jueves, 30 de octubre de 2025

08 ATILA.

 



El azote de Dios

 

La imagen que ha sobrevivido del rey de los hunos en la imaginación

popular hasta el siglo XX es la de un cruel y sanguinario caudillo

bárbaro que anegó el Imperio romano en sangre y que llegó a plantarse a

las puertas de la misma Roma, donde sólo la intervención de un enérgico

Papa logró contener su avance y que se retirase más allá de las

fronteras. Pero la realidad de Atila y del tiempo que le tocó vivir es

mucho más compleja. Efectivamente, fue un líder tribal de una actividad

combativa inagotable que provocó una fuerte desestabilización en un

mundo romano ya de por sí muy debilitado, pero ni fue tan salvaje ni la

conjuración del peligro que supuso su avance sobre Roma fue mérito de

sus adversarios. Ya desde su época fue víctima de una campaña

propagandística que le calificó nada menos que de «flagelo de Dios»,

cuyos ecos han perdurado hasta nuestros días a costa de una realidad

histórica en la que es posible que Atila, además de verdugo, fuese víctima.

 

En el siglo V d. C. el Imperio romano luchaba por su supervivencia.

Hacía más de doscientos años que el abatimiento de la economía, el

decaimiento de la sociedad y la mediocridad de sus gobernantes

amenazaban la existencia del estado que había logrado unificar el

Mediterráneo bajo una sola autoridad política y crear una cultura que se

creía inmortal. Las ciudades cada vez tenían menos población, el

comercio que las abastecía menos pulso, las propiedades del campo se

convirtieron en la principal fuente de riqueza y posición social y,

finalmente, el poder político estaba cada vez más debilitado. A finales

del siglo III y comienzos del IV, dos emperadores, Diocleciano primero y

Constantino más tarde, lograron mitigar la situación llevando a la

práctica un programa que supuso una auténtica refundación del imperio,

pero que apenas logró que éste sobreviviese ciento cuarenta años.

 

A estos signos de una crisis que atacaba los mismos cimientos de la

sociedad y la política romanas se vino a sumar el problema de los

pueblos de las fronteras. Los griegos y los romanos llamaban «bárbaros»

a los pueblos que no sabían hablar sus lenguas (griego y latín),

viviesen donde viviesen. Desde el siglo I d. C., los romanos habían

convivido en una relación de vecindad vigilante con sus vecinos del

norte, a los que llamaban «germanos» y que vivían más allá de la

frontera estable del imperio, situada en la línea trazada por el curso

de los ríos Rin y Danubio. Esta situación comenzó a cambiar durante el

siglo III, cuando una serie de tribus de Europa oriental empezaron a

desplazarse hacia el sur y el oeste, con lo que desestabilizaron a las

que estaban asentadas en los territorios limítrofes del imperio. Las

provincias romanas fronterizas comenzaron a sufrir ataques reiterados y

repentinos frente a los cuales la táctica tradicional de los romanos de

dividir para vencer no fue efectiva. Las defensas tampoco se mostraron

preparadas para soportar las reiteradas agresiones, por lo que se

impusieron soluciones militares urgentes. De ahí que el ejército fuese

cobrando cada vez más importancia en el mundo romano, siendo éste el

siglo en que surgió la figura arquetípica del emperador soldado, aupado

al poder desde el generalato y que centraba su autoridad en el apoyo de

las tropas.

 

¿Causa o síntoma de la crisis? Las incursiones de los bárbaros

posiblemente fueron las dos cosas, pero lo que los romanos pronto

tuvieron claro es que no se trataba de episodios puntuales, sino que se

hallaban frente a un problema a largo plazo y de difícil solución. En

los dos siglos siguientes llegarían a ser conscientes de la gravedad

extrema que podía adquirir y la amplitud de sus consecuencias.

 

 

 

Migraciones continentales

 

Las relaciones entre germanos y romanos no cambiaron de pacíficas a

bélicas de un día para otro. Fue un proceso largo y discontinuo en el

que las relaciones amistosas se fueron alternando con las hostiles.

Quizá paradójicamente los bárbaros fueron adquiriendo mayor presencia en

algunas facetas de la realidad romana durante sus últimas décadas de

existencia. Como afirma el historiador Patrick J. Geary, «ése era un

mundo en el que los bárbaros y los romanos habían estado en estrecho

contacto durante siglos. Los unos eran necesarios para los otros. Los

romanos habían necesitado de los bárbaros durante el siglo anterior. Los

necesitaban como esclavos, los necesitaban para su comercio y los

necesitaban además como reclutas para sus tropas, porque el ejército

romano estaba formado cada vez más por bárbaros». Efectivamente, el

decaimiento demográfico hizo necesario que miembros de tribus germanas

aliadas del imperio suplieran a los soldados romanos, cada vez más

escasos, en las legiones.

