La Reina Virgen
Isabel I de Inglaterra, la Reina
Virgen, es sin lugar a dudas uno de los personajes de la Edad Moderna que más
fascinación ha despertado a lo largo de los siglos posteriores a su reinado.
Glorificada por unos como personificación de todas las virtudes deseables en un
gobernante, y denostada por otros como encarnación de la egolatría personal y
la indecisión política, Isabel I ocupa un lugar imprescindible en la
conformación de la identidad nacional inglesa. Declarada ilegítima por su
propio padre, encarcelada por su hermana, centro de casi todas las intrigas
cortesanas de la Inglaterra del siglo XVI, Isabel I jamás se arredró ni como
mujer ni como reina. Con su habilidad política construyó magistralmente un mito
en torno a su figura y a su reinado, que la convertiría en leyenda viva y haría
de la Inglaterra isabelina la referencia de una época dorada. Cómo logró
hacerlo es la historia de su vida.
La infancia de Isabel I fue
cualquier cosa menos tranquila y sencilla. Los constantes y drásticos cambios a
los que se vio sometida marcarían para siempre la compleja y a veces
difícilmente comprensible personalidad de la futura reina. El 7 de septiembre
de 1533, mientras su madre, Ana Bolena, daba a luz, su padre, Enrique VIII,
esperaba impacientemente el nacimiento de un varón. Ana Bolena era la segunda
esposa del rey inglés. Su primer matrimonio con Catalina de Aragón, hija de los
Reyes Católicos y tía de Carlos V, había durado dieciocho años en los que no
había logrado obtener su ansiado heredero. Tal situación, unida a la pasión que
despertó en el monarca la joven Ana Bolena, terminarían motivando que Enrique
VIII forzase la nulidad del primer matrimonio y contrajese nuevas nupcias con
la madre de Isabel I en 1533. La boda se celebró con la nueva reina embarazada
de seis meses, pero pocas semanas después las esperanzas del rey volvieron a
verse frustradas. Al igual que con Catalina de Aragón (con la que había tenido
una hija, María Tudor), el heredero varón se hacía esperar. Pero como
demostrarían los hechos en los siguientes tres años, Enrique VIII no estaba
hecho para la paciencia.
De hija bastarda a posible
heredera
Al año siguiente de contraer
matrimonio, Enrique VIII, que esperaba que su esposa pudiese darle más hijos,
promulgó una ley, «Acta de Sucesión», declarando que sólo podrían considerarse
como sus legítimos herederos los hijos que tuviese con Ana Bolena. En la
práctica esto suponía borrar de la línea sucesoria a María Tudor en favor de la
pequeña Isabel, pero el ánimo del rey no era que su nueva hija llegase a
convertirse en reina de Inglaterra, sino asegurar la posibilidad de que le
sucediese en el trono un varón si es que nacía. Ana Bolena volvió a quedarse
embarazada pero perdió a su hijo antes de que naciese. Enrique VIII comenzó a
convencerse de que su esposa no habría de darle el heredero que tanto deseaba,
pues quizá Dios utilizaba ese instrumento para castigarlo.
No era extraño que el monarca
inglés temiese ser objetivo de la ira divina. Para conseguir la nulidad de su
primer matrimonio, exigida por Ana Bolena, y ante la negativa del Papa a
concedérsela, Enrique VIII hizo que su unión con Catalina de Aragón fuese
declarada nula por un tribunal eclesiástico inglés. Con ello no sólo
desobedecía al pontífice sino que negaba de forma pública su autoridad. En el
contexto de una Europa cuya unidad religiosa se estaba resquebrajando de forma
irremediable como fruto de las corrientes espirituales nacidas de la Reforma
protestante, la postura de Enrique VIII suponía una franca ruptura con Roma y,
por tanto, una decisión de importantísimas consecuencias políticas. La
separación se consagró legalmente en 1534 con la promulgación del «Acta de
Supremacía» en la que se establecía que el rey inglés era y debía ser «por
justicia y por derecho el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra». De este
modo nacía la Iglesia anglicana. La persecución de católicos no se hizo
esperar, como tampoco la desamortización de los bienes eclesiásticos, tan
beneficiosa económicamente. Se exigió juramento de fidelidad a la nueva
confesión inglesa y, como recuerda el profesor de Historia moderna Heinrich
Lutz, «el reconocimiento de la ruptura con Roma mediante juramento fue exigida
e impuesta con uso de la violencia».
Entretanto, Isabel había sido
trasladada a la que se convertiría en su principal residencia hasta su ascenso
al trono, el palacio de Hatfield en Hertfordshire. Tenía sólo tres meses cuando
Ana Bolena, siguiendo los usos de la época, decidió encomendar el cuidado de su
hija a toda una corte de criados, asistentes, nodrizas y damas de compañía que
se ocuparían de ella en Hatfield. Allí la pequeña pasó los primeros años de su
vida rodeada de todo tipo de atenciones y bajo el vigilante seguimiento de sus
padres. Todas las decisiones que la rodeaban (el tiempo que debía prolongarse
su lactancia, qué debía comer…) se trataban directamente con el rey como si
fuesen asuntos de Estado, pues a fin de cuentas se trataba de su única heredera
legítima. Su madre se ocupaba personalmente de todo el ceremonial relativo a la
pequeña y ponía especial interés en el cuidado de los vestidos y adornos que
debía emplear. Vestidos de damasco o seda verdes y amarillos, abrigos de
terciopelo negro, rojo o naranja y delicados gorros de raso adornados con oro
se encargaban de dejar claro que la pequeña era la hija del rey. Con esa misma
intención la reina ordenó que la hermanastra de Isabel, la declarada ilegítima
María Tudor, entrase al servicio de la heredera como una más de sus damas de
compañía. El mensaje político era tan evidente como la humillación que
semejante orden suponía tanto para Catalina de Aragón como para la propia María
Tudor, quien no tuvo más remedio que obedecer y trasladarse a Hatfield. Las
bases para el futuro enfrentamiento de las dos hermanas estaban sentadas. Como
afirma la biógrafa de Enrique VIII Margaret George, «la batalla entre Ana
Bolena y Catalina de Aragón continuó en la siguiente generación a través de sus
hijas. Ciertamente María percibía así la situación, habría sido imposible que
lo hiciese de otro modo».
No obstante, todos los desvelos
de Ana Bolena por asegurar la posición de su hija pronto se revelaron inútiles.
La preocupación del rey por lograr un hijo varón, la inquietud por todas las
consecuencias religiosas y políticas que había traído consigo la tortuosa
nulidad de su primer matrimonio, los rumores sobre la promiscuidad de la reina
y el nuevo interés de Enrique VIII por Jane Seymour, acabaron dando pie a una
acusación formal de adulterio y traición. Ana Bolena fue detenida, juzgada y
decapitada cuando su hija tenía sólo tres años. Dos semanas después de la
ejecución, el monarca inglés se casaba con Jane Seymour, e Isabel corría la
misma suerte que María Tudor al ser declarada bastarda.
En 1537 el nuevo matrimonio de
Enrique VIII daba por fin el fruto que tanto había ansiado. El nacimiento del
futuro Eduardo VI ponía fin a los afanes del monarca, pero también conllevaría
la muerte de Jane Seymour pocas semanas después del parto. Pasarían tres años
antes de que Enrique VIII volviese a pensar en contraer matrimonio, si bien
entre 1540 y 1541 se casó sucesivamente con Ana de Cleves (cuyo enlace se anuló
sin llegar a consumarlo después de siete meses) y con Catalina Howard (dama de
compañía de la anterior y que sería ejecutada por adulterio). En 1543 el rey
contrajo por última vez matrimonio con Catalina Parr, una joven viuda que
mostró hacia las hijas de Enrique VIII una actitud de sincero afecto. La edad y
salud del rey evidenciaban a esas alturas que no habría de tener más herederos.
Por una parte, la continuidad en el trono por vía de varón estaba asegurada con
Eduardo, el hijo de Jane Seymour, pero por otra, mantener a dos hijas como
bastardas podía complicar tremendamente la futura sucesión. La posibilidad de
que surgiesen facciones rebeldes hacia el heredero fue conjurada por Enrique
VIII en 1544 con una nueva «Acta de Sucesión» en la que tanto María Tudor como
Isabel volvían a ser reconocidas como hijas legítimas y recuperaban su derecho
a heredar el trono de Inglaterra. La prioridad concedida legalmente a los
varones situaba en ese momento a la futura Isabel I como tercera en la línea de
sucesión. No parecía previsible que su derecho se hiciese algún día efectivo.
Tres hermanos para un trono
El reconocimiento de Isabel y de
María Tudor como hijas legítimas de Enrique VIII se tradujo en el regreso de
ambas a la corte. Por primera vez desde su nacimiento Isabel vivió en un
ambiente familiar pues Catalina Parr sentía un afecto sincero por la hija de
Ana Bolena. Bajo su tutela Isabel comenzó a recibir la cuidada educación que
debía corresponder a la hija de un rey: idiomas, historia, literatura, música,
teología, filosofía… La futura reina demostró entonces que era inteligente,
brillante y hábil. En palabras de la especialista en el reinado de Enrique
VIII, Alison Weir, «recibió una educación asombrosa para una mujer de su época.
Estudió los clásicos y teología y todas las disciplinas que también estudiaba
su hermano Eduardo. Se convirtió en una joven muy formada y culta, tanto, que
de hecho llegó a superar a su tutor, quien afirmó sobre ella: “Yo le enseño
palabras, ella a mí cosas”».
Es probable que por influencia de
Catalina Parr Isabel comenzara a moldear su religiosidad en las ideas
reformadas del protestantismo. En los años posteriores a la muerte de Enrique
VIII, la reina viuda dio muestras públicas de su simpatía por las ideas defendidas
por Lutero y pasó a considerarse una protestante convencida. Los principios
religiosos de la Reforma habían prendido con fuerza en Inglaterra tras la
ruptura de Enrique VIII con Roma, si bien no puede decirse que el rey llegase a
adoptar nunca posturas meridianamente definidas al respecto. Lo que el monarca
había dejado claro era la independencia de su poder respecto a la Iglesia
católica. Como afirma el profesor Carlos GómezCenturión, «Enrique VIII continuó
íntimamente anclado en la tradición católica —excepción hecha de la autoridad
papal, claro— y se negó a cualquier compromiso con luteranos o calvinistas».
Frente a esta postura, la última esposa del rey sí pareció profesar un
protestantismo convencido cuyos principios probablemente transmitió a Isabel
cuando se hizo cargo de su educación. Años más tarde, las profundas
convicciones protestantes de Isabel I permitirían la definición doctrinal
definitiva de la Iglesia anglicana.
Pese a los constantes cambios que
caracterizaron su infancia y los difícilmente asumibles trajines matrimoniales
de su padre, todo parece indicar que la futura Isabel I sintió auténtica
fascinación por Enrique VIII. Si bien es cierto que el monarca inglés, desde el
punto de vista personal, cambiaba de esposa con la misma facilidad con la que
se mudaba de traje, también lo es que como rey fue un coloso político capaz de
hacer lo que otros muchos monarcas europeos hubiesen deseado, romper su
subordinación con Roma. Desde el punto de vista político, Enrique VIII dejaba
tras de sí un legado valiosísimo pues con la promulgación del «Acta de
Supremacía» de 1534 había logrado un reforzamiento del poder real sin
precedentes, tanto dentro como fuera de sus fronteras. La ruptura con Roma le
convertía en un monarca que no se sometía a ningún poder ajeno a su propia
corona, que no reconocía más autoridad que la emanada de esa misma corona y que
no tenía que rendir cuentas a ningún poder externo. Además, la conversión del
rey inglés en la cabeza de la Iglesia de Inglaterra aseguraba el mantenimiento
de esa situación para el futuro. Es fácil imaginar la admiración que la labor
regia de Enrique VIII debía despertar en una joven heredera cuya formación y
aptitudes la hacían desear ocupar algún día el trono de su padre para poder
emularle. En este sentido, el profesor John Morrill apunta que «si Isabel tuvo
alguna ardiente ambición en sus años de formación, ésa fue la de ser reina.
Ella no ambicionaba hacer nada, sino exclusivamente ser reina tal y como creía
que era su derecho».
En 1547 Enrique VIII enfermó y
murió, y fue sucedido en el trono, tal y como estaba dispuesto, por su hijo
Eduardo VI. Sin embargo el joven rey era menor de edad, por lo que se inició
una regencia a cuyo frente se situó uno de sus tíos, Edward Seymour, que fue
nombrado Lord Protector del reino. En una situación necesariamente interina, el
regente trató de reforzar por todos los medios a su alcance su posición de
poder en la corte, pues no faltaban facciones políticas, particularmente las
encabezadas por los miembros de la familia Tudor, que deseaban desplazarle.
