El soldado de la libertad
Pocos personajes hay a lo largo
de la Historia de los que pueda
afirmarse que en el momento de su
muerte despertaron el apoyo y la
admiración unánimes del público.
Si a esto sumamos que dichos
sentimientos se han prolongado a
lo largo de las décadas y los siglos,
la lista de candidatos se reduce
drásticamente. Uno de esos pocos casos
es el del primer presidente de la
república federal de los Estados
Unidos de América, George
Washington (1732-1799). ¿Cuáles son las
razones de dicho beneplácito?
¿Cómo el hijo del propietario de una
mediana plantación de la colonia
británica de Virginia llegó a
convertirse en una de las
primeras figuras políticas de finales del
siglo XVIII y en el padre de la
primera democracia contemporánea? Ésta
es su historia.
A mediados del siglo XVIII
Virginia era un lugar tranquilo para vivir, o
al menos lo parecía. Se trataba
de uno de los territorios británicos de
Norteamérica eminentemente
rurales, volcado en la agricultura de
exportación, en la que una amplia
clase de terratenientes y labradores
de diversa fortuna cimentaba su
subsistencia en la plantación de
productos que agentes británicos
llevaban a Londres, desde donde se
redistribuían al resto de Europa.
La mano de obra esclava era la usada
generalmente en las colonias del
Sur y cimentaba la prosperidad y el
bienestar colectivo de los amos
blancos. Éstos se sentían orgullosos de
la situación que se habían
labrado y de ser súbditos de Su Majestad
Británica.
Sin embargo este bienestar no
gozaba de una consistencia sólida. La
presencia británica en esas
tierras apenas contaba con un siglo de vida
y varios factores externos ponían
en peligro la tranquilidad de los
plantadores. Por una parte, las
tribus indígenas no habían sido
controladas del todo, y menos si
tenemos en cuenta que los colonos
virginianos veían en las tierras
del valle del río Ohio la más
prometedora posibilidad de
prosperidad económica para el futuro. Por
otro lado, la presencia de otras
potencias europeas en América del Norte
—Francia (en Canadá y Luisiana,
al norte y al oeste) y España (en
Florida, al sur)— representaba
otra amenaza, ya que tenían unos
intereses territoriales y
económicos que chocaban frontalmente con los
de Gran Bretaña y sus ciudadanos
de ultramar.
El hijo de un plantador de
Virginia
En un contexto así nació, el 22
de febrero de 1732, George Washington.
Hijo del plantador Augustine
Washington y de su segunda mujer Mary, vio
la luz en Pope’s Creek, en el
condado de Westmoreland, al norte de la
colonia. Su infancia transcurrió
en varias granjas entre los ríos
Potomac y Rappahannock, creciendo
en una sociedad en la que la riqueza y
las relaciones familiares
marcaban profundamente el porvenir de
cualquier niño. Aunque la familia
Washington no era de las más modestas,
estaba lejos de la élite
terrateniente colonial, por lo que en principio
no era presumible que el futuro
del joven Washington fuese muy
brillante. La temprana muerte de
su padre en 1743, cuando sólo contaba
con once años, tampoco favoreció
sus oportunidades para labrarse un
porvenir. Heredó entonces la
titularidad de una pequeña granja cuyo
usufructo fue legado a su madre,
mientras que el grueso de los bienes
paternos pasaron a manos de su
hermanastro mayor.
Lawrence Washington (nacido en
1718) se había educado en Inglaterra, era
soldado en el Regimiento
Americano del Ejército Real británico y miembro
de la Casa de Ciudadanos de
Virginia (Virginia House of Burgesses,
asamblea de representantes de los
colonos); en definitiva, representaba
todo a lo que su hermanastro
podía aspirar. Por suerte para él pronto
comenzó a gozar de la protección
fraterna, que conllevó su entrada en un
ambiente más elevado que al que
estaba acostumbrado. Ello se debió a que
Lawrence había logrado ascender
socialmente no ya por los bienes que
había heredado de su padre, sino
por el ventajoso matrimonio que había
contraído con Anne Fairfax, joven
perteneciente a una de las más
notables familias de la alta
sociedad virginiana. De hecho, una de las
influencias más notables
ejercidas sobre Washington durante su
adolescencia fue la desempeñada
por Sally Fairfax, esposa de John
William Fairfax, familiar de la
esposa de Lawrence y vecino de la más
importante finca familiar de los
Washington: Mount Vernon, a orillas del
Potomac. Sally tomó bajo su
responsabilidad su formación social, le
enseñó a desenvolverse en un
ambiente culto y educado, en el que su
alumno nunca terminó de sentirse
cómodo; desde entonces dio muestras de
un carácter tímido y una actitud
reservada, quizá resultado de la
conciencia de una extracción
social inferior al mundo en el que empezaba
a desenvolverse.
A medida que se fue relacionando
con los propietarios de primera clase
de Virginia, las oportunidades
comenzaron a abrirse. A los veinte años y
gracias a su relación con los
Fairfax, Washington consiguió un cargo de
oficial en la milicia de
Virginia, el cuerpo de civiles armados para la
defensa del territorio, justo en
un momento en que la paz de la colonia
empezaba a verse amenazada por
tensiones limítrofes con las guarniciones
francesas del oeste y las tribus
indias con las que estaban aliadas. Los
colonos franceses del Canadá
estaban muy interesados en mantener vías
comerciales norte-sur para
conectar con Luisiana y el comercio marítimo
francés del golfo de México. Para
lograr dicho objetivo, una de las vías
fundamentales de comunicación era
el valle del Ohio, razón por la que
entraron en conflicto con los
colonos virginianos, que la consideraban
su primer territorio de expansión
hacia el oeste. Como ha señalado el
historiador Donald Higganbotham,
«la tierra era el bien más preciado en
aquella sociedad agrícola,
necesaria para ampliar los cultivos de tabaco
que quedaban baldíos cada cuatro
a ocho años (…) era además el principal
bien que se podía dejar en
herencia». Los indígenas, tercera fuerza en
disputa, sólo querían mantener a
los europeos lo más alejados posible,
por lo que estimaban como más
beneficioso el modelo francés de presencia
aislada en fuertes armados cada
cierta distancia que la presencia
intensiva para la explotación
económica del territorio a la que
aspiraban los virginianos.
La participación del oficial de
la milicia Washington durante sus
primeros momentos de servicio no
fue ciertamente brillante, pero sí
llamó la atención. Su primera
intervención, en el otoño de 1753, fue la
misión de entregar al comandante
de un destacamento francés una carta
por la que se le conminaba a
abandonar el territorio, acción de la que
se debía asegurar el oficial. La
carta fue entregada pero los franceses
permanecieron en el terreno que
se les invitaba a abandonar. Más tarde,
en la primavera de 1754, se le
encomendó la misión de expulsar a otra
guarnición francesa del
territorio de Ohio reclamado por Virginia. En el
desempeño de la misma, parte de
las tropas a su mando se enzarzaron con
un destacamento francés. En el
tiroteo murió el comandante Jumonville,
enviado para dirigir las
operaciones galas en el Fuerte Duquesne. Las
represalias de los franceses
fueron inmediatas, provocando choques
armados con los británicos que
degeneraron en hostilidades continuadas
en todo el territorio fronterizo.
Estos hechos fueron el casus belli
argüido por Francia para declarar
la guerra a Gran Bretaña y dar
comienzo al gran conflicto global
del siglo XVIII: la guerra de los
Siete Años, que los colonos
británicos llamaron guerra Franco-India y
que en América se desarrolló
entre 1754 y 1763. El episodio de la muerte
de Jumonville y la participación
de Washington fueron objeto de gran
controversia en Virginia:
mientras que parte de la opinión pública lo
condenó como una imprudencia
intolerable, otra lo defendió por
considerar que la reacción del
enemigo era exagerada y no era sino un
pretexto para afianzar sus
posiciones en el territorio de Ohio.
De miliciando a miembro de la
élite terrateniente
En los cuatro años siguientes
Washington fue movilizado otras dos veces
para combatir a los franceses,
adquiriendo una experiencia en el mando y
la dinámica militar que años más
tarde le resultarían vitales. En 1758
solicitó su ingreso como oficial
del ejército regular británico y,
aunque la respuesta del mando
ponderaba su actividad al servicio de la
milicia, la instancia fue
rechazada. Sin lugar a dudas dicha resolución
constituyó una profunda decepción
para el joven oficial que, más allá de
su actividad como ciudadano
movilizado, quería avanzar en su compromiso
con la causa británica. Tal fue
el desengaño, que ese mismo año abandonó
las armas y decidió dedicarse de
lleno a su vida civil. Tal expectativa
era posible ya que en 1752 su
hermanastro Lawrence había muerto y él se
había convertido en el heredero
de sus propiedades territoriales,
incluyendo el solar familiar de
Mount Vernon.
Allí Washington se dedicó
intensamente a la agricultura, siguiendo el
ejemplo de su padre, con el ánimo
de por lo menos mantener la posición
social que había adquirido
gracias a su hermanastro. Uno de los hechos
que más le favoreció en este
empeño fue su matrimonio, en enero de 1759,
con Martha Custis, viuda
acaudalada del terrateniente Daniel Parke
Custis y madre de dos hijos. Con
anterioridad el novio había cortejado a
varias mujeres con el objetivo de
casarse, pero todos los intentos
habían fracasado ya fuese por
motivos de rechazo personal o por
desinterés hacia su posición
social de segunda. La boda con Martha
agrandó de forma sustancial el
patrimonio de Washington, ya que su
esposa era propietaria de más de
siete mil hectáreas dedicadas al
cultivo de tabaco y de cientos de
esclavos. Aunque para ella los
beneficios que podría aportarle
un nuevo matrimonio eran evidentes, como
una mayor estabilidad social y
familiar, en ningún caso había supeditado
su futuro a la aparición de un
pretendiente ventajoso: desde que quedó
viuda había administrado
directamente las tierras que su marido había
legado mostrando una
independencia de criterio y una capacidad de
iniciativa inusuales. Por todo
ello el acercamiento de los futuros
cónyuges obedeció al mutuo
interés y a partir de ese momento su esposa
se convirtió para Washington en
un apoyo constante hasta el día de su
muerte. Él se encargó de la
crianza y educación de los hijos de ella.
Nunca tuvieron hijos propios,
posiblemente porque la infección de
viruela que padeció a los
diecinueve años en un viaje a Barbados con su
hermanastro le dejó estéril.
Dos hechos determinaron la
existencia del matrimonio Washington en los
años siguientes. El primero fue
la dura crisis económica de los años
posteriores a la guerra. La
dependencia de la economía agraria
norteamericana del crédito
británico, la caída del precio del tabaco y
los nuevos impuestos introducidos
por la Corona plantearon a los
plantadores de Virginia serios
problemas que no todos fueron capaces de
superar. En esta tesitura
Washington demostró ser un emprendedor audaz:
sustituyó los cultivos coloniales
tradicionales (sobre todo el tabaco)
por cereales como el maíz y el
trigo, y desarrolló innovadores métodos
de rotación de cultivos que
combinaba con la crianza de ganado; cambios
arriesgados que le permitieron
eludir los canales tradicionales de
comercialización con los
mercaderes británicos y así sortear con mayor
facilidad los tiempos de
adversidad. Sin embargo estas dificultades
fueron afianzando en Washington
la idea de que la responsabilidad de la
penuria de las colonias era la
excesiva dependencia de la economía de la
metrópoli.
El segundo factor que determinó
la vida de aquellos años fue la
creciente tensión política con
Gran Bretaña por el desarrollo de una
nueva política imperial más
centralizada y en la que las colonias
jugaban un papel absolutamente
dependiente. La tradición política de las
colonias, bajo el paraguas del
reconocimiento de la soberanía del
monarca de Gran Bretaña, era la
propia de una tierra de frontera de
reciente colonización: la
presencia de gobernadores representantes del
rey garantizaba la supervisión de
la actividad política, mientras que
las asambleas de colonos
elaboraban reglamentaciones que eran revisadas
por los primeros, lo cual
constituía un mecanismo bastante autónomo con
un control de la Corona más o
menos efectivo. Pero de nuevo la guerra
Franco-India vino a trastocar lo
que no era sino un equilibrio precario.
Los elevados costes de la guerra
y la necesidad de regular de forma
uniforme un extenso territorio
que, tras la Paz de París de 1763, que
ratificaba la victoria británica
sobre Francia, se extendía desde Canadá
al norte hasta Florida al sur,
llevaron a que el gobierno de Londres
plantease desde entonces una
política más intervencionista centrada en
la afirmación del poder real
frente al de los colonos.
Dicha política se centró en el
intento de someter al comercio libre no
regulado (tradicionalmente
tolerado y ahora definido legalmente como
«contrabando») a una represión
creciente que tenía por objetivo aumentar
los ingresos en las aduanas
reales (Sugar Act o Ley del Azúcar, 1765);
en la creación de un nuevo
impuesto sobre el papel (Stamp Act o Ley del
Timbre, 1765), así como en la
obligación de las colonias de mantener un
ejército regular de diez mil
hombres en suelo americano y a los
gobernadores reales. Estas
medidas, sobre todo las dos últimas,
provocaron una reacción unánime
de rechazo en las trece colonias, ya que
sus habitantes consideraban que
violaban sus derechos y prácticas
tradicionales. Especialmente
sangrante les resultaba el que dichas
medidas se dictasen usando la
ficción política de que el pueblo colono
estaba representado en el
Parlamento de Londres, donde no acudía ningún
representante elegido en América.
El propio Washington escribía en una
carta de 1765: «Creo que el
Parlamento de Gran Bretaña no tiene más
derecho a meter sus manos en mi
bolsillo sin mi consentimiento que yo en
los tuyos buscando tu dinero».
Fue este sentimiento el que animó
al plantador virginiano a comenzar una
actividad política que evolucionó
desde un moderantismo inicial hasta un
claro rechazo a la unión con Gran
Bretaña años más tarde. Ya en 1758
había sido elegido miembro de la
Cámara de Ciudadanos de Virginia, donde
desarrolló su actividad junto a
destacados líderes contrarios a la nueva
política imperial como Patrick
Henry. Según el profesor norteamericano
Richard Brookhiser, Washington
jugó un papel de segunda fila en esos
años, pero su asistencia a la
asamblea fue una especie de aprendizaje
político: «Permaneció allí
durante dieciséis años. No tomó la
iniciativa, apenas intervino,
pero allí estuvo. Estuvo participando en
política desde la base y viendo
cómo funcionaba».
Las medidas de rechazo de los
colonos obligaron a retirar las leyes
promulgadas no sin que antes el
Parlamento británico dictase una ley por
la que declaraba su total
competencia en legislación colonial, fuera
cual fuese la materia y los
territorios e instituciones afectados
(Declaratory Act, marzo de 1766).
Pronto usaron esta potestad cuando se
establecieron nuevos impuestos
sobre las importaciones (Leyes Townshend,
1767), se concedieron monopolios
de productos de importación a la
Compañía de las Indias Orientales
y se prohibió la colonización de
tierras al oeste de los Montes
Apalaches. Ahora no sólo se cercenaban
las tradiciones políticas sino
que además se intervenía el comercio
transatlántico, se estrangulaba
todavía más la libertad mercantil y se
privaba a los colonos de la
posibilidad de optar por la colonización del
Oeste como vía de prosperidad
económica en un tiempo en el que los
golpes de la depresión económica
hacían de esa posibilidad una sólida
esperanza para el futuro.
La lucha por la libertad
La reacción contraria de los
colonos no se hizo esperar, y esta vez la
marcha atrás parcial del gobierno
británico no pudo frenar el
movimiento, que había comenzado a
coordinarse a lo largo de toda la
costa atlántica. Puesto que las
asambleas de colonos dejaron de
reconocer la autoridad de los
gobernadores reales, en cada colonia se
organizó una representación
política independiente que, de forma
coordinada con las demás, se
encargó de preparar una respuesta a las
continuas violaciones de los
derechos coloniales por parte de la
autoridad real. Este proceso
culminó con la elección de cincuenta y
cinco representantes para un
Primer Congreso Continental, inaugurado en
septiembre de 1774 en Filadelfia.
George Washington fue uno de los
elegidos por la Cámara de
Ciudadanos de Virginia y en la reunión
defendió, junto con sus
compañeros virginianos y los delegados de
Massachusetts, la postura más
radical. Sus principios fundamentales
fueron el apoyo al reconocimiento
de los nuevos poderes de las colonias
y la creación de una asociación
continental —órgano de acción conjunta
de los trece territorios— que
pusiese en práctica las resoluciones del
Congreso de boicot a los
productos británicos y resistencia a la
autoridad real, al tiempo que
aglutinaba todos los esfuerzos.
A partir de este punto la
situación comenzó a desbordarse. Las asambleas
de las colonias iniciaron el
alistamiento de voluntarios dispuestos a
luchar con las armas por los
derechos de los norteamericanos,
constituyendo así milicias
capaces de oponerse por la fuerza a las
decisiones de los gobernadores.
En abril de 1775 se produjeron los
primeros tumultos entre la
milicia de Massachusetts y el ejército
regular británico, acontecimiento
que aceleró la toma colectiva de
partido y que de hecho se
considera el punto de partida de la guerra de
la Independencia de los Estados
Unidos (1775-1783). Poco después, en
mayo, se reunió en Filadelfia el
Segundo Congreso Continental, para el
que Washington fue de nuevo
elegido. Era muy consciente de la nueva
situación que se había creado, y
muestra de ello es que fue el único
asistente que se presentó a la
primera sesión con uniforme militar. Los
días de tranquilidad como
plantador en Mount Vernon habían quedado atrás
y el hacendado virginiano estaba
dispuesto a retomar las armas para
defender sus derechos y los de
sus compatriotas ante el ejército
británico. Al mes siguiente, y a
propuesta de John Adams, el Congreso le
nombró por unanimidad comandante
en jefe del ejército americano. El 23
de agosto Jorge III proclamó a
las trece colonias americanas en
rebelión, lo que significaba que
Gran Bretaña se preparaba para aplastar
la insurrección de sus
territorios transatlánticos por la fuerza.
