El artista eterno
No existe juez más duro que el
paso del tiempo. Entre los miles de
pintores, escultores, literatos,
poetas, músicos o arquitectos que han
existido a lo largo de la
historia de la humanidad sólo unos pocos han
sobrevivido a su propio tiempo, y
de ellos un número aún menor se ha
ganado un lugar en la memoria
colectiva. La serena armonía del Partenón
de Fidias, la belleza de la
poesía de Shakespeare, el milagroso aire que
se respira en Las Meninas de
Velázquez o el profundo lirismo de la
música de Mozart poseen algo en
común: la capacidad de conmover a quien
en cualquier tiempo se acerca a
ellas. Sólo la conexión con lo más
profundo de las pulsiones humanas
garantiza la resistencia al discurrir
de la Historia. Sentirlas primero
pero, sobre todo, desarrollar la
capacidad de transmitirlas
después distingue el legado de los genios del
arte del legado del resto de los
mortales, permitiéndoles ingresar en el
pequeño grupo de los que han
vencido al tiempo. Miguel Ángel Buonarroti
se halla por derecho propio entre
los elegidos.
Michelagnolo di Lodovico di
Buonarroti Simoni nació el 6 de marzo de
1475 en la pequeña población
florentina de Caprese. Su padre, Lodovico
di Buonarroti, ejercía allí el
cargo de podestà (primer magistrado
municipal) aunque toda su familia
procedía de Florencia. Su madre,
Francesca, de la que se tienen
muy pocos datos, había dado ya a luz a
otro varón, Lionardo, pero
durante el embarazo de Miguel Ángel sufrió
una caída de un caballo que mermó
gravemente su salud. Por esta razón,
siendo sólo un bebé de meses
Miguel Ángel fue separado de sus padres
para encomendar su cuidado a un
ama de cría. La familia acababa de
regresar a Florencia ya que al
mes del nacimiento de su nuevo vástago
expiró el mandato de Lodovico en
Caprese. La búsqueda de ama de cría
para el pequeño dio fruto en la
cercana villa de Settignano y lo que
había obedecido a una cuestión
completamente fortuita se convirtió en un
hecho determinante en la vida del
futuro artista.
Settignano estaba en una zona
montañosa y era conocida por su cantera.
La mujer que había tomado a su
cuidado al más joven de los Buonarroti
era hija y esposa de cantero, por
lo que Miguel Ángel aprendió lo que
era el mundo viendo tallar a los
hombres en la roca. En Florencia habría
aprendido a leer y a escribir,
pero en Settignano aprendió todos los
secretos del manejo del martillo
y el cincel que se convertirían en sus
compañeros de por vida. La muerte
de su madre cuando tenía seis años
favoreció la prolongación de su
estancia en Settignano hasta que cumplió
los diez, momento en que regresó
a Florencia para reunirse con su padre
y sus hermanos (tras él su madre
había alumbrado a otros tres hijos) y
en el que inició estudios
ordinarios. Los Buonarroti eran una familia de
mercaderes y banqueros
perteneciente al patriciado urbano de Florencia,
ninguno de sus miembros se había
dedicado jamás a nada que guardase
relación con el arte y dada su
posición social tampoco esperaban que eso
sucediese. Pero la Florencia que
encontró Miguel Ángel a su retorno de
Settignano no contribuyó a que
desease continuar la tradición familiar.
Desde el siglo XIV y al compás
del desarrollo de una floreciente
actividad comercial, las
ciudades-estado italianas dieron cobijo a una
creciente burguesía que hizo del
gusto por el arte una expresión de su
estatus social. Semejante clima
favoreció un importante desarrollo de
las artes y las humanidades que
habría de desembocar ya en siglo XV en
lo que conocemos como
Renacimiento. Nacía una nueva forma de concebir el
mundo en la que, de la mano del
Humanismo y frente a la mentalidad
medieval, el hombre pasaba a
ocupar un lugar central. La mirada se
volvía hacia la Antigüedad
clásica en búsqueda de una «edad de oro» de
la humanidad que debía servir
como modelo para el arte, la filosofía, la
literatura… Junto con Roma y
Venecia, Florencia, gobernada por la
acaudalada familia Medici, se
convirtió en uno de los principales focos
de desarrollo y difusión del
Renacimiento italiano. La corte de los
Medici era punto de encuentro de
los principales artistas y humanistas
del momento y la ciudad era un
escaparate de todo ello.
Como consecuencia de las nuevas
corrientes de pensamiento, poco a poco
fue abriéndose paso una nueva
concepción no sólo del arte sino también
del papel de los artistas. Hasta
entontes éstos eran considerados
simples trabajadores manuales,
artesanos, con una actividad propia de
aquellos que pertenecían a las
clases sociales más bajas. Frente a ello,
en la concepción renacentista del
arte éste no se entendía como una
actividad artesanal sino casi
filosófica, intelectual, que dignificaba a
quien la ejercía. Sin embargo, la
mentalidad de Lodovico Buonarroti
debía de estar más cerca de las
ideas tradicionales que de las nuevas
corrientes que habían fascinado a
su joven hijo, por lo que cuando éste
le notificó su intención de ser
artista rechazó la idea de plano. Pero
Miguel Ángel no estaba dispuesto
a aceptar un no por respuesta y tras
tres años de insistencia logró
por fin que su padre cediese.
Un espíritu sereno y atormentado
El 1 de abril de 1488, con trece
años recién cumplidos (algo tarde para
las costumbres de la época),
Miguel Ángel entró a trabajar como aprendiz
en el taller del afamado pintor
Domenico Ghirlandaio. Ghirlandaio
simpatizaba con las nuevas
corrientes artísticas por lo que el ingreso
en su taller supuso una inmersión
en la mentalidad renacentista. De él
aprendió las más modernas
técnicas pictóricas y, especialmente, la de la
exigente pintura al fresco que
años más tarde el aprendiz llevaría a su
máxima expresión en la Capilla
Sixtina. La ciudad ofrecía además
numerosas obras de arte de las
que aprender y Miguel Ángel supo
aprovecharlas. Acostumbraba a
visitar varias de sus iglesias para copiar
modelos de las pinturas de
Massaccio y Giotto, si bien incluso en estas
obras de juventud ya se traslucía
una poderosa personalidad que no se
conformaba con la simple
reproducción de lo que veía.
El trato habitual con los
principales artistas de la ciudad permitió
que, dos años más tarde, Miguel
Ángel entrara a formar parte del grupo
de aquellos que frecuentaban la
corte de Lorenzo de Medici. En su
calidad de hombre más poderoso de
Florencia, Lorenzo el Magnífico, como
se le conocía, supo rodearse de
los más destacados filósofos, poetas y
artistas de su época cuyos
trabajos alentaba como mecenas. Los jardines
de su palacio en los que podía
verse una impresionante colección de
esculturas griegas y romanas eran
el punto de encuentro de muchos de
ellos. En línea con la mentalidad
renacentista, estos artistas dejaban
de ser artesanos de taller para
convertirse en agentes activos de la
erudición y la política de su
tiempo. Como indica el ex conservador del
Museo Thyssen, Tomás Llorens, «el
nuevo artista, el que trabajaba en el
entorno de un príncipe, actuaba
más bien como un asesor, en diálogo y
concurrencia con filósofos,
literatos y asesores políticos». Miguel
Ángel, que procedía de una
familia de clase alta, siempre llevaría a
gala esta diferencia de tal modo
que en su vejez escribiría: «Nunca he
sido pintor ni escultor a la
manera de los que tienen tienda abierta.
Siempre he procurado mantener el
honor de la familia. Y si he servido a
tres Papas ha sido a la fuerza».
Aun entre tantos artistas, el
talento del joven Miguel Ángel destacaba
sobre el resto, así que pronto
llamó la atención de Lorenzo el Magnífico
y acabó invitándole a vivir en su
palacio. Según recoge el amigo y
biógrafo del artista Ascanio
Condivi en la Vita di Michelangelo
Buonarroti, publicada en 1553, la
invitación se produjo con motivo de la
realización de una copia de la
cabeza de un fauno que adornaba los
jardines del palacio: «[Miguel
Ángel] estudiaba un día la cabeza de un
fauno, al parecer antiguo, con
barba larga y ademán riente, aunque la
boca apenas si se podía discernir
porque había sido dañada por el tiempo
(…) y decidió copiarlo en mármol.
Lorenzo el Magnífico tenía en aquel
lugar unos bloques de mármol en
los que se estaba trabajando para
usarlos en la decoración de la
noble biblioteca que él y sus antepasados
habían reunido. (…) Miguel Ángel
rogó a los canteros que le dieran una
piedra y pidió prestado el
cincel. Y así copió el fauno con tanta
habilidad y tanta diligencia que
lo concluyó en unos pocos días,
supliendo con la imaginación lo
que faltaba en el modelo antiguo, como
los labios; y los representó
abiertos como corresponde a un hombre que
se está riendo, de manera que
podía verse el hueco de la boca con todos
sus dientes. En ese momento pasó
el Magnífico y vio al muchacho ocupado
en pulir la cabeza. Dándose
cuenta de la calidad de la obra, se dirigió
a él, y viendo la escasa edad del
autor, quedó maravillado y alabó la
hermosura del trabajo; aunque
bromeando, como se bromea con un muchacho,
dijo: «¡Oh! Pero este fauno lo
has hecho muy viejo, y sin embargo le has
dejado todos sus dientes. ¿No
sabes acaso que a los viejos de esa edad
siempre les falta alguno?». Mil
años le pareció a Miguel Ángel que
duraba el breve espacio de tiempo
que transcurrió hasta que Lorenzo se
fue y él pudo quedarse solo para
corregir su error. Le quitó un diente
de arriba, e hizo con el taladro
un agujero en la encía, como si hubiera
caído con su raíz. Esperó así con
gran ansiedad a que el Magnífico
volviera. Finalmente volvió. Al
ver la voluntad y determinación del
muchacho rió mucho; pero luego
haciendo honor a su carácter de padre de
todo talento, y considerando la
hermosura de la obra y la juventud del
autor, decidió otorgar su favor
al joven genio, y le invitó a vivir en
su casa».
Miguel Ángel pudo de este modo
acceder a las grandes colecciones
artísticas de la familia Medici
así como a su magnífica biblioteca, lo
que marcaría enormemente su
formación y desarrollo artístico. También
allí entró en contacto con
algunos de los miembros más influyentes de la
sociedad italiana como Giovanni
Medici o Giulio Medici, los futuros
papas León X y Clemente VII que
serían determinantes con sus encargos
para la carrera del artista. De
su estancia en la corte de los Medici
datan sus dos primeros trabajos
escultóricos que se conservan, La
batalla de los centauros y La
Virgen de la escalera. Se trata de dos
relieves de tema pagano y
religioso, respectivamente, en los que la
forma de trabajo contrasta a
simple vista. Los marcados volúmenes del
primero y el vigoroso movimiento
de las figuras transmiten toda la
fuerza del enfrentamiento físico,
mientras que el bajísimo relieve de la
Virgen y la serenidad de sus
líneas refuerzan la espiritualidad de la
obra. Tradicionalmente suele
verse en este contraste un reflejo de la
compleja personalidad de su
autor. En palabras del especialista en su
obra Charles de Tolnay, «estas
oscilaciones deben entenderse más bien en
términos de la necesidad que
sentía el joven artista de expresar, por
medio de obras diversas, las dos
tendencias que en su naturaleza
luchaban entre sí: una
contemplativa que trataba de evocar una imagen
interior de belleza, y otra
activa en la que convergían las fuerzas
turbulentas de su propio
temperamento».
Mucho se ha escrito sobre el
difícil y atormentado carácter de Miguel
Ángel. Tuvo fama de irritable,
orgulloso, colérico, solitario,
arrogante… y eternamente
insatisfecho. Lo cierto es que ni a los demás
ni a sí mismo les resultaba fácil
convivir con su genio creativo. Su
nariz partida como consecuencia
de una de sus frecuentes disputas con
otros artistas —en este caso, con
Pietro Torrigiano— era la señal
evidente de ello. Consciente de
poseer una capacidad fuera de lo normal,
el terrible florentino llegaría a
confesar: «La gente es muy dada a
difundir mentiras sobre los
pintores de renombre; son raros,
insoportables y rudos en el
trato, y sin embargo nadie más humano que
ellos… La dificultad de trato con
estos artistas no radica únicamente en
su orgullo, porque rara vez
encuentran personas que comprenden sus obras».
Miguel Ángel sólo pasó dos años
en la corte de Lorenzo el Magnífico,
pues éste murió en abril de 1492,
por lo que el artista regresó a la
casa de su padre. La muerte del
más brillante de los Medici marcó el
final de una etapa de la historia
de la ciudad que no volvería a
producirse. La prosperidad
económica de Italia había comenzado a
flaquear, en parte por el
fenómeno de acaparamiento de la riqueza en
unas pocas manos que se había
vinculado a la misma, y en parte por la
crisis comercial motivada por la
presencia turca en el Mediterráneo.
Todo ello generó un caldo de
cultivo propicio para el descontento del
pueblo, que culpaba a los Medici
de la situación, y para el
florecimiento de corrientes de
carácter religioso que clamaban por una
depuración de las costumbres. La
cabeza visible de todo ello fue el
fraile dominico Girolamo
Savonarola, predicador apocalíptico que tras la
marcha de los Medici gobernó
Florencia entre 1494 y 1498. En una
reacción de péndulo, los otrora
considerados protectores de las artes
fueron acusados de vanidad,
codicia y paganismo. Por toda la ciudad se
multiplicaban las hogueras en las
que se quemaba todo aquello que se
entendía como signo de la
inmoralidad precedente: vestidos, libros,
cuadros de contenido mitológico…
Aunque la situación no se prolongó
demasiado tiempo, ya que el
propio Savonarola fue declarado hereje y
condenado a morir en la hoguera,
la nueva Florencia no parecía el lugar
más adecuado para un artista, por
lo que Miguel Ángel no tardó en salir
de allí. En 1494 se fue a Bolonia
y tras un breve retorno a Florencia
dirigió sus pasos a la ciudad que
inmortalizaría su nombre, Roma.
El primer viaje a Roma: La Piedad
El 25 de junio de 1496, Miguel
Ángel llegó a Roma con la intención de
darse a conocer y, según Condivi,
siguiendo las indicaciones de Lorenzo
di Pierfrancesco, el mecenas de
Botticelli. Durante su pequeño regreso a
Florencia Miguel Ángel había
tallado como entretenimiento una figura de
un Cupido durmiente inspirándose
en los modelos de la Antigüedad. Cuando
Lorenzo di Pierfrancesco lo vio,
sorprendido por la maestría de la pieza
le dijo: «Si consiguieras darle
un aspecto tal que pareciera haber
estado enterrado mucho tiempo, yo
podría mandarlo a Roma, donde lo
tomarían por antiguo, y podrías
venderlo mucho mejor». Y así sucedió,
sólo que el anticuario que la
vendió consiguió por la pieza doscientos
ducados pero envió a su autor
treinta. Ofendido por el engaño, Miguel
Ángel marchó a Roma para
solventarlo. Tenía veintiún años.
A su llegada a la ciudad ya le
acompañaba cierta fama como escultor por
lo que rápidamente recibió
encargos como tal. El primero, una estatua de
Baco, le fue encargado por el
banquero Jacopo Galli cuando apenas había
transcurrido una semana desde su
llegada, pero sería su segundo encargo
el que le catapultaría
directamente a la fama entre sus contemporáneos.
Fue el cardenal Jean Bilhères,
embajador de Francia en la corte
pontificia, quien encargó al
artista recién llegado una escultura de una
«Piedad», es decir, una imagen de
la Virgen sosteniendo a su hijo
muerto. El tipo de imagen no era
muy frecuente en el gusto de la
imaginería italiana pero sí en el
de la francesa, y el cardenal quiso
ofrecer la escultura al Papa como
símbolo del apoyo francés a la Iglesia
católica de la Contrarreforma.
Miguel Ángel trabajó en La Piedad entre
1498 y 1499 y abordó el tema
tratado de un modo completamente diferente
al que solía hacerse. En lugar de
una Virgen dolorosa y anegada en
llanto, concibió la imagen de una
jovencísima madre que sostiene
tiernamente, casi como
acunándolo, el cuerpo inerme de su hijo. La obra
de una inconmensurable belleza y
serenidad causó un enorme impacto
cuando se mostró al público.
Según recoge Condivi en la biografía del
escultor, el tratamiento dado al
conjunto debió de extrañar a alguno de
los miembros del séquito del
cardenal pues estaban acostumbrados al
realismo de la imaginería
francesa, por lo que uno de ellos le preguntó
con reproche que dónde había
visto una madre más joven que su hijo.
Miguel Ángel respondió
lacónicamente: «In paradiso».
En 1501 el autor de La Piedad
regresó a Florencia precedido de la enorme
fama que la obra le había
proporcionado. Una vez allí comenzó a trabajar
en la talla de quince figuras de
mármol para la catedral de Siena, pero
en 1503 abandonó el trabajo para
hacerse cargo de la obra que más
popularidad le proporcionó en
vida. Desde hacía varias décadas la
catedral de Florencia había dado
por perdido un proyecto —concebido a
comienzos del siglo anterior— de
creación de una serie de figuras
monumentales como parte de su
decoración exterior. En su momento se
había llegado a encargar al gran
maestro del Quattrocento italiano
Donatello la talla de un David
con ese motivo. Sin embargo, aunque la
estatua medía casi dos metros,
resultó pequeña para su emplazamiento, y
las dificultades técnicas no
permitieron resolver el problema. Cuando
Miguel Ángel recibió la propuesta
de la catedral de hacerse cargo de la
realización de un David empleando
para ello una sola pieza de mármol de
colosales dimensiones no dudó en
dejarlo todo para aceptar el reto.
La piedra empleada tenía casi
cinco metros y medio, y precisamente por
sus enormes dimensiones y porque
otro escultor ya había comenzado a
tallarla sin éxito, había sido
abandonada en la obra de la catedral.
Buonarroti hizo construir una
valla alrededor del bloque de piedra y
trabajó en él hasta terminarlo
sin permitir que lo viese nadie. En 1504
los florentinos boquiabiertos
pudieron contemplar por primera vez el
desnudo masculino más famoso de
la Historia. Una estatua de cinco metros
y treinta y cinco centímetros que
haría decir a Giorgio Vasari: «De
verdad que quien vea esta obra de
escultura ya no hace falta que se
preocupe por ver ninguna otra de
ningún otro artista, ya sea de nuestro
tiempo, ya sea de cualquier
otro». Tal y como apunta la historiadora del
arte Helen Manner, «es el trabajo
que verdaderamente resume todo lo que
había aprendido hasta ese
momento. Es por supuesto un desnudo masculino
colosal y él había estado
estudiando la Antigüedad clásica. Había estado
realizando algunas disecciones
para aprender más sobre el cuerpo humano.
Además, el David representaba a
Florencia y a su identidad cívica, era
un símbolo de la libertad cívica
y eso era algo en lo que Miguel Ángel
creía profundamente». La estatua
fue colocada en la Piazza della
Signoria donde podían
contemplarla todos aquellos que pasasen por la
ciudad. Desde ese momento la fama
se convertiría en compañera
inseparable de su autor.
No puede negarse el gusto de
Miguel Ángel por todo aquello que pudiese
retar a su capacidad como artista
y precisamente de tal gusto nacería la
otra gran obra que llevó a cabo
en su etapa florentina. Poco antes de su
regreso a Florencia se había
producido el de Leonardo da Vinci, quien
contaba entonces cuarenta y ocho
años y estaba en la cúspide de su fama.
Los dos artistas mantenían una
tensa relación debido a una mutua y
pública rivalidad que sostendrían
de por vida. Ambos, pese a admirar las
obras del rival, no perdían la
oportunidad de dedicarse ásperas palabras
cuando podían, y así Leonardo
tratando de infravalorar el trabajo de
Miguel Ángel como escultor,
llegaría a escribir: «El escultor al crear
su obra lo hace con la fuerza de
su brazo, por lo que con frecuencia va
acompañado de mucho sudor. El
polvo del mármol cae sobre él cubriéndole
entero, de manera que aparenta el
aspecto de un panadero y su casa está
llena de la porquería de los
trozos de piedra y de polvo». El segundo,
ya en su vejez y al recordar
estas palabras, le dedicó otras no menos
ácidas: «El hombre que escribió
que la pintura es más noble que la
escultura no sabía lo que decía,
y si no comprendió mejor las demás
cosas sobre las que escribía,
estoy seguro de que mi criada habría sido
capaz de haber escrito más
inteligentemente».
Cuando en la primavera de 1504
ambos recibieron el encargo del gobierno
de Florencia de decorar la Sala
del Consejo del Palacio Vecchio con
enormes escenas murales que
representasen victorias de la ciudad no
dudaron ni un segundo en aceptar
un encargo que permitiría la
comparación pública de su
destreza. Leonardo se reservó la parte
izquierda del muro este de la
sala y Miguel Ángel la derecha. Sin
embargo, el épico enfrentamiento
entre los dos genios renacentistas
acabaría en tablas, pues ninguno
de ellos finalizó el encargo. Da Vinci
había decidido recrear La batalla
de Anghiari entre Florencia y Milán
empleando para ello una nueva
técnica de pintura mural inspirada en la
antigua romana, pero la novedad
no resultó y su trabajo comenzó a
deteriorarse antes de acabarlo.
Decepcionado, optó por olvidarse de él.
Por su parte, Miguel Ángel pensó
en representar La batalla de Cascina
entre su ciudad y Pisa, pero sólo
llegaría a hacer el cartón para la
obra. Conservado durante varios
años en el lugar que la gran pintura
tendría que haber ocupado,
Benvenuto Cellini confesaría al contemplarlo
junto con los restos del mural de
Leonardo: «Ningún artista, ni antiguo
ni moderno, ha alcanzado ese
nivel y mientras sigan intactos servirán
como escuela para todo el mundo».
Pero Miguel Ángel tenía una magnífica
razón para dejar inconcluso su
trabajo; la poderosa voz del papa Julio
II reclamaba su presencia en
Roma.
Conquistar la inmortalidad: la
capilla sixtina
Julio II era uno de los hombres
más ricos, poderosos e influyentes de
toda Europa. Sólo los mejores
artistas de la época eran llamados para
trabajar a su servicio al igual
que sucedía en otras relevantes cortes
de monarcas europeos. Pero a
comienzos del siglo XVI Roma, además de ser
uno de los polos más importantes
de la vida política europea, era el
centro cultural más importante de
Occidente. El Papa era un hombre
enérgico y ambicioso que deseaba
dejar memoria de su poder haciéndose
enterrar en una tumba fastuosa
cuyo proyecto decidió encargar al mejor
escultor de su tiempo, Miguel
Ángel, en marzo de 1505. Como indica el
especialista Tomás Llorens, «este
encargo, recibido justamente cuando el
artista cumplía treinta años,
señaló sin duda el punto crucial de su
carrera». El encargo del
pontífice consagraba a Buonarroti como artista
pero al tiempo le unía a lo que
el propio Miguel Ángel terminaría
denominando como «la tragedia de
su vida». Y es que el proyecto de la
tumba de Julio II llegaría a
conocer un sinfín de variaciones.
Inicialmente el artista concibió
un ambicioso monumento funerario exento
que incluía no menos de cuarenta
esculturas de tamaño natural. Con mil
ducados de adelanto inició los
preparativos para conseguir el material
necesario, el mármol de Carrara,
y montar un taller junto a la plaza del
Vaticano para que el pontífice
pudiese visitar frecuentemente las obras.
Pero los numerosos problemas de
financiación unidos a los no menos
importantes de carácter técnico,
entre ellos la imposibilidad de
albergar una tumba de ese tamaño
en la reforma de la basílica de San
Pedro proyectada entonces por
Bramante, fueron motivando el progresivo
enfado del escultor. Las
diferencias personales con Julio II tampoco
contribuyeron a mejorar la
situación. En palabras de Tomás Llorens, «es
indudable que debió de haber
conflicto y fascinación mutua entre estas
dos personalidades tan
representativas de una época que situaba el
carácter y la energía de la
voluntad en el centro de su sistema de
valores». El resultado de todo
ello fue que un furioso Miguel Ángel
salió clandestinamente de Roma
para regresar a Florencia.
Durante varios meses rechazó
todas las órdenes enviadas por el Papa para
hacerle regresar, si bien en
noviembre de 1506 el artista retornó a la
Ciudad Eterna y retomó su tarea.
Sin embargo ésta se vería nuevamente
interrumpida en 1508, aunque en
esta ocasión por voluntad expresa del
pontífice. Un nuevo encargo, la
decoración pictórica de la bóveda de la
Capilla Sixtina, acapararía todo
su esfuerzo durante cuatro
interminables años. Miguel Ángel
no recibió con demasiado entusiasmo el
encargo; por encima de todo, él
se consideraba escultor y el nuevo
trabajo era adecuado para un gran
pintor que, además, manejase con
auténtica maestría la técnica de
la pintura al fresco. Pese a todo el
florentino tomó los pinceles y
comenzó a trabajar en una obra que por
sus dimensiones y dificultad
parecía no acabar nunca. El propio Miguel
Ángel en mitad de su agotador
trabajo confesaba a su padre en una carta:
«Estoy bastante preocupado porque
el Papa no me ha dado un solo céntimo
en todo el año, y no le voy a
pedir nada ya que mi trabajo no progresa
de una manera que me haga pensar
que merezco algo. Todo ello es debido a
la dificultad del trabajo y
también al hecho de que la pintura no es mi
profesión; sin embargo así
continúo, pasando el tiempo sin ningún fruto.
Que Dios me ayude». Encaramado a
un andamio a veinticuatro metros del
suelo, Miguel Ángel debía
permanecer de pie durante horas, doblado hacia
atrás y levantando el cuello para
poder ver lo que pintaba. De sus
pinceles surgían poco a poco las
escenas bíblicas desde la creación del
mundo hasta el Diluvio universal,
los profetas y las sibilas, y lo
hacían con una fuerza digna de su
genio. Además tenía que luchar con la
impaciencia del Papa, que
constantemente le preguntaba por la
finalización de la obra. No es de
extrañar que se declarase exhausto.
Finalmente la bóveda de la
Capilla Sixtina quedó descubierta el 31 de
octubre de 1512 y la creación del
artista florentino se reveló a los
ojos de sus contemporáneos como
un milagro. Treinta y tres paneles con
más de trescientas figuras
abrumaban por su magnitud y sorprendían por
su belleza. El pintor resultaba
ser tan grande como el escultor. Que se
refiriesen a él como «El Divino»
ya no podía sorprender a nadie.
Pocos meses después de su
inauguración, el gran promotor de la Capilla
Sixtina murió. Miguel Ángel
retomó entonces los trabajos de su tumba si
bien nunca llegaría a acabarlos.
Pero entre 1513 y 1516 el artista
alumbró para este proyecto otra
increíble obra maestra, la escultura de
Moisés. La imponente figura del
patriarca bíblico sentado, de mirada
terrible y que sostiene su larga
barba aún hoy parece a punto de cobrar
vida. Puede que también su autor
lo pensara pues se suele afirmar que
cuando la finalizó golpeó con el
mazo su rodilla y le espetó: «¡Habla!».
El predicamento de Miguel Ángel
era enorme a estas alturas de su vida,
siendo constantemente reclamado
para la realización de más encargos.
Aunque, como todos los artistas
de su época, contaba con varios
ayudantes, muchos de sus trabajos
quedaron inconclusos pues gustaba
encargarse de la parte más
importante del proceso creativo de todos
ellos. En 1519 comenzó a trabajar
en la capilla funeraria de sus
antiguos mecenas, la familia
Medici, en la iglesia florentina de San
Lorenzo. Terminar el proyecto le
llevaría quince años. Como indica la
artista italiana Primarosa
Cesarini, «Miguel Ángel tenía a muchas
personas trabajando para él. Los
artistas contaban con ayudantes para
realizar obras como la Capilla
Sixtina, el mausoleo de Julio II y la
capilla de los Medici en
Florencia. Resultaba imposible para un solo
hombre hacerlo todo. Además hay
que tener en cuenta que aquéllas eran
las escuelas de bellas artes de
la época».
Instalado definitivamente en Roma
desde el fallecimiento de su padre en
1534, su trabajo continuó siendo
muy fecundo. A esta época pertenecen
alguno de los más bellos poemas
que escribió a lo largo de su vida y que
dedicó tanto a Tommaso de
Cavalieri, un joven discípulo, como a Vittoria
Colonna, noble viuda que se
codeaba con los más destacados intelectuales
renacentistas de la ciudad.
Refiriéndose al primero, escribió a un amigo
en una carta: «Desde que entregué
mi alma y corazón a Tommaso puedes
imaginarte lo duro que es estar
tan lejos de él. Consiguientemente, si
deseo sin descanso estar allí
noche y día es sólo para volver a vivir de
nuevo, lo cual no puede hacerse
sin el alma. Y ya que el corazón es sin
duda la morada del alma es algo
natural que mi alma vuelva al lugar que
le corresponde».
La madurez del artista fue
encontrando progresivo reflejo en sus
múltiples obras, cuya
espiritualidad iría creciendo hasta alcanzar las
fabulosas cotas expresivas de su
nueva intervención en la Capilla
Sixtina. En 1534 Pablo III le
encomendó la realización del mural de El
Juicio Final de la capilla.
Tomando como guía el relato del Apocalipsis
de san Juan, Miguel Ángel
representó a Cristo como Dios y Juez separando
las almas de los justos de las de
los condenados que se despeñan
arrastrados por demonios hacia el
abismo. El contraste con las pinturas
que él mismo había realizado en
la bóveda subrayaba aún más el terrible
dramatismo del mural. Invirtió en
la tarea siete años y el resultado de
ella fue tan impactante que
cuando el pontífice pudo verlo descubierto
cayó sobre sus rodillas pidiendo
a Dios que intercediese por él en el
día del Juicio. Sin embargo no
todas las reacciones fueron como la de
Pablo III. Algunos miembros de la
curia defensores de la moral de la
Contrarreforma se mostraron
contrarios a la obra. La profusión de
desnudos se consideraba obscena y
motivó la protesta del cardenal Biagio
da Cesena, entre otros. Miguel
Ángel se vengó retratando al cardenal en
el fresco como Minos, el príncipe
del infierno, desnudo, adornado con
orejas de burro y rodeado por una
serpiente. Cuando el Papa trasladó a
Miguel Ángel la airada protesta
del cardenal por la ofensa no dudó en
contestarle que si bien el
pontífice podía librar a Biagio del
purgatorio, no tenía poder para
hacerlo del infierno. Aunque la imagen
de Minos no se modificó, en los
años siguientes muchos de los desnudos
del fresco se cubrieron con paños
pintados.
En 1546 Miguel Ángel se hizo
cargo de los trabajos arquitectónicos de la
basílica de San Pedro a los que
se dedicaría hasta su fallecimiento en
1564. Sólo llegó a completar el
proyecto de la cúpula del edificio, que
terminaría por convertirse en uno
de los ejemplos más brillantes de la
arquitectura del Renacimiento.
Mayor, casi ciego y sin necesidad de
hacerlo por dinero, al final de
su vida acometió la realización de
varias esculturas que dejó
inacabadas. En una carta a Giorgio Vasari
dejaba testimonio de ello: «Mis
manos tiemblan, mis ojos están
prácticamente ciegos. No soy más
que un saco de huesos y nervios. (…)
Estoy enfermo con todos los
achaques que afligen a los ancianos, tan
viejo que la muerte me está
tirando de la manga para llevarme con ella.
Estoy esculpiendo otra Piedad.
Que Dios me permita terminarla». Se
trataba de la Piedad Rondanini,
una de sus obras más conmovedoras, que
no llegaría a finalizar.
En sus ochenta y ocho años de
vida Miguel Ángel dejó una herencia de
incalculable valor para la
Historia del Arte. Sus obras conmovieron y
sorprendieron a partes iguales a
sus contemporáneos, que le reconocerían
como uno de los mayores artistas
de todos los tiempos. Más de
cuatrocientos años después de su
muerte sigue produciendo los mismos
sentimientos en quienes
contemplan el resultado de su trabajo. Abarcó
todas las disciplinas del arte y
en todas alcanzó cotas tan elevadas que
resulta difícil creer que sean
fruto de las manos y la mente de un solo
hombre. El lugar en la Historia
que ocupa Miguel Ángel casi parece un
premio pequeño para tan inmenso
legado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario