martes, 4 de noviembre de 2025

19 FELIPE II.

 



 

El monarca de la hegemonía hispana

 

Felipe II fue la cabeza visible del edificio político más poderoso de la

Europa del siglo XVI, la Monarquía Hispánica. Llegó a gobernar sobre un

territorio tan extenso que imperios como el romano o el alejandrino, en

comparación, quedaban ensombrecidos como miniaturas. Monarca ambicioso,

campeón del catolicismo, ególatra, solitario, inflexible, asesino cruel

pero también político prudente, trabajador inagotable, amante de las

artes y las ciencias o padre afectuoso son algunas de las

características que, entre la realidad y el mito, le ha atribuido la

Historia. Bajo su reinado la Monarquía Hispánica inició una etapa de

hegemonía en Europa que habría de durar hasta mediados del siglo XVII,

la presencia colonial en Asia y América alcanzó límites insospechados y

el desarrollo del arte y la literatura darían inicio al irrepetible

Siglo de Oro. Todo ello impulsado por un rey reconocido por sus

contemporáneos como el más poderoso monarca de la cristiandad y un

hombre de personalidad tan compleja y extraordinaria que cualquier

juicio emitido sobre él resulta necesariamente incompleto y todo

acercamiento a su figura, necesariamente apasionante.

 

A juicio del historiador Geoffrey Parker, biógrafo y especialista en la

figura del monarca, «la de Felipe II es la historia de un hombre solo,

porque fue durante su existencia una figura solitaria, el único

protagonista sobre el escenario. Y esto hizo que vivir su vida fuera

agotador, que escribir sobre ella sea muy difícil y que estudiarla sea

algo confuso». Efectivamente, Felipe II concentró en sus manos un poder

y por ende una responsabilidad política tales que la soledad fue

consustancial a su cargo, algo que su personalidad tímida e insegura

contribuiría a acentuar. Cuando en 1556 su padre, Carlos V, abdicó,

Felipe II heredó la corona de los territorios hispánicos de la

Monarquía, además de los italianos, los de los Países Bajos en el norte

de Europa y, por supuesto, los americanos. Con el paso del tiempo

lograría incorporar también la corona de Portugal con su imperio

ultramarino, llegando a gobernar sobre una extensión territorial tan

vasta que, con razón, se afirmaba que en ella no se ponía el sol.

Además, su reinado fue largo, de cuarenta y dos años, en los que la

guerra sería casi una constante y su actividad como monarca, frenética.

Por ello, acercarse a Felipe II es una labor complicada pues son tantas

las posibles facetas para abordar que difícilmente se puede escoger sin

dejar algo importante en el tintero. Sin embargo, más allá de los

avatares políticos, económicos y sociales de su reinado está la

peripecia vital del hombre que vivió condicionado por la magnitud de la

figura de su padre, que se casó cuatro veces, que vio morir a nueve de

sus once hijos, que conoció el nacimiento de la leyenda negra que le

presentaba como parricida perverso y adúltero, que encontró refugio en

una religiosidad firme, y que terminó entendiendo el ejercicio del poder

como un acto de conciencia en el que la mano de Dios guiaba el destino

de España.

 

 

 

La formación de un príncipe

 

El 27 de mayo de 1527, Isabel de Portugal, en presencia de su esposo

Carlos V, daba a luz en Valladolid a su primer hijo, el futuro Felipe

II. Su padre, Sacro Emperador Romano, ostentaba, además de la corona

imperial alemana, la castellana (con sus territorios americanos), la

aragonesa (con los dominios ultramarinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña)

y era asimismo soberano de los Países Bajos. Su nacimiento fue por tanto

recibido con la alegría propia de la llegada de un heredero y desde ese

mismo momento su vida se encaminaría al desempeño de tan importante

papel. Durante los primeros años de su vida, el joven príncipe, junto

con su hermana María, estuvo al cuidado de su madre mientras que Carlos

V se ocupaba de la defensa de los intereses de la corona en Europa

frente a las amenazas turca y protestante. Las ausencias de su padre

durante su infancia fueron muy frecuentes, de modo que Felipe II creció

bajo la influencia de una figura paterna lejana y de tintes casi

legendarios. Pese a ello, el emperador siempre se ocupó con esmero de

todo lo relativo a su educación pues no en vano se trataba de su

heredero. Precisamente por ello había optado porque el príncipe

permaneciera en la Península pues Carlos V aún poseía vivo el recuerdo

de la revuelta de las Comunidades de Castilla cuando en 1520 su llegada

fue recibida como la de un rey extranjero.