 

Pero ¿Quiénes eran los hunos? ¿Cómo intervinieron en este escenario de

crisis? No eran un pueblo germano de los del centro y norte de Europa a

los que estaban tan acostumbrados los romanos. Su origen se sitúa en las

grandes estepas de Asia central, donde habitaban como un pueblo nómada,

con una economía comunitaria de base ganadera. Como el resto de los

pueblos esteparios asiáticos, desarrollaban una vida organizada en torno

a la sumisión a un jefe tribal, sobre la necesidad de dominar grandes

extensiones de terreno que servía de pasto para su ganado —de ahí la

importancia fundamental del caballo en la vida colectiva— y una gran

capacidad organizadora que en ocasiones les llevaba a federarse con

otras tribus. Por razones desconocidas (se ha propuesto la posibilidad

de cambios en el clima y un fuerte crecimiento de su población) y junto

con sus primos lejanos, los llamados heftalitas o hunos blancos,

comenzaron a moverse a grandes distancias en la segunda mitad del siglo

IV. Los hunos empezaron a migrar hacia Occidente y los hunos blancos

hacia el sur y sudeste. Los primeros supusieron una fuerte

desestabilización para el mundo romano, los segundos lo fueron para las

civilizaciones persa e india.

 

Hacia el año 375, los hunos cruzaron el río Don (en la actual Rusia)

hacia Occidente y rápidamente chocaron con los ostrogodos, que se habían

establecido en un amplio territorio al norte del Mar Negro en el siglo

III. Derrotados éstos, emprendieron la huida hacia el oeste, presionando

hostilmente a los pueblos germánicos asentados a lo largo de la frontera

norte del Imperio romano. Estos pueblos fronterizos ya no se contentaban

con hacer razias ocasionales en territorio romano, sino que por primera

vez en muchos siglos comenzaron a presionar para asentarse en territorio

del imperio. Michelle Salzman, catedrática de Cultura clásica de la

Universidad de Boston, considera que los hunos «cuando llegaron de Asia

empujaron a los ostrogodos, que a su vez empujaron a los visigodos, que

presionaron sobre la frontera del Danubio y quisieron penetrar entonces

en el Imperio romano. A esto se le ha llamado la primera lección de

billar de la Historia de la que tenemos noticia. Y cuando chocaron

contra los visigodos, quedaron aterrorizados por estos hunos que

parecían tan distintos, actuaban tan distinto y vivían de un modo tan

distinto al de los germanos, que eran los únicos bárbaros que los

romanos habían conocido en sus fronteras durante siglos».

 

Los germanos occidentales habían logrado cierto grado de sedentarización

a lo largo de la frontera romana y los orientales tenían también cierto

desarrollo social y político ya que habían recibido influencia griega y

romana a través de las rutas comerciales que desde el Mar Negro

ascendían hasta el Báltico. Pero los hunos eran algo completamente ajeno

incluso para los germanos. Eran un pueblo asiático nómada y de

costumbres salvajes que causaron gran impacto no sólo entre los romanos,

sino también entre los bárbaros vecinos del imperio. Como afirma la

profesora Salzman, «parecían bárbaros incluso a los bárbaros, a los

bárbaros germanos. Los hunos ni siquiera cocinaban su carne, cosa que

los germanos sí hacían. Según los romanos, vivían a caballo, dormían a

caballo, hacían el amor en carretas y no tenían casas, no vestían ropa

limpia. Eran absolutamente distintos y aterradores. No se podía confiar

en ellos, eran traicioneros… al menos ésa es la mitología sobre ellos».

La base de este pánico estaba en la irrupción violenta que habían

protagonizado, pero también en el hecho de su radical diferencia. Eran

algo absolutamente desconocido en siglos y el miedo que producían no

sólo procedía de su actitud más o menos violenta, sino de esta

diferencia cultural absoluta.

 

El problema fue, además, que no se contentaron con permanecer donde

habían expulsado a los ostrogodos, sino que continuaron avanzando hacia

Occidente, y a finales del siglo IV quedaron instalados en la llanura

del Danubio, que los romanos llamaban Panonia, en la actual Hungría.

Allí encontraron un campo fértil para desarrollar su cultura nómada en

un terreno favorable para su economía ganadera y sus desplazamientos a

caballo, muy cerca de la frontera del Imperio romano… quizá demasiado.

