El monarca de la hegemonía
hispana
Felipe II fue la cabeza visible
del edificio político más poderoso de la
Europa del siglo XVI, la
Monarquía Hispánica. Llegó a gobernar sobre un
territorio tan extenso que
imperios como el romano o el alejandrino, en
comparación, quedaban
ensombrecidos como miniaturas. Monarca ambicioso,
campeón del catolicismo,
ególatra, solitario, inflexible, asesino cruel
pero también político prudente,
trabajador inagotable, amante de las
artes y las ciencias o padre
afectuoso son algunas de las
características que, entre la
realidad y el mito, le ha atribuido la
Historia. Bajo su reinado la
Monarquía Hispánica inició una etapa de
hegemonía en Europa que habría de
durar hasta mediados del siglo XVII,
la presencia colonial en Asia y
América alcanzó límites insospechados y
el desarrollo del arte y la
literatura darían inicio al irrepetible
Siglo de Oro. Todo ello impulsado
por un rey reconocido por sus
contemporáneos como el más
poderoso monarca de la cristiandad y un
hombre de personalidad tan
compleja y extraordinaria que cualquier
juicio emitido sobre él resulta
necesariamente incompleto y todo
acercamiento a su figura,
necesariamente apasionante.
A juicio del historiador Geoffrey
Parker, biógrafo y especialista en la
figura del monarca, «la de Felipe
II es la historia de un hombre solo,
porque fue durante su existencia
una figura solitaria, el único
protagonista sobre el escenario.
Y esto hizo que vivir su vida fuera
agotador, que escribir sobre ella
sea muy difícil y que estudiarla sea
algo confuso». Efectivamente,
Felipe II concentró en sus manos un poder
y por ende una responsabilidad
política tales que la soledad fue
consustancial a su cargo, algo
que su personalidad tímida e insegura
contribuiría a acentuar. Cuando
en 1556 su padre, Carlos V, abdicó,
Felipe II heredó la corona de los
territorios hispánicos de la
Monarquía, además de los
italianos, los de los Países Bajos en el norte
de Europa y, por supuesto, los
americanos. Con el paso del tiempo
lograría incorporar también la
corona de Portugal con su imperio
ultramarino, llegando a gobernar
sobre una extensión territorial tan
vasta que, con razón, se afirmaba
que en ella no se ponía el sol.
Además, su reinado fue largo, de
cuarenta y dos años, en los que la
guerra sería casi una constante y
su actividad como monarca, frenética.
Por ello, acercarse a Felipe II
es una labor complicada pues son tantas
las posibles facetas para abordar
que difícilmente se puede escoger sin
dejar algo importante en el
tintero. Sin embargo, más allá de los
avatares políticos, económicos y
sociales de su reinado está la
peripecia vital del hombre que
vivió condicionado por la magnitud de la
figura de su padre, que se casó
cuatro veces, que vio morir a nueve de
sus once hijos, que conoció el
nacimiento de la leyenda negra que le
presentaba como parricida
perverso y adúltero, que encontró refugio en
una religiosidad firme, y que
terminó entendiendo el ejercicio del poder
como un acto de conciencia en el
que la mano de Dios guiaba el destino
de España.
La formación de un príncipe
El 27 de mayo de 1527, Isabel de
Portugal, en presencia de su esposo
Carlos V, daba a luz en
Valladolid a su primer hijo, el futuro Felipe
II. Su padre, Sacro Emperador
Romano, ostentaba, además de la corona
imperial alemana, la castellana
(con sus territorios americanos), la
aragonesa (con los dominios
ultramarinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña)
y era asimismo soberano de los
Países Bajos. Su nacimiento fue por tanto
recibido con la alegría propia de
la llegada de un heredero y desde ese
mismo momento su vida se
encaminaría al desempeño de tan importante
papel. Durante los primeros años
de su vida, el joven príncipe, junto
con su hermana María, estuvo al
cuidado de su madre mientras que Carlos
V se ocupaba de la defensa de los
intereses de la corona en Europa
frente a las amenazas turca y
protestante. Las ausencias de su padre
durante su infancia fueron muy
frecuentes, de modo que Felipe II creció
bajo la influencia de una figura
paterna lejana y de tintes casi
legendarios. Pese a ello, el
emperador siempre se ocupó con esmero de
todo lo relativo a su educación
pues no en vano se trataba de su
heredero. Precisamente por ello
había optado porque el príncipe
permaneciera en la Península pues
Carlos V aún poseía vivo el recuerdo
de la revuelta de las Comunidades
de Castilla cuando en 1520 su llegada
fue recibida como la de un rey
extranjero.