 

Bajo el cuidado de su madre, Felipe II creció en un ambiente relajado y

sencillo; tanto, que con siete años aún no sabía leer ni escribir, razón

por la que con esa edad se le asignó su primer tutor, Juan Martínez de

Silíceo, quien comenzó su educación con la ayuda de un cortesano que

hizo para el príncipe una cartilla de primeras letras, una gramática

castellana sencilla y tradujo al castellano el texto para educación de

príncipes que Erasmo de Rotterdam había dedicado a su padre, Institutio

principis christiani. Al año siguiente Felipe fue separado de Isabel de

Portugal pues desde el 1 de marzo de 1535 el príncipe contó con su

propia casa, es decir, una residencia y una corte propias, en la que a

partir de entonces se desarrolló su vida. Mientras que Silíceo y los

restantes preceptores del futuro monarca se encargaban de su formación

intelectual y religiosa, el cuidado de su educación física y sus modales

quedaron encomendados a un ayo designado por Carlos V, Juan de Zúñiga,

de cuya severidad Felipe se quejaría con frecuencia a su padre. El

rigor, la austeridad y la disciplina formaban parte de las cualidades

que el emperador consideraba indispensables en la formación de un

príncipe, y en ese sentido la elección de Zúñiga no pudo ser más

acertada pues, como recuerda Geoffrey Parker, «aprendió bajo la atenta

mirada de Zúñiga a hacer todo con dignidad y gracia; adquirió un aire de

autoridad que inducía a todos los que se encontraban con él a tratarle

con respeto. (…) Zúñiga también le enseñó el autodominio y

autodisciplina: Felipe se acostumbró a ocultar sus sentimientos y

contener sus emociones».

 

La preocupación de Carlos V por evitar que su hijo creciese en un

ambiente complaciente que debilitase su carácter y lo hiciese fácilmente

manipulable le llevó en 1541 a sustituir a Silíceo por considerarle en

exceso indulgente con su pupilo. Juan Martínez de Silíceo era además el

confesor del príncipe y como el propio emperador explicó a su hijo, «no

sería bien que en lo de la conciencia os desease tanto contentar como ha

hecho en el estudio». Desde entonces Felipe contó con nuevos y

destacados maestros, pues Juan Ginés de Sepúlveda se encargó de

enseñarle geografía e historia; Honorato Juan, matemáticas y

arquitectura, y el humanista Cristóbal Calvete de Estrella, latín y

griego. Pronto dio muestras de vivo interés por los estudios y

particularmente por la lectura y la música, de modo que desde los trece

años viajaba con sus propios juglares y coro, y también con esa edad

comenzó a adquirir libros para formar su biblioteca y que leía con

auténtica avidez. Pero lo que más agradaba al joven príncipe era el

contacto con la naturaleza. Gustaba de dar largos paseos y disfrutaba

con la belleza de las plantas y las flores, algo que más tarde

encontraría su reflejo en la preocupación por el diseño de los jardines

de sus palacios; aunque nada le hacía tan feliz como la caza y la pesca.

Su afición por estas disciplinas era tal que con sólo diez años su padre

tuvo que limitar el número de piezas que podía cazar por semana en sus

cotos para evitar que los esquilmase, y hasta el final de sus días

continuó practicando ambas actividades siempre que sus ocupaciones le

dejaban oportunidad.

 

Por otra parte, Carlos V se encargó personalmente de encaminar la

educación política de su hijo como futuro monarca componiendo para él

con este motivo cuatro escritos denominados «Instrucciones» por

recogerse en ellos recomendaciones para conducirse sabiamente en el

gobierno de la monarquía. La primera la escribió en Madrid en 1529 poco

antes de salir hacia los Países Bajos y cuando Felipe sólo tenía dos

años. Tan temprana fecha puede resultar sorprendente, pero teniendo en

cuenta la incesante actividad bélica de Carlos V y la elevada mortalidad

de la época, formaba parte de su responsabilidad como monarca asegurar

en la medida de lo posible la correcta educación de su sucesor tanto si

vivía para ocuparse de ella directamente como si no. A la Instrucción de

1529 le siguieron las de Palamós de 1543, Augsburgo en 1548 y Bruselas

en 1556. En ellas Carlos V ofrecía a su hijo un completísimo compendio

de consejos sobre los principios con que debía regirse un buen monarca y

cómo debía manejarse ante todo tipo de situaciones, incluidas las

derivadas de la existencia de facciones de poder dentro de la corte,

dejando además a la posteridad un valiosísimo testimonio del arte de la

política de comienzos de la Edad Moderna.

 

La educación recibida hizo de Felipe un joven introvertido, prudente,

tremendamente autoexigente, responsable, meticuloso, amante de la

soledad y la naturaleza y, sobre todo, consciente de la grandeza y

responsabilidad de su destino. La figura inmensa de su padre,

físicamente ausente pero sin embargo presente, sería clave en la

formación del príncipe Felipe como futuro monarca, y al tiempo se

convirtió en fuente de inspiración y constante punto de ingrata

comparación. Felipe II fue sin duda uno de los monarcas mejor formados

de su época, y quizá su único punto débil fue la incapacidad para

comunicarse en otras lenguas más allá del castellano: aunque entendía

perfectamente el francés, el italiano y el portugués, era incapaz de

hablarlas no por ignorancia sino por timidez. Así, cuando en 1543 fue

nombrado regente de los reinos hispánicos al ausentarse Carlos V para

dirigirse a Gante, estaba listo para hacerse cargo por primera vez de

las tareas de gobierno. Bajo la atenta mirada y control de su padre,

Felipe II debutaba en su papel regio. Tenía dieciséis años y se

preparaba para contraer matrimonio por primera vez.

