El reformador de la cristiandad
A comienzos del siglo XVI un
auténtico terremoto reformador recorrió la
vida religiosa y política de
Europa. El catalizador de semejante
convulsión fue un fraile agustino
alemán, Martín Lutero, que sin
proponérselo dio pie a los dos
procesos esenciales que definen toda la
historia moderna europea, la
Reforma protestante y la Contrarreforma o
Reforma católica. Las
consecuencias espirituales y políticas de la
quiebra de la cristiandad que
vino de su mano tuvieron su expresión más
evidente en las llamadas «guerras
de religión» que habrían de durar
hasta mediados del siglo
siguiente. Pero más allá de eso, la
secularización de la política que
tan natural parece en nuestros días, o
la tolerancia religiosa propia de
las sociedades occidentales actuales,
son el fruto de una evolución
histórica marcada por aquellos
enfrentamientos. La figura de
Lutero pasaría a la Historia como la del
gran reformador devoto, justo y
valiente para unos, y como la del
auténtico diablo destructor de la
unión cristiana para otros. Entre los
dos mitos se sitúa una realidad
histórica no siempre fácil de
reconstruir pero absolutamente
apasionante. Lutero destapó la caja de
Pandora y sobre su estela se
escribió la historia de una Europa que aún
hoy es deudora de todos aquellos
procesos.
Martín Lutero nació el 10 de
noviembre de 1483 en la localidad alemana
de Eisleben, situada en el
condado de Mansfeld. Fue bautizado al día
siguiente conforme a la costumbre
de la época de hacer recibir a los
recién nacidos el sacramento
cuanto antes por si morían, posibilidad
nada remota a tenor de la
altísima mortalidad infantil habitual
entonces. El nombre de Martín fue
por tanto el que correspondía al santo
del día del bautismo. Era el
segundo de los hijos del matrimonio formado
por Hans Ludher y Margarita Ana
Lindemann, que aún tendría seis vástagos
más. Cuando Lutero contaba algo
más de seis meses su familia se trasladó
a Mansfeld pues se trataba del
centro industrial y minero más importante
de la zona y Hans, que trabajaba
como minero, vio en el traslado la
posibilidad de labrar un futuro
más próspero para su familia. No se
equivocaba. Tras varios años
desempeñando las duras tareas de zapador y
entibador, fue medrando hasta que
en 1491 logró convertirse en uno de
los cuatro encargados de la
administración municipal de Mansfeld. Puede
decirse que los Lutero pasaron a
formar parte de la pequeña burguesía
local y que, en consecuencia, la
cuidada educación que trataron de
procurar a sus hijos fue la que
consideraban correspondiente a tal
condición.
Lutero permaneció en casa de sus
padres hasta los trece años, edad a la
que comenzó a acudir a la escuela
local de la parroquia de San Jorge en
la que aprendió a leer, escribir,
contar, ciertas nociones de latín y
catecismo. Sobre la educación
recibida por Lutero en el ámbito familiar
se han hecho cientos de
especulaciones, e incluso se llegó a hablar de
una infancia desgraciada, un
padre alcohólico, traumas sexuales y todo
tipo de aditamentos morbosos al
servicio de la defensa o denostación del
mito creado en torno a su figura.
Sin embargo hoy los historiadores
coinciden en señalar que la
realidad fue mucho menos pintoresca y, como
recuerda Ernest Gordon Rupp,
especialista en Lutero y su obra, «nada
extraordinario parece haber
existido en el hogar ni en la educación de
Lutero». Tanto en la escuela de
Mansfeld como en casa Lutero recibió una
formación religiosa convencional
si bien nunca conservaría buen recuerdo
de la primera por sus estrictos
métodos y la frecuencia con la que se
recurría al castigo. Así, muchos
años después escribiría: «Ahora ya no
existe aquel infierno y
purgatorio de nuestras escuelas, en las que
fuimos martirizados con los modos
de declinar y de conjugar los verbos
latinos y donde, con tantos
vapuleos, temblores, angustias y aflicciones
no aprendimos absolutamente
nada».
Tras un año de estancia en
Magdeburgo para acudir a su escuela superior,
y donde probablemente conoció a
los Hermanos de la Vida Común, grupo
religioso formado por miembros
del clero y laicos que defendían la
necesidad de una renovación
espiritual de la Iglesia, los padres de
Lutero decidieron que continuase
sus estudios en la ciudad de Eisenach,
situada a unos cien kilómetros de
Mansfeld. Después de un viaje a pie,
el joven Martín Lutero llegó a su
destino a mediados del mes de abril de
1498. Allí se matriculó en la
Georgenshule en la que cursó tres años de
estudios humanísticos y donde
aprendió a hablar y escribir en latín con
corrección y soltura. El
encuentro con los clásicos así como con una
educación esmerada fue una
experiencia muy estimulante para un
adolescente con grandes
inquietudes aunque, como apunta su biógrafo
Rafael Lazcano, «los niveles de
pobreza por los que atravesó el
estudiante Lutero en Eisenach no
debieron de ser pequeños, con
frecuentes privaciones y
penurias, hasta el punto de verse obligado a
mendigar trozos de pan por la
ciudad para quitarse el hambre». Pese a la
difícil situación material de
Lutero en Eisenach, su familia había
conseguido prosperar, por lo que
una vez finalizados los estudios en la
Georgenshule sus padres,
conocedores de la capacidad intelectual de
Lutero y deseosos de garantizarle
un estatus acorde con la situación
social familiar, le enviaron a
iniciar estudios universitarios a Erfurt.
Así, en 1501 se matriculó en los
cursos de Artes que se exigían como
paso previo al ingreso en las
facultades mayores de Derecho, Teología y
Medicina, y en 1505, al
terminarlos, con objeto de complacer a su padre,
se matriculó en la Facultad de
Derecho de Erfurt. Sin embargo, la
formación recibida en esos años
unida a la religiosidad personal de
Lutero le hacían desear otro
camino vital, por lo que el 17 de julio de
ese mismo año, defraudando las
expectativas paternas, Lutero ingresó
como novicio en el convento de
agustinos de Erfurt. Deseaba hacer de la
religión una forma de vida,
quería profundizar en su formación
espiritual y teológica y se
sentía inclinado a la vida monacal. Nada
hacía presagiar que una década
más tarde su ruptura con la Iglesia sería
la más sonada de la historia de
la cristiandad.
Hacia la ruptura con Roma
Resulta imposible hacer una
valoración ajustada de la figura de Martín
Lutero sin tener en cuenta las
particulares características espirituales
de la Europa del siglo XVI. Desde
el punto de vista religioso, toda
Europa formaba desde la Edad
Media una unidad que reconocía como cabeza
al Papa de Roma. Pero en esa
cristiandad así definida no faltaban las
corrientes críticas que, frente a
lo que consideraban una corrupción de
las buenas costumbres y dogmas
cristianos, abogaban por una reforma de
las mismas. No pocas de esas
corrientes fueron declaradas heréticas a lo
largo de los siglos, si bien la
unidad de la cristiandad occidental se
mantuvo. A comienzos de la Edad
Moderna las críticas hacia la mala
formación del clero, así como
hacia la indefinición doctrinal de la
Iglesia en numerosas cuestiones,
arreciaron de mano de los humanistas,
quienes además, en su rescate de
la cultura clásica, criticaron
duramente las imprecisiones de la
versión de la Biblia aceptada por la
Iglesia, la llamada «Vulgata».
Por otra parte, las sociedades de la
Europa medieval y moderna estaban
fuertemente sacralizadas, es decir, en
ellas el papel de lo religioso
ocupaba un lugar esencial en su
definición y conformación.
Política y religión no eran entonces esferas
claramente separadas y la
religión impregnaba los actos de la vida
cotidiana, la cultura y la forma
de entender el mundo de todos los
individuos. En ese mundo maduró y
se formó Lutero, y en Erfurt entró en
contacto tanto con las corrientes
más conservadoras del pensamiento
religioso como con las que se
mostraban más críticas con la Iglesia.
El convento de San Agustín de
Erfurt tenía fama por la calidad de la
formación que en él se impartía,
pues poseía un Studium generale y una
cátedra de Teología agregada a la
universidad de la ciudad. Dentro de la
orden agustiniana, el convento de
Erfurt era de los que estaban
adscritos a la Congregación de la
Observancia de Alemania, es decir, la
de aquellos conventos agustinos
alemanes en los que se seguía un
cumplimiento (observancia)
especialmente estricto de los principios de
la orden. Como indica el profesor
Lazcano, la vida cotidiana de Lutero
quedó definida por el «rezo común
en el coro, comidas en comunidad,
respeto del tiempo de silencio,
prohibición de posesión de bienes (sobre
todo de libros), uso de un hábito
igual para todos, dedicación a la
oración y al estudio, veto del
trato con mujeres, y salida del convento
sólo con la autorización del
prior». Tras un año de noviciado realizó
sus votos perpetuos a finales de
septiembre de 1506 y fue ordenado
sacerdote en abril del año
siguiente. Unos meses más tarde el vicario
general de su orden, Juan de
Staupitz, decidió su traslado al convento
agustino de Wittenberg para que
pudiese seguir estudios de Teología al
tiempo que se ocupaba de dar
clases de Filosofía vinculado a la cátedra
de Ética aristotélica del citado
convento. Al año siguiente regresaba a
Erfurt ya como profesor de
Teología, pero sus deseos de profundizar en
esta disciplina y obtener el
doctorado en la misma volverían a llevarle
a Wittenberg, donde obtendría el
grado de doctor en Teología ya en 1512.
Sin embargo, antes de ello Lutero
vivió una experiencia que habría de
marcarle profundamente: su viaje
a Roma.
A finales de 1511 Lutero fue
escogido junto con otro fraile agustino,
Juan de Mecheln, para realizar un
viaje a Roma en representación de los
conventos de su congregación.
Tenían la misión de presentar ante el
general de la Orden Agustina en
Roma, y en última instancia ante el
mismo Papa, las razones por las
que la citada congregación rechazaba la
incorporación jurídica de los
conventos de la provincia de Sajonia.
Independientemente de la
importancia que sin duda Lutero concedió a su
encargo, y que acabó en fracaso,
cabe imaginar la emoción con la que el
devoto religioso se dirigió a la
ciudad en la que residía el centro de
la vida espiritual cristiana. No
obstante, todo parece indicar que lo
que allí encontró antes que
espolear su identificación con la Iglesia
más bien contribuyó a
distanciarle de algunas de sus prácticas, pues la
Roma de Julio II en la que Miguel
Ángel pintaba la Capilla Sixtina y
realizaba un colosal sepulcro a
mayor gloria del pontífice tenía mucho
más en común con cualquier corte
laica europea que con el referente de
espiritualidad que se suponía
también era. Sería inexacto afirmar que el
viaje a Roma supuso una crisis
espiritual para Lutero, ni que en él se
fraguaron algunos de los
principios doctrinales de su posterior
formulación teológica, pero de lo
que no cabe duda es de que contribuyó
a reforzar en el agustino la
imagen de una Iglesia muy perfectible y de
un pontificado con tantas sombras
como luces.
A su regreso al convento de
Wittenberg, Lutero se convirtió en uno de
los cinco profesores que
conformaban la Facultad de Teología de la
universidad de la ciudad, y en
los siguientes años alternó sus
obligaciones docentes con el
desempeño de diversos cargos dentro de su
orden. Desde el 6 de octubre de
1513 ocupó la cátedra de Sagrada
Escritura, algo que le complacía
especialmente ya que su gran pasión
como teólogo era precisamente el
estudio de la Biblia al que se entregó
con denuedo. El estudio de la
Biblia formaba parte sustancial de la
religiosidad de Lutero pues
estaba convencido de que las respuestas que
buscaba como creyente se
encontraban en ella. Por otra parte, Lutero
rechazaba en buena medida la
imperante teología escolástica frente a la
que reivindicaba una teología de
cuño paulino-agustiniano en la que daba
especial valor a la experiencia
directa del cristiano con Dios, sin
mediadores, otorgaba una
capacidad muy superior a la gracia divina y la
fe frente a las acciones humanas
como forma de obtener la salvación y,
sobre todo, rechazaba la
posibilidad de «atesorar» buenas obras como
garantía para lograrla. Este
último punto guardaba relación con el
profundo desprecio que, al igual
que otros muchos religiosos críticos de
la época, Lutero sentía por el
método de compraventa de indulgencias
aceptado por la Iglesia y
ampliamente difundido por toda Europa.
Las indulgencias eran una suerte
de título que garantizaba a quienes lo
adquirían la posibilidad de
redimir almas del purgatorio, disminuir el
número de días que habrían de
pasar en él tras la muerte, o incluso
evitarlo en el caso de las
llamadas «indulgencias plenarias».
Teológicamente la cuestión tenía
una justificación complicada, pero a
grandes rasgos puede decirse que
la Iglesia se consideraba depositaria
de los sufrimientos de Cristo y
de los méritos de los santos y por ello
podía administrar la salvación
que de ellos dependía. Cuando se producía
la predicación de indulgencias,
que es el nombre que recibía su venta,
que siempre se vinculaba a fines
teóricamente píos (financiación de
Cruzadas, de obras de
catedrales…), los fieles podían adquirirlas a
cambio de una determinada suma de
dinero, lo que en la práctica terminó
convirtiéndose en un mercadeo del
perdón de los pecados. Como indica el
profesor Rupp, «a principios del
siglo XVI las indulgencias habían
llegado a constituir una parte
importante de las finanzas pontificias
administrada por los grandes
banqueros Fugger, y en la que intervenía
tal número de intermediarios de
diferentes categorías eclesiásticas que
la posibilidad de escándalo nunca
fue remota». Lutero, cuya fuerte
impronta de la antropología de
san Agustín le hacía desconfiar de la
capacidad humana para obtener la
salvación mediante buenas obras, no
podía encontrar moralmente más
rechazable un sistema que directamente
permitía comprar sus efectos
aunque no llegasen ni a realizarse.
Las profundas creencias de Lutero
se traslucían en su trabajo como
profesor de la Universidad de
Wittenberg, donde paulatinamente fue
ganando prestigio como teólogo
crítico. Las disputas en materia de
teología eran entonces frecuentes
entre los especialistas sin que con
ello se plantease una ruptura con
el orden establecido. Del mismo modo,
las peticiones de reformas de
abusos de las costumbres de la Iglesia
eran también frecuentes y, en
muchos casos, daban pie a importantes
movimientos reformadores en el
interior de la institución eclesiástica.
Cuando en 1517 Lutero, convencido
de la necesidad de depurar algunas
cuestiones doctrinales de la
Iglesia (especialmente las vinculadas con
las indulgencias), hizo públicas
sus críticas en sus llamadas «Noventa y
cinco tesis» lo último en que
pensaba era en una ruptura formal con la
Iglesia de Roma.
Las «noventa y cinco tesis»
Tradicionalmente, en los colegios
y en los libros suele comenzar a
explicarse la Reforma protestante
con un hecho no exento de
connotaciones teatrales: hacia el
mediodía del 31 de octubre de 1517,
Lutero atravesó la plaza de la
catedral de Wittenberg para clavar en su
puerta sus célebres «Noventa y
cinco tesis». Este hecho, cuya existencia
real discuten los historiadores,
era sólo uno de los medios habituales
empleados para dar pie a
discusiones doctrinales que en ningún caso
pretendían plantear una ruptura
con el orden religioso establecido. Se
trataba sólo de abrir una vía
para el debate sobre la necesidad de
reconsiderar y reformar ciertos
aspectos de la vida social, política y
religiosa que, con el paso del
tiempo, se habían ido asociando a la
Iglesia. En cualquier caso,
considerar que la doctrina teológica
luterana nace con las «Noventa y
cinco tesis» es un claro error ya que,
como afirma el historiador
Quentin Skinner, «empezar la historia de la
Reforma luterana en el punto de
partida tradicional es comenzar por la
mitad. La célebre acción de
Lutero de clavar las Noventa y cinco tesis
en la puerta de la catedral de
Wittenberg (…) simplemente constituye la
culminación de una larga jornada
espiritual emprendida por Lutero a
partir de su nombramiento, seis
años antes, para la cátedra de Teología
en la Universidad de Wittenberg».
Efectivamente, la profundización
en sus estudios teológicos, y
especialmente en la filosofía de
san Agustín con la que tanto se
identificaba, fue causa de que
Lutero, cuyos sentimientos religiosos
eran muy profundos, se sintiese
enormemente atormentado por el íntimo
convencimiento de la incapacidad
del hombre para lograr la salvación y
de su necesaria condena vinculada
a la justicia divina. En la base de
toda la formulación teológica
desarrollada por Lutero estaba la idea de
que el hombre, por su naturaleza,
era incapaz de no pecar; en
consecuencia, nada podía hacer
para «justificarse» ante los ojos de un
Dios que encarnaba la justicia y,
por tanto, para salvarse. El
convencimiento de que el hombre
sólo podía condenarse desató en Lutero
una gran crisis de fe a la que
como teólogo trató de dar respuesta. Y
ésta llegó en 1515 en lo que él
mismo bautizó como su «experiencia de la
torre». Lutero estudiaba en una
sala de la torre del convento agustino
de Wittenberg y fue allí,
mientras preparaba un nuevo curso de
conferencias académicas, cuando
al leer el Salmo 30 («Libérame en virtud
de tu justicia») encontró la
solución a sus cuitas: la justicia divina
no consistía tanto en el castigo
como en la capacidad para salvar a los
hombres si éstos, pese a su
naturaleza pecadora, tenían fe. Su angustia
quedó de golpe disuelta y como él
mismo llegaría a decir sintió que
«había renacido por completo y
había entrado en el paraíso por las
puertas abiertas». En palabras
del profesor Skinner, «cuando Lutero tuvo
esta visión interna fundamental,
todos los demás rasgos distintivos de
su teología encontraron su
lugar».
Así, desde 1515 Lutero comenzó a
definir los principios básicos de su
pensamiento teológico y, al mismo
tiempo, comenzó a difundirlos en sus
clases. Pero si sus ideas podían
discutirse en el ámbito académico e
incluso aceptarse, ¿qué motivó
que Lutero publicase sus «Noventa y cinco
tesis» en 1517? Y, más aún, ¿qué
sucedió para que lo que se había
planteado como una reforma de
abusos más terminase convirtiéndose en una
ruptura formal con la Iglesia?
Antes que nada, conviene recordar que
Alemania era entonces un
conglomerado de principados y territorios que
reconocían obediencia a un
emperador. En estas circunstancias, un asunto
casual vino a precipitar los
hechos: el príncipe Alberto de Hohenzollern
era arzobispo de Magdeburgo y,
por esas fechas, presentó su candidatura
a la sede arzobispal de Maguncia.
Por su parte, el príncipe de Sajonia,
señor de Lutero, tenía intereses
contrarios a los de Alberto de
Hohenzollern y cuando éste llegó
a un acuerdo con Roma por el que se le
concedía el arzobispado de
Maguncia a cambio de que durante varios años
vendiese indulgencias destinadas
a financiar las obras del Vaticano, el
príncipe de Sajonia decidió
prohibir la venta de dichas indulgencias en
su territorio. Esta decisión poco
tenía que ver con los escrúpulos
morales del príncipe de Sajonia
hacia las indulgencias, sino que
respondía a sus intereses
políticos y económicos. Prohibiendo su venta
no sólo contribuía a debilitar la
posición de su enemigo, sino que
además se aseguraba que el dinero
de sus súbditos no saliese de su
territorio y que la propia venta
de indulgencias que él mismo practicaba
no se viese resentida. Lutero,
por su parte, no podía estar más de
acuerdo con la prohibición, pero
pronto sería evidente que iba a servir
de poco. Los habitantes de
Wittenberg, así como de otras ciudades de
Sajonia, deseosos de obtener las
preciadas indulgencias que les
aseguraban la disminución de días
de purgatorio, no dudaron en
desplazarse a localidades vecinas
en las que la prohibición carecía de
vigencia. El trasiego comercial
protagonizado fervorosamente por sus
vecinos fue la gota que hizo
derramar el vaso de la paciencia de Lutero,
quien, indignado, envió una queja
formal al arzobispo Alberto de
Maguncia el mismo día en que
clavaba sus «Noventa y cinco tesis» en la
puerta de la catedral de
Wittenberg. En ellas hacía una crítica feroz
del sistema de indulgencias y de
las cuestiones en que consideraba que
la doctrina o la práctica de la
Iglesia se había desviado de lo que
debía ser. El ataque contra las
indulgencias rápidamente encontró eco
tanto entre los humanistas de la
época como entre amplias capas de la
población alemana que las veían
como una trivialización de cuestiones
religiosas en aras de la
obtención de beneficios económicos; en
consecuencia, los escritos de
Lutero se publicaron y empezaron a
circular por toda Alemania.
Probablemente unas décadas antes los textos
de Lutero no habrían tenido tanta
repercusión, pero la difusión de la
imprenta fue la clave de la
rápida divulgación de sus ideas. Pese a
ello, como indica el historiador
Heinrich Lutz, «ni el monje agustino,
ni el importante grupo de
humanistas, teólogos y magistrados, pronto
también de maestros artesanos y
posaderos, que comenzaron a leer y a
difundir sus escritos, podían
hacerse una idea de las posibles
consecuencias de este desarrollo.
Nadie pensaba en una división dentro
de la Iglesia o en la formación
de una “segunda Iglesia”». Se trataba
sólo de plantear una reforma de
abusos desde el interior de la propia
Iglesia, pero las cosas iban a
llegar infinitamente más lejos.
De reformador a hereje
Lutero clamaba por una reforma,
pero de sus escritos se derivaban ideas
que podían hacer peligrar el
orden de cosas conocido: si como afirmaba,
sólo la fe salvaba a los hombres,
y por tanto de nada servían las
indulgencias, ¿qué papel le
quedaba a la Iglesia en medio de ello?
Lutero defendía la relación
directa del creyente con Dios, sin mediación
ninguna, sólo la de su fe. La
Iglesia definida como institución
mediadora y administradora de la
gracia de Dios desaparecía de un
plumazo en ese modelo. La única
guía que necesitaban los fieles era la
que debía proporcionarles la
lectura de la Biblia que tanto agradaba al
agustino. Quedaba claro que, a la
luz de sus interpretaciones
teológicas, el papel de la
Iglesia como institución cuando menos debía
revisarse. No es de extrañar por
tanto que, ante la creciente
popularidad de sus postulados, en
1518 se abriese un proceso por herejía
a Lutero en Roma.
En otoño de ese mismo año el
agustino fue interrogado en Augsburgo por
el legado pontificio, el cardenal
Cayetano. Lutero deseaba llegar a un
entendimiento, pero el legado del
Papa no le dio ninguna oportunidad
para ello y le exigió la
declaración de culpabilidad, la retractación
inmediata y el silencio
posterior. Lutero no estaba dispuesto a callar
pues estaba absolutamente
convencido de la verdad de sus afirmaciones,
por lo que no sólo se ratificó en
ellas sino que además, empujado en
buena medida por el
interrogatorio del cardenal, llegó a poner en
entredicho la infalibilidad del
Papa y la primacía de su poder frente a
la del concilio. En esa situación
y desoyendo la conminación del legado
para que se entregase, regresó a
Wittenberg. El legado recurrió al
príncipe de Sajonia, pero en
diciembre de 1518 éste respondió con una
negativa tajante a que Lutero
fuese enviado a Roma para ser juzgado o a
que se le confinara sin darle la
oportunidad de explicarse. El Papa
estaba atado de manos, pues por
razones políticas no le convenía
granjearse el descontento del
príncipe de Sajonia. Por entonces se
preparaba la inminente sucesión
de la corona imperial y tanto el
emperador Maximiliano, que
moriría a comienzos de 1519, como el Papa
necesitaban contar con el apoyo
del príncipe de Sajonia para la elección
del nuevo emperador. Ni el
pontífice podía actuar contra el príncipe ni
tampoco podía pedir al emperador
que lo hiciese. La coyuntura política
benefició en última instancia a
Lutero, que pudo evitar su traslado a
Roma. Finalmente la sucesión
imperial se produjo y en junio de 1519
Carlos V fue nombrado emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico
(nombre que recibía entonces
Alemania), pero como indica el profesor
Rupp, el tiempo que había
transcurrido fue suficiente para que se
produjese un salto cualitativo:
«Se habían desencadenado ya tales
fuerzas que, cuando el Papa y el
emperador estuvieron dispuestos a
actuar de común acuerdo, no
tuvieron ya que enfrentarse con un simple
clérigo sino con toda una ola de
rencores de orden político contra Roma».
Mientras los acontecimientos
políticos se precipitaban, el debate
teológico era cada vez más
intenso y en ese contexto tuvo lugar la
«Disputa de Leipzig» del verano
de 1519. Se trató del enfrentamiento
público de Lutero con el teólogo
tomista y conservador de la Universidad
de Leipzig —tradicional enemiga
de la de Wittenberg— Johannes Eck. El
durísimo enfrentamiento de ambos
teólogos terminaría llevando a Lutero a
radicalizar sus posturas en
relación con el papado y los concilios.
Espoleado por Eck, Lutero terminó
reconociendo la falibilidad (capacidad
de equivocación) de éstos y,
teniendo en cuenta que tampoco reconocía la
infalibilidad del Papa, el
reconocimiento de la autoridad de la Iglesia
saltaba por los aires. La única
autoridad era para Lutero la Biblia. La
declaración de semejantes ideas
como heréticas era sólo cuestión de
días: el 15 de junio de 1520,
Roma condenaba como heréticas las
doctrinas de Lutero mediante la
bula Exsurge Domine. Como se hacía en
tales casos, la bula debía
publicarse en todas las iglesias de la
cristiandad y había que quemar
los libros heréticos de Lutero allí donde
los hubiese.
La condena dio lugar a una
auténtica «guerra de hogueras» ya que el
nuncio apostólico que tenía que
ejecutar lo dispuesto en la bula comenzó
a encontrar problemas para
hacerlo en el momento en que se adentró en
Alemania. Los estudiantes de las
zonas de Maguncia y Colonia —seguidores
de Lutero— se las ingeniaron para
arrojar los tratados escolásticos
criticados por el agustino a las
hogueras en que debían arder sus obras
y, como recuerda el profesor
Teófanes Egido, el 10 de diciembre de 1520
los estudiantes y profesores de
la Universidad de Wittenberg hicieron
aparecer la siguiente
convocatoria en la puerta de la iglesia: «Si estás
interesado en conocer el
verdadero Evangelio, no dejes de acudir hacia
las nueve de la mañana a la plaza
de la Santa Cruz extramuros. De
acuerdo con la antigua costumbre
apostólica, allí serán quemados los
libros impíos del Derecho papista
y de la teología escolástica, ya que
la osadía de los enemigos de la
libertad evangélica ha llegado hasta el
extremo de arrojar a la hoguera
los escritos espirituales y evangélicos
de Lutero. ¡Ánimo, piadoso e
instruido joven! No faltes a este santo y
edificante espectáculo porque
quizá haya sonado la hora de desenmascarar
al Anticristo». El mismo Lutero
acudió a la cita y, arrojando la bula
condenatoria a las llamas, dijo:
«Que el fuego te atormente por haber
atormentado tú a la verdad». Ya
no era posible la vuelta atrás.
De hereje a reformador
La quema de la bula que condenaba
sus escritos fue un acto de gran valor
simbólico para los seguidores de
Lutero, pero la defensa de su postura
no se limitó a ello. Desde la
Disputa de Leipzig, el teólogo de
Wittenberg no había dejado de
publicar una obra tras otra en la que daba
forma a su doctrina y se afirmaba
en ella. A lo largo de 1520 vieron la
luz su Tratado sobre el papado de
Roma, en el que defendía una Iglesia
sin jerarquías y abogaba por la
abolición del papado; el Manifiesto a la
nobleza cristiana de Alemania, en
el que apelaba a la capacidad
reformadora de los señores
territoriales frente al Papa invitando a la
creación de una nueva Iglesia
alemana desvinculada de éste, o La
cautividad babilónica de la
Iglesia, en la que, negando la capacidad
mediadora de la Iglesia, sólo
reconocía como sacramentos instituidos en
la Biblia el bautismo y la
eucaristía, definiendo los demás como
inventos humanos para justificar
la Iglesia jerárquica. Lutero atacaba
el fundamento mismo de la Iglesia
y del pontificado de Roma, por lo que
el 3 de enero de 1521 el Papa
publicaba la bula Decet Romanum Pontificem
por la que se le excomulgaba y
declaraba hereje. Poco después, Lutero
publicaba su obra Sobre los votos
monásticos en la que rechazaba los
votos de castidad, obediencia y
pobreza de monjes y monjas. Los
abandonos de conventos empezaron
a sucederse y la situación de quiebra
comenzó a parecer irremediable.
La única posible solución al
conflicto podía darse en la reunión de la
Dieta de Worms (la Dieta era algo
así como el Parlamento del imperio)
que habría de celebrarse ese
mismo año. Pero se trataba además de la
primera Dieta de Carlos V como
emperador y su postura tajante a favor de
Roma no iba a dejar mucho espacio
para la negociación con los príncipes
territoriales que apoyaban a
Lutero. Aún así, el nuevo emperador sabía
que debía obrar con cautela por
lo que decidió permitir la comparecencia
de Lutero ante la Dieta. Como
recuerda el profesor Rupp, «cuando en la
mañana del 16 de abril de 1521
entró en las calles de Worms, su cortejo,
ampliado a las proporciones de
una verdadera procesión, no fue seguido
por miradas malévolas de
incontables enemigos, sino por las aclamaciones
del pueblo alemán, de cuyo
ruidoso entusiasmo por Lutero, Alexander [el
nuncio apostólico] se lamentó
amargamente». Al día siguiente Lutero
compareció ante la Dieta; le
preguntaron por la autoría de los escritos
condenados y si estaba dispuesto
a retractarse de lo dicho en ellos. En
una muestra de habilidad Lutero
solicitó que se le concediese tiempo
para responder ya que si debía
discriminar entre sus escritos necesitaba
reflexionar sobre ello. La Dieta
consintió en retrasar la respuesta
hasta el día siguiente y con ello
Lutero logró obtener el tiempo
necesario para preparar una
contestación adecuada. Cuando finalmente
compareció para responder, tras
dar razones sobre cada una de sus obras,
afirmó que le resultaba imposible
retractarse puesto que no era
«prudente ni justo obrar contra
la propia conciencia», pero además
añadió que si cualquiera de los
presentes podía demostrarle
fundamentándose en la Biblia que
sus afirmaciones eran erróneas estaría
dispuesto a retractarse e incluso
a arrojar sus obras al fuego. En
palabras del profesor Rupp,
«conminado a dar una simple respuesta, había
conseguido pronunciar todo un
discurso y, en la opinión de muchos, en
quienes se perdía el tono irónico
de sus palabras, había dificultado el
veredicto sugiriendo la
posibilidad de una retractación».
Si bien la comparecencia de
Lutero no sirvió para alterar la postura de
partida de la Dieta, sí sirvió
para constatar que estaba dispuesto a
defender a cualquier precio su
postura, y que además contaba con un
enorme apoyo popular. Como era de
esperar la Dieta finalizó con la
ratificación de la condena
realizada por el Papa y el 8 de mayo se
publicaba el Edicto de Worms por
el que Lutero, calificado como hereje,
quedaba fuera de la ley y pasaba
a ser considerado y tratado como un
proscrito. Sin embargo el Edicto
no llegó a aplicarse con la diligencia
debida pues, por un lado, Carlos
V abandonó rápidamente Alemania para
ocuparse del conflicto abierto
que mantenía con Francia, y por otro,
buena parte de los príncipes
territoriales simpatizaban con las tesis
luteranas. Lutero regresó a
Wittenberg para continuar avanzando en la
definición doctrinal de su
movimiento de reforma y entregarse a la labor
de hacer su propia traducción al
alemán del Nuevo Testamento, que vería
la luz en 1522 y en 1533 se
completaría con la del Antiguo Testamento.
Entretanto, los poderes políticos
de toda Europa veían proliferar de
modo imparable grupos de
seguidores que, inspirados en los argumentos
del alemán, daban su propia
interpretación a las tesis reformadoras. Las
esperanzas de hallar una vía de
conciliación para el conflicto que
evitase la definitiva ruptura de
la cristiandad en varias confesiones se
depositaron en la celebración de
un concilio que Roma no terminaba de
convocar.
En 1523 Carlos V inició en sus
dominios la persecución de los
reformadores y al año siguiente
estallaba en Alemania la guerra de los
Campesinos, en la que la revuelta
de las clases populares contra los
abusos económicos de las
dirigentes empleó como inspiración teórica las
ideas de igualdad entre los
hombres defendidas por Lutero. Europa se
partía sin remedio por causas
religiosas que se mezclaban
indisolublemente con otras
políticas. La realidad distaba mucho de lo
que Lutero había querido iniciar
con su protesta, pero a esas alturas ya
no estaba en su mano frenar el
conflicto. Pese a ello, no dudó en hacer
llamamientos públicos a la paz
pues la revolución que él pretendía no
era bélica sino espiritual. En
ese sentido continuó profundizando en la
senda que él mismo había abierto,
y así en 1524, siendo consecuente con
sus propuestas, abandonó los
hábitos y un año más tarde se casó con una
ex monja, Catalina Bora, con la
que llegaría a tener seis hijos.
Paralelamente, los
acontecimientos en Alemania seguían su curso, y así
en 1526 se convocó una nueva
Dieta en Spira que, ante el creciente éxito
de los planteamientos de Lutero
entre los príncipes territoriales,
terminó concediendo un margen
amplio a la voluntad de éstos para
acogerse en sus territorios a las
tesis reformadoras y, en consecuencia,
para proceder a la
desamortización de los bienes del clero allí donde la
Reforma se aplicase. Esta
situación duraría muy poco y tres años más
tarde una nueva Dieta celebrada
en la misma ciudad revocaba lo dicho en
la anterior. Las resoluciones de
la Dieta se acompañaron por un solemne
documento de «protesta» de las
ciudades y príncipes reformados en el que
declaraban que las nuevas
resoluciones pretendían obligarles a actuar en
contra de sus conciencias. La
protesta terminaría provocando que desde
entonces y hasta nuestros días
los seguidores de la Reforma luterana
fuesen conocidos con el nombre de
«protestantes».
El regreso de Carlos V a Alemania
en 1530 se tradujo en la última
posibilidad de dar una solución
política de conciliación al
enfrentamiento que dividía el
imperio. La Dieta convocada en Augsburgo
era el último cartucho de la
diplomacia. Lutero, como proscrito, no pudo
acudir, pero en su lugar lo hizo
Philipp Melanchthon, teólogo muy
cercano al ex agustino. Ante la
Dieta en pleno presentó la «Confesión de
Augsburgo», un documento de tono
conciliador en el que se hacía una
síntesis precisa de la profesión
de fe luterana. Sin embargo los
teólogos antiluteranos —sobre
todo Eck y Cocleo— no estaban dispuestos a
ceder en ninguna de sus ideas y
redactaron la «Refutación de Augsburgo»
para demostrarlo. La Dieta había
vuelto a fracasar como instrumento de
conciliación. Sólo quedaba el
horizonte de esperanza del concilio, pero
para cuando éste comenzó en 1545,
la situación había llegado a un punto
de ruptura tal que el concilio se
había convertido en el de la
definición de la Contrarreforma
católica. Se trataba del Concilio de
Trento. Lutero ni siquiera pudo
preparar su réplica pues el 18 de
febrero de 1546, durante un viaje
a su ciudad natal de Eisleben,
falleció. La guerra se había
revelado como la única respuesta posible a
las diferencias espirituales. La
cristiandad se rompía con violencia
pues era imposible discernir el
límite entre lo religioso y lo político.
La defensa de la fe se entendía
como una cuestión de Estado y viceversa,
y serían necesarias muchas
décadas de absurdo enfrentamiento bélico
confesional para comenzar a poner
las bases de su separación sobre la
idea de tolerancia.
Lutero había puesto en marcha sin
proponérselo un proceso de reforma de
la Iglesia cuyas consecuencias
espirituales y políticas dividirían a
Europa durante siglos. Con su
inmensa labor teológica dio soporte a una
nueva definición del cristianismo
que abrazarían millones de creyentes,
pero además daría pie a una serie
de dinámicas históricas de
consecuencias esenciales para la
política, la religión y la filosofía
que conocemos. En un mundo como
el actual en que cuesta entender la
mezcla indisoluble que de
política y religión hacen los regímenes
islámicos radicales justificando
la muerte por motivos religiosos,
conviene más que nunca volver la
mirada sobre nuestro propio pasado. La
secularización de la política y
la construcción de la tolerancia
religiosa es uno de los
principales logros de la cultura democrática
occidental y el fruto de un largo
y complicadísimo proceso que comenzó
en el siglo XVI y del que Lutero
fue en buena medida el detonante.
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