martes, 4 de noviembre de 2025

17 MIGUEL ÁNGEL.

 



 

 

El artista eterno

 

No existe juez más duro que el paso del tiempo. Entre los miles de

pintores, escultores, literatos, poetas, músicos o arquitectos que han

existido a lo largo de la historia de la humanidad sólo unos pocos han

sobrevivido a su propio tiempo, y de ellos un número aún menor se ha

ganado un lugar en la memoria colectiva. La serena armonía del Partenón

de Fidias, la belleza de la poesía de Shakespeare, el milagroso aire que

se respira en Las Meninas de Velázquez o el profundo lirismo de la

música de Mozart poseen algo en común: la capacidad de conmover a quien

en cualquier tiempo se acerca a ellas. Sólo la conexión con lo más

profundo de las pulsiones humanas garantiza la resistencia al discurrir

de la Historia. Sentirlas primero pero, sobre todo, desarrollar la

capacidad de transmitirlas después distingue el legado de los genios del

arte del legado del resto de los mortales, permitiéndoles ingresar en el

pequeño grupo de los que han vencido al tiempo. Miguel Ángel Buonarroti

se halla por derecho propio entre los elegidos.

 

Michelagnolo di Lodovico di Buonarroti Simoni nació el 6 de marzo de

1475 en la pequeña población florentina de Caprese. Su padre, Lodovico

di Buonarroti, ejercía allí el cargo de podestà (primer magistrado

municipal) aunque toda su familia procedía de Florencia. Su madre,

Francesca, de la que se tienen muy pocos datos, había dado ya a luz a

otro varón, Lionardo, pero durante el embarazo de Miguel Ángel sufrió

una caída de un caballo que mermó gravemente su salud. Por esta razón,

siendo sólo un bebé de meses Miguel Ángel fue separado de sus padres

para encomendar su cuidado a un ama de cría. La familia acababa de

regresar a Florencia ya que al mes del nacimiento de su nuevo vástago

expiró el mandato de Lodovico en Caprese. La búsqueda de ama de cría

para el pequeño dio fruto en la cercana villa de Settignano y lo que

había obedecido a una cuestión completamente fortuita se convirtió en un

hecho determinante en la vida del futuro artista.

 

Settignano estaba en una zona montañosa y era conocida por su cantera.

La mujer que había tomado a su cuidado al más joven de los Buonarroti

era hija y esposa de cantero, por lo que Miguel Ángel aprendió lo que

era el mundo viendo tallar a los hombres en la roca. En Florencia habría

aprendido a leer y a escribir, pero en Settignano aprendió todos los

secretos del manejo del martillo y el cincel que se convertirían en sus

compañeros de por vida. La muerte de su madre cuando tenía seis años

favoreció la prolongación de su estancia en Settignano hasta que cumplió

los diez, momento en que regresó a Florencia para reunirse con su padre

y sus hermanos (tras él su madre había alumbrado a otros tres hijos) y

en el que inició estudios ordinarios. Los Buonarroti eran una familia de

mercaderes y banqueros perteneciente al patriciado urbano de Florencia,

ninguno de sus miembros se había dedicado jamás a nada que guardase

relación con el arte y dada su posición social tampoco esperaban que eso

sucediese. Pero la Florencia que encontró Miguel Ángel a su retorno de

Settignano no contribuyó a que desease continuar la tradición familiar.

 

Desde el siglo XIV y al compás del desarrollo de una floreciente

actividad comercial, las ciudades-estado italianas dieron cobijo a una

creciente burguesía que hizo del gusto por el arte una expresión de su

estatus social. Semejante clima favoreció un importante desarrollo de

las artes y las humanidades que habría de desembocar ya en siglo XV en

lo que conocemos como Renacimiento. Nacía una nueva forma de concebir el

mundo en la que, de la mano del Humanismo y frente a la mentalidad

medieval, el hombre pasaba a ocupar un lugar central. La mirada se

volvía hacia la Antigüedad clásica en búsqueda de una «edad de oro» de

la humanidad que debía servir como modelo para el arte, la filosofía, la

literatura… Junto con Roma y Venecia, Florencia, gobernada por la

acaudalada familia Medici, se convirtió en uno de los principales focos

de desarrollo y difusión del Renacimiento italiano. La corte de los

Medici era punto de encuentro de los principales artistas y humanistas

del momento y la ciudad era un escaparate de todo ello.

 

Como consecuencia de las nuevas corrientes de pensamiento, poco a poco

fue abriéndose paso una nueva concepción no sólo del arte sino también

del papel de los artistas. Hasta entontes éstos eran considerados

simples trabajadores manuales, artesanos, con una actividad propia de

aquellos que pertenecían a las clases sociales más bajas. Frente a ello,

en la concepción renacentista del arte éste no se entendía como una

actividad artesanal sino casi filosófica, intelectual, que dignificaba a

quien la ejercía. Sin embargo, la mentalidad de Lodovico Buonarroti

debía de estar más cerca de las ideas tradicionales que de las nuevas

corrientes que habían fascinado a su joven hijo, por lo que cuando éste

le notificó su intención de ser artista rechazó la idea de plano. Pero

Miguel Ángel no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta y tras

tres años de insistencia logró por fin que su padre cediese.

 

 

 

Un espíritu sereno y atormentado

 

El 1 de abril de 1488, con trece años recién cumplidos (algo tarde para

las costumbres de la época), Miguel Ángel entró a trabajar como aprendiz

en el taller del afamado pintor Domenico Ghirlandaio. Ghirlandaio

simpatizaba con las nuevas corrientes artísticas por lo que el ingreso

en su taller supuso una inmersión en la mentalidad renacentista. De él

aprendió las más modernas técnicas pictóricas y, especialmente, la de la

exigente pintura al fresco que años más tarde el aprendiz llevaría a su

máxima expresión en la Capilla Sixtina. La ciudad ofrecía además

numerosas obras de arte de las que aprender y Miguel Ángel supo

aprovecharlas. Acostumbraba a visitar varias de sus iglesias para copiar

modelos de las pinturas de Massaccio y Giotto, si bien incluso en estas

obras de juventud ya se traslucía una poderosa personalidad que no se

conformaba con la simple reproducción de lo que veía.

 

El trato habitual con los principales artistas de la ciudad permitió

que, dos años más tarde, Miguel Ángel entrara a formar parte del grupo

de aquellos que frecuentaban la corte de Lorenzo de Medici. En su

calidad de hombre más poderoso de Florencia, Lorenzo el Magnífico, como

se le conocía, supo rodearse de los más destacados filósofos, poetas y

artistas de su época cuyos trabajos alentaba como mecenas. Los jardines

de su palacio en los que podía verse una impresionante colección de

esculturas griegas y romanas eran el punto de encuentro de muchos de

ellos. En línea con la mentalidad renacentista, estos artistas dejaban

de ser artesanos de taller para convertirse en agentes activos de la

erudición y la política de su tiempo. Como indica el ex conservador del

Museo Thyssen, Tomás Llorens, «el nuevo artista, el que trabajaba en el

entorno de un príncipe, actuaba más bien como un asesor, en diálogo y

concurrencia con filósofos, literatos y asesores políticos». Miguel

Ángel, que procedía de una familia de clase alta, siempre llevaría a

gala esta diferencia de tal modo que en su vejez escribiría: «Nunca he

sido pintor ni escultor a la manera de los que tienen tienda abierta.

Siempre he procurado mantener el honor de la familia. Y si he servido a

tres Papas ha sido a la fuerza».

 

Aun entre tantos artistas, el talento del joven Miguel Ángel destacaba

sobre el resto, así que pronto llamó la atención de Lorenzo el Magnífico

y acabó invitándole a vivir en su palacio. Según recoge el amigo y

biógrafo del artista Ascanio Condivi en la Vita di Michelangelo

Buonarroti, publicada en 1553, la invitación se produjo con motivo de la

realización de una copia de la cabeza de un fauno que adornaba los

jardines del palacio: «[Miguel Ángel] estudiaba un día la cabeza de un

fauno, al parecer antiguo, con barba larga y ademán riente, aunque la

boca apenas si se podía discernir porque había sido dañada por el tiempo

(…) y decidió copiarlo en mármol. Lorenzo el Magnífico tenía en aquel

lugar unos bloques de mármol en los que se estaba trabajando para

usarlos en la decoración de la noble biblioteca que él y sus antepasados

habían reunido. (…) Miguel Ángel rogó a los canteros que le dieran una

piedra y pidió prestado el cincel. Y así copió el fauno con tanta

habilidad y tanta diligencia que lo concluyó en unos pocos días,

supliendo con la imaginación lo que faltaba en el modelo antiguo, como

los labios; y los representó abiertos como corresponde a un hombre que

se está riendo, de manera que podía verse el hueco de la boca con todos

sus dientes. En ese momento pasó el Magnífico y vio al muchacho ocupado

en pulir la cabeza. Dándose cuenta de la calidad de la obra, se dirigió

a él, y viendo la escasa edad del autor, quedó maravillado y alabó la

hermosura del trabajo; aunque bromeando, como se bromea con un muchacho,

dijo: «¡Oh! Pero este fauno lo has hecho muy viejo, y sin embargo le has

dejado todos sus dientes. ¿No sabes acaso que a los viejos de esa edad

siempre les falta alguno?». Mil años le pareció a Miguel Ángel que

duraba el breve espacio de tiempo que transcurrió hasta que Lorenzo se

fue y él pudo quedarse solo para corregir su error. Le quitó un diente

de arriba, e hizo con el taladro un agujero en la encía, como si hubiera

caído con su raíz. Esperó así con gran ansiedad a que el Magnífico

volviera. Finalmente volvió. Al ver la voluntad y determinación del

muchacho rió mucho; pero luego haciendo honor a su carácter de padre de

todo talento, y considerando la hermosura de la obra y la juventud del

autor, decidió otorgar su favor al joven genio, y le invitó a vivir en

su casa».

 

Miguel Ángel pudo de este modo acceder a las grandes colecciones

artísticas de la familia Medici así como a su magnífica biblioteca, lo

que marcaría enormemente su formación y desarrollo artístico. También

allí entró en contacto con algunos de los miembros más influyentes de la

sociedad italiana como Giovanni Medici o Giulio Medici, los futuros

papas León X y Clemente VII que serían determinantes con sus encargos

para la carrera del artista. De su estancia en la corte de los Medici

datan sus dos primeros trabajos escultóricos que se conservan, La

batalla de los centauros y La Virgen de la escalera. Se trata de dos

relieves de tema pagano y religioso, respectivamente, en los que la

forma de trabajo contrasta a simple vista. Los marcados volúmenes del

primero y el vigoroso movimiento de las figuras transmiten toda la

fuerza del enfrentamiento físico, mientras que el bajísimo relieve de la

Virgen y la serenidad de sus líneas refuerzan la espiritualidad de la

obra. Tradicionalmente suele verse en este contraste un reflejo de la

compleja personalidad de su autor. En palabras del especialista en su

obra Charles de Tolnay, «estas oscilaciones deben entenderse más bien en

términos de la necesidad que sentía el joven artista de expresar, por

medio de obras diversas, las dos tendencias que en su naturaleza

luchaban entre sí: una contemplativa que trataba de evocar una imagen

interior de belleza, y otra activa en la que convergían las fuerzas

turbulentas de su propio temperamento».

 

Mucho se ha escrito sobre el difícil y atormentado carácter de Miguel

Ángel. Tuvo fama de irritable, orgulloso, colérico, solitario,

arrogante… y eternamente insatisfecho. Lo cierto es que ni a los demás

ni a sí mismo les resultaba fácil convivir con su genio creativo. Su

nariz partida como consecuencia de una de sus frecuentes disputas con

otros artistas —en este caso, con Pietro Torrigiano— era la señal

evidente de ello. Consciente de poseer una capacidad fuera de lo normal,

el terrible florentino llegaría a confesar: «La gente es muy dada a

difundir mentiras sobre los pintores de renombre; son raros,

insoportables y rudos en el trato, y sin embargo nadie más humano que

ellos… La dificultad de trato con estos artistas no radica únicamente en

su orgullo, porque rara vez encuentran personas que comprenden sus obras».

 

Miguel Ángel sólo pasó dos años en la corte de Lorenzo el Magnífico,

pues éste murió en abril de 1492, por lo que el artista regresó a la

casa de su padre. La muerte del más brillante de los Medici marcó el

final de una etapa de la historia de la ciudad que no volvería a

producirse. La prosperidad económica de Italia había comenzado a

flaquear, en parte por el fenómeno de acaparamiento de la riqueza en

unas pocas manos que se había vinculado a la misma, y en parte por la

crisis comercial motivada por la presencia turca en el Mediterráneo.

Todo ello generó un caldo de cultivo propicio para el descontento del

pueblo, que culpaba a los Medici de la situación, y para el

florecimiento de corrientes de carácter religioso que clamaban por una

depuración de las costumbres. La cabeza visible de todo ello fue el

fraile dominico Girolamo Savonarola, predicador apocalíptico que tras la

marcha de los Medici gobernó Florencia entre 1494 y 1498. En una

reacción de péndulo, los otrora considerados protectores de las artes

fueron acusados de vanidad, codicia y paganismo. Por toda la ciudad se

multiplicaban las hogueras en las que se quemaba todo aquello que se

entendía como signo de la inmoralidad precedente: vestidos, libros,

cuadros de contenido mitológico… Aunque la situación no se prolongó

demasiado tiempo, ya que el propio Savonarola fue declarado hereje y

condenado a morir en la hoguera, la nueva Florencia no parecía el lugar

más adecuado para un artista, por lo que Miguel Ángel no tardó en salir

de allí. En 1494 se fue a Bolonia y tras un breve retorno a Florencia

dirigió sus pasos a la ciudad que inmortalizaría su nombre, Roma.

 

 

 

El primer viaje a Roma: La Piedad

 

El 25 de junio de 1496, Miguel Ángel llegó a Roma con la intención de

darse a conocer y, según Condivi, siguiendo las indicaciones de Lorenzo

di Pierfrancesco, el mecenas de Botticelli. Durante su pequeño regreso a

Florencia Miguel Ángel había tallado como entretenimiento una figura de

un Cupido durmiente inspirándose en los modelos de la Antigüedad. Cuando

Lorenzo di Pierfrancesco lo vio, sorprendido por la maestría de la pieza

le dijo: «Si consiguieras darle un aspecto tal que pareciera haber

estado enterrado mucho tiempo, yo podría mandarlo a Roma, donde lo

tomarían por antiguo, y podrías venderlo mucho mejor». Y así sucedió,

sólo que el anticuario que la vendió consiguió por la pieza doscientos

ducados pero envió a su autor treinta. Ofendido por el engaño, Miguel

Ángel marchó a Roma para solventarlo. Tenía veintiún años.

 

A su llegada a la ciudad ya le acompañaba cierta fama como escultor por

lo que rápidamente recibió encargos como tal. El primero, una estatua de

Baco, le fue encargado por el banquero Jacopo Galli cuando apenas había

transcurrido una semana desde su llegada, pero sería su segundo encargo

el que le catapultaría directamente a la fama entre sus contemporáneos.

Fue el cardenal Jean Bilhères, embajador de Francia en la corte

pontificia, quien encargó al artista recién llegado una escultura de una

«Piedad», es decir, una imagen de la Virgen sosteniendo a su hijo

muerto. El tipo de imagen no era muy frecuente en el gusto de la

imaginería italiana pero sí en el de la francesa, y el cardenal quiso

ofrecer la escultura al Papa como símbolo del apoyo francés a la Iglesia

católica de la Contrarreforma. Miguel Ángel trabajó en La Piedad entre

1498 y 1499 y abordó el tema tratado de un modo completamente diferente

al que solía hacerse. En lugar de una Virgen dolorosa y anegada en

llanto, concibió la imagen de una jovencísima madre que sostiene

tiernamente, casi como acunándolo, el cuerpo inerme de su hijo. La obra

de una inconmensurable belleza y serenidad causó un enorme impacto

cuando se mostró al público. Según recoge Condivi en la biografía del

escultor, el tratamiento dado al conjunto debió de extrañar a alguno de

los miembros del séquito del cardenal pues estaban acostumbrados al

realismo de la imaginería francesa, por lo que uno de ellos le preguntó

con reproche que dónde había visto una madre más joven que su hijo.

Miguel Ángel respondió lacónicamente: «In paradiso».

 

En 1501 el autor de La Piedad regresó a Florencia precedido de la enorme

fama que la obra le había proporcionado. Una vez allí comenzó a trabajar

en la talla de quince figuras de mármol para la catedral de Siena, pero

en 1503 abandonó el trabajo para hacerse cargo de la obra que más

popularidad le proporcionó en vida. Desde hacía varias décadas la

catedral de Florencia había dado por perdido un proyecto —concebido a

comienzos del siglo anterior— de creación de una serie de figuras

monumentales como parte de su decoración exterior. En su momento se

había llegado a encargar al gran maestro del Quattrocento italiano

Donatello la talla de un David con ese motivo. Sin embargo, aunque la

estatua medía casi dos metros, resultó pequeña para su emplazamiento, y

las dificultades técnicas no permitieron resolver el problema. Cuando

Miguel Ángel recibió la propuesta de la catedral de hacerse cargo de la

realización de un David empleando para ello una sola pieza de mármol de

colosales dimensiones no dudó en dejarlo todo para aceptar el reto.

 

La piedra empleada tenía casi cinco metros y medio, y precisamente por

sus enormes dimensiones y porque otro escultor ya había comenzado a

tallarla sin éxito, había sido abandonada en la obra de la catedral.

Buonarroti hizo construir una valla alrededor del bloque de piedra y

trabajó en él hasta terminarlo sin permitir que lo viese nadie. En 1504

los florentinos boquiabiertos pudieron contemplar por primera vez el

desnudo masculino más famoso de la Historia. Una estatua de cinco metros

y treinta y cinco centímetros que haría decir a Giorgio Vasari: «De

verdad que quien vea esta obra de escultura ya no hace falta que se

preocupe por ver ninguna otra de ningún otro artista, ya sea de nuestro

tiempo, ya sea de cualquier otro». Tal y como apunta la historiadora del

arte Helen Manner, «es el trabajo que verdaderamente resume todo lo que

había aprendido hasta ese momento. Es por supuesto un desnudo masculino

colosal y él había estado estudiando la Antigüedad clásica. Había estado

realizando algunas disecciones para aprender más sobre el cuerpo humano.

Además, el David representaba a Florencia y a su identidad cívica, era

un símbolo de la libertad cívica y eso era algo en lo que Miguel Ángel

creía profundamente». La estatua fue colocada en la Piazza della

Signoria donde podían contemplarla todos aquellos que pasasen por la

ciudad. Desde ese momento la fama se convertiría en compañera

inseparable de su autor.

 

No puede negarse el gusto de Miguel Ángel por todo aquello que pudiese

retar a su capacidad como artista y precisamente de tal gusto nacería la

otra gran obra que llevó a cabo en su etapa florentina. Poco antes de su

regreso a Florencia se había producido el de Leonardo da Vinci, quien

contaba entonces cuarenta y ocho años y estaba en la cúspide de su fama.

Los dos artistas mantenían una tensa relación debido a una mutua y

pública rivalidad que sostendrían de por vida. Ambos, pese a admirar las

obras del rival, no perdían la oportunidad de dedicarse ásperas palabras

cuando podían, y así Leonardo tratando de infravalorar el trabajo de

Miguel Ángel como escultor, llegaría a escribir: «El escultor al crear

su obra lo hace con la fuerza de su brazo, por lo que con frecuencia va

acompañado de mucho sudor. El polvo del mármol cae sobre él cubriéndole

entero, de manera que aparenta el aspecto de un panadero y su casa está

llena de la porquería de los trozos de piedra y de polvo». El segundo,

ya en su vejez y al recordar estas palabras, le dedicó otras no menos

ácidas: «El hombre que escribió que la pintura es más noble que la

escultura no sabía lo que decía, y si no comprendió mejor las demás

cosas sobre las que escribía, estoy seguro de que mi criada habría sido

capaz de haber escrito más inteligentemente».

 

Cuando en la primavera de 1504 ambos recibieron el encargo del gobierno

de Florencia de decorar la Sala del Consejo del Palacio Vecchio con

enormes escenas murales que representasen victorias de la ciudad no

dudaron ni un segundo en aceptar un encargo que permitiría la

comparación pública de su destreza. Leonardo se reservó la parte

izquierda del muro este de la sala y Miguel Ángel la derecha. Sin

embargo, el épico enfrentamiento entre los dos genios renacentistas

acabaría en tablas, pues ninguno de ellos finalizó el encargo. Da Vinci

había decidido recrear La batalla de Anghiari entre Florencia y Milán

empleando para ello una nueva técnica de pintura mural inspirada en la

antigua romana, pero la novedad no resultó y su trabajo comenzó a

deteriorarse antes de acabarlo. Decepcionado, optó por olvidarse de él.

Por su parte, Miguel Ángel pensó en representar La batalla de Cascina

entre su ciudad y Pisa, pero sólo llegaría a hacer el cartón para la

obra. Conservado durante varios años en el lugar que la gran pintura

tendría que haber ocupado, Benvenuto Cellini confesaría al contemplarlo

junto con los restos del mural de Leonardo: «Ningún artista, ni antiguo

ni moderno, ha alcanzado ese nivel y mientras sigan intactos servirán

como escuela para todo el mundo». Pero Miguel Ángel tenía una magnífica

razón para dejar inconcluso su trabajo; la poderosa voz del papa Julio

II reclamaba su presencia en Roma.

 

 

 

Conquistar la inmortalidad: la capilla sixtina

 

Julio II era uno de los hombres más ricos, poderosos e influyentes de

toda Europa. Sólo los mejores artistas de la época eran llamados para

trabajar a su servicio al igual que sucedía en otras relevantes cortes

de monarcas europeos. Pero a comienzos del siglo XVI Roma, además de ser

uno de los polos más importantes de la vida política europea, era el

centro cultural más importante de Occidente. El Papa era un hombre

enérgico y ambicioso que deseaba dejar memoria de su poder haciéndose

enterrar en una tumba fastuosa cuyo proyecto decidió encargar al mejor

escultor de su tiempo, Miguel Ángel, en marzo de 1505. Como indica el

especialista Tomás Llorens, «este encargo, recibido justamente cuando el

artista cumplía treinta años, señaló sin duda el punto crucial de su

carrera». El encargo del pontífice consagraba a Buonarroti como artista

pero al tiempo le unía a lo que el propio Miguel Ángel terminaría

denominando como «la tragedia de su vida». Y es que el proyecto de la

tumba de Julio II llegaría a conocer un sinfín de variaciones.

Inicialmente el artista concibió un ambicioso monumento funerario exento

que incluía no menos de cuarenta esculturas de tamaño natural. Con mil

ducados de adelanto inició los preparativos para conseguir el material

necesario, el mármol de Carrara, y montar un taller junto a la plaza del

Vaticano para que el pontífice pudiese visitar frecuentemente las obras.

Pero los numerosos problemas de financiación unidos a los no menos

importantes de carácter técnico, entre ellos la imposibilidad de

albergar una tumba de ese tamaño en la reforma de la basílica de San

Pedro proyectada entonces por Bramante, fueron motivando el progresivo

enfado del escultor. Las diferencias personales con Julio II tampoco

contribuyeron a mejorar la situación. En palabras de Tomás Llorens, «es

indudable que debió de haber conflicto y fascinación mutua entre estas

dos personalidades tan representativas de una época que situaba el

carácter y la energía de la voluntad en el centro de su sistema de

valores». El resultado de todo ello fue que un furioso Miguel Ángel

salió clandestinamente de Roma para regresar a Florencia.

 

Durante varios meses rechazó todas las órdenes enviadas por el Papa para

hacerle regresar, si bien en noviembre de 1506 el artista retornó a la

Ciudad Eterna y retomó su tarea. Sin embargo ésta se vería nuevamente

interrumpida en 1508, aunque en esta ocasión por voluntad expresa del

pontífice. Un nuevo encargo, la decoración pictórica de la bóveda de la

Capilla Sixtina, acapararía todo su esfuerzo durante cuatro

interminables años. Miguel Ángel no recibió con demasiado entusiasmo el

encargo; por encima de todo, él se consideraba escultor y el nuevo

trabajo era adecuado para un gran pintor que, además, manejase con

auténtica maestría la técnica de la pintura al fresco. Pese a todo el

florentino tomó los pinceles y comenzó a trabajar en una obra que por

sus dimensiones y dificultad parecía no acabar nunca. El propio Miguel

Ángel en mitad de su agotador trabajo confesaba a su padre en una carta:

«Estoy bastante preocupado porque el Papa no me ha dado un solo céntimo

en todo el año, y no le voy a pedir nada ya que mi trabajo no progresa

de una manera que me haga pensar que merezco algo. Todo ello es debido a

la dificultad del trabajo y también al hecho de que la pintura no es mi

profesión; sin embargo así continúo, pasando el tiempo sin ningún fruto.

Que Dios me ayude». Encaramado a un andamio a veinticuatro metros del

suelo, Miguel Ángel debía permanecer de pie durante horas, doblado hacia

atrás y levantando el cuello para poder ver lo que pintaba. De sus

pinceles surgían poco a poco las escenas bíblicas desde la creación del

mundo hasta el Diluvio universal, los profetas y las sibilas, y lo

hacían con una fuerza digna de su genio. Además tenía que luchar con la

impaciencia del Papa, que constantemente le preguntaba por la

finalización de la obra. No es de extrañar que se declarase exhausto.

Finalmente la bóveda de la Capilla Sixtina quedó descubierta el 31 de

octubre de 1512 y la creación del artista florentino se reveló a los

ojos de sus contemporáneos como un milagro. Treinta y tres paneles con

más de trescientas figuras abrumaban por su magnitud y sorprendían por

su belleza. El pintor resultaba ser tan grande como el escultor. Que se

refiriesen a él como «El Divino» ya no podía sorprender a nadie.

 

Pocos meses después de su inauguración, el gran promotor de la Capilla

Sixtina murió. Miguel Ángel retomó entonces los trabajos de su tumba si

bien nunca llegaría a acabarlos. Pero entre 1513 y 1516 el artista

alumbró para este proyecto otra increíble obra maestra, la escultura de

Moisés. La imponente figura del patriarca bíblico sentado, de mirada

terrible y que sostiene su larga barba aún hoy parece a punto de cobrar

vida. Puede que también su autor lo pensara pues se suele afirmar que

cuando la finalizó golpeó con el mazo su rodilla y le espetó: «¡Habla!».

El predicamento de Miguel Ángel era enorme a estas alturas de su vida,

siendo constantemente reclamado para la realización de más encargos.

Aunque, como todos los artistas de su época, contaba con varios

ayudantes, muchos de sus trabajos quedaron inconclusos pues gustaba

encargarse de la parte más importante del proceso creativo de todos

ellos. En 1519 comenzó a trabajar en la capilla funeraria de sus

antiguos mecenas, la familia Medici, en la iglesia florentina de San

Lorenzo. Terminar el proyecto le llevaría quince años. Como indica la

artista italiana Primarosa Cesarini, «Miguel Ángel tenía a muchas

personas trabajando para él. Los artistas contaban con ayudantes para

realizar obras como la Capilla Sixtina, el mausoleo de Julio II y la

capilla de los Medici en Florencia. Resultaba imposible para un solo

hombre hacerlo todo. Además hay que tener en cuenta que aquéllas eran

las escuelas de bellas artes de la época».

 

Instalado definitivamente en Roma desde el fallecimiento de su padre en

1534, su trabajo continuó siendo muy fecundo. A esta época pertenecen

alguno de los más bellos poemas que escribió a lo largo de su vida y que

dedicó tanto a Tommaso de Cavalieri, un joven discípulo, como a Vittoria

Colonna, noble viuda que se codeaba con los más destacados intelectuales

renacentistas de la ciudad. Refiriéndose al primero, escribió a un amigo

en una carta: «Desde que entregué mi alma y corazón a Tommaso puedes

imaginarte lo duro que es estar tan lejos de él. Consiguientemente, si

deseo sin descanso estar allí noche y día es sólo para volver a vivir de

nuevo, lo cual no puede hacerse sin el alma. Y ya que el corazón es sin

duda la morada del alma es algo natural que mi alma vuelva al lugar que

le corresponde».

 

La madurez del artista fue encontrando progresivo reflejo en sus

múltiples obras, cuya espiritualidad iría creciendo hasta alcanzar las

fabulosas cotas expresivas de su nueva intervención en la Capilla

Sixtina. En 1534 Pablo III le encomendó la realización del mural de El

Juicio Final de la capilla. Tomando como guía el relato del Apocalipsis

de san Juan, Miguel Ángel representó a Cristo como Dios y Juez separando

las almas de los justos de las de los condenados que se despeñan

arrastrados por demonios hacia el abismo. El contraste con las pinturas

que él mismo había realizado en la bóveda subrayaba aún más el terrible

dramatismo del mural. Invirtió en la tarea siete años y el resultado de

ella fue tan impactante que cuando el pontífice pudo verlo descubierto

cayó sobre sus rodillas pidiendo a Dios que intercediese por él en el

día del Juicio. Sin embargo no todas las reacciones fueron como la de

Pablo III. Algunos miembros de la curia defensores de la moral de la

Contrarreforma se mostraron contrarios a la obra. La profusión de

desnudos se consideraba obscena y motivó la protesta del cardenal Biagio

da Cesena, entre otros. Miguel Ángel se vengó retratando al cardenal en

el fresco como Minos, el príncipe del infierno, desnudo, adornado con

orejas de burro y rodeado por una serpiente. Cuando el Papa trasladó a

Miguel Ángel la airada protesta del cardenal por la ofensa no dudó en

contestarle que si bien el pontífice podía librar a Biagio del

purgatorio, no tenía poder para hacerlo del infierno. Aunque la imagen

de Minos no se modificó, en los años siguientes muchos de los desnudos

del fresco se cubrieron con paños pintados.

 

En 1546 Miguel Ángel se hizo cargo de los trabajos arquitectónicos de la

basílica de San Pedro a los que se dedicaría hasta su fallecimiento en

1564. Sólo llegó a completar el proyecto de la cúpula del edificio, que

terminaría por convertirse en uno de los ejemplos más brillantes de la

arquitectura del Renacimiento. Mayor, casi ciego y sin necesidad de

hacerlo por dinero, al final de su vida acometió la realización de

varias esculturas que dejó inacabadas. En una carta a Giorgio Vasari

dejaba testimonio de ello: «Mis manos tiemblan, mis ojos están

prácticamente ciegos. No soy más que un saco de huesos y nervios. (…)

Estoy enfermo con todos los achaques que afligen a los ancianos, tan

viejo que la muerte me está tirando de la manga para llevarme con ella.

Estoy esculpiendo otra Piedad. Que Dios me permita terminarla». Se

trataba de la Piedad Rondanini, una de sus obras más conmovedoras, que

no llegaría a finalizar.

 

En sus ochenta y ocho años de vida Miguel Ángel dejó una herencia de

incalculable valor para la Historia del Arte. Sus obras conmovieron y

sorprendieron a partes iguales a sus contemporáneos, que le reconocerían

como uno de los mayores artistas de todos los tiempos. Más de

cuatrocientos años después de su muerte sigue produciendo los mismos

sentimientos en quienes contemplan el resultado de su trabajo. Abarcó

todas las disciplinas del arte y en todas alcanzó cotas tan elevadas que

resulta difícil creer que sean fruto de las manos y la mente de un solo

hombre. El lugar en la Historia que ocupa Miguel Ángel casi parece un

premio pequeño para tan inmenso legado.

 

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