El explorador del universo
Suele decirse que Isaac Newton
afirmó sobre sí mismo que si había
llegado a ver algo más lejos que
los demás era porque había estado
subido sobre hombros de gigantes.
En un mundo dominado por las nuevas
tecnologías parece difícil
reconocer la aportación de los pensadores y
científicos anteriores al siglo
XX, y sin embargo la ciencia moderna tal
y como la conocemos no podría
haberse desarrollado sin la aportación de
este auténtico genio de las
matemáticas, la física, la astronomía y el
cálculo. Albert Einstein al
estudiar su obra quedaría abrumado por la
dimensión de sus descubrimientos
e intuiciones, y aunque sería el
primero en desafiar algunos de
sus presupuestos, siempre reconoció la
deuda de su pensamiento con el
del científico inglés del siglo XVII.
Asociamos su imagen a la de un
estudioso que al observar la caída de una
manzana cambió la concepción del
universo hasta entonces conocida. Pero
¿quién fue Isaac Newton? ¿Por qué
este hombre al que fascinaba tanto el
estudio como disgustaban las
relaciones sociales marcó un antes y un
después en la Historia?
Durante el siglo XVII y como
consecuencia de los trabajos previos de
Nicolás Copérnico, Galileo
Galilei y Johannes Kepler, entre otros,
Europa asistió a un proceso de
renovación del conocimiento que
tradicionalmente denominamos
Revolución científica. Fruto de ello nacía
la ciencia moderna, basada en el
método experimental y el empleo del
lenguaje matemático, y se ponían
en entredicho las pautas de desarrollo
del saber que desde la Edad Media
había marcado la escolástica. Los
nuevos planteamientos no sólo
supusieron un cambio radical en el terreno
estrictamente científico sino
que, en la medida en que en la época
ciencia y filosofía eran
actividades comunes para quienes las
practicaban, la Revolución
científica también supuso un cambio en la
forma de concebir el mundo. Se
ponían así los cimientos para la
racionalización del pensamiento
científico en todas sus facetas
abriéndose la puerta a la
Ilustración del siglo XVIII.
De la mano de las teorías de
multitud de filósofos y científicos como
Descartes, Leibniz, Pascal,
Halley, Huygens, Fermat, Harvey, Boyle…
surgió una nueva forma de abordar
el conocimiento de la naturaleza. Ésta
por primera vez se concebía como
algo ordenado y regido por unas leyes
de carácter universal que,
mediante la experimentación y la aplicación
de modelos matemáticos, podían
descubrirse y explicarse. Los avances en
matemáticas, física, astronomía,
medicina, filosofía, química, historia,
biología, etc., marcarían desde
entonces las vías de evolución de las
ciencias hasta bien entrado el
siglo XX. Pero nada en este proceso
habría sido igual sin las
revolucionarias aportaciones del coloso del
saber que fue Isaac Newton.
Cuando en la Navidad de 1642, en
la localidad inglesa de Woolsthorpe del
condado de Brinkinshire, una
mujer llamada Hannah Newton daba a luz a un
niño, nada hacía presagiar que
aquel bebé sietemesino y extremadamente
débil no sólo iba a sobrevivir
sino que iba a convertirse en el
científico más importante que
jamás ha conocido la Historia. Isaac
Newton nació en unas
circunstancias verdaderamente malas. Inglaterra
estaba sumida en una guerra civil
que habría de alargarse hasta 1649 y
que terminaría con la ejecución
del rey Carlos I. Asimismo era hijo
póstumo, pues su padre, un
pequeño terrateniente analfabeto de igual
nombre, había muerto tres meses
antes, y además era prematuro, tan
pequeño que, en palabras de su
propia madre, «habría cabido en una
botella de un cuarto». Con estas
condiciones de partida, el futuro no
resultaba precisamente
prometedor.
Sin embargo y contra todo
pronóstico, el pequeño logró salir adelante
aunque no para tener una infancia
muy ortodoxa. Su madre, probablemente
angustiada con la difícil
situación económica que en la época suponía
ser una joven viuda, se casó por
segunda vez cuando Isaac tenía sólo
tres años. Su padrastro, el
rector de la cercana parroquia de North
Witten Barnabas Smith, decidió
que lo mejor para el pequeño sería que lo
criaran sus abuelos maternos. Con
ellos pasaría los siguientes ocho años
aunque la casa de su madre se
encontraba sólo a unos dos kilómetros y
medio de distancia. Pese a los
cuidados de sus abuelos, la separación de
su madre, la muerte de su padre y
el rechazo de su padrastro marcaron de
por vida la afectividad de un
niño que, además, poseía una capacidad
intelectual fuera de lo normal.
En sus primeros años de colegio Newton
parecía no ser un estudiante
brillante, no le resultaba fácil
relacionarse con sus compañeros y
se mostraba interesado por todo tipo
de artilugios mecánicos en lugar
de por los juegos que solían gustar a
los chicos. Así, cuando tras el
fallecimiento de su padrastro, en agosto
de 1653, su madre regresó a
Woolsthorpe, se encontró con un niño más
bien raro, bastante hosco y que
no parecía destacar en nada en especial.
Hannah Newton quería que su hijo
se hiciera cargo algún día de la granja
y los terrenos familiares. Para
ello era necesario recibir cierta
formación académica para que
pudiera ocuparse de su administración,
razón por la que decidió enviar a
Newton a la escuela de Grantham. Allí,
de modo casi providencial, se
alojó en casa de un farmacéutico, el señor
Clark, lo que puso al jovencísimo
Newton en contacto con la medicina y
la química por primera vez en su
vida. Su mente inquieta encontró entre
los libros y materiales del
farmacéutico un campo que le invitaba al
conocimiento y la reflexión. Se
sabe que ya entonces fabricaba como
entretenimiento cometas, pequeños
molinos de viento a escala y relojes
de sol y de agua, probablemente
siguiendo las indicaciones de su libro
favorito, Los misterios de la
naturaleza y el arte, de John Bate, uno de
los que había tomado de la
biblioteca del farmacéutico. Newton comenzó
entonces a destacar como
estudiante en el colegio, aunque le costaba
mantener una línea constante de
trabajo y su tendencia a aislarse
socialmente no mejoró con ello.
Cuando cumplió diecisiete años su
madre pensó que había llegado el
momento de que volviese a
Woolsthorpe para ponerse al frente de la finca
familiar, y entonces, tal y como
afirma Isaac Asimov, «claramente se
distinguió como el peor granjero
del mundo». Pocos ejemplos resultan tan
ilustrativos de su falta de
aptitud para aquel tipo de trabajo como los
recordados por el profesor de
Astronomía de la Universidad de California
Timothy Ferris: «Enviado a
recoger el ganado, lo hallaron una hora más
tarde parado en el puente que
conducía a los pastos, observando
atentamente el fluir de la
corriente. En otra ocasión fue a su casa
montando un caballo y llevando
otro de la brida, sin darse cuenta de que
el segundo se había escabullido».
Obviamente a Isaac Newton poco o nada
le interesaban las vacas, los
caballos, los pastos y las cosechas. Por
fortuna, Henry Stokes, su
profesor en Grantham, y su tío materno William
Ayscuogh, conscientes de que
Newton nunca podría ser terrateniente pero
que poseía dotes para el estudio,
lograron convencer a Hannah para que
desistiese de sus intenciones y
le enviase a estudiar al Trinity College
de Cambridge en 1661. Allí, para
asombro de todos, Newton se convirtió
en la figura más destacada de la
universidad.
Los increíbles descubrimientos de
un genio ágrafo
Los estudios emprendidos por
Newton en Cambridge, como era normal en su
tiempo, eran más bien eclécticos.
Un estudiante universitario que se
preciase debía formarse tanto en
disciplinas científicas como en
humanidades, lo que suponía una
actividad intelectual de gran
intensidad. Además, como indica
el profesor del Trinity College Michael
Atiyah, «por aquel entonces la
enseñanza en Cambridge de cuestiones como
el espacio no era avanzada o
sofisticada comparada con los niveles
actuales. Muchos estudiantes
tenían que aprender las cosas por sí
mismos. (…) Es probable que la
educación formal fuese bastante limitada
y que Newton tuviese que hacer
casi todo por sus propios medios». No es
de extrañar que Newton, que nunca
había destacado por su gusto para
relacionarse con los demás,
pasase prácticamente todo el tiempo
estudiando y leyendo sin dedicar
tiempo a hacer amigos. El hecho de que,
al no contar con apoyo económico
suficiente de su madre, tuviese que
dedicarse a realizar pequeños
trabajos para financiar sus estudios,
tampoco ayudó a combatir su
creciente aislamiento.
En el transcurso de sus años como
universitario, Newton, que parecía no
conocer límite en su deseo de
acercarse a las obras de los más
relevantes pensadores de todos
los tiempos y también de su época, quedó
fuertemente impresionado con las
obras de René Descartes. Los Principia
Philosophiae del filósofo francés
le interesaron sobremanera, muy en
especial en las cuestiones
referentes a filosofía mecánica, y fue su
estudio lo que le pondría en
contacto con su principal mentor en la
universidad, el profesor de la
cátedra lucasiana de matemáticas —la más
importante entonces y ahora en
Cambridge—, Isaac Barrow. Bajo la tutela
de Barrow, Newton se adentró en
las ideas de Galileo sobre el movimiento
y la gravedad, las leyes de
Kepler relativas al movimiento de los
cuerpos celestes y las
revolucionarias aportaciones de Descartes en
álgebra y geometría.
La importancia dada por Descartes
a la posibilidad de describir el
movimiento mediante el álgebra
favoreció un interés auténticamente voraz
de Newton por las matemáticas, de
modo que entre 1663 y 1664 se entregó
a ellas con tal pasión que logró
aprender todo lo que entonces se sabía
sobre la matemática moderna. En
palabras del profesor de Historia de la
ciencia Richard S. Westfall,
«conocía todos los problemas que los
mejores matemáticos de su época
eran capaces de resolver y sabía que era
mejor que muchos de ellos».
Newton estaba convencido de que el
movimiento también podía
describirse mediante la geometría pero
matemáticamente no era posible
con los conocimientos disponibles. Como
si fuera algo tan normal como
fabricar los relojes de sol de su
infancia, Newton inventó para
poder hacerlo una nueva rama de la
matemática, el cálculo
infinitesimal, que terminaría de desarrollar en
los años siguientes. Cuando hacia
la primavera de 1665 obtuvo la
graduación de sus estudios
universitarios junto con una beca para
proseguirlos, sus avances en el
terreno del cálculo, de haber sido
públicos, le habrían consagrado
como el más importante matemático de
Europa. Pero Newton no parecía
mostrar ningún interés en dar a conocer
sus investigaciones mediante la
única forma que entonces existía para
hacerlo, publicarlas. Como él
mismo reconocería en una carta, «no veo
qué hay de deseable en la estima
pública, si yo pudiese adquirirla y
mantenerla. Quizá aumentaría mis
relaciones, que es lo que
principalmente deseo reducir».
Un año más tarde, Newton se vio
obligado a abandonar Cambridge ante la
epidemia de peste que asolaba el
país y que motivó el cierre temporal de
la universidad. Pasó los
siguientes dieciocho meses en su casa de
Woolsthorpe y los avances que
realizó en ese tiempo han hecho que 1666
sea considerado el Annus
mirabilis de la vida del científico. Sus
investigaciones y conclusiones en
los terrenos de las matemáticas, la
óptica y la física marcarían un
nuevo punto de partida para la ciencia.
Aunque para el gran público la
faceta más conocida de estos avances es
la referida a la teoría de la
gravitación universal, y por tanto al
último de ellos, lo cierto es que
la trascendencia de sus aportaciones
en los dos primeros no fue menor.
Como matemático Newton consiguió
completar la creación del cálculo
infinitesimal que había comenzado
anteriormente, poniendo con ello,
tal y como afirma el profesor Ferris,
«la geometría en movimiento». Su
método de «fluxiones», como él mismo lo
denominó, permitió la medición
del movimiento en continuo cambio así
como la de las áreas de formas
complejas.
La luz constituyó otro de sus
objetos primordiales de estudio en
Woolsthorpe. Siguiendo los
principios de experimentación y observación
propuestos por Francis Bacon en
el siglo anterior, Newton decidió
abordar el entonces candente
problema para los científicos de la
naturaleza de la luz y el color.
Para ello se encerró durante semanas en
una habitación a oscuras en la
que se dedicó a observar el
comportamiento del único rayo de
luz que dejaba que pasase entre unas
gruesas cortinas. Haciendo pasar
la luz a través de un prisma y
estudiando el modo en que se
comportaba al incidir en una pantalla,
descubrió que la luz blanca
estaba en realidad compuesta por una banda
de colores consecutivos que
siempre presentaban el mismo orden: rojo,
naranja, amarillo, verde, azul,
añil y violeta, es decir, el arco iris.
Por primera vez se explicaba que
la luz blanca es en realidad una
combinación de colores y que, en
consecuencia, el color es una propiedad
de la luz y no de los objetos.
Pero sin duda alguna la más
conocida de sus «revelaciones» de aquel año
fue la referida a las leyes de la
gravitación. Tradicionalmente suele
decirse que mientras estaba
estudiando Newton vio caer una manzana de un
árbol de su jardín, y que este
hecho le hizo pensar que la fuerza que
atraía a la fruta y que la hacía
caer debía guardar relación con la
misma que hacía moverse a la Luna
en relación con la Tierra y la
mantenía en su órbita. Aunque,
como ha señalado el profesor Bernard
Cohen, «no poseemos ninguna
evidencia de que Newton hubiese llegado a
una noción tan avanzada hasta
algo después», él mismo afirmó que fue
entonces cuando consiguió dar con
la explicación de las leyes del
movimiento planetario enunciadas
por Galileo y Kepler. Ambos habían
defendido el heliocentrismo y
descrito el movimiento de los cuerpos
celestes en órbitas alrededor del
Sol, pero no habían hallado la
explicación de por qué sucedía de
ese modo. Newton lo consiguió al
descubrir la gravitación
universal, y con ello además demostró, frente a
las creencias aristotélicas, que
las mismas leyes físicas operaban en
los cuerpos terrestres y los
celestes.
En poco más de un año Newton
había revolucionado el panorama de la
ciencia del siglo XVII, pero como
si aquello no tuviese importancia
alguna decidió no poner por
escrito sus descubrimientos. El desinterés
por publicar sus hallazgos
parecía directamente proporcional a su pasión
por llegar a ellos. Pero cuando
en 1667 regresó al Trinity College y
mostró una copia de sus trabajos
en matemáticas a Isaac Barrow, éste,
consciente de lo que tenía entre
manos, trató de convencerle para que al
menos escribiese un artículo en
el que diese a conocer sus avances. Casi
dos años de ruegos y razones hubo
de costarle a Barrow el ver publicado
el primer artículo de Newton, «El
análisis», sobre el cálculo
infinitesimal. No exagera el
profesor Cohen cuando afirma que «cada
descubrimiento que Newton hacía
tenía dos facetas. Primero, Newton hacía
el descubrimiento, y segundo,
otras personas tenían que descubrir lo que
él había descubierto».
El creciente prestigio de Newton
en el entorno científico y
universitario motivó que en 1669
aceptase suceder a Barrow en la cátedra
lucasiana de matemáticas, lo que
le convertía en miembro permanente de
la comunidad académica.
Completamente volcado en sus estudios, compró
dos hornos y convirtió parte de
sus habitaciones en Cambridge en un
laboratorio en el que, según el
testimonio de su secretario Humphrey
Newton (al que no le unía ningún
parentesco pese al apellido), trabajaba
hasta la extenuación:
«Consideraba una pérdida de tiempo todas las horas
que no dedicaba al estudio, tarea
que hacía de forma tan concentrada que
apenas abandonaba su habitación.
(…) Era siempre muy serio en sus
estudios, comía muy frugalmente y
a menudo se olvidaba por completo de
hacerlo. Rara vez se iba a la
cama antes de las dos o las tres de la
mañana. El fuego no solía
apagarse y se quedaba una noche sin acostarse
y yo lo hacía a la siguiente
hasta que acababa sus experimentos químicos».
Entre sus muchas tareas en la
universidad, Newton aprovechó las
conclusiones a las que había
llegado al estudiar la luz para desarrollar
un nuevo modelo de telescopio.
Hasta entonces el único tipo conocido era
el telescopio refractor
construido por Galileo que empleaba una gran
lente en la parte delantera para
recoger la luz. Newton sabía por sus
estudios de óptica que el modelo
refractor producía efectos indeseables
de color en las observaciones, y
deseaba diseñar un modelo en el que
éstos se evitasen. Empleando un
espejo en lugar de una lente para
recoger la luz, creó el
telescopio reflector que por su eficiencia y
sencillez desplazó al anterior.
Las noticias acerca del nuevo modelo de
telescopio llegaron a oídos de la
Royal Society, que en 1672 invitó a su
creador a que hiciese en ella una
demostración de su funcionamiento.
Newton construyó un nuevo
telescopio (que aún hoy se conserva en la
institución) y acudió a Londres
para presentarlo ante la comunidad
científica.
Fue nombrado miembro de la Royal
Society, y Henry Endelberg, el
secretario de la institución,
solicitó su permiso para registrar el
invento. La situación halagó a
Newton hasta tal punto que,
contrariamente a lo que solía ser
su carácter, ofreció a Endelberg
escribir un pequeño artículo
sobre sus investigaciones acerca de la luz
para acompañar la presentación
del telescopio. Sin embargo la alegría le
duró poco, pues cuando presentó
sus investigaciones a los miembros de la
institución algunos de ellos las
recibieron con escepticismo y crítica.
Robert Hooke, presidente de la
Royal Society, le acusó de haber tomado
datos de su trabajo
«Micrographia» para su escrito sobre la luz, lo que
disgustó tanto a Newton que
además de mantener durante el resto de su
vida una nefasta relación con el
astrónomo, le determinó a evitar la
controversia pública en relación
con sus investigaciones. Nunca había
sentido la necesidad de publicar
y después de aquello se sentía
reforzado en su actitud. La
decisión, según dejó escrito, estaba clara:
«Veo que me he convertido en un
esclavo de la filosofía. Resueltamente
me despediré de ella por toda la
eternidad excepto para aquello que
pueda servirme para mi propia
satisfacción». Pero sus palabras en esta
ocasión no marcaron el futuro.
Comprender el universo: teología,
alquimia y… matemáticas
Con motivo de la aceptación de la
cátedra lucasiana, en 1669 Newton fue
ordenado ministro de la Iglesia
anglicana, pues el Trinity College lo
imponía como condición para
ocupar el puesto. Newton era un protestante
convencido y, sobre todo, un
hombre de una profunda espiritualidad que
no encontraba contradicción
alguna en dedicarse a la ciencia y poseer
firmes creencias religiosas.
Siempre planteó sus estudios en unos
términos que no sólo no excluían
la labor creadora de Dios, sino que
hacían de Él la mente inteligente
que se hallaba detrás del orden
natural. La filosofía mecánica de
Descartes había terminado por apartar
a Dios de la naturaleza pues,
según el filósofo francés, el orden
natural podía explicarse en
términos mecánicos sin necesidad de recurrir
a agentes metafísicos. Newton no
compartía este planteamiento y se
mostraba preocupado por la
creciente secularización de la concepción de
la naturaleza a la que conducía.
Creía profundamente en un Dios creador,
una inteligencia racional que en
lugar de estar por encima de la
naturaleza formaba parte de ella,
se revelaba a los hombres en su orden.
Cuanto más profundizaba en sus
estudios, con más firmeza creía en la
existencia de Dios; es más,
entendía que la búsqueda de las leyes que
regían el orden natural, a la que
había consagrado su vida, era en
realidad la búsqueda del diseño
divino del universo. Como él mismo
afirmó: «Este sistema
supremamente bello del Sol, los planetas y los
cometas, sólo podía provenir de
la concepción y el dominio de un Ser
inteligente y poderoso».
Los estudios en teología formaban
parte del quehacer habitual de los
miembros del Trinity College,
como también lo eran del de buena parte de
los filósofos y científicos de la
Edad Moderna. Newton, convencido como
estaba de que el estudio de la
naturaleza era una forma de hacer
comprensibles los planes de Dios,
también se dedicó a ellos con tanto
ahínco como a todo lo que hacía.
Durante años combinó sus estudios en
matemáticas, física y astronomía
con el de las Sagradas Escrituras. La
interpretación de los textos
bíblicos en el siglo XVII era algo tan
importante para los científicos
como el estudio mismo de la ciencia. Se
consideraba la Biblia como fuente
de certezas para la historia, la
política y, por supuesto, también
la ciencia. Se trataba de la palabra
revelada de Dios a los hombres y
por tanto su estudio conducía a
verdades universales. De igual
modo que la observación de la naturaleza
permitía descubrir las leyes que
la regían, y que Newton entendía como
expresión divina, el estudio de
la Biblia conducía, por otras vías, al
conocimiento de la concepción
divina del universo y por tanto al de sus
leyes naturales.
En sus investigaciones teológicas
Newton se ocupó de cuestiones tan
diversas como los libros
proféticos de la Biblia, las cronologías de la
antigüedad histórica en ella
recogidas, la posible reconstrucción de las
dimensiones del Templo del rey
Salomón conforme a los datos del Libro de
Ezequiel… Pero entre sus muchas
preocupaciones en este campo la que
llegó a ocupar un lugar más
relevante fue el estudio sobre la Trinidad.
Durante años se interesó por el
enfrentamiento que mantuvieron Arrio y
san Atanasio en los siglos III y
IV sobre la existencia de la Trinidad.
Para el primero, que la negaba,
Cristo era sólo un hombre, mientras que
el segundo creía en la triple
divinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La Iglesia terminó declarando
herética la tesis arriana, pero Newton,
que estaba convencido de que con
ello se había realizado un inmenso
fraude, se convirtió firmemente
al arrianismo. Esta postura, que
continuaba siendo tan herética
entonces como en el siglo V, le
terminaría generando grandes
problemas en Cambridge, pues un ministro de
la Iglesia anglicana no podía
defender tales ideas. Aunque Newton nunca
lo hizo público oficialmente, su
arrianismo era un secreto a voces en la
universidad y terminó siendo la
causa de que en 1675 consiguiese la
dispensa de sus votos como
clérigo. Pese a ello, el Trinity College
permitió que continuase siendo
profesor y que mantuviese la cátedra
lucasiana, si bien nunca pudo
llegar a ser director de la institución.
Simultáneamente a sus estudios en
teología, Newton dedicó buena parte de
sus esfuerzos a la investigación
sobre la alquimia, es decir, a la
especulación sobre las posibles
transmutaciones de la materia que, en
buena medida, había llevado al
desarrollo de la química. Desde la
Antigüedad la alquimia era
considerada una ciencia apta sólo para
ciertos iniciados que eran
depositarios de saberes excepcionales sobre
los elementos de la naturaleza.
Casi todos los estudiosos de la vida y
obra de Newton coinciden en
señalar que muy probablemente la inclinación
del científico inglés por la
alquimia fue una forma de respuesta a los
límites que necesariamente
imponía el pensamiento mecanicista a la
filosofía natural. Descubrir las
leyes de la naturaleza de alguna forma
suponía despojarla de espíritu,
algo que Newton rechazaba. Su búsqueda
científica era una búsqueda de
Dios y la alquimia era otra herramienta
con la que hallarlo, una vez más,
en la naturaleza. Como afirma el
profesor Allan Chapman, «no
buscaba oro ni ninguna otra sustancia
particular. Buscaba la sabiduría
que quienes practicaban la alquimia
creían que se obtenía al aprender
cómo estaba compuesta la materia. Era
una actividad casi metafísica».
La dedicación a todas estas otras
ramas del saber era para Newton parte
de su trabajo como científico y
en ningún caso supuso el descuido de sus
investigaciones en matemáticas,
física y el resto de disciplinas que hoy
consideramos propiamente ciencia.
De hecho, las décadas de los setenta y
ochenta del siglo XVII fueron de
una extraordinaria actividad desde ese
punto de vista, y a mediados de
la segunda fue cuando Newton publicó su
Philosophiae Naturalis Principia
Mathematica («Principios matemáticos de
la filosofía natural»), en la que
describía las tres leyes del
movimiento y que aún hoy se
reconoce como el trabajo científico más
importante jamás escrito.
La publicación de los Principia
Mathematica, como casi todo en la vida
de Newton, llegó a hacerse casi
por casualidad y gracias al empeño de
terceros. Desde que Kepler había
descrito el movimiento elíptico de los
planetas, todos los astrónomos
buscaban una demostración matemática de
su teoría, pero no habían logrado
encontrarla. Tres miembros de la Royal
Society, Edmond Halley,
Christopher Wren y su presidente y rival de
Newton, Robert Hooke también
discutían sobre el asunto una tarde de
enero de 1684 mientras tomaban
algo en una taberna de Londres. Hooke,
quizá tratando de impresionar a
sus compañeros de mesa, afirmó que había
logrado la explicación matemática
del problema pero que había decidido
reservarse la solución para que
otros tuviesen también el placer de
llegar a ella. Wren, que como
astrónomo, geómetra y físico sabía que la
solución era casi un milagro,
decidió ofrecer a cualquiera de sus dos
acompañantes un libro valioso
como premio si alguno de los dos lograba
entregarle por escrito la prueba
de haberla hallado. Dos meses más tarde
el enigma seguía sin respuesta.
