martes, 4 de noviembre de 2025

23 VOLTAIRE.

 



 

 

El espíritu de la Ilustración

 

Pocas veces un nombre es tan evocador de un tiempo y de una forma de ver

el mundo como lo es el de Voltaire en relación con la Ilustración. La

firme creencia en la capacidad de progreso de los hombres mediante la

razón, el rechazo de la superstición y la mojigatería, la defensa de la

igualdad entre los hombres o el vehemente alegato por la tolerancia

hacen de la obra y la vida de este polifacético filósofo la perfecta

encarnación del espíritu de las Luces. No hubo un tema sobre el que no

escribiese, una cuestión sobre la que no opinase o un asunto sobre el

que no se interesase de suerte que, con una lucidez poco frecuente,

Voltaire se convirtió en la conciencia crítica de la Europa del siglo

XVIII. Desde el teatro, el ensayo, el cuento o la poesía, su lengua

afilada encontró su blanco predilecto en la estupidez, la cerrazón, el

oscurantismo, el inmovilismo y la hipocresía, y esa incapacidad para

permanecer callado le sirvió para granjearse numerosos enemigos y

constantes altercados con la justicia. Expulsado de París, de Prusia y

de Ginebra, su vida fue un fiel reflejo de su gran inquietud intelectual

y sus escritos, sinónimo de escándalo. Las ideas de Voltaire corrieron

impresas por toda Europa y alimentaron el espíritu crítico de quienes

bebiendo en la Ilustración pusieron punto final al Antiguo Régimen con

la Revolución francesa de 1789, inaugurando así un nuevo tiempo. Nuestra

historia contemporánea, nuestra forma de ver el mundo, nuestros más

hondos principios no pueden entenderse sin tomar en consideración el

legado de este inmenso agitador de conciencias, y por ello su vida y su

obra continúan siendo en nuestros días un soplo de lúcido aire fresco.

 

François-Marie Arouet, conocido por la posteridad como Voltaire, nació

en París el 21 de noviembre de 1694. No se sabe demasiado acerca de su

vida familiar puesto que en ese aspecto el filósofo siempre se mostró

especialmente reservado. Su padre, François Arouet, procedía de una

familia burguesa de Poitu dedicada a la pañería. La prosperidad del

negocio permitió a François Arouet seguir la carrera de Derecho y

hacerse notario, cargo que con el paso de los años vendería para

convertirse en cobrador de la Cámara de Cuentas de París. En el

ejercicio de su profesión trató con algunos miembros de la nobleza de la

ciudad de modo que entre sus clientes se encontraban los Sully, los

Richelieu o los Saint-Simon. Su madre, Marie-Marguerite Daumard,

procedía asimismo de Poitu y era hija de un escribano del Parlamento,

por lo que gozaba de una posición económica desahogada que mejoraría con

su matrimonio. Mujer culta y refinada, murió cuando Voltaire tenía sólo

siete años, y desde entonces la única figura femenina de su entorno fue

su hermana mayor, Marguerite-Catherine. Los Arouet tuvieron cinco hijos

de los que sólo sobrevivieron tres: Marguerite, Armand y el menor de

todos, Voltaire. Voltaire era menudo, delgado, debilucho y

extraordinariamente inquieto, por lo que cuando nació sus padres no

tenían demasiadas esperanzas en que pudiese salir adelante. Así, a los

pocos días del nacimiento, uno de sus primos comunicaba a su familia de

provincias su llegada al mundo con un lacónico «el niño parece muy

poquita cosa». Afortunadamente para la historia de la humanidad la

«poquita cosa» dio enormemente de sí durante más de ochenta años.>

 

 

 

Un joven rebelde y lenguaraz

 