Bajo el cuidado de su madre,
Felipe II creció en un ambiente relajado y
sencillo; tanto, que con siete
años aún no sabía leer ni escribir, razón
por la que con esa edad se le
asignó su primer tutor, Juan Martínez de
Silíceo, quien comenzó su
educación con la ayuda de un cortesano que
hizo para el príncipe una
cartilla de primeras letras, una gramática
castellana sencilla y tradujo al
castellano el texto para educación de
príncipes que Erasmo de Rotterdam
había dedicado a su padre, Institutio
principis christiani. Al año
siguiente Felipe fue separado de Isabel de
Portugal pues desde el 1 de marzo
de 1535 el príncipe contó con su
propia casa, es decir, una
residencia y una corte propias, en la que a
partir de entonces se desarrolló
su vida. Mientras que Silíceo y los
restantes preceptores del futuro
monarca se encargaban de su formación
intelectual y religiosa, el
cuidado de su educación física y sus modales
quedaron encomendados a un ayo
designado por Carlos V, Juan de Zúñiga,
de cuya severidad Felipe se
quejaría con frecuencia a su padre. El
rigor, la austeridad y la
disciplina formaban parte de las cualidades
que el emperador consideraba
indispensables en la formación de un
príncipe, y en ese sentido la
elección de Zúñiga no pudo ser más
acertada pues, como recuerda
Geoffrey Parker, «aprendió bajo la atenta
mirada de Zúñiga a hacer todo con
dignidad y gracia; adquirió un aire de
autoridad que inducía a todos los
que se encontraban con él a tratarle
con respeto. (…) Zúñiga también
le enseñó el autodominio y
autodisciplina: Felipe se
acostumbró a ocultar sus sentimientos y
contener sus emociones».
La preocupación de Carlos V por
evitar que su hijo creciese en un
ambiente complaciente que
debilitase su carácter y lo hiciese fácilmente
manipulable le llevó en 1541 a
sustituir a Silíceo por considerarle en
exceso indulgente con su pupilo.
Juan Martínez de Silíceo era además el
confesor del príncipe y como el
propio emperador explicó a su hijo, «no
sería bien que en lo de la
conciencia os desease tanto contentar como ha
hecho en el estudio». Desde
entonces Felipe contó con nuevos y
destacados maestros, pues Juan
Ginés de Sepúlveda se encargó de
enseñarle geografía e historia;
Honorato Juan, matemáticas y
arquitectura, y el humanista
Cristóbal Calvete de Estrella, latín y
griego. Pronto dio muestras de
vivo interés por los estudios y
particularmente por la lectura y
la música, de modo que desde los trece
años viajaba con sus propios
juglares y coro, y también con esa edad
comenzó a adquirir libros para
formar su biblioteca y que leía con
auténtica avidez. Pero lo que más
agradaba al joven príncipe era el
contacto con la naturaleza.
Gustaba de dar largos paseos y disfrutaba
con la belleza de las plantas y
las flores, algo que más tarde
encontraría su reflejo en la
preocupación por el diseño de los jardines
de sus palacios; aunque nada le
hacía tan feliz como la caza y la pesca.
Su afición por estas disciplinas
era tal que con sólo diez años su padre
tuvo que limitar el número de
piezas que podía cazar por semana en sus
cotos para evitar que los
esquilmase, y hasta el final de sus días
continuó practicando ambas
actividades siempre que sus ocupaciones le
dejaban oportunidad.
Por otra parte, Carlos V se
encargó personalmente de encaminar la
educación política de su hijo
como futuro monarca componiendo para él
con este motivo cuatro escritos
denominados «Instrucciones» por
recogerse en ellos
recomendaciones para conducirse sabiamente en el
gobierno de la monarquía. La
primera la escribió en Madrid en 1529 poco
antes de salir hacia los Países
Bajos y cuando Felipe sólo tenía dos
años. Tan temprana fecha puede
resultar sorprendente, pero teniendo en
cuenta la incesante actividad
bélica de Carlos V y la elevada mortalidad
de la época, formaba parte de su
responsabilidad como monarca asegurar
en la medida de lo posible la
correcta educación de su sucesor tanto si
vivía para ocuparse de ella
directamente como si no. A la Instrucción de
1529 le siguieron las de Palamós
de 1543, Augsburgo en 1548 y Bruselas
en 1556. En ellas Carlos V
ofrecía a su hijo un completísimo compendio
de consejos sobre los principios
con que debía regirse un buen monarca y
cómo debía manejarse ante todo
tipo de situaciones, incluidas las
derivadas de la existencia de
facciones de poder dentro de la corte,
dejando además a la posteridad un
valiosísimo testimonio del arte de la
política de comienzos de la Edad
Moderna.
La educación recibida hizo de
Felipe un joven introvertido, prudente,
tremendamente autoexigente,
responsable, meticuloso, amante de la
soledad y la naturaleza y, sobre
todo, consciente de la grandeza y
responsabilidad de su destino. La
figura inmensa de su padre,
físicamente ausente pero sin
embargo presente, sería clave en la
formación del príncipe Felipe
como futuro monarca, y al tiempo se
convirtió en fuente de
inspiración y constante punto de ingrata
comparación. Felipe II fue sin
duda uno de los monarcas mejor formados
de su época, y quizá su único
punto débil fue la incapacidad para
comunicarse en otras lenguas más
allá del castellano: aunque entendía
perfectamente el francés, el
italiano y el portugués, era incapaz de
hablarlas no por ignorancia sino
por timidez. Así, cuando en 1543 fue
nombrado regente de los reinos
hispánicos al ausentarse Carlos V para
dirigirse a Gante, estaba listo
para hacerse cargo por primera vez de
las tareas de gobierno. Bajo la
atenta mirada y control de su padre,
Felipe II debutaba en su papel
regio. Tenía dieciséis años y se
preparaba para contraer
matrimonio por primera vez.
