El espíritu de la Ilustración
Pocas veces un nombre es tan
evocador de un tiempo y de una forma de ver
el mundo como lo es el de
Voltaire en relación con la Ilustración. La
firme creencia en la capacidad de
progreso de los hombres mediante la
razón, el rechazo de la
superstición y la mojigatería, la defensa de la
igualdad entre los hombres o el
vehemente alegato por la tolerancia
hacen de la obra y la vida de
este polifacético filósofo la perfecta
encarnación del espíritu de las
Luces. No hubo un tema sobre el que no
escribiese, una cuestión sobre la
que no opinase o un asunto sobre el
que no se interesase de suerte
que, con una lucidez poco frecuente,
Voltaire se convirtió en la
conciencia crítica de la Europa del siglo
XVIII. Desde el teatro, el
ensayo, el cuento o la poesía, su lengua
afilada encontró su blanco
predilecto en la estupidez, la cerrazón, el
oscurantismo, el inmovilismo y la
hipocresía, y esa incapacidad para
permanecer callado le sirvió para
granjearse numerosos enemigos y
constantes altercados con la
justicia. Expulsado de París, de Prusia y
de Ginebra, su vida fue un fiel
reflejo de su gran inquietud intelectual
y sus escritos, sinónimo de
escándalo. Las ideas de Voltaire corrieron
impresas por toda Europa y
alimentaron el espíritu crítico de quienes
bebiendo en la Ilustración
pusieron punto final al Antiguo Régimen con
la Revolución francesa de 1789,
inaugurando así un nuevo tiempo. Nuestra
historia contemporánea, nuestra
forma de ver el mundo, nuestros más
hondos principios no pueden
entenderse sin tomar en consideración el
legado de este inmenso agitador
de conciencias, y por ello su vida y su
obra continúan siendo en nuestros
días un soplo de lúcido aire fresco.
François-Marie Arouet, conocido
por la posteridad como Voltaire, nació
en París el 21 de noviembre de
1694. No se sabe demasiado acerca de su
vida familiar puesto que en ese
aspecto el filósofo siempre se mostró
especialmente reservado. Su
padre, François Arouet, procedía de una
familia burguesa de Poitu
dedicada a la pañería. La prosperidad del
negocio permitió a François
Arouet seguir la carrera de Derecho y
hacerse notario, cargo que con el
paso de los años vendería para
convertirse en cobrador de la
Cámara de Cuentas de París. En el
ejercicio de su profesión trató
con algunos miembros de la nobleza de la
ciudad de modo que entre sus
clientes se encontraban los Sully, los
Richelieu o los Saint-Simon. Su
madre, Marie-Marguerite Daumard,
procedía asimismo de Poitu y era
hija de un escribano del Parlamento,
por lo que gozaba de una posición
económica desahogada que mejoraría con
su matrimonio. Mujer culta y
refinada, murió cuando Voltaire tenía sólo
siete años, y desde entonces la
única figura femenina de su entorno fue
su hermana mayor,
Marguerite-Catherine. Los Arouet tuvieron cinco hijos
de los que sólo sobrevivieron
tres: Marguerite, Armand y el menor de
todos, Voltaire. Voltaire era
menudo, delgado, debilucho y
extraordinariamente inquieto, por
lo que cuando nació sus padres no
tenían demasiadas esperanzas en
que pudiese salir adelante. Así, a los
pocos días del nacimiento, uno de
sus primos comunicaba a su familia de
provincias su llegada al mundo
con un lacónico «el niño parece muy
poquita cosa». Afortunadamente
para la historia de la humanidad la
«poquita cosa» dio enormemente de
sí durante más de ochenta años.>
Un joven rebelde y lenguaraz
Tras la muerte de Marguerite
Daumard en 1701, François Arouet confió la
educación de Voltaire a su
padrino, el libertino abate de Châteauneuf,
cuya influencia sería clave en la
conformación de la personalidad del
futuro escritor. Quizá por su
recomendación Arouet decidió que su hijo
menor estudiase en un colegio
jesuita, ya que deseaba que Voltaire
recibiese una sólida formación
académica y que, además, pusiese los
cimientos de futuras buenas
relaciones de sociedad. Nueve años antes,
inspirado por idénticas
intenciones, había tomado la decisión de enviar
a Armand a un colegio regentado
por jansenistas (corriente rigorista del
catolicismo francés, fuertemente
conservadora en lo moral y que los
jesuitas combatirían con vigor)
cuya influencia era entonces muy
notable, pero en el momento de
escolarizar a Voltaire consideró más útil
a este fin una institución de
orientación antagónica. Como indica el
filólogo y biógrafo de Voltaire,
Carlos Pujol, «hombre práctico y
tolerante, posiblemente sin
principios religiosos muy arraigados, debió
de considerar que en aquel
momento el partido jesuita llevaba las de
ganar y proporcionaría a su hijo
unas relaciones más provechosas para el
futuro». Así, con diez años
Voltaire ingresó en el colegio
Louis-le-Grand en el que
permanecería hasta 1711 y de cuyos maestros
conservaría grato recuerdo por el
resto de sus días. Pronto se reveló
como un alumno inteligente,
precoz, travieso y descarado, capaz de
componer versos con asombrosa
facilidad y sacar de quicio a compañeros y
profesores. En el colegio hizo
algunas de las amistades más sólidas de
su vida con jóvenes que, como
bien había pronosticado su padre, ocuparon
con el paso de los años
importantes cargos en la vida pública de
Francia, como Agustín de Ferriol,
conde D’Argental, consejero del
Parlamento y ministro
plenipotenciario, o el marqués D’Argenson,
ministro de Asuntos Extranjeros.