Tras la muerte de Marguerite Daumard en 1701, François Arouet confió la

educación de Voltaire a su padrino, el libertino abate de Châteauneuf,

cuya influencia sería clave en la conformación de la personalidad del

futuro escritor. Quizá por su recomendación Arouet decidió que su hijo

menor estudiase en un colegio jesuita, ya que deseaba que Voltaire

recibiese una sólida formación académica y que, además, pusiese los

cimientos de futuras buenas relaciones de sociedad. Nueve años antes,

inspirado por idénticas intenciones, había tomado la decisión de enviar

a Armand a un colegio regentado por jansenistas (corriente rigorista del

catolicismo francés, fuertemente conservadora en lo moral y que los

jesuitas combatirían con vigor) cuya influencia era entonces muy

notable, pero en el momento de escolarizar a Voltaire consideró más útil

a este fin una institución de orientación antagónica. Como indica el

filólogo y biógrafo de Voltaire, Carlos Pujol, «hombre práctico y

tolerante, posiblemente sin principios religiosos muy arraigados, debió

de considerar que en aquel momento el partido jesuita llevaba las de

ganar y proporcionaría a su hijo unas relaciones más provechosas para el

futuro». Así, con diez años Voltaire ingresó en el colegio

Louis-le-Grand en el que permanecería hasta 1711 y de cuyos maestros

conservaría grato recuerdo por el resto de sus días. Pronto se reveló

como un alumno inteligente, precoz, travieso y descarado, capaz de

componer versos con asombrosa facilidad y sacar de quicio a compañeros y

profesores. En el colegio hizo algunas de las amistades más sólidas de

su vida con jóvenes que, como bien había pronosticado su padre, ocuparon

con el paso de los años importantes cargos en la vida pública de

Francia, como Agustín de Ferriol, conde D’Argental, consejero del

Parlamento y ministro plenipotenciario, o el marqués D’Argenson,

ministro de Asuntos Extranjeros. Fue también en esa época cuando su

padrino, el abate Châteauneuf, comenzó a hacer que frecuentara los

círculos mundanos de París introduciéndole en la sociedad libertina del

Temple, cuyas reuniones literarias en las que se respiraba un espíritu

epicúreo e impío marcarían por siempre su personalidad. También de la

mano de su mentor conoció Voltaire a la entonces celebérrima cortesana

Ninon de Lenclos, quien, encantada con el ingenio y la mordacidad del

joven, le legó a su muerte dos mil francos para que comprase libros.

 

En 1711, a instancias de su padre, que temía por el futuro de su díscolo

vástago, Voltaire inició con desgana estudios de Derecho. Como le

aburría, en lugar de estudiar pasaba el tiempo entregado a la

composición de odas y epigramas soñando con una vida refinada, llena de

reuniones sociales y en compañía de la mejor aristocracia. Convencido de

la necesidad de meter a su hijo en cintura y después de enviarle sin

éxito alguno a residir una temporada en Caen, François Arouet optó por

mandarle a La Haya como secretario del nuevo embajador y hermano de su

padrino, el marqués de Châteauneuf. Pero allí Voltaire, que por su cargo

tenía contacto asiduo con los muchos protestantes franceses refugiados

en Holanda, se enamoró de una joven, Olympe, que resultó ser hija de uno

de los personajes más influyentes de La Haya, madame Dunoyer, una

protestante huida de Francia responsable de la publicación de una hoja

periódica, La Quintessence, llena de ecos de sociedad y críticas a la

monarquía francesa. Madame Dunoyer no estaba dispuesta a permitir que su

hija mantuviese una relación con un joven de dudoso porvenir y el tutor

de Voltaire tampoco estaba por la labor de favorecer el idilio con la

hija de un personaje tan polémico para la alta sociedad francesa, de

modo que entre unos y otros, y a pesar de la resistencia de los

enamorados, pusieron fin al romance devolviendo a Voltaire a París.

 

De regreso en Francia, Voltaire trató por todos los medios posibles de

conseguir que Olympe pudiese reunirse con él; incluso llegó a tratar de

convencer al confesor real, el jesuita Le Tellier, de la necesidad de

«rescatar» a la joven de la herejía protestante que la envolvía en

Holanda. Enfurecido por su comportamiento, y como la ley permitía que un

padre encarcelase a un hijo menor si lo consideraba necesario, François

Arouet le amenazó con conseguir una orden de destierro, por lo que

Voltaire tuvo que renunciar a sus pretensiones y plegarse a la voluntad

paterna. Ingresó entonces como escribiente en una notaría, pero a los

pocos meses demostró que lo que de verdad le gustaba escribir eran

poemas satíricos sobre la situación social y política cuya publicación

escandalizaba a lo más granado de la sociedad parisina. La relación con

su padre era cada vez más difícil, y en casa tampoco se entendía con un

hermano cuyo furor jansenista le situaba en las antípodas de su

carácter. Como apunta el filósofo Fernando Savater, «como el hermano

mayor se entregaba ferozmente a escribir panegíricos de los

convulsionarios jansenistas, el buen notario llegó a esta alarmante

conclusión: “Tengo por hijos a dos locos; el uno en prosa y el otro en

verso”». Desesperado, decidió volver a cambiar de residencia a Voltaire

y enviarle en esta ocasión a Saint-Ange para que continuase sus estudios

de Derecho. Aun así Voltaire siguió escribiendo y poco a poco fue

ganando fama por su ingenio entre sus contemporáneos.