La irrupción en la escena pública
Como recuerda el historiador
Joseph Pérez, «cuando Carlos V salió de
España en 1543 lo que más le
preocupaba era asegurar la continuidad de
la dinastía. Felipe ya tenía edad
de ejercer el poder, y en parte se lo
permitieron, pero era hijo único
[varón] y el emperador, precavido,
pensó que el chico debía casarse
lo antes posible. El matrimonio era un
asunto de Estado, destinado a
garantizar la descendencia del monarca y
mantener y acrecentar en lo
posible su poder político». Por esa razón se
preparó su matrimonio con María
Manuela de Portugal, prima hermana por
partida doble, pero con cuyo
enlace se lograba acercar el acariciado
sueño de hacerse con la corona
portuguesa. El matrimonio se celebró por
poderes en mayo de 1543 y la
infanta llegó a España en el mes de
noviembre. Entretanto, Carlos V,
preocupado por los deberes conyugales a
los que debía hacer frente su
hijo (un adolescente de dieciséis años
como su esposa), no dudaba en
advertirle de los peligros del abuso de
los placeres de la carne y así,
en la Instrucción de 1543 le recordaba:
«Os habéis mucho de guardar
cuando estuviéredes cabe vuestra mujer (…)
conviene mucho que os guardéis y
que no os esforcéis a estos principios
de manera que recibiésedes daño
en vuestra persona, porque demás que eso
suele ser dañoso, así para el
crecer del cuerpo como para darle fuerzas,
muchas veces pone tanta flaqueza
que estorba a hacer hijos, y quita la
vida. (…) Y porque eso es algo
dificultoso, el remedio es apartaros de
ella lo más que fuere posible; y
así os ruego y encargo mucho que, luego
que habréis consumado el
matrimonio, con cualquier achaque [excusa] os
apartéis, y que no tornéis tan
presto, ni tan a menudo a verla, y cuando
tornáredes sea por poco tiempo».
Siguiese o no los consejos paternos, de
la unión con María Manuela de
Portugal nacería dos años más tarde el
primer hijo de Felipe II, el
príncipe don Carlos, cuyo trágico destino
contribuiría a alimentar la
leyenda negra en torno a su padre.
Felipe II era regente, estaba
preparado para hacerse cargo de las tareas
de gobierno, se había casado,
había enviudado (María Manuela de Portugal
falleció pocos días después de
dar a luz a su hijo) y había tenido un
heredero varón. Pero nunca había
salido de España y, como soberano,
algún día tendría que gobernar
sobre un amplio conjunto de territorios
dispersos por toda Europa. Carlos
V era consciente de ello y, además, su
propia experiencia con la
revuelta Comunera de Castilla recomendaba
evitar que su sucesor no hubiese
sido presentado ante los distintos
reinos y se hubiese familiarizado
con ellos antes de ser proclamado como
su nuevo soberano. Por ello en
1548 dio órdenes a su hijo para que
iniciase un viaje por sus
dominios europeos y se reuniese con él en los
Países Bajos, de modo que pudiese
conocer a sus futuros súbditos y, de
paso, recibir nociones prácticas
de gobierno directamente de su padre.
La gira europea, conocida como
«Felicísimo viaje» a partir de la
descripción que de ella hizo
Calvete de Estrella, comenzó por Italia con
una estancia en la capital de la
Lombardía, Milán, donde conoció a
Tiziano y se hizo retratar por él
convirtiéndole desde entonces en su
pintor de cabecera, y siguió por
los territorios alemanes de Innsbruck,
Múnich y Heidelberg para
finalizar en Bruselas, capital de los Países
Bajos pertenecientes a los
Habsburgo, y en la que el príncipe se reunió
con su padre el 1 de abril de
1549. A pesar de todo el cuidado puesto
por Carlos V y del interés de
Felipe por causar una buena impresión, lo
cierto es que, posiblemente por
la inexperiencia del príncipe, el viaje
no terminó siendo precisamente un
éxito; en palabras de Geoffrey Parker:
«Primero ofendió a los italianos,
a quienes les pareció un arrogante;
luego despreció a los alemanes,
que opinaban que era un orgulloso; y
finalmente fue irrespetuoso con
los holandeses, que le consideraron muy
distante».
Aunque la primera impresión
causada por el joven regente en los Países
Bajos no fue la esperada, Carlos
V continuó empeñado en que su sucesor
conociese de cerca a los futuros
súbditos de unos territorios en los que
la extensión del protestantismo
auguraba un futuro político complicado.
Por esa razón decidió emprender
en su compañía un lento recorrido por
los mismos que prolongó la
permanencia de Felipe II hasta 1551. Más
seguro y tranquilo, el futuro
monarca pudo enderezar la situación y
durante los meses siguientes supo
dar muestra de la cuidadosa educación
que había recibido. Se
desenvolvió con facilidad en el ambiente
cortesano, supo adaptarse al
nuevo contexto y además aprendió junto a su
padre cómo debía comportarse
aquel en quien estaba depositado el
gobierno de la Monarquía
Hispánica. Fue también entonces cuando Felipe
II descubrió el arte flamenco,
especialmente la pintura, la arquitectura
y la música, que ya no dejaría de
cultivar hasta su muerte. Comenzó a
adquirir pinturas de los más
destacados maestros de los Países Bajos,
como Roger van der Weyden, cuyo
Descendimiento de la cruz (actualmente
en el Museo del Prado) envió a
España para decorar sus futuras
residencias; Patinir o El Bosco,
por el que llegó a sentir auténtica
fascinación. La arquitectura
típica del norte de Europa con sus fachadas
de ladrillo y tejados y
chapiteles de pizarra causaron en él una
impresión tan grata que más
adelante haría copiar dicho estilo en muchas
de las construcciones que ordenó
hacer en España.
Finalmente, en la primavera de
1551 Felipe II regresó a España para
continuar haciéndose cargo de sus
labores como regente, si bien ahora
las tareas de gobierno las
realizaría sin más asesoramiento que el de su
propio padre que ya reconocía en
él al futuro monarca. En 1554 Carlos V
dio orden para que comenzasen las
obras de un pequeño palacio en Yuste
en el que pensaba retirarse tras
ceder la corona a su hijo y ese mismo
año abdicó en Felipe II la
soberanía de Nápoles y el ducado de Milán. La
razón de la abdicación parcial no
era otra que el matrimonio de Felipe
II con la reina de Inglaterra
María Tudor, pues para que éste se
realizase entre contrayentes de
igual estado era necesario que Felipe II
ostentase un título de rey. El
enlace era del máximo interés para los
intereses dinásticos de los
Habsburgo, pues como indica Joseph Pérez,
con él «a Carlos V se le
presentaba una ocasión excelente para afianzar
la seguridad de los Países Bajos
y hacer frente a la amenaza francesa».
Aunque el contrato matrimonial
establecería la independencia de la
corona inglesa y Felipe II sería
exclusivamente rey consorte de
Inglaterra, si de la unión nacía
un heredero éste recibiría, además de
Inglaterra, Borgoña y los Países
Bajos, mientras que al príncipe don
Carlos, primogénito de Felipe II,
le correspondería España, Nápoles y
Sicilia. De este modo, los
Habsburgo aumentarían sus dominios
dinásticos, evitarían que
Inglaterra fuese un elemento de inestabilidad
para los Países Bajos y cercarían
a Francia. La conveniencia del enlace
era mucha y por ello Felipe II no
tuvo más remedio que aceptar el
matrimonio con una mujer que,
además de ser su tía, le sacaba más de
diez años y, según sus
contemporáneos, no era agraciada en absoluto.
Como recuerda el historiador
Antonio-Miguel Bernal, al tener noticia de
los planes del matrimonio, el
amigo y consejero de Felipe II Ruy Gómez
de Silva escribió al secretario
de Carlos V, «para hablar verdad con
vuestra merced, mucho Dios es
menester para tragar este cáliz».
La boda se celebró el 25 de julio
de 1554 en Inglaterra, hasta donde se
desplazó Felipe II con el único
interés de concebir un heredero. En su
calidad de rey consorte, Felipe
no podía intervenir en los asuntos de
Estado y aunque la recatolización
de Inglaterra pretendida por su esposa
podía agradarle, todo parece
indicar que ni tuvo parte en la violenta
política que ésta escogió para
lograrla y ni siquiera estuvo de acuerdo
con ella. Sólo una razón
explicaba su presencia en Inglaterra, tener un
heredero, pero María Tudor
resultó ser estéril y en esas circunstancias
nada le retenía allí. Nuevas
responsabilidades le llamaban ya que Carlos
V, cada vez más cansado,
necesitaba su apoyo en Flandes. En octubre de
1555 su padre renunció a la
soberanía de los Países Bajos, y unos meses
más tarde, en enero de 1556, el
emperador abdicaba definitivamente la
corona española en su hijo.
Felipe II llegaba por fin al lugar que para
él había reservado la Historia.
El comienzo de la hegemonía
hispana
Felipe II recibió todos los
títulos que había ostentado su padre a
excepción del de emperador, que
correspondió a su tío Fernando. Se
convertía así en cabeza de un
conglomerado de territorios diversos que
le reconocían como soberano y
que, en conjunto, constituían la llamada
Monarquía Hispánica: los reinos
peninsulares junto con los virreinatos
americanos, y los territorios de
Italia y los Países Bajos. Aunque como
recuerda Antonio-Miguel Bernal,
«con la abdicación de Carlos V hay que
pensar que se desvanece la idea
de un imperio cristiano de raíz
bajomedieval», es decir, un único
imperio de toda la cristiandad
occidental, la monarquía de
Felipe II fue por su constitución y vocación
un verdadero imperio. Las
victorias frente a Francia en las batallas de
San Quintín (1557) y Gravelinas
(1558) con que se abría su reinado,
dieron paso al tiempo que los
historiadores denominan como «hegemonía
hispana» cuyo punto de inicio
sería el tratado de paz firmado con
Francia en Cateau-Cambrésis en
1559. Con él se ponía fin a un
enfrentamiento bélico de más de
diez años y Francia, demasiado ocupada
con sus conflictos religiosos
internos, dejaba de ser un estorbo para
los intereses de los Habsburgo.
Como forma de sellar el tratado se pensó
en una alianza matrimonial entre
Francia y España. Isabel de Valois,
hija del rey francés Enrique II,
sería la novia, y si bien en un primer
momento se contempló la
posibilidad de desposarla con el príncipe don
Carlos, finalmente se concertó el
matrimonio con el propio Felipe II,
que en 1558 había enviudado de
nuevo.
Aunque Isabel tenía sólo quince
años y Felipe II treinta y tres, y el
matrimonio no se consumó hasta un
año después de celebrarse puesto que
la joven reina aún no había
alcanzado la pubertad, Isabel de Valois se
convirtió en el gran amor de la
vida del apodado «rey Prudente». La
unión se realizó primero por
poderes en Notre Dame de París el 22 de
junio de 1559 y con el duque de
Alba en representación de Felipe II.
Tras la ceremonia, como relata
Joseph Pérez, «el duque acompañó a la
nueva reina hasta su habitación
y, para mostrar que tomaba posesión
simbólicamente del lecho nupcial
en nombre de su señor, delante de todos
puso en él un brazo y una pierna
antes de retirarse». Cuando acabaron
las celebraciones en Francia,
Isabel partió hacia España y a finales de
enero de 1560 llegó al punto de
encuentro con su esposo, el palacio del
duque del Infantado de
Guadalajara. Según describe Joseph Pérez, «Felipe
II se presentó de incógnito esa
noche, y observó a su mujer en un
pasillo, a escondidas. El
encuentro oficial entre los dos esposos se
produjo el 29 de enero de 1560
por la mañana. Isabel le observó con
tanta atención que Felipe II
exclamó: “¿Qué miráis? ¿Si tengo canas?”».
La boda se celebró el 3 de
febrero y hasta agosto de 1561 en que la
reina desarrolló, Felipe II no
consintió en tener relaciones con ella.
En el verano del año siguiente
Isabel creyó estar embarazada; para
celebrarlo, ambos fueron varios
días a Segovia de cacería. Se había
tratado de una falsa alarma pero
en los meses siguientes los hijos
tampoco llegaban. Felipe II no
parecía estar preocupado, su esposa era
joven y nada hacía pensar que
pudiese tener dificultades para concebir
y, además, la sucesión dinástica
ya contaba con un heredero, el príncipe
Carlos. Sin embargo la madre de
Isabel, regente de Francia desde la
muerte de Enrique II, sí estaba
impaciente por el nacimiento de un hijo
que asegurase el pacto entre
coronas y así se lo hizo notar a Felipe II,
preocupada por su estancia de
varios meses en Aragón lejos de Isabel. El
monarca, no sin risas, aseguró a
su suegra que se ocuparía de ello, y
efectivamente así lo hizo. A su
regreso a Castilla en la primavera de
1564 se llevó a su mujer a
disfrutar de una larga estancia en Aranjuez
que, a juzgar por las cartas de
la reina en esa época, fue muy feliz
para ambos. En julio Isabel
estaba embarazada.
Pero la felicidad habría de durar
poco ya que unas semanas más tarde la
reina enfermó y los tratamientos
médicos de la época a base de purgas y
sangrías terminaron por
provocarle un aborto. Durante días estuvo al
borde la muerte y en ese tiempo
Felipe II permaneció sin salir del
palacio junto al lecho de su
esposa. Habría que esperar a comienzos de
1566 para que la reina volviese a
quedar embarazada y en aquella ocasión
el embarazo llegaría a término.
Como apunta Geoffrey Parker, Felipe II
se trasladó junto con la reina a
Segovia sin separarse de ella hasta que
se presentó el parto, y entonces
«permaneció allí (…) cogiéndole la mano
y dándole una poción especial que
había enviado su madre para aliviar el
dolor en el momento del
alumbramiento. Después, aunque había esperado un
hijo, el rey no pudo ocultar su
orgullo y su deleite de haber engendrado
una preciosa niña, Isabel, la
persona que más tarde en vida iba a
significar más que nada en el
mundo para él». En octubre de 1567 la
reina dio a luz a otra hija,
Catalina Micaela, que junto con su hermana
mayor Isabel Clara Eugenia fueron
el mayor apoyo afectivo que le
quedaría a Felipe II tras la
muerte en octubre de 1568 de su esposa
debido a una complicación en el
embarazo de otra niña. A ellas dirigiría
años más tarde el monarca las
cariñosísimas cartas publicadas por el
historiador Fernando Bouza,
llenas de recomendaciones para el cuidado de
su salud y el de sus nietos y de
una cercanía y humanidad que chocan con
la imagen distante y severa del
rey transmitida por la Historia. La
muerte de Isabel de Valois se
producía pocos meses después de la del
príncipe don Carlos, y ambas
coincidieron con la revuelta de los
moriscos en Las Alpujarras,
marcando un año negro en su reinado. El
ánimo del rey decayó
profundamente, guardando luto por su esposa durante
más de un año. Sin desearlo pero
consciente de la necesidad de tener un
heredero varón, volvió a contraer
matrimonio en 1570 con su sobrina Ana
de Austria. Con ella tendría
siete hijos, de los que sólo sobrevivió el
futuro Felipe III.