Las razones de esta elección han
sido objeto de cierta controversia,
pero parece claro que en el ánimo
de los delegados en Filadelfia pesó la
notable posición social de
Washington entre la alta sociedad virginiana
(en las colonias del Sur el peso
de los leales a Gran Bretaña era
especialmente importante frente a
un Norte más movilizado), su
experiencia militar en la guerra
Franco-India y su notable capacidad de
gestión demostrada como
administrador de tierras; el Congreso era
consciente de que el mando
supremo del ejército debería encargarse no
sólo de las operaciones militares
sino también de organizar la tropa con
escasos recursos. El nuevo
general también era muy consciente de las
limitaciones de la situación y
desarrolló desde el principio unas líneas
de actuación encaminadas a sacar
el máximo rendimiento de los recursos
de los que disponía. Frente al
ejército regular de la primera potencia
europea, Washington contaba en
1775 con menos de treinta mil milicianos
que no habían recibido
instrucción militar, que habían demostrado una
indisciplina reiterada y para los
que contaba con poco armamento y
provisiones. Por eso dirigió sus
esfuerzos a obtener los recursos
materiales y humanos necesarios
para hacer frente al adversario, a
mantener la disciplina entre sus
tropas (y dotarla por lo menos de la
instrucción militar básica en la
medida de lo posible) y a fomentar el
entusiasmo en una guerra que
pronto empezó a dar síntomas de alargarse
indefinidamente.
Washington contó desde el
principio con un apoyo unánime: el Congreso
Continental había declarado que
el ejército fuese común a las trece
colonias con el objetivo de
presentar un frente unido, por lo que no
cabía esperar una dispersión de
las energías. Pero aunque pronto se
llamó a los colonos a alistarse
el ejército americano siempre estuvo en
minoría frente al británico.
Mientras que éste llegó a contar con
ochenta mil hombres en 1778 entre
tropa regular y mercenarios alemanes,
el número de colonos oscilaba
entre los veinte y los cincuenta mil. La
inferioridad numérica fue
constante a lo largo de todo el conflicto. Por
eso Washington decidió explotar
las circunstancias que dificultaban en
mayor grado la situación al
ejército enemigo. La primera de ellas era la
distancia, más de cinco mil
kilómetros separaban a los soldados
británicos de sus hogares y de
los centros de decisión y apoyo a su
actividad, que junto a los
problemas de abastecimiento, el inmenso
territorio que había que dominar
(en el que no se reconocía su autoridad
fragmentada y dispersa) y, sobre
todo, la oposición de la mayoría de la
población eran bazas que podían
contrarrestar la desventaja inicial.
Posiblemente en estos momentos
iniciales el comandante en jefe
norteamericano no era consciente
de que iba a ser precisamente este
cambio de concepción de la
campaña lo que le permitiría ganar la guerra.
Pero éste es un hecho que sólo
sería evidente tras varios años de guerra
y después de haber derramado
mucha sangre.
Los británicos, siguiendo la
táctica militar del siglo XVIII, plantearon
una campaña convencional,
buscando desde el principio acciones militares
a gran escala, aisladas y a campo
abierto, que les permitiesen aplastar
a un enemigo que consideraban muy
inferior. Washington respondió con una
guerra de desgaste: sabía que con
los recursos militares de que disponía
no podía vencer en campo abierto,
por lo que prefirió una táctica en
apariencia vacilante que mezclaba
escaramuzas con retiradas a tiempo
para ir golpeando al enemigo en
varios frentes y dejar que los factores
adversos fuesen minando el poder
militar británico. De ahí que las
críticas que en ocasiones se le
hicieron por no ser un militar brillante
según los estándares del momento
estén en buena medida mal fundadas. En
sus campañas hubo cierta dosis de
improvisación, pero las líneas de su
estrategia estuvieron definidas
desde los primeros meses del conflicto y
el tiempo acabó dándole la razón:
fue una guerra revolucionaria
diferente a todas las anteriores,
en la que el factor decisivo fue el
apoyo de la población civil.
Pese a que algunos consideraban
sin fundamento que Washington tenía un
perfil militar bajo, no faltaron
episodios memorables a lo largo de seis
largos años de guerra. El primero
de ellos fue el que llevó a cabo en el
invierno de 1776-1777 al romper
con la convención de la inactividad
militar durante la estación
invernal y, en un golpe de audacia, salir de
Filadelfia para tomar el Fuerte
de Trenton el día de Navidad, y desde
allí el de Princeton el 3 de
enero. Más allá de la victoria moral que
supuso para un ejército rebelde
en minoría, la captura de mil
prisioneros —mercenarios alemanes
de Hesse— y la incautación de todo su
material bélico y provisiones, le
permitieron equipar y alimentar a sus
maltrechas tropas.
El transcurso de 1777 no fue
especialmente destacado para Washington,
que tuvo que abandonar la defensa
de Filadelfia tras dos derrotas a
manos de los británicos mandados
por William Howe, pero la gran victoria
del general Horatio Gates en
Saratoga permitió compensar el curso
militar del año. Este
acontecimiento dejó claro a los británicos que una
victoria rápida contra los
rebeldes no era posible y demostró a las
potencias europeas enemigas de
Gran Bretaña que podían sacar grandes
ventajas si apoyaban a los
rebeldes. En 1778 Francia firmó con éstos un
tratado de colaboración y apoyo
que vino a sumarse al apoyo comercial
que ya mantenía desde el comienzo
del conflicto. Un año más tarde España
se alió con Francia en su lucha
contra Inglaterra con la intención de
recuperar territorios perdidos a
manos de los británicos desde comienzos
de siglo: Menorca, Gibraltar y
Florida. A ello se sumó el apoyo
comercial brindado por la
República de los Países Bajos y la neutralidad
tácitamente favorable a los
colonos por parte de Suecia, Dinamarca y
Rusia, que desembocaron en el
aislamiento diplomático británico.
Junto a los momentos de victoria,
tampoco faltaron los de penuria. El
invierno de 1777-1778 fue
especialmente duro para las fuerzas al mando
de Washington. Con once mil
hombres a sus órdenes decidió establecer el
campamento de invierno en Valley
Forge (Pensilvania). La situación no
podía ser más apremiante:
carecían de provisiones y suministros y el
frío era extremo. En esas
circunstancias y según la costumbre del siglo
XVIII, el comandante de la tropa
se podía retirar a su domicilio hasta
que pasada la estación volviese a
reiniciarse la actividad militar.
Washington no sólo no se fue sino
que desplegó todos sus recursos para
intentar aliviar el sufrimiento
de sus soldados. Escribió reiteradamente
al Congreso apelando a su
patriotismo para que enviase comestibles,
combustible y todo lo necesario
para la subsistencia. Él, que ya había
renunciado tras su nombramiento
militar a cualquier remuneración que
fuese asociada al cargo, no podía
satisfacer las exigencias de la
situación y tuvo que contemplar
cómo un cuarto de los militares a su
cargo morían de frío y a causa de
varias enfermedades. En lo que se
consideró un hecho insólito en
aquel momento, su esposa Martha acudió al
campamento de invierno a apoyar a
su marido. Ambos habían mantenido
correspondencia durante toda la
guerra, y él, al no volver para pasar
con ella los meses que se le
permitía, siempre la invitaba a visitarle
(cuando las circunstancias lo
permitiesen). En aquella ocasión acudió y
brindó ánimo, ayuda y aliento no
sólo al comandante, sino a todo aquel
que estuviese necesitado.
Desde 1778 la estrategia
británica se desvió en tratar de controlar
primero las colonias del Sur y
desde allí reconquistar el Norte en lo
que fue un intento por dar una
vuelta a los acontecimientos. Pero poco a
poco la situación se fue
decantando a favor de los colonos americanos,
que desde 1780 contaban con el
apoyo de un cuerpo de voluntarios
franceses que había desembarcado
a las órdenes del conde de Rochambeau.
Washington se había mantenido en
el norte desde la primavera de 1778,
momento en el que había
reconquistado Filadelfia, vigilando la actividad
del cuartel general británico en
Nueva York. Sin embargo, en 1781 salió
al mando de sus hombres para
forzar la rendición de las fuerzas que al
mando del general lord Cornwallis
permanecían en el puerto virginiano de
Yorktown. Bloqueado por mar por
barcos franceses y por tierra por los
rebeldes, Washington logró su
rendición el 17 de octubre de 1781. Tras
este golpe, el resto de las
guarniciones británicas se rindieron
sucesivamente. Yorktown fue el
golpe que inclinó la balanza hacia uno de
los bandos, la guerra estaba
sentenciada y los colonos habían vencido.
Comenzó entonces un complejo y
dilatado proceso de negociaciones
diplomáticas para concertar un
tratado de paz, que no se logró hasta
septiembre de 1783. La
complejidad estaba básicamente en que no incumbía
sólo a Gran Bretaña y a los
rebeldes, sino que Francia y España también
habían contribuido a la victoria
norteamericana y exigieron ser
reconocidos como vencedores de su
principal enemigo en el marco político
internacional. En el Tratado de
Versalles, Gran Bretaña reconoció la
independencia de sus colonias,
constituidas como una única república.