 

 

 

La educación de un demonio

 

Para entonces el imperio había recibido de lleno el impacto de la huida

de los germanos ante el avance de los hunos. Los ostrogodos, después de

haber sucumbido ante el pueblo asiático, habían avanzado hacia Tracia

(en la península Balcánica), zona tradicionalmente ocupada por los

visigodos. Éstos fueron los primeros en romper las fronteras imperiales

para asentarse en territorio romano, hecho que el emperador Valente no

tuvo más remedio que tolerar. Pero pronto los visigodos se sintieron

coaccionados y humillados por las autoridades romanas y se rebelaron. En

el año 378 se enfrentaron los visigodos y los romanos en Adrianópolis y

aquéllos acabaron con la otrora invencible infantería romana. Era su

primera derrota en muchas décadas, ya que no pudieron hacer frente a la

caballería de los pueblos bárbaros, que desarrollaban una táctica

militar completamente nueva para ellos. Atila se encargaría setenta años

más tarde de explotar esta ventaja al máximo.

 

El final del siglo IV estuvo dominado por la figura del último gran

emperador romano, Teodosio I, de origen hispano, pues era oriundo de la

ciudad romana de Cauca (actual Coca, en la provincia de Segovia). Fue

capaz de combinar sabiamente la negociación y las hostilidades con los

bárbaros para mantenerlos a raya, aunque debió aceptar el asentamiento

de los visigodos en territorio romano, con los que firmó un pacto en el

año 382 por el que quedaban instalados como aliados y soldados al

servicio de Roma. Sin embargo la amenaza no había desaparecido. La

creciente preocupación por el problema bárbaro en las fronteras, junto

al surgimiento de usurpadores del título imperial en la Galia, hizo que

Teodosio trasladase la capital del imperio de Roma a Milán en el año 389.

 

Teodosio I fue el último emperador que logró tener bajo su autoridad

todo el territorio del Imperio romano, que se había vuelto demasiado

vasto y problemático como para que fuese gobernado por un solo hombre.

Esto le llevó a decidir la institucionalización de lo que de hecho era

una tradición desde hacía varias décadas: el gobierno por separado de

las dos partes esenciales del imperio. A su muerte en el año 395 dividió

el imperio, dejando el Imperio romano de Oriente a su primogénito

Arcadio, de dieciocho años, y el Imperio romano de Occidente a su hijo

menor, Honorio, apenas un niño de diez años. El primero tendría su

capital en Constantinopla y el segundo la tendría teóricamente en Roma

(pero permanecería en Milán hasta que en el año 402 Honorio decidió

trasladarla a Rávena).

 

Este momento de extrema delicadeza coincidió con el del asentamiento de

los hunos en Panonia, que se iban a aprovechar en las décadas siguientes

de la debilidad de los sucesores de Teodosio I. Muy posiblemente

coincidió también con el del nacimiento de Atila, cuya fecha se

desconoce, pero que la mayoría de historiadores suelen situarla en torno

al cambio de siglo por considerarla la más probable. Era hijo del rey

Mundzuk, que había liderado el viaje de su pueblo hasta Europa central.

Se sabe que su padre murió poco después de su nacimiento, y que fue

sustituido como jefe tribal por su hermano Ruga (también conocido por

los nombres de Rua o Rugila). Él sería el encargado de la primera

educación de Atila y de su hermano Bleda. Aunque no se tiene constancia

de cómo era la educación de un caudillo tribal, ésta debería ser la

básica y necesaria para su integración en todas las actividades que

permitían la subsistencia de la comunidad nómada y en la que las

costumbres guerreras ocuparían un puesto privilegiado.

 

Sin embargo, la vecindad con los romanos también pudo influir en la

educación del joven hijo de Mundzuk. Es muy probable que en estos

primeros años de vida cerca de las fronteras del Imperio romano los

hunos se amoldasen bien, después de un primer choque bélico, a la

convivencia con los germanos e incluso con los romanos. Como el resto de

los pueblos esteparios asiáticos, los hunos no tenían un sentimiento de

comunidad basado en la etnia, sino que se basaba en la colaboración de

cada uno de sus miembros para la supervivencia del grupo. Así, como

afirma el profesor Geary, «aunque el liderazgo huno provino inicialmente

de Asia central, la confederación de los hunos, al igual que la mayoría

de estos pueblos bárbaros, no se componía de un único grupo étnico.

Estaba formado por una gran variedad tanto de bárbaros como de romanos.

El imperio de los hunos era un “empleador en igualdad de oportunidades”.

Cualquiera que luchase con los hunos y apoyase su liderazgo podía ser

uno de ellos». Esto no era algo nuevo, ya que las fronteras del imperio

habían sido permeables durante siglos y no era extraño que romanos de

las provincias limítrofes se integrasen en comunidades bárbaras en

tiempos de paz, mecanismo que también había funcionado a la inversa,

viviendo pequeños grupos familiares de germanos en territorio imperial.

 

Es más, hay constancia de la integración de los hunos en las costumbres

de los pueblos vecinos del imperio. Consta que a comienzos del siglo V

los romanos y los hunos practicaban la antigua costumbre del intercambio

de rehenes como garantía del mantenimiento de la paz entre ambos

pueblos. Esta costumbre antiquísima consistía en que un príncipe o

destacado miembro de una tribu fronteriza con el imperio era enviado a

Roma como rehén, mientras que un hijo de una importante familia romana

era enviado a la comunidad bárbara en contraprestación. A los rehenes se

les educaba y criaba como si fueran un miembro más de las familias que

habían entregado al rehén contrario. Hay constancia de que Aecio, el que

después sería el más poderoso de los generales del Imperio romano de

Occidente, fue enviado como rehén a los hunos para que lo educasen en

sus costumbres. Varios historiadores sostienen que los hunos enviaron en

contrapartida a Atila, que habría permanecido durante varios años de su

infancia cerca de la corte imperial romana. La profesora Salzman destaca

que «el intercambio de rehenes había sido durante siglos el medio por el

que una cultura aprendía sobre otra. Los romanos y los hunos

intercambiaron rehenes, ése fue el modo en que Aecio aprendió la lengua

de los hunos y sus técnicas de campaña. De un modo similar, ése fue el

modo en que Atila aprendió las técnicas militares romanas. Era algo así

como una escuela de especialización para líderes militares y

diplomáticos». No han llegado hasta nosotros noticias sobre cómo fue la

estancia de Atila entre los romanos, pero viviera lo que viviese con

ellos, no le produjo una impresión lo suficientemente favorable como

para que en el futuro le pesase a la hora de mostrarse indulgente con

sus antiguos anfitriones.

 

 

 

Juventud de un caudillo guerrero

 

En el año 433 falleció el rey de los hunos, Ruga, al que sucedieron

simultáneamente sus dos sobrinos, Atila y Bleda. Ambos compartieron la

jefatura hasta la muerte de este último en el 445, momento a partir del

cual Atila quedó como rey único de los hunos. Pero ya antes, desde el

momento mismo de su ascenso, fue Atila quien tuvo la voz dominante sobre

cómo había que regir a los hunos y hacia dónde debían encaminarse en el

futuro. Tenía un objetivo muy claro. Pronto desplegó una energía

inagotable dirigida a reforzar la unidad del conglomerado tribal que

componía su pueblo y a mejorar su capacidad militar. Puso de nuevo en

marcha la maquinaria de guerra del pueblo de las estepas y el destino

hacia el que dirigir la ofensiva era ahora el Imperio romano. Comenzó

desde entonces a realizar campañas anuales de hostigamiento contra el

Imperio de Oriente, donde su titular Teodosio II (hijo de Arcadio) se

mostró impotente para repelerle. En opinión de la profesora Salzman, los

hunos «bajo Atila fueron unificados y fue con su liderazgo y el de su

hermano cuando comenzaron a saquear el Imperio de Oriente. Los

emperadores de Oriente no podían vencerles en el campo de batalla, así

que optaron por pagarles las cantidades que les reclamaban. Cuando los

emperadores de Oriente se negaron a pagar más fueron contra Occidente.

Básicamente querían que se les pagase, querían oro».

 

Después de la primera envestida, Teodosio II se avino a pactar la paz

con los hunos en el año 435, aunque duró muy poco. Éstos pronto hallaron

una excusa para adentrarse de nuevo en territorio romano y conseguir que

el emperador pagase de nuevo a cambio de la calma en su territorio. Las

campañas guerreras de los hunos estaban dirigidas al pillaje y a la

obtención de rescates y regalos con los que el emperador de Oriente

compraba la paz. Atila no lograba sólo enriquecerse, sino que reforzaba

su liderazgo repartiendo entre su clientela tribal el botín y el dinero

obtenidos. Como dice de nuevo la profesora Salzman, «Atila era un jefe

tribal que gobernaba gracias a que era el más poderoso y a que era capaz

de distribuir bienes entre sus seguidores. Si no conseguía más oro o

botín quedarían insatisfechos y le abandonarían para ir a otro lugar».

