martes, 4 de noviembre de 2025

24 GEORGE WASHINGTON.

 



 

El soldado de la libertad

 

Pocos personajes hay a lo largo de la Historia de los que pueda

afirmarse que en el momento de su muerte despertaron el apoyo y la

admiración unánimes del público. Si a esto sumamos que dichos

sentimientos se han prolongado a lo largo de las décadas y los siglos,

la lista de candidatos se reduce drásticamente. Uno de esos pocos casos

es el del primer presidente de la república federal de los Estados

Unidos de América, George Washington (1732-1799). ¿Cuáles son las

razones de dicho beneplácito? ¿Cómo el hijo del propietario de una

mediana plantación de la colonia británica de Virginia llegó a

convertirse en una de las primeras figuras políticas de finales del

siglo XVIII y en el padre de la primera democracia contemporánea? Ésta

es su historia.

 

A mediados del siglo XVIII Virginia era un lugar tranquilo para vivir, o

al menos lo parecía. Se trataba de uno de los territorios británicos de

Norteamérica eminentemente rurales, volcado en la agricultura de

exportación, en la que una amplia clase de terratenientes y labradores

de diversa fortuna cimentaba su subsistencia en la plantación de

productos que agentes británicos llevaban a Londres, desde donde se

redistribuían al resto de Europa. La mano de obra esclava era la usada

generalmente en las colonias del Sur y cimentaba la prosperidad y el

bienestar colectivo de los amos blancos. Éstos se sentían orgullosos de

la situación que se habían labrado y de ser súbditos de Su Majestad

Británica.

 

Sin embargo este bienestar no gozaba de una consistencia sólida. La

presencia británica en esas tierras apenas contaba con un siglo de vida

y varios factores externos ponían en peligro la tranquilidad de los

plantadores. Por una parte, las tribus indígenas no habían sido

controladas del todo, y menos si tenemos en cuenta que los colonos

virginianos veían en las tierras del valle del río Ohio la más

prometedora posibilidad de prosperidad económica para el futuro. Por

otro lado, la presencia de otras potencias europeas en América del Norte

—Francia (en Canadá y Luisiana, al norte y al oeste) y España (en

Florida, al sur)— representaba otra amenaza, ya que tenían unos

intereses territoriales y económicos que chocaban frontalmente con los

de Gran Bretaña y sus ciudadanos de ultramar.

 

 

 

El hijo de un plantador de Virginia

 

En un contexto así nació, el 22 de febrero de 1732, George Washington.

Hijo del plantador Augustine Washington y de su segunda mujer Mary, vio

la luz en Pope’s Creek, en el condado de Westmoreland, al norte de la

colonia. Su infancia transcurrió en varias granjas entre los ríos

Potomac y Rappahannock, creciendo en una sociedad en la que la riqueza y

las relaciones familiares marcaban profundamente el porvenir de

cualquier niño. Aunque la familia Washington no era de las más modestas,

estaba lejos de la élite terrateniente colonial, por lo que en principio

no era presumible que el futuro del joven Washington fuese muy

brillante. La temprana muerte de su padre en 1743, cuando sólo contaba

con once años, tampoco favoreció sus oportunidades para labrarse un

porvenir. Heredó entonces la titularidad de una pequeña granja cuyo

usufructo fue legado a su madre, mientras que el grueso de los bienes

paternos pasaron a manos de su hermanastro mayor.

 

Lawrence Washington (nacido en 1718) se había educado en Inglaterra, era

soldado en el Regimiento Americano del Ejército Real británico y miembro

de la Casa de Ciudadanos de Virginia (Virginia House of Burgesses,

asamblea de representantes de los colonos); en definitiva, representaba

todo a lo que su hermanastro podía aspirar. Por suerte para él pronto

comenzó a gozar de la protección fraterna, que conllevó su entrada en un

ambiente más elevado que al que estaba acostumbrado. Ello se debió a que

Lawrence había logrado ascender socialmente no ya por los bienes que

había heredado de su padre, sino por el ventajoso matrimonio que había

contraído con Anne Fairfax, joven perteneciente a una de las más

notables familias de la alta sociedad virginiana. De hecho, una de las

influencias más notables ejercidas sobre Washington durante su

adolescencia fue la desempeñada por Sally Fairfax, esposa de John

William Fairfax, familiar de la esposa de Lawrence y vecino de la más

importante finca familiar de los Washington: Mount Vernon, a orillas del

Potomac. Sally tomó bajo su responsabilidad su formación social, le

enseñó a desenvolverse en un ambiente culto y educado, en el que su

alumno nunca terminó de sentirse cómodo; desde entonces dio muestras de

un carácter tímido y una actitud reservada, quizá resultado de la

conciencia de una extracción social inferior al mundo en el que empezaba

a desenvolverse.

 

A medida que se fue relacionando con los propietarios de primera clase

de Virginia, las oportunidades comenzaron a abrirse. A los veinte años y

gracias a su relación con los Fairfax, Washington consiguió un cargo de

oficial en la milicia de Virginia, el cuerpo de civiles armados para la

defensa del territorio, justo en un momento en que la paz de la colonia

empezaba a verse amenazada por tensiones limítrofes con las guarniciones

francesas del oeste y las tribus indias con las que estaban aliadas. Los

colonos franceses del Canadá estaban muy interesados en mantener vías

comerciales norte-sur para conectar con Luisiana y el comercio marítimo

francés del golfo de México. Para lograr dicho objetivo, una de las vías

fundamentales de comunicación era el valle del Ohio, razón por la que

entraron en conflicto con los colonos virginianos, que la consideraban

su primer territorio de expansión hacia el oeste. Como ha señalado el

historiador Donald Higganbotham, «la tierra era el bien más preciado en

aquella sociedad agrícola, necesaria para ampliar los cultivos de tabaco

que quedaban baldíos cada cuatro a ocho años (…) era además el principal

bien que se podía dejar en herencia». Los indígenas, tercera fuerza en

disputa, sólo querían mantener a los europeos lo más alejados posible,

por lo que estimaban como más beneficioso el modelo francés de presencia

aislada en fuertes armados cada cierta distancia que la presencia

intensiva para la explotación económica del territorio a la que

aspiraban los virginianos.

 

La participación del oficial de la milicia Washington durante sus

primeros momentos de servicio no fue ciertamente brillante, pero sí

llamó la atención. Su primera intervención, en el otoño de 1753, fue la

misión de entregar al comandante de un destacamento francés una carta

por la que se le conminaba a abandonar el territorio, acción de la que

se debía asegurar el oficial. La carta fue entregada pero los franceses

permanecieron en el terreno que se les invitaba a abandonar. Más tarde,

en la primavera de 1754, se le encomendó la misión de expulsar a otra

guarnición francesa del territorio de Ohio reclamado por Virginia. En el

desempeño de la misma, parte de las tropas a su mando se enzarzaron con

un destacamento francés. En el tiroteo murió el comandante Jumonville,

enviado para dirigir las operaciones galas en el Fuerte Duquesne. Las

represalias de los franceses fueron inmediatas, provocando choques

armados con los británicos que degeneraron en hostilidades continuadas

en todo el territorio fronterizo. Estos hechos fueron el casus belli

argüido por Francia para declarar la guerra a Gran Bretaña y dar

comienzo al gran conflicto global del siglo XVIII: la guerra de los

Siete Años, que los colonos británicos llamaron guerra Franco-India y

que en América se desarrolló entre 1754 y 1763. El episodio de la muerte

de Jumonville y la participación de Washington fueron objeto de gran

controversia en Virginia: mientras que parte de la opinión pública lo

condenó como una imprudencia intolerable, otra lo defendió por

considerar que la reacción del enemigo era exagerada y no era sino un

pretexto para afianzar sus posiciones en el territorio de Ohio.

 

 

 

De miliciando a miembro de la élite terrateniente

 

En los cuatro años siguientes Washington fue movilizado otras dos veces

para combatir a los franceses, adquiriendo una experiencia en el mando y

la dinámica militar que años más tarde le resultarían vitales. En 1758

solicitó su ingreso como oficial del ejército regular británico y,

aunque la respuesta del mando ponderaba su actividad al servicio de la

milicia, la instancia fue rechazada. Sin lugar a dudas dicha resolución

constituyó una profunda decepción para el joven oficial que, más allá de

su actividad como ciudadano movilizado, quería avanzar en su compromiso

con la causa británica. Tal fue el desengaño, que ese mismo año abandonó

las armas y decidió dedicarse de lleno a su vida civil. Tal expectativa

era posible ya que en 1752 su hermanastro Lawrence había muerto y él se

había convertido en el heredero de sus propiedades territoriales,

incluyendo el solar familiar de Mount Vernon.

