finales de 1810 la ruptura del bloqueo

continental y el boicot al comercio francés. La actitud del imperio de

los zares había sido hasta entonces de neutralidad o de tibia enemistad

hacia el emperador de los franceses, pero la nueva situación del

escenario europeo no les había reportado beneficios y por fin el zar

Alejandro I se había decidido a cambiar de estrategia. Napoleón cayó en

la provocación y en junio de 1812 comenzó la campaña de Rusia con objeto

de doblegar al zar y obligarle a volver a la situación anterior.

 

Las fuerzas estaban muy igualadas —trescientos cincuenta mil efectivos

franceses contra trescientos mil rusos— pero los rusos desplegaron una

táctica de guerra de guerrillas y evitaron los enfrentamientos a campo

abierto para alargar la situación. Era la estrategia tradicional que ya

había puesto en práctica el zar Pedro I en la guerra contra Suecia un

siglo antes (y que volvería a aplicar Stalin contra el Tercer Reich).

Sencillamente había que esperar a que pasaran los meses, que se retirase

el buen tiempo y dejar que actuasen los tres generales del ejército

ruso: el frío, la distancia y el hambre. A medida que las tropas

napoleónicas se adentraban en el interior de Rusia, el ejército zarista

fue replegándose mientras aplicaba una política de tierra quemada: no

había que dejar nada aprovechable para los franceses. Eso incluyó a la

capital. Napoleón entró en Moscú el 14 de septiembre, al día siguiente

comenzó el incendio de la urbe provocado por los propios rusos. Ante lo

suicida de la situación, Napoleón decidió emprender la retirada en

octubre. Durante la misma perdió un cuarto de millón de hombres. Suponía

no sólo un fracaso de su política internacional, sino también un golpe

difícilmente recuperable en las fuerzas de que disponía para mantener el

orden europeo que había construido.

 

Era la gran oportunidad para los enemigos del emperador. Rusia,

Inglaterra y Prusia se unieron para concentrar esfuerzos. En 1813 el

poder francés se desbarató en Alemania y en España. Se proyectó un

ataque combinado a Francia para comienzos de 1814. Los partidarios de la

restauración de la dinastía borbónica comenzaron a conspirar en el

interior con la ayuda del zar mientras los aliados avanzaban sobre

París. La fortuna, que tan favorable había sido para Napoleón, ahora le

volvía la espalda. El país estaba agotado tras el prolongado esfuerzo

bélico y la perspectiva de una guerra sin fin había desmoralizado a la

población. El 6 de abril de 1814, los mariscales lograban que Napoleón

abdicase. A cambio se le respetaba el título de emperador, se le

concedía como residencia en el exilio la isla de Elba (una pequeña isla

entre Córcega e Italia) y una pensión anual de dos millones de francos

pagadera por el gobierno francés. Aquel mismo día era proclamado rey

Luis XVIII, hermano del decapitado Luis XVI.

 

Pero Napoleón permaneció sólo diez meses en Elba. El incumplimiento de

las condiciones de su abdicación y los rumores de que las potencias

vencedoras le querían desterrar a algún destino más lejano, le llevaron

a eludir la vigilancia británica y a embarcarse hacia Francia en febrero

de 1815. Estaba informado del descontento que habían producido las

primeras actuaciones del nuevo rey, que había revocado todos los avances

conquistados desde 1789. Cuando desembarcó en Francia el recibimiento

fue apoteósico. En palabras del profesor Hatcher, «la nostalgia de los

campesinos, la de los artesanos y la de la burguesía llevó a Francia a

caminar de nuevo hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad». La

prueba de fuego fue el encuentro entre Napoleón y las tropas enviadas

para detenerle. Adelantándose a la fuerza que le acompañaba, se presentó

ante los realistas y les dijo: «Si alguno de vosotros quiere matar a su

emperador ahora puede hacerlo». No hubo ni un disparo, la respuesta

unánime fue: «¡Viva el emperador!». El nuevo rey huyó y Napoleón entró

en París sin derramar una gota de sangre; era de nuevo el gobernante del

país y propuso a sus enemigos medidas para lograr la paz. Los aliados no

sólo las rechazaron sino que se reorganizaron rápidamente para preparar

un nuevo ejército que le derrotase definitivamente. Por su parte,

Napoleón logró reunir en una Francia agotada un ejército de trescientos

mil hombres, con el plan de asestar un golpe de gracia antes de que sus

enemigos comenzasen el ataque.

 

Cuando en el mes de junio tuvo noticias de que británicos y prusianos

estaban reuniendo sus tropas en Bélgica no dudó de que era el momento de

presentar batalla. Su plan inicial era derrotarles por separado antes de

que pudiesen reunir sus ejércitos. El 18 de junio de 1815 se desarrolló

en los alrededores de la localidad de Waterloo la batalla que enfrentó a

Napoleón con el duque de Wellington. Si inicialmente las cosas fueron

bien para los franceses (que habían derrotado a los prusianos por

separado dos días antes) el hecho de que no conociesen la posición

exacta de los restos del ejército prusiano (que contra pronóstico llegó

a tiempo para socorrer a Wellington), la tormenta que cayó el día

anterior (que dejó en mal estado el campo de batalla perjudicando

especialmente a la temida artillería francesa) y un error táctico del

mariscal francés Ney (que confundió una reorganización de tropas del

enemigo con una retirada general por lo que ordenó un avance de las

tropas francesas que resultó letal) inclinaron la balanza a favor de los

aliados. El emperador estaba definitivamente acabado.

 

Napoleón se retiró a Malmaison a esperar la sentencia que le dictasen

sus enemigos. Allí había fallecido Josefina el 29 de mayo de 1814. A

María Luisa y a su hijo no los veía desde su primera abdicación (pese a

que había solicitado reiteradamente a su mujer que se reuniese con él en

Elba). A esas alturas sólo conservaba muy pocos apoyos. En julio ya

estaba embarcado hacia el nuevo destino que se le había señalado para el

exilio, la isla de Santa Elena (un islote rocoso en medio del Atlántico

sur que pertenecía a Gran Bretaña), donde llegó en el mes de octubre.

Allí pasó el resto de su vida, tan sólo acompañado por un reducido

número de sirvientes. Falleció el 5 de mayo de 1821. La causa oficial de

la muerte fue un cáncer de estómago, aunque no se le realizó autopsia.

Muy pronto se señaló la posibilidad de un posible envenenamiento con

arsénico. Todavía hoy no está clara la causa de la muerte.

 

El hombre que había salvado la Revolución y que había transformado

Europa conforme a sus proyectos mediante el uso de las armas murió

aislado en un rincón del mundo. Pero su estela perduró después de su

muerte. En Francia su huella fue indeleble y las reformas que aplicó

fueron aprovechadas por quienes le sustituyeron. Sus enemigos admiraron

su brillantez y estudiaron con aplicación sus aportaciones en los campos

de la guerra y el gobierno. Su nombre resonó en Europa como el de un

vendaval que cambió la faz del continente irremediablemente. Había

muerto un hombre y había nacido una leyenda.

 

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