 

En 1715 falleció Luis XIV. Con su muerte se ponía fin a uno de los

reinados más carismáticos de la historia monárquica de Francia pero cuya

etapa final se había visto ensombrecida por una corriente de puritanismo

moral y beato propiciado por la influencia de madame de Maintenon sobre

el Rey Sol. Ante la minoría de edad del heredero, Luis XV, se hizo cargo

de la regencia el duque Felipe de Orleans, de costumbres bastante más

relajadas que pronto fueron blanco de la crítica de sus principales

opositores, el duque de Maine y el conde de Toulouse, ambos hijos

bastardos de Luis XIV. Voltaire tomó partido por los círculos de

oposición al regente y, como no podía ser de otro modo, puso su pluma al

servicio de su causa. Así, en 1716, como recuerda Carlos Pujol, «cuando

Felipe de Orleans vendió por economía la mitad de los caballos del rey,

el joven Arouet comentó [en unos versos] que hubiera sido preferible

vender la mitad de los asnos de dos patas que había heredado del difunto

monarca». Esta intervención le costó una orden de confinamiento en el

castillo de Sully-sur-Loire, pese a lo cual, al año siguiente la

publicación de un poema cargado de burlas contra el regente, Puero

regnante, terminaría motivando su encierro en la Bastilla (una de las

prisiones de París) durante once meses. Allí escribiría su tragedia

Edipo que, dedicada a la madre del regente, se estrenó con gran éxito en

1719. En ella su autor firmaría por primera vez como Voltaire, nombre

que adoptaría desde entonces y sobre cuyo origen no se sabe nada en

firme pues hay quienes consideran que se trataría de un anagrama de

Arouet le Jeune, mientras que otros piensan que se trata del nombre de

una antigua posesión familiar, e incluso hay quienes suponen que es una

corrupción del apelativo cariñoso con que le trataba su madre, petit

volontaire («pequeño testarudo»).

 

A partir del estreno del Edipo la fama de Voltaire fue creciendo y su

presencia en los círculos aristocráticos de Francia se volvió habitual.

Fueron años de estrenos teatrales y publicaciones satíricas en los que

el éxito social del autor se mezcló son sus frecuentes altercados por

causa de sus escritos escandalosos. En 1722 la muerte de su padre

procuró a Voltaire una renta de más de cuatro mil libras gracias a la

cual consiguió una tranquilidad económica que le permitió centrarse en

sus escritos. Voltaire disfrutaba de su predicamento; era requerido en

las reuniones de la alta sociedad, y la vida refinada y llena de lujo le

placía tanto como la buena lectura o la escritura. Pero un hecho que

marcaría para siempre sus reflexiones le haría despertar bruscamente de

su sueño aristocrático.

 

 

 

Del destierro al éxito

 

Entre los muchos personajes que no soportaban a Voltaire por su

mordacidad y sus posturas libertinas y anticlericales se encontraba el

caballero de Rohan-Chabot, miembro de una de las familias nobles y mejor

situadas de Francia y con el que el escritor tenía frecuentes roces. En

cierta ocasión, mientras Voltaire conversaba con su amiga la actriz

Adrianne Lecouvreur, el caballero de Rohan se dirigió de modo

impertinente al escritor preguntándole con sorna cuál era en verdad su

apellido, si Voltaire o Arouet, a lo que el aludido contestó: «Señor

caballero, cualquiera que sea mi nombre, yo lo inmortalizo, mientras que

vos arrastráis el vuestro». Ofendido por el desaire, Rohan decidió

vengarse, y unos días más tarde, mientras Voltaire asistía a una cena en

el palacio de los duques de Sully, fue avisado de que unos caballeros

preguntaban por él en la calle. Sin sospechar nada salió a su encuentro,

pero los emisarios le propinaron una paliza mientras el caballero de

Rohan contemplaba la escena sentado en su coche y gritaba: «¡No le

peguéis en la cabeza, que podría salir algo bueno!». Cuando por fin le

dejaron, Voltaire, apaleado e indignado, regresó al palacio de los Sully

y pidió a los anfitriones y a algunos asistentes que declarasen contra

el caballero de Rohan en la denuncia que pretendía elevar. La sorpresa

del autor fue mayúscula cuando su petición fue acogida con risas. Ningún

miembro de la aristocracia francesa iba a declarar en contra de un igual

para ayudar a un miembro del tercer estado. Voltaire tenía dinero y

fama, pero no era noble, de modo que Rohan no había hecho otra cosa que

poner en su lugar a un plebeyo deslenguado cuyo ingenio podía entretener

a las clases más altas pero en ningún caso convertirle en un igual. Sin

embargo el escritor no estaba dispuesto a dejar pasar la afrenta, de

modo que comenzó a tomar clases de esgrima con el firme propósito de

desafiar al caballero de Rohan. Todo París se hizo eco del asunto y

cuando Rohan supo de las intenciones del autor no tuvo problemas para

hacerse con una orden de encarcelamiento. Encerrado durante unos días en

la Bastilla se le condujo finalmente a Calais para que, desterrado y con

la prohibición de acercarse a París a menos de cincuenta leguas,

embarcase rumbo a Inglaterra.

 

A comienzos del mes de mayo de 1726, Voltaire llegó a su destino. Su

estancia en Inglaterra se prolongó durante dos años, que fueron de

inmejorable provecho intelectual para el autor. Acogido en un primer

momento en Londres por su amigo el vizconde de Bolingbroke, Voltaire,

que no olvidaba lo sucedido, fijó su alojamiento en Wandsworth, en la

casa de campo de un comerciante burgués, Everard Falkener, con el que

tenía una excelente relación. De la mano de Bolingbroke se le abrieron

todas las puertas de la sociedad inglesa y pronto comenzó a tratar con

algunas de las personalidades más relevantes del mundo de la literatura

y la ciencia del país, como Young, Clarke, Congreve, Pope, Swift o

Berkeley. Aprendió inglés con rapidez y gracias a ello pudo acercarse a

la obra de los filósofos empiristas que le causó auténtica fascinación.

Asimismo leyó a Shakespeare, cuyas representaciones teatrales le

entusiasmaron en grado sumo, y asistió conmovido al fastuoso entierro de

su admirado Newton en la abadía de Westminster. Voltaire quedó

hondamente impresionado por el reconocimiento que la sociedad inglesa

rendía a sus intelectuales, así como por el clima propicio al libre

pensamiento y el debate científico frente a la rigidez y las trabas que

había encontrado en Francia. Inglaterra se convertiría desde entonces

para el filósofo en el paradigma de lo mejor de la sociedad de su tiempo

hasta el punto de que llegaría a afirmar: «Éste es un país en el que se

piensa libre y noblemente, sin que contenga ningún temor servil. Si

siguiera mi inclinación, me instalaría aquí con el único propósito de

aprender a pensar».

 

Entre los meses de febrero y marzo de 1729 retornó a Francia y en el mes

de abril se le autorizó a regresar a París. Una de las lecciones que

había aprendido de la sociedad burguesa de Inglaterra era que para ser

libre era necesario ser económicamente independiente, de forma que

dedicó buena parte de sus esfuerzos a hacer crecer su fortuna personal

mediante operaciones de especulación financiera y comercio que le dieron

fabulosos resultados. Al mismo tiempo su actividad literaria fue

creciendo en intensidad y durante los años siguientes cosechó

importantes éxitos teatrales con obras como Brutus (1730) o Zaïre

(1732). Pero la inconveniencia de su pluma continuó granjeándole

problemas, como sucedió en 1730 a raíz de su escrito de protesta por lo

sucedido tras la muerte de la actriz Adrianne Lecouvreur. La legislación

eclesiástica en Francia prohibía dar sagrada sepultura a los actores que

no hubiesen renunciado públicamente a su profesión, por lo que el cuerpo

de la actriz, pese a su notoriedad, fue arrojado a un vertedero y

cubierto de cal. La indignación de Voltaire por la hipocresía de la

sociedad francesa y el trato inhumano dado a una de las representantes

de su cultura se hizo pública mediante uno de sus temidos poemas en el

que, ensalzando la sociedad inglesa, criticaba ferozmente la francesa.

En consecuencia, las amenazas de las autoridades eclesiásticas hicieron

conveniente que abandonase París por un tiempo. Al año siguiente la

aparición del primer volumen de su Historia de Carlos XII escandalizó de

tal modo por la independencia de sus opiniones como historiador que fue

rápidamente confiscado, pero sería la publicación en 1734 de sus famosas

Cartas filosóficas la que produjese mayor alboroto (un año antes habían

visto la luz en Inglaterra sin problemas). En esta obra retomaba el

elogio del país vecino y la crítica al propio, afirmaba con rotundidad

su postura deísta y atacaba duramente a la Iglesia. Como recuerda

Fernando Savater, «la distribución de este libro causó un revuelo

mayúsculo, uno de los mayores de la vida pródiga en escándalos de

Voltaire. El editor fue detenido, se lanzó una orden de arresto contra

Voltaire, que tuvo que huir, y el libro fue quemado públicamente por

orden del Parlamento “como escandaloso y atentatorio a las buenas

costumbres, la religión y al respeto debido al gobierno”».

 

Voltaire se refugió en Cirey en el castillo de su amiga madame de

Châtelet, con la que un año antes había iniciado una relación amorosa

que duraría dieciséis. Gabrielle Émile Le Tonnelier de Breteuil,

marquesa de Châtelet, era una mujer casada, extraordinariamente culta y

tan célebre por sus aficiones literarias y científicas como por su falta

de prejuicios. La ausencia de entendimiento con su marido, once años

mayor que ella y al que lo único que parecía interesar era el ejército,

motivó que ambos llevasen vidas separadas y que Émile tuviese varios

amantes. Cuando conoció a Voltaire se deslumbró por su inteligencia y

ella, por su parte, despertó al tiempo en el filósofo el interés por la

metafísica, la física matemática y por sí misma. En Cirey ambos

iniciaron una vida en común consagrada al estudio que el mismo Voltaire

describiría del siguiente modo en sus Memorias: «Era la señora marquesa

du Châtelet, la mujer de Francia con más disposición para todas las

ciencias. (…) Raramente se ha unido tanta armonía espiritual y tanto

gusto con tanto ardor por instruirse; no le gustaban menos el mundo y

todas las diversiones de su edad y sexo. Sin embargo, lo abandonó todo

para ir a sepultarse en un castillo arruinado, en la frontera de la

Champaña y la Lorena. (…) Embelleció el castillo adornándolo con

jardines bastante agradables. Yo construí una galería; monté un gabinete

de física muy bien equipado. Llegamos a reunir una biblioteca numerosa.

