El azote de Dios
La imagen que ha sobrevivido del
rey de los hunos en la imaginación
popular hasta el siglo XX es la
de un cruel y sanguinario caudillo
bárbaro que anegó el Imperio
romano en sangre y que llegó a plantarse a
las puertas de la misma Roma,
donde sólo la intervención de un enérgico
Papa logró contener su avance y
que se retirase más allá de las
fronteras. Pero la realidad de
Atila y del tiempo que le tocó vivir es
mucho más compleja.
Efectivamente, fue un líder tribal de una actividad
combativa inagotable que provocó
una fuerte desestabilización en un
mundo romano ya de por sí muy
debilitado, pero ni fue tan salvaje ni la
conjuración del peligro que
supuso su avance sobre Roma fue mérito de
sus adversarios. Ya desde su
época fue víctima de una campaña
propagandística que le calificó
nada menos que de «flagelo de Dios»,
cuyos ecos han perdurado hasta
nuestros días a costa de una realidad
histórica en la que es posible
que Atila, además de verdugo, fuese víctima.
En el siglo V d. C. el Imperio
romano luchaba por su supervivencia.
Hacía más de doscientos años que
el abatimiento de la economía, el
decaimiento de la sociedad y la
mediocridad de sus gobernantes
amenazaban la existencia del
estado que había logrado unificar el
Mediterráneo bajo una sola
autoridad política y crear una cultura que se
creía inmortal. Las ciudades cada
vez tenían menos población, el
comercio que las abastecía menos
pulso, las propiedades del campo se
convirtieron en la principal
fuente de riqueza y posición social y,
finalmente, el poder político
estaba cada vez más debilitado. A finales
del siglo III y comienzos del IV,
dos emperadores, Diocleciano primero y
Constantino más tarde, lograron
mitigar la situación llevando a la
práctica un programa que supuso
una auténtica refundación del imperio,
pero que apenas logró que éste
sobreviviese ciento cuarenta años.
A estos signos de una crisis que
atacaba los mismos cimientos de la
sociedad y la política romanas se
vino a sumar el problema de los
pueblos de las fronteras. Los
griegos y los romanos llamaban «bárbaros»
a los pueblos que no sabían
hablar sus lenguas (griego y latín),
viviesen donde viviesen. Desde el
siglo I d. C., los romanos habían
convivido en una relación de
vecindad vigilante con sus vecinos del
norte, a los que llamaban
«germanos» y que vivían más allá de la
frontera estable del imperio,
situada en la línea trazada por el curso
de los ríos Rin y Danubio. Esta
situación comenzó a cambiar durante el
siglo III, cuando una serie de
tribus de Europa oriental empezaron a
desplazarse hacia el sur y el
oeste, con lo que desestabilizaron a las
que estaban asentadas en los
territorios limítrofes del imperio. Las
provincias romanas fronterizas
comenzaron a sufrir ataques reiterados y
repentinos frente a los cuales la
táctica tradicional de los romanos de
dividir para vencer no fue
efectiva. Las defensas tampoco se mostraron
preparadas para soportar las
reiteradas agresiones, por lo que se
impusieron soluciones militares
urgentes. De ahí que el ejército fuese
cobrando cada vez más importancia
en el mundo romano, siendo éste el
siglo en que surgió la figura
arquetípica del emperador soldado, aupado
al poder desde el generalato y
que centraba su autoridad en el apoyo de
las tropas.
¿Causa o síntoma de la crisis?
Las incursiones de los bárbaros
posiblemente fueron las dos
cosas, pero lo que los romanos pronto
tuvieron claro es que no se
trataba de episodios puntuales, sino que se
hallaban frente a un problema a
largo plazo y de difícil solución. En
los dos siglos siguientes
llegarían a ser conscientes de la gravedad
extrema que podía adquirir y la
amplitud de sus consecuencias.
Migraciones continentales
Las relaciones entre germanos y
romanos no cambiaron de pacíficas a
bélicas de un día para otro. Fue
un proceso largo y discontinuo en el
que las relaciones amistosas se
fueron alternando con las hostiles.
Quizá paradójicamente los
bárbaros fueron adquiriendo mayor presencia en
algunas facetas de la realidad
romana durante sus últimas décadas de
existencia. Como afirma el
historiador Patrick J. Geary, «ése era un
mundo en el que los bárbaros y
los romanos habían estado en estrecho
contacto durante siglos. Los unos
eran necesarios para los otros. Los
romanos habían necesitado de los
bárbaros durante el siglo anterior. Los
necesitaban como esclavos, los
necesitaban para su comercio y los
necesitaban además como reclutas
para sus tropas, porque el ejército
romano estaba formado cada vez
más por bárbaros». Efectivamente, el
decaimiento demográfico hizo
necesario que miembros de tribus germanas
aliadas del imperio suplieran a
los soldados romanos, cada vez más
escasos, en las legiones.
Pero ¿Quiénes eran los hunos?
¿Cómo intervinieron en este escenario de
crisis? No eran un pueblo germano
de los del centro y norte de Europa a
los que estaban tan acostumbrados
los romanos. Su origen se sitúa en las
grandes estepas de Asia central,
donde habitaban como un pueblo nómada,
con una economía comunitaria de
base ganadera. Como el resto de los
pueblos esteparios asiáticos,
desarrollaban una vida organizada en torno
a la sumisión a un jefe tribal,
sobre la necesidad de dominar grandes
extensiones de terreno que servía
de pasto para su ganado —de ahí la
importancia fundamental del
caballo en la vida colectiva— y una gran
capacidad organizadora que en
ocasiones les llevaba a federarse con
otras tribus. Por razones
desconocidas (se ha propuesto la posibilidad
de cambios en el clima y un
fuerte crecimiento de su población) y junto
con sus primos lejanos, los
llamados heftalitas o hunos blancos,
comenzaron a moverse a grandes
distancias en la segunda mitad del siglo
IV. Los hunos empezaron a migrar
hacia Occidente y los hunos blancos
hacia el sur y sudeste. Los
primeros supusieron una fuerte
desestabilización para el mundo
romano, los segundos lo fueron para las
civilizaciones persa e india.
Hacia el año 375, los hunos
cruzaron el río Don (en la actual Rusia)
hacia Occidente y rápidamente
chocaron con los ostrogodos, que se habían
establecido en un amplio
territorio al norte del Mar Negro en el siglo
III. Derrotados éstos,
emprendieron la huida hacia el oeste, presionando
hostilmente a los pueblos
germánicos asentados a lo largo de la frontera
norte del Imperio romano. Estos
pueblos fronterizos ya no se contentaban
con hacer razias ocasionales en
territorio romano, sino que por primera
vez en muchos siglos comenzaron a
presionar para asentarse en territorio
del imperio. Michelle Salzman,
catedrática de Cultura clásica de la
Universidad de Boston, considera
que los hunos «cuando llegaron de Asia
empujaron a los ostrogodos, que a
su vez empujaron a los visigodos, que
presionaron sobre la frontera del
Danubio y quisieron penetrar entonces
en el Imperio romano. A esto se
le ha llamado la primera lección de
billar de la Historia de la que
tenemos noticia. Y cuando chocaron
contra los visigodos, quedaron
aterrorizados por estos hunos que
parecían tan distintos, actuaban
tan distinto y vivían de un modo tan
distinto al de los germanos, que
eran los únicos bárbaros que los
romanos habían conocido en sus
fronteras durante siglos».
Los germanos occidentales habían
logrado cierto grado de sedentarización
a lo largo de la frontera romana
y los orientales tenían también cierto
desarrollo social y político ya
que habían recibido influencia griega y
romana a través de las rutas
comerciales que desde el Mar Negro
ascendían hasta el Báltico. Pero
los hunos eran algo completamente ajeno
incluso para los germanos. Eran
un pueblo asiático nómada y de
costumbres salvajes que causaron
gran impacto no sólo entre los romanos,
sino también entre los bárbaros
vecinos del imperio. Como afirma la
profesora Salzman, «parecían
bárbaros incluso a los bárbaros, a los
bárbaros germanos. Los hunos ni
siquiera cocinaban su carne, cosa que
los germanos sí hacían. Según los
romanos, vivían a caballo, dormían a
caballo, hacían el amor en
carretas y no tenían casas, no vestían ropa
limpia. Eran absolutamente
distintos y aterradores. No se podía confiar
en ellos, eran traicioneros… al
menos ésa es la mitología sobre ellos».
La base de este pánico estaba en
la irrupción violenta que habían
protagonizado, pero también en el
hecho de su radical diferencia. Eran
algo absolutamente desconocido en
siglos y el miedo que producían no
sólo procedía de su actitud más o
menos violenta, sino de esta
diferencia cultural absoluta.
El problema fue, además, que no
se contentaron con permanecer donde
habían expulsado a los
ostrogodos, sino que continuaron avanzando hacia
Occidente, y a finales del siglo
IV quedaron instalados en la llanura
del Danubio, que los romanos
llamaban Panonia, en la actual Hungría.
Allí encontraron un campo fértil
para desarrollar su cultura nómada en
un terreno favorable para su
economía ganadera y sus desplazamientos a
caballo, muy cerca de la frontera
del Imperio romano… quizá demasiado.
La educación de un demonio
Para entonces el imperio había
recibido de lleno el impacto de la huida
de los germanos ante el avance de
los hunos. Los ostrogodos, después de
haber sucumbido ante el pueblo
asiático, habían avanzado hacia Tracia
(en la península Balcánica), zona
tradicionalmente ocupada por los
visigodos. Éstos fueron los
primeros en romper las fronteras imperiales
para asentarse en territorio
romano, hecho que el emperador Valente no
tuvo más remedio que tolerar.
Pero pronto los visigodos se sintieron
coaccionados y humillados por las
autoridades romanas y se rebelaron. En
el año 378 se enfrentaron los
visigodos y los romanos en Adrianópolis y
aquéllos acabaron con la otrora
invencible infantería romana. Era su
primera derrota en muchas
décadas, ya que no pudieron hacer frente a la
caballería de los pueblos
bárbaros, que desarrollaban una táctica
militar completamente nueva para
ellos. Atila se encargaría setenta años
más tarde de explotar esta
ventaja al máximo.
El final del siglo IV estuvo
dominado por la figura del último gran
emperador romano, Teodosio I, de
origen hispano, pues era oriundo de la
ciudad romana de Cauca (actual
Coca, en la provincia de Segovia). Fue
capaz de combinar sabiamente la
negociación y las hostilidades con los
bárbaros para mantenerlos a raya,
aunque debió aceptar el asentamiento
de los visigodos en territorio
romano, con los que firmó un pacto en el
año 382 por el que quedaban
instalados como aliados y soldados al
servicio de Roma. Sin embargo la
amenaza no había desaparecido. La
creciente preocupación por el
problema bárbaro en las fronteras, junto
al surgimiento de usurpadores del
título imperial en la Galia, hizo que
Teodosio trasladase la capital
del imperio de Roma a Milán en el año 389.
Teodosio I fue el último
emperador que logró tener bajo su autoridad
todo el territorio del Imperio
romano, que se había vuelto demasiado
vasto y problemático como para
que fuese gobernado por un solo hombre.
Esto le llevó a decidir la
institucionalización de lo que de hecho era
una tradición desde hacía varias
décadas: el gobierno por separado de
las dos partes esenciales del
imperio. A su muerte en el año 395 dividió
el imperio, dejando el Imperio
romano de Oriente a su primogénito
Arcadio, de dieciocho años, y el
Imperio romano de Occidente a su hijo
menor, Honorio, apenas un niño de
diez años. El primero tendría su
capital en Constantinopla y el
segundo la tendría teóricamente en Roma
(pero permanecería en Milán hasta
que en el año 402 Honorio decidió
trasladarla a Rávena).
Este momento de extrema
delicadeza coincidió con el del asentamiento de
los hunos en Panonia, que se iban
a aprovechar en las décadas siguientes
de la debilidad de los sucesores
de Teodosio I. Muy posiblemente
coincidió también con el del
nacimiento de Atila, cuya fecha se
desconoce, pero que la mayoría de
historiadores suelen situarla en torno
al cambio de siglo por
considerarla la más probable. Era hijo del rey
Mundzuk, que había liderado el
viaje de su pueblo hasta Europa central.
Se sabe que su padre murió poco
después de su nacimiento, y que fue
sustituido como jefe tribal por
su hermano Ruga (también conocido por
los nombres de Rua o Rugila). Él
sería el encargado de la primera
educación de Atila y de su
hermano Bleda. Aunque no se tiene constancia
de cómo era la educación de un
caudillo tribal, ésta debería ser la
básica y necesaria para su
integración en todas las actividades que
permitían la subsistencia de la
comunidad nómada y en la que las
costumbres guerreras ocuparían un
puesto privilegiado.
Sin embargo, la vecindad con los
romanos también pudo influir en la
educación del joven hijo de
Mundzuk. Es muy probable que en estos
primeros años de vida cerca de
las fronteras del Imperio romano los
hunos se amoldasen bien, después
de un primer choque bélico, a la
convivencia con los germanos e
incluso con los romanos. Como el resto de
los pueblos esteparios asiáticos,
los hunos no tenían un sentimiento de
comunidad basado en la etnia,
sino que se basaba en la colaboración de
cada uno de sus miembros para la
supervivencia del grupo. Así, como
afirma el profesor Geary, «aunque
el liderazgo huno provino inicialmente
de Asia central, la confederación
de los hunos, al igual que la mayoría
de estos pueblos bárbaros, no se
componía de un único grupo étnico.
Estaba formado por una gran
variedad tanto de bárbaros como de romanos.
El imperio de los hunos era un
“empleador en igualdad de oportunidades”.
Cualquiera que luchase con los
hunos y apoyase su liderazgo podía ser
uno de ellos». Esto no era algo
nuevo, ya que las fronteras del imperio
habían sido permeables durante
siglos y no era extraño que romanos de
las provincias limítrofes se
integrasen en comunidades bárbaras en
tiempos de paz, mecanismo que
también había funcionado a la inversa,
viviendo pequeños grupos
familiares de germanos en territorio imperial.
Es más, hay constancia de la
integración de los hunos en las costumbres
de los pueblos vecinos del
imperio. Consta que a comienzos del siglo V
los romanos y los hunos
practicaban la antigua costumbre del intercambio
de rehenes como garantía del
mantenimiento de la paz entre ambos
pueblos. Esta costumbre
antiquísima consistía en que un príncipe o
destacado miembro de una tribu
fronteriza con el imperio era enviado a
Roma como rehén, mientras que un
hijo de una importante familia romana
era enviado a la comunidad
bárbara en contraprestación. A los rehenes se
les educaba y criaba como si
fueran un miembro más de las familias que
habían entregado al rehén
contrario. Hay constancia de que Aecio, el que
después sería el más poderoso de
los generales del Imperio romano de
Occidente, fue enviado como rehén
a los hunos para que lo educasen en
sus costumbres. Varios
historiadores sostienen que los hunos enviaron en
contrapartida a Atila, que habría
permanecido durante varios años de su
infancia cerca de la corte
imperial romana. La profesora Salzman destaca
que «el intercambio de rehenes
había sido durante siglos el medio por el
que una cultura aprendía sobre
otra. Los romanos y los hunos
intercambiaron rehenes, ése fue
el modo en que Aecio aprendió la lengua
de los hunos y sus técnicas de
campaña. De un modo similar, ése fue el
modo en que Atila aprendió las
técnicas militares romanas. Era algo así
como una escuela de
especialización para líderes militares y
diplomáticos». No han llegado
hasta nosotros noticias sobre cómo fue la
estancia de Atila entre los
romanos, pero viviera lo que viviese con
ellos, no le produjo una
impresión lo suficientemente favorable como
para que en el futuro le pesase a
la hora de mostrarse indulgente con
sus antiguos anfitriones.
Juventud de un caudillo guerrero
En el año 433 falleció el rey de
los hunos, Ruga, al que sucedieron
simultáneamente sus dos sobrinos,
Atila y Bleda. Ambos compartieron la
jefatura hasta la muerte de este
último en el 445, momento a partir del
cual Atila quedó como rey único
de los hunos. Pero ya antes, desde el
momento mismo de su ascenso, fue
Atila quien tuvo la voz dominante sobre
cómo había que regir a los hunos
y hacia dónde debían encaminarse en el
futuro. Tenía un objetivo muy
claro. Pronto desplegó una energía
inagotable dirigida a reforzar la
unidad del conglomerado tribal que
componía su pueblo y a mejorar su
capacidad militar. Puso de nuevo en
marcha la maquinaria de guerra
del pueblo de las estepas y el destino
hacia el que dirigir la ofensiva
era ahora el Imperio romano. Comenzó
desde entonces a realizar
campañas anuales de hostigamiento contra el
Imperio de Oriente, donde su
titular Teodosio II (hijo de Arcadio) se
mostró impotente para repelerle.
En opinión de la profesora Salzman, los
hunos «bajo Atila fueron
unificados y fue con su liderazgo y el de su
hermano cuando comenzaron a
saquear el Imperio de Oriente. Los
emperadores de Oriente no podían
vencerles en el campo de batalla, así
que optaron por pagarles las
cantidades que les reclamaban. Cuando los
emperadores de Oriente se negaron
a pagar más fueron contra Occidente.
Básicamente querían que se les
pagase, querían oro».
Después de la primera envestida,
Teodosio II se avino a pactar la paz
con los hunos en el año 435,
aunque duró muy poco. Éstos pronto hallaron
una excusa para adentrarse de
nuevo en territorio romano y conseguir que
el emperador pagase de nuevo a
cambio de la calma en su territorio. Las
campañas guerreras de los hunos
estaban dirigidas al pillaje y a la
obtención de rescates y regalos
con los que el emperador de Oriente
compraba la paz. Atila no lograba
sólo enriquecerse, sino que reforzaba
su liderazgo repartiendo entre su
clientela tribal el botín y el dinero
obtenidos. Como dice de nuevo la
profesora Salzman, «Atila era un jefe
tribal que gobernaba gracias a
que era el más poderoso y a que era capaz
de distribuir bienes entre sus
seguidores. Si no conseguía más oro o
botín quedarían insatisfechos y
le abandonarían para ir a otro lugar».
Esto significa que la riqueza
obtenida de los romanos se convirtió en
una formidable fuerza para
conseguir que su autoridad aumentase entre
los hunos, que se sentían cada
vez más poderosos y unidos al ver cómo
sólo con su amenaza hacían
temblar al Imperio de Oriente.
Durante estos años el emperador
se dedicó a enviar embajadas al
campamento de los hunos para que
ofreciesen auténticos tesoros a Atila
—bajo la forma diplomática de
«regalos»— a cambio de arrancarle promesas
de una paz que solía durar poco.
Gracias a una de estas embajadas
conservamos el único testimonio
de un contemporáneo sobre los hunos. Con
una de estas embajadas acudió el
historiador grecorromano Prisco, que
estuvo durante unas semanas en el
campamento base de los hunos y llegó a
entrevistarse con el propio
Atila. Ciertamente la imagen que proporciona
dista mucho de la que ha llegado
hasta nuestros días. Prisco habla de
unas gentes de costumbres no tan
rudas, cuyo campamento era una
auténtica ciudad de madera, y de
Atila, que vivía en una morada fastuosa
y del que afirmó que tenía un
gran sentido de la política. Esta
impresión se ve corroborada por
cómo fue capaz de manejar al emperador
Teodosio II para que satisficiese
sus constantes demandas de mayores
riquezas. Atila se convirtió con
el paso de los años y de las campañas
contra el Imperio de Oriente en
un auténtico maestro de la extorsión y
la diplomacia.
Si bien es cierto que la visión
de Prisco es muy atractiva, tampoco se
puede tomar al pie de la letra
por el hecho de ser la única fuente de
época que ha sobrevivido y que no
se vio contaminada por los prejuicios
que en ese momento había hacia
los bárbaros en el mundo romano. La
opinión de los historiadores,
como señala la profesora Salzman, es que
«Prisco es la única fuente
contemporánea que tenemos sobre Atila. Pero
incluso Prisco, al que se ha
tomado por un historiador muy astuto, era a
fin de cuentas griego y
aristócrata, y ésa fue la perspectiva desde la
que analizó a Atila. ¿Así fue
realmente Atila o era un intento de Prisco
para presentarle desde una
perspectiva determinada? El conflicto entre
el mito y lo que hoy conocemos
como Historia es algo que no podemos
separar realmente en el mundo
antiguo y sus fuentes. Su idea de la
Historia era muy distinta. La
Historia eran las historias, y los buenos
relatos eran aceptados como
Historia. No había nada de hechos objetivos
y ciencia pura tal y como hoy
concebimos la Historia. Así que Prisco
presenta problemas de
interpretación, aunque desde luego es mejor que nada».
Quizá una muestra de las
contradicciones de Prisco es el hecho de que la
imagen algo más civilizada que
pinta de los hunos choque con su propio
testimonio sobre su forma de
proceder en la guerra. Para Salzman:
«Prisco nos transmite un relato
maravilloso sobre la ciudad de Nissus [o
Naissus, que se corresponde con
la actual Niš, en Serbia]. Unos
embajadores romanos pasaron por
ella camino de su destino. Directamente
no pudieron aproximarse por el
hedor que producían los cuerpos humanos
descomponiéndose. Cuando
intentaron acampar en el margen del río tampoco
pudieron porque no había espacio
disponible. La rivera estaba
completamente ocupada por huesos
humanos. Éste era el tipo de
devastación que Atila utilizaba
para lograr que las ciudades se
rindiesen, y aquellos que no lo
hacían eran aniquilados, como Nissus».
De lo que no cabe duda es de que
el texto ilustra a la perfección el
ambiente que habían generado las
incursiones de los hunos en el Imperio
de Oriente. Pero ¿Cuánto tiempo
podría durar esa situación? ¿Podría el
emperador Teodosio II desactivar
el peligro huno? Pronto iba a quedar
claro que más fácil que
enfrentarse a los hunos era distraer su atención
hacia algún otro objetivo.
Cambio de estrategia: el giro
hacia occidente
Efectivamente, las embajadas del
emperador de Oriente plantearon la
posibilidad de que Atila probase
fortuna en el Imperio de Occidente. No
se trataba de una táctica nueva
para la diplomacia de Constantinopla ya
que a principios de siglo la
había ensayado con éxito rotundo con los
visigodos. Éstos, tras el pacto
de amistad en el año 382, se habían
instalado en la región del
Ilírico (al oeste de la península Balcánica),
pero descontentos por su
situación se sublevaron de nuevo en la primera
década del siglo V. Llegaron a
amenazar militarmente Constantinopla,
pero a base de oro y de
habilidades diplomáticas fueron desviados hacia
el Imperio de Occidente. Durante
toda la primera década del siglo
asolaron el norte de la península
Itálica, y aunque inicialmente fueron
detenidos por el general
Estilicón, tras la muerte de éste en 408 no
encontraron ya freno a sus
correrías. En agosto del año 410 incendiaron
y saquearon Roma durante tres
días en un episodio que sacudió las
conciencias de toda la romanidad
civilizada y, tras continuar por el sur
de Italia, acabaron
estableciéndose en la Galia occidental.