Como era habitual en tales situaciones comenzó a rodearse de personas de su
entera confianza para el desempeño de los cargos cortesanos, razón por la que
hizo llamar a su hermano Thomas Seymour.
Thomas Seymour era un hombre
ambicioso y deseaba la cercanía al trono por encima de todo. Aunque unos pocos
meses más tarde terminaría por casarse con Catalina Parr, de la que había sido
amante hacía bastante tiempo, a su llegada a la corte trató de que fuese la
misma Isabel quien aceptase su proposición de matrimonio. La futura reina de
Inglaterra tenía entonces catorce años, por lo que un matrimonio celebrado a
esa edad no habría generado escándalo alguno en la época. Fue la primera vez
que Isabel rechazó casarse, y no sería la última. Como consecuencia de la boda
de Catalina Parr, Isabel, que hasta entonces había permanecido con la última
mujer de su padre, comenzó a vivir con el nuevo matrimonio. Quizá como
consecuencia de la propuesta rechazada, o quizá por los intereses políticos en
desacreditar a la heredera, comenzaron a circular rumores sobre una supuesta
relación entre ella y Thomas Seymour. Algunos especialistas como el historiador
Diarmaid MacCulloch no dudan en afirmar que debió de existir algún fundamento
para los rumores, pues incluso la propia Catalina Parr tomó cartas en el asunto
al culpar a Isabel del comportamiento disoluto de su esposo. Los rumores se
reprodujeron después de la muerte de Catalina, y entonces llegó a circular la
creencia de que Isabel podía estar esperando un hijo de Thomas Seymour. Todo
ello generó grandes problemas a la que un día sería aclamada como Reina Virgen
y, como apunta el profesor MacCulloch, quizá éstos se encuentren en la base de
la elección de ese preciso papel.
Aunque los escandalosos rumores
sobre Isabel motivaron que su hermano Eduardo VI se negase a recibirla en la
corte durante más de un año, finalmente el joven rey decidió pedirle que
regresase. Entretanto, la situación política del país era extremadamente
delicada. El propio hermano de Edward Seymour había intentado derrocarlo como
regente; finalmente caería víctima de la crisis iniciada con motivo del
comienzo de hostilidades con Francia, siendo sustituido en sus funciones por
John Dudley, duque de Northumberland. La delicada salud de Eduardo VI, que
siempre había sido un niño enfermizo, hacía presagiar que moriría antes de
tener descendencia. En esa situación las posibles herederas de la corona
inglesa eran, por orden, María Tudor e Isabel. La primera era abiertamente
católica, lo que para John Dudley y sus partidarios, e incluso para el mismo
Eduardo VI, era un serio inconveniente. Dudley era protestante y sabía que con
el acceso de María Tudor al trono sus posibilidades de conservar el poder que
en aquel momento ostentaba eran inexistentes. Isabel no parecía católica, pero
tampoco fácil de manejar como lo era Eduardo VI. Ante semejante panorama el
nuevo Lord Protector hizo todo lo posible por asegurar su continuidad en el
poder en el caso de que el joven monarca falleciese, y el peón del que se
sirvió fue una joven por la que Eduardo VI mostraba inclinación, Jane Grey.
Ésta era hija de una sobrina de Enrique VIII, y por tanto, en caso de ausencia
de herederos, podía alegar su derecho al trono inglés. Si Dudley conseguía
hacer desaparecer a las dos herederas de la línea sucesoria podría convencer
fácilmente a Eduardo VI de que nombrase heredera a una joven con la que tenía
una buena relación desde su infancia y que, a la postre, también poseía
derechos de sangre. Por si eso fuese poco, el duque de Northumberland concertó
el matrimonio de su hijo mayor con Jane Grey, de tal forma que cuando ésta
accediese al trono su posición de poder fuese prácticamente intocable.
Paralelamente comenzó a convencer a Eduardo VI, cuya salud se deterioraba por
momentos, de que estableciese una nueva línea de sucesión en la que María Tudor
e Isabel quedasen excluidas, lo que finalmente logró. Cuando en 1553 el rey
murió, el duque de Northumberland ocultó el deceso durante varios días para dar
tiempo a los preparativos de la proclamación como reina de Inglaterra de Jane
Grey. Sin embargo, y aunque la proclamación llegó a realizarse, Jane Grey sólo
ocupó unos días el trono pues la presión de los partidarios de María Tudor
convirtió la audacia del duque en algo insostenible.
María Tudor fue aclamada como
reina de Inglaterra y todos los participantes en el complot para arrebatarle
sus derechos fueron procesados y ejecutados. La nueva reina había subido al
trono arropada por la multitud que reclamaba para tal dignidad a una hija de
Enrique VIII. Pero María Tudor era también hija de Catalina de Aragón y era
católica.
De María «la sanguinaria» a la
Inglaterra isabelina
El entusiasmo inicial con que los
ingleses recibieron a su nueva soberana se vio rápidamente enfriado cuando ésta
comenzó a hacer notar sus intenciones de dar un vuelco a la situación religiosa
del país. María Tudor había recibido una educación católica y su vida se había
visto terriblemente marcada por la ruptura del matrimonio de sus padres y, a
consecuencia de ello, su declaración como bastarda. Los únicos apoyos con que
había contado Catalina de Aragón en todo ese proceso eran los procedentes de su
sobrino Carlos V, defensor a ultranza del catolicismo en las luchas
confesionales que azotaban toda Europa, y del Papa, que se negaba a disolver el
matrimonio con Enrique VIII. La ruptura con Roma y el abrazo al protestantismo
de Inglaterra sólo habían supuesto problemas y más problemas para la que ahora
era reina, por lo que no tenía ninguna razón para querer mantener la
continuidad de la situación precedente.
La agresiva política de
recatolización de Inglaterra emprendida por la reina le valdría el sobrenombre
de María «la Sanguinaria». Las leyes contra los herejes se restituyeron y las
persecuciones de protestantes la llevarían a ordenar la ejecución de más de
trescientos de ellos. Cuando en 1554 la reina contrajo matrimonio con el futuro
Felipe II, la situación parecía tomar un rumbo sin posible marcha atrás. Felipe
II aún no había accedido a la corona de la Monarquía Hispánica, pues su padre
Carlos V no abdicaría definitivamente hasta dos años más tarde. Pese a ello, y
dado el enorme interés estratégico de la alianza matrimonial con Inglaterra,
Carlos V abdicó en su hijo el título de rey de Nápoles para que el matrimonio
pudiese realizarse en pie de igualdad entre los contrayentes. Como recuerda la
profesora María José Rodríguez-Salgado, «Carlos V expresó su deseo de otorgar a
Felipe un título que estuviera a la altura del de su esposa, de forma que no
sufriera el deshonor de ser considerado inferior». A mediados del siglo XVI, la
Monarquía Hispánica era el mayor aparato político de la época. El poder de los
monarcas Habsburgo se extendía por buena parte de Europa y América, y la
incorporación de Inglaterra a su corona permitía asegurar sus intereses en el
norte del continente —sobre todo en los Países Bajos— así como cerrar el cerco
de control territorial sobre su enemiga Francia. Pero para los ingleses, el
matrimonio de María Tudor con Felipe II suponía la subordinación de los
intereses de su corona a los del Imperio español, lo cual, unido a la segura
vuelta al catolicismo que se vinculaba indisolublemente al Habsburgo, componía
un cuadro no muy deseable.
El caldo de cultivo era propicio
para que surgieran complots políticos que tratasen de sacar a la reina de su
trono, y el papel que en esa situación podía atribuírsele a la única heredera,
Isabel, ponía a ésta en un lugar más que comprometido. Aunque Isabel vivía
discretamente retirada de la corte en el palacio de Hatfield, no tardaron en
llegar a ella cartas y peticiones en las que se proponía su acceso al trono por
el bien de Inglaterra. Su actitud fue la de mantener una prudente distancia
pues desde muy temprano en su vida había aprendido lo caras que podían costar
las intrigas cortesanas. Pese a ello, cuando bajo la dirección de Thomas Wyatt
se produjo un levantamiento popular con la intención de derrocar a la reina,
Isabel quedó señalada como partícipe en su organización. La revuelta comandada
por Wyatt fue rápidamente sofocada por la reina inglesa, pero Isabel no salió
indemne de los hechos. Durante dos meses fue confinada en la Torre de Londres
mientras se llevaba a cabo la investigación sobre lo sucedido. Finalmente, y
ante la falta de pruebas, la reina tuvo que liberar a su hermanastra, y para
evitar una posible repetición de lo acaecido, se optó por enviarla lejos de
Londres. En los seis meses siguientes Isabel vivió en Woodstock, cerca de
Oxford, bajo arresto domiciliario.
Pero las cosas no iban mucho
mejor para María Tudor. El matrimonio de la reina hacía aguas por todas partes
pues, entre otras razones, no conseguía dar un hijo a Felipe II. Si la sucesión
no quedaba asegurada con un heredero del monarca hispano sólo quedaban dos
posibles candidatas al trono inglés: Isabel, que parecía inclinada al
protestantismo, y la reina de Escocia María Estuardo, que como nieta de una
hermana de Enrique VIII podía hacer valer sus pretensiones al trono si María
Tudor no solventaba su complicada relación con la primera. Aunque María
Estuardo era católica, también era reina consorte de Francia por su matrimonio
con Francisco II, lo que para el rey Habsburgo suponía la posibilidad de que
Inglaterra quedase bajo la órbita de la potencia rival. En ese estado de cosas,
y temiendo por la salud de María Tudor, a la que creía embarazada (si bien más
tarde se comprobaría que era un embarazo psicológico), Felipe II convenció a su
mujer para que perdonase a su hermanastra.
La situación política de María
Tudor era cada vez más comprometida. La campaña emprendida contra Francia en
1557 no sólo se convirtió en un fracaso sino que hizo tambalear peligrosamente
las arcas de la corona inglesa y sumió a la reina en un mar de deudas a las que
progresivamente era más difícil hacer frente. Para colmo de males, su
matrimonio parecía haber pasado a la historia, pues Felipe II, convencido de la
incapacidad de su esposa para darle un heredero, había regresado a España.
Enferma, desesperada y con un país que mayoritariamente estaba en su contra,
María Tudor decidió finalmente designar a Isabel como su sucesora a cambio de
que ésta se comprometiese a mantener la fe católica en Inglaterra así como al
pago de sus deudas. Isabel aceptó las condiciones impuestas sin dudarlo. Sabía
que una vez en el trono podría hacer aquello que juzgase más conveniente para
Inglaterra. Ésa sería su obligación, por encima incluso de cualquier otra
fidelidad contraída, ni siquiera el juramento hecho a una reina moribunda. La
hora de su triunfo se acercaba.
Isabel I, reina de Inglaterra
Tal y como lo describe Alison
Weir, «María [Tudor] murió a las siete en punto de la mañana. Isabel estaba
leyendo bajo un roble en el hermoso parque de Hatfield cuando vio a varios de
sus consejeros venir hacia ella. Sabía lo que significaba. Los consejeros se
arrodillaron y la reconocieron como su reina. Durante unos breves instantes no
pudo articular palabra pero finalmente se puso de rodillas en la hierba y dijo
en latín: “Ésta es la voluntad de Dios. A nuestros ojos resulta maravilloso”.
Resueltamente regresó a la casa y comenzó la tarea de nombrar su Consejo». Seis
días después hizo su entrada triunfal en Londres. Tras el tortuoso período que
había supuesto el reinado de su predecesora, Isabel I fue proclamada reina de
Inglaterra en noviembre de 1558.
Su reinado se identifica
tradicionalmente con una época dorada para la historia de Inglaterra y si bien
es cierto que durante los más de cuarenta años que duró su gobierno la
prosperidad económica, la prudencia en política exterior, el definición firme de
la identidad confesional anglicana y el fortalecimiento del poder real fueron
la tónica predominante, también lo es que, como ha indicado el profesor
GómezCenturión, «hay tantos tópicos sobre aquella reina y sobre aquel reinado,
que desmentirlos uno a uno sería labor para varias generaciones de
historiadores». Pese a los tópicos, no hay duda de que el reinado de Isabel I
puede identificarse con una de las etapas fundamentales de la construcción
nacional inglesa. Isabel había heredado una situación política y religiosa
enormemente complicada. La ruptura de su padre Enrique VIII con Roma había
supuesto una nueva conciencia de poder y soberanía de la corona inglesa.
Inglaterra había quedado definida como un reino totalmente independiente de
cualquier jurisdicción externa, ya fuese espiritual o temporal. No obstante,
para poder lograr el fortalecimiento definitivo del poder real inglés se
imponía la necesidad de completar la labor que había emprendido Enrique VIII y
que los hechos posteriores a su muerte parecían comprometer. En esa tarea la
definición religiosa de Inglaterra ocupaba un lugar prioritario. Isabel I lo
sabía e inmediatamente después de acceder al trono se puso manos a la obra.
En 1559 la reina promulgó el
«Acta de Supremacía» y el «Acta de Uniformidad». Isabel I recuperaba con ambas
el papel de cabeza de la Iglesia de su país y se definía no ya como «jefe
supremo» de la misma, como había hecho su padre, sino como «gobernadora suprema
en lo espiritual y lo temporal del reino». Al mismo tiempo procedió a definir
doctrinalmente la Iglesia anglicana identificándola claramente con el
protestantismo aunque en un tono moderado que se alejaba de las corrientes
calvinistas que triunfaban en buena parte de Europa. Como indica el profesor
Heinrich Lutz, «Isabel pretendía fundar, sobre la base de un amplio consenso y
sin sentencias de muerte, una política religiosa de tono moderado, que asumía
muchas de las formas tradicionales de la jerarquía y la liturgia, y que en 1563
recibió una cuidadosa fijación dogmática distanciada respecto al luteranismo
continental y al calvinismo». Sin embargo la política tolerante inicial de la
reina terminó dando paso a la exigencia de uniformidad religiosa en aras de la
afirmación del poder real. La represión contra los disidentes religiosos que se
encontraban en los extremos del anglicanismo (católicos y puritanos
—calvinistas ingleses—) cada vez fue mayor y más violenta. Isabel I había
conseguido romper con la indefinición doctrinal imperante en Inglaterra desde
el reinado de Enrique VIII y con ello había otorgado a la corona inglesa una
postura de poder sin precedentes. El proceso de ruptura con Roma ya no tenía
vuelta atrás y, en consecuencia, en 1570 Pío V excomulgó a la reina inglesa a
través de la bula Regnans in excelsis.
Como parte de la política de
fortalecimiento del poder regio Isabel I emprendió una sistemática campaña de
culto a su persona. Empeñada como estaba en difundir una imagen prestigiosa
entre sus súbditos, no dudó en recurrir a todos los resortes del arte, la
palabra o la imprenta para lograrlo. Sus retratos representaban a una reina
joven y enérgica en la que se encarnaban todas las virtudes de un buen monarca.
La atemporalidad de las representaciones, en las que no permitía que se
reflejase su envejecimiento, contribuía a subrayar la imagen de continuidad y
solidez que perseguía. Como indica Alison Weir, «en aquella época los
veinticinco años con los que accedió al trono no hacían que se la considerase
muy joven. Así que después de varios intentos desastrosos por retratar su
imagen ordenó destruir los retratos y pidió a Nicholas Hilliard, en torno al
año 1572, que crease una imagen de ella que el resto de pintores pudiesen
copiar. Y así se hizo». Isabel I no quería retratar a la mujer, lo que deseaba
era fabricar una imagen idealizada del poder real que ella representaba. Con
esa misma intención facilitó la divulgación de su imagen como Gloriana, Astrea
o la Reina Virgen.
Gloriana era el nombre que
recibía el personaje que representaba Isabel I en la obra del poeta inglés
Edmund Spenser, La Reina de las Hadas. En ella Gloriana recibía el tributo de
varios caballeros que personificaban las virtudes caballerescas medievales.
Cuando en 1588 las tropas inglesas infligieron la más humillante derrota a la
Armada Invencible enviada por Felipe II, sus soldados aclamaron a la reina al
grito de «¡Gloriana!». La identificación con el personaje mitológico de Astrea
no era políticamente menos interesante. Según la mitología griega, Astrea era
hija de Zeus y Temis y en una primitiva edad de oro había difundido entre los
hombres los sentimientos de justicia y virtud. Pero éstos al ser vencidos por
los vicios fueron olvidando las enseñanzas de Astrea que, entristecida, regresó
al cielo convirtiéndose en la constelación de Virgo (la Virgen). Como Astrea,
Isabel I se identificaba con la encarnación de la justicia y su reinado con la
edad de oro. Su imagen de Reina Virgen no hacía sino reforzar la misma idea.
La cuestión de la virginidad de
Isabel I también guardaba relación con una de las características más notables
de su reinado: la negativa firme y constante a contraer matrimonio aunque ello
supusiera el fin de la dinastía Tudor. El Parlamento inglés insistió varias
veces a lo largo de su reinado en la necesidad de que la reina se casase, pues
era el único modo de asegurar un heredero. Pero quizá las experiencias vividas
por Isabel durante su infancia pesaban demasiado en el ánimo de la reina. Sabía
el precio que se podía pagar por una acusación de adulterio y sabía lo valiosa
que podía llegar a ser la independencia de un monarca. La suerte tampoco la
acompañó en este aspecto, pues el único afecto sincero que parece que sintió,
el que le inspiró su consejero Robert Dudley, nunca pudo materializarse. Dudley
estaba casado y la aparición de su mujer muerta en su casa disparó los rumores
sobre un posible asesinato para facilitar el matrimonio de la reina. Isabel le
apartó de la corte mientras duró la investigación y tuvo claro desde ese
momento que una posible relación con su consejero podría perjudicarla
políticamente.
El pertinaz rechazo de Isabel al
matrimonio preocupó especialmente al Parlamento en 1562 cuando la reina enfermó
de viruela. Si moría, la candidata con más posibilidades de hacerse con el
trono inglés era la católica María Estuardo. Recuperada de su enfermedad, y
pese a la presión del Parlamento, Isabel I continuó negándose a casarse. Sin
embargo, la cuestión de la posible sucesión en María Estuardo seguía pendiente
y por ello, cuando en 1568 la reina de Escocia pidió refugio a su prima al
verse atacada por los calvinistas rebeldes de su país, los consejeros de Isabel
I consideraron que se les había presentado una ocasión de oro para acabar con
el peligro de una posible reina católica en el futuro. La participación de
María Estuardo en varios complots que pretendían acabar con la vida de Isabel I
acabó confirmándose, y con la excusa de que era necesario investigar su
responsabilidad en la muerte de su ex marido Henry Darnley, la reina de Escocia
fue encarcelada, siendo prisionera de su prima durante diecinueve años. Una
nueva acusación de participación en un complot contra la reina inglesa
encabezado por sir Anthony Babington sería la prueba definitiva para que
finalmente Isabel I cediese a las indicaciones de sus consejeros y ordenase
procesar y ejecutar a María Estuardo.
Otro pilar sobre el que se
sostuvo el prestigio de Isabel I fue su calculada política exterior. Como
indica el profesor GómezCenturión, «Isabel y sus colaboradores trataron de
mantener una prudente distancia con respecto a los conflictos continentales y una
posición lo más ambigua posible frente a España y Francia». La agudización de
los conflictos religiosos internos de Francia desde 1572 fue paralela al
fortalecimiento de la presencia española en el norte de Europa. Francia,
demasiado ocupada en sus propios problemas, dejó de ser percibida por
Inglaterra como un problema; pero España, con la que durante los primeros años
del reinado se había tratado de mantener una relación pacífica, se convirtió
desde mediados de la década de los setenta en la principal amenaza exterior
para los ingleses. El comercio con Flandes era indispensable para la economía
inglesa; por este motivo, la presencia allí de los tercios españoles para
combatir a los rebeldes protestantes, así como el descubrimiento de varias
conspiraciones católicas para asesinar a la reina, fueron, entre otros, los
ingredientes con que se alimentó la animadversión inglesa. Una de las caras
visibles del enfrentamiento sería la patente de corso otorgada por Isabel I a
Francis Drake para castigar los puertos españoles a ambos lados del Atlántico.
Felipe II respondería con el proyecto de invasión de Inglaterra para el que
congregó una gran flota armada, la llamada Armada Invencible. La estrepitosa
derrota de ésta en 1588 confirmó la fortaleza en el trono de una reina cuyo
nombre había pasado a ser lo mismo que decir Inglaterra.
La Inglaterra isabelina pone
nombre a una etapa de la historia reconocida por su brillo y su importancia en
la construcción de la identidad nacional inglesa. El esplendor cultural del
reinado de Isabel I, aunque desmedidamente ponderado por la posteridad, fue un
fiel reflejo de ello. La música de Thomas Tallis o el teatro de William
Shakespeare adornaron el reinado de una mujer que apoyándose en su decidida
acción de gobierno consiguió hacer de sí misma una leyenda viva. Como afirma
GómezCenturión, «Isabel fue adorada por sus súbditos, que veían en ella la
firmeza del poder monárquico, la garantía de la justicia, los progresos de la
reforma religiosa, la independencia internacional, la abundancia de las
cosechas, la riqueza del comercio y tantas y tantas cosas más». Quizá el mito
sea exagerado, pero no cabe duda de que Isabel I escribió con su nombre algunas
de las más fascinantes páginas de la historia de Inglaterra y de toda la
historia moderna.
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