El genio más allá del arte
Pocas personalidades de la
historia del arte y la cultura fueron tan
polifacéticas como la de Leonardo
da Vinci. Fue sobre todo pintor,
dibujante, ingeniero, naturalista
e inventor; aunque también desarrolló
proyectos de escultura y
arquitectura que nunca llegaron a tener una
plasmación material, lo que
también ocurrió con la inmensa mayoría de
sus invenciones. Hombre
autodidacta, inquieto e incomprendido en su
tiempo, desarrolló una vida
solitaria e itinerante que le proporcionó un
aura de hombre admirado y maldito
al mismo tiempo. Su obra y su ingenio
ya cautivaron a sus
contemporáneos y desde entonces lo ha seguido
haciendo incesantemente. ¿Dónde
radica el magnetismo de Leonardo? Si fue
un hombre de proyectos más que de
realizaciones, ¿por qué ha alcanzado
una posición cimera en la
Historia? No es fácil responder a estas
preguntas, ya que la información
fiable sobre su vida no es muy
abundante, algo que sí sucede con
otros grandes personajes del
Renacimiento; pero lo que ha
llegado hasta nosotros de él es suficiente
para encandilar no sólo a las
generaciones pasadas y presentes, sino
también a las que están por
venir.
A mediados del siglo XV Italia
estaba inmersa en un profundo proceso de
transformación cultural y
artística. El movimiento que conocemos como
Renacimiento llevaba décadas en
marcha y su renovadora concepción del
hombre y de sus relaciones con la
naturaleza y la sociedad era tan
relevante que acabó por desbordar
las fronteras de Italia, que en aquel
entonces estaba dividida en
reinos, repúblicas y los Estados
Pontificios, para acabar
abarcando a toda Europa. Frente a la concepción
medieval del hombre, sin sentido
propio y cuya actividad estaba siempre
enfocada hacia Dios, el
Renacimiento propuso recuperar el legado
cultural de la Antigüedad
grecolatina como una forma de volver a situar
al hombre en el centro del
universo. Este proyecto de reforma cultural,
conocido con el nombre de
Humanismo, produjo una profunda transformación
en los conceptos y las formas de
trabajo de los intelectuales y los
artistas italianos. Desde la
tercera década del siglo algunas ciudades
de Italia comenzaron a descollar
como grandes centros de creación
literaria y artística. Frente al
arte esencialmente religioso de la Edad
Media, comenzaron a surgir
promotores privados de las artes, los
mecenas, que destinaban una parte
importante de sus recursos a los
encargos de obras de arte con las
que al tiempo embellecían sus moradas,
fomentaban su prestigio público y
creaban cenáculos de discusión
cultural que servían de imanes
para atraer a los creadores mejor dotados
del momento. Ciudades como
Venecia, Roma y, sobre todo, Florencia se
erigieron como focos de
esplendorosa creación, que pronto comenzaron a
ejercer una importante influencia
en el resto de Italia e incluso fuera
de ella.
Los orígenes humildes de un genio
Leonardo nació el 15 de abril de
1452 en el pequeño pueblo de Vinci, en
el territorio de Toscana, que
entonces pertenecía a la República de
Florencia. Era hijo ilegítimo de
un respetado notario de la localidad,
Ser Piero, y de una joven
campesina de nombre Caterina. Debido a que
Piero pertenecía a una familia de
fortuna y posición elevada no desposó
a la madre de su primogénito,
pero sí se hizo cargo de él acogiéndole y
criándole en su casa. Así, poco
después de su nacimiento, su padre y su
madre habían contraído matrimonio
con otros cónyuges. Su padre se
casaría otras cuatro veces y
daría al artista once hermanastros, aunque
siguió siendo hijo único durante
muchos años ya que las dos primeras
esposas de su padre no le
proporcionaron descendencia. La educación del
niño no debió de ser muy cuidada,
seguramente a causa de su condición de
ilegítimo. El hecho de que fuese
zurdo indica que nunca tuvo un maestro
que corrigiese lo que en aquel
entonces se consideraba un defecto que
era cruelmente modificado en las
escuelas. Los primeros biógrafos del
siglo XVI afirman que la infancia
del que con el tiempo acabaría siendo
un gran maestro debió de
transcurrir al aire libre disfrutando y
aprendiendo de la naturaleza, a
la que siempre otorgó un lugar
privilegiado en su quehacer; de
hecho, dejó escrito que «es más noble
imitar la naturaleza, que nos
presenta imágenes reales, que no imitar
las palabras, que son obras y
hechos de los hombres».
La futura ocupación del muchacho
seguramente fue una preocupación
prioritaria para su padre y el
resto de su familia. Según afirma el
historiador del arte James Beck,
de la Universidad de Columbia, «dado
que era ilegítimo, no podía
seguir la carrera de su padre y convertirse
en notario. Por eso tuvieron que
buscar alguna dedicación para el joven.
Debieron de percatarse de que
estaba excepcionalmente dotado. (…) Así
que cuando comprobaron que estaba
interesado en el arte posiblemente le
animaron a continuar con la
actividad, ya que no disponía de muchas
alternativas». Parece que la
posición ventajosa de su padre en la
sociedad del momento le permitió
movilizar los recursos necesarios para
que el chico ingresase en uno de
los talleres de los importantes
artistas que trabajaban en
Florencia en aquel momento. En torno al año
1469 Leonardo acudió con su padre
a la ciudad e ingresó en el taller de
uno de los más destacados
artistas del momento, Andrea Verrocchio, en el
que se formaron además de él
algunos genios de la pintura del
Renacimiento como Domenico
Ghirlandaio (maestro de Miguel Ángel), Pietro
Perugino (maestro de Rafael) o el
mismo Sandro Boticelli.
En los talleres de los artistas
se podía aprender el ejercicio de las
mejores técnicas artísticas del
momento. Verrocchio era un artista muy
versátil que cultivaba la
pintura, la escultura y la orfebrería. Por
tanto, todas estas técnicas
estarían a disposición del joven Leonardo
para formarse en el mundo de las
artes. Además era un artista muy bien
relacionado, ya que pertenecía al
círculo de los que trabajaban para
Lorenzo de Medici, llamado el
Magnífico, y frecuentaban su palacio. Como
apunta Denise Bud, profesor de
Historia del arte en la Universidad de
Rutgers, «parece que el padre de
Leonardo tuvo un papel crucial al
reconocer su talento cuando era
un adolescente y al llevarle al taller
de Andrea Verrocchio, donde
tendría las mejores oportunidades para
alcanzar el éxito».
En el taller de Verrocchio
también adquirió una formación en
arquitectura e ingeniería. Parece
que le produjo un especial impacto el
encargo que recibió su maestro de
coronar la linterna de la cúpula de la
catedral de Florencia. El
gigantesco tambor octogonal del templo llevaba
décadas sin cubrir hasta que el
genial arquitecto Filippo Brunelleschi
diseñó y dirigió la construcción
de una cúpula entre 1425 y 1436, en lo
que se considera la obra que abre
la arquitectura moderna. La linterna
que debía coronar el edificio
tardó mucho más en realizarse, y se llevó
a cabo siguiendo también un
diseño de Brunelleschi. Todo el conjunto se
coronaba con un inmenso orbe (una
gran bola metálica en cuya cima se
situaba una cruz y que
simbolizaba el mundo cristiano) que fue encargado
a Verrocchio en 1470. El taller
tuvo que diseñar y ejecutar la mole de
dos toneladas de cobre dorado y
de dos metros y medio de diámetro, y
además diseñó el sistema que
debía elevar semejante monstruo por el
cielo hasta ocupar su lugar. Es
fácil imaginar al joven Leonardo de
dieciocho años tomando parte con
excitación en el que era el mayor reto
tecnológico del momento y que
supondría su iniciación en la ingeniería,
disciplina que acabaría
convirtiéndose en una de líneas de trabajo de
toda su vida.
Ese mismo año realizó su primer
trabajo pictórico, una pequeña pero muy
importante intervención en un
Bautismo de Cristo pintado por su maestro.
El cuadro presenta en un paisaje
a Jesús y a san Juan Bautista con sus
pies sumergidos en el río Jordán
justo en el momento en que el santo
bautiza al Redentor, mientras que
en la esquina inferior izquierda dos
ángeles contemplan la acción. De
los dos ángeles, uno está en segundo
plano en posición frontal y otro
en primer plano de espaldas volviéndose
para ver la escena; este último
fue el que pintó Leonardo. El resultado
impresionó a todos. Leonardo
pintó con gran pericia y una libertad ajena
a los patrones de moda una figura
de dibujo cuidado, levemente
difuminada, y con un tratamiento
de los ropajes que era digno de un gran
maestro. Según el historiador del
arte y máximo especialista en
Leonardo, Pietro Marani, «por
primera vez en la historia de la pintura
Leonardo representó una figura
girada mirando hacia el espectador.
Aquello fue una revolución en el
arte porque hasta entonces todas las
figuras se representaban
frontalmente, de una forma muy estática,
arcaica y típicamente medieval.
Así es como introdujo el movimiento en
las figuras». En las décadas que
siguieron Leonardo consagraría grandes
esfuerzos a desarrollar un código
de comunicación de sus figuras basado
en las posturas que adoptaban.
También se ha afirmado que la reacción en
su maestro ante la intervención
de Leonardo fue demoledora y que,
sintiéndose superado por su
discípulo, decidió abandonar la pintura.
Dicha afirmación pertenece al
mundo de la leyenda, pero lo cierto es que
desde el período 1470-1472, al
que pertenece el Bautismo, Verrocchio no
volvió a cultivar el arte del
pincel y a partir de entonces se centró en
la escultura y la orfebrería. Era
evidente tanto para el maestro como
para el discípulo que aquél tenía
ya poco que enseñar y que éste podía
emprender nuevos proyectos por su
cuenta.
Volando en solitario: Florencia
De todas formas fue el propio
Leonardo quien sintió que había llegado a
la madurez artística que le
permitiría proseguir su camino en solitario,
ya que en 1472 aparece inscrito
en la Compañía de San Lucas de
Florencia, el gremio de pintores
de la ciudad, con tan sólo veinte años.
Sin embargo éste no fue el
comienzo de una fecunda carrera de pintor.
Como sucedería a lo largo de toda
su vida, Leonardo pintaría poco (hasta
nosotros ha llegado una veintena
escasa de obras de su mano, muchas de
ellas en mal estado de
conservación). Mucho se ha discutido sobre los
motivos; ya desde antiguo se
apuntó que sus múltiples intereses y
dedicaciones posiblemente le
robaran el tiempo necesario para pintar más
cuadros. En aquella primera etapa
florentina comenzó a realizar algunos
lienzos como La Anunciación
(1472), un par de madonnas y su primer
retrato conservado, el que
realizó a la dama florentina Ginevra de Benci
con motivo de su boda en 1474.
Pese a esta parquedad de
resultados pictóricos, Leonardo comenzaría a
cultivar una costumbre que
mantuvo a lo largo de toda su vida y que
acabaría constituyendo uno de sus
principales legados, los cuadernos de
notas. En estos años empezó a
escribir sus ideas en pliegos sueltos de
papel, normalmente acompañadas
con gran profusión de dibujos, diseños,
cálculos y todo tipo de adiciones
en lo que supone una obra artística y
científica de primer orden. Como
indica el escritor y ensayista Serge
Bramly, autor de varias
biografías del artista, «Leonardo podía escribir
en ellos cualquier idea que le
viniese a la cabeza, todo lo que hubiese
leído y escuchado en las calles o
a los amigos. En ocasiones es muy
difícil saber si la idea que ha
anotado es realmente suya…». Tras su
muerte, los cientos de páginas
que dejó anotadas y dibujadas fueron
agrupados y cosidos formando
códices de un valor extraordinario (sólo
han llegado veinte hasta nuestros
días). Esto explica que dichos
volúmenes no reflejen una
exposición lineal del pensamiento o los
planteamientos de Leonardo en las
artes y saberes que cultivó. El
historiador del arte Richard
Turner lo deja claro cuando afirma que «los
cuadernos de notas son
fragmentarios y contradictorios. Están compuestos
de toda clase de materiales que
abarcan un conjunto muy amplio de
conocimientos, incluso dentro de
una misma página. Para decirlo
claramente, son la antítesis de
las notas que tomaría hoy en día un
estudiante universitario. La
razón es que Leonardo, sencillamente, no
era un pensador sistemático».
Otro de los aspectos de sus
anotaciones que más ha llamado la atención
es el hecho de que escribiese
usando escritura inversa, también llamada
especular. Esto quiere decir que
para que otra persona pudiese leer lo
que había escrito debía poner el
texto ante un espejo para que la letra
fuese legible de forma normal. Se
ha especulado si la motivación para
proceder así estuviese en la
voluntad del redactor de ocultar el
contenido de sus anotaciones a
los demás. Los historiadores del arte no
están de acuerdo con esta teoría.
Como afirma Richard Turner, «la
cuestión es que si era zurdo, la
forma normal de escribir es de derecha
a izquierda. Así no se empuja la
pluma, se tira de ella. Además es muy
posible que desarrollase este
procedimiento porque no tuvo un maestro de
primeras letras que le obligase a
escribir de la forma estándar». El
profesor Budd se ha mostrado
asimismo contrario a estas teorías, porque
«pese a ello la letra de Leonardo
es muy legible con el uso de un
espejo. Considero que
probablemente fue un capricho que desarrolló
porque simplemente era más fácil
para él».
Un primer sobresalto en su
juventud florentina, que posiblemente sería
el primer motivo que le llevaría
a plantearse abandonar la ciudad, llegó
en 1476. Aquel año se formularon
dos denuncias por sodomía ante el
tribunal de la Signoria (órgano
de gobierno de la República florentina).
Fueron dos denuncias anónimas
—práctica habitual y legal en aquel
momento— por las que se acusaba
al modelo Iacopo Salterello de mantener
relaciones carnales con cuatro
hombres, entre los que se encontraba
Leonardo. Las denuncias fueron
finalmente retiradas, al parecer debido a
la buena posición social de los
otros acusados, pero la humillación
pública a la que fue sometido le
dejó una profunda huella y la etiqueta
de homosexual le acompañaría a lo
largo de su vida (y de hecho le ha
seguido acompañando hasta
nuestros días). Con independencia de que lo
fuese o no, según el profesor
Beck «parece que mantuvo algún tipo de
relación con otros hombres, pero
en el contexto de los talleres
artísticos del siglo XV aquello
no era nada extraordinario».
Efectivamente, la estrecha
relación que Leonardo mantuvo con dos hombres
que entraron en su taller muy
jóvenes y que le acompañaron durante toda
su vida cumpliendo las funciones
de modelos, discípulos y criados ha
dado pie a todo tipo de
fabulaciones al respecto. El primero fue Gian
Giacomo Caprotti, apodado Salai
(«diablillo»), que entró en el taller en
1490 a la edad de diez años.
Dieciséis años más tarde lo haría Francesco
Melzi, de quince años, y sería
quien heredaría los cuadernos de notas
del maestro a su muerte.
Una nueva decepción llegó en
1481. Aquel año, por intermediación de los
Medici, una selección de pintores
florentinos fue enviada a Roma para
cumplir un encargo del papa Sixto
IV: pintar varios paneles de las
paredes de la Capilla Sixtina con
escenas de las vidas de Moisés y de
Jesucristo. Los elegidos fueron
Boticelli, Perugino y Ghirlandaio,
considerados la élite de la
pintura florentina del momento, pero no
Leonardo. El dolor que le causó
este nuevo golpe quedó reflejado en la
pintura que estaba ejecutando en
ese momento, su San Jerónimo, que por
cierta crueldad del destino se
conserva en la actualidad en la
Pinacoteca Vaticana. En este óleo
representaba al santo penitente en su
retiro en el desierto
(espiritual, se entiende, puesto que su soledad no
le impedía estar representado en
medio de un paisaje nada árido) tan
sólo acompañado por el animal que
se le suele asociar en la iconografía
cristiana, el león. El gesto
demacrado del anciano se ha tomado
habitualmente como trasunto de
los momentos amargos que vivió entonces
el pintor.
Pero Leonardo nunca acabó su San
Jerónimo, con ello inauguraba una
costumbre que repetiría
asiduamente a lo largo de su carrera y que fue
una de las causas de la
impopularidad que le rodeó a la hora de
conseguir encargos de ricos y
poderosos patronos. De hecho la que estuvo
llamada a convertirse en obra
maestra irrefutable de su primer período
florentino tampoco llegaría a
finalizarse jamás. Se trata de La
adoración de los Magos
(conservada en la Galería de los Ufizzi, en
Florencia), que le fue encargada
en 1481 por los monjes de San Donato de
Scopeto, cerca de Florencia. La
situación económica por la que pasaba el
pintor en aquellos momentos no
debía de ser muy buena puesto que aceptó
cláusulas que en una situación
normal las habría rechazado. Se le obligó
a hacerse cargo de los gastos de
material y se le impusieron importantes
sanciones económicas si no
entregaba la obra en treinta meses. Se
trataba de un encargo mayor y
todo un reto compositivo para el joven
maestro. Aunque nunca llegaría a
finalizarlo, en el cuadro ensayó muchas
de las soluciones que
desarrollaría más tarde y que serían parte
esencial de sus aportaciones al
arte pictórico: la combinación de un
grupo central estático en forma
triangular rodeado de varios grupos que
daban dinamismo al conjunto; la
integración de los personajes en el
paisaje y la arquitectura, y la
contraposición de rasgos de los
personajes para destacar la
belleza de la imagen. No se conocen a
ciencia cierta los motivos que
llevaron a Leonardo a abandonar la obra,
aunque los últimos momentos de su
vida en Florencia se habían vuelto
demasiado amargos y la tentación
de trasladarse a otra ciudad en busca
de un nuevo ambiente en el que
desarrollar con mayor libertad su
potencial debió de rondar su
mente a menudo. Cuando en 1482 se le
presentó la oportunidad no
pareció pensárselo demasiado.
Al servicio de «El Moro»: Milán
A comienzos de 1482 Leonardo
aceptó un encargo de Lorenzo el Magnífico
para entregar un objeto al duque
de Milán, el poderoso guerrero Ludovico
Sforza, apodado «El Moro». El
motivo oficial parecía ser la entrega de
un instrumento musical destinado
a la corte del duque, pero estas
embajadas artísticas normalmente
solían encubrir fines políticos,
diplomáticos y militares en la
Italia del Renacimiento. Allí tuvo
noticia el artista de que El Moro
proyectaba construir un gran monumento
ecuestre en honor a su padre, el
duque Francesco Sforza. El proyecto,
junto con la febril actividad
militar y fortificadora que se vivía en la
capital lombarda, llamaron de
inmediato la atención de Leonardo.
Escribió una arriesgada carta en
la que ofrecía sus servicios al duque.
Sorprendentemente lo hacía como
ingeniero militar para tiempos de
guerra. Es evidente que, por su
situación estratégica para penetrar en
la península Itálica, sabía que
Milán era un territorio ambicionado
desde antaño por varias potencias
extranjeras, por lo que las rentas
ducales siempre iban destinadas
sobre todo a armamento e instalaciones
militares y sólo de forma
secundaria a fines artísticos. Por supuesto,
Leonardo también se ofrecía en su
carta como escultor (pensando en el
proyectado monumento), arquitecto
y pintor para tiempos de paz. En
opinión de Richard Turner,
«aquello fue un auténtico descaro. Él se
presentaba como capaz de hacer
cualquier cosa. Se le iban a pedir tareas
relacionadas con la guerra, el
armamento, las defensas… y afirmaba que
podía hacerlo todo. (…) Y en
realidad él no había hecho nada de eso, así
que se trató de una gran
operación de autopromoción».
Al parecer la carta surtió efecto
puesto que Leonardo entró a servir en
la corte de los Sforza y pronto
comenzó a comprobar que las diferencias
con su experiencia en Florencia
iban a ser muy acusadas. En palabras de
Serge Bramly, «Leonardo fue muy
feliz en Milán. Ludovico El Moro le
dejaba hacer lo que quería y para
él era una situación muy cómoda». De
estos años datan buena parte de
sus diseños militares y urbanísticos,
pensados para mejorar la
capacidad bélica de los milaneses y para
mejorar los proyectos de reforma
que el duque desarrollaba en su
capital. También fueron años de
grandes hallazgos artísticos. Dejando
aparte el retrato que realizó a
la amante del duque Cecilia Gallerani
(la Dama del armiño que se
conserva actualmente en un museo en la ciudad
polaca de Cracovia), dos son sus
grandes aportaciones de este período.
La primera de ellas la conocida
como Virgen de las rocas. Se trata de un
caso insólito en la producción de
Leonardo ya que realizó dos versiones
completamente acabadas del mismo
cuadro. Este hecho no ha dejado de
llamar la atención de los
estudiosos, que tras varias conjeturas parecen
haber resuelto la cuestión.
Parece que la primera versión de la obra,
que se conserva en el Museo del
Louvre, podría haberla empezado en
Florencia y luego la llevó a
Milán como muestra de sus capacidades
artísticas para posibles
clientes. Una vez en la nueva ciudad fue
presentada a la Cofradía de la
Inmaculada Concepción, que, satisfecha
con lo que se le mostró, le
encargó una representación de este precepto
mariano. Sin embargo Leonardo se
limitó a realizar para su cliente una
réplica, con variaciones, del
cuadro presentado (que sería la segunda
versión, actualmente en la
National Gallery de Londres), quizá porque el
pago que se le ofreció no
ascendía lo suficiente como para emprender la
confección de una obra nueva.
Richard Turner juzga así el resultado: «No
se había visto nada similar en la
pintura italiana. Era una pintura
extraña, con una composición
piramidal, en la que estaban la Virgen, el
Niño (que bendice a un san
Juanito arrodillado) y un extraño ángel que
casi parece una esfinge, situados
en medio de un mundo de estalactitas y
estalagmitas, un mundo empapado
de humedad, un mundo de medias luces».
El otro encargo que recibió en
Milán llegó hacia 1495 y le daría también
fama universal y algún que otro
problema. Según el profesor Budd, «el
encargo provino de Ludovico
Sforza, que estaba decorando el convento de
Santa Maria delle Grazie
posiblemente con el propósito de que sirviese
para albergar su tumba. Así que
le encargó para el refectorio [comedor]
La Última Cena. En la pared
opuesta debía ir una Crucifixión acompañada
de retratos de él y de su
familia». La elección del tema no era novedosa
ya que era muy frecuente en los
refectorios de conventos y monasterios,
pero Leonardo le dio un
tratamiento completamente distinto. Por un lado,
no escogió el momento del pasaje
bíblico que se representaba
tradicionalmente, es decir, la
institución de la eucaristía, sino que
eligió el momento en que Cristo
revela a sus apóstoles que va a ser
traicionado. Esta elección estuvo
motivada por el deseo de representar a
un Jesús sereno en contraste con
las reacciones que su anuncio provoca
entre los presentes. Además, el
tratamiento formal no fue el usual. En
vez de una fila de personajes
alineados detrás de una mesa —a excepción
de Judas, al que se solía situar
delante— Leonardo representó detrás de
la mesa a Jesús en posición
triangular en el centro y a ambos lados a
los doce apóstoles organizados en
cuatro grupos, dos a cada lado del
Mesías. Todo ello en un entorno
sencillo que no distrajese al espectador
de lo que se estaba
representando. Según Pietro Marani, «Leonardo
intentó representar las figuras
de una forma muy natural y humana, de
modo que las acciones
transmitiesen las actitudes, el movimiento
interior de sus mentes».
Los estudios y dibujos
preparatorios parecen indicar que el maestro
dispuso al detalle los gestos y
posturas de los personajes
representados, pero por desgracia
la técnica que empleó provocó que el
mural comenzase a deteriorarse
muy pronto. Efectivamente, Leonardo no
quiso usar la tradicional técnica
del fresco porque obligaba a trabajar
muy deprisa una vez que se había
preparado la superficie de la pared. Su
método de trabajo era más
reposado, casi contemplativo, y gustaba de
retocar varias veces lo que iba
haciendo, algo que era imposible en el
fresco. Así que aplicó
directamente sobre el muro una mezcla todavía no
muy bien identificada de
pigmentos y aglutinantes. El resultado del
experimento fue desafortunado y
desde el siglo XVIII la pintura ha
conocido por lo menos ocho
restauraciones (pudo sufrir más, pero no han
sido documentadas). Como afirma
el profesor Budd, «se debate sobre
cuánto de lo que hay allí se debe
realmente a Leonardo. Lo que hay que
hacer es, en cierto sentido,
desligarse de la obra. Definitivamente, lo
que tenemos de Leonardo se reduce
a la composición». Aunque sólo sea por
eso, la Última Cena fue una obra
que levantó instantáneamente la
admiración del público en general
y de los colegas del pintor en
particular, y que desde entonces
ha cautivado a todos cuantos se han
acercado a contemplarla.
Durante todos estos años en Milán
Leonardo trabajó incansablemente en el
proyecto de monumento ecuestre en
memoria del padre del duque. Deseaba
realizar una escultura asombrosa,
que dejase atrás lo que en este
terreno habían hecho Donatello y
su maestro, Verrocchio, considerados
como los grandes genios de la
escultura del siglo. Sus dibujos y
estudios muestran un primer
proyecto en el que el caballo debía estar en
corveta, esto es, de pie sobre
los cuartos traseros y con los delanteros
en el aire, pero que le resultó
imposible de llevar a la práctica porque
la técnica del momento no lo
hacía posible. Lo cambió por un modelo en
que el caballo marchaba al paso,
pero de dimensiones colosales. Llegó a
hacer el modelo en arcilla que
tendría que servir para proceder al
vaciado en bronce de la
escultura. La presentación del modelo admiró a
todo el mundo y el duque le
proporcionó el material necesario para su
ejecución. Pero la situación
política no le permitió acabar su proyecto.
En 1499 los franceses
conquistaron Milán y desalojaron del poder a la
familia Sforza, por lo que el
mecenazgo de Ludovico cesaba
irremediablemente. El bronce que
se destinó al caballo fue requisado
para fabricar cañones con los que
defender la plaza de los franceses y
parece ser que, una vez que éstos
entraron en la ciudad, usaron el
modelo de arcilla para practicar
el tiro con él. Ése fue el fin del
sueño de escultor de Leonardo,
jamás intentaría volver a cultivar este
género. De repente, sin la
protección de un mecenas que le facilitase el
desarrollo de los grandes
proyectos que ambicionaba, permanecer en Milán
dejaba de tener sentido, por lo
que una vez más se preparó para iniciar
un viaje incierto en busca de un
lugar en el que poder desarrollar su
talento.
De nuevo en Florencia
Parece que Leonardo probó suerte
en otra de las grandes capitales del
arte en la Italia del
Renacimiento, Venecia. Allí intentó reproducir el
método que tan buen resultado le
había dado en Milán y ofrecer sus
servicios al Dux (máximo
magistrado de la República veneciana),
especialmente como ingeniero.
Pero ahora sus pretensiones fueron
rechazadas. Durante su estancia
en aquella ciudad conoció al más
importante de sus pintores en ese
momento, Giorgione, que quedó
impresionado por su dominio del
claroscuro y su capacidad no sólo para
representar la belleza sino
también la fealdad. Una vez rechazado
parecía que no había mucha más
opción que volver a Florencia, adonde
llegó a mediados de 1500. El
ambiente en la ciudad había cambiado
durante sus diecinueve años de
ausencia y para su sorpresa muchas de sus
obras habían sido comentadas y
admiradas en los círculos artísticos e
intelectuales de la ciudad del
Arno. Parte de este éxito se debía a que
una generación más joven de
artistas había entrado en escena y entre
ellos Leonardo comenzaba a ser
considerado como un maestro digno de
admiración y de ser imitado. Sin
embargo, el más importante de todos
estos jóvenes creadores no se iba
a mostrar especialmente simpático con
el retornado. Efectivamente, en
aquel momento Miguel Ángel era la
personalidad dominante en
Florencia y la entrada de un rival de primer
orden en el escenario, junto a su
carácter avinagrado, no hicieron que
las relaciones fuesen
precisamente pacíficas. Es conocida la anécdota de
que paseando un día por las
inmediaciones del Palazzo Spini, Leonardo
intervino en una conversación
sobre cómo se debía entender un pasaje de
Dante. Aprovechando que Miguel
Ángel pasaba por allí el maestro indicó
que seguro que el joven escultor
podría responder a la pregunta. Miguel
Ángel se ofendió al pensar que se
trataba de una burla y le espetó
agriamente que el caballo que iba
a fundir y que le iba a dar tanta fama
había sido abandonado para su
vergüenza y para decepción de los milaneses.
En 1504 y ante el alborozo de los
florentinos, la Signoria encargó a
Miguel Ángel y a Leonardo la
elaboración de dos frescos para uno de los
salones de su sede y que deberían
realizar al tiempo. El tema de ambos
frescos sería el de batallas de
la historia de Florencia en las que la
República había salido
victoriosa. A Leonardo le fue encomendado
representar La batalla de
Anghiari. La expectación ante la competición
de los dos grandes genios del
momento en un mismo espacio y al mismo
tiempo prometía ser un
espectáculo. Pero la decepción llegó pronto.
Leonardo comenzó los trabajos
rápidamente pero al poco tuvo que
abandonarlos porque volvieron a
surgir problemas con la técnica empleada
para realizar el mural: de nuevo
se negó a emplear el fresco, motivo por
el que fue criticado. La única
parte de la obra que llegó a ejecutar se
conoce hoy en día gracias a la
copia que cien años más tarde realizó
Rubens. Para descargo de
Leonardo, Miguel Ángel no realizó el mural que
le fue asignado, por lo que la
competición acabó en tablas.
Leonardo permanecería en
Florencia hasta 1506. Sólo salió de la ciudad
en el año 1502, cuando se puso al
servicio de César Borgia, hijo del
papa Alejandro VI y uno de los
señores más poderosos de la Italia del
momento, al que sirvió como
ingeniero militar. Pero fue un mecenazgo
fugaz ya que al año siguiente
estaba de vuelta en la ciudad de la que
había partido. Fueron años
provechosos en todas las facetas de su
producción. Parece que fue el
momento en el que más llamó su atención el
vuelo de los pájaros y acarició
más de cerca el proyecto de desarrollar
una máquina de volar. Sin embargo
era muy consciente de que sus
proyectos no eran realizables en
la práctica y los relatos del maestro
que arriesgaba la vida de sus
discípulos obligándoles a probar sus
máquinas experimentales
pertenecen al terreno de la leyenda. Asimismo,
éstos son los años en que se
retomaron con fruición los estudios
anatómicos basados en la
disección de cadáveres. Es un hecho conocido
que dicha práctica estaba
prohibida por la Iglesia y que pese a que
varias universidades italianas
habían conseguido dispensa papal para
practicarla durante el siglo
anterior, todavía no eran algo común.
Leonardo cultivó el estudio
anatómico directo desde joven, algo que le
puso en alguna ocasión en
aprietos con las autoridades eclesiásticas,
pero es en su segunda etapa
florentina cuando llega este interés a su
clímax. A esta etapa pertenece
uno de sus dibujos más conocidos al
respecto en el que representa la
cara de placidez de un anciano
centenario al morir para proceder
a continuación a dibujar la disección
de su cadáver con objeto de
esclarecer el motivo de su muerte.
En el terreno de la pintura
fueron años de grandes hallazgos. Dos obras
concentraron el reconocimiento
público de Leonardo en este período. La
primera de ellas (inacabada y que
se conserva en la National Gallery de
Londres) fue Santa Ana, la Virgen
y el Niño, obra de 1505 que
originalmente había sido
encargada por los hermanos servitas al pintor
Filippino Lippi para el retablo
mayor de la iglesia de la Anunziata.
Cuando Lippi se enteró de que
Leonardo habría deseado realizar la
pintura se retiró gustosamente
del encargo ya que admiraba al maestro y
deseaba ver qué proponía para
ejecutarlo. Leonardo elaboró un cuadro
admirable en el que sintetizó los
hallazgos artísticos que había ido
acumulando hasta su plena
madurez: el uso del claroscuro, la sabia
distribución de volúmenes para
crear equilibrio (técnica llamada
contrapposto), su modelo de
belleza femenina, la puesta en escena de
paisajes surgidos de la
observación de la naturaleza pero
artificialmente diseñados para
generar una atmósfera evocadora… Fue un
nuevo éxito público de Leonardo
que afianzó la admiración de los
florentinos. Incluso llegó a
acometer dos años más tarde una segunda
versión de la obra en la que
profundizaba en los mismos aspectos; ésta
sí que la finalizó y hoy en día
se halla en el Louvre.
Si Santa Ana, la Virgen y el Niño
marcó el éxito público de Leonardo en
su segundo período florentino,
fue otra obra la que a partir de 1505
absorbió todos sus esfuerzos en
privado y se volvería casi en una
obsesión en la que volcó su ansia
de perfección en el ejercicio del
arte. En aquel año recibió el
encargo de Francesco del Giocondo de
retratar a su mujer, Lisa (el
nombre de Mona Lisa sería la contracción
de ma donna Lisa, «mi señora
Lisa»). Leonardo aceptó el encargo, pese a
que no era muy dado a realizar
retratos. Pero en éste precisamente
desarrolló todo su potencial
creativo. Le dio una composición muy
estudiada: la mujer aparece
sentada con las manos apoyadas sobre el
brazo de una silla, el busto casi
de perfil y el rostro girado hacia el
espectador; detrás de ella una
repisa y en los extremos laterales de
ésta dos columnas apenas
insinuadas que encuadran la escena como si
estuviese en una logia que da a
un paisaje, el cual se abre amplio y
despejado al fondo del cuadro. El
rostro de la mujer fue pintado de una
manera inquietante, siguiendo su
técnica tradicional del sfumatto
(difuminado) lo idealiza
ligeramente, une sus rasgos: las cejas a la
nariz y éstos a la boca, cuyas
comisuras se debaten entre la sonrisa y
la melancolía. El paisaje es
típicamente leonardesco, en equilibrio
inestable (como el resto de
componentes del cuadro) entre la naturaleza
observada y la fantasía
desbocada, como si la potencia de las fuerzas
naturales quisiesen competir con
la calma triste de la retratada.
Leonardo lo domina todo en este
retrato: el espacio, el movimiento, la
luz. En opinión del profesor
Beck, «es la espiritualidad inherente al
ser humano lo que Leonardo fue
capaz de plasmar en un cuadro que eleva a
una figura humana para
convertirla en un tipo de majestad». Muy
posiblemente Leonardo concibió la
obra como un desafío total a sus
capacidades, quizá por eso no la
entregó nunca a quien se la encargó y
quizá por eso la consideró
siempre como inacabada, pendiente del último
retoque. La Gioconda, aunque no
fue la última obra que empezó Leonardo
muy posiblemente marcó un punto
de llegada en su vida, la culminación de
su genio creador a partir del
cual los logros irían agotándose
lentamente. Los años posteriores
se encargarían de demostrarlo.
Milán y el exilio: el ocaso del
maestro
En 1506 Leonardo se hallaba de
nuevo de viaje. Por razones que no
conocemos (se ha sugerido que por
desavenencias económicas) dejó
Florencia para dirigirse de nuevo
a Milán, que había abandonado tan sólo
seis años antes. Allí entró al
servicio del gobernador francés Charles
d’Amboise, siguiendo al de sus
sucesores Gastón de Foix y Giacomo
Trivulcio. Es en este momento
cuando llegaron a la corte francesa
noticias del gran maestro
florentino que estaba en Milán y el rey Luis
XII se interesó en su obra. La
fama de Leonardo había atravesado
definitivamente los Alpes. De
nuevo el maestro se sentía a gusto en la
capital de Lombardía y por
segunda vez se vio obligado a abandonarla por
motivos políticos. Los franceses
se vieron forzados a evacuar el
Milanesado ante la amenaza de
invasión y Leonardo buscó refugio en Roma,
donde uno de los Medici, León X,
ocupaba la cátedra de san Pedro. Allí
permaneció durante cuatro años a
lo largo de los cuales se esforzó por
mantener el contacto con
Florencia. En 1516 le llegó la oferta del nuevo
rey de Francia, Francisco I, para
que dejase Italia y se instalase en el
castillo de Cloux, cerca de
Amboise. Leonardo aceptó. Ya mayor,
acompañado de sus siempre fieles
Salai y Francesco Melzi y con sus
cuadernos y algunas de sus obras
más queridas emprendió de nuevo el viaje.
Poco después de llegar a Francia
en 1517 sufrió un ataque de hemiplejía
que durante una temporada afectó
seriamente a su movilidad. En este
exilio elegido fue acogido como
un mito viviente y la corte le recibió
con los brazos abiertos y le
brindó todo tipo de facilidades para que
continuase con su trabajo. Pero
ya mayor y muy cansado, el maestro poco
más hacía que continuar anotando
y dibujando en sus cuadernos. Falleció
en Cloux el 2 de mayo de 1519 a
los sesenta y siete años de edad. Sus
biógrafos contemporáneos afirman
que poco antes de morir sufrió un
repentino ataque de
arrepentimiento y decidió confesar sus pecados (pese
a que durante su vida había dado
muestras claras de descreimiento) y que
murió en brazos del rey que tanto
había hecho para que fuese a trabajar
a Francia. Por supuesto no hay
constancia documental que pueda
corroborar un final tan
novelesco.
Sin embargo, en el momento de su
muerte Leonardo gozaba ya de un aura
sobrehumana. Había sido un hombre
de inquietudes inabarcables y había
cultivado brillantemente casi
todas las facetas del conocimiento, aunque
hubiese finalizado sólo unos
pocos de los proyectos que emprendió. La
mayoría de sus éxitos los cosechó
en el campo de la pintura, en el que
creó alguno de los iconos más
potentes que han sobrevivido al paso de
los siglos y han sido objeto de
revisión constante por las generaciones
que le siguieron. Sus invenciones
—algunas de una inocencia casi
infantil—, pese a que se han
mostrado irrealizables en la práctica, han
atizado en los que le siguieron
sueños tan antiguos como la propia
humanidad: volar, conocer la
esencia de la naturaleza, los secretos del
cuerpo humano. Esa mezcla de
inquietud por progresar, por hacer realidad
las ilusiones (pese a que la
realidad pueda ser en ocasiones muy amarga)
y de encontrar espacios en los
que el espíritu humano pueda
desenvolverse con mayor libertad
son las claves que han hecho de
Leonardo una de las figuras más
admiradas de la Historia y que le
aseguran el aprecio de los siglos
venideros.
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