martes, 4 de noviembre de 2025

18 MARTÍN LUTERO.

 



 

 

El reformador de la cristiandad

 

A comienzos del siglo XVI un auténtico terremoto reformador recorrió la

vida religiosa y política de Europa. El catalizador de semejante

convulsión fue un fraile agustino alemán, Martín Lutero, que sin

proponérselo dio pie a los dos procesos esenciales que definen toda la

historia moderna europea, la Reforma protestante y la Contrarreforma o

Reforma católica. Las consecuencias espirituales y políticas de la

quiebra de la cristiandad que vino de su mano tuvieron su expresión más

evidente en las llamadas «guerras de religión» que habrían de durar

hasta mediados del siglo siguiente. Pero más allá de eso, la

secularización de la política que tan natural parece en nuestros días, o

la tolerancia religiosa propia de las sociedades occidentales actuales,

son el fruto de una evolución histórica marcada por aquellos

enfrentamientos. La figura de Lutero pasaría a la Historia como la del

gran reformador devoto, justo y valiente para unos, y como la del

auténtico diablo destructor de la unión cristiana para otros. Entre los

dos mitos se sitúa una realidad histórica no siempre fácil de

reconstruir pero absolutamente apasionante. Lutero destapó la caja de

Pandora y sobre su estela se escribió la historia de una Europa que aún

hoy es deudora de todos aquellos procesos.

 

Martín Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en la localidad alemana

de Eisleben, situada en el condado de Mansfeld. Fue bautizado al día

siguiente conforme a la costumbre de la época de hacer recibir a los

recién nacidos el sacramento cuanto antes por si morían, posibilidad

nada remota a tenor de la altísima mortalidad infantil habitual

entonces. El nombre de Martín fue por tanto el que correspondía al santo

del día del bautismo. Era el segundo de los hijos del matrimonio formado

por Hans Ludher y Margarita Ana Lindemann, que aún tendría seis vástagos

más. Cuando Lutero contaba algo más de seis meses su familia se trasladó

a Mansfeld pues se trataba del centro industrial y minero más importante

de la zona y Hans, que trabajaba como minero, vio en el traslado la

posibilidad de labrar un futuro más próspero para su familia. No se

equivocaba. Tras varios años desempeñando las duras tareas de zapador y

entibador, fue medrando hasta que en 1491 logró convertirse en uno de

los cuatro encargados de la administración municipal de Mansfeld. Puede

decirse que los Lutero pasaron a formar parte de la pequeña burguesía

local y que, en consecuencia, la cuidada educación que trataron de

procurar a sus hijos fue la que consideraban correspondiente a tal

condición.

 

Lutero permaneció en casa de sus padres hasta los trece años, edad a la

que comenzó a acudir a la escuela local de la parroquia de San Jorge en

la que aprendió a leer, escribir, contar, ciertas nociones de latín y

catecismo. Sobre la educación recibida por Lutero en el ámbito familiar

se han hecho cientos de especulaciones, e incluso se llegó a hablar de

una infancia desgraciada, un padre alcohólico, traumas sexuales y todo

tipo de aditamentos morbosos al servicio de la defensa o denostación del

mito creado en torno a su figura. Sin embargo hoy los historiadores

coinciden en señalar que la realidad fue mucho menos pintoresca y, como

recuerda Ernest Gordon Rupp, especialista en Lutero y su obra, «nada

extraordinario parece haber existido en el hogar ni en la educación de

Lutero». Tanto en la escuela de Mansfeld como en casa Lutero recibió una

formación religiosa convencional si bien nunca conservaría buen recuerdo

de la primera por sus estrictos métodos y la frecuencia con la que se

recurría al castigo. Así, muchos años después escribiría: «Ahora ya no

existe aquel infierno y purgatorio de nuestras escuelas, en las que

fuimos martirizados con los modos de declinar y de conjugar los verbos

latinos y donde, con tantos vapuleos, temblores, angustias y aflicciones

no aprendimos absolutamente nada».

 

Tras un año de estancia en Magdeburgo para acudir a su escuela superior,

y donde probablemente conoció a los Hermanos de la Vida Común, grupo

religioso formado por miembros del clero y laicos que defendían la

necesidad de una renovación espiritual de la Iglesia, los padres de

Lutero decidieron que continuase sus estudios en la ciudad de Eisenach,

situada a unos cien kilómetros de Mansfeld. Después de un viaje a pie,

el joven Martín Lutero llegó a su destino a mediados del mes de abril de

1498. Allí se matriculó en la Georgenshule en la que cursó tres años de

estudios humanísticos y donde aprendió a hablar y escribir en latín con

corrección y soltura. El encuentro con los clásicos así como con una

educación esmerada fue una experiencia muy estimulante para un

adolescente con grandes inquietudes aunque, como apunta su biógrafo

Rafael Lazcano, «los niveles de pobreza por los que atravesó el

estudiante Lutero en Eisenach no debieron de ser pequeños, con

frecuentes privaciones y penurias, hasta el punto de verse obligado a

mendigar trozos de pan por la ciudad para quitarse el hambre». Pese a la

difícil situación material de Lutero en Eisenach, su familia había

conseguido prosperar, por lo que una vez finalizados los estudios en la

Georgenshule sus padres, conocedores de la capacidad intelectual de

Lutero y deseosos de garantizarle un estatus acorde con la situación

social familiar, le enviaron a iniciar estudios universitarios a Erfurt.

Así, en 1501 se matriculó en los cursos de Artes que se exigían como

paso previo al ingreso en las facultades mayores de Derecho, Teología y

Medicina, y en 1505, al terminarlos, con objeto de complacer a su padre,

se matriculó en la Facultad de Derecho de Erfurt. Sin embargo, la

formación recibida en esos años unida a la religiosidad personal de

Lutero le hacían desear otro camino vital, por lo que el 17 de julio de

ese mismo año, defraudando las expectativas paternas, Lutero ingresó

como novicio en el convento de agustinos de Erfurt. Deseaba hacer de la

religión una forma de vida, quería profundizar en su formación

espiritual y teológica y se sentía inclinado a la vida monacal. Nada

hacía presagiar que una década más tarde su ruptura con la Iglesia sería

la más sonada de la historia de la cristiandad.

 

 

 

Hacia la ruptura con Roma

 

Resulta imposible hacer una valoración ajustada de la figura de Martín

Lutero sin tener en cuenta las particulares características espirituales

de la Europa del siglo XVI. Desde el punto de vista religioso, toda

Europa formaba desde la Edad Media una unidad que reconocía como cabeza

al Papa de Roma. Pero en esa cristiandad así definida no faltaban las

corrientes críticas que, frente a lo que consideraban una corrupción de

las buenas costumbres y dogmas cristianos, abogaban por una reforma de

las mismas. No pocas de esas corrientes fueron declaradas heréticas a lo

largo de los siglos, si bien la unidad de la cristiandad occidental se

mantuvo. A comienzos de la Edad Moderna las críticas hacia la mala

formación del clero, así como hacia la indefinición doctrinal de la

Iglesia en numerosas cuestiones, arreciaron de mano de los humanistas,

quienes además, en su rescate de la cultura clásica, criticaron

duramente las imprecisiones de la versión de la Biblia aceptada por la

Iglesia, la llamada «Vulgata». Por otra parte, las sociedades de la

Europa medieval y moderna estaban fuertemente sacralizadas, es decir, en

ellas el papel de lo religioso ocupaba un lugar esencial en su

definición y conformación. Política y religión no eran entonces esferas

claramente separadas y la religión impregnaba los actos de la vida

cotidiana, la cultura y la forma de entender el mundo de todos los

individuos. En ese mundo maduró y se formó Lutero, y en Erfurt entró en

contacto tanto con las corrientes más conservadoras del pensamiento

religioso como con las que se mostraban más críticas con la Iglesia.

 

El convento de San Agustín de Erfurt tenía fama por la calidad de la

formación que en él se impartía, pues poseía un Studium generale y una

cátedra de Teología agregada a la universidad de la ciudad. Dentro de la

orden agustiniana, el convento de Erfurt era de los que estaban

adscritos a la Congregación de la Observancia de Alemania, es decir, la

de aquellos conventos agustinos alemanes en los que se seguía un

cumplimiento (observancia) especialmente estricto de los principios de

la orden. Como indica el profesor Lazcano, la vida cotidiana de Lutero

quedó definida por el «rezo común en el coro, comidas en comunidad,

respeto del tiempo de silencio, prohibición de posesión de bienes (sobre

todo de libros), uso de un hábito igual para todos, dedicación a la

oración y al estudio, veto del trato con mujeres, y salida del convento

sólo con la autorización del prior». Tras un año de noviciado realizó

sus votos perpetuos a finales de septiembre de 1506 y fue ordenado

sacerdote en abril del año siguiente. Unos meses más tarde el vicario

general de su orden, Juan de Staupitz, decidió su traslado al convento

agustino de Wittenberg para que pudiese seguir estudios de Teología al

tiempo que se ocupaba de dar clases de Filosofía vinculado a la cátedra

de Ética aristotélica del citado convento. Al año siguiente regresaba a

Erfurt ya como profesor de Teología, pero sus deseos de profundizar en

esta disciplina y obtener el doctorado en la misma volverían a llevarle

a Wittenberg, donde obtendría el grado de doctor en Teología ya en 1512.

Sin embargo, antes de ello Lutero vivió una experiencia que habría de

marcarle profundamente: su viaje a Roma.

 

A finales de 1511 Lutero fue escogido junto con otro fraile agustino,

Juan de Mecheln, para realizar un viaje a Roma en representación de los

conventos de su congregación. Tenían la misión de presentar ante el

general de la Orden Agustina en Roma, y en última instancia ante el

mismo Papa, las razones por las que la citada congregación rechazaba la

incorporación jurídica de los conventos de la provincia de Sajonia.

Independientemente de la importancia que sin duda Lutero concedió a su

encargo, y que acabó en fracaso, cabe imaginar la emoción con la que el

devoto religioso se dirigió a la ciudad en la que residía el centro de

la vida espiritual cristiana. No obstante, todo parece indicar que lo

que allí encontró antes que espolear su identificación con la Iglesia

más bien contribuyó a distanciarle de algunas de sus prácticas, pues la

Roma de Julio II en la que Miguel Ángel pintaba la Capilla Sixtina y

realizaba un colosal sepulcro a mayor gloria del pontífice tenía mucho

más en común con cualquier corte laica europea que con el referente de

espiritualidad que se suponía también era. Sería inexacto afirmar que el

viaje a Roma supuso una crisis espiritual para Lutero, ni que en él se

fraguaron algunos de los principios doctrinales de su posterior

formulación teológica, pero de lo que no cabe duda es de que contribuyó

a reforzar en el agustino la imagen de una Iglesia muy perfectible y de

un pontificado con tantas sombras como luces.

 

A su regreso al convento de Wittenberg, Lutero se convirtió en uno de

los cinco profesores que conformaban la Facultad de Teología de la

universidad de la ciudad, y en los siguientes años alternó sus

obligaciones docentes con el desempeño de diversos cargos dentro de su

orden. Desde el 6 de octubre de 1513 ocupó la cátedra de Sagrada

Escritura, algo que le complacía especialmente ya que su gran pasión

como teólogo era precisamente el estudio de la Biblia al que se entregó

con denuedo. El estudio de la Biblia formaba parte sustancial de la

religiosidad de Lutero pues estaba convencido de que las respuestas que

buscaba como creyente se encontraban en ella. Por otra parte, Lutero

rechazaba en buena medida la imperante teología escolástica frente a la

que reivindicaba una teología de cuño paulino-agustiniano en la que daba

especial valor a la experiencia directa del cristiano con Dios, sin

mediadores, otorgaba una capacidad muy superior a la gracia divina y la

fe frente a las acciones humanas como forma de obtener la salvación y,

sobre todo, rechazaba la posibilidad de «atesorar» buenas obras como

garantía para lograrla. Este último punto guardaba relación con el

profundo desprecio que, al igual que otros muchos religiosos críticos de

la época, Lutero sentía por el método de compraventa de indulgencias

aceptado por la Iglesia y ampliamente difundido por toda Europa.

 

Las indulgencias eran una suerte de título que garantizaba a quienes lo

adquirían la posibilidad de redimir almas del purgatorio, disminuir el

número de días que habrían de pasar en él tras la muerte, o incluso

evitarlo en el caso de las llamadas «indulgencias plenarias».

Teológicamente la cuestión tenía una justificación complicada, pero a

grandes rasgos puede decirse que la Iglesia se consideraba depositaria

de los sufrimientos de Cristo y de los méritos de los santos y por ello

podía administrar la salvación que de ellos dependía. Cuando se producía

la predicación de indulgencias, que es el nombre que recibía su venta,

que siempre se vinculaba a fines teóricamente píos (financiación de

Cruzadas, de obras de catedrales…), los fieles podían adquirirlas a

cambio de una determinada suma de dinero, lo que en la práctica terminó

convirtiéndose en un mercadeo del perdón de los pecados. Como indica el

profesor Rupp, «a principios del siglo XVI las indulgencias habían

llegado a constituir una parte importante de las finanzas pontificias

administrada por los grandes banqueros Fugger, y en la que intervenía

tal número de intermediarios de diferentes categorías eclesiásticas que

la posibilidad de escándalo nunca fue remota». Lutero, cuya fuerte

impronta de la antropología de san Agustín le hacía desconfiar de la

capacidad humana para obtener la salvación mediante buenas obras, no

podía encontrar moralmente más rechazable un sistema que directamente

permitía comprar sus efectos aunque no llegasen ni a realizarse.

 

Las profundas creencias de Lutero se traslucían en su trabajo como

profesor de la Universidad de Wittenberg, donde paulatinamente fue

ganando prestigio como teólogo crítico. Las disputas en materia de

teología eran entonces frecuentes entre los especialistas sin que con

ello se plantease una ruptura con el orden establecido. Del mismo modo,

las peticiones de reformas de abusos de las costumbres de la Iglesia

eran también frecuentes y, en muchos casos, daban pie a importantes

movimientos reformadores en el interior de la institución eclesiástica.

Cuando en 1517 Lutero, convencido de la necesidad de depurar algunas

cuestiones doctrinales de la Iglesia (especialmente las vinculadas con

las indulgencias), hizo públicas sus críticas en sus llamadas «Noventa y

cinco tesis» lo último en que pensaba era en una ruptura formal con la

Iglesia de Roma.

 

 

 

Las «noventa y cinco tesis»

 

Tradicionalmente, en los colegios y en los libros suele comenzar a

explicarse la Reforma protestante con un hecho no exento de

connotaciones teatrales: hacia el mediodía del 31 de octubre de 1517,

Lutero atravesó la plaza de la catedral de Wittenberg para clavar en su

puerta sus célebres «Noventa y cinco tesis». Este hecho, cuya existencia

real discuten los historiadores, era sólo uno de los medios habituales

empleados para dar pie a discusiones doctrinales que en ningún caso

pretendían plantear una ruptura con el orden religioso establecido. Se

trataba sólo de abrir una vía para el debate sobre la necesidad de

reconsiderar y reformar ciertos aspectos de la vida social, política y

religiosa que, con el paso del tiempo, se habían ido asociando a la

Iglesia. En cualquier caso, considerar que la doctrina teológica

luterana nace con las «Noventa y cinco tesis» es un claro error ya que,

como afirma el historiador Quentin Skinner, «empezar la historia de la

Reforma luterana en el punto de partida tradicional es comenzar por la

mitad. La célebre acción de Lutero de clavar las Noventa y cinco tesis

en la puerta de la catedral de Wittenberg (…) simplemente constituye la

culminación de una larga jornada espiritual emprendida por Lutero a

partir de su nombramiento, seis años antes, para la cátedra de Teología

en la Universidad de Wittenberg».

 

Efectivamente, la profundización en sus estudios teológicos, y

especialmente en la filosofía de san Agustín con la que tanto se

identificaba, fue causa de que Lutero, cuyos sentimientos religiosos

eran muy profundos, se sintiese enormemente atormentado por el íntimo

convencimiento de la incapacidad del hombre para lograr la salvación y

de su necesaria condena vinculada a la justicia divina. En la base de

toda la formulación teológica desarrollada por Lutero estaba la idea de

que el hombre, por su naturaleza, era incapaz de no pecar; en

consecuencia, nada podía hacer para «justificarse» ante los ojos de un

Dios que encarnaba la justicia y, por tanto, para salvarse. El

convencimiento de que el hombre sólo podía condenarse desató en Lutero

una gran crisis de fe a la que como teólogo trató de dar respuesta. Y

ésta llegó en 1515 en lo que él mismo bautizó como su «experiencia de la

torre». Lutero estudiaba en una sala de la torre del convento agustino

de Wittenberg y fue allí, mientras preparaba un nuevo curso de

conferencias académicas, cuando al leer el Salmo 30 («Libérame en virtud

de tu justicia») encontró la solución a sus cuitas: la justicia divina

no consistía tanto en el castigo como en la capacidad para salvar a los

hombres si éstos, pese a su naturaleza pecadora, tenían fe. Su angustia

quedó de golpe disuelta y como él mismo llegaría a decir sintió que

«había renacido por completo y había entrado en el paraíso por las

puertas abiertas». En palabras del profesor Skinner, «cuando Lutero tuvo

esta visión interna fundamental, todos los demás rasgos distintivos de

su teología encontraron su lugar».

 

Así, desde 1515 Lutero comenzó a definir los principios básicos de su

pensamiento teológico y, al mismo tiempo, comenzó a difundirlos en sus

clases. Pero si sus ideas podían discutirse en el ámbito académico e

incluso aceptarse, ¿qué motivó que Lutero publicase sus «Noventa y cinco

tesis» en 1517? Y, más aún, ¿qué sucedió para que lo que se había

planteado como una reforma de abusos más terminase convirtiéndose en una

ruptura formal con la Iglesia? Antes que nada, conviene recordar que

Alemania era entonces un conglomerado de principados y territorios que

reconocían obediencia a un emperador. En estas circunstancias, un asunto

casual vino a precipitar los hechos: el príncipe Alberto de Hohenzollern

era arzobispo de Magdeburgo y, por esas fechas, presentó su candidatura

a la sede arzobispal de Maguncia. Por su parte, el príncipe de Sajonia,

señor de Lutero, tenía intereses contrarios a los de Alberto de

Hohenzollern y cuando éste llegó a un acuerdo con Roma por el que se le

concedía el arzobispado de Maguncia a cambio de que durante varios años

vendiese indulgencias destinadas a financiar las obras del Vaticano, el

príncipe de Sajonia decidió prohibir la venta de dichas indulgencias en

su territorio. Esta decisión poco tenía que ver con los escrúpulos

morales del príncipe de Sajonia hacia las indulgencias, sino que

respondía a sus intereses políticos y económicos. Prohibiendo su venta

no sólo contribuía a debilitar la posición de su enemigo, sino que

además se aseguraba que el dinero de sus súbditos no saliese de su

territorio y que la propia venta de indulgencias que él mismo practicaba

no se viese resentida. Lutero, por su parte, no podía estar más de

acuerdo con la prohibición, pero pronto sería evidente que iba a servir

de poco. Los habitantes de Wittenberg, así como de otras ciudades de

Sajonia, deseosos de obtener las preciadas indulgencias que les

aseguraban la disminución de días de purgatorio, no dudaron en

desplazarse a localidades vecinas en las que la prohibición carecía de

vigencia. El trasiego comercial protagonizado fervorosamente por sus

vecinos fue la gota que hizo derramar el vaso de la paciencia de Lutero,

quien, indignado, envió una queja formal al arzobispo Alberto de

Maguncia el mismo día en que clavaba sus «Noventa y cinco tesis» en la

puerta de la catedral de Wittenberg. En ellas hacía una crítica feroz

del sistema de indulgencias y de las cuestiones en que consideraba que

la doctrina o la práctica de la Iglesia se había desviado de lo que

debía ser. El ataque contra las indulgencias rápidamente encontró eco

tanto entre los humanistas de la época como entre amplias capas de la

población alemana que las veían como una trivialización de cuestiones

religiosas en aras de la obtención de beneficios económicos; en

consecuencia, los escritos de Lutero se publicaron y empezaron a

circular por toda Alemania. Probablemente unas décadas antes los textos

de Lutero no habrían tenido tanta repercusión, pero la difusión de la

imprenta fue la clave de la rápida divulgación de sus ideas. Pese a

ello, como indica el historiador Heinrich Lutz, «ni el monje agustino,

ni el importante grupo de humanistas, teólogos y magistrados, pronto

también de maestros artesanos y posaderos, que comenzaron a leer y a

difundir sus escritos, podían hacerse una idea de las posibles

consecuencias de este desarrollo. Nadie pensaba en una división dentro

de la Iglesia o en la formación de una “segunda Iglesia”». Se trataba

sólo de plantear una reforma de abusos desde el interior de la propia

Iglesia, pero las cosas iban a llegar infinitamente más lejos.

 

 

 

De reformador a hereje

 

Lutero clamaba por una reforma, pero de sus escritos se derivaban ideas

que podían hacer peligrar el orden de cosas conocido: si como afirmaba,

sólo la fe salvaba a los hombres, y por tanto de nada servían las

indulgencias, ¿qué papel le quedaba a la Iglesia en medio de ello?

Lutero defendía la relación directa del creyente con Dios, sin mediación

ninguna, sólo la de su fe. La Iglesia definida como institución

mediadora y administradora de la gracia de Dios desaparecía de un

plumazo en ese modelo. La única guía que necesitaban los fieles era la

que debía proporcionarles la lectura de la Biblia que tanto agradaba al

agustino. Quedaba claro que, a la luz de sus interpretaciones

teológicas, el papel de la Iglesia como institución cuando menos debía

revisarse. No es de extrañar por tanto que, ante la creciente

popularidad de sus postulados, en 1518 se abriese un proceso por herejía

a Lutero en Roma.

 

En otoño de ese mismo año el agustino fue interrogado en Augsburgo por

el legado pontificio, el cardenal Cayetano. Lutero deseaba llegar a un

entendimiento, pero el legado del Papa no le dio ninguna oportunidad

para ello y le exigió la declaración de culpabilidad, la retractación

inmediata y el silencio posterior. Lutero no estaba dispuesto a callar

pues estaba absolutamente convencido de la verdad de sus afirmaciones,

por lo que no sólo se ratificó en ellas sino que además, empujado en

buena medida por el interrogatorio del cardenal, llegó a poner en

entredicho la infalibilidad del Papa y la primacía de su poder frente a

la del concilio. En esa situación y desoyendo la conminación del legado

para que se entregase, regresó a Wittenberg. El legado recurrió al

príncipe de Sajonia, pero en diciembre de 1518 éste respondió con una

negativa tajante a que Lutero fuese enviado a Roma para ser juzgado o a

que se le confinara sin darle la oportunidad de explicarse. El Papa

estaba atado de manos, pues por razones políticas no le convenía

granjearse el descontento del príncipe de Sajonia. Por entonces se

preparaba la inminente sucesión de la corona imperial y tanto el

emperador Maximiliano, que moriría a comienzos de 1519, como el Papa

necesitaban contar con el apoyo del príncipe de Sajonia para la elección

del nuevo emperador. Ni el pontífice podía actuar contra el príncipe ni

tampoco podía pedir al emperador que lo hiciese. La coyuntura política

benefició en última instancia a Lutero, que pudo evitar su traslado a

Roma. Finalmente la sucesión imperial se produjo y en junio de 1519

Carlos V fue nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico

(nombre que recibía entonces Alemania), pero como indica el profesor

Rupp, el tiempo que había transcurrido fue suficiente para que se

produjese un salto cualitativo: «Se habían desencadenado ya tales

fuerzas que, cuando el Papa y el emperador estuvieron dispuestos a

actuar de común acuerdo, no tuvieron ya que enfrentarse con un simple

clérigo sino con toda una ola de rencores de orden político contra Roma».

 

Mientras los acontecimientos políticos se precipitaban, el debate

teológico era cada vez más intenso y en ese contexto tuvo lugar la

«Disputa de Leipzig» del verano de 1519. Se trató del enfrentamiento

público de Lutero con el teólogo tomista y conservador de la Universidad

de Leipzig —tradicional enemiga de la de Wittenberg— Johannes Eck. El

durísimo enfrentamiento de ambos teólogos terminaría llevando a Lutero a

radicalizar sus posturas en relación con el papado y los concilios.

Espoleado por Eck, Lutero terminó reconociendo la falibilidad (capacidad

de equivocación) de éstos y, teniendo en cuenta que tampoco reconocía la

infalibilidad del Papa, el reconocimiento de la autoridad de la Iglesia

saltaba por los aires. La única autoridad era para Lutero la Biblia. La

declaración de semejantes ideas como heréticas era sólo cuestión de

días: el 15 de junio de 1520, Roma condenaba como heréticas las

doctrinas de Lutero mediante la bula Exsurge Domine. Como se hacía en

tales casos, la bula debía publicarse en todas las iglesias de la

cristiandad y había que quemar los libros heréticos de Lutero allí donde

los hubiese.

 

La condena dio lugar a una auténtica «guerra de hogueras» ya que el

nuncio apostólico que tenía que ejecutar lo dispuesto en la bula comenzó

a encontrar problemas para hacerlo en el momento en que se adentró en

Alemania. Los estudiantes de las zonas de Maguncia y Colonia —seguidores

de Lutero— se las ingeniaron para arrojar los tratados escolásticos

criticados por el agustino a las hogueras en que debían arder sus obras

y, como recuerda el profesor Teófanes Egido, el 10 de diciembre de 1520

los estudiantes y profesores de la Universidad de Wittenberg hicieron

aparecer la siguiente convocatoria en la puerta de la iglesia: «Si estás

interesado en conocer el verdadero Evangelio, no dejes de acudir hacia

las nueve de la mañana a la plaza de la Santa Cruz extramuros. De

acuerdo con la antigua costumbre apostólica, allí serán quemados los

libros impíos del Derecho papista y de la teología escolástica, ya que

la osadía de los enemigos de la libertad evangélica ha llegado hasta el

extremo de arrojar a la hoguera los escritos espirituales y evangélicos

de Lutero. ¡Ánimo, piadoso e instruido joven! No faltes a este santo y

edificante espectáculo porque quizá haya sonado la hora de desenmascarar

al Anticristo». El mismo Lutero acudió a la cita y, arrojando la bula

condenatoria a las llamas, dijo: «Que el fuego te atormente por haber

atormentado tú a la verdad». Ya no era posible la vuelta atrás.

 

 

 

De hereje a reformador

 

La quema de la bula que condenaba sus escritos fue un acto de gran valor

simbólico para los seguidores de Lutero, pero la defensa de su postura

no se limitó a ello. Desde la Disputa de Leipzig, el teólogo de

Wittenberg no había dejado de publicar una obra tras otra en la que daba

forma a su doctrina y se afirmaba en ella. A lo largo de 1520 vieron la

luz su Tratado sobre el papado de Roma, en el que defendía una Iglesia

sin jerarquías y abogaba por la abolición del papado; el Manifiesto a la

nobleza cristiana de Alemania, en el que apelaba a la capacidad

reformadora de los señores territoriales frente al Papa invitando a la

creación de una nueva Iglesia alemana desvinculada de éste, o La

cautividad babilónica de la Iglesia, en la que, negando la capacidad

mediadora de la Iglesia, sólo reconocía como sacramentos instituidos en

la Biblia el bautismo y la eucaristía, definiendo los demás como

inventos humanos para justificar la Iglesia jerárquica. Lutero atacaba

el fundamento mismo de la Iglesia y del pontificado de Roma, por lo que

el 3 de enero de 1521 el Papa publicaba la bula Decet Romanum Pontificem

por la que se le excomulgaba y declaraba hereje. Poco después, Lutero

publicaba su obra Sobre los votos monásticos en la que rechazaba los

votos de castidad, obediencia y pobreza de monjes y monjas. Los

abandonos de conventos empezaron a sucederse y la situación de quiebra

comenzó a parecer irremediable.

 

La única posible solución al conflicto podía darse en la reunión de la

Dieta de Worms (la Dieta era algo así como el Parlamento del imperio)

que habría de celebrarse ese mismo año. Pero se trataba además de la

primera Dieta de Carlos V como emperador y su postura tajante a favor de

Roma no iba a dejar mucho espacio para la negociación con los príncipes

territoriales que apoyaban a Lutero. Aún así, el nuevo emperador sabía

que debía obrar con cautela por lo que decidió permitir la comparecencia

de Lutero ante la Dieta. Como recuerda el profesor Rupp, «cuando en la

mañana del 16 de abril de 1521 entró en las calles de Worms, su cortejo,

ampliado a las proporciones de una verdadera procesión, no fue seguido

por miradas malévolas de incontables enemigos, sino por las aclamaciones

del pueblo alemán, de cuyo ruidoso entusiasmo por Lutero, Alexander [el

nuncio apostólico] se lamentó amargamente». Al día siguiente Lutero

compareció ante la Dieta; le preguntaron por la autoría de los escritos

condenados y si estaba dispuesto a retractarse de lo dicho en ellos. En

una muestra de habilidad Lutero solicitó que se le concediese tiempo

para responder ya que si debía discriminar entre sus escritos necesitaba

reflexionar sobre ello. La Dieta consintió en retrasar la respuesta

hasta el día siguiente y con ello Lutero logró obtener el tiempo

necesario para preparar una contestación adecuada. Cuando finalmente

compareció para responder, tras dar razones sobre cada una de sus obras,

afirmó que le resultaba imposible retractarse puesto que no era

«prudente ni justo obrar contra la propia conciencia», pero además

añadió que si cualquiera de los presentes podía demostrarle

fundamentándose en la Biblia que sus afirmaciones eran erróneas estaría

dispuesto a retractarse e incluso a arrojar sus obras al fuego. En

palabras del profesor Rupp, «conminado a dar una simple respuesta, había

conseguido pronunciar todo un discurso y, en la opinión de muchos, en

quienes se perdía el tono irónico de sus palabras, había dificultado el

veredicto sugiriendo la posibilidad de una retractación».

 

Si bien la comparecencia de Lutero no sirvió para alterar la postura de

partida de la Dieta, sí sirvió para constatar que estaba dispuesto a

defender a cualquier precio su postura, y que además contaba con un

enorme apoyo popular. Como era de esperar la Dieta finalizó con la

ratificación de la condena realizada por el Papa y el 8 de mayo se

publicaba el Edicto de Worms por el que Lutero, calificado como hereje,

quedaba fuera de la ley y pasaba a ser considerado y tratado como un

proscrito. Sin embargo el Edicto no llegó a aplicarse con la diligencia

debida pues, por un lado, Carlos V abandonó rápidamente Alemania para

ocuparse del conflicto abierto que mantenía con Francia, y por otro,

buena parte de los príncipes territoriales simpatizaban con las tesis

luteranas. Lutero regresó a Wittenberg para continuar avanzando en la

definición doctrinal de su movimiento de reforma y entregarse a la labor

de hacer su propia traducción al alemán del Nuevo Testamento, que vería

la luz en 1522 y en 1533 se completaría con la del Antiguo Testamento.

Entretanto, los poderes políticos de toda Europa veían proliferar de

modo imparable grupos de seguidores que, inspirados en los argumentos

del alemán, daban su propia interpretación a las tesis reformadoras. Las

esperanzas de hallar una vía de conciliación para el conflicto que

evitase la definitiva ruptura de la cristiandad en varias confesiones se

depositaron en la celebración de un concilio que Roma no terminaba de

convocar.

 

En 1523 Carlos V inició en sus dominios la persecución de los

reformadores y al año siguiente estallaba en Alemania la guerra de los

Campesinos, en la que la revuelta de las clases populares contra los

abusos económicos de las dirigentes empleó como inspiración teórica las

ideas de igualdad entre los hombres defendidas por Lutero. Europa se

partía sin remedio por causas religiosas que se mezclaban

indisolublemente con otras políticas. La realidad distaba mucho de lo

que Lutero había querido iniciar con su protesta, pero a esas alturas ya

no estaba en su mano frenar el conflicto. Pese a ello, no dudó en hacer

llamamientos públicos a la paz pues la revolución que él pretendía no

era bélica sino espiritual. En ese sentido continuó profundizando en la

senda que él mismo había abierto, y así en 1524, siendo consecuente con

sus propuestas, abandonó los hábitos y un año más tarde se casó con una

ex monja, Catalina Bora, con la que llegaría a tener seis hijos.

Paralelamente, los acontecimientos en Alemania seguían su curso, y así

en 1526 se convocó una nueva Dieta en Spira que, ante el creciente éxito

de los planteamientos de Lutero entre los príncipes territoriales,

terminó concediendo un margen amplio a la voluntad de éstos para

acogerse en sus territorios a las tesis reformadoras y, en consecuencia,

para proceder a la desamortización de los bienes del clero allí donde la

Reforma se aplicase. Esta situación duraría muy poco y tres años más

tarde una nueva Dieta celebrada en la misma ciudad revocaba lo dicho en

la anterior. Las resoluciones de la Dieta se acompañaron por un solemne

documento de «protesta» de las ciudades y príncipes reformados en el que

declaraban que las nuevas resoluciones pretendían obligarles a actuar en

contra de sus conciencias. La protesta terminaría provocando que desde

entonces y hasta nuestros días los seguidores de la Reforma luterana

fuesen conocidos con el nombre de «protestantes».

 

El regreso de Carlos V a Alemania en 1530 se tradujo en la última

posibilidad de dar una solución política de conciliación al

enfrentamiento que dividía el imperio. La Dieta convocada en Augsburgo

era el último cartucho de la diplomacia. Lutero, como proscrito, no pudo

acudir, pero en su lugar lo hizo Philipp Melanchthon, teólogo muy

cercano al ex agustino. Ante la Dieta en pleno presentó la «Confesión de

Augsburgo», un documento de tono conciliador en el que se hacía una

síntesis precisa de la profesión de fe luterana. Sin embargo los

teólogos antiluteranos —sobre todo Eck y Cocleo— no estaban dispuestos a

ceder en ninguna de sus ideas y redactaron la «Refutación de Augsburgo»

para demostrarlo. La Dieta había vuelto a fracasar como instrumento de

conciliación. Sólo quedaba el horizonte de esperanza del concilio, pero

para cuando éste comenzó en 1545, la situación había llegado a un punto

de ruptura tal que el concilio se había convertido en el de la

definición de la Contrarreforma católica. Se trataba del Concilio de

Trento. Lutero ni siquiera pudo preparar su réplica pues el 18 de

febrero de 1546, durante un viaje a su ciudad natal de Eisleben,

falleció. La guerra se había revelado como la única respuesta posible a

las diferencias espirituales. La cristiandad se rompía con violencia

pues era imposible discernir el límite entre lo religioso y lo político.

La defensa de la fe se entendía como una cuestión de Estado y viceversa,

y serían necesarias muchas décadas de absurdo enfrentamiento bélico

confesional para comenzar a poner las bases de su separación sobre la

idea de tolerancia.

 

Lutero había puesto en marcha sin proponérselo un proceso de reforma de

la Iglesia cuyas consecuencias espirituales y políticas dividirían a

Europa durante siglos. Con su inmensa labor teológica dio soporte a una

nueva definición del cristianismo que abrazarían millones de creyentes,

pero además daría pie a una serie de dinámicas históricas de

consecuencias esenciales para la política, la religión y la filosofía

que conocemos. En un mundo como el actual en que cuesta entender la

mezcla indisoluble que de política y religión hacen los regímenes

islámicos radicales justificando la muerte por motivos religiosos,

conviene más que nunca volver la mirada sobre nuestro propio pasado. La

secularización de la política y la construcción de la tolerancia

religiosa es uno de los principales logros de la cultura democrática

occidental y el fruto de un largo y complicadísimo proceso que comenzó

en el siglo XVI y del que Lutero fue en buena medida el detonante.

 

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