Esto significa que la riqueza obtenida de los romanos se convirtió en

una formidable fuerza para conseguir que su autoridad aumentase entre

los hunos, que se sentían cada vez más poderosos y unidos al ver cómo

sólo con su amenaza hacían temblar al Imperio de Oriente.

 

Durante estos años el emperador se dedicó a enviar embajadas al

campamento de los hunos para que ofreciesen auténticos tesoros a Atila

—bajo la forma diplomática de «regalos»— a cambio de arrancarle promesas

de una paz que solía durar poco. Gracias a una de estas embajadas

conservamos el único testimonio de un contemporáneo sobre los hunos. Con

una de estas embajadas acudió el historiador grecorromano Prisco, que

estuvo durante unas semanas en el campamento base de los hunos y llegó a

entrevistarse con el propio Atila. Ciertamente la imagen que proporciona

dista mucho de la que ha llegado hasta nuestros días. Prisco habla de

unas gentes de costumbres no tan rudas, cuyo campamento era una

auténtica ciudad de madera, y de Atila, que vivía en una morada fastuosa

y del que afirmó que tenía un gran sentido de la política. Esta

impresión se ve corroborada por cómo fue capaz de manejar al emperador

Teodosio II para que satisficiese sus constantes demandas de mayores

riquezas. Atila se convirtió con el paso de los años y de las campañas

contra el Imperio de Oriente en un auténtico maestro de la extorsión y

la diplomacia.

 

Si bien es cierto que la visión de Prisco es muy atractiva, tampoco se

puede tomar al pie de la letra por el hecho de ser la única fuente de

época que ha sobrevivido y que no se vio contaminada por los prejuicios

que en ese momento había hacia los bárbaros en el mundo romano. La

opinión de los historiadores, como señala la profesora Salzman, es que

«Prisco es la única fuente contemporánea que tenemos sobre Atila. Pero

incluso Prisco, al que se ha tomado por un historiador muy astuto, era a

fin de cuentas griego y aristócrata, y ésa fue la perspectiva desde la

que analizó a Atila. ¿Así fue realmente Atila o era un intento de Prisco

para presentarle desde una perspectiva determinada? El conflicto entre

el mito y lo que hoy conocemos como Historia es algo que no podemos

separar realmente en el mundo antiguo y sus fuentes. Su idea de la

Historia era muy distinta. La Historia eran las historias, y los buenos

relatos eran aceptados como Historia. No había nada de hechos objetivos

y ciencia pura tal y como hoy concebimos la Historia. Así que Prisco

presenta problemas de interpretación, aunque desde luego es mejor que nada».

 

Quizá una muestra de las contradicciones de Prisco es el hecho de que la

imagen algo más civilizada que pinta de los hunos choque con su propio

testimonio sobre su forma de proceder en la guerra. Para Salzman:

«Prisco nos transmite un relato maravilloso sobre la ciudad de Nissus [o

Naissus, que se corresponde con la actual Niš, en Serbia]. Unos

embajadores romanos pasaron por ella camino de su destino. Directamente

no pudieron aproximarse por el hedor que producían los cuerpos humanos

descomponiéndose. Cuando intentaron acampar en el margen del río tampoco

pudieron porque no había espacio disponible. La rivera estaba

completamente ocupada por huesos humanos. Éste era el tipo de

devastación que Atila utilizaba para lograr que las ciudades se

rindiesen, y aquellos que no lo hacían eran aniquilados, como Nissus».

De lo que no cabe duda es de que el texto ilustra a la perfección el

ambiente que habían generado las incursiones de los hunos en el Imperio

de Oriente. Pero ¿Cuánto tiempo podría durar esa situación? ¿Podría el

emperador Teodosio II desactivar el peligro huno? Pronto iba a quedar

claro que más fácil que enfrentarse a los hunos era distraer su atención

hacia algún otro objetivo.

 

 

 

Cambio de estrategia: el giro hacia occidente

 

Efectivamente, las embajadas del emperador de Oriente plantearon la

posibilidad de que Atila probase fortuna en el Imperio de Occidente. No

se trataba de una táctica nueva para la diplomacia de Constantinopla ya

que a principios de siglo la había ensayado con éxito rotundo con los

visigodos. Éstos, tras el pacto de amistad en el año 382, se habían

instalado en la región del Ilírico (al oeste de la península Balcánica),

pero descontentos por su situación se sublevaron de nuevo en la primera

década del siglo V. Llegaron a amenazar militarmente Constantinopla,

pero a base de oro y de habilidades diplomáticas fueron desviados hacia

el Imperio de Occidente. Durante toda la primera década del siglo

asolaron el norte de la península Itálica, y aunque inicialmente fueron

detenidos por el general Estilicón, tras la muerte de éste en 408 no

encontraron ya freno a sus correrías. En agosto del año 410 incendiaron

y saquearon Roma durante tres días en un episodio que sacudió las

conciencias de toda la romanidad civilizada y, tras continuar por el sur

de Italia, acabaron estableciéndose en la Galia occidental.

 

Pero no resultó fácil que Atila se dejase convencer para cambiar de

estrategia. Era consciente de la mayor riqueza del Imperio de Oriente y

de la situación de debilidad que vivía el de Occidente, que posiblemente

resultaría mucho menos rentable. Una inesperada propuesta de matrimonio

fue la tentación perfecta que acabó por decidirle. En la primavera del

año 450 recibió una misiva que no llegaba desde Constantinopla, sino

desde Rávena. La remitente era Honoria, hermana del emperador

Valentiniano III (sucesor de Honorio desde el año 425). Ésta había sido

obligada a casarse por orden de su hermano menor el emperador con un

senador que le era leal después de que la hubieran sorprendido

manteniendo relaciones con uno de sus asistentes de palacio. Como se

negaba a aceptar resignadamente su nueva situación, hizo llegar a Atila

una carta, de manos de su leal criado Jacinto, en la que le solicitaba

ayuda, le enviaba cierta cantidad de oro y su anillo como muestra de

autenticidad del mensaje. Atila lo tomó como una propuesta de

matrimonio, dando al hecho unas consecuencias impredecibles. Los

historiadores han sido tradicionalmente muy duros a la hora de valorar

la iniciativa de Honoria ya que consideran que se comportó de forma

irreflexiva y puso en peligro a todo el Imperio de Occidente. Pero su

actitud también puede verse desde otro prisma. Según la profesora

Salzman, «el papel de Honoria es muy interesante. Ella es vista como un

peón en cierta medida. Ése fue el modo en que las mujeres funcionaron en

el mundo antiguo. Se las casaba, se las mataba, se les mutilaba. Se

cimentaban alianzas usando a las mujeres. Lo que Honoria hacía

ofreciéndose a Atila en matrimonio era seguir el patrón tradicional del

papel de las mujeres. El papel que podría desempeñar una mujer de la

familia imperial haciendo una alianza con un rey extranjero era el de

validar su posición en el mundo romano y convertirse en importante por

sí misma». Así que es posible que Honoria actuase por rebeldía o por el

deseo de obtener un mayor peso político dentro del imperio y en

contraposición al de su hermano, el emperador Valentiniano.

 

Atila envió una embajada a Rávena exigiendo la liberación de Honoria

para que se casase con él. Además, solicitaba la mitad del territorio

del Imperio de Occidente como dote. Las aspiraciones del rey de los

hunos fueron rechazadas. Al año siguiente los hunos cruzaban el Rin y

comenzaban la invasión de la Galia. Los resultados de los primeros

enfrentamientos entre el ejército romano y los hunos fueron desastrosos

para el primero. Según el profesor Geary, «la gran fuerza que posibilitó

el éxito militar de los hunos fue su habilidad para moverse en las

estepas, las llanuras onduladas de Europa oriental y Asia central. Eran

jinetes fantásticos, prácticamente nacían y crecían a caballo. Pudieron

usar las estepas como más tarde hicieron los árabes con el desierto y

como hicieron los británicos en los océanos durante los siglos XVIII y

XIX. Podían viajar a grandes distancias, salir de la nada, golpear

duramente y desaparecer de nuevo entre las praderas». Aunque la Galia no

era el territorio de las estepas asiáticas, pudieron adaptar con

relativa facilidad sus técnicas ofensivas en un avance rápido. Saquearon

la ciudad de Metz y se adentraron en el territorio hasta Orleans, ciudad

a la que pusieron sitio.

 

La aplicación de estas tácticas en las zonas abiertas de Europa

occidental eran algo a lo que los romanos no estaban habituados y el

equilibrio de fuerzas se inclinó de forma irremediable a favor de los

bárbaros. Ponían además en juego tácticas de una movilidad sorprendente

frente a la pesada infantería romana. Como señala Claudia Rapp,

profesora de la Universidad de California-Los Ángeles, «usaban la

técnica del ataque y retirada aparente. Así podían atacar, aparentar que

se retiraban para que el enemigo les persiguiese, y entonces dar la

vuelta contra el enemigo, justo en el momento en que menos lo esperaba y

cuando su desorden les permitía vencerle con facilidad».

 

De nuevo el pánico hacía presa en el ejército y la población. La

desolación que en la década anterior había acaudillado Atila en la

península Balcánica se extendía sin control ahora por la Galia, que ya

venía siendo azotada por los germanos desde comienzos de siglo. Franz H.

Bäuml, catedrático emérito de Historia medieval de la Universidad de

California-Los Ángeles, comenta al respecto que «una y otra vez aparece

la imagen en los cronistas de los hunos a caballo cargando, de masas de

jinetes que parecían pegados a sus monturas. Parece que ésta fue una

experiencia aterradora para los ejércitos imperiales. Una experiencia

que por supuesto no habían tenido anteriormente». Además, fue éste el

momento en que comenzó a desarrollarse una campaña que caracterizó a los

hunos —más en concreto a Atila— como el mal supremo, casi como un azote

divino que venía a castigar a los romanos. El mismo Bäuml considera que

Atila «fue caracterizado como un peligro. Sirvió para un propósito muy

concreto en la sociedad romana y cristiana: cualquier cosa que fuese

considerada como innecesariamente destructiva o como malvada se la

equiparaba a Atila». En un momento en el que el poder político pasaba

por horas críticas, nunca estaba de más el eliminar cualquier atisbo de

expresión de descontento interno, y los hunos venían muy a propósito

para ello.

 

Ese mismo poder no se quedó quieto ante la agresión de Atila. Entonces

se recurrió al más brillante militar del que disponía el imperio, el

general Flavio Aecio. El mismo que había sido enviado como rehén a los

hunos durante su niñez era ahora la mayor esperanza para derrotarlos.

Aecio recurrió a una táctica ingeniosa para plantar cara. Decidió

combatir la superioridad de la caballería huna con el otro pueblo

bárbaro que había demostrado gran capacidad militar contra las legiones

imperiales en el pasado reciente. Así, se alió con los visigodos y

acudió al encuentro de Atila, con el que se midió en la batalla de los

Campos Cataláunicos, en las cercanías de la actual Troyes. Aprovechando

que el terreno no era demasiado propicio a la caballería huna, las

tropas romano-godas de Aecio lograron vencer de una forma contundente.

El profesor Geary señala: «Allí, en un área más boscosa, lejos de las

zonas en las que podía mantener suficientes caballos como para sostener

su avance, tuvieron terribles problemas. En el momento en que se

encontraron con el ejército romano-godo bajo el mando del general romano

Aecio eran más un ejército de infantería que de caballería, y el

resultado fue desastroso para ellos». A Atila no le quedó más remedio

que retirarse a Panonia y lamerse las heridas durante el invierno, meses

que aprovechó para preparar la nueva ofensiva.

 

En el año 452 el objetivo elegido fue Italia. Las autoridades romanas,

embriagadas con el éxito del año anterior, se confiaron en que la

respuesta del bárbaro tardaría más en llegar. Atila entró por el norte

tomando y saqueando Aquilea, Milán y Pavía. Ante la inexistencia de

oposición se dirigió rápidamente al sur, y marchó directamente sobre

Roma como antes lo habían hecho los visigodos. La capital espiritual del

imperio se preparaba de nuevo para el asalto. Ante el cariz que tomaban

los acontecimientos, Valentiniano III abandonó Rávena y se refugió en

Roma, donde reunió al Senado y decidió enviar una embajada compuesta por

tres integrantes para que negociase la salvación de la ciudad con el rey

de los hunos. La embajada estuvo dirigida por el papa León I y, ante la

sorpresa y alivio generalizados, logró que Atila se retirase. Se

desconocen por completo los términos de la reunión, que la Iglesia

católica se encargó de publicitar como una intervención divina

auspiciada por el Papa para lograr la salvación de la ciudad. La

realidad seguramente fue más compleja. Por un lado, la embajada llevaba

una oferta del emperador quizá consistente en la promesa del pago de un

tributo anual e incluso es posible que con la concesión de la mano de

Honoria. Por otro lado, Atila tenía buenos motivos para no seguir con la

campaña de Italia. Su ejército por entonces estaba sufriendo los rigores

del hambre y de una epidemia de peste, y el resultado del pillaje y el

saqueo era ya demasiado elevado como para arriesgarlo codiciosamente

avanzando hacia el sur y sobrecargando los carros que debían

transportarlo más allá del Danubio. Como afirma el profesor Geary, «en

el momento en que Atila se entrevistó con el papa León I a las puertas

de Roma su ejército estaba padeciendo una epidemia de peste. El terreno

de Italia no era adecuado para el tipo de tácticas a caballo al que

estaba habituado. Tenía graves problemas y su decisión de aceptar

cualquier compensación que le propusiese el Papa y abandonar Italia

parecía responder a una intención de salvar la cara al tiempo que

retiraba a su ejército de la península Itálica». No por ello la victoria

sobre los romanos de Occidente dejaba de ser más rotunda y las

expectativas para saquear durante los años siguientes, muy favorables.

 

Pero no hubo años siguientes. Inesperadamente Atila murió en el año 453,

antes de poder caer de nuevo sobre Italia. La tradición no confirmada

sostiene que murió tras la celebración de la boda con una de sus

mujeres, al parecer ahogado como resultado de una hemorragia nasal

mientras dormía. Tras su muerte la misma tradición afirma que fue

enterrado en el lecho del río Tisza (en la actual Hungría). Los hunos

trabajaron durante días levantando diques que contuviesen el lecho del

río, en medio del cual se enterró al rey de los hunos con un formidable

ajuar funerario. Una vez terminado el entierro y las celebraciones

consiguientes se habrían roto los diques para que el río regresase a su

cauce y la tumba de Atila nunca pudiese ser perturbada.

 

Con el entierro de Atila se terminó prácticamente el poder de los hunos.

Atila tuvo descendencia, pero sus hijos y sucesores no fueron capaces ni

de mantener la unidad del grupo tribal ni de mantener unida su fuerza

para continuar aterrorizando y extorsionando a los Imperios romanos de

Oriente y Occidente, dedicación que se había vuelto su principal fuente

de riqueza en las décadas anteriores. Según el criterio de la profesora

Salzman, «después de la muerte de Atila el imperio [de los hunos]

desapareció al poco tiempo. No era un imperio construido sobre la

administración o el buen gobierno, al modo del romano, o incluso sobre

la protección frente a otros bárbaros. Era un imperio construido sobre

el pillaje para la satisfacción de los líderes tribales y no hubo una

persona capaz de ganarse la buena voluntad de sus seguidores. Desde

luego no lo fueron sus hijos, que enseguida se pelearon y se dividieron

entre ellos el imperio». Ése fue el modo en que desapareció el principal

pueblo asiático que había puesto patas arriba toda la geopolítica del

mundo antiguo en el siglo V.

 

Aunque la desintegración de los hunos fue un alivio para los romanos, es

posible que su desaparición no les beneficiase a largo plazo. El

profesor Bäuml, al referirse a la desaparición de Atila, destaca que «el

efecto de su muerte sobre el Imperio romano fue también desastroso

porque su presencia garantizaba cierto grado de orden en las fronteras

del imperio. Los romanos pagaban un tributo a Atila porque obtenían algo

a cambio que, fuera lo que fuese, merecía la pena. En este sentido, la

presencia de los hunos en Panonia habría tenido la virtud de ejercer de

tapón o elemento disuasorio para que otros grupos tribales procedentes

del norte y del este avanzasen hacia la frontera romana. Pero una vez

desaparecidos los hunos, las migraciones hacia Occidente continuaron y

los bárbaros siguieron penetrando en un imperio que sobrevivió muy poco

tiempo a Atila. Si éste murió en el año 453, sólo veintitrés años más

tarde, Odoacro, rey de los hérulos —uno de esos pueblos que penetraron

en territorio romano tras la desaparición de los hunos— depuso a Rómulo

Augústulo, último emperador de Occidente. Reunió al Senado y junto con

él decidió enviar a Constantinopla las insignias imperiales, lo que

formalmente significaba que el imperio quedaba reunificado. Pero ya

nadie se engañaba. Los bárbaros se habían asentado a todo lo largo del

territorio romano occidental y habían fundado sus propios reinos en lo

que una vez fue solar del dominio romano.

 

Quizá resida ahí el atractivo de Atila y de todos los pueblos que desde

el siglo III establecieron contacto con el mundo romano. Como ha

señalado la profesora Rapp, «los estudiosos se han acostumbrado a ver

movimientos en la Historia en términos de conflicto entre Oriente y

Occidente, donde un pueblo bárbaro oriental amenaza la civilización

occidental. Considero que ésa es parte de la razón de la fascinación

hacia Atila de los siglos posteriores hasta el presente». Porque la

imagen que nos legaron los romanos de Atila y, por extensión, del resto

de los pueblos que llamaban «bárbaros» no se correspondía con una

realidad demasiado dura para ellos, en la que una potencia en franca

decadencia no fue capaz de detener el ascenso de unos pueblos que quizá

no poseían su desarrollo cultural, pero que fueron capaces de instalarse

en lo que un día fue su imperio y dotar de sangre nueva y nuevas

energías a una sociedad en declive.

 1998 por Paya Frank

 

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