Pero Halley, que había tratado
con Newton en 1680 por el interés que
éste había mostrado en la
aparición del cometa bautizado con el apellido
del primero, pensó que el
excéntrico profesor del Trinity College quizá
podría decirle algo sobre la
solución del problema. Resuelto a intentar
hallar una respuesta, fue a
Cambridge para visitar a Newton. El
encuentro entre ambos ha pasado a
la historia y se ha narrado cientos de
veces. El profesor Bernard Cohen
lo relata del siguiente modo: «Halley
recordó que en Cambridge había un
profesor despistado que no había
publicado demasiado, un hombre
muy inteligente que quizá tendría la
respuesta. De modo que fue allí y
probablemente preguntó a Newton: “Si
un planeta se mueve describiendo
una elipse, ¿qué clase de fuerza está
operando sobre él?”. A lo que
Newton respondió: “Una fuerza inversa al
cuadrado”. Halley dijo: “¿Cómo
puede saberlo?”, y Newton contestó:
“Porque lo he comprobado”. Halley
replicó: “De acuerdo, entonces
permítame ver la prueba”. Newton
comenzó a buscar por su habitación en
una suerte de charada y dijo: “No
puedo encontrarla”, y Halley contestó:
“Bien, pues envíemela porque será
algo verdaderamente importante”».
Tres meses más tarde Halley
recibió un pequeño escrito titulado «Sobre
el movimiento de los cuerpos
giratorios» en el que Newton demostraba
matemáticamente el movimiento
circular de los cuerpos celestes y
enunciaba la ley de gravitación
universal. Consciente del alcance de lo
allí escrito, Halley regresó
rápidamente a Cambridge para tratar de
convencerle de que, en contra de
lo que acostumbraba, escribiese un
libro sobre la gravitación y la
dinámica del sistema solar. De este modo
vieron la luz los Principia
Mathematica. Sin embargo aún quedaba
publicar la obra, algo que Halley
quería que se hiciese a cargo de la
Royal Society, pero la
institución, dado lo apurado de su situación
económica, no parecía muy
dispuesta a asumir. Las incansables gestiones
y el empeño personal que puso en
ello Halley, llegando incluso a pagar
los costes de impresión de su
bolsillo, permitieron que la obra viese la
luz en 1687. En ella quedaban
formuladas las tres leyes del movimiento
(principio de inercia, definición
de una fuerza en función de su masa y
su aceleración y principio de la
acción y reacción) y de ellas se
deducía la ley de gravitación
universal. Como recuerda Isaac Asimov, «el
gran libro de Newton representó
la culminación de la Revolución
científica que había empezado
siglo y medio antes con Copérnico».
El impacto de la obra fue enorme
en toda Europa pues con ella se
asentaban las bases para el
desarrollo de la ciencia moderna. La obra
dejaba preguntas por resolver,
algunas de las cuales, como cuál es la
causa productora de la gravedad,
siguen aún hoy pendientes de solución,
pero marcaba un punto de
inflexión en la historia de la ciencia. Desde
aquel momento Newton pasó a la
primera línea pública de la erudición
europea de su tiempo y atrajo la
atención de la clase dirigente inglesa.
Jacobo II, que había recibido un
ejemplar de los Principia enviado por
Halley, llegó a hacer una
recensión personal sobre la obra. Newton
comenzó a tener una presencia
destacada en la vida pública de su país,
situación que se vio reforzada
por el hecho de que fuese nombrado
parlamentario por la Universidad
de Cambridge en 1689. Su acceso a la
política se había visto
favorecido por las tensiones de carácter
religioso acaecidas en 1687.
Jacobo II, católico declarado que pretendía
la vuelta al catolicismo de
Inglaterra, quiso nombrar a un monje
benedictino para el cargo de
Master of Arts de Cambridge. La abierta
oposición de Newton al
nombramiento y su inusualmente encendida defensa
del protestantismo le valieron el
puesto de parlamentario cuando se
volvió a reunir la Cámara tras la
expulsión de Jacobo II y su
sustitución por Guillermo de
Orange. Pese a ello, Newton siguió dando
muestras del carácter que le
había dado fama. En el período
parlamentario de 1689-1690, es
decir, en el que participó, sólo una vez
intervino públicamente. En mitad
del silencio de un Parlamento que
esperaba sus palabras con
expectación se limitó a solicitar que cerrasen
una ventana porque había
corriente.