 

Allí Washington se dedicó intensamente a la agricultura, siguiendo el

ejemplo de su padre, con el ánimo de por lo menos mantener la posición

social que había adquirido gracias a su hermanastro. Uno de los hechos

que más le favoreció en este empeño fue su matrimonio, en enero de 1759,

con Martha Custis, viuda acaudalada del terrateniente Daniel Parke

Custis y madre de dos hijos. Con anterioridad el novio había cortejado a

varias mujeres con el objetivo de casarse, pero todos los intentos

habían fracasado ya fuese por motivos de rechazo personal o por

desinterés hacia su posición social de segunda. La boda con Martha

agrandó de forma sustancial el patrimonio de Washington, ya que su

esposa era propietaria de más de siete mil hectáreas dedicadas al

cultivo de tabaco y de cientos de esclavos. Aunque para ella los

beneficios que podría aportarle un nuevo matrimonio eran evidentes, como

una mayor estabilidad social y familiar, en ningún caso había supeditado

su futuro a la aparición de un pretendiente ventajoso: desde que quedó

viuda había administrado directamente las tierras que su marido había

legado mostrando una independencia de criterio y una capacidad de

iniciativa inusuales. Por todo ello el acercamiento de los futuros

cónyuges obedeció al mutuo interés y a partir de ese momento su esposa

se convirtió para Washington en un apoyo constante hasta el día de su

muerte. Él se encargó de la crianza y educación de los hijos de ella.

Nunca tuvieron hijos propios, posiblemente porque la infección de

viruela que padeció a los diecinueve años en un viaje a Barbados con su

hermanastro le dejó estéril.

 

Dos hechos determinaron la existencia del matrimonio Washington en los

años siguientes. El primero fue la dura crisis económica de los años

posteriores a la guerra. La dependencia de la economía agraria

norteamericana del crédito británico, la caída del precio del tabaco y

los nuevos impuestos introducidos por la Corona plantearon a los

plantadores de Virginia serios problemas que no todos fueron capaces de

superar. En esta tesitura Washington demostró ser un emprendedor audaz:

sustituyó los cultivos coloniales tradicionales (sobre todo el tabaco)

por cereales como el maíz y el trigo, y desarrolló innovadores métodos

de rotación de cultivos que combinaba con la crianza de ganado; cambios

arriesgados que le permitieron eludir los canales tradicionales de

comercialización con los mercaderes británicos y así sortear con mayor

facilidad los tiempos de adversidad. Sin embargo estas dificultades

fueron afianzando en Washington la idea de que la responsabilidad de la

penuria de las colonias era la excesiva dependencia de la economía de la

metrópoli.

 

El segundo factor que determinó la vida de aquellos años fue la

creciente tensión política con Gran Bretaña por el desarrollo de una

nueva política imperial más centralizada y en la que las colonias

jugaban un papel absolutamente dependiente. La tradición política de las

colonias, bajo el paraguas del reconocimiento de la soberanía del

monarca de Gran Bretaña, era la propia de una tierra de frontera de

reciente colonización: la presencia de gobernadores representantes del

rey garantizaba la supervisión de la actividad política, mientras que

las asambleas de colonos elaboraban reglamentaciones que eran revisadas

por los primeros, lo cual constituía un mecanismo bastante autónomo con

un control de la Corona más o menos efectivo. Pero de nuevo la guerra

Franco-India vino a trastocar lo que no era sino un equilibrio precario.

Los elevados costes de la guerra y la necesidad de regular de forma

uniforme un extenso territorio que, tras la Paz de París de 1763, que

ratificaba la victoria británica sobre Francia, se extendía desde Canadá

al norte hasta Florida al sur, llevaron a que el gobierno de Londres

plantease desde entonces una política más intervencionista centrada en

la afirmación del poder real frente al de los colonos.

 

Dicha política se centró en el intento de someter al comercio libre no

regulado (tradicionalmente tolerado y ahora definido legalmente como

«contrabando») a una represión creciente que tenía por objetivo aumentar

los ingresos en las aduanas reales (Sugar Act o Ley del Azúcar, 1765);

en la creación de un nuevo impuesto sobre el papel (Stamp Act o Ley del

Timbre, 1765), así como en la obligación de las colonias de mantener un

ejército regular de diez mil hombres en suelo americano y a los

gobernadores reales. Estas medidas, sobre todo las dos últimas,

provocaron una reacción unánime de rechazo en las trece colonias, ya que

sus habitantes consideraban que violaban sus derechos y prácticas

tradicionales. Especialmente sangrante les resultaba el que dichas

medidas se dictasen usando la ficción política de que el pueblo colono

estaba representado en el Parlamento de Londres, donde no acudía ningún

representante elegido en América. El propio Washington escribía en una

carta de 1765: «Creo que el Parlamento de Gran Bretaña no tiene más

derecho a meter sus manos en mi bolsillo sin mi consentimiento que yo en

los tuyos buscando tu dinero».

 

Fue este sentimiento el que animó al plantador virginiano a comenzar una

actividad política que evolucionó desde un moderantismo inicial hasta un

claro rechazo a la unión con Gran Bretaña años más tarde. Ya en 1758

había sido elegido miembro de la Cámara de Ciudadanos de Virginia, donde

desarrolló su actividad junto a destacados líderes contrarios a la nueva

política imperial como Patrick Henry. Según el profesor norteamericano

Richard Brookhiser, Washington jugó un papel de segunda fila en esos

años, pero su asistencia a la asamblea fue una especie de aprendizaje

político: «Permaneció allí durante dieciséis años. No tomó la

iniciativa, apenas intervino, pero allí estuvo. Estuvo participando en

política desde la base y viendo cómo funcionaba».

 

Las medidas de rechazo de los colonos obligaron a retirar las leyes

promulgadas no sin que antes el Parlamento británico dictase una ley por

la que declaraba su total competencia en legislación colonial, fuera

cual fuese la materia y los territorios e instituciones afectados

(Declaratory Act, marzo de 1766). Pronto usaron esta potestad cuando se

establecieron nuevos impuestos sobre las importaciones (Leyes Townshend,

1767), se concedieron monopolios de productos de importación a la

Compañía de las Indias Orientales y se prohibió la colonización de

tierras al oeste de los Montes Apalaches. Ahora no sólo se cercenaban

las tradiciones políticas sino que además se intervenía el comercio

transatlántico, se estrangulaba todavía más la libertad mercantil y se

privaba a los colonos de la posibilidad de optar por la colonización del

Oeste como vía de prosperidad económica en un tiempo en el que los

golpes de la depresión económica hacían de esa posibilidad una sólida

esperanza para el futuro.

 

 

 

La lucha por la libertad

 

La reacción contraria de los colonos no se hizo esperar, y esta vez la

marcha atrás parcial del gobierno británico no pudo frenar el

movimiento, que había comenzado a coordinarse a lo largo de toda la

costa atlántica. Puesto que las asambleas de colonos dejaron de

reconocer la autoridad de los gobernadores reales, en cada colonia se

organizó una representación política independiente que, de forma

coordinada con las demás, se encargó de preparar una respuesta a las

continuas violaciones de los derechos coloniales por parte de la

autoridad real. Este proceso culminó con la elección de cincuenta y

cinco representantes para un Primer Congreso Continental, inaugurado en

septiembre de 1774 en Filadelfia. George Washington fue uno de los

elegidos por la Cámara de Ciudadanos de Virginia y en la reunión

defendió, junto con sus compañeros virginianos y los delegados de

Massachusetts, la postura más radical. Sus principios fundamentales

fueron el apoyo al reconocimiento de los nuevos poderes de las colonias

y la creación de una asociación continental —órgano de acción conjunta

de los trece territorios— que pusiese en práctica las resoluciones del

Congreso de boicot a los productos británicos y resistencia a la

autoridad real, al tiempo que aglutinaba todos los esfuerzos.

 

A partir de este punto la situación comenzó a desbordarse. Las asambleas

de las colonias iniciaron el alistamiento de voluntarios dispuestos a

luchar con las armas por los derechos de los norteamericanos,

constituyendo así milicias capaces de oponerse por la fuerza a las

decisiones de los gobernadores. En abril de 1775 se produjeron los

primeros tumultos entre la milicia de Massachusetts y el ejército

regular británico, acontecimiento que aceleró la toma colectiva de

partido y que de hecho se considera el punto de partida de la guerra de

la Independencia de los Estados Unidos (1775-1783). Poco después, en

mayo, se reunió en Filadelfia el Segundo Congreso Continental, para el

que Washington fue de nuevo elegido. Era muy consciente de la nueva

situación que se había creado, y muestra de ello es que fue el único

asistente que se presentó a la primera sesión con uniforme militar. Los

días de tranquilidad como plantador en Mount Vernon habían quedado atrás

y el hacendado virginiano estaba dispuesto a retomar las armas para

defender sus derechos y los de sus compatriotas ante el ejército

británico. Al mes siguiente, y a propuesta de John Adams, el Congreso le

nombró por unanimidad comandante en jefe del ejército americano. El 23

de agosto Jorge III proclamó a las trece colonias americanas en

rebelión, lo que significaba que Gran Bretaña se preparaba para aplastar

la insurrección de sus territorios transatlánticos por la fuerza.

 

Las razones de esta elección han sido objeto de cierta controversia,

pero parece claro que en el ánimo de los delegados en Filadelfia pesó la

notable posición social de Washington entre la alta sociedad virginiana

(en las colonias del Sur el peso de los leales a Gran Bretaña era

especialmente importante frente a un Norte más movilizado), su

experiencia militar en la guerra Franco-India y su notable capacidad de

gestión demostrada como administrador de tierras; el Congreso era

consciente de que el mando supremo del ejército debería encargarse no

sólo de las operaciones militares sino también de organizar la tropa con

escasos recursos. El nuevo general también era muy consciente de las

limitaciones de la situación y desarrolló desde el principio unas líneas

de actuación encaminadas a sacar el máximo rendimiento de los recursos

de los que disponía. Frente al ejército regular de la primera potencia

europea, Washington contaba en 1775 con menos de treinta mil milicianos

que no habían recibido instrucción militar, que habían demostrado una

indisciplina reiterada y para los que contaba con poco armamento y

provisiones. Por eso dirigió sus esfuerzos a obtener los recursos

materiales y humanos necesarios para hacer frente al adversario, a

mantener la disciplina entre sus tropas (y dotarla por lo menos de la

instrucción militar básica en la medida de lo posible) y a fomentar el

entusiasmo en una guerra que pronto empezó a dar síntomas de alargarse

indefinidamente.

 

Washington contó desde el principio con un apoyo unánime: el Congreso

Continental había declarado que el ejército fuese común a las trece

colonias con el objetivo de presentar un frente unido, por lo que no

cabía esperar una dispersión de las energías. Pero aunque pronto se

llamó a los colonos a alistarse el ejército americano siempre estuvo en

minoría frente al británico. Mientras que éste llegó a contar con

ochenta mil hombres en 1778 entre tropa regular y mercenarios alemanes,

el número de colonos oscilaba entre los veinte y los cincuenta mil. La

inferioridad numérica fue constante a lo largo de todo el conflicto. Por

eso Washington decidió explotar las circunstancias que dificultaban en

mayor grado la situación al ejército enemigo. La primera de ellas era la

distancia, más de cinco mil kilómetros separaban a los soldados

británicos de sus hogares y de los centros de decisión y apoyo a su

actividad, que junto a los problemas de abastecimiento, el inmenso

territorio que había que dominar (en el que no se reconocía su autoridad

fragmentada y dispersa) y, sobre todo, la oposición de la mayoría de la

población eran bazas que podían contrarrestar la desventaja inicial.

Posiblemente en estos momentos iniciales el comandante en jefe

norteamericano no era consciente de que iba a ser precisamente este

cambio de concepción de la campaña lo que le permitiría ganar la guerra.

Pero éste es un hecho que sólo sería evidente tras varios años de guerra

y después de haber derramado mucha sangre.

 

Los británicos, siguiendo la táctica militar del siglo XVIII, plantearon

una campaña convencional, buscando desde el principio acciones militares

a gran escala, aisladas y a campo abierto, que les permitiesen aplastar

a un enemigo que consideraban muy inferior. Washington respondió con una

guerra de desgaste: sabía que con los recursos militares de que disponía

no podía vencer en campo abierto, por lo que prefirió una táctica en

apariencia vacilante que mezclaba escaramuzas con retiradas a tiempo

para ir golpeando al enemigo en varios frentes y dejar que los factores

adversos fuesen minando el poder militar británico. De ahí que las

críticas que en ocasiones se le hicieron por no ser un militar brillante

según los estándares del momento estén en buena medida mal fundadas. En

sus campañas hubo cierta dosis de improvisación, pero las líneas de su

estrategia estuvieron definidas desde los primeros meses del conflicto y

el tiempo acabó dándole la razón: fue una guerra revolucionaria

diferente a todas las anteriores, en la que el factor decisivo fue el

apoyo de la población civil.

 

Pese a que algunos consideraban sin fundamento que Washington tenía un

perfil militar bajo, no faltaron episodios memorables a lo largo de seis

largos años de guerra. El primero de ellos fue el que llevó a cabo en el

invierno de 1776-1777 al romper con la convención de la inactividad

militar durante la estación invernal y, en un golpe de audacia, salir de

Filadelfia para tomar el Fuerte de Trenton el día de Navidad, y desde

allí el de Princeton el 3 de enero. Más allá de la victoria moral que

supuso para un ejército rebelde en minoría, la captura de mil

prisioneros —mercenarios alemanes de Hesse— y la incautación de todo su

material bélico y provisiones, le permitieron equipar y alimentar a sus

maltrechas tropas.