Fue también en esa época cuando su
padrino, el abate Châteauneuf,
comenzó a hacer que frecuentara los
círculos mundanos de París
introduciéndole en la sociedad libertina del
Temple, cuyas reuniones
literarias en las que se respiraba un espíritu
epicúreo e impío marcarían por
siempre su personalidad. También de la
mano de su mentor conoció
Voltaire a la entonces celebérrima cortesana
Ninon de Lenclos, quien,
encantada con el ingenio y la mordacidad del
joven, le legó a su muerte dos
mil francos para que comprase libros.
En 1711, a instancias de su
padre, que temía por el futuro de su díscolo
vástago, Voltaire inició con
desgana estudios de Derecho. Como le
aburría, en lugar de estudiar
pasaba el tiempo entregado a la
composición de odas y epigramas
soñando con una vida refinada, llena de
reuniones sociales y en compañía
de la mejor aristocracia. Convencido de
la necesidad de meter a su hijo
en cintura y después de enviarle sin
éxito alguno a residir una
temporada en Caen, François Arouet optó por
mandarle a La Haya como
secretario del nuevo embajador y hermano de su
padrino, el marqués de
Châteauneuf. Pero allí Voltaire, que por su cargo
tenía contacto asiduo con los
muchos protestantes franceses refugiados
en Holanda, se enamoró de una
joven, Olympe, que resultó ser hija de uno
de los personajes más influyentes
de La Haya, madame Dunoyer, una
protestante huida de Francia
responsable de la publicación de una hoja
periódica, La Quintessence, llena
de ecos de sociedad y críticas a la
monarquía francesa. Madame
Dunoyer no estaba dispuesta a permitir que su
hija mantuviese una relación con
un joven de dudoso porvenir y el tutor
de Voltaire tampoco estaba por la
labor de favorecer el idilio con la
hija de un personaje tan polémico
para la alta sociedad francesa, de
modo que entre unos y otros, y a
pesar de la resistencia de los
enamorados, pusieron fin al
romance devolviendo a Voltaire a París.
De regreso en Francia, Voltaire
trató por todos los medios posibles de
conseguir que Olympe pudiese
reunirse con él; incluso llegó a tratar de
convencer al confesor real, el
jesuita Le Tellier, de la necesidad de
«rescatar» a la joven de la
herejía protestante que la envolvía en
Holanda. Enfurecido por su
comportamiento, y como la ley permitía que un
padre encarcelase a un hijo menor
si lo consideraba necesario, François
Arouet le amenazó con conseguir
una orden de destierro, por lo que
Voltaire tuvo que renunciar a sus
pretensiones y plegarse a la voluntad
paterna. Ingresó entonces como
escribiente en una notaría, pero a los
pocos meses demostró que lo que
de verdad le gustaba escribir eran
poemas satíricos sobre la
situación social y política cuya publicación
escandalizaba a lo más granado de
la sociedad parisina. La relación con
su padre era cada vez más
difícil, y en casa tampoco se entendía con un
hermano cuyo furor jansenista le
situaba en las antípodas de su
carácter. Como apunta el filósofo
Fernando Savater, «como el hermano
mayor se entregaba ferozmente a
escribir panegíricos de los
convulsionarios jansenistas, el
buen notario llegó a esta alarmante
conclusión: “Tengo por hijos a
dos locos; el uno en prosa y el otro en
verso”». Desesperado, decidió
volver a cambiar de residencia a Voltaire
y enviarle en esta ocasión a
Saint-Ange para que continuase sus estudios
de Derecho. Aun así Voltaire
siguió escribiendo y poco a poco fue
ganando fama por su ingenio entre
sus contemporáneos.
