El profeta de las tres culturas
De ninguna figura de la Historia
se ha escrito tanto como de Jesús de Nazaret. Los fieles de las Iglesias
cristianas del mundo conocen su historia tal y como la ha transmitido la
tradición. Pero ésta no siempre es unívoca. Ya durante el Renacimiento los humanistas
y reformadores se dieron cuenta de que en la Biblia existían contradicciones,
omisiones e inexactitudes, lo que les llevó a discutir sobre los textos
bíblicos y a comenzar un proceso de depuración de las fuentes que se podían
considerar fiables en la transmisión de su mensaje. Este proceso se ha
desarrollado hasta la actualidad y uno de sus resultados ha sido el surgimiento
con el paso de los siglos de una figura histórica de Jesús diferente de la
imagen religiosa que de él se ha transmitido. Por tanto, el Jesús de la fe y el
Jesús de la Historia son dos figuras distintas surgidas del mismo personaje
histórico. El primero es asunto de fe y, en consecuencia, personal e
incontrovertible. El segundo ha sido revisado por historiadores, teólogos, filósofos,
filólogos, antropólogos… la lista es interminable. Todos animados por las
mismas cuestiones: ¿Quién fue realmente Jesús?, ¿Qué podemos afirmar de él con
seguridad? Éstas son preguntas que no tienen una respuesta definitiva y
posiblemente no lleguen a tenerla nunca, pero algunas de las conclusiones a las
que se ha llegado ya permiten acercarnos un poco más al hombre que nos presenta
la Historia.
El cristianismo es la religión
más practicada en los países occidentales y una de las más numerosas en todo el
mundo. Católicos, protestantes y ortodoxos son sus grupos mayoritarios, pero
también existen infinidad de pequeñas confesiones cristianas (coptos, armenios,
melquitas, maronitas y un largo etcétera) que profesan la religión inspirada en
la figura de un profeta judío que vivió y predicó en torno al cambio de era,
Jesús de Nazaret. Los datos que de él tenemos al margen de los Evangelios son
escasos. Éstos, además, durante siglos se han leído e interpretado conforme a
tradiciones no siempre respetuosas con su contenido original y que a veces
ignoraban el contexto histórico y cultural en que vivió Jesús.
Palestina, el país donde vivió y
predicó, era un territorio históricamente pobre y débil, de escaso interés
económico para sus poderosos vecinos, los egipcios de más allá de la península
del Sinaí y las prósperas ciudades comerciales fenicias al norte. Su
importancia radicaba en que era una vía de comunicación natural entre Asia y
África, al ser la pequeña franja de terreno transitable entre el Mediterráneo y
el desierto sirio, por lo que fue ambicionada y sometida por los grandes
imperios conquistadores de Oriente. Allí se habían asentado los israelitas
desde finales del primer milenio antes de Cristo, que entre los siglos VIII y V
a. C. fueron sucesivamente derrotados y dominados por asirios, babilonios y
persas. Desde el siglo III a. C. la región fue controlada por los reinos
griegos surgidos tras la muerte de Alejandro Magno, primero por los Ptolomeos
de Egipto y posteriormente por los Seleúcidas, reyes griegos de Siria. A partir
de este momento se fundaron ciudades griegas y la cultura helenística se difundió
con fuerza por la región. Finalmente, a mediados del siglo I a. C., una disputa
dinástica produjo la intervención del general Pompeyo, que puso el territorio
bajo dominación romana. Por tanto, Palestina era un dominio político del
Imperio romano y un territorio culturalmente helenizado sobre un sustrato de
cultura judía fuertemente arraigado. En este país del Mediterráneo oriental,
lugar de paso frecuentado por pueblos y culturas, en el que se mezclaban
lenguas, conocimientos y religiones, nació Jesús.
El humilde hijo de un carpintero
El nacimiento y familia de Jesús
pueden parecer uno de los puntos menos controvertidos de su vida, ya que los
Evangelios proporcionan una información precisa:
Por aquellos días salió un edicto
de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer
empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a
empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la
ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser
él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que
estaba encinta. Mientras estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le
acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue.