Era el acta de nacimiento a nivel
internacional de un nuevo país: los
Estados Unidos de América.
Al otro lado del Atlántico se
abría un momento completamente nuevo para
los ex colonos británicos.
Durante la guerra las colonias se habían
declarado independientes por
separado y habían redactado sus propias
declaraciones de derechos y
leyes, aunque habían reconocido también un
nexo común. Los Artículos de la
Confederación, aprobados en 1777,
iniciaron la experiencia de un
gobierno conjunto mediante un Congreso
que resultó inoperante en la
práctica: se convirtió en la expresión
testimonial de la existencia de
unos intereses comunes y de la hermandad
de los trece territorios más que
en una institución útil y efectiva.
Acabada la guerra, y una vez
superada la lucha por sacudirse el yugo de
la metrópoli, era la hora de
construir la nación, una oportunidad
irrepetible en la que se abría un
proceso político sin precedentes que
el mismo Washington calificó en
alguna ocasión de «el experimento
confiado en manos del pueblo
americano». En ese momento muchos vieron en
él la principal figura llamada a
realizar la formidable empresa que
había que emprender, ya que le
consideraban uno de los máximos
responsables del éxito militar.
Para sorpresa de todos, en noviembre de
ese mismo año viajó a Annápolis,
donde estaban reunidas sus tropas, les
dirigió un mensaje de despedida y
renunció a su cargo y honores
militares para volver a la vida
civil. El estupor en la opinión pública
fue general. Se suele afirmar, en
lo que constituye una de esas citas
tan célebres como nunca
constatadas, que el rey Jorge III comentó al
conocer la renuncia del
comandante en jefe: «Por Dios, si hace eso es
que es el hombre más grande de la
Tierra». El día de Nochebuena de 1783,
Washington llegó a Mount Vernon
después de ocho años de ausencia.
Su retiro fue una decisión
meditada, que nacía de la concepción que
tenía de sí mismo como un
ciudadano alzado en armas para defender su
país y las libertades amenazadas
de sus compatriotas, y de la que tenía
de la política como un servicio a
los demás, no como un fin en sí mismo,
sino como un instrumento para
conseguir salvaguardar los intereses de la
colectividad. De ahí que
rechazase entrar en política en 1783, pero la
política del momento decidió no
renunciar a él. Seguía siendo uno de los
más importantes plantadores de
Virginia y su actividad pública en el
ahora estado federado
independiente siguió existiendo, por mucho que
quisiese mantenerla en un nivel
bajo. Cuando las autoridades de los
trece estados fundacionales
decidieron convocar una nueva asamblea en
Filadelfia para redactar una
Constitución, Washington fue de nuevo
elegido por Virginia.
Construyendo una nación
Los cincuenta y cinco miembros de
la Convención Constitucional de
Filadelfia comenzaron sus
sesiones en la primavera de 1787. George
Washington fue elegido por
unanimidad presidente del cuerpo
constituyente. Su intervención en
los debates fue escasa, consciente de
que su opinión podía decantar el
sentido de los mismos, consideró que a
su cargo de presidente de la
asamblea le correspondía un papel arbitral
entre las distintas corrientes
políticas allí representadas,
conciliarlas y fomentar un
acuerdo que permitiese que el texto saliese
adelante. Es un hecho aceptado
que cuando la Convención discutió sobre
la forma y facultades del poder
ejecutivo en el nuevo estado, la figura
de Washington estaba en la mente
de todos como el más probable
presidente de la nueva nación por
su prestigio, su talante moderado y
conciliador y su compromiso con
la causa de la independencia. No sólo
fue decisiva esta influencia a la
hora de rechazar una presidencia
triple en la figura de un
triunvirato, sino que se pensó en él como
modelo de persona que sería capaz
de manejar los enormes poderes que
finalmente se dieron a la
institución presidencial: el presidente sería
al tiempo jefe del Estado, del
Gobierno y de las fuerzas armadas,
tendría derecho de veto,
nombraría a los diplomáticos y miembros del
Tribunal Supremo y dispondría de
sus propias instituciones
administrativas, la
Administración Federal, para la ejecución de sus
decisiones. La Convención acabó
sus trabajos a finales del verano y la
Constitución de los Estados
Unidos de América, la primera de la
Historia, se aprobó el 17 de
septiembre de 1787.