En 1715 falleció Luis XIV. Con su
muerte se ponía fin a uno de los
reinados más carismáticos de la
historia monárquica de Francia pero cuya
etapa final se había visto
ensombrecida por una corriente de puritanismo
moral y beato propiciado por la
influencia de madame de Maintenon sobre
el Rey Sol. Ante la minoría de
edad del heredero, Luis XV, se hizo cargo
de la regencia el duque Felipe de
Orleans, de costumbres bastante más
relajadas que pronto fueron
blanco de la crítica de sus principales
opositores, el duque de Maine y
el conde de Toulouse, ambos hijos
bastardos de Luis XIV. Voltaire
tomó partido por los círculos de
oposición al regente y, como no
podía ser de otro modo, puso su pluma al
servicio de su causa. Así, en
1716, como recuerda Carlos Pujol, «cuando
Felipe de Orleans vendió por
economía la mitad de los caballos del rey,
el joven Arouet comentó [en unos
versos] que hubiera sido preferible
vender la mitad de los asnos de
dos patas que había heredado del difunto
monarca». Esta intervención le
costó una orden de confinamiento en el
castillo de Sully-sur-Loire, pese
a lo cual, al año siguiente la
publicación de un poema cargado
de burlas contra el regente, Puero
regnante, terminaría motivando su
encierro en la Bastilla (una de las
prisiones de París) durante once
meses. Allí escribiría su tragedia
Edipo que, dedicada a la madre
del regente, se estrenó con gran éxito en
1719. En ella su autor firmaría
por primera vez como Voltaire, nombre
que adoptaría desde entonces y
sobre cuyo origen no se sabe nada en
firme pues hay quienes consideran
que se trataría de un anagrama de
Arouet le Jeune, mientras que
otros piensan que se trata del nombre de
una antigua posesión familiar, e
incluso hay quienes suponen que es una
corrupción del apelativo cariñoso
con que le trataba su madre, petit
volontaire («pequeño testarudo»).
A partir del estreno del Edipo la
fama de Voltaire fue creciendo y su
presencia en los círculos
aristocráticos de Francia se volvió habitual.
Fueron años de estrenos teatrales
y publicaciones satíricas en los que
el éxito social del autor se
mezcló son sus frecuentes altercados por
causa de sus escritos
escandalosos. En 1722 la muerte de su padre
procuró a Voltaire una renta de
más de cuatro mil libras gracias a la
cual consiguió una tranquilidad
económica que le permitió centrarse en
sus escritos. Voltaire disfrutaba
de su predicamento; era requerido en
las reuniones de la alta
sociedad, y la vida refinada y llena de lujo le
placía tanto como la buena
lectura o la escritura. Pero un hecho que
marcaría para siempre sus
reflexiones le haría despertar bruscamente de
su sueño aristocrático.
Del destierro al éxito
Entre los muchos personajes que
no soportaban a Voltaire por su
mordacidad y sus posturas
libertinas y anticlericales se encontraba el
caballero de Rohan-Chabot,
miembro de una de las familias nobles y mejor
situadas de Francia y con el que
el escritor tenía frecuentes roces. En
cierta ocasión, mientras Voltaire
conversaba con su amiga la actriz
Adrianne Lecouvreur, el caballero
de Rohan se dirigió de modo
impertinente al escritor
preguntándole con sorna cuál era en verdad su
apellido, si Voltaire o Arouet, a
lo que el aludido contestó: «Señor
caballero, cualquiera que sea mi
nombre, yo lo inmortalizo, mientras que
vos arrastráis el vuestro».
Ofendido por el desaire, Rohan decidió
vengarse, y unos días más tarde,
mientras Voltaire asistía a una cena en
el palacio de los duques de
Sully, fue avisado de que unos caballeros
preguntaban por él en la calle.
Sin sospechar nada salió a su encuentro,
pero los emisarios le propinaron
una paliza mientras el caballero de
Rohan contemplaba la escena
sentado en su coche y gritaba: «¡No le
peguéis en la cabeza, que podría
salir algo bueno!». Cuando por fin le
dejaron, Voltaire, apaleado e
indignado, regresó al palacio de los Sully
y pidió a los anfitriones y a
algunos asistentes que declarasen contra
el caballero de Rohan en la
denuncia que pretendía elevar. La sorpresa
del autor fue mayúscula cuando su
petición fue acogida con risas. Ningún
miembro de la aristocracia
francesa iba a declarar en contra de un igual
para ayudar a un miembro del
tercer estado. Voltaire tenía dinero y
fama, pero no era noble, de modo
que Rohan no había hecho otra cosa que
poner en su lugar a un plebeyo
deslenguado cuyo ingenio podía entretener
a las clases más altas pero en
ningún caso convertirle en un igual. Sin
embargo el escritor no estaba
dispuesto a dejar pasar la afrenta, de
modo que comenzó a tomar clases
de esgrima con el firme propósito de
desafiar al caballero de Rohan.
Todo París se hizo eco del asunto y
cuando Rohan supo de las
intenciones del autor no tuvo problemas para
hacerse con una orden de
encarcelamiento. Encerrado durante unos días en
la Bastilla se le condujo
finalmente a Calais para que, desterrado y con
la prohibición de acercarse a
París a menos de cincuenta leguas,
embarcase rumbo a Inglaterra.
A comienzos del mes de mayo de
1726, Voltaire llegó a su destino. Su
estancia en Inglaterra se
prolongó durante dos años, que fueron de
inmejorable provecho intelectual
para el autor. Acogido en un primer
momento en Londres por su amigo
el vizconde de Bolingbroke, Voltaire,
que no olvidaba lo sucedido, fijó
su alojamiento en Wandsworth, en la
casa de campo de un comerciante
burgués, Everard Falkener, con el que
tenía una excelente relación. De
la mano de Bolingbroke se le abrieron
todas las puertas de la sociedad
inglesa y pronto comenzó a tratar con
algunas de las personalidades más
relevantes del mundo de la literatura
y la ciencia del país, como
Young, Clarke, Congreve, Pope, Swift o
Berkeley. Aprendió inglés con
rapidez y gracias a ello pudo acercarse a
la obra de los filósofos
empiristas que le causó auténtica fascinación.
Asimismo leyó a Shakespeare,
cuyas representaciones teatrales le
entusiasmaron en grado sumo, y
asistió conmovido al fastuoso entierro de
su admirado Newton en la abadía
de Westminster. Voltaire quedó
hondamente impresionado por el
reconocimiento que la sociedad inglesa
rendía a sus intelectuales, así
como por el clima propicio al libre
pensamiento y el debate
científico frente a la rigidez y las trabas que
había encontrado en Francia.
Inglaterra se convertiría desde entonces
para el filósofo en el paradigma
de lo mejor de la sociedad de su tiempo
hasta el punto de que llegaría a
afirmar: «Éste es un país en el que se
piensa libre y noblemente, sin
que contenga ningún temor servil. Si
siguiera mi inclinación, me
instalaría aquí con el único propósito de
aprender a pensar».
Entre los meses de febrero y
marzo de 1729 retornó a Francia y en el mes
de abril se le autorizó a
regresar a París. Una de las lecciones que
había aprendido de la sociedad
burguesa de Inglaterra era que para ser
libre era necesario ser
económicamente independiente, de forma que
dedicó buena parte de sus
esfuerzos a hacer crecer su fortuna personal
mediante operaciones de
especulación financiera y comercio que le dieron
fabulosos resultados. Al mismo
tiempo su actividad literaria fue
creciendo en intensidad y durante
los años siguientes cosechó
importantes éxitos teatrales con
obras como Brutus (1730) o Zaïre
(1732). Pero la inconveniencia de
su pluma continuó granjeándole
problemas, como sucedió en 1730 a
raíz de su escrito de protesta por lo
sucedido tras la muerte de la
actriz Adrianne Lecouvreur. La legislación
eclesiástica en Francia prohibía
dar sagrada sepultura a los actores que
no hubiesen renunciado
públicamente a su profesión, por lo que el cuerpo
de la actriz, pese a su
notoriedad, fue arrojado a un vertedero y
cubierto de cal. La indignación
de Voltaire por la hipocresía de la
sociedad francesa y el trato
inhumano dado a una de las representantes
de su cultura se hizo pública
mediante uno de sus temidos poemas en el
que, ensalzando la sociedad
inglesa, criticaba ferozmente la francesa.
En consecuencia, las amenazas de
las autoridades eclesiásticas hicieron
conveniente que abandonase París
por un tiempo. Al año siguiente la
aparición del primer volumen de
su Historia de Carlos XII escandalizó de
tal modo por la independencia de
sus opiniones como historiador que fue
rápidamente confiscado, pero
sería la publicación en 1734 de sus famosas
Cartas filosóficas la que
produjese mayor alboroto (un año antes habían
visto la luz en Inglaterra sin
problemas). En esta obra retomaba el
elogio del país vecino y la
crítica al propio, afirmaba con rotundidad
su postura deísta y atacaba
duramente a la Iglesia. Como recuerda
Fernando Savater, «la
distribución de este libro causó un revuelo
mayúsculo, uno de los mayores de
la vida pródiga en escándalos de
Voltaire. El editor fue detenido,
se lanzó una orden de arresto contra
Voltaire, que tuvo que huir, y el
libro fue quemado públicamente por
orden del Parlamento “como
escandaloso y atentatorio a las buenas
costumbres, la religión y al
respeto debido al gobierno”».
Voltaire se refugió en Cirey en
el castillo de su amiga madame de
Châtelet, con la que un año antes
había iniciado una relación amorosa
que duraría dieciséis. Gabrielle
Émile Le Tonnelier de Breteuil,
marquesa de Châtelet, era una
mujer casada, extraordinariamente culta y
tan célebre por sus aficiones
literarias y científicas como por su falta
de prejuicios. La ausencia de
entendimiento con su marido, once años
mayor que ella y al que lo único
que parecía interesar era el ejército,
motivó que ambos llevasen vidas
separadas y que Émile tuviese varios
amantes. Cuando conoció a
Voltaire se deslumbró por su inteligencia y
ella, por su parte, despertó al
tiempo en el filósofo el interés por la
metafísica, la física matemática
y por sí misma. En Cirey ambos
iniciaron una vida en común
consagrada al estudio que el mismo Voltaire
describiría del siguiente modo en
sus Memorias: «Era la señora marquesa
du Châtelet, la mujer de Francia
con más disposición para todas las
ciencias. (…) Raramente se ha
unido tanta armonía espiritual y tanto
gusto con tanto ardor por
instruirse; no le gustaban menos el mundo y
todas las diversiones de su edad
y sexo. Sin embargo, lo abandonó todo
para ir a sepultarse en un
castillo arruinado, en la frontera de la
Champaña y la Lorena. (…)
Embelleció el castillo adornándolo con
jardines bastante agradables. Yo
construí una galería; monté un gabinete
de física muy bien equipado.