Pero no resultó fácil que Atila
se dejase convencer para cambiar de
estrategia. Era consciente de la
mayor riqueza del Imperio de Oriente y
de la situación de debilidad que
vivía el de Occidente, que posiblemente
resultaría mucho menos rentable.
Una inesperada propuesta de matrimonio
fue la tentación perfecta que
acabó por decidirle. En la primavera del
año 450 recibió una misiva que no
llegaba desde Constantinopla, sino
desde Rávena. La remitente era
Honoria, hermana del emperador
Valentiniano III (sucesor de
Honorio desde el año 425). Ésta había sido
obligada a casarse por orden de
su hermano menor el emperador con un
senador que le era leal después
de que la hubieran sorprendido
manteniendo relaciones con uno de
sus asistentes de palacio. Como se
negaba a aceptar resignadamente
su nueva situación, hizo llegar a Atila
una carta, de manos de su leal
criado Jacinto, en la que le solicitaba
ayuda, le enviaba cierta cantidad
de oro y su anillo como muestra de
autenticidad del mensaje. Atila
lo tomó como una propuesta de
matrimonio, dando al hecho unas
consecuencias impredecibles. Los
historiadores han sido
tradicionalmente muy duros a la hora de valorar
la iniciativa de Honoria ya que
consideran que se comportó de forma
irreflexiva y puso en peligro a
todo el Imperio de Occidente. Pero su
actitud también puede verse desde
otro prisma. Según la profesora
Salzman, «el papel de Honoria es
muy interesante. Ella es vista como un
peón en cierta medida. Ése fue el
modo en que las mujeres funcionaron en
el mundo antiguo. Se las casaba,
se las mataba, se les mutilaba. Se
cimentaban alianzas usando a las
mujeres. Lo que Honoria hacía
ofreciéndose a Atila en
matrimonio era seguir el patrón tradicional del
papel de las mujeres. El papel
que podría desempeñar una mujer de la
familia imperial haciendo una
alianza con un rey extranjero era el de
validar su posición en el mundo
romano y convertirse en importante por
sí misma». Así que es posible que
Honoria actuase por rebeldía o por el
deseo de obtener un mayor peso
político dentro del imperio y en
contraposición al de su hermano,
el emperador Valentiniano.
Atila envió una embajada a Rávena
exigiendo la liberación de Honoria
para que se casase con él.
Además, solicitaba la mitad del territorio
del Imperio de Occidente como
dote. Las aspiraciones del rey de los
hunos fueron rechazadas. Al año
siguiente los hunos cruzaban el Rin y
comenzaban la invasión de la
Galia. Los resultados de los primeros
enfrentamientos entre el ejército
romano y los hunos fueron desastrosos
para el primero. Según el
profesor Geary, «la gran fuerza que posibilitó
el éxito militar de los hunos fue
su habilidad para moverse en las
estepas, las llanuras onduladas
de Europa oriental y Asia central. Eran
jinetes fantásticos,
prácticamente nacían y crecían a caballo. Pudieron
usar las estepas como más tarde
hicieron los árabes con el desierto y
como hicieron los británicos en
los océanos durante los siglos XVIII y
XIX. Podían viajar a grandes
distancias, salir de la nada, golpear
duramente y desaparecer de nuevo
entre las praderas». Aunque la Galia no
era el territorio de las estepas
asiáticas, pudieron adaptar con
relativa facilidad sus técnicas
ofensivas en un avance rápido. Saquearon
la ciudad de Metz y se adentraron
en el territorio hasta Orleans, ciudad
a la que pusieron sitio.
La aplicación de estas tácticas
en las zonas abiertas de Europa
occidental eran algo a lo que los
romanos no estaban habituados y el
equilibrio de fuerzas se inclinó
de forma irremediable a favor de los
bárbaros. Ponían además en juego
tácticas de una movilidad sorprendente
frente a la pesada infantería
romana. Como señala Claudia Rapp,
profesora de la Universidad de
California-Los Ángeles, «usaban la
técnica del ataque y retirada
aparente. Así podían atacar, aparentar que
se retiraban para que el enemigo
les persiguiese, y entonces dar la
vuelta contra el enemigo, justo
en el momento en que menos lo esperaba y
cuando su desorden les permitía
vencerle con facilidad».
De nuevo el pánico hacía presa en
el ejército y la población. La
desolación que en la década
anterior había acaudillado Atila en la
península Balcánica se extendía
sin control ahora por la Galia, que ya
venía siendo azotada por los
germanos desde comienzos de siglo. Franz H.
Bäuml, catedrático emérito de
Historia medieval de la Universidad de
California-Los Ángeles, comenta
al respecto que «una y otra vez aparece
la imagen en los cronistas de los
hunos a caballo cargando, de masas de
jinetes que parecían pegados a
sus monturas. Parece que ésta fue una
experiencia aterradora para los
ejércitos imperiales. Una experiencia
que por supuesto no habían tenido
anteriormente». Además, fue éste el
momento en que comenzó a
desarrollarse una campaña que caracterizó a los
hunos —más en concreto a Atila—
como el mal supremo, casi como un azote
divino que venía a castigar a los
romanos. El mismo Bäuml considera que
Atila «fue caracterizado como un
peligro. Sirvió para un propósito muy
concreto en la sociedad romana y
cristiana: cualquier cosa que fuese
considerada como innecesariamente
destructiva o como malvada se la
equiparaba a Atila». En un
momento en el que el poder político pasaba
por horas críticas, nunca estaba
de más el eliminar cualquier atisbo de
expresión de descontento interno,
y los hunos venían muy a propósito
para ello.
Ese mismo poder no se quedó
quieto ante la agresión de Atila. Entonces
se recurrió al más brillante
militar del que disponía el imperio, el
general Flavio Aecio. El mismo
que había sido enviado como rehén a los
hunos durante su niñez era ahora
la mayor esperanza para derrotarlos.
Aecio recurrió a una táctica
ingeniosa para plantar cara. Decidió
combatir la superioridad de la
caballería huna con el otro pueblo
bárbaro que había demostrado gran
capacidad militar contra las legiones
imperiales en el pasado reciente.
Así, se alió con los visigodos y
acudió al encuentro de Atila, con
el que se midió en la batalla de los
Campos Cataláunicos, en las
cercanías de la actual Troyes. Aprovechando
que el terreno no era demasiado
propicio a la caballería huna, las
tropas romano-godas de Aecio
lograron vencer de una forma contundente.
El profesor Geary señala: «Allí,
en un área más boscosa, lejos de las
zonas en las que podía mantener
suficientes caballos como para sostener
su avance, tuvieron terribles
problemas. En el momento en que se
encontraron con el ejército
romano-godo bajo el mando del general romano
Aecio eran más un ejército de
infantería que de caballería, y el
resultado fue desastroso para
ellos». A Atila no le quedó más remedio
que retirarse a Panonia y lamerse
las heridas durante el invierno, meses
que aprovechó para preparar la
nueva ofensiva.
En el año 452 el objetivo elegido
fue Italia. Las autoridades romanas,
embriagadas con el éxito del año
anterior, se confiaron en que la
respuesta del bárbaro tardaría
más en llegar. Atila entró por el norte
tomando y saqueando Aquilea,
Milán y Pavía. Ante la inexistencia de
oposición se dirigió rápidamente
al sur, y marchó directamente sobre
Roma como antes lo habían hecho
los visigodos. La capital espiritual del
imperio se preparaba de nuevo
para el asalto. Ante el cariz que tomaban
los acontecimientos, Valentiniano
III abandonó Rávena y se refugió en
Roma, donde reunió al Senado y
decidió enviar una embajada compuesta por
tres integrantes para que
negociase la salvación de la ciudad con el rey
de los hunos. La embajada estuvo
dirigida por el papa León I y, ante la
sorpresa y alivio generalizados,
logró que Atila se retirase. Se
desconocen por completo los
términos de la reunión, que la Iglesia
católica se encargó de publicitar
como una intervención divina
auspiciada por el Papa para
lograr la salvación de la ciudad. La
realidad seguramente fue más
compleja. Por un lado, la embajada llevaba
una oferta del emperador quizá
consistente en la promesa del pago de un
tributo anual e incluso es
posible que con la concesión de la mano de
Honoria. Por otro lado, Atila
tenía buenos motivos para no seguir con la
campaña de Italia. Su ejército
por entonces estaba sufriendo los rigores
del hambre y de una epidemia de
peste, y el resultado del pillaje y el
saqueo era ya demasiado elevado
como para arriesgarlo codiciosamente
avanzando hacia el sur y
sobrecargando los carros que debían
transportarlo más allá del
Danubio. Como afirma el profesor Geary, «en
el momento en que Atila se
entrevistó con el papa León I a las puertas
de Roma su ejército estaba
padeciendo una epidemia de peste. El terreno
de Italia no era adecuado para el
tipo de tácticas a caballo al que
estaba habituado. Tenía graves
problemas y su decisión de aceptar
cualquier compensación que le
propusiese el Papa y abandonar Italia
parecía responder a una intención
de salvar la cara al tiempo que
retiraba a su ejército de la
península Itálica». No por ello la victoria
sobre los romanos de Occidente
dejaba de ser más rotunda y las
expectativas para saquear durante
los años siguientes, muy favorables.
Pero no hubo años siguientes.
Inesperadamente Atila murió en el año 453,
antes de poder caer de nuevo
sobre Italia. La tradición no confirmada
sostiene que murió tras la
celebración de la boda con una de sus
mujeres, al parecer ahogado como
resultado de una hemorragia nasal
mientras dormía. Tras su muerte
la misma tradición afirma que fue
enterrado en el lecho del río
Tisza (en la actual Hungría). Los hunos
trabajaron durante días
levantando diques que contuviesen el lecho del
río, en medio del cual se enterró
al rey de los hunos con un formidable
ajuar funerario. Una vez
terminado el entierro y las celebraciones
consiguientes se habrían roto los
diques para que el río regresase a su
cauce y la tumba de Atila nunca
pudiese ser perturbada.
Con el entierro de Atila se
terminó prácticamente el poder de los hunos.
Atila tuvo descendencia, pero sus
hijos y sucesores no fueron capaces ni
de mantener la unidad del grupo
tribal ni de mantener unida su fuerza
para continuar aterrorizando y
extorsionando a los Imperios romanos de
Oriente y Occidente, dedicación
que se había vuelto su principal fuente
de riqueza en las décadas
anteriores. Según el criterio de la profesora
Salzman, «después de la muerte de
Atila el imperio [de los hunos]
desapareció al poco tiempo. No
era un imperio construido sobre la
administración o el buen
gobierno, al modo del romano, o incluso sobre
la protección frente a otros
bárbaros. Era un imperio construido sobre
el pillaje para la satisfacción
de los líderes tribales y no hubo una
persona capaz de ganarse la buena
voluntad de sus seguidores. Desde
luego no lo fueron sus hijos, que
enseguida se pelearon y se dividieron
entre ellos el imperio». Ése fue
el modo en que desapareció el principal
pueblo asiático que había puesto
patas arriba toda la geopolítica del
mundo antiguo en el siglo V.
Aunque la desintegración de los
hunos fue un alivio para los romanos, es
posible que su desaparición no
les beneficiase a largo plazo. El
profesor Bäuml, al referirse a la
desaparición de Atila, destaca que «el
efecto de su muerte sobre el
Imperio romano fue también desastroso
porque su presencia garantizaba
cierto grado de orden en las fronteras
del imperio. Los romanos pagaban
un tributo a Atila porque obtenían algo
a cambio que, fuera lo que fuese,
merecía la pena. En este sentido, la
presencia de los hunos en Panonia
habría tenido la virtud de ejercer de
tapón o elemento disuasorio para
que otros grupos tribales procedentes
del norte y del este avanzasen
hacia la frontera romana. Pero una vez
desaparecidos los hunos, las
migraciones hacia Occidente continuaron y
los bárbaros siguieron penetrando
en un imperio que sobrevivió muy poco
tiempo a Atila. Si éste murió en
el año 453, sólo veintitrés años más
tarde, Odoacro, rey de los
hérulos —uno de esos pueblos que penetraron
en territorio romano tras la
desaparición de los hunos— depuso a Rómulo
Augústulo, último emperador de
Occidente. Reunió al Senado y junto con
él decidió enviar a
Constantinopla las insignias imperiales, lo que
formalmente significaba que el
imperio quedaba reunificado. Pero ya
nadie se engañaba. Los bárbaros
se habían asentado a todo lo largo del
territorio romano occidental y
habían fundado sus propios reinos en lo
que una vez fue solar del dominio
romano.
Quizá resida ahí el atractivo de
Atila y de todos los pueblos que desde
el siglo III establecieron
contacto con el mundo romano. Como ha
señalado la profesora Rapp, «los
estudiosos se han acostumbrado a ver
movimientos en la Historia en
términos de conflicto entre Oriente y
Occidente, donde un pueblo
bárbaro oriental amenaza la civilización
occidental. Considero que ésa es
parte de la razón de la fascinación
hacia Atila de los siglos
posteriores hasta el presente». Porque la
imagen que nos legaron los
romanos de Atila y, por extensión, del resto
de los pueblos que llamaban
«bárbaros» no se correspondía con una
realidad demasiado dura para
ellos, en la que una potencia en franca
decadencia no fue capaz de
detener el ascenso de unos pueblos que quizá
no poseían su desarrollo
cultural, pero que fueron capaces de instalarse
en lo que un día fue su imperio y
dotar de sangre nueva y nuevas
energías a una sociedad en
declive.
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