Las expectativas creadas en la
Convención no fueron defraudadas. El
primer colegio electoral de
Estados Unidos eligió por unanimidad como
primer presidente de la República
a George Washington el 4 de marzo de
1789, y el 30 de abril tomó
posesión en la primera capital del nuevo
estado: Nueva York. Su presencia
en el cargo se vio como una garantía de
estabilidad para el primer
gobierno por su carisma, su probado
patriotismo y sus dotes
políticas. Su mandato duró ocho años al ser de
nuevo elegido en noviembre de
1792. Centró la actividad de su gabinete
en poner en marcha los mecanismos
establecidos en la Constitución sin
dejar a nadie de lado. De hecho,
tuvo la habilidad de combinar en su
gobierno a los miembros de las
dos grandes corrientes políticas del
momento, que progresivamente se
fueron configurando en los primeros
partidos políticos del país. El
secretario del Tesoro (figura
equivalente a la de ministro de
Hacienda) Alexander Hamilton encabezaba
a los Federalistas frente al
secretario de Estado (similar a un ministro
de Asuntos Exteriores) Thomas
Jefferson, que lideraba a los
Republicanos. Combinando ideas de
ambos grupos, el presidente sacó
adelante las medidas que
consideró más favorables para dotar de
estabilidad al joven país.
Defendió a los Federalistas en sus propuestas
para la consecución de una
efectiva independencia económica y financiera
mediante una ley tributaria que
dotase de ingresos estables al estado,
la Tariff Act de 1789, una ley
que creara un sistema financiero propio,
la Bank Act de 1791, y otra que
regulase la creación de la moneda
nacional, la Coinage Act de 1792.
Desde 1793, la radicalización de la
Revolución francesa tras la
ejecución de Luis XVI, que llevó a Gran
Bretaña a forjar una alianza con
las monarquías absolutistas europeas y
con los Países Bajos (conocida
como «Primera Coalición») para declarar
la guerra a Francia, obligó a
Washington a dar mayor importancia a la
política internacional. Aunque
por el tratado firmado durante la guerra,
en 1778, Estados Unidos era
aliado de Francia, el presidente declaró la
neutralidad del país, lo que no
le impidió reconocer más tarde a la
República Francesa. En 1794 el
enviado norteamericano John Jay cerró con
Gran Bretaña un tratado comercial
que fue ratificado por el presidente y
que le supuso las primeras
críticas importantes a su gestión. Sin lugar
a dudas, durante los últimos años
de su mandato la política
internacional fue la que marcó el
debate público y la agenda política, y
fueron estos asuntos los que
hicieron pasar más apuros al presidente.
Para 1796 tocaba realizar la
tercera elección presidencial. El 19 de
septiembre de ese año Washington
volvió a sorprender a sus compatriotas
al publicar un mensaje de
despedida (Farewell Adress) en el mayor
periódico de Filadelfia, The
American Daily Advertiser. En él anunciaba
que no optaría a un tercer
mandato. Era sin duda una respuesta a los que
le acusaban de tener veleidades
de perpetuarse en el poder como si fuese
un rey. En dicho mensaje
confirmaba públicamente sus convicciones
republicanas, apelaba a la unidad
de los estadounidenses frente a los
efectos disgregadores de un
partidismo excesivo, y alertaba contra la
tentación de dejarse arrastrar
por los vendavales de la política
internacional aliándose con
países extranjeros, ya que los intereses de
Europa no eran los de América.
Después de publicar el mensaje se
retiró, por tercera vez, a Mount
Vernon. Allí reemprendió de nuevo
su actividad de empresario agrario. El
12 de diciembre de 1799, tras
pasar varias horas inspeccionando sus
granjas y terrenos, enfermó y dos
días más tarde murió a los sesenta y
siete años. La noticia de su
muerte fue acogida con señales generales de
reconocimiento tanto por la
incipiente clase política del joven país
como por la opinión pública en
general. Todos fueron conscientes desde
el principio de que Estados
Unidos no podría haber llegado a donde
estaba sin la gran obra de su
primer presidente, tanto en la guerra como
en la paz.
El reconocimiento y la admiración
que despertó la figura de George
Washington al final de su vida se
cimentaron no sólo en su protagonismo
durante la guerra de la
Independencia que logró la emancipación de los
Estados Unidos de América. Logró
además atraerse el elogio general por
la coherencia entre los
principios que defendió con las armas y su
actuación posterior en la
política nacional. A Washington no le interesó
el poder en sí mismo, sus tres
retiradas de la vida militar y pública
(las tres elegidas por él en
momentos en los que podría haber
continuado) son clara muestra de
ello. Muy posiblemente si no se hubiese
producido la crisis económica y
política de la década de 1760 nunca
habría abandonado la tranquilidad
de Mount Vernon (su punto de eterno
retorno) y habría llevado una
existencia tranquila en la Virginia que le
vio nacer. Afortunadamente para
la historia de la democracia no fue así.
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