 

El transcurso de 1777 no fue especialmente destacado para Washington,

que tuvo que abandonar la defensa de Filadelfia tras dos derrotas a

manos de los británicos mandados por William Howe, pero la gran victoria

del general Horatio Gates en Saratoga permitió compensar el curso

militar del año. Este acontecimiento dejó claro a los británicos que una

victoria rápida contra los rebeldes no era posible y demostró a las

potencias europeas enemigas de Gran Bretaña que podían sacar grandes

ventajas si apoyaban a los rebeldes. En 1778 Francia firmó con éstos un

tratado de colaboración y apoyo que vino a sumarse al apoyo comercial

que ya mantenía desde el comienzo del conflicto. Un año más tarde España

se alió con Francia en su lucha contra Inglaterra con la intención de

recuperar territorios perdidos a manos de los británicos desde comienzos

de siglo: Menorca, Gibraltar y Florida. A ello se sumó el apoyo

comercial brindado por la República de los Países Bajos y la neutralidad

tácitamente favorable a los colonos por parte de Suecia, Dinamarca y

Rusia, que desembocaron en el aislamiento diplomático británico.

 

Junto a los momentos de victoria, tampoco faltaron los de penuria. El

invierno de 1777-1778 fue especialmente duro para las fuerzas al mando

de Washington. Con once mil hombres a sus órdenes decidió establecer el

campamento de invierno en Valley Forge (Pensilvania). La situación no

podía ser más apremiante: carecían de provisiones y suministros y el

frío era extremo. En esas circunstancias y según la costumbre del siglo

XVIII, el comandante de la tropa se podía retirar a su domicilio hasta

que pasada la estación volviese a reiniciarse la actividad militar.

Washington no sólo no se fue sino que desplegó todos sus recursos para

intentar aliviar el sufrimiento de sus soldados. Escribió reiteradamente

al Congreso apelando a su patriotismo para que enviase comestibles,

combustible y todo lo necesario para la subsistencia. Él, que ya había

renunciado tras su nombramiento militar a cualquier remuneración que

fuese asociada al cargo, no podía satisfacer las exigencias de la

situación y tuvo que contemplar cómo un cuarto de los militares a su

cargo morían de frío y a causa de varias enfermedades. En lo que se

consideró un hecho insólito en aquel momento, su esposa Martha acudió al

campamento de invierno a apoyar a su marido. Ambos habían mantenido

correspondencia durante toda la guerra, y él, al no volver para pasar

con ella los meses que se le permitía, siempre la invitaba a visitarle

(cuando las circunstancias lo permitiesen). En aquella ocasión acudió y

brindó ánimo, ayuda y aliento no sólo al comandante, sino a todo aquel

que estuviese necesitado.

 

Desde 1778 la estrategia británica se desvió en tratar de controlar

primero las colonias del Sur y desde allí reconquistar el Norte en lo

que fue un intento por dar una vuelta a los acontecimientos. Pero poco a

poco la situación se fue decantando a favor de los colonos americanos,

que desde 1780 contaban con el apoyo de un cuerpo de voluntarios

franceses que había desembarcado a las órdenes del conde de Rochambeau.

Washington se había mantenido en el norte desde la primavera de 1778,

momento en el que había reconquistado Filadelfia, vigilando la actividad

del cuartel general británico en Nueva York. Sin embargo, en 1781 salió

al mando de sus hombres para forzar la rendición de las fuerzas que al

mando del general lord Cornwallis permanecían en el puerto virginiano de

Yorktown. Bloqueado por mar por barcos franceses y por tierra por los

rebeldes, Washington logró su rendición el 17 de octubre de 1781. Tras

este golpe, el resto de las guarniciones británicas se rindieron

sucesivamente. Yorktown fue el golpe que inclinó la balanza hacia uno de

los bandos, la guerra estaba sentenciada y los colonos habían vencido.

Comenzó entonces un complejo y dilatado proceso de negociaciones

diplomáticas para concertar un tratado de paz, que no se logró hasta

septiembre de 1783. La complejidad estaba básicamente en que no incumbía

sólo a Gran Bretaña y a los rebeldes, sino que Francia y España también

habían contribuido a la victoria norteamericana y exigieron ser

reconocidos como vencedores de su principal enemigo en el marco político

internacional. En el Tratado de Versalles, Gran Bretaña reconoció la

independencia de sus colonias, constituidas como una única república.

Era el acta de nacimiento a nivel internacional de un nuevo país: los

Estados Unidos de América.

 

Al otro lado del Atlántico se abría un momento completamente nuevo para

los ex colonos británicos. Durante la guerra las colonias se habían

declarado independientes por separado y habían redactado sus propias

declaraciones de derechos y leyes, aunque habían reconocido también un

nexo común. Los Artículos de la Confederación, aprobados en 1777,

iniciaron la experiencia de un gobierno conjunto mediante un Congreso

que resultó inoperante en la práctica: se convirtió en la expresión

testimonial de la existencia de unos intereses comunes y de la hermandad

de los trece territorios más que en una institución útil y efectiva.

Acabada la guerra, y una vez superada la lucha por sacudirse el yugo de

la metrópoli, era la hora de construir la nación, una oportunidad

irrepetible en la que se abría un proceso político sin precedentes que

el mismo Washington calificó en alguna ocasión de «el experimento

confiado en manos del pueblo americano». En ese momento muchos vieron en

él la principal figura llamada a realizar la formidable empresa que

había que emprender, ya que le consideraban uno de los máximos

responsables del éxito militar. Para sorpresa de todos, en noviembre de

ese mismo año viajó a Annápolis, donde estaban reunidas sus tropas, les

dirigió un mensaje de despedida y renunció a su cargo y honores

militares para volver a la vida civil. El estupor en la opinión pública

fue general. Se suele afirmar, en lo que constituye una de esas citas

tan célebres como nunca constatadas, que el rey Jorge III comentó al

conocer la renuncia del comandante en jefe: «Por Dios, si hace eso es

que es el hombre más grande de la Tierra». El día de Nochebuena de 1783,

Washington llegó a Mount Vernon después de ocho años de ausencia.

 

Su retiro fue una decisión meditada, que nacía de la concepción que

tenía de sí mismo como un ciudadano alzado en armas para defender su

país y las libertades amenazadas de sus compatriotas, y de la que tenía

de la política como un servicio a los demás, no como un fin en sí mismo,

sino como un instrumento para conseguir salvaguardar los intereses de la

colectividad. De ahí que rechazase entrar en política en 1783, pero la

política del momento decidió no renunciar a él. Seguía siendo uno de los

más importantes plantadores de Virginia y su actividad pública en el

ahora estado federado independiente siguió existiendo, por mucho que

quisiese mantenerla en un nivel bajo. Cuando las autoridades de los

trece estados fundacionales decidieron convocar una nueva asamblea en

Filadelfia para redactar una Constitución, Washington fue de nuevo

elegido por Virginia.

 

 

 

Construyendo una nación

 

Los cincuenta y cinco miembros de la Convención Constitucional de

Filadelfia comenzaron sus sesiones en la primavera de 1787. George

Washington fue elegido por unanimidad presidente del cuerpo

constituyente. Su intervención en los debates fue escasa, consciente de

que su opinión podía decantar el sentido de los mismos, consideró que a

su cargo de presidente de la asamblea le correspondía un papel arbitral

entre las distintas corrientes políticas allí representadas,

conciliarlas y fomentar un acuerdo que permitiese que el texto saliese

adelante. Es un hecho aceptado que cuando la Convención discutió sobre

la forma y facultades del poder ejecutivo en el nuevo estado, la figura

de Washington estaba en la mente de todos como el más probable

presidente de la nueva nación por su prestigio, su talante moderado y

conciliador y su compromiso con la causa de la independencia. No sólo

fue decisiva esta influencia a la hora de rechazar una presidencia

triple en la figura de un triunvirato, sino que se pensó en él como

modelo de persona que sería capaz de manejar los enormes poderes que

finalmente se dieron a la institución presidencial: el presidente sería

al tiempo jefe del Estado, del Gobierno y de las fuerzas armadas,

tendría derecho de veto, nombraría a los diplomáticos y miembros del

Tribunal Supremo y dispondría de sus propias instituciones

administrativas, la Administración Federal, para la ejecución de sus

decisiones. La Convención acabó sus trabajos a finales del verano y la

Constitución de los Estados Unidos de América, la primera de la

Historia, se aprobó el 17 de septiembre de 1787.

 

Las expectativas creadas en la Convención no fueron defraudadas. El

primer colegio electoral de Estados Unidos eligió por unanimidad como

primer presidente de la República a George Washington el 4 de marzo de

1789, y el 30 de abril tomó posesión en la primera capital del nuevo

estado: Nueva York. Su presencia en el cargo se vio como una garantía de

estabilidad para el primer gobierno por su carisma, su probado

patriotismo y sus dotes políticas. Su mandato duró ocho años al ser de

nuevo elegido en noviembre de 1792. Centró la actividad de su gabinete

en poner en marcha los mecanismos establecidos en la Constitución sin

dejar a nadie de lado. De hecho, tuvo la habilidad de combinar en su

gobierno a los miembros de las dos grandes corrientes políticas del

momento, que progresivamente se fueron configurando en los primeros

partidos políticos del país. El secretario del Tesoro (figura

equivalente a la de ministro de Hacienda) Alexander Hamilton encabezaba

a los Federalistas frente al secretario de Estado (similar a un ministro

de Asuntos Exteriores) Thomas Jefferson, que lideraba a los

Republicanos. Combinando ideas de ambos grupos, el presidente sacó

adelante las medidas que consideró más favorables para dotar de

estabilidad al joven país. Defendió a los Federalistas en sus propuestas

para la consecución de una efectiva independencia económica y financiera

mediante una ley tributaria que dotase de ingresos estables al estado,

la Tariff Act de 1789, una ley que creara un sistema financiero propio,

la Bank Act de 1791, y otra que regulase la creación de la moneda

nacional, la Coinage Act de 1792. Desde 1793, la radicalización de la

Revolución francesa tras la ejecución de Luis XVI, que llevó a Gran

Bretaña a forjar una alianza con las monarquías absolutistas europeas y

con los Países Bajos (conocida como «Primera Coalición») para declarar

la guerra a Francia, obligó a Washington a dar mayor importancia a la

política internacional. Aunque por el tratado firmado durante la guerra,

en 1778, Estados Unidos era aliado de Francia, el presidente declaró la

neutralidad del país, lo que no le impidió reconocer más tarde a la

República Francesa. En 1794 el enviado norteamericano John Jay cerró con

Gran Bretaña un tratado comercial que fue ratificado por el presidente y

que le supuso las primeras críticas importantes a su gestión. Sin lugar

a dudas, durante los últimos años de su mandato la política

internacional fue la que marcó el debate público y la agenda política, y

fueron estos asuntos los que hicieron pasar más apuros al presidente.

 

Para 1796 tocaba realizar la tercera elección presidencial. El 19 de

septiembre de ese año Washington volvió a sorprender a sus compatriotas

al publicar un mensaje de despedida (Farewell Adress) en el mayor

periódico de Filadelfia, The American Daily Advertiser. En él anunciaba

que no optaría a un tercer mandato. Era sin duda una respuesta a los que

le acusaban de tener veleidades de perpetuarse en el poder como si fuese

un rey. En dicho mensaje confirmaba públicamente sus convicciones

republicanas, apelaba a la unidad de los estadounidenses frente a los

efectos disgregadores de un partidismo excesivo, y alertaba contra la

tentación de dejarse arrastrar por los vendavales de la política

internacional aliándose con países extranjeros, ya que los intereses de

Europa no eran los de América.

 

Después de publicar el mensaje se retiró, por tercera vez, a Mount

Vernon. Allí reemprendió de nuevo su actividad de empresario agrario. El

12 de diciembre de 1799, tras pasar varias horas inspeccionando sus

granjas y terrenos, enfermó y dos días más tarde murió a los sesenta y

siete años. La noticia de su muerte fue acogida con señales generales de

reconocimiento tanto por la incipiente clase política del joven país

como por la opinión pública en general. Todos fueron conscientes desde

el principio de que Estados Unidos no podría haber llegado a donde

estaba sin la gran obra de su primer presidente, tanto en la guerra como

en la paz.

 

El reconocimiento y la admiración que despertó la figura de George

Washington al final de su vida se cimentaron no sólo en su protagonismo

durante la guerra de la Independencia que logró la emancipación de los

Estados Unidos de América. Logró además atraerse el elogio general por

la coherencia entre los principios que defendió con las armas y su

actuación posterior en la política nacional. A Washington no le interesó

el poder en sí mismo, sus tres retiradas de la vida militar y pública

(las tres elegidas por él en momentos en los que podría haber

continuado) son clara muestra de ello. Muy posiblemente si no se hubiese

producido la crisis económica y política de la década de 1760 nunca

habría abandonado la tranquilidad de Mount Vernon (su punto de eterno

retorno) y habría llevado una existencia tranquila en la Virginia que le

vio nacer. Afortunadamente para la historia de la democracia no fue así.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario