martes, 4 de noviembre de 2025

20 ISABEL 1º.

 



 

La Reina Virgen

 

Isabel I de Inglaterra, la Reina Virgen, es sin lugar a dudas uno de los personajes de la Edad Moderna que más fascinación ha despertado a lo largo de los siglos posteriores a su reinado. Glorificada por unos como personificación de todas las virtudes deseables en un gobernante, y denostada por otros como encarnación de la egolatría personal y la indecisión política, Isabel I ocupa un lugar imprescindible en la conformación de la identidad nacional inglesa. Declarada ilegítima por su propio padre, encarcelada por su hermana, centro de casi todas las intrigas cortesanas de la Inglaterra del siglo XVI, Isabel I jamás se arredró ni como mujer ni como reina. Con su habilidad política construyó magistralmente un mito en torno a su figura y a su reinado, que la convertiría en leyenda viva y haría de la Inglaterra isabelina la referencia de una época dorada. Cómo logró hacerlo es la historia de su vida.

 

La infancia de Isabel I fue cualquier cosa menos tranquila y sencilla. Los constantes y drásticos cambios a los que se vio sometida marcarían para siempre la compleja y a veces difícilmente comprensible personalidad de la futura reina. El 7 de septiembre de 1533, mientras su madre, Ana Bolena, daba a luz, su padre, Enrique VIII, esperaba impacientemente el nacimiento de un varón. Ana Bolena era la segunda esposa del rey inglés. Su primer matrimonio con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos y tía de Carlos V, había durado dieciocho años en los que no había logrado obtener su ansiado heredero. Tal situación, unida a la pasión que despertó en el monarca la joven Ana Bolena, terminarían motivando que Enrique VIII forzase la nulidad del primer matrimonio y contrajese nuevas nupcias con la madre de Isabel I en 1533. La boda se celebró con la nueva reina embarazada de seis meses, pero pocas semanas después las esperanzas del rey volvieron a verse frustradas. Al igual que con Catalina de Aragón (con la que había tenido una hija, María Tudor), el heredero varón se hacía esperar. Pero como demostrarían los hechos en los siguientes tres años, Enrique VIII no estaba hecho para la paciencia.

De hija bastarda a posible heredera

 

Al año siguiente de contraer matrimonio, Enrique VIII, que esperaba que su esposa pudiese darle más hijos, promulgó una ley, «Acta de Sucesión», declarando que sólo podrían considerarse como sus legítimos herederos los hijos que tuviese con Ana Bolena. En la práctica esto suponía borrar de la línea sucesoria a María Tudor en favor de la pequeña Isabel, pero el ánimo del rey no era que su nueva hija llegase a convertirse en reina de Inglaterra, sino asegurar la posibilidad de que le sucediese en el trono un varón si es que nacía. Ana Bolena volvió a quedarse embarazada pero perdió a su hijo antes de que naciese. Enrique VIII comenzó a convencerse de que su esposa no habría de darle el heredero que tanto deseaba, pues quizá Dios utilizaba ese instrumento para castigarlo.

 

No era extraño que el monarca inglés temiese ser objetivo de la ira divina. Para conseguir la nulidad de su primer matrimonio, exigida por Ana Bolena, y ante la negativa del Papa a concedérsela, Enrique VIII hizo que su unión con Catalina de Aragón fuese declarada nula por un tribunal eclesiástico inglés. Con ello no sólo desobedecía al pontífice sino que negaba de forma pública su autoridad. En el contexto de una Europa cuya unidad religiosa se estaba resquebrajando de forma irremediable como fruto de las corrientes espirituales nacidas de la Reforma protestante, la postura de Enrique VIII suponía una franca ruptura con Roma y, por tanto, una decisión de importantísimas consecuencias políticas. La separación se consagró legalmente en 1534 con la promulgación del «Acta de Supremacía» en la que se establecía que el rey inglés era y debía ser «por justicia y por derecho el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra». De este modo nacía la Iglesia anglicana. La persecución de católicos no se hizo esperar, como tampoco la desamortización de los bienes eclesiásticos, tan beneficiosa económicamente. Se exigió juramento de fidelidad a la nueva confesión inglesa y, como recuerda el profesor de Historia moderna Heinrich Lutz, «el reconocimiento de la ruptura con Roma mediante juramento fue exigida e impuesta con uso de la violencia».

 

Entretanto, Isabel había sido trasladada a la que se convertiría en su principal residencia hasta su ascenso al trono, el palacio de Hatfield en Hertfordshire. Tenía sólo tres meses cuando Ana Bolena, siguiendo los usos de la época, decidió encomendar el cuidado de su hija a toda una corte de criados, asistentes, nodrizas y damas de compañía que se ocuparían de ella en Hatfield. Allí la pequeña pasó los primeros años de su vida rodeada de todo tipo de atenciones y bajo el vigilante seguimiento de sus padres. Todas las decisiones que la rodeaban (el tiempo que debía prolongarse su lactancia, qué debía comer…) se trataban directamente con el rey como si fuesen asuntos de Estado, pues a fin de cuentas se trataba de su única heredera legítima. Su madre se ocupaba personalmente de todo el ceremonial relativo a la pequeña y ponía especial interés en el cuidado de los vestidos y adornos que debía emplear. Vestidos de damasco o seda verdes y amarillos, abrigos de terciopelo negro, rojo o naranja y delicados gorros de raso adornados con oro se encargaban de dejar claro que la pequeña era la hija del rey. Con esa misma intención la reina ordenó que la hermanastra de Isabel, la declarada ilegítima María Tudor, entrase al servicio de la heredera como una más de sus damas de compañía. El mensaje político era tan evidente como la humillación que semejante orden suponía tanto para Catalina de Aragón como para la propia María Tudor, quien no tuvo más remedio que obedecer y trasladarse a Hatfield. Las bases para el futuro enfrentamiento de las dos hermanas estaban sentadas. Como afirma la biógrafa de Enrique VIII Margaret George, «la batalla entre Ana Bolena y Catalina de Aragón continuó en la siguiente generación a través de sus hijas. Ciertamente María percibía así la situación, habría sido imposible que lo hiciese de otro modo».

 

No obstante, todos los desvelos de Ana Bolena por asegurar la posición de su hija pronto se revelaron inútiles. La preocupación del rey por lograr un hijo varón, la inquietud por todas las consecuencias religiosas y políticas que había traído consigo la tortuosa nulidad de su primer matrimonio, los rumores sobre la promiscuidad de la reina y el nuevo interés de Enrique VIII por Jane Seymour, acabaron dando pie a una acusación formal de adulterio y traición. Ana Bolena fue detenida, juzgada y decapitada cuando su hija tenía sólo tres años. Dos semanas después de la ejecución, el monarca inglés se casaba con Jane Seymour, e Isabel corría la misma suerte que María Tudor al ser declarada bastarda.

 

En 1537 el nuevo matrimonio de Enrique VIII daba por fin el fruto que tanto había ansiado. El nacimiento del futuro Eduardo VI ponía fin a los afanes del monarca, pero también conllevaría la muerte de Jane Seymour pocas semanas después del parto. Pasarían tres años antes de que Enrique VIII volviese a pensar en contraer matrimonio, si bien entre 1540 y 1541 se casó sucesivamente con Ana de Cleves (cuyo enlace se anuló sin llegar a consumarlo después de siete meses) y con Catalina Howard (dama de compañía de la anterior y que sería ejecutada por adulterio). En 1543 el rey contrajo por última vez matrimonio con Catalina Parr, una joven viuda que mostró hacia las hijas de Enrique VIII una actitud de sincero afecto. La edad y salud del rey evidenciaban a esas alturas que no habría de tener más herederos. Por una parte, la continuidad en el trono por vía de varón estaba asegurada con Eduardo, el hijo de Jane Seymour, pero por otra, mantener a dos hijas como bastardas podía complicar tremendamente la futura sucesión. La posibilidad de que surgiesen facciones rebeldes hacia el heredero fue conjurada por Enrique VIII en 1544 con una nueva «Acta de Sucesión» en la que tanto María Tudor como Isabel volvían a ser reconocidas como hijas legítimas y recuperaban su derecho a heredar el trono de Inglaterra. La prioridad concedida legalmente a los varones situaba en ese momento a la futura Isabel I como tercera en la línea de sucesión. No parecía previsible que su derecho se hiciese algún día efectivo.

 

 

 

Tres hermanos para un trono

 

El reconocimiento de Isabel y de María Tudor como hijas legítimas de Enrique VIII se tradujo en el regreso de ambas a la corte. Por primera vez desde su nacimiento Isabel vivió en un ambiente familiar pues Catalina Parr sentía un afecto sincero por la hija de Ana Bolena. Bajo su tutela Isabel comenzó a recibir la cuidada educación que debía corresponder a la hija de un rey: idiomas, historia, literatura, música, teología, filosofía… La futura reina demostró entonces que era inteligente, brillante y hábil. En palabras de la especialista en el reinado de Enrique VIII, Alison Weir, «recibió una educación asombrosa para una mujer de su época. Estudió los clásicos y teología y todas las disciplinas que también estudiaba su hermano Eduardo. Se convirtió en una joven muy formada y culta, tanto, que de hecho llegó a superar a su tutor, quien afirmó sobre ella: “Yo le enseño palabras, ella a mí cosas”».

 

Es probable que por influencia de Catalina Parr Isabel comenzara a moldear su religiosidad en las ideas reformadas del protestantismo. En los años posteriores a la muerte de Enrique VIII, la reina viuda dio muestras públicas de su simpatía por las ideas defendidas por Lutero y pasó a considerarse una protestante convencida. Los principios religiosos de la Reforma habían prendido con fuerza en Inglaterra tras la ruptura de Enrique VIII con Roma, si bien no puede decirse que el rey llegase a adoptar nunca posturas meridianamente definidas al respecto. Lo que el monarca había dejado claro era la independencia de su poder respecto a la Iglesia católica. Como afirma el profesor Carlos GómezCenturión, «Enrique VIII continuó íntimamente anclado en la tradición católica —excepción hecha de la autoridad papal, claro— y se negó a cualquier compromiso con luteranos o calvinistas». Frente a esta postura, la última esposa del rey sí pareció profesar un protestantismo convencido cuyos principios probablemente transmitió a Isabel cuando se hizo cargo de su educación. Años más tarde, las profundas convicciones protestantes de Isabel I permitirían la definición doctrinal definitiva de la Iglesia anglicana.

 

Pese a los constantes cambios que caracterizaron su infancia y los difícilmente asumibles trajines matrimoniales de su padre, todo parece indicar que la futura Isabel I sintió auténtica fascinación por Enrique VIII. Si bien es cierto que el monarca inglés, desde el punto de vista personal, cambiaba de esposa con la misma facilidad con la que se mudaba de traje, también lo es que como rey fue un coloso político capaz de hacer lo que otros muchos monarcas europeos hubiesen deseado, romper su subordinación con Roma. Desde el punto de vista político, Enrique VIII dejaba tras de sí un legado valiosísimo pues con la promulgación del «Acta de Supremacía» de 1534 había logrado un reforzamiento del poder real sin precedentes, tanto dentro como fuera de sus fronteras. La ruptura con Roma le convertía en un monarca que no se sometía a ningún poder ajeno a su propia corona, que no reconocía más autoridad que la emanada de esa misma corona y que no tenía que rendir cuentas a ningún poder externo. Además, la conversión del rey inglés en la cabeza de la Iglesia de Inglaterra aseguraba el mantenimiento de esa situación para el futuro. Es fácil imaginar la admiración que la labor regia de Enrique VIII debía despertar en una joven heredera cuya formación y aptitudes la hacían desear ocupar algún día el trono de su padre para poder emularle. En este sentido, el profesor John Morrill apunta que «si Isabel tuvo alguna ardiente ambición en sus años de formación, ésa fue la de ser reina. Ella no ambicionaba hacer nada, sino exclusivamente ser reina tal y como creía que era su derecho».

 

En 1547 Enrique VIII enfermó y murió, y fue sucedido en el trono, tal y como estaba dispuesto, por su hijo Eduardo VI. Sin embargo el joven rey era menor de edad, por lo que se inició una regencia a cuyo frente se situó uno de sus tíos, Edward Seymour, que fue nombrado Lord Protector del reino. En una situación necesariamente interina, el regente trató de reforzar por todos los medios a su alcance su posición de poder en la corte, pues no faltaban facciones políticas, particularmente las encabezadas por los miembros de la familia Tudor, que deseaban desplazarle. Como era habitual en tales situaciones comenzó a rodearse de personas de su entera confianza para el desempeño de los cargos cortesanos, razón por la que hizo llamar a su hermano Thomas Seymour.

 

Thomas Seymour era un hombre ambicioso y deseaba la cercanía al trono por encima de todo. Aunque unos pocos meses más tarde terminaría por casarse con Catalina Parr, de la que había sido amante hacía bastante tiempo, a su llegada a la corte trató de que fuese la misma Isabel quien aceptase su proposición de matrimonio. La futura reina de Inglaterra tenía entonces catorce años, por lo que un matrimonio celebrado a esa edad no habría generado escándalo alguno en la época. Fue la primera vez que Isabel rechazó casarse, y no sería la última. Como consecuencia de la boda de Catalina Parr, Isabel, que hasta entonces había permanecido con la última mujer de su padre, comenzó a vivir con el nuevo matrimonio. Quizá como consecuencia de la propuesta rechazada, o quizá por los intereses políticos en desacreditar a la heredera, comenzaron a circular rumores sobre una supuesta relación entre ella y Thomas Seymour. Algunos especialistas como el historiador Diarmaid MacCulloch no dudan en afirmar que debió de existir algún fundamento para los rumores, pues incluso la propia Catalina Parr tomó cartas en el asunto al culpar a Isabel del comportamiento disoluto de su esposo. Los rumores se reprodujeron después de la muerte de Catalina, y entonces llegó a circular la creencia de que Isabel podía estar esperando un hijo de Thomas Seymour. Todo ello generó grandes problemas a la que un día sería aclamada como Reina Virgen y, como apunta el profesor MacCulloch, quizá éstos se encuentren en la base de la elección de ese preciso papel.

 

Aunque los escandalosos rumores sobre Isabel motivaron que su hermano Eduardo VI se negase a recibirla en la corte durante más de un año, finalmente el joven rey decidió pedirle que regresase. Entretanto, la situación política del país era extremadamente delicada. El propio hermano de Edward Seymour había intentado derrocarlo como regente; finalmente caería víctima de la crisis iniciada con motivo del comienzo de hostilidades con Francia, siendo sustituido en sus funciones por John Dudley, duque de Northumberland. La delicada salud de Eduardo VI, que siempre había sido un niño enfermizo, hacía presagiar que moriría antes de tener descendencia. En esa situación las posibles herederas de la corona inglesa eran, por orden, María Tudor e Isabel. La primera era abiertamente católica, lo que para John Dudley y sus partidarios, e incluso para el mismo Eduardo VI, era un serio inconveniente. Dudley era protestante y sabía que con el acceso de María Tudor al trono sus posibilidades de conservar el poder que en aquel momento ostentaba eran inexistentes. Isabel no parecía católica, pero tampoco fácil de manejar como lo era Eduardo VI. Ante semejante panorama el nuevo Lord Protector hizo todo lo posible por asegurar su continuidad en el poder en el caso de que el joven monarca falleciese, y el peón del que se sirvió fue una joven por la que Eduardo VI mostraba inclinación, Jane Grey. Ésta era hija de una sobrina de Enrique VIII, y por tanto, en caso de ausencia de herederos, podía alegar su derecho al trono inglés. Si Dudley conseguía hacer desaparecer a las dos herederas de la línea sucesoria podría convencer fácilmente a Eduardo VI de que nombrase heredera a una joven con la que tenía una buena relación desde su infancia y que, a la postre, también poseía derechos de sangre. Por si eso fuese poco, el duque de Northumberland concertó el matrimonio de su hijo mayor con Jane Grey, de tal forma que cuando ésta accediese al trono su posición de poder fuese prácticamente intocable. Paralelamente comenzó a convencer a Eduardo VI, cuya salud se deterioraba por momentos, de que estableciese una nueva línea de sucesión en la que María Tudor e Isabel quedasen excluidas, lo que finalmente logró. Cuando en 1553 el rey murió, el duque de Northumberland ocultó el deceso durante varios días para dar tiempo a los preparativos de la proclamación como reina de Inglaterra de Jane Grey. Sin embargo, y aunque la proclamación llegó a realizarse, Jane Grey sólo ocupó unos días el trono pues la presión de los partidarios de María Tudor convirtió la audacia del duque en algo insostenible.

 

María Tudor fue aclamada como reina de Inglaterra y todos los participantes en el complot para arrebatarle sus derechos fueron procesados y ejecutados. La nueva reina había subido al trono arropada por la multitud que reclamaba para tal dignidad a una hija de Enrique VIII. Pero María Tudor era también hija de Catalina de Aragón y era católica.

 

 

 

De María «la sanguinaria» a la Inglaterra isabelina

 

El entusiasmo inicial con que los ingleses recibieron a su nueva soberana se vio rápidamente enfriado cuando ésta comenzó a hacer notar sus intenciones de dar un vuelco a la situación religiosa del país. María Tudor había recibido una educación católica y su vida se había visto terriblemente marcada por la ruptura del matrimonio de sus padres y, a consecuencia de ello, su declaración como bastarda. Los únicos apoyos con que había contado Catalina de Aragón en todo ese proceso eran los procedentes de su sobrino Carlos V, defensor a ultranza del catolicismo en las luchas confesionales que azotaban toda Europa, y del Papa, que se negaba a disolver el matrimonio con Enrique VIII. La ruptura con Roma y el abrazo al protestantismo de Inglaterra sólo habían supuesto problemas y más problemas para la que ahora era reina, por lo que no tenía ninguna razón para querer mantener la continuidad de la situación precedente.

 

La agresiva política de recatolización de Inglaterra emprendida por la reina le valdría el sobrenombre de María «la Sanguinaria». Las leyes contra los herejes se restituyeron y las persecuciones de protestantes la llevarían a ordenar la ejecución de más de trescientos de ellos. Cuando en 1554 la reina contrajo matrimonio con el futuro Felipe II, la situación parecía tomar un rumbo sin posible marcha atrás. Felipe II aún no había accedido a la corona de la Monarquía Hispánica, pues su padre Carlos V no abdicaría definitivamente hasta dos años más tarde. Pese a ello, y dado el enorme interés estratégico de la alianza matrimonial con Inglaterra, Carlos V abdicó en su hijo el título de rey de Nápoles para que el matrimonio pudiese realizarse en pie de igualdad entre los contrayentes. Como recuerda la profesora María José Rodríguez-Salgado, «Carlos V expresó su deseo de otorgar a Felipe un título que estuviera a la altura del de su esposa, de forma que no sufriera el deshonor de ser considerado inferior». A mediados del siglo XVI, la Monarquía Hispánica era el mayor aparato político de la época. El poder de los monarcas Habsburgo se extendía por buena parte de Europa y América, y la incorporación de Inglaterra a su corona permitía asegurar sus intereses en el norte del continente —sobre todo en los Países Bajos— así como cerrar el cerco de control territorial sobre su enemiga Francia. Pero para los ingleses, el matrimonio de María Tudor con Felipe II suponía la subordinación de los intereses de su corona a los del Imperio español, lo cual, unido a la segura vuelta al catolicismo que se vinculaba indisolublemente al Habsburgo, componía un cuadro no muy deseable.

 

El caldo de cultivo era propicio para que surgieran complots políticos que tratasen de sacar a la reina de su trono, y el papel que en esa situación podía atribuírsele a la única heredera, Isabel, ponía a ésta en un lugar más que comprometido. Aunque Isabel vivía discretamente retirada de la corte en el palacio de Hatfield, no tardaron en llegar a ella cartas y peticiones en las que se proponía su acceso al trono por el bien de Inglaterra. Su actitud fue la de mantener una prudente distancia pues desde muy temprano en su vida había aprendido lo caras que podían costar las intrigas cortesanas. Pese a ello, cuando bajo la dirección de Thomas Wyatt se produjo un levantamiento popular con la intención de derrocar a la reina, Isabel quedó señalada como partícipe en su organización. La revuelta comandada por Wyatt fue rápidamente sofocada por la reina inglesa, pero Isabel no salió indemne de los hechos. Durante dos meses fue confinada en la Torre de Londres mientras se llevaba a cabo la investigación sobre lo sucedido. Finalmente, y ante la falta de pruebas, la reina tuvo que liberar a su hermanastra, y para evitar una posible repetición de lo acaecido, se optó por enviarla lejos de Londres. En los seis meses siguientes Isabel vivió en Woodstock, cerca de Oxford, bajo arresto domiciliario.

 

Pero las cosas no iban mucho mejor para María Tudor. El matrimonio de la reina hacía aguas por todas partes pues, entre otras razones, no conseguía dar un hijo a Felipe II. Si la sucesión no quedaba asegurada con un heredero del monarca hispano sólo quedaban dos posibles candidatas al trono inglés: Isabel, que parecía inclinada al protestantismo, y la reina de Escocia María Estuardo, que como nieta de una hermana de Enrique VIII podía hacer valer sus pretensiones al trono si María Tudor no solventaba su complicada relación con la primera. Aunque María Estuardo era católica, también era reina consorte de Francia por su matrimonio con Francisco II, lo que para el rey Habsburgo suponía la posibilidad de que Inglaterra quedase bajo la órbita de la potencia rival. En ese estado de cosas, y temiendo por la salud de María Tudor, a la que creía embarazada (si bien más tarde se comprobaría que era un embarazo psicológico), Felipe II convenció a su mujer para que perdonase a su hermanastra.

 

La situación política de María Tudor era cada vez más comprometida. La campaña emprendida contra Francia en 1557 no sólo se convirtió en un fracaso sino que hizo tambalear peligrosamente las arcas de la corona inglesa y sumió a la reina en un mar de deudas a las que progresivamente era más difícil hacer frente. Para colmo de males, su matrimonio parecía haber pasado a la historia, pues Felipe II, convencido de la incapacidad de su esposa para darle un heredero, había regresado a España. Enferma, desesperada y con un país que mayoritariamente estaba en su contra, María Tudor decidió finalmente designar a Isabel como su sucesora a cambio de que ésta se comprometiese a mantener la fe católica en Inglaterra así como al pago de sus deudas. Isabel aceptó las condiciones impuestas sin dudarlo. Sabía que una vez en el trono podría hacer aquello que juzgase más conveniente para Inglaterra. Ésa sería su obligación, por encima incluso de cualquier otra fidelidad contraída, ni siquiera el juramento hecho a una reina moribunda. La hora de su triunfo se acercaba.

 

 

 

Isabel I, reina de Inglaterra

 

Tal y como lo describe Alison Weir, «María [Tudor] murió a las siete en punto de la mañana. Isabel estaba leyendo bajo un roble en el hermoso parque de Hatfield cuando vio a varios de sus consejeros venir hacia ella. Sabía lo que significaba. Los consejeros se arrodillaron y la reconocieron como su reina. Durante unos breves instantes no pudo articular palabra pero finalmente se puso de rodillas en la hierba y dijo en latín: “Ésta es la voluntad de Dios. A nuestros ojos resulta maravilloso”. Resueltamente regresó a la casa y comenzó la tarea de nombrar su Consejo». Seis días después hizo su entrada triunfal en Londres. Tras el tortuoso período que había supuesto el reinado de su predecesora, Isabel I fue proclamada reina de Inglaterra en noviembre de 1558.

 

Su reinado se identifica tradicionalmente con una época dorada para la historia de Inglaterra y si bien es cierto que durante los más de cuarenta años que duró su gobierno la prosperidad económica, la prudencia en política exterior, el definición firme de la identidad confesional anglicana y el fortalecimiento del poder real fueron la tónica predominante, también lo es que, como ha indicado el profesor GómezCenturión, «hay tantos tópicos sobre aquella reina y sobre aquel reinado, que desmentirlos uno a uno sería labor para varias generaciones de historiadores». Pese a los tópicos, no hay duda de que el reinado de Isabel I puede identificarse con una de las etapas fundamentales de la construcción nacional inglesa. Isabel había heredado una situación política y religiosa enormemente complicada. La ruptura de su padre Enrique VIII con Roma había supuesto una nueva conciencia de poder y soberanía de la corona inglesa. Inglaterra había quedado definida como un reino totalmente independiente de cualquier jurisdicción externa, ya fuese espiritual o temporal. No obstante, para poder lograr el fortalecimiento definitivo del poder real inglés se imponía la necesidad de completar la labor que había emprendido Enrique VIII y que los hechos posteriores a su muerte parecían comprometer. En esa tarea la definición religiosa de Inglaterra ocupaba un lugar prioritario. Isabel I lo sabía e inmediatamente después de acceder al trono se puso manos a la obra.

 

En 1559 la reina promulgó el «Acta de Supremacía» y el «Acta de Uniformidad». Isabel I recuperaba con ambas el papel de cabeza de la Iglesia de su país y se definía no ya como «jefe supremo» de la misma, como había hecho su padre, sino como «gobernadora suprema en lo espiritual y lo temporal del reino». Al mismo tiempo procedió a definir doctrinalmente la Iglesia anglicana identificándola claramente con el protestantismo aunque en un tono moderado que se alejaba de las corrientes calvinistas que triunfaban en buena parte de Europa. Como indica el profesor Heinrich Lutz, «Isabel pretendía fundar, sobre la base de un amplio consenso y sin sentencias de muerte, una política religiosa de tono moderado, que asumía muchas de las formas tradicionales de la jerarquía y la liturgia, y que en 1563 recibió una cuidadosa fijación dogmática distanciada respecto al luteranismo continental y al calvinismo». Sin embargo la política tolerante inicial de la reina terminó dando paso a la exigencia de uniformidad religiosa en aras de la afirmación del poder real. La represión contra los disidentes religiosos que se encontraban en los extremos del anglicanismo (católicos y puritanos —calvinistas ingleses—) cada vez fue mayor y más violenta. Isabel I había conseguido romper con la indefinición doctrinal imperante en Inglaterra desde el reinado de Enrique VIII y con ello había otorgado a la corona inglesa una postura de poder sin precedentes. El proceso de ruptura con Roma ya no tenía vuelta atrás y, en consecuencia, en 1570 Pío V excomulgó a la reina inglesa a través de la bula Regnans in excelsis.

 

Como parte de la política de fortalecimiento del poder regio Isabel I emprendió una sistemática campaña de culto a su persona. Empeñada como estaba en difundir una imagen prestigiosa entre sus súbditos, no dudó en recurrir a todos los resortes del arte, la palabra o la imprenta para lograrlo. Sus retratos representaban a una reina joven y enérgica en la que se encarnaban todas las virtudes de un buen monarca. La atemporalidad de las representaciones, en las que no permitía que se reflejase su envejecimiento, contribuía a subrayar la imagen de continuidad y solidez que perseguía. Como indica Alison Weir, «en aquella época los veinticinco años con los que accedió al trono no hacían que se la considerase muy joven. Así que después de varios intentos desastrosos por retratar su imagen ordenó destruir los retratos y pidió a Nicholas Hilliard, en torno al año 1572, que crease una imagen de ella que el resto de pintores pudiesen copiar. Y así se hizo». Isabel I no quería retratar a la mujer, lo que deseaba era fabricar una imagen idealizada del poder real que ella representaba. Con esa misma intención facilitó la divulgación de su imagen como Gloriana, Astrea o la Reina Virgen.

 

Gloriana era el nombre que recibía el personaje que representaba Isabel I en la obra del poeta inglés Edmund Spenser, La Reina de las Hadas. En ella Gloriana recibía el tributo de varios caballeros que personificaban las virtudes caballerescas medievales. Cuando en 1588 las tropas inglesas infligieron la más humillante derrota a la Armada Invencible enviada por Felipe II, sus soldados aclamaron a la reina al grito de «¡Gloriana!». La identificación con el personaje mitológico de Astrea no era políticamente menos interesante. Según la mitología griega, Astrea era hija de Zeus y Temis y en una primitiva edad de oro había difundido entre los hombres los sentimientos de justicia y virtud. Pero éstos al ser vencidos por los vicios fueron olvidando las enseñanzas de Astrea que, entristecida, regresó al cielo convirtiéndose en la constelación de Virgo (la Virgen). Como Astrea, Isabel I se identificaba con la encarnación de la justicia y su reinado con la edad de oro. Su imagen de Reina Virgen no hacía sino reforzar la misma idea.

 

La cuestión de la virginidad de Isabel I también guardaba relación con una de las características más notables de su reinado: la negativa firme y constante a contraer matrimonio aunque ello supusiera el fin de la dinastía Tudor. El Parlamento inglés insistió varias veces a lo largo de su reinado en la necesidad de que la reina se casase, pues era el único modo de asegurar un heredero. Pero quizá las experiencias vividas por Isabel durante su infancia pesaban demasiado en el ánimo de la reina. Sabía el precio que se podía pagar por una acusación de adulterio y sabía lo valiosa que podía llegar a ser la independencia de un monarca. La suerte tampoco la acompañó en este aspecto, pues el único afecto sincero que parece que sintió, el que le inspiró su consejero Robert Dudley, nunca pudo materializarse. Dudley estaba casado y la aparición de su mujer muerta en su casa disparó los rumores sobre un posible asesinato para facilitar el matrimonio de la reina. Isabel le apartó de la corte mientras duró la investigación y tuvo claro desde ese momento que una posible relación con su consejero podría perjudicarla políticamente.

 

El pertinaz rechazo de Isabel al matrimonio preocupó especialmente al Parlamento en 1562 cuando la reina enfermó de viruela. Si moría, la candidata con más posibilidades de hacerse con el trono inglés era la católica María Estuardo. Recuperada de su enfermedad, y pese a la presión del Parlamento, Isabel I continuó negándose a casarse. Sin embargo, la cuestión de la posible sucesión en María Estuardo seguía pendiente y por ello, cuando en 1568 la reina de Escocia pidió refugio a su prima al verse atacada por los calvinistas rebeldes de su país, los consejeros de Isabel I consideraron que se les había presentado una ocasión de oro para acabar con el peligro de una posible reina católica en el futuro. La participación de María Estuardo en varios complots que pretendían acabar con la vida de Isabel I acabó confirmándose, y con la excusa de que era necesario investigar su responsabilidad en la muerte de su ex marido Henry Darnley, la reina de Escocia fue encarcelada, siendo prisionera de su prima durante diecinueve años. Una nueva acusación de participación en un complot contra la reina inglesa encabezado por sir Anthony Babington sería la prueba definitiva para que finalmente Isabel I cediese a las indicaciones de sus consejeros y ordenase procesar y ejecutar a María Estuardo.

 

Otro pilar sobre el que se sostuvo el prestigio de Isabel I fue su calculada política exterior. Como indica el profesor GómezCenturión, «Isabel y sus colaboradores trataron de mantener una prudente distancia con respecto a los conflictos continentales y una posición lo más ambigua posible frente a España y Francia». La agudización de los conflictos religiosos internos de Francia desde 1572 fue paralela al fortalecimiento de la presencia española en el norte de Europa. Francia, demasiado ocupada en sus propios problemas, dejó de ser percibida por Inglaterra como un problema; pero España, con la que durante los primeros años del reinado se había tratado de mantener una relación pacífica, se convirtió desde mediados de la década de los setenta en la principal amenaza exterior para los ingleses. El comercio con Flandes era indispensable para la economía inglesa; por este motivo, la presencia allí de los tercios españoles para combatir a los rebeldes protestantes, así como el descubrimiento de varias conspiraciones católicas para asesinar a la reina, fueron, entre otros, los ingredientes con que se alimentó la animadversión inglesa. Una de las caras visibles del enfrentamiento sería la patente de corso otorgada por Isabel I a Francis Drake para castigar los puertos españoles a ambos lados del Atlántico. Felipe II respondería con el proyecto de invasión de Inglaterra para el que congregó una gran flota armada, la llamada Armada Invencible. La estrepitosa derrota de ésta en 1588 confirmó la fortaleza en el trono de una reina cuyo nombre había pasado a ser lo mismo que decir Inglaterra.

 

La Inglaterra isabelina pone nombre a una etapa de la historia reconocida por su brillo y su importancia en la construcción de la identidad nacional inglesa. El esplendor cultural del reinado de Isabel I, aunque desmedidamente ponderado por la posteridad, fue un fiel reflejo de ello. La música de Thomas Tallis o el teatro de William Shakespeare adornaron el reinado de una mujer que apoyándose en su decidida acción de gobierno consiguió hacer de sí misma una leyenda viva. Como afirma GómezCenturión, «Isabel fue adorada por sus súbditos, que veían en ella la firmeza del poder monárquico, la garantía de la justicia, los progresos de la reforma religiosa, la independencia internacional, la abundancia de las cosechas, la riqueza del comercio y tantas y tantas cosas más». Quizá el mito sea exagerado, pero no cabe duda de que Isabel I escribió con su nombre algunas de las más fascinantes páginas de la historia de Inglaterra y de toda la historia moderna.

 

 

 

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