Llegamos a reunir una biblioteca numerosa.
(…) Sólo buscábamos instruirnos
en este delicioso retiro, sin enterarnos
de lo que pasaba en el resto del
mundo. Nuestra mayor atención se
dirigió durante mucho tiempo
hacia Leibniz y Newton. (…) Cultivábamos en
Cirey todas las artes».
El retiro de Voltaire y Émile
Cirey duró varios años en los que el
filósofo comenzó una relación
epistolar con el príncipe Federico de
Prusia, que había accedido al
trono en 1740 y con el que había tenido
varios encuentros personales. Las
inquietudes literarias y filosóficas
del monarca le llevaron a pedirle
encarecidamente que se trasladase a
vivir en su corte. Entretanto,
Voltaire continuó publicando y provocando
escándalos con sus escritos;
especialmente sonado fue el motivado por la
aparición de la primera parte de
El siglo de Luis XIV (1739) que fue
rápidamente secuestrado por las
autoridades. El inicio del gobierno
personal de Luis XV en 1743 marcó
un cambio en la vida pública de
Voltaire. El ya maduro filósofo
continuaba aspirando a conseguir el
favor de la corte de Francia y
vio en su amistad con Federico II de
Prusia la posibilidad de lograrlo
ofreciendo sus servicios como
diplomático y espía. Pese a sus
gestiones en este sentido entre agosto y
octubre de 1743, no obtuvo el
reconocimiento esperado, por lo que optó
por una vía diferente y tan
antigua como efectiva para conseguir su
propósito.
Apoyándose en la influencia de
varios de sus amigos que formaban parte
del gobierno —Richelieu y los
hermanos D’Argenson— Voltaire logró
hacerse un hueco en la corte de
Luis XV. Publicó entonces varias obras
de carácter panegírico sobre el
monarca y aceptó el encargo de escribir
la ópera-ballet La princesa de
Navarra que, con música de Rameau, se
estrenaría con motivo de las
bodas del Delfín. Asimismo, gracias a su
habilidad, Voltaire logró la
bendición del papa Benedicto XIV para su
polémica obra teatral Mahoma
(frecuentemente el filósofo en sus escritos
literarios hacía que personajes
infieles o gentiles diesen lecciones de
moral a otros personajes
cristianos que encarnaban los valores de lo que
se entendía como civilización)
obteniendo así un refrendo público
inmejorable. También se granjeó
el apoyo y la amistad de la favorita del
rey, la marquesa de Pompadour,
una de las principales defensoras y
protectoras del pensamiento
ilustrado francés y la Enciclopedia. Con
semejantes valedores, pronto
comenzaron a llegar los nombramientos
honoríficos y reconocimientos de
todo tipo. En 1745 fue nombrado
cronista oficial de Luis XV y al
año siguiente obtendría su consagración
oficial absoluta con los
nombramientos de gentilhombre ordinario de
cámara y miembro de la Academia
francesa. No en vano afirmaría en sus
Memorias: «Concluí que para hacer
la más pequeña fortuna, más valía
decir cuatro palabras a la amante
del rey que escribir cien volúmenes».
Voltaire había logrado el éxito
social que siempre había deseado. Con su
ingreso en la Academia quedaba
reconocido oficialmente como uno de los
más importantes intelectuales de
la Francia de su tiempo y, por otra
parte, las rentas asociadas a sus
nuevos cargos no hicieron sino
incrementar su ya más que notable
fortuna. Su relación con la marquesa
de Châtelet continuaba siendo muy
cercana, si bien platónica, ya que
desde 1748 Émile estaba enamorada
de un nuevo amante, el marqués de
Saint-Lambert. La inesperada
muerte por sobreparto de su querida amiga
en 1749 sumió al filósofo en una
sincera desolación. Incómodo en París
sin su compañía, Voltaire decidió
entonces dar un giro a su vida y
aceptar las reiteradas
invitaciones de Federico II. Como deseaba vivir
la experiencia de formar parte de
la corte de un auténtico rey filósofo,
el 18 de junio de 1750 Voltaire
salió de París rumbo a Prusia. No podía
imaginar que no volvería a ver la
Ciudad de la Luz hasta más de treinta
años después, casi al final de su
vida.
El «Salomón del Norte»
En julio de 1750 Voltaire llegó a
Potsdam donde fue recibido con grandes
fastos por Federico II. El
encuentro discurrió del mejor modo posible.
El «Salomón del Norte», como
Voltaire le llamaba con frecuencia, deseaba
hacer de su corte un lugar de
referencia de la cultura de la época y la
presencia de Voltaire era un
trofeo de primer orden. Hasta entonces la
corte prusiana sólo era famosa
por la escasa sensibilidad cultural de
Federico I y el desproporcionado
desarrollo militar que había
patrocinado. En palabras de
Carlos Pujol, «a los ojos del extranjero
Prusia se parecía sospechosamente
a un gigantesco cuartel. En Potsdam,
por ejemplo, para una población
de unos dieciocho mil habitantes, había
doce mil soldados, y en Berlín
aproximadamente una quinta parte de la
ciudad la constituían militares».
La inclinación de Federico II por la
música, la poesía y las ciencias
fue constante motivo de enfrentamientos
con su padre, pese a lo cual el
futuro rey perseveró en ella. Ya como
rey se empeñó en llenar su corte
de personajes variopintos que le diesen
lustre intelectual, y con ellos
mantendría finalmente una relación
ambivalente debido a las
tensiones encontradas entre sus ideales
filosóficos y su realidad
práctica como monarca. Sin embargo, el
comienzo de la estancia de
Voltaire en Potsdam no pudo resultarle más
grata y así lo constató en sus
Memorias: «¡No había manera de resistirme
a un rey victorioso, poeta,
músico y filósofo, y que simulaba quererme!
(…) Estar alojado en las
habitaciones que había tenido el mariscal de
Sajonia, tener a mi disposición
los cocineros del rey cuando quería
comer en casa, y los cocheros
cuando quería pasear, eran los favores más
pequeños que me hacían. Las cenas
eran muy agradables. No sé si me
equivoco, pero me parece que allí
había mucho ingenio: el rey lo tenía y
hacía tenerlo; y lo más
extraordinario de todo es que nunca he asistido
a almuerzos en los que reinase
tanta libertad».
Como miembro de la corte de
Federico II, Voltaire fue nombrado chambelán
y caballero de la orden del
Mérito, con una pensión de seis mil táleros
(moneda prusiana). No tenía
ninguna obligación concreta y sus días
transcurrían perfeccionando el
francés del monarca, puliendo sus
escritos y conversando sobre
ciencia, literatura y filosofía con él y
otros intelectuales. Pero tan
idílica situación pronto comenzó a
deteriorarse. El filósofo francés
discutía a menudo con el rey por
cuestiones de dinero y, según
parece, participó en un negocio de bonos
del Estado más bien turbio que al
monarca le supuso un gran disgusto. El
fuerte carácter de ambos les
hacía enzarzarse con frecuencia en
discusiones estériles y las
intrigas patrocinadas por las envidias de
otros personajes de la corte
terminaron jalonando su relación de
constantes altibajos. Uno de
estos asuntos sería la causa de que
Voltaire decidiese poner punto
final a su experiencia prusiana: uno de
los protegidos de Federico,
Maupertuis, director de la Academia de
Berlín, discutió por una cuestión
científica con el matemático Samuel
Koenig y llegó a enojarse tanto
por las críticas de éste, que usó su
influencia para tratar que la
Academia le retirase la pensión que
percibía como bibliotecario.
Voltaire, que tenía mala relación con
Maupertuis y estaba convencido de
la injusticia que se estaba cometiendo
con Koenig, tomó partido por el
matemático con la publicación de un
libelo anónimo. El libelo fue
contestado por otro de Federico II
apoyando a Maupertuis y Voltaire,
como siempre, en lugar de contener su
pluma, dio rienda suelta a su
mordacidad en un escrito titulado Historia
del doctor Akakia, médico del
papa. La publicación enfureció al rey de
Prusia y ordenó que confiscaran
la edición, pero la obra ya circulaba
libremente por el extranjero. La
única salida que le quedaba a Voltaire
para evitar las posibles
represalias era abandonar Prusia, así que en
marzo de 1753, alegando motivos
de salud, consiguió la autorización
regia para salir de Berlín.
Sin despedirse de nadie y con
verdadera prisa, Voltaire se dirigió a
Leipzig, pero una vez allí
escribió un apéndice a su Doctor Akakia;
además llevaba consigo un volumen
de poemas eróticos y satíricos
compuestos por el rey. Al echarlo
en falta y temer que lo publicasen,
Federico II ordenó detener al
filósofo. Cuando éste y su secretario
estaban a punto de llegar a
Francia, fueron interceptados por un agente
en Frankfurt, que mantuvo
retenido a Voltaire durante más de dos meses
hasta recuperar el volumen, pero
el vivo pensador lo había mandado
enviar a Hamburgo. El atropello
se aireó por toda Europa, pero las
muestras de simpatía que recibió
Voltaire al ser liberado no le
convertían en un personaje menos
controvertido e incómodo para la corte
prusiana que para la francesa. El
filósofo comenzó entonces a buscar un
lugar en el que instalarse; tras
pasar el otoño de ese año en la abadía
de Sénones como invitado del
benedictino Antoine Calmet para estudiar su
biblioteca, decidió dirigirse a
Ginebra para encontrar por fin un
refugio tranquilo. Pero en la
vida de Voltaire la tranquilidad no
formaba parte del programa.