(…) Sólo buscábamos instruirnos en este delicioso retiro, sin enterarnos

de lo que pasaba en el resto del mundo. Nuestra mayor atención se

dirigió durante mucho tiempo hacia Leibniz y Newton. (…) Cultivábamos en

Cirey todas las artes».

 

El retiro de Voltaire y Émile Cirey duró varios años en los que el

filósofo comenzó una relación epistolar con el príncipe Federico de

Prusia, que había accedido al trono en 1740 y con el que había tenido

varios encuentros personales. Las inquietudes literarias y filosóficas

del monarca le llevaron a pedirle encarecidamente que se trasladase a

vivir en su corte. Entretanto, Voltaire continuó publicando y provocando

escándalos con sus escritos; especialmente sonado fue el motivado por la

aparición de la primera parte de El siglo de Luis XIV (1739) que fue

rápidamente secuestrado por las autoridades. El inicio del gobierno

personal de Luis XV en 1743 marcó un cambio en la vida pública de

Voltaire. El ya maduro filósofo continuaba aspirando a conseguir el

favor de la corte de Francia y vio en su amistad con Federico II de

Prusia la posibilidad de lograrlo ofreciendo sus servicios como

diplomático y espía. Pese a sus gestiones en este sentido entre agosto y

octubre de 1743, no obtuvo el reconocimiento esperado, por lo que optó

por una vía diferente y tan antigua como efectiva para conseguir su

propósito.

 

Apoyándose en la influencia de varios de sus amigos que formaban parte

del gobierno —Richelieu y los hermanos D’Argenson— Voltaire logró

hacerse un hueco en la corte de Luis XV. Publicó entonces varias obras

de carácter panegírico sobre el monarca y aceptó el encargo de escribir

la ópera-ballet La princesa de Navarra que, con música de Rameau, se

estrenaría con motivo de las bodas del Delfín. Asimismo, gracias a su

habilidad, Voltaire logró la bendición del papa Benedicto XIV para su

polémica obra teatral Mahoma (frecuentemente el filósofo en sus escritos

literarios hacía que personajes infieles o gentiles diesen lecciones de

moral a otros personajes cristianos que encarnaban los valores de lo que

se entendía como civilización) obteniendo así un refrendo público

inmejorable. También se granjeó el apoyo y la amistad de la favorita del

rey, la marquesa de Pompadour, una de las principales defensoras y

protectoras del pensamiento ilustrado francés y la Enciclopedia. Con

semejantes valedores, pronto comenzaron a llegar los nombramientos

honoríficos y reconocimientos de todo tipo. En 1745 fue nombrado

cronista oficial de Luis XV y al año siguiente obtendría su consagración

oficial absoluta con los nombramientos de gentilhombre ordinario de

cámara y miembro de la Academia francesa. No en vano afirmaría en sus

Memorias: «Concluí que para hacer la más pequeña fortuna, más valía

decir cuatro palabras a la amante del rey que escribir cien volúmenes».

 

Voltaire había logrado el éxito social que siempre había deseado. Con su

ingreso en la Academia quedaba reconocido oficialmente como uno de los

más importantes intelectuales de la Francia de su tiempo y, por otra

parte, las rentas asociadas a sus nuevos cargos no hicieron sino

incrementar su ya más que notable fortuna. Su relación con la marquesa

de Châtelet continuaba siendo muy cercana, si bien platónica, ya que

desde 1748 Émile estaba enamorada de un nuevo amante, el marqués de

Saint-Lambert. La inesperada muerte por sobreparto de su querida amiga

en 1749 sumió al filósofo en una sincera desolación. Incómodo en París

sin su compañía, Voltaire decidió entonces dar un giro a su vida y

aceptar las reiteradas invitaciones de Federico II. Como deseaba vivir

la experiencia de formar parte de la corte de un auténtico rey filósofo,

el 18 de junio de 1750 Voltaire salió de París rumbo a Prusia. No podía

imaginar que no volvería a ver la Ciudad de la Luz hasta más de treinta

años después, casi al final de su vida.

 

 

 

El «Salomón del Norte»

 

En julio de 1750 Voltaire llegó a Potsdam donde fue recibido con grandes

fastos por Federico II. El encuentro discurrió del mejor modo posible.

El «Salomón del Norte», como Voltaire le llamaba con frecuencia, deseaba

hacer de su corte un lugar de referencia de la cultura de la época y la

presencia de Voltaire era un trofeo de primer orden. Hasta entonces la

corte prusiana sólo era famosa por la escasa sensibilidad cultural de

Federico I y el desproporcionado desarrollo militar que había

patrocinado. En palabras de Carlos Pujol, «a los ojos del extranjero

Prusia se parecía sospechosamente a un gigantesco cuartel. En Potsdam,

por ejemplo, para una población de unos dieciocho mil habitantes, había

doce mil soldados, y en Berlín aproximadamente una quinta parte de la

ciudad la constituían militares». La inclinación de Federico II por la

música, la poesía y las ciencias fue constante motivo de enfrentamientos

con su padre, pese a lo cual el futuro rey perseveró en ella. Ya como

rey se empeñó en llenar su corte de personajes variopintos que le diesen

lustre intelectual, y con ellos mantendría finalmente una relación

ambivalente debido a las tensiones encontradas entre sus ideales

filosóficos y su realidad práctica como monarca. Sin embargo, el

comienzo de la estancia de Voltaire en Potsdam no pudo resultarle más

grata y así lo constató en sus Memorias: «¡No había manera de resistirme

a un rey victorioso, poeta, músico y filósofo, y que simulaba quererme!

(…) Estar alojado en las habitaciones que había tenido el mariscal de

Sajonia, tener a mi disposición los cocineros del rey cuando quería

comer en casa, y los cocheros cuando quería pasear, eran los favores más

pequeños que me hacían. Las cenas eran muy agradables. No sé si me

equivoco, pero me parece que allí había mucho ingenio: el rey lo tenía y

hacía tenerlo; y lo más extraordinario de todo es que nunca he asistido

a almuerzos en los que reinase tanta libertad».

 

Como miembro de la corte de Federico II, Voltaire fue nombrado chambelán

y caballero de la orden del Mérito, con una pensión de seis mil táleros

(moneda prusiana). No tenía ninguna obligación concreta y sus días

transcurrían perfeccionando el francés del monarca, puliendo sus

escritos y conversando sobre ciencia, literatura y filosofía con él y

otros intelectuales. Pero tan idílica situación pronto comenzó a

deteriorarse. El filósofo francés discutía a menudo con el rey por

cuestiones de dinero y, según parece, participó en un negocio de bonos

del Estado más bien turbio que al monarca le supuso un gran disgusto. El

fuerte carácter de ambos les hacía enzarzarse con frecuencia en

discusiones estériles y las intrigas patrocinadas por las envidias de

otros personajes de la corte terminaron jalonando su relación de

constantes altibajos. Uno de estos asuntos sería la causa de que

Voltaire decidiese poner punto final a su experiencia prusiana: uno de

los protegidos de Federico, Maupertuis, director de la Academia de

Berlín, discutió por una cuestión científica con el matemático Samuel

Koenig y llegó a enojarse tanto por las críticas de éste, que usó su

influencia para tratar que la Academia le retirase la pensión que

percibía como bibliotecario. Voltaire, que tenía mala relación con

Maupertuis y estaba convencido de la injusticia que se estaba cometiendo

con Koenig, tomó partido por el matemático con la publicación de un

libelo anónimo. El libelo fue contestado por otro de Federico II

apoyando a Maupertuis y Voltaire, como siempre, en lugar de contener su

pluma, dio rienda suelta a su mordacidad en un escrito titulado Historia

del doctor Akakia, médico del papa. La publicación enfureció al rey de

Prusia y ordenó que confiscaran la edición, pero la obra ya circulaba

libremente por el extranjero. La única salida que le quedaba a Voltaire

para evitar las posibles represalias era abandonar Prusia, así que en

marzo de 1753, alegando motivos de salud, consiguió la autorización

regia para salir de Berlín.

 

Sin despedirse de nadie y con verdadera prisa, Voltaire se dirigió a

Leipzig, pero una vez allí escribió un apéndice a su Doctor Akakia;

además llevaba consigo un volumen de poemas eróticos y satíricos

compuestos por el rey. Al echarlo en falta y temer que lo publicasen,

Federico II ordenó detener al filósofo. Cuando éste y su secretario

estaban a punto de llegar a Francia, fueron interceptados por un agente

en Frankfurt, que mantuvo retenido a Voltaire durante más de dos meses

hasta recuperar el volumen, pero el vivo pensador lo había mandado

enviar a Hamburgo. El atropello se aireó por toda Europa, pero las

muestras de simpatía que recibió Voltaire al ser liberado no le

convertían en un personaje menos controvertido e incómodo para la corte

prusiana que para la francesa. El filósofo comenzó entonces a buscar un

lugar en el que instalarse; tras pasar el otoño de ese año en la abadía

de Sénones como invitado del benedictino Antoine Calmet para estudiar su

biblioteca, decidió dirigirse a Ginebra para encontrar por fin un

refugio tranquilo. Pero en la vida de Voltaire la tranquilidad no

formaba parte del programa.

 

 

 

La libertad al final de la vida

 

Después de vencer las dificultades que la ley suiza imponía a los

católicos para la adquisición de propiedades, en 1755 Voltaire consiguió

la autorización para comprar una finca situada cerca de Ginebra llamada

Saint-Jean y que él rebautizaría como Les Délices. Entre las grandes

obras que acometió para acondicionar el lugar a su gusto, hizo construir

un teatro en el que, en cuanto estuvo instalado, se empezaron a

representar obras para su disfrute y el de sus numerosos invitados, y

también por este motivo comenzaron sus problemas con las autoridades

locales. Suiza era un país calvinista y según su austero credo religioso

el teatro era una diversión frívola y poco edificante. Molesto por la

actitud del filósofo, el Ayuntamiento de Ginebra prohibió las

representaciones teatrales, prohibición a la que Voltaire hizo más bien

poco caso. Ese mismo año el terrible terremoto de Lisboa le inspiraría

un poema cuya publicación en 1756 volvió a ponerle en el punto de mira

de los calvinistas, pues en él ponía en entredicho la bondad de la

Providencia que consentía una catástrofe indiscriminada de semejante

magnitud. Sin embargo, la gota que derramaría el vaso de la paciencia de

las autoridades de Ginebra fue la aparición en 1757 del artículo

«Ginebra» de la Enciclopedia, obra culmen del pensamiento ilustrado francés.

 

Desde la aparición en 1751 del primer volumen de la Enciclopedia,

Voltaire había colaborado asiduamente con la redacción de diversas

voces. El artículo sobre Ginebra apareció en el séptimo volumen y en él

se criticaba duramente el rigorismo calvinista así como su rechazo al

teatro. Aunque la autoría se debía a D’Alembert, Voltaire se hallaba

tras él y los calvinistas de Ginebra no dudaron en acusarle como

inspirador del artículo. La polémica llegó a tal punto que los pastores

calvinistas ginebrinos redactaron una declaración conjunta contra la voz

de la Enciclopedia que se publicaría en febrero de 1758. Para entonces

ya había dado comienzo en París una virulenta campaña contra los

«filósofos», que era como se denominaba a los abanderados del

pensamiento ilustrado, y que terminaría siendo la causa de la

interrupción de la edición de la Enciclopedia. Así las cosas, Voltaire

ni se podía plantear el regreso a París ni tampoco consideraba lo más

recomendable permanecer sin moverse de Les Délices, por lo que empezó a

buscar nuevamente un lugar en el que instalarse.

 

El filósofo francés deseaba encontrar un lugar en el que poder sentirse

completamente a sus anchas, pero sabía que su lengua incontrolable le

procuraría problemas allá donde fuese. Por esa razón pensó en adquirir

unos terrenos en Francia junto a la frontera con Suiza, de tal forma que

según le conviniese pudiera desplazarse de un lugar a otro. Fernay fue

el lugar escogido por Voltaire para poder pasar los últimos años de su

vida viviendo sujeto sólo a su voluntad y actuando libremente. Como

apunta el escritor Agustín Izquierdo Sánchez, «Voltaire continúa una

vida privada de hombre de letras retirado en las posesiones que había

adquirido para poder vivir con cierta independencia y libertad. Había

tomado conciencia de que esa forma de vida es imposible estando en

relación con los poderosos, pues el trato de igual a igual que desde su

juventud había intentado establecer con la aristocracia, se convertía

ineludiblemente en una relación de sumisión».

 

En Fernay Voltaire desplegó una actividad incansable con el único fin de

convertir sus tierras en un lugar agradable y productivo tanto para él

como para los colonos que las ocupaban. Después de demoler un antiguo

castillo, hizo construir para su residencia una casa amplia con una

magnífica biblioteca y un teatro para sus representaciones privadas.

Dotó de casas y una escuela a sus colonos, puso a producir tierras

incultas, creó plantaciones y se entregó con verdadero empeño a lograr

el bienestar de todos los que allí vivían, como si se tratase de una

pequeña sociedad modélica ajustada a sus ideales. Fernay se convirtió en

lugar de paso obligado para todos los ilustrados europeos que, llegados

de todas partes, visitaban a quien ya era considerado como una de las

mayores figuras de las Luces.

 

Voltaire continuó escribiendo y siendo protagonista de incontables

combates dialécticos. A esos años pertenecen algunas de sus obras más

relevantes como Cándido o el optimismo (1759), el Tratado sobre la

tolerancia (1763) o el Diccionario filosófico portátil (1764), que

concibió al tiempo que se erigió en voz denunciante y protector público

de todos los atropellos que motivados por la injusticia, la intolerancia

o la arbitrariedad llegaban a sus oídos. En palabras de Fernando

Savater, «retirado de las grandes capitales, Voltaire inicia su reinado

espiritual sobre Europa. Llega el momento de militar activamente en pro

de los ideales por los que ha abogado toda su vida. Multiplica los

panfletos, las sátiras, los artículos. Defiende a los filósofos

enciclopedistas y ridiculiza a sus enemigos. Comenta y explica la Biblia

desde un punto de vista racionalista, que indigna a los clérigos. Pero

sobre todo, entabla un feroz y desigual combate por la tolerancia».

Especial relevancia tuvo en este sentido su actuación en el llamado

«caso Calas» acaecido en 1762. Un anciano hugonote, Jean Calas, fue

condenado a muerte, torturado y estrangulado bajo la acusación de haber

ahorcado a su propio hijo porque deseaba convertirse al catolicismo. Se

trataba de un claro caso de fanatismo religioso dirigido contra una

familia protestante, pues ni el hombre había asesinado a su hijo ni éste

había querido hacerse católico. Conmovido por la barbarie desplegada en

nombre de las ideas religiosas, Voltaire puso a trabajar su pluma y su

cerebro (su Tratado sobre la tolerancia nació de sus reflexiones por

esta causa) hasta lograr el reconocimiento judicial del error y la

rehabilitación de la familia Calas y de la memoria del condenado. En los

años siguientes otros casos como el Sirven, el del caballero La Barre o

el caso Montbailli, por citar algunos, continuaron dando fe de la

decidida voluntad de Voltaire de combatir los males de la sociedad

contra los que siempre había clamado.

 

Los años pasaban y Voltaire, aunque parecía imbuido de una inagotable

energía creadora, iba haciéndose viejo. Anhelaba regresar a París, pero

la última prohibición decretada por Luis XV continuaba vigente. En 1774

falleció el monarca; su hijo, Luis XVI, pese a haber sido educado en los

principios de la Ilustración, tampoco sentía demasiado aprecio por el

filósofo. Entretanto, Voltaire escribía una obra de teatro, Irene, con

la esperanza de poder estrenarla en la capital francesa. Las gestiones

de sus amigos en la corte y la existencia de una opinión pública

mayoritaria favorable al anciano filósofo, terminó por convencer al

nuevo rey para que autorizara su regreso. Por fin, el 10 de febrero de

1778, tras veintiocho años de ausencia, Voltaire volvió a París. Se le

dispensó una recepción multitudinaria. Cientos de personas se agolpaban

en las calles para ver pasar su carruaje, tuvo que conceder innumerables

audiencias, la Academia le obsequió con un acto conmemorativo en el que

se le dispensaron honores como al más célebre escritor francés vivo, y

finalmente acudió al estreno de su Irene; cuando el público lo vio

sentado en su palco, se interrumpió la representación para brindarle una

ovación interminable. Fueron semanas de verdadera felicidad para

Voltaire, cuyo genio por fin era reconocido allí donde más lo deseaba.

Sin embargo su salud era ya muy delicada y el trajín y las emociones

terminaron por agravar su estado. Dos meses después de su apoteosis

pública, y después de que se negara a retractarse de sus ideas

religiosas anticlericales, el gran filósofo francés fallecía. Era el 30

de mayo de 1778 y había vivido con una intensidad inigualable ochenta y

tres años.

 

La obra escrita de Voltaire constituye uno de los legados más valiosos

de la historia de la filosofía y la literatura europeas. Sobre las ideas

ilustradas de las que fue abanderado se construyeron las revoluciones

liberales burguesas de finales del siglo XVIII que pusieron fin al

Antiguo Régimen y abrieron la puerta al mundo y la sociedad

contemporáneas. Hoy en día sus obras siguen siendo de lectura obligada

para quienes aspiran a mantener su conciencia despierta pues continúan

resultando tan ricas en sentido común, sabiduría y humanidad como cuando

fueron escritas. Desde sus brillantes ensayos hasta sus relatos

deliciosos y llenos de humor e irreverencia, Voltaire brinda al lector

una forma de entender la vida que hace de la lucidez, la tolerancia y la

capacidad de razonar su motor primero. Fue un personaje incómodo,

controvertido, deslenguado y desmedido, pero por encima de todo lleno de

vitalidad, de curiosidad y de firmes convicciones en la capacidad humana

para transformar en un lugar mejor el mundo. Hizo de su vida lo que

quiso y dio con ello una lección de libertad espiritual tan rara de ver

como envidiable. Consciente de ello, afirmó en sus Memorias: «Oigo

hablar mucho de libertad, pero no creo que haya habido en Europa un

particular que se haya forjado una como la mía. Seguirá mi ejemplo quien

quiera y pueda». Y es que, aún hoy desde la tumba, Voltaire sigue con su

lengua incontenible desafiándonos a todos.

 

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