La culminación de una carrera
Aunque en 1693 pasó por una
profunda depresión nerviosa, quizá motivada
por el agotamiento que conllevaba
su trabajo o, como indican algunos
autores, producida por una
intoxicación con mercurio a raíz de sus
estudios en alquimia, poco
después logró recuperarse y reincorporarse a
una vida pública que poco a poco
parecía incomodarle menos. Su frecuente
trato con la clase política le
terminó procurando un cargo público como
el de secretario de la Casa de la
Moneda cuya sede se encontraba en la
Torre de Londres. Aunque el
nombramiento no pretendía que Newton se
involucrase directamente en el
funcionamiento de la institución, sino
que pudiese disfrutar de la renta
asociada al cargo, el científico
decidió acometer su nueva tarea
con el mismo afán con el que abordaba
todas sus dedicaciones. Fue un
administrador tan eficiente que en 1699
lo nombraron director de la Casa
de la Moneda. La acuñación especial que
promovió con motivo de la llegada
al trono de la reina Ana en 1702
motivó que ésta viajase tres años
después a Cambridge para concederle el
título de caballero. Sir Isaac
Newton se había convertido en uno de los
hombres más famosos de
Inglaterra.
En 1703, tras la muerte de Robert
Hooke, Newton vio incrementados sus
honores oficiales con su
nombramiento como presidente de la Royal
Society. Como ha indicado el
profesor Michael Atiyah, «en muchos
sentidos se podría decir que fue
la primera figura científica política.
En nuestros días damos por
supuesto que los científicos aconsejan a los
gobernantes. Newton fue
probablemente el primer científico de ese
calibre, y su presencia en la
Royal Society consistía en desempeñar ese
papel». Al año siguiente y a
través de la Royal Society publicó su
Óptica en el que recogía y
depuraba sus antiguas teorías sobre la luz.
Fue desde su cargo como director
de una de las principales instituciones
científicas europeas que mantuvo
sus famosas polémicas con John
Flamsteed y Gottfried Leibniz. El
primero de ellos era director del
Royal Observatory de Greenwich
desde 1675. Su trabajo de observación
astronómica había servido para
ilustrar los Principia Mathematica de
Newton, que ahora como director
de la Royal Society le solicitaba nuevos
datos para su publicación.
Flamsteed, receloso entre otras cosas porque
desarrollaba su trabajo
financiándolo él mismo, rehusó la invitación.
Newton recurrió entonces a una
treta para hacerse con los datos del
astrónomo. Solicitó al príncipe
de Gales que amparase la publicación de
los datos de Flamsteed, que él
mismo se ofrecía a revisar. Con el
patrocinio real, el astrónomo de
Greenwich no se atrevió a rechazar de
nuevo la oferta. Pero la
publicación se demoró y Newton nunca le dio
explicaciones. Cuando poco
después Halley publicó un libro en el que
incluía parte de la información
de Flamsteed, éste se sintió utilizado y
traicionado. Por su parte,
Newton, que preparó la segunda edición de sus
Principia en 1714, decidió
eliminar todas las menciones al astrónomo
existentes en la primera edición.
El carácter de Newton no parecía
fácil y la polémica con Leibniz guardó
relación con uno de sus
principales rasgos, la falta de interés por dar
a conocer a tiempo sus
descubrimientos. El filósofo alemán había
publicado sus trabajos sobre
cálculo en 1676 arrogándose la paternidad
del cálculo infinitesimal al que
él también había llegado. Newton
siempre defendió que su
desarrollo de este cálculo había sido previo
aunque no tenía forma de
demostrarlo. Sus discípulos y muchos de sus
seguidores que conocían la
capacidad del científico inglés defendieron
siempre su primacía en el
hallazgo. La disputa fue muy sonada entre los
intelectuales de la época y
todavía hoy en día se discute acerca de
ello, aunque de los manuscritos
de Newton parece poder deducirse que no
mentía.
En los años finales de su vida
Newton disfrutó de un enorme
reconocimiento dentro y fuera de
las fronteras de su país. Las grandes
figuras de la Ilustración como
Voltaire reconocían en él a un genio de
la ciencia que había iniciado un
nuevo tiempo para el conocimiento.
Cuando Newton murió en 1727
recibió honores de Estado, siendo enterrado
en la abadía de Westminster,
junto a miembros de la realeza y aquellos
otros personajes que su país
consideraba sus hijos más honorables. Desde
entonces no ha cesado la
admiración por la obra de Newton. Einstein se
reconocía atónito ante la
dimensión de su legado y la actual carrera
espacial continúa caminando de la
mano de las teorías que ofreció al
mundo. Nada de raro tiene que
Bill Anders, uno de los astronautas del
Apollo 8, preguntado por su hijo
sobre quién impulsaba la nave espacial
en que iba a viajar, respondiese:
«Creo que Isaac Newton realiza la
mayor parte del impulso ahora».
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