La libertad al final de la vida
Después de vencer las
dificultades que la ley suiza imponía a los
católicos para la adquisición de
propiedades, en 1755 Voltaire consiguió
la autorización para comprar una
finca situada cerca de Ginebra llamada
Saint-Jean y que él rebautizaría
como Les Délices. Entre las grandes
obras que acometió para
acondicionar el lugar a su gusto, hizo construir
un teatro en el que, en cuanto
estuvo instalado, se empezaron a
representar obras para su
disfrute y el de sus numerosos invitados, y
también por este motivo
comenzaron sus problemas con las autoridades
locales. Suiza era un país
calvinista y según su austero credo religioso
el teatro era una diversión
frívola y poco edificante. Molesto por la
actitud del filósofo, el
Ayuntamiento de Ginebra prohibió las
representaciones teatrales,
prohibición a la que Voltaire hizo más bien
poco caso. Ese mismo año el
terrible terremoto de Lisboa le inspiraría
un poema cuya publicación en 1756
volvió a ponerle en el punto de mira
de los calvinistas, pues en él
ponía en entredicho la bondad de la
Providencia que consentía una
catástrofe indiscriminada de semejante
magnitud. Sin embargo, la gota
que derramaría el vaso de la paciencia de
las autoridades de Ginebra fue la
aparición en 1757 del artículo
«Ginebra» de la Enciclopedia,
obra culmen del pensamiento ilustrado francés.
Desde la aparición en 1751 del
primer volumen de la Enciclopedia,
Voltaire había colaborado
asiduamente con la redacción de diversas
voces. El artículo sobre Ginebra
apareció en el séptimo volumen y en él
se criticaba duramente el
rigorismo calvinista así como su rechazo al
teatro. Aunque la autoría se
debía a D’Alembert, Voltaire se hallaba
tras él y los calvinistas de
Ginebra no dudaron en acusarle como
inspirador del artículo. La
polémica llegó a tal punto que los pastores
calvinistas ginebrinos redactaron
una declaración conjunta contra la voz
de la Enciclopedia que se
publicaría en febrero de 1758. Para entonces
ya había dado comienzo en París
una virulenta campaña contra los
«filósofos», que era como se
denominaba a los abanderados del
pensamiento ilustrado, y que
terminaría siendo la causa de la
interrupción de la edición de la
Enciclopedia. Así las cosas, Voltaire
ni se podía plantear el regreso a
París ni tampoco consideraba lo más
recomendable permanecer sin
moverse de Les Délices, por lo que empezó a
buscar nuevamente un lugar en el
que instalarse.
El filósofo francés deseaba
encontrar un lugar en el que poder sentirse
completamente a sus anchas, pero
sabía que su lengua incontrolable le
procuraría problemas allá donde
fuese. Por esa razón pensó en adquirir
unos terrenos en Francia junto a
la frontera con Suiza, de tal forma que
según le conviniese pudiera
desplazarse de un lugar a otro. Fernay fue
el lugar escogido por Voltaire
para poder pasar los últimos años de su
vida viviendo sujeto sólo a su
voluntad y actuando libremente. Como
apunta el escritor Agustín
Izquierdo Sánchez, «Voltaire continúa una
vida privada de hombre de letras
retirado en las posesiones que había
adquirido para poder vivir con
cierta independencia y libertad. Había
tomado conciencia de que esa
forma de vida es imposible estando en
relación con los poderosos, pues
el trato de igual a igual que desde su
juventud había intentado
establecer con la aristocracia, se convertía
ineludiblemente en una relación
de sumisión».
En Fernay Voltaire desplegó una
actividad incansable con el único fin de
convertir sus tierras en un lugar
agradable y productivo tanto para él
como para los colonos que las
ocupaban. Después de demoler un antiguo
castillo, hizo construir para su
residencia una casa amplia con una
magnífica biblioteca y un teatro
para sus representaciones privadas.
Dotó de casas y una escuela a sus
colonos, puso a producir tierras
incultas, creó plantaciones y se
entregó con verdadero empeño a lograr
el bienestar de todos los que
allí vivían, como si se tratase de una
pequeña sociedad modélica
ajustada a sus ideales. Fernay se convirtió en
lugar de paso obligado para todos
los ilustrados europeos que, llegados
de todas partes, visitaban a
quien ya era considerado como una de las
mayores figuras de las Luces.
Voltaire continuó escribiendo y
siendo protagonista de incontables
combates dialécticos. A esos años
pertenecen algunas de sus obras más
relevantes como Cándido o el
optimismo (1759), el Tratado sobre la
tolerancia (1763) o el
Diccionario filosófico portátil (1764), que
concibió al tiempo que se erigió
en voz denunciante y protector público
de todos los atropellos que
motivados por la injusticia, la intolerancia
o la arbitrariedad llegaban a sus
oídos. En palabras de Fernando
Savater, «retirado de las grandes
capitales, Voltaire inicia su reinado
espiritual sobre Europa. Llega el
momento de militar activamente en pro
de los ideales por los que ha
abogado toda su vida. Multiplica los
panfletos, las sátiras, los
artículos. Defiende a los filósofos
enciclopedistas y ridiculiza a
sus enemigos. Comenta y explica la Biblia
desde un punto de vista
racionalista, que indigna a los clérigos. Pero
sobre todo, entabla un feroz y
desigual combate por la tolerancia».
Especial relevancia tuvo en este
sentido su actuación en el llamado
«caso Calas» acaecido en 1762. Un
anciano hugonote, Jean Calas, fue
condenado a muerte, torturado y
estrangulado bajo la acusación de haber
ahorcado a su propio hijo porque
deseaba convertirse al catolicismo. Se
trataba de un claro caso de
fanatismo religioso dirigido contra una
familia protestante, pues ni el
hombre había asesinado a su hijo ni éste
había querido hacerse católico.
Conmovido por la barbarie desplegada en
nombre de las ideas religiosas,
Voltaire puso a trabajar su pluma y su
cerebro (su Tratado sobre la
tolerancia nació de sus reflexiones por
esta causa) hasta lograr el
reconocimiento judicial del error y la
rehabilitación de la familia
Calas y de la memoria del condenado. En los
años siguientes otros casos como
el Sirven, el del caballero La Barre o
el caso Montbailli, por citar
algunos, continuaron dando fe de la
decidida voluntad de Voltaire de
combatir los males de la sociedad
contra los que siempre había
clamado.
Los años pasaban y Voltaire,
aunque parecía imbuido de una inagotable
energía creadora, iba haciéndose
viejo. Anhelaba regresar a París, pero
la última prohibición decretada
por Luis XV continuaba vigente. En 1774
falleció el monarca; su hijo,
Luis XVI, pese a haber sido educado en los
principios de la Ilustración,
tampoco sentía demasiado aprecio por el
filósofo. Entretanto, Voltaire
escribía una obra de teatro, Irene, con
la esperanza de poder estrenarla
en la capital francesa. Las gestiones
de sus amigos en la corte y la
existencia de una opinión pública
mayoritaria favorable al anciano
filósofo, terminó por convencer al
nuevo rey para que autorizara su
regreso. Por fin, el 10 de febrero de
1778, tras veintiocho años de
ausencia, Voltaire volvió a París. Se le
dispensó una recepción
multitudinaria. Cientos de personas se agolpaban
en las calles para ver pasar su
carruaje, tuvo que conceder innumerables
audiencias, la Academia le
obsequió con un acto conmemorativo en el que
se le dispensaron honores como al
más célebre escritor francés vivo, y
finalmente acudió al estreno de
su Irene; cuando el público lo vio
sentado en su palco, se
interrumpió la representación para brindarle una
ovación interminable. Fueron
semanas de verdadera felicidad para
Voltaire, cuyo genio por fin era
reconocido allí donde más lo deseaba.
Sin embargo su salud era ya muy
delicada y el trajín y las emociones
terminaron por agravar su estado.
Dos meses después de su apoteosis
pública, y después de que se
negara a retractarse de sus ideas
religiosas anticlericales, el
gran filósofo francés fallecía. Era el 30
de mayo de 1778 y había vivido
con una intensidad inigualable ochenta y
tres años.
La obra escrita de Voltaire
constituye uno de los legados más valiosos
de la historia de la filosofía y
la literatura europeas. Sobre las ideas
ilustradas de las que fue
abanderado se construyeron las revoluciones
liberales burguesas de finales
del siglo XVIII que pusieron fin al
Antiguo Régimen y abrieron la
puerta al mundo y la sociedad
contemporáneas. Hoy en día sus
obras siguen siendo de lectura obligada
para quienes aspiran a mantener
su conciencia despierta pues continúan
resultando tan ricas en sentido
común, sabiduría y humanidad como cuando
fueron escritas. Desde sus
brillantes ensayos hasta sus relatos
deliciosos y llenos de humor e
irreverencia, Voltaire brinda al lector
una forma de entender la vida que
hace de la lucidez, la tolerancia y la
capacidad de razonar su motor
primero. Fue un personaje incómodo,
controvertido, deslenguado y
desmedido, pero por encima de todo lleno de
vitalidad, de curiosidad y de
firmes convicciones en la capacidad humana
para transformar en un lugar
mejor el mundo. Hizo de su vida lo que
quiso y dio con ello una lección
de libertad espiritual tan rara de ver
como envidiable. Consciente de
ello, afirmó en sus Memorias: «Oigo
hablar mucho de libertad, pero no
creo que haya habido en Europa un
particular que se haya forjado
una como la mía. Seguirá mi ejemplo quien
quiera y pueda». Y es que, aún
hoy desde la tumba, Voltaire sigue con su
lengua incontenible desafiándonos
a todos.
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