martes, 4 de noviembre de 2025

16 LEONARDO DA VINCI.

 



 

El genio más allá del arte

 

Pocas personalidades de la historia del arte y la cultura fueron tan

polifacéticas como la de Leonardo da Vinci. Fue sobre todo pintor,

dibujante, ingeniero, naturalista e inventor; aunque también desarrolló

proyectos de escultura y arquitectura que nunca llegaron a tener una

plasmación material, lo que también ocurrió con la inmensa mayoría de

sus invenciones. Hombre autodidacta, inquieto e incomprendido en su

tiempo, desarrolló una vida solitaria e itinerante que le proporcionó un

aura de hombre admirado y maldito al mismo tiempo. Su obra y su ingenio

ya cautivaron a sus contemporáneos y desde entonces lo ha seguido

haciendo incesantemente. ¿Dónde radica el magnetismo de Leonardo? Si fue

un hombre de proyectos más que de realizaciones, ¿por qué ha alcanzado

una posición cimera en la Historia? No es fácil responder a estas

preguntas, ya que la información fiable sobre su vida no es muy

abundante, algo que sí sucede con otros grandes personajes del

Renacimiento; pero lo que ha llegado hasta nosotros de él es suficiente

para encandilar no sólo a las generaciones pasadas y presentes, sino

también a las que están por venir.

 

A mediados del siglo XV Italia estaba inmersa en un profundo proceso de

transformación cultural y artística. El movimiento que conocemos como

Renacimiento llevaba décadas en marcha y su renovadora concepción del

hombre y de sus relaciones con la naturaleza y la sociedad era tan

relevante que acabó por desbordar las fronteras de Italia, que en aquel

entonces estaba dividida en reinos, repúblicas y los Estados

Pontificios, para acabar abarcando a toda Europa. Frente a la concepción

medieval del hombre, sin sentido propio y cuya actividad estaba siempre

enfocada hacia Dios, el Renacimiento propuso recuperar el legado

cultural de la Antigüedad grecolatina como una forma de volver a situar

al hombre en el centro del universo. Este proyecto de reforma cultural,

conocido con el nombre de Humanismo, produjo una profunda transformación

en los conceptos y las formas de trabajo de los intelectuales y los

artistas italianos. Desde la tercera década del siglo algunas ciudades

de Italia comenzaron a descollar como grandes centros de creación

literaria y artística. Frente al arte esencialmente religioso de la Edad

Media, comenzaron a surgir promotores privados de las artes, los

mecenas, que destinaban una parte importante de sus recursos a los

encargos de obras de arte con las que al tiempo embellecían sus moradas,

fomentaban su prestigio público y creaban cenáculos de discusión

cultural que servían de imanes para atraer a los creadores mejor dotados

del momento. Ciudades como Venecia, Roma y, sobre todo, Florencia se

erigieron como focos de esplendorosa creación, que pronto comenzaron a

ejercer una importante influencia en el resto de Italia e incluso fuera

de ella.

 

 

 

Los orígenes humildes de un genio

 

Leonardo nació el 15 de abril de 1452 en el pequeño pueblo de Vinci, en

el territorio de Toscana, que entonces pertenecía a la República de

Florencia. Era hijo ilegítimo de un respetado notario de la localidad,

Ser Piero, y de una joven campesina de nombre Caterina. Debido a que

Piero pertenecía a una familia de fortuna y posición elevada no desposó

a la madre de su primogénito, pero sí se hizo cargo de él acogiéndole y

criándole en su casa. Así, poco después de su nacimiento, su padre y su

madre habían contraído matrimonio con otros cónyuges. Su padre se

casaría otras cuatro veces y daría al artista once hermanastros, aunque

siguió siendo hijo único durante muchos años ya que las dos primeras

esposas de su padre no le proporcionaron descendencia. La educación del

niño no debió de ser muy cuidada, seguramente a causa de su condición de

ilegítimo. El hecho de que fuese zurdo indica que nunca tuvo un maestro

que corrigiese lo que en aquel entonces se consideraba un defecto que

era cruelmente modificado en las escuelas. Los primeros biógrafos del

siglo XVI afirman que la infancia del que con el tiempo acabaría siendo

un gran maestro debió de transcurrir al aire libre disfrutando y

aprendiendo de la naturaleza, a la que siempre otorgó un lugar

privilegiado en su quehacer; de hecho, dejó escrito que «es más noble

imitar la naturaleza, que nos presenta imágenes reales, que no imitar

las palabras, que son obras y hechos de los hombres».

 

La futura ocupación del muchacho seguramente fue una preocupación

prioritaria para su padre y el resto de su familia. Según afirma el

historiador del arte James Beck, de la Universidad de Columbia, «dado

que era ilegítimo, no podía seguir la carrera de su padre y convertirse

en notario. Por eso tuvieron que buscar alguna dedicación para el joven.

Debieron de percatarse de que estaba excepcionalmente dotado. (…) Así

que cuando comprobaron que estaba interesado en el arte posiblemente le

animaron a continuar con la actividad, ya que no disponía de muchas

alternativas». Parece que la posición ventajosa de su padre en la

sociedad del momento le permitió movilizar los recursos necesarios para

que el chico ingresase en uno de los talleres de los importantes

artistas que trabajaban en Florencia en aquel momento. En torno al año

1469 Leonardo acudió con su padre a la ciudad e ingresó en el taller de

uno de los más destacados artistas del momento, Andrea Verrocchio, en el

que se formaron además de él algunos genios de la pintura del

Renacimiento como Domenico Ghirlandaio (maestro de Miguel Ángel), Pietro

Perugino (maestro de Rafael) o el mismo Sandro Boticelli.

 

En los talleres de los artistas se podía aprender el ejercicio de las

mejores técnicas artísticas del momento. Verrocchio era un artista muy

versátil que cultivaba la pintura, la escultura y la orfebrería. Por

tanto, todas estas técnicas estarían a disposición del joven Leonardo

para formarse en el mundo de las artes. Además era un artista muy bien

relacionado, ya que pertenecía al círculo de los que trabajaban para

Lorenzo de Medici, llamado el Magnífico, y frecuentaban su palacio. Como

apunta Denise Bud, profesor de Historia del arte en la Universidad de

Rutgers, «parece que el padre de Leonardo tuvo un papel crucial al

reconocer su talento cuando era un adolescente y al llevarle al taller

de Andrea Verrocchio, donde tendría las mejores oportunidades para

alcanzar el éxito».

 

En el taller de Verrocchio también adquirió una formación en

arquitectura e ingeniería. Parece que le produjo un especial impacto el

encargo que recibió su maestro de coronar la linterna de la cúpula de la

catedral de Florencia. El gigantesco tambor octogonal del templo llevaba

décadas sin cubrir hasta que el genial arquitecto Filippo Brunelleschi

diseñó y dirigió la construcción de una cúpula entre 1425 y 1436, en lo

que se considera la obra que abre la arquitectura moderna. La linterna

que debía coronar el edificio tardó mucho más en realizarse, y se llevó

a cabo siguiendo también un diseño de Brunelleschi. Todo el conjunto se

coronaba con un inmenso orbe (una gran bola metálica en cuya cima se

situaba una cruz y que simbolizaba el mundo cristiano) que fue encargado

a Verrocchio en 1470. El taller tuvo que diseñar y ejecutar la mole de

dos toneladas de cobre dorado y de dos metros y medio de diámetro, y

además diseñó el sistema que debía elevar semejante monstruo por el

cielo hasta ocupar su lugar. Es fácil imaginar al joven Leonardo de

dieciocho años tomando parte con excitación en el que era el mayor reto

tecnológico del momento y que supondría su iniciación en la ingeniería,

disciplina que acabaría convirtiéndose en una de líneas de trabajo de

toda su vida.

 

Ese mismo año realizó su primer trabajo pictórico, una pequeña pero muy

importante intervención en un Bautismo de Cristo pintado por su maestro.

El cuadro presenta en un paisaje a Jesús y a san Juan Bautista con sus

pies sumergidos en el río Jordán justo en el momento en que el santo

bautiza al Redentor, mientras que en la esquina inferior izquierda dos

ángeles contemplan la acción. De los dos ángeles, uno está en segundo

plano en posición frontal y otro en primer plano de espaldas volviéndose

para ver la escena; este último fue el que pintó Leonardo. El resultado

impresionó a todos. Leonardo pintó con gran pericia y una libertad ajena

a los patrones de moda una figura de dibujo cuidado, levemente

difuminada, y con un tratamiento de los ropajes que era digno de un gran

maestro. Según el historiador del arte y máximo especialista en

Leonardo, Pietro Marani, «por primera vez en la historia de la pintura

Leonardo representó una figura girada mirando hacia el espectador.

Aquello fue una revolución en el arte porque hasta entonces todas las

figuras se representaban frontalmente, de una forma muy estática,

arcaica y típicamente medieval. Así es como introdujo el movimiento en

las figuras». En las décadas que siguieron Leonardo consagraría grandes

esfuerzos a desarrollar un código de comunicación de sus figuras basado

en las posturas que adoptaban. También se ha afirmado que la reacción en

su maestro ante la intervención de Leonardo fue demoledora y que,

sintiéndose superado por su discípulo, decidió abandonar la pintura.

Dicha afirmación pertenece al mundo de la leyenda, pero lo cierto es que

desde el período 1470-1472, al que pertenece el Bautismo, Verrocchio no

volvió a cultivar el arte del pincel y a partir de entonces se centró en

la escultura y la orfebrería. Era evidente tanto para el maestro como

para el discípulo que aquél tenía ya poco que enseñar y que éste podía

emprender nuevos proyectos por su cuenta.

 

 

 

Volando en solitario: Florencia

 

De todas formas fue el propio Leonardo quien sintió que había llegado a

la madurez artística que le permitiría proseguir su camino en solitario,

ya que en 1472 aparece inscrito en la Compañía de San Lucas de

Florencia, el gremio de pintores de la ciudad, con tan sólo veinte años.

Sin embargo éste no fue el comienzo de una fecunda carrera de pintor.

Como sucedería a lo largo de toda su vida, Leonardo pintaría poco (hasta

nosotros ha llegado una veintena escasa de obras de su mano, muchas de

ellas en mal estado de conservación). Mucho se ha discutido sobre los

motivos; ya desde antiguo se apuntó que sus múltiples intereses y

dedicaciones posiblemente le robaran el tiempo necesario para pintar más

cuadros. En aquella primera etapa florentina comenzó a realizar algunos

lienzos como La Anunciación (1472), un par de madonnas y su primer

retrato conservado, el que realizó a la dama florentina Ginevra de Benci

con motivo de su boda en 1474.

 

Pese a esta parquedad de resultados pictóricos, Leonardo comenzaría a

cultivar una costumbre que mantuvo a lo largo de toda su vida y que

acabaría constituyendo uno de sus principales legados, los cuadernos de

notas. En estos años empezó a escribir sus ideas en pliegos sueltos de

papel, normalmente acompañadas con gran profusión de dibujos, diseños,

cálculos y todo tipo de adiciones en lo que supone una obra artística y

científica de primer orden. Como indica el escritor y ensayista Serge

Bramly, autor de varias biografías del artista, «Leonardo podía escribir

en ellos cualquier idea que le viniese a la cabeza, todo lo que hubiese

leído y escuchado en las calles o a los amigos. En ocasiones es muy

difícil saber si la idea que ha anotado es realmente suya…». Tras su

muerte, los cientos de páginas que dejó anotadas y dibujadas fueron

agrupados y cosidos formando códices de un valor extraordinario (sólo

han llegado veinte hasta nuestros días). Esto explica que dichos

volúmenes no reflejen una exposición lineal del pensamiento o los

planteamientos de Leonardo en las artes y saberes que cultivó. El

historiador del arte Richard Turner lo deja claro cuando afirma que «los

cuadernos de notas son fragmentarios y contradictorios. Están compuestos

de toda clase de materiales que abarcan un conjunto muy amplio de

conocimientos, incluso dentro de una misma página. Para decirlo

claramente, son la antítesis de las notas que tomaría hoy en día un

estudiante universitario. La razón es que Leonardo, sencillamente, no

era un pensador sistemático».

 

Otro de los aspectos de sus anotaciones que más ha llamado la atención

es el hecho de que escribiese usando escritura inversa, también llamada

especular. Esto quiere decir que para que otra persona pudiese leer lo

que había escrito debía poner el texto ante un espejo para que la letra

fuese legible de forma normal. Se ha especulado si la motivación para

proceder así estuviese en la voluntad del redactor de ocultar el

contenido de sus anotaciones a los demás. Los historiadores del arte no

están de acuerdo con esta teoría. Como afirma Richard Turner, «la

cuestión es que si era zurdo, la forma normal de escribir es de derecha

a izquierda. Así no se empuja la pluma, se tira de ella. Además es muy

posible que desarrollase este procedimiento porque no tuvo un maestro de

primeras letras que le obligase a escribir de la forma estándar». El

profesor Budd se ha mostrado asimismo contrario a estas teorías, porque

«pese a ello la letra de Leonardo es muy legible con el uso de un

espejo. Considero que probablemente fue un capricho que desarrolló

porque simplemente era más fácil para él».

 

Un primer sobresalto en su juventud florentina, que posiblemente sería

el primer motivo que le llevaría a plantearse abandonar la ciudad, llegó

en 1476. Aquel año se formularon dos denuncias por sodomía ante el

tribunal de la Signoria (órgano de gobierno de la República florentina).

Fueron dos denuncias anónimas —práctica habitual y legal en aquel

momento— por las que se acusaba al modelo Iacopo Salterello de mantener

relaciones carnales con cuatro hombres, entre los que se encontraba

Leonardo. Las denuncias fueron finalmente retiradas, al parecer debido a

la buena posición social de los otros acusados, pero la humillación

pública a la que fue sometido le dejó una profunda huella y la etiqueta

de homosexual le acompañaría a lo largo de su vida (y de hecho le ha

seguido acompañando hasta nuestros días). Con independencia de que lo

fuese o no, según el profesor Beck «parece que mantuvo algún tipo de

relación con otros hombres, pero en el contexto de los talleres

artísticos del siglo XV aquello no era nada extraordinario».

Efectivamente, la estrecha relación que Leonardo mantuvo con dos hombres

que entraron en su taller muy jóvenes y que le acompañaron durante toda

su vida cumpliendo las funciones de modelos, discípulos y criados ha

dado pie a todo tipo de fabulaciones al respecto. El primero fue Gian

Giacomo Caprotti, apodado Salai («diablillo»), que entró en el taller en

1490 a la edad de diez años. Dieciséis años más tarde lo haría Francesco

Melzi, de quince años, y sería quien heredaría los cuadernos de notas

del maestro a su muerte.

 

Una nueva decepción llegó en 1481. Aquel año, por intermediación de los

Medici, una selección de pintores florentinos fue enviada a Roma para

cumplir un encargo del papa Sixto IV: pintar varios paneles de las

paredes de la Capilla Sixtina con escenas de las vidas de Moisés y de

Jesucristo. Los elegidos fueron Boticelli, Perugino y Ghirlandaio,

considerados la élite de la pintura florentina del momento, pero no

Leonardo. El dolor que le causó este nuevo golpe quedó reflejado en la

pintura que estaba ejecutando en ese momento, su San Jerónimo, que por

cierta crueldad del destino se conserva en la actualidad en la

Pinacoteca Vaticana. En este óleo representaba al santo penitente en su

retiro en el desierto (espiritual, se entiende, puesto que su soledad no

le impedía estar representado en medio de un paisaje nada árido) tan

sólo acompañado por el animal que se le suele asociar en la iconografía

cristiana, el león. El gesto demacrado del anciano se ha tomado

habitualmente como trasunto de los momentos amargos que vivió entonces

el pintor.

 

Pero Leonardo nunca acabó su San Jerónimo, con ello inauguraba una

costumbre que repetiría asiduamente a lo largo de su carrera y que fue

una de las causas de la impopularidad que le rodeó a la hora de

conseguir encargos de ricos y poderosos patronos. De hecho la que estuvo

llamada a convertirse en obra maestra irrefutable de su primer período

florentino tampoco llegaría a finalizarse jamás. Se trata de La

adoración de los Magos (conservada en la Galería de los Ufizzi, en

Florencia), que le fue encargada en 1481 por los monjes de San Donato de

Scopeto, cerca de Florencia. La situación económica por la que pasaba el

pintor en aquellos momentos no debía de ser muy buena puesto que aceptó

cláusulas que en una situación normal las habría rechazado. Se le obligó

a hacerse cargo de los gastos de material y se le impusieron importantes

sanciones económicas si no entregaba la obra en treinta meses. Se

trataba de un encargo mayor y todo un reto compositivo para el joven

maestro. Aunque nunca llegaría a finalizarlo, en el cuadro ensayó muchas

de las soluciones que desarrollaría más tarde y que serían parte

esencial de sus aportaciones al arte pictórico: la combinación de un

grupo central estático en forma triangular rodeado de varios grupos que

daban dinamismo al conjunto; la integración de los personajes en el

paisaje y la arquitectura, y la contraposición de rasgos de los

personajes para destacar la belleza de la imagen. No se conocen a

ciencia cierta los motivos que llevaron a Leonardo a abandonar la obra,

aunque los últimos momentos de su vida en Florencia se habían vuelto

demasiado amargos y la tentación de trasladarse a otra ciudad en busca

de un nuevo ambiente en el que desarrollar con mayor libertad su

potencial debió de rondar su mente a menudo. Cuando en 1482 se le

presentó la oportunidad no pareció pensárselo demasiado.

 

 

 

Al servicio de «El Moro»: Milán

 

A comienzos de 1482 Leonardo aceptó un encargo de Lorenzo el Magnífico

para entregar un objeto al duque de Milán, el poderoso guerrero Ludovico

Sforza, apodado «El Moro». El motivo oficial parecía ser la entrega de

un instrumento musical destinado a la corte del duque, pero estas

embajadas artísticas normalmente solían encubrir fines políticos,

diplomáticos y militares en la Italia del Renacimiento. Allí tuvo

noticia el artista de que El Moro proyectaba construir un gran monumento

ecuestre en honor a su padre, el duque Francesco Sforza. El proyecto,

junto con la febril actividad militar y fortificadora que se vivía en la

capital lombarda, llamaron de inmediato la atención de Leonardo.

Escribió una arriesgada carta en la que ofrecía sus servicios al duque.

Sorprendentemente lo hacía como ingeniero militar para tiempos de

guerra. Es evidente que, por su situación estratégica para penetrar en

la península Itálica, sabía que Milán era un territorio ambicionado

desde antaño por varias potencias extranjeras, por lo que las rentas

ducales siempre iban destinadas sobre todo a armamento e instalaciones

militares y sólo de forma secundaria a fines artísticos. Por supuesto,

Leonardo también se ofrecía en su carta como escultor (pensando en el

proyectado monumento), arquitecto y pintor para tiempos de paz. En

opinión de Richard Turner, «aquello fue un auténtico descaro. Él se

presentaba como capaz de hacer cualquier cosa. Se le iban a pedir tareas

relacionadas con la guerra, el armamento, las defensas… y afirmaba que

podía hacerlo todo. (…) Y en realidad él no había hecho nada de eso, así

que se trató de una gran operación de autopromoción».

 

Al parecer la carta surtió efecto puesto que Leonardo entró a servir en

la corte de los Sforza y pronto comenzó a comprobar que las diferencias

con su experiencia en Florencia iban a ser muy acusadas. En palabras de

Serge Bramly, «Leonardo fue muy feliz en Milán. Ludovico El Moro le

dejaba hacer lo que quería y para él era una situación muy cómoda». De

estos años datan buena parte de sus diseños militares y urbanísticos,

pensados para mejorar la capacidad bélica de los milaneses y para

mejorar los proyectos de reforma que el duque desarrollaba en su

capital. También fueron años de grandes hallazgos artísticos. Dejando

aparte el retrato que realizó a la amante del duque Cecilia Gallerani

(la Dama del armiño que se conserva actualmente en un museo en la ciudad

polaca de Cracovia), dos son sus grandes aportaciones de este período.

La primera de ellas la conocida como Virgen de las rocas. Se trata de un

caso insólito en la producción de Leonardo ya que realizó dos versiones

completamente acabadas del mismo cuadro. Este hecho no ha dejado de

llamar la atención de los estudiosos, que tras varias conjeturas parecen

haber resuelto la cuestión. Parece que la primera versión de la obra,

que se conserva en el Museo del Louvre, podría haberla empezado en

Florencia y luego la llevó a Milán como muestra de sus capacidades

artísticas para posibles clientes. Una vez en la nueva ciudad fue

presentada a la Cofradía de la Inmaculada Concepción, que, satisfecha

con lo que se le mostró, le encargó una representación de este precepto

mariano. Sin embargo Leonardo se limitó a realizar para su cliente una

réplica, con variaciones, del cuadro presentado (que sería la segunda

versión, actualmente en la National Gallery de Londres), quizá porque el

pago que se le ofreció no ascendía lo suficiente como para emprender la

confección de una obra nueva. Richard Turner juzga así el resultado: «No

se había visto nada similar en la pintura italiana. Era una pintura

extraña, con una composición piramidal, en la que estaban la Virgen, el

Niño (que bendice a un san Juanito arrodillado) y un extraño ángel que

casi parece una esfinge, situados en medio de un mundo de estalactitas y

estalagmitas, un mundo empapado de humedad, un mundo de medias luces».

 

El otro encargo que recibió en Milán llegó hacia 1495 y le daría también

fama universal y algún que otro problema. Según el profesor Budd, «el

encargo provino de Ludovico Sforza, que estaba decorando el convento de

Santa Maria delle Grazie posiblemente con el propósito de que sirviese

para albergar su tumba. Así que le encargó para el refectorio [comedor]

La Última Cena. En la pared opuesta debía ir una Crucifixión acompañada

de retratos de él y de su familia». La elección del tema no era novedosa

ya que era muy frecuente en los refectorios de conventos y monasterios,

pero Leonardo le dio un tratamiento completamente distinto. Por un lado,

no escogió el momento del pasaje bíblico que se representaba

tradicionalmente, es decir, la institución de la eucaristía, sino que

eligió el momento en que Cristo revela a sus apóstoles que va a ser

traicionado. Esta elección estuvo motivada por el deseo de representar a

un Jesús sereno en contraste con las reacciones que su anuncio provoca

entre los presentes. Además, el tratamiento formal no fue el usual. En

vez de una fila de personajes alineados detrás de una mesa —a excepción

de Judas, al que se solía situar delante— Leonardo representó detrás de

la mesa a Jesús en posición triangular en el centro y a ambos lados a

los doce apóstoles organizados en cuatro grupos, dos a cada lado del

Mesías. Todo ello en un entorno sencillo que no distrajese al espectador

de lo que se estaba representando. Según Pietro Marani, «Leonardo

intentó representar las figuras de una forma muy natural y humana, de

modo que las acciones transmitiesen las actitudes, el movimiento

interior de sus mentes».

 

Los estudios y dibujos preparatorios parecen indicar que el maestro

dispuso al detalle los gestos y posturas de los personajes

representados, pero por desgracia la técnica que empleó provocó que el

mural comenzase a deteriorarse muy pronto. Efectivamente, Leonardo no

quiso usar la tradicional técnica del fresco porque obligaba a trabajar

muy deprisa una vez que se había preparado la superficie de la pared. Su

método de trabajo era más reposado, casi contemplativo, y gustaba de

retocar varias veces lo que iba haciendo, algo que era imposible en el

fresco. Así que aplicó directamente sobre el muro una mezcla todavía no

muy bien identificada de pigmentos y aglutinantes. El resultado del

experimento fue desafortunado y desde el siglo XVIII la pintura ha

conocido por lo menos ocho restauraciones (pudo sufrir más, pero no han

sido documentadas). Como afirma el profesor Budd, «se debate sobre

cuánto de lo que hay allí se debe realmente a Leonardo. Lo que hay que

hacer es, en cierto sentido, desligarse de la obra. Definitivamente, lo

que tenemos de Leonardo se reduce a la composición». Aunque sólo sea por

eso, la Última Cena fue una obra que levantó instantáneamente la

admiración del público en general y de los colegas del pintor en

particular, y que desde entonces ha cautivado a todos cuantos se han

acercado a contemplarla.

 

Durante todos estos años en Milán Leonardo trabajó incansablemente en el

proyecto de monumento ecuestre en memoria del padre del duque. Deseaba

realizar una escultura asombrosa, que dejase atrás lo que en este

terreno habían hecho Donatello y su maestro, Verrocchio, considerados

como los grandes genios de la escultura del siglo. Sus dibujos y

estudios muestran un primer proyecto en el que el caballo debía estar en

corveta, esto es, de pie sobre los cuartos traseros y con los delanteros

en el aire, pero que le resultó imposible de llevar a la práctica porque

la técnica del momento no lo hacía posible. Lo cambió por un modelo en

que el caballo marchaba al paso, pero de dimensiones colosales. Llegó a

hacer el modelo en arcilla que tendría que servir para proceder al

vaciado en bronce de la escultura. La presentación del modelo admiró a

todo el mundo y el duque le proporcionó el material necesario para su

ejecución. Pero la situación política no le permitió acabar su proyecto.

En 1499 los franceses conquistaron Milán y desalojaron del poder a la

familia Sforza, por lo que el mecenazgo de Ludovico cesaba

irremediablemente. El bronce que se destinó al caballo fue requisado

para fabricar cañones con los que defender la plaza de los franceses y

parece ser que, una vez que éstos entraron en la ciudad, usaron el

modelo de arcilla para practicar el tiro con él. Ése fue el fin del

sueño de escultor de Leonardo, jamás intentaría volver a cultivar este

género. De repente, sin la protección de un mecenas que le facilitase el

desarrollo de los grandes proyectos que ambicionaba, permanecer en Milán

dejaba de tener sentido, por lo que una vez más se preparó para iniciar

un viaje incierto en busca de un lugar en el que poder desarrollar su

talento.

 

 

 

De nuevo en Florencia

 

Parece que Leonardo probó suerte en otra de las grandes capitales del

arte en la Italia del Renacimiento, Venecia. Allí intentó reproducir el

método que tan buen resultado le había dado en Milán y ofrecer sus

servicios al Dux (máximo magistrado de la República veneciana),

especialmente como ingeniero. Pero ahora sus pretensiones fueron

rechazadas. Durante su estancia en aquella ciudad conoció al más

importante de sus pintores en ese momento, Giorgione, que quedó

impresionado por su dominio del claroscuro y su capacidad no sólo para

representar la belleza sino también la fealdad. Una vez rechazado

parecía que no había mucha más opción que volver a Florencia, adonde

llegó a mediados de 1500. El ambiente en la ciudad había cambiado

durante sus diecinueve años de ausencia y para su sorpresa muchas de sus

obras habían sido comentadas y admiradas en los círculos artísticos e

intelectuales de la ciudad del Arno. Parte de este éxito se debía a que

una generación más joven de artistas había entrado en escena y entre

ellos Leonardo comenzaba a ser considerado como un maestro digno de

admiración y de ser imitado. Sin embargo, el más importante de todos

estos jóvenes creadores no se iba a mostrar especialmente simpático con

el retornado. Efectivamente, en aquel momento Miguel Ángel era la

personalidad dominante en Florencia y la entrada de un rival de primer

orden en el escenario, junto a su carácter avinagrado, no hicieron que

las relaciones fuesen precisamente pacíficas. Es conocida la anécdota de

que paseando un día por las inmediaciones del Palazzo Spini, Leonardo

intervino en una conversación sobre cómo se debía entender un pasaje de

Dante. Aprovechando que Miguel Ángel pasaba por allí el maestro indicó

que seguro que el joven escultor podría responder a la pregunta. Miguel

Ángel se ofendió al pensar que se trataba de una burla y le espetó

agriamente que el caballo que iba a fundir y que le iba a dar tanta fama

había sido abandonado para su vergüenza y para decepción de los milaneses.

 

En 1504 y ante el alborozo de los florentinos, la Signoria encargó a

Miguel Ángel y a Leonardo la elaboración de dos frescos para uno de los

salones de su sede y que deberían realizar al tiempo. El tema de ambos

frescos sería el de batallas de la historia de Florencia en las que la

República había salido victoriosa. A Leonardo le fue encomendado

representar La batalla de Anghiari. La expectación ante la competición

de los dos grandes genios del momento en un mismo espacio y al mismo

tiempo prometía ser un espectáculo. Pero la decepción llegó pronto.

Leonardo comenzó los trabajos rápidamente pero al poco tuvo que

abandonarlos porque volvieron a surgir problemas con la técnica empleada

para realizar el mural: de nuevo se negó a emplear el fresco, motivo por

el que fue criticado. La única parte de la obra que llegó a ejecutar se

conoce hoy en día gracias a la copia que cien años más tarde realizó

Rubens. Para descargo de Leonardo, Miguel Ángel no realizó el mural que

le fue asignado, por lo que la competición acabó en tablas.

 

Leonardo permanecería en Florencia hasta 1506. Sólo salió de la ciudad

en el año 1502, cuando se puso al servicio de César Borgia, hijo del

papa Alejandro VI y uno de los señores más poderosos de la Italia del

momento, al que sirvió como ingeniero militar. Pero fue un mecenazgo

fugaz ya que al año siguiente estaba de vuelta en la ciudad de la que

había partido. Fueron años provechosos en todas las facetas de su

producción. Parece que fue el momento en el que más llamó su atención el

vuelo de los pájaros y acarició más de cerca el proyecto de desarrollar

una máquina de volar. Sin embargo era muy consciente de que sus

proyectos no eran realizables en la práctica y los relatos del maestro

que arriesgaba la vida de sus discípulos obligándoles a probar sus

máquinas experimentales pertenecen al terreno de la leyenda. Asimismo,

éstos son los años en que se retomaron con fruición los estudios

anatómicos basados en la disección de cadáveres. Es un hecho conocido

que dicha práctica estaba prohibida por la Iglesia y que pese a que

varias universidades italianas habían conseguido dispensa papal para

practicarla durante el siglo anterior, todavía no eran algo común.

Leonardo cultivó el estudio anatómico directo desde joven, algo que le

puso en alguna ocasión en aprietos con las autoridades eclesiásticas,

pero es en su segunda etapa florentina cuando llega este interés a su

clímax. A esta etapa pertenece uno de sus dibujos más conocidos al

respecto en el que representa la cara de placidez de un anciano

centenario al morir para proceder a continuación a dibujar la disección

de su cadáver con objeto de esclarecer el motivo de su muerte.

 

En el terreno de la pintura fueron años de grandes hallazgos. Dos obras

concentraron el reconocimiento público de Leonardo en este período. La

primera de ellas (inacabada y que se conserva en la National Gallery de

Londres) fue Santa Ana, la Virgen y el Niño, obra de 1505 que

originalmente había sido encargada por los hermanos servitas al pintor

Filippino Lippi para el retablo mayor de la iglesia de la Anunziata.

Cuando Lippi se enteró de que Leonardo habría deseado realizar la

pintura se retiró gustosamente del encargo ya que admiraba al maestro y

deseaba ver qué proponía para ejecutarlo. Leonardo elaboró un cuadro

admirable en el que sintetizó los hallazgos artísticos que había ido

acumulando hasta su plena madurez: el uso del claroscuro, la sabia

distribución de volúmenes para crear equilibrio (técnica llamada

contrapposto), su modelo de belleza femenina, la puesta en escena de

paisajes surgidos de la observación de la naturaleza pero

artificialmente diseñados para generar una atmósfera evocadora… Fue un

nuevo éxito público de Leonardo que afianzó la admiración de los

florentinos. Incluso llegó a acometer dos años más tarde una segunda

versión de la obra en la que profundizaba en los mismos aspectos; ésta

sí que la finalizó y hoy en día se halla en el Louvre.

 

Si Santa Ana, la Virgen y el Niño marcó el éxito público de Leonardo en

su segundo período florentino, fue otra obra la que a partir de 1505

absorbió todos sus esfuerzos en privado y se volvería casi en una

obsesión en la que volcó su ansia de perfección en el ejercicio del

arte. En aquel año recibió el encargo de Francesco del Giocondo de

retratar a su mujer, Lisa (el nombre de Mona Lisa sería la contracción

de ma donna Lisa, «mi señora Lisa»). Leonardo aceptó el encargo, pese a

que no era muy dado a realizar retratos. Pero en éste precisamente

desarrolló todo su potencial creativo. Le dio una composición muy

estudiada: la mujer aparece sentada con las manos apoyadas sobre el

brazo de una silla, el busto casi de perfil y el rostro girado hacia el

espectador; detrás de ella una repisa y en los extremos laterales de

ésta dos columnas apenas insinuadas que encuadran la escena como si

estuviese en una logia que da a un paisaje, el cual se abre amplio y

despejado al fondo del cuadro. El rostro de la mujer fue pintado de una

manera inquietante, siguiendo su técnica tradicional del sfumatto

(difuminado) lo idealiza ligeramente, une sus rasgos: las cejas a la

nariz y éstos a la boca, cuyas comisuras se debaten entre la sonrisa y

la melancolía. El paisaje es típicamente leonardesco, en equilibrio

inestable (como el resto de componentes del cuadro) entre la naturaleza

observada y la fantasía desbocada, como si la potencia de las fuerzas

naturales quisiesen competir con la calma triste de la retratada.

Leonardo lo domina todo en este retrato: el espacio, el movimiento, la

luz. En opinión del profesor Beck, «es la espiritualidad inherente al

ser humano lo que Leonardo fue capaz de plasmar en un cuadro que eleva a

una figura humana para convertirla en un tipo de majestad». Muy

posiblemente Leonardo concibió la obra como un desafío total a sus

capacidades, quizá por eso no la entregó nunca a quien se la encargó y

quizá por eso la consideró siempre como inacabada, pendiente del último

retoque. La Gioconda, aunque no fue la última obra que empezó Leonardo

muy posiblemente marcó un punto de llegada en su vida, la culminación de

su genio creador a partir del cual los logros irían agotándose

lentamente. Los años posteriores se encargarían de demostrarlo.

 

 

 

Milán y el exilio: el ocaso del maestro

 

En 1506 Leonardo se hallaba de nuevo de viaje. Por razones que no

conocemos (se ha sugerido que por desavenencias económicas) dejó

Florencia para dirigirse de nuevo a Milán, que había abandonado tan sólo

seis años antes. Allí entró al servicio del gobernador francés Charles

d’Amboise, siguiendo al de sus sucesores Gastón de Foix y Giacomo

Trivulcio. Es en este momento cuando llegaron a la corte francesa

noticias del gran maestro florentino que estaba en Milán y el rey Luis

XII se interesó en su obra. La fama de Leonardo había atravesado

definitivamente los Alpes. De nuevo el maestro se sentía a gusto en la

capital de Lombardía y por segunda vez se vio obligado a abandonarla por

motivos políticos. Los franceses se vieron forzados a evacuar el

Milanesado ante la amenaza de invasión y Leonardo buscó refugio en Roma,

donde uno de los Medici, León X, ocupaba la cátedra de san Pedro. Allí

permaneció durante cuatro años a lo largo de los cuales se esforzó por

mantener el contacto con Florencia. En 1516 le llegó la oferta del nuevo

rey de Francia, Francisco I, para que dejase Italia y se instalase en el

castillo de Cloux, cerca de Amboise. Leonardo aceptó. Ya mayor,

acompañado de sus siempre fieles Salai y Francesco Melzi y con sus

cuadernos y algunas de sus obras más queridas emprendió de nuevo el viaje.

 

Poco después de llegar a Francia en 1517 sufrió un ataque de hemiplejía

que durante una temporada afectó seriamente a su movilidad. En este

exilio elegido fue acogido como un mito viviente y la corte le recibió

con los brazos abiertos y le brindó todo tipo de facilidades para que

continuase con su trabajo. Pero ya mayor y muy cansado, el maestro poco

más hacía que continuar anotando y dibujando en sus cuadernos. Falleció

en Cloux el 2 de mayo de 1519 a los sesenta y siete años de edad. Sus

biógrafos contemporáneos afirman que poco antes de morir sufrió un

repentino ataque de arrepentimiento y decidió confesar sus pecados (pese

a que durante su vida había dado muestras claras de descreimiento) y que

murió en brazos del rey que tanto había hecho para que fuese a trabajar

a Francia. Por supuesto no hay constancia documental que pueda

corroborar un final tan novelesco.

 

Sin embargo, en el momento de su muerte Leonardo gozaba ya de un aura

sobrehumana. Había sido un hombre de inquietudes inabarcables y había

cultivado brillantemente casi todas las facetas del conocimiento, aunque

hubiese finalizado sólo unos pocos de los proyectos que emprendió. La

mayoría de sus éxitos los cosechó en el campo de la pintura, en el que

creó alguno de los iconos más potentes que han sobrevivido al paso de

los siglos y han sido objeto de revisión constante por las generaciones

que le siguieron. Sus invenciones —algunas de una inocencia casi

infantil—, pese a que se han mostrado irrealizables en la práctica, han

atizado en los que le siguieron sueños tan antiguos como la propia

humanidad: volar, conocer la esencia de la naturaleza, los secretos del

cuerpo humano. Esa mezcla de inquietud por progresar, por hacer realidad

las ilusiones (pese a que la realidad pueda ser en ocasiones muy amarga)

y de encontrar espacios en los que el espíritu humano pueda

desenvolverse con mayor libertad son las claves que han hecho de

Leonardo una de las figuras más admiradas de la Historia y que le

aseguran el aprecio de los siglos venideros.

 

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