 

 

 

La irrupción en la escena pública

 

Como recuerda el historiador Joseph Pérez, «cuando Carlos V salió de

España en 1543 lo que más le preocupaba era asegurar la continuidad de

la dinastía. Felipe ya tenía edad de ejercer el poder, y en parte se lo

permitieron, pero era hijo único [varón] y el emperador, precavido,

pensó que el chico debía casarse lo antes posible. El matrimonio era un

asunto de Estado, destinado a garantizar la descendencia del monarca y

mantener y acrecentar en lo posible su poder político». Por esa razón se

preparó su matrimonio con María Manuela de Portugal, prima hermana por

partida doble, pero con cuyo enlace se lograba acercar el acariciado

sueño de hacerse con la corona portuguesa. El matrimonio se celebró por

poderes en mayo de 1543 y la infanta llegó a España en el mes de

noviembre. Entretanto, Carlos V, preocupado por los deberes conyugales a

los que debía hacer frente su hijo (un adolescente de dieciséis años

como su esposa), no dudaba en advertirle de los peligros del abuso de

los placeres de la carne y así, en la Instrucción de 1543 le recordaba:

«Os habéis mucho de guardar cuando estuviéredes cabe vuestra mujer (…)

conviene mucho que os guardéis y que no os esforcéis a estos principios

de manera que recibiésedes daño en vuestra persona, porque demás que eso

suele ser dañoso, así para el crecer del cuerpo como para darle fuerzas,

muchas veces pone tanta flaqueza que estorba a hacer hijos, y quita la

vida. (…) Y porque eso es algo dificultoso, el remedio es apartaros de

ella lo más que fuere posible; y así os ruego y encargo mucho que, luego

que habréis consumado el matrimonio, con cualquier achaque [excusa] os

apartéis, y que no tornéis tan presto, ni tan a menudo a verla, y cuando

tornáredes sea por poco tiempo». Siguiese o no los consejos paternos, de

la unión con María Manuela de Portugal nacería dos años más tarde el

primer hijo de Felipe II, el príncipe don Carlos, cuyo trágico destino

contribuiría a alimentar la leyenda negra en torno a su padre.

 

Felipe II era regente, estaba preparado para hacerse cargo de las tareas

de gobierno, se había casado, había enviudado (María Manuela de Portugal

falleció pocos días después de dar a luz a su hijo) y había tenido un

heredero varón. Pero nunca había salido de España y, como soberano,

algún día tendría que gobernar sobre un amplio conjunto de territorios

dispersos por toda Europa. Carlos V era consciente de ello y, además, su

propia experiencia con la revuelta Comunera de Castilla recomendaba

evitar que su sucesor no hubiese sido presentado ante los distintos

reinos y se hubiese familiarizado con ellos antes de ser proclamado como

su nuevo soberano. Por ello en 1548 dio órdenes a su hijo para que

iniciase un viaje por sus dominios europeos y se reuniese con él en los

Países Bajos, de modo que pudiese conocer a sus futuros súbditos y, de

paso, recibir nociones prácticas de gobierno directamente de su padre.

La gira europea, conocida como «Felicísimo viaje» a partir de la

descripción que de ella hizo Calvete de Estrella, comenzó por Italia con

una estancia en la capital de la Lombardía, Milán, donde conoció a

Tiziano y se hizo retratar por él convirtiéndole desde entonces en su

pintor de cabecera, y siguió por los territorios alemanes de Innsbruck,

Múnich y Heidelberg para finalizar en Bruselas, capital de los Países

Bajos pertenecientes a los Habsburgo, y en la que el príncipe se reunió

con su padre el 1 de abril de 1549. A pesar de todo el cuidado puesto

por Carlos V y del interés de Felipe por causar una buena impresión, lo

cierto es que, posiblemente por la inexperiencia del príncipe, el viaje

no terminó siendo precisamente un éxito; en palabras de Geoffrey Parker:

«Primero ofendió a los italianos, a quienes les pareció un arrogante;

luego despreció a los alemanes, que opinaban que era un orgulloso; y

finalmente fue irrespetuoso con los holandeses, que le consideraron muy

distante».

 

Aunque la primera impresión causada por el joven regente en los Países

Bajos no fue la esperada, Carlos V continuó empeñado en que su sucesor

conociese de cerca a los futuros súbditos de unos territorios en los que

la extensión del protestantismo auguraba un futuro político complicado.

Por esa razón decidió emprender en su compañía un lento recorrido por

los mismos que prolongó la permanencia de Felipe II hasta 1551. Más

seguro y tranquilo, el futuro monarca pudo enderezar la situación y

durante los meses siguientes supo dar muestra de la cuidadosa educación

que había recibido. Se desenvolvió con facilidad en el ambiente

cortesano, supo adaptarse al nuevo contexto y además aprendió junto a su

padre cómo debía comportarse aquel en quien estaba depositado el

gobierno de la Monarquía Hispánica. Fue también entonces cuando Felipe

II descubrió el arte flamenco, especialmente la pintura, la arquitectura

y la música, que ya no dejaría de cultivar hasta su muerte. Comenzó a

adquirir pinturas de los más destacados maestros de los Países Bajos,

como Roger van der Weyden, cuyo Descendimiento de la cruz (actualmente

en el Museo del Prado) envió a España para decorar sus futuras

residencias; Patinir o El Bosco, por el que llegó a sentir auténtica

fascinación. La arquitectura típica del norte de Europa con sus fachadas

de ladrillo y tejados y chapiteles de pizarra causaron en él una

impresión tan grata que más adelante haría copiar dicho estilo en muchas

de las construcciones que ordenó hacer en España.

 

Finalmente, en la primavera de 1551 Felipe II regresó a España para

continuar haciéndose cargo de sus labores como regente, si bien ahora

las tareas de gobierno las realizaría sin más asesoramiento que el de su

propio padre que ya reconocía en él al futuro monarca. En 1554 Carlos V

dio orden para que comenzasen las obras de un pequeño palacio en Yuste

en el que pensaba retirarse tras ceder la corona a su hijo y ese mismo

año abdicó en Felipe II la soberanía de Nápoles y el ducado de Milán. La

razón de la abdicación parcial no era otra que el matrimonio de Felipe

II con la reina de Inglaterra María Tudor, pues para que éste se

realizase entre contrayentes de igual estado era necesario que Felipe II

ostentase un título de rey. El enlace era del máximo interés para los

intereses dinásticos de los Habsburgo, pues como indica Joseph Pérez,

con él «a Carlos V se le presentaba una ocasión excelente para afianzar

la seguridad de los Países Bajos y hacer frente a la amenaza francesa».

Aunque el contrato matrimonial establecería la independencia de la

corona inglesa y Felipe II sería exclusivamente rey consorte de

Inglaterra, si de la unión nacía un heredero éste recibiría, además de

Inglaterra, Borgoña y los Países Bajos, mientras que al príncipe don

Carlos, primogénito de Felipe II, le correspondería España, Nápoles y

Sicilia. De este modo, los Habsburgo aumentarían sus dominios

dinásticos, evitarían que Inglaterra fuese un elemento de inestabilidad

para los Países Bajos y cercarían a Francia. La conveniencia del enlace

era mucha y por ello Felipe II no tuvo más remedio que aceptar el

matrimonio con una mujer que, además de ser su tía, le sacaba más de

diez años y, según sus contemporáneos, no era agraciada en absoluto.

Como recuerda el historiador Antonio-Miguel Bernal, al tener noticia de

los planes del matrimonio, el amigo y consejero de Felipe II Ruy Gómez

de Silva escribió al secretario de Carlos V, «para hablar verdad con

vuestra merced, mucho Dios es menester para tragar este cáliz».

 

La boda se celebró el 25 de julio de 1554 en Inglaterra, hasta donde se

desplazó Felipe II con el único interés de concebir un heredero. En su

calidad de rey consorte, Felipe no podía intervenir en los asuntos de

Estado y aunque la recatolización de Inglaterra pretendida por su esposa

podía agradarle, todo parece indicar que ni tuvo parte en la violenta

política que ésta escogió para lograrla y ni siquiera estuvo de acuerdo

con ella. Sólo una razón explicaba su presencia en Inglaterra, tener un

heredero, pero María Tudor resultó ser estéril y en esas circunstancias

nada le retenía allí. Nuevas responsabilidades le llamaban ya que Carlos

V, cada vez más cansado, necesitaba su apoyo en Flandes. En octubre de

1555 su padre renunció a la soberanía de los Países Bajos, y unos meses

más tarde, en enero de 1556, el emperador abdicaba definitivamente la

corona española en su hijo. Felipe II llegaba por fin al lugar que para

él había reservado la Historia.

 

 

 

El comienzo de la hegemonía hispana

 

Felipe II recibió todos los títulos que había ostentado su padre a

excepción del de emperador, que correspondió a su tío Fernando. Se

convertía así en cabeza de un conglomerado de territorios diversos que

le reconocían como soberano y que, en conjunto, constituían la llamada

Monarquía Hispánica: los reinos peninsulares junto con los virreinatos

americanos, y los territorios de Italia y los Países Bajos. Aunque como

recuerda Antonio-Miguel Bernal, «con la abdicación de Carlos V hay que

pensar que se desvanece la idea de un imperio cristiano de raíz

bajomedieval», es decir, un único imperio de toda la cristiandad

occidental, la monarquía de Felipe II fue por su constitución y vocación

un verdadero imperio. Las victorias frente a Francia en las batallas de

San Quintín (1557) y Gravelinas (1558) con que se abría su reinado,

dieron paso al tiempo que los historiadores denominan como «hegemonía

hispana» cuyo punto de inicio sería el tratado de paz firmado con

Francia en Cateau-Cambrésis en 1559. Con él se ponía fin a un

enfrentamiento bélico de más de diez años y Francia, demasiado ocupada

con sus conflictos religiosos internos, dejaba de ser un estorbo para

los intereses de los Habsburgo. Como forma de sellar el tratado se pensó

en una alianza matrimonial entre Francia y España. Isabel de Valois,

hija del rey francés Enrique II, sería la novia, y si bien en un primer

momento se contempló la posibilidad de desposarla con el príncipe don

Carlos, finalmente se concertó el matrimonio con el propio Felipe II,

que en 1558 había enviudado de nuevo.

 

Aunque Isabel tenía sólo quince años y Felipe II treinta y tres, y el

matrimonio no se consumó hasta un año después de celebrarse puesto que

la joven reina aún no había alcanzado la pubertad, Isabel de Valois se

convirtió en el gran amor de la vida del apodado «rey Prudente». La

unión se realizó primero por poderes en Notre Dame de París el 22 de

junio de 1559 y con el duque de Alba en representación de Felipe II.

Tras la ceremonia, como relata Joseph Pérez, «el duque acompañó a la

nueva reina hasta su habitación y, para mostrar que tomaba posesión

simbólicamente del lecho nupcial en nombre de su señor, delante de todos

puso en él un brazo y una pierna antes de retirarse». Cuando acabaron

las celebraciones en Francia, Isabel partió hacia España y a finales de

enero de 1560 llegó al punto de encuentro con su esposo, el palacio del

duque del Infantado de Guadalajara. Según describe Joseph Pérez, «Felipe

II se presentó de incógnito esa noche, y observó a su mujer en un

pasillo, a escondidas. El encuentro oficial entre los dos esposos se

produjo el 29 de enero de 1560 por la mañana. Isabel le observó con

tanta atención que Felipe II exclamó: “¿Qué miráis? ¿Si tengo canas?”».

La boda se celebró el 3 de febrero y hasta agosto de 1561 en que la

reina desarrolló, Felipe II no consintió en tener relaciones con ella.

En el verano del año siguiente Isabel creyó estar embarazada; para

celebrarlo, ambos fueron varios días a Segovia de cacería. Se había

tratado de una falsa alarma pero en los meses siguientes los hijos

tampoco llegaban. Felipe II no parecía estar preocupado, su esposa era

joven y nada hacía pensar que pudiese tener dificultades para concebir

y, además, la sucesión dinástica ya contaba con un heredero, el príncipe

Carlos. Sin embargo la madre de Isabel, regente de Francia desde la

muerte de Enrique II, sí estaba impaciente por el nacimiento de un hijo

que asegurase el pacto entre coronas y así se lo hizo notar a Felipe II,

preocupada por su estancia de varios meses en Aragón lejos de Isabel. El

monarca, no sin risas, aseguró a su suegra que se ocuparía de ello, y

efectivamente así lo hizo. A su regreso a Castilla en la primavera de

1564 se llevó a su mujer a disfrutar de una larga estancia en Aranjuez

que, a juzgar por las cartas de la reina en esa época, fue muy feliz

para ambos. En julio Isabel estaba embarazada.

 

Pero la felicidad habría de durar poco ya que unas semanas más tarde la

reina enfermó y los tratamientos médicos de la época a base de purgas y

sangrías terminaron por provocarle un aborto. Durante días estuvo al

borde la muerte y en ese tiempo Felipe II permaneció sin salir del

palacio junto al lecho de su esposa. Habría que esperar a comienzos de

1566 para que la reina volviese a quedar embarazada y en aquella ocasión

el embarazo llegaría a término. Como apunta Geoffrey Parker, Felipe II

se trasladó junto con la reina a Segovia sin separarse de ella hasta que

se presentó el parto, y entonces «permaneció allí (…) cogiéndole la mano

y dándole una poción especial que había enviado su madre para aliviar el

dolor en el momento del alumbramiento. Después, aunque había esperado un

hijo, el rey no pudo ocultar su orgullo y su deleite de haber engendrado

una preciosa niña, Isabel, la persona que más tarde en vida iba a

significar más que nada en el mundo para él». En octubre de 1567 la

reina dio a luz a otra hija, Catalina Micaela, que junto con su hermana

mayor Isabel Clara Eugenia fueron el mayor apoyo afectivo que le

quedaría a Felipe II tras la muerte en octubre de 1568 de su esposa

debido a una complicación en el embarazo de otra niña. A ellas dirigiría

años más tarde el monarca las cariñosísimas cartas publicadas por el

historiador Fernando Bouza, llenas de recomendaciones para el cuidado de

su salud y el de sus nietos y de una cercanía y humanidad que chocan con

la imagen distante y severa del rey transmitida por la Historia. La

muerte de Isabel de Valois se producía pocos meses después de la del

príncipe don Carlos, y ambas coincidieron con la revuelta de los

moriscos en Las Alpujarras, marcando un año negro en su reinado. El

ánimo del rey decayó profundamente, guardando luto por su esposa durante

más de un año. Sin desearlo pero consciente de la necesidad de tener un

heredero varón, volvió a contraer matrimonio en 1570 con su sobrina Ana

de Austria. Con ella tendría siete hijos, de los que sólo sobrevivió el

futuro Felipe III.

 

 

 

Gobernar la monarquía hispánica

 

Los años de matrimonio con Isabel de Valois fueron de relativa calma

para Felipe II. Con Francia contenida e Inglaterra en buena sintonía

diplomática con la Monarquía, el rey centró su política exterior en el

ámbito mediterráneo para poner freno a la peligrosa expansión turca. La

revuelta morisca de Las Alpujarras de 1568, que finalmente se saldaría

con una feroz represión y el exilio forzado de los moriscos de Granada,

no dejó de ser trasunto del problema turco que no se consideró

controlado hasta la victoria naval de Lepanto en 1571. Desde entonces y

hasta finalizar su reinado, Felipe II dio un giro atlántico a su

política exterior, alcanzando su mayor éxito con la anexión de Portugal

en 1580. Tras la muerte del rey portugués Sebastián, quedó vacante el

trono por ausencia de descendencia directa. Felipe II hizo valer los

derechos que le correspondían, como hijo de la emperatriz Isabel de

Portugal y primo del padre del rey muerto, aunque finalmente se impuso a

sus competidores por las armas. Con la incorporación de Portugal, y por

tanto de su imperio ultramarino en Asia y América, a la Monarquía

Hispánica, ésta consolidaba su posición hegemónica en Europa. El

contrapunto a este triunfo lo pondrían los conflictos en el norte de

Europa con Inglaterra y los Países Bajos. El apoyo que los protestantes

flamencos recibían de los ingleses terminaría siendo la causa de la

ruptura de relaciones con Inglaterra en 1572, que llegaría a su punto

culminante con el envío fracasado de una gran armada, la llamada

«Invencible», para invadir el reino enemigo en 1588. Por su parte, en

los Países Bajos la difusión del calvinismo, la creciente intransigencia

del rey (cuya cara más visible fue la represión dirigida por el duque de

Alba) y la política centralista dictada desde España terminaron

propiciando el fracaso de toda tentativa conciliadora y provocando la

rebelión de las provincias del norte, Holanda y Zelanda, que finalmente

retiraron al rey su obediencia en 1581.

 

Toda la política de Felipe II estuvo guiada por un principio

fundamental, la defensa a toda costa de la religión católica. Como

recuerda Geoffrey Parker, «se creía depositario de la Providencia y

estaba convencido de que España tenía un destino que cumplir». En el

contexto contrarreformista de la segunda mitad del siglo XVI esto se

tradujo en una postura política de creciente intransigencia ante

posibles soluciones de tolerancia religiosa, lo que en la práctica

supuso el mantenimiento de décadas de política bélica ininterrumpida con

un coste difícilmente asumible. Sólo al final de su reinado, rendido

ante la evidencia de que no había solución bélica para el conflicto de

los Países Bajos, terminó aceptando la segregación de éstos de la

Monarquía Hispánica y nombró a su hija Isabel Clara Eugenia como

gobernadora de dicho territorio.

 

Gobernar la monarquía era una labor verdaderamente complicada dado el

carácter heterogéneo y disperso de sus posesiones, pero Felipe II se

entregó a ello con denuedo. Como apunta Geoffrey Parker, «como jefe de

Estado Felipe era un modelo de aplicación y diligencia. Normalmente se

despertaba a las ocho de la mañana y pasaba casi una hora en la cama

leyendo papeles. Hacia las nueve y media se levantaba, le afeitaban sus

barberos y sus ayudas de cámara le vestían. Luego oía misa, recibía

audiencias hasta el mediodía y tomaba el almuerzo, que era su primera

comida del día. Tras una siesta corta, el rey se recluía a trabajar en

su despacho hasta las nueve, hora de la cena. Después seguía trabajando

hasta que estaba demasiado cansado para seguir». El problema fue el

carácter excesivamente personal que Felipe II quiso imprimir a su labor

de gobierno. Aunque estaba asesorado por una extensa red de Consejos

(órganos colegiados de consulta), la elaboración de una política

planificada a gran escala y a largo plazo era muy difícil, ya que se

trataba de un imperio extenso y complejo que exigía dar respuestas

coordinadas a multitud de problemas que casi siempre estaban

relacionados. Las complicaciones burocráticas de la monarquía se vieron

agravadas por la firme voluntad del rey de leer personalmente todos

aquellos documentos que debían llevar su firma y de escuchar la opinión

de los consejeros sobre cada asunto. Esto se traducía en una carga

administrativa aplastante que difícilmente podía asumir un solo hombre.

Pese a todo, Felipe II continuó entregado a su labor hasta el final de

sus días y sólo cuando sus achaques se lo impedían abandonaba unas

jornadas su draconiano ritmo de trabajo. Fue sin duda un hombre

entregado a la tarea de ser un rey digno para la Monarquía más grande de

su tiempo, pese a lo cual, o quizá por ello, la Historia no siempre le

hizo justicia.

 

 

 

La leyenda negra

 

El término «leyenda negra» es inseparable de la figura de Felipe II.

Aunque en realidad la expresión se acuñó a comienzos del siglo XX a

partir de un ensayo de Julián Juderías publicado en 1914, la atribución

de una faceta oscura a la historia de España durante la época de su

hegemonía, es decir, los siglos XVI y XVII, comenzó mucho antes. Fueron

los enemigos de Felipe II los primeros en poner en circulación escritos

en los que el monarca hispano y por extensión los españoles quedaban

retratados como seres crueles, intolerantes y capaces de las mayores

vilezas. La leyenda negra comenzó a tomar forma a partir de la

publicación de la Apología de Guillermo de Orange, cabeza de los

rebeldes holandeses contra el monarca español. En el texto se

encontraban presentes los tres grandes ingredientes que terminaron

conformando dicha leyenda: la crueldad personal de Felipe II, acusado de

incesto y del asesinato, entre otros, del príncipe don Carlos e Isabel

de Valois; el fanatismo y la intolerancia de los españoles,

representados en las atrocidades cometidas por los soldados de sus

tercios y por la Inquisición, y las masacres cometidas contra los indios

americanos, partiendo de la manipulación de los escritos en defensa de

los mismos de fray Bartolomé de las Casas.

 

Sin duda alguna el episodio de la biografía de Felipe II más explotado

por la leyenda negra fue el de la muerte de su hijo y heredero. El

príncipe don Carlos había sido el fruto de su primer matrimonio con

María Manuela de Portugal. La consanguinidad de los progenitores

propiciada por las políticas matrimoniales de las dinastías gobernantes

en España y Portugal dio como resultado un hombre enfermo mental y

físicamente. Como recuerda Geoffrey Parker, «en vez de ocho bisabuelos

solamente tenía cuatro, y en vez de dieciséis tatarabuelos, sólo tenía

seis». Ya existían antecedentes de trastorno mental en la familia, entre

ellos el de la abuela común de los padres de don Carlos, la reina de

Castilla Juana la Loca. Desde sus primeros años de vida el príncipe dio

muestras de problemas en su desarrollo físico e intelectual, pero fue a

partir de las prolongadas ausencias de su padre entre los años 1548-1551

y 1554-1559 cuando sus facultades comenzaron a deteriorarse de forma más

evidente. Con trece años no era capaz de leer y escribir correctamente y

su carácter era irascible e inestable. Desde 1560 sufrió crisis febriles

episódicas que minaron una salud que terminaría de quebrantarse a raíz

de un accidente dos años más tarde. Estando en Alcalá de Henares se

precipitó por unas escaleras y se hirió gravemente en la cabeza. El rey

acudió de inmediato y más de una docena de médicos trataron de salvarle

la vida. El príncipe cayó en coma pero gracias a una trepanación logró

evitar la muerte. Sus capacidades se resintieron gravemente y sus

accesos de cólera terminaron siendo notorios entre todos los miembros de

la corte. Se mostraba cruel con los animales, maltrataba a sus criados,

llegó a amenazar con un cuchillo al duque de Alba y obligó a un zapatero

que le había hecho unas botas estrechas a cocerlas y comérselas como

castigo.

 

Felipe II había mantenido la esperanza de que su hijo pudiera sucederle

y por ello se le había reconocido como heredero al trono en las Cortes

de Toledo de 1560. El rey trató de animarle para que comenzase a

participar en los asuntos de Estado, pero el progresivo deterioro de su

salud y el empeoramiento motivado por el accidente de 1562 le

convencieron de la conveniencia de mantenerle apartado de las grandes

cuestiones políticas. El príncipe se sintió marginado y la relación

entre padre e hijo fue empeorando con el tiempo. Sin embargo, fueron

hechos vinculados a la compleja crisis con los Países Bajos los que

terminaron motivando el trágico desenlace de la situación. Parece que

don Carlos intentó tomar parte en el conflicto entre los rebeldes

flamencos y su padre, para lo que entre 1565 y 1566 entró en contacto

con los embajadores flamencos, el conde de Egmont y el barón de

Montigny. Como indica Joseph Pérez, «si es verdad que don Carlos se puso

en contacto con ambos o con alguno de los dos, a su padre no debió de

sentarle nada bien su intromisión en un asunto político tan delicado. No

se podían mostrar divergencias que alentaran a los rebeldes». A partir

de entonces comenzó a hacer planes para escapar de España y dirigirse a

Flandes, razón por la que a finales de 1567 solicitó al hermanastro del

rey, don Juan de Austria, que le proporcionase un barco con el que huir.

Don Juan rápidamente alertó al rey, quien, tras consultar con juristas y

teólogos, decidió que era de suma importancia para la defensa de la

Monarquía evitar que el príncipe saliera de España. La petición que hizo

el príncipe de unos caballos al maestro de postas el 18 de enero de 1568

hizo saltar todas las alarmas y poco antes de medianoche Felipe II,

acompañado de varios de sus consejeros, puso bajo arresto a su hijo. En

los días siguientes, los grandes de España, los consejos del reino, las

ciudades, el papado y las potencias extranjeras fueron informados de la

reclusión del heredero en bien del reino. A lo largo de los siguientes

meses el rey trató de tapar la penosa situación, prohibiendo a su esposa

Isabel de Valois y a su hermana Juana llorar por el príncipe, a don Juan

llevar luto por él y a los consejeros y grandes del reino mencionar su

nombre. En palabras de Geoffrey Parker, «ante esta tragedia personal, el

sentimiento de deshonor y de vergüenza ante la incapacidad de su único

hijo pesaba más que cualquier sentimiento de dolor y compasión». Ante

todo, Felipe II era rey.

 

Recluido en sus aposentos del alcázar de Madrid, la situación de don

Carlos no hizo sino empeorar. Desesperado, había amenazado con quitarse

la vida y por este motivo Felipe II ordenó, entre otras medidas, que se

le entregase la comida ya cortada para no poner a su alcance objeto

punzante alguno. En esas circunstancias el prisionero apeló al único

recurso disponible en su situación, la huelga de hambre. Pero su

precario equilibrio emocional no le ayudó en el intento, de modo que

comenzó a alternar jornadas de ayuno con otras de ingesta desmedida, y

para paliar el sofocante calor del verano de Madrid, se hacía llevar

agua helada que bebía y usaba para empapar su lecho. La delicada salud

del príncipe no aguantó tan anárquico comportamiento mucho tiempo, y el

24 de julio de 1568 falleció víctima de sí mismo y del hecho de haber

nacido heredero de Felipe II. A los pocos meses, su madre, Isabel de

Valois, también murió.

 

En el contexto de la crisis con los Países Bajos, la Apología de

Guillermo de Orange aprovechó estos hechos para elaborar un relato con

el que atacar al rey español: Felipe II, llevado por la lujuria, habría

ordenado asesinar a su hijo y a su mujer con el objeto de lograr la

aprobación del papado de una nueva boda con su sobrina Ana de Austria

ante la necesidad de engendrar un nuevo heredero. Como afirma el

historiador y biógrafo del rey Prudente, Manuel Fernández Álvarez, «de

lo que se trataba era de la imperiosa necesidad de justificar la

rebelión del vasallo contra su rey y señor natural. Esa justificación

sólo se podía conseguir si las maldades del rey eran tan enormes que

incluso obligaban a ello. (…) En definitiva, la guerra entre la

Monarquía Católica y los Países Bajos se pasaba del campo de batalla,

entre los soldados de una y otra parte, a una guerra de propaganda, una

guerra de papel que acabó desplazando del primer plano a la militar».

Una década después el relato fue recogido, aumentado y ampliamente

difundido por el ex secretario de Felipe II, Antonio Pérez, quien sobre

todo en sus conocidas Relaciones de 1591 se hacía eco de él. Pérez, tras

verse envuelto junto con la princesa de Éboli en una turbia intriga

cortesana que terminó con el asesinato del secretario de Juan de

Austria, Juan de Escobedo, acusó a Felipe II de ordenar el asesinato.

Fue encarcelado en 1579 pero logró escapar primero a Aragón, donde la

negativa a entregarle a la Inquisición terminó motivando una revuelta

popular, y después a Francia. Desde el exilio, alineado con los enemigos

de Felipe II, emprendió una campaña de denostación del rey que tendría

una gran repercusión entre sus contemporáneos. La leyenda negra poco a

poco iba popularizándose en toda Europa. Tres siglos más tarde, la ópera

Don Carlo de Verdi terminaría de convertir la muerte del primogénito de

Felipe II en su pasaje más conocido. Pero como bien ha indicado Ricardo

García Cárcel, la leyenda negra, alimentada de hechos sólo en parte

reales y deformados con una intención claramente política, no fue más

que el precio que hubo que pagar por la hegemonía hispana de la época

moderna.

 

En la madrugada del 13 de septiembre de 1598, Felipe II fallecía tras

una larga convalecencia en sus habitaciones de El Escorial. Desde que

encargase su construcción a Juan de Herrera en 1563, el conjunto de

monasterio, palacio y panteón era su refugio favorito y en él se

retiraba siempre que le era posible para llevar una vida más parecida a

la de un monje que a la de un rey. Sus últimos tres años los pasó

prácticamente inválido, pese a lo cual no abandonó sus responsabilidades

y continuó dirigiendo la política de la mayor Monarquía de todos los

tiempos. Fue un hombre de voluntad inquebrantable, trabajador hasta la

extenuación, de enormes inquietudes intelectuales y firmes convicciones

religiosas. En más de una ocasión su profunda fe en la misión

providencial de la Monarquía Hispánica le llevó a anteponer en política

los principios religiosos al sentido común y, en más de una ocasión, su

papel de rey pesó demasiado sobre su trayectoria como hombre. Su reinado

marcó la historia moderna de Europa y América con un modo de entender la

política que estaría vigente hasta mediados del siglo siguiente y que,

para bien y para mal, puso a España en el centro del mundo.

 

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