Gobernar la monarquía hispánica
Los años de matrimonio con Isabel
de Valois fueron de relativa calma
para Felipe II. Con Francia
contenida e Inglaterra en buena sintonía
diplomática con la Monarquía, el
rey centró su política exterior en el
ámbito mediterráneo para poner
freno a la peligrosa expansión turca. La
revuelta morisca de Las
Alpujarras de 1568, que finalmente se saldaría
con una feroz represión y el
exilio forzado de los moriscos de Granada,
no dejó de ser trasunto del
problema turco que no se consideró
controlado hasta la victoria
naval de Lepanto en 1571. Desde entonces y
hasta finalizar su reinado,
Felipe II dio un giro atlántico a su
política exterior, alcanzando su
mayor éxito con la anexión de Portugal
en 1580. Tras la muerte del rey
portugués Sebastián, quedó vacante el
trono por ausencia de
descendencia directa. Felipe II hizo valer los
derechos que le correspondían,
como hijo de la emperatriz Isabel de
Portugal y primo del padre del
rey muerto, aunque finalmente se impuso a
sus competidores por las armas.
Con la incorporación de Portugal, y por
tanto de su imperio ultramarino
en Asia y América, a la Monarquía
Hispánica, ésta consolidaba su
posición hegemónica en Europa. El
contrapunto a este triunfo lo
pondrían los conflictos en el norte de
Europa con Inglaterra y los
Países Bajos. El apoyo que los protestantes
flamencos recibían de los
ingleses terminaría siendo la causa de la
ruptura de relaciones con
Inglaterra en 1572, que llegaría a su punto
culminante con el envío fracasado
de una gran armada, la llamada
«Invencible», para invadir el
reino enemigo en 1588. Por su parte, en
los Países Bajos la difusión del
calvinismo, la creciente intransigencia
del rey (cuya cara más visible
fue la represión dirigida por el duque de
Alba) y la política centralista
dictada desde España terminaron
propiciando el fracaso de toda
tentativa conciliadora y provocando la
rebelión de las provincias del
norte, Holanda y Zelanda, que finalmente
retiraron al rey su obediencia en
1581.
Toda la política de Felipe II
estuvo guiada por un principio
fundamental, la defensa a toda
costa de la religión católica. Como
recuerda Geoffrey Parker, «se
creía depositario de la Providencia y
estaba convencido de que España
tenía un destino que cumplir». En el
contexto contrarreformista de la
segunda mitad del siglo XVI esto se
tradujo en una postura política
de creciente intransigencia ante
posibles soluciones de tolerancia
religiosa, lo que en la práctica
supuso el mantenimiento de
décadas de política bélica ininterrumpida con
un coste difícilmente asumible.
Sólo al final de su reinado, rendido
ante la evidencia de que no había
solución bélica para el conflicto de
los Países Bajos, terminó
aceptando la segregación de éstos de la
Monarquía Hispánica y nombró a su
hija Isabel Clara Eugenia como
gobernadora de dicho territorio.
Gobernar la monarquía era una
labor verdaderamente complicada dado el
carácter heterogéneo y disperso
de sus posesiones, pero Felipe II se
entregó a ello con denuedo. Como
apunta Geoffrey Parker, «como jefe de
Estado Felipe era un modelo de
aplicación y diligencia. Normalmente se
despertaba a las ocho de la
mañana y pasaba casi una hora en la cama
leyendo papeles. Hacia las nueve
y media se levantaba, le afeitaban sus
barberos y sus ayudas de cámara
le vestían. Luego oía misa, recibía
audiencias hasta el mediodía y
tomaba el almuerzo, que era su primera
comida del día. Tras una siesta
corta, el rey se recluía a trabajar en
su despacho hasta las nueve, hora
de la cena. Después seguía trabajando
hasta que estaba demasiado
cansado para seguir». El problema fue el
carácter excesivamente personal
que Felipe II quiso imprimir a su labor
de gobierno. Aunque estaba
asesorado por una extensa red de Consejos
(órganos colegiados de consulta),
la elaboración de una política
planificada a gran escala y a
largo plazo era muy difícil, ya que se
trataba de un imperio extenso y
complejo que exigía dar respuestas
coordinadas a multitud de
problemas que casi siempre estaban
relacionados. Las complicaciones
burocráticas de la monarquía se vieron
agravadas por la firme voluntad
del rey de leer personalmente todos
aquellos documentos que debían
llevar su firma y de escuchar la opinión
de los consejeros sobre cada
asunto. Esto se traducía en una carga
administrativa aplastante que
difícilmente podía asumir un solo hombre.
Pese a todo, Felipe II continuó
entregado a su labor hasta el final de
sus días y sólo cuando sus
achaques se lo impedían abandonaba unas
jornadas su draconiano ritmo de
trabajo. Fue sin duda un hombre
entregado a la tarea de ser un
rey digno para la Monarquía más grande de
su tiempo, pese a lo cual, o
quizá por ello, la Historia no siempre le
hizo justicia.
La leyenda negra
El término «leyenda negra» es
inseparable de la figura de Felipe II.
Aunque en realidad la expresión
se acuñó a comienzos del siglo XX a
partir de un ensayo de Julián
Juderías publicado en 1914, la atribución
de una faceta oscura a la
historia de España durante la época de su
hegemonía, es decir, los siglos
XVI y XVII, comenzó mucho antes. Fueron
los enemigos de Felipe II los
primeros en poner en circulación escritos
en los que el monarca hispano y
por extensión los españoles quedaban
retratados como seres crueles,
intolerantes y capaces de las mayores
vilezas. La leyenda negra comenzó
a tomar forma a partir de la
publicación de la Apología de
Guillermo de Orange, cabeza de los
rebeldes holandeses contra el
monarca español. En el texto se
encontraban presentes los tres
grandes ingredientes que terminaron
conformando dicha leyenda: la
crueldad personal de Felipe II, acusado de
incesto y del asesinato, entre
otros, del príncipe don Carlos e Isabel
de Valois; el fanatismo y la
intolerancia de los españoles,
representados en las atrocidades
cometidas por los soldados de sus
tercios y por la Inquisición, y
las masacres cometidas contra los indios
americanos, partiendo de la
manipulación de los escritos en defensa de
los mismos de fray Bartolomé de
las Casas.
Sin duda alguna el episodio de la
biografía de Felipe II más explotado
por la leyenda negra fue el de la
muerte de su hijo y heredero. El
príncipe don Carlos había sido el
fruto de su primer matrimonio con
María Manuela de Portugal. La
consanguinidad de los progenitores
propiciada por las políticas
matrimoniales de las dinastías gobernantes
en España y Portugal dio como
resultado un hombre enfermo mental y
físicamente. Como recuerda
Geoffrey Parker, «en vez de ocho bisabuelos
solamente tenía cuatro, y en vez
de dieciséis tatarabuelos, sólo tenía
seis». Ya existían antecedentes
de trastorno mental en la familia, entre
ellos el de la abuela común de
los padres de don Carlos, la reina de
Castilla Juana la Loca. Desde sus
primeros años de vida el príncipe dio
muestras de problemas en su
desarrollo físico e intelectual, pero fue a
partir de las prolongadas
ausencias de su padre entre los años 1548-1551
y 1554-1559 cuando sus facultades
comenzaron a deteriorarse de forma más
evidente. Con trece años no era
capaz de leer y escribir correctamente y
su carácter era irascible e
inestable. Desde 1560 sufrió crisis febriles
episódicas que minaron una salud
que terminaría de quebrantarse a raíz
de un accidente dos años más
tarde. Estando en Alcalá de Henares se
precipitó por unas escaleras y se
hirió gravemente en la cabeza. El rey
acudió de inmediato y más de una
docena de médicos trataron de salvarle
la vida. El príncipe cayó en coma
pero gracias a una trepanación logró
evitar la muerte. Sus capacidades
se resintieron gravemente y sus
accesos de cólera terminaron
siendo notorios entre todos los miembros de
la corte. Se mostraba cruel con
los animales, maltrataba a sus criados,
llegó a amenazar con un cuchillo
al duque de Alba y obligó a un zapatero
que le había hecho unas botas
estrechas a cocerlas y comérselas como
castigo.
Felipe II había mantenido la
esperanza de que su hijo pudiera sucederle
y por ello se le había reconocido
como heredero al trono en las Cortes
de Toledo de 1560. El rey trató
de animarle para que comenzase a
participar en los asuntos de
Estado, pero el progresivo deterioro de su
salud y el empeoramiento motivado
por el accidente de 1562 le
convencieron de la conveniencia
de mantenerle apartado de las grandes
cuestiones políticas. El príncipe
se sintió marginado y la relación
entre padre e hijo fue empeorando
con el tiempo. Sin embargo, fueron
hechos vinculados a la compleja
crisis con los Países Bajos los que
terminaron motivando el trágico
desenlace de la situación. Parece que
don Carlos intentó tomar parte en
el conflicto entre los rebeldes
flamencos y su padre, para lo que
entre 1565 y 1566 entró en contacto
con los embajadores flamencos, el
conde de Egmont y el barón de
Montigny. Como indica Joseph
Pérez, «si es verdad que don Carlos se puso
en contacto con ambos o con
alguno de los dos, a su padre no debió de
sentarle nada bien su intromisión
en un asunto político tan delicado. No
se podían mostrar divergencias
que alentaran a los rebeldes». A partir
de entonces comenzó a hacer
planes para escapar de España y dirigirse a
Flandes, razón por la que a
finales de 1567 solicitó al hermanastro del
rey, don Juan de Austria, que le
proporcionase un barco con el que huir.
Don Juan rápidamente alertó al
rey, quien, tras consultar con juristas y
teólogos, decidió que era de suma
importancia para la defensa de la
Monarquía evitar que el príncipe
saliera de España. La petición que hizo
el príncipe de unos caballos al
maestro de postas el 18 de enero de 1568
hizo saltar todas las alarmas y
poco antes de medianoche Felipe II,
acompañado de varios de sus
consejeros, puso bajo arresto a su hijo. En
los días siguientes, los grandes
de España, los consejos del reino, las
ciudades, el papado y las
potencias extranjeras fueron informados de la
reclusión del heredero en bien
del reino. A lo largo de los siguientes
meses el rey trató de tapar la
penosa situación, prohibiendo a su esposa
Isabel de Valois y a su hermana
Juana llorar por el príncipe, a don Juan
llevar luto por él y a los
consejeros y grandes del reino mencionar su
nombre. En palabras de Geoffrey
Parker, «ante esta tragedia personal, el
sentimiento de deshonor y de
vergüenza ante la incapacidad de su único
hijo pesaba más que cualquier
sentimiento de dolor y compasión». Ante
todo, Felipe II era rey.
Recluido en sus aposentos del
alcázar de Madrid, la situación de don
Carlos no hizo sino empeorar.
Desesperado, había amenazado con quitarse
la vida y por este motivo Felipe
II ordenó, entre otras medidas, que se
le entregase la comida ya cortada
para no poner a su alcance objeto
punzante alguno. En esas
circunstancias el prisionero apeló al único
recurso disponible en su
situación, la huelga de hambre. Pero su
precario equilibrio emocional no
le ayudó en el intento, de modo que
comenzó a alternar jornadas de
ayuno con otras de ingesta desmedida, y
para paliar el sofocante calor
del verano de Madrid, se hacía llevar
agua helada que bebía y usaba
para empapar su lecho. La delicada salud
del príncipe no aguantó tan
anárquico comportamiento mucho tiempo, y el
24 de julio de 1568 falleció
víctima de sí mismo y del hecho de haber
nacido heredero de Felipe II. A
los pocos meses, su madre, Isabel de
Valois, también murió.
En el contexto de la crisis con
los Países Bajos, la Apología de
Guillermo de Orange aprovechó
estos hechos para elaborar un relato con
el que atacar al rey español:
Felipe II, llevado por la lujuria, habría
ordenado asesinar a su hijo y a
su mujer con el objeto de lograr la
aprobación del papado de una
nueva boda con su sobrina Ana de Austria
ante la necesidad de engendrar un
nuevo heredero. Como afirma el
historiador y biógrafo del rey
Prudente, Manuel Fernández Álvarez, «de
lo que se trataba era de la
imperiosa necesidad de justificar la
rebelión del vasallo contra su
rey y señor natural. Esa justificación
sólo se podía conseguir si las
maldades del rey eran tan enormes que
incluso obligaban a ello. (…) En
definitiva, la guerra entre la
Monarquía Católica y los Países
Bajos se pasaba del campo de batalla,
entre los soldados de una y otra
parte, a una guerra de propaganda, una
guerra de papel que acabó
desplazando del primer plano a la militar».
Una década después el relato fue
recogido, aumentado y ampliamente
difundido por el ex secretario de
Felipe II, Antonio Pérez, quien sobre
todo en sus conocidas Relaciones
de 1591 se hacía eco de él. Pérez, tras
verse envuelto junto con la
princesa de Éboli en una turbia intriga
cortesana que terminó con el
asesinato del secretario de Juan de
Austria, Juan de Escobedo, acusó
a Felipe II de ordenar el asesinato.
Fue encarcelado en 1579 pero
logró escapar primero a Aragón, donde la
negativa a entregarle a la
Inquisición terminó motivando una revuelta
popular, y después a Francia.
Desde el exilio, alineado con los enemigos
de Felipe II, emprendió una
campaña de denostación del rey que tendría
una gran repercusión entre sus
contemporáneos. La leyenda negra poco a
poco iba popularizándose en toda
Europa. Tres siglos más tarde, la ópera
Don Carlo de Verdi terminaría de
convertir la muerte del primogénito de
Felipe II en su pasaje más
conocido. Pero como bien ha indicado Ricardo
García Cárcel, la leyenda negra,
alimentada de hechos sólo en parte
reales y deformados con una
intención claramente política, no fue más
que el precio que hubo que pagar
por la hegemonía hispana de la época
moderna.
En la madrugada del 13 de
septiembre de 1598, Felipe II fallecía tras
una larga convalecencia en sus
habitaciones de El Escorial. Desde que
encargase su construcción a Juan
de Herrera en 1563, el conjunto de
monasterio, palacio y panteón era
su refugio favorito y en él se
retiraba siempre que le era
posible para llevar una vida más parecida a
la de un monje que a la de un
rey. Sus últimos tres años los pasó
prácticamente inválido, pese a lo
cual no abandonó sus responsabilidades
y continuó dirigiendo la política
de la mayor Monarquía de todos los
tiempos. Fue un hombre de
voluntad inquebrantable, trabajador hasta la
extenuación, de enormes
inquietudes intelectuales y firmes convicciones
religiosas. En más de una ocasión
su profunda fe en la misión
providencial de la Monarquía
Hispánica le llevó a anteponer en política
los principios religiosos al
sentido común y, en más de una ocasión, su
papel de rey pesó demasiado sobre
su trayectoria como hombre. Su reinado
marcó la historia moderna de
Europa y América con un modo de entender la
política que estaría vigente
hasta mediados del siglo siguiente y que,
para bien y para mal, puso a
España en el centro del mundo.
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