Lucas 2, 1-7
El relato de la posterior visita
de los Magos y su encuentro con el rey Herodes (Mateo, 2) parecen aportar mayor
precisión si cabe, pero no todo es tan sencillo. Herodes el Grande era hijo del
gobernador puesto por los romanos en Galilea, Antípatro, y a su muerte recibió
del Senado de Roma el título de rey de Judea, ampliando los territorios que su
padre había gobernado. Su reinado se extendió entre los años 37 y 4 a. C.,
fecha de su muerte. La historia no ha hallado noticias de ningún censo
realizado por el gobernador de Siria Cirino que obligase a empadronarse a los
habitantes de Galilea, ni de ninguno que incluyese a todos los habitantes del
Imperio romano en época de Augusto. Sin embargo, el historiador judío-romano
Flavio Josefo informa de que Cirino realizó un censo de población en Judea con
motivo de su incorporación a la provincia de Siria, pero se llevó a cabo en el
año 6 d. C. y en ningún caso incluyó a la población de Galilea. Entonces,
¿Cuándo nació Jesús? ¿Cómo se pudo dar una fecha errónea de datación para su
nacimiento? Actualmente la mayoría de los historiadores consideran que Jesús
debió de nacer entre los años 7 y 4 a. C., ya que se otorga fiabilidad a su
ubicación durante el reinado de Herodes el Grande. Fue mucho más tarde, en la
primera mitad del siglo VI d. C., cuando el papado propuso cambiar el sistema
de datación y tomar el nacimiento de Jesús como punto de referencia. Los
cálculos fueron realizados por un monje erudito, Dionisio el Exiguo, que fijó
erróneamente el acontecimiento en el año 753 ab urbe condita (desde la
fundación de Roma, que es como se databa durante el Imperio romano). Más allá
de lo chocante o curioso que pueda suponer esta cuestión, es un ejemplo
inmejorable de las dificultades que plantea cuadrar los datos proporcionados
por la Biblia con los conocimientos históricos.
Como señala Bart D. Ehrman,
profesor de Religión de la Universidad de Carolina del Norte, «no han llegado
hasta nosotros testimonios sobre los acontecimientos narrados en los
Evangelios. Éstos por sí mismos no señalan haber sido escritos por Mateo, Marcos,
Lucas y Juan. En realidad estos cuatro libros son anónimos y quienesquiera que
los escribiesen no se identificaron en ellos. La tradición de que fueron
escritos por estos autores surgió varias décadas después de su fecha real de
composición, realizada posiblemente por cristianos de la segunda o tercera
generación después de Jesús, a finales del siglo I d. C.». El criterio del
también profesor de Religión Jonathan Reed es muy similar: «Existe por lo menos
un lapso de cuarenta años entre la vida de Jesús y la escritura de los
Evangelios y sus autores no escribieron con la intención de dejar un registro
exacto de lo que hizo Jesús, o de cómo eran la economía y la sociedad. La razón
por la que escribieron estos textos fue convertir a la gente a la nueva fe, al cristianismo».
Por tanto, los estudiosos actuales no consideran los Evangelios como textos que
se puedan tomar al pie de la letra, sino que deben ser sometidos a una crítica
textual, una herramienta técnica característica de los estudios filológicos.
De los cuatro Evangelios sólo los
de Mateo y Lucas mencionan Belén como lugar de nacimiento de Jesús, haciéndose
eco de lo que había dicho el profeta Miqueas. Marcos y Juan guardan silencio al
respecto. Muchos eruditos actuales consideran que es posible que Jesús naciese
realmente en Nazaret, de unos padres llamados efectivamente José y María. Todos
los Evangelios coinciden en que fue su hijo primogénito, y en que le pusieron
el nombre hebreo Yehošu’a (literalmente, «Yahvé salva»), que se vertió primero
al griego y más tarde al latín como Jesús. Asimismo, los Evangelios son
bastante claros al decirnos que José y María tuvieron más hijos. Como comenta
el profesor de Teología Jeffrey S. Siker, «la mayoría de los Evangelios señalan
a Jesús, a sus hermanos e incluso a sus hermanas. Pablo menciona a Jesús y a
sus hermanos, así que no hay duda de que no era hijo único. También hay
menciones sobre cuántos, al menos dos o tres hermanos y posiblemente unas pocas
hermanas. Así que procedería de una familia judía media compuesta por cinco o
seis hermanos». Tras la muerte de Jesús, uno de estos hermanos, Santiago, se
convertiría en el líder del naciente movimiento cristiano.
Pero nada de lo que sucedería con
posterioridad debió de estar presente en la infancia de Jesús y de sus hermanos
y hermanas, que posiblemente fuera como la del resto de muchachos de su
entorno. A este respecto ha señalado David L. Barr, profesor de Estudios
religiosos, «no hay nada de misterioso en la infancia de Jesús. Creció como
cualquier otro niño judío, primero entre las mujeres y más tarde en compañía de
los hombres. Fue al colegio, aprendió un oficio…». El profesor Gregory J. Riley
añade: «Se nos ha dicho que su padre fue carpintero e incluso que él mismo lo
fue. Debemos asumir por tanto que fue un artesano y que vivió en lo que
podríamos llamar clase media. Ésta vivía usualmente en casas de una o dos
habitaciones, en lo que podríamos llamar una choza, limpia pero pequeña. Se
trasladaban exclusivamente a pie, tenían sólo las ropas que vestían. Era una
vida de subsistencia. Una hambruna podía costar muchas vidas en cualquiera de
estas aldeas». Jesús pasaría su infancia y juventud en su lugar de nacimiento,
Nazaret, aunque prácticamente nada se conoce sobre sus primeros veinticinco
años de vida, sobre los que los Evangelios guardan silencio. Como destaca el
profesor Barr: «Cómo fue la infancia de Jesús, dónde fue a la escuela, cómo fue
su adolescencia son cosas que a nosotros nos parecen interesantes, pero que a
los antiguos no les llamaba la atención en absoluto». Uno de los pocos
episodios que conocemos es el que relata el Evangelio de Lucas:
Al cabo de tres días, le
encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y
haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban estupefactos por su
inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron quedaron sorprendidos y su
madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo,
angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Pero ellos no
comprendieron la respuesta que les dio.
Lucas 2, 46-50
Sin embargo las opiniones sobre
la verosimilitud de este episodio varían. El propio profesor Barr indica al
respecto: «Sencillamente la vida de Jesús no fue importante para la gente hasta
que comenzó a proclamar que el Reino de Dios se acercaba. Después de que
surgiese el interés en su figura, se volvió la vista atrás y se crearon relatos
sobre su vida anterior, la historia de Lucas de Jesús en el Templo es una de
ellas». Esta falta de información sobre sus primeros años ha llevado a hablar
de «vida oculta» o «años perdidos» de Jesús. En opinión del profesor de
Humanidades J. Andrew Overman, «los años perdidos de Jesús fueron llamados así
acertadamente porque no sabemos nada sobre ellos. Sólo se puede conjeturar
sobre cómo habría sido su vida durante aquellos años. Basándonos en nuestras
reconstrucciones sobre Galilea se puede suponer que probablemente se habría
puesto de aprendiz con su familia y habría aprendido un oficio. Los Evangelios
se refieren a él con la palabra griega tecton, que erróneamente se ha traducido
por «carpintero», mas seguramente habría sido un cantero, albañil o trabajador
de la construcción. Probablemente fue alguien que trabajaba la piedra, que era
muy abundante en Galilea».
Galilea en aquella época era una
tierra frecuentada por hombres que vivían con gran profundidad su fe judía. A
este respecto, el profesor Barr afirma: «Nuestra imagen actual de Galilea es la
de una zona de una fuerte piedad judía y un gran énfasis en lo que podríamos
llamar la “persona santa”, en otras palabras, el chamán, la persona que tiene
una experiencia única de Dios y cuyas palabras y actos derivan de ella. Es algo
que parecía bastante corriente en la forma galilea de ser judío». Sin embargo,
cerca de Nazaret también se hallaba la ciudad griega de Séforis, a la que
podría haber acudido Jesús según algunos historiadores. Independientemente de
las influencias que hubiese podido recibir en su infancia, no es hasta su vida
pública cuando comienza a mostrarse a los demás como un profeta que transmite
la palabra de Dios, pero ¿Cuándo se produjo el cambio de un joven artesano
galileo de religión judía a un profeta del Dios de Israel? Esa revelación o
llamada le llegaría a través de otra persona, Juan el Bautista.
Los primeros pasos de un profeta
Aproximadamente en el año 26 d.
C., cuando contaba treinta años, Jesús abandonó su Nazaret natal y viajó hacia
el sur, a las tierras desiertas de Judea. Posiblemente con anterioridad había
conocido a los santones, sanadores carismáticos y profetas judíos que
frecuentaban las colinas de Galilea, pero cuando abandonó ésta iba en busca del
más famoso y controvertido de los hombres santos de aquel momento. Según S.
Scott Bartchy, profesor de Historia de las religiones, «Juan el Bautista era
una persona que creía en el fin del mundo social en que vivía o, al menos, en
que éste estaba cerca. No podía imaginar cómo los seres humanos podrían salir
por sí solos de la gran depresión de maldad en que estaban sumidos, y que
aunque el fin se acercaba, aquellos que deseasen estar preparados, podían».
Este tipo de predicaciones no eran nuevas en el mundo judío. La presencia
primero helenística y después romana había llevado a muchos judíos a pensar en
una degradación de sus costumbres y su ambiente debido al mestizaje cultural
propio del mundo helenístico en el que Palestina estaba inmerso y, en este
contexto, las profecías de un salvador que sacaría al pueblo de Israel de su
estado de postración se habían hecho presentes de nuevo con mucha fuerza.
Muchos llamaban a este salvador mesías, palabra hebrea que significa «ungido»,
ya que los antiguos reyes de Israel eran ungidos por los profetas como símbolo
de legitimidad divina. La palabra griega christós, de donde deriva el nombre
Cristo, significa precisamente lo mismo. En opinión de John P. Meier, profesor
de Teología, «un cierto número de judíos no esperaba a ningún mesías, otros
esperaban una figura divina que bajaría del cielo, otros pensaban en un nuevo
rey como David, una figura mucho más terrenal, otros pensaban en una vida
renovada en este mundo, otros en términos quizá más de un mundo celestial». La
predicación de Juan se centraba en la pronta llegada de un salvador que
acabaría con la postración de Israel, un mensaje que para las autoridades
hebreas, especialmente para su rey títere en manos de Roma, Herodes Antipas
(que había sucedido a su padre Herodes el Grande tras su muerte y que reinaría
hasta el 39 d. C.), resultaba especialmente peligroso.
Los historiadores consideran que
la peregrinación de Jesús hasta el río Jordán para recibir el bautismo de manos
de Juan el Bautista es cierta. Según el profesor Bartchy, «si los cristianos
hubiesen querido manipularla [la relación de Jesús con Juan], el transcurso de
los hechos habría sido el contrario y habrían presentado a Juan yendo hasta
Jesús». El profesor Siker añade que, «si Jesús acudió a bautizarse por la misma
razón que acudían tantos otros, como muchos historiadores argumentan, fue
debido a que tenía algún sentimiento de arrepentimiento. Jesús se sintió
conmovido por el mensaje de Juan y fue bautizado por arrepentirse de sus
pecados, y tuvo algún tipo de experiencia transformadora que le llevó a
inaugurar su propio ministerio público, en parte modelado y realizado siguiendo
el de Juan».
Antes de comenzar su predicación
experimentó un proceso de recogimiento y reconciliación consigo mismo durante
su estancia a solas en el desierto de Judea, en torno al año 27 d. C., según el
Evangelio, no por propia voluntad:
A continuación el Espíritu le
empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado
por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían.
Marcos 1, 12-13
Según el profesor David Barr, «el
desierto es en la tradición judía un lugar muy adecuado para encontrarse con
Dios, es algo que remite al encuentro de Moisés con Dios en el desierto del
Sinaí antes de que condujese a su pueblo a la Tierra Prometida. Muchos profetas
fueron al desierto para encontrarse con Dios; eran personas que podían ir a
despoblados, ayunar y tener visiones, y después volver para contar a la gente
lo que Dios les había comunicado. Probablemente la analogía más cercana hoy en
día estaría en religiones de los indígenas americanos o africanos donde existe
este tipo de figura santa que tiene un acceso especial a Dios para compartirlo
con la gente». La experiencia de las tentaciones en el desierto se ha solido
entender como que Jesús fue tentado por el pecado; quizá habría que entenderla
más en el sentido de la palabra original griega, que más que «culpa» o
«tentación» quiere decir «prueba»: Jesús estaba siendo probado como se prueba
el metal para verificar si es sólido y auténtico.
A su salida del desierto se
encontraría con una noticia inquietante, el arresto de Juan el Bautista por
orden de Herodes Antipas. Sin lugar a dudas aquello supuso una advertencia
sobre el destino que podían correr los profetas apocalípticos que revolvían al
pueblo en un sentido que podía volverse contra las autoridades civiles. De
hecho, un grupo de judíos de la primera década después de Cristo, los zelotas,
se habían rebelado infructuosamente contra el poder civil al afirmar que sólo
Dios era el rey de Israel, por lo que habían negado la obediencia y el pago de
impuestos a Roma, auténtico corazón de la política imperial. Según el profesor
Barr, «los romanos administraban su presencia [en Palestina] con mano firme. Si
alguien no pagaba sus impuestos o si se rebelaba, podían aplastarle sin piedad,
pero si se cumplían esas dos cuestiones básicas, pagar impuestos y no hablar de
rebelión, todo lo demás les resultaba completamente aceptable». De todos modos
Jesús abandonó Judea y regresó a Galilea, donde comenzaría su predicación.
No se sabe a ciencia cierta
cuándo se produjo este regreso, probablemente en el verano del año 27 d. C. El
joven artesano que había abandonado su patria volvía como un hombre inspirado
por Dios y comenzó su tarea como profeta itinerante siguiendo el ejemplo de
Juan y de los antiguos profetas. Su regreso a Nazaret no fue especialmente
brillante. Según cuenta el Evangelio de Marcos:
Cuando llegó el sábado se puso a
enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía:
«¿De dónde le viene esto?, y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y
esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María
y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre
nosotros?». Y se escandalizaban a causa de él.
Marcos 6, 2-3
El Evangelio de Lucas (4, 28-30)
cuenta cómo Jesús tuvo que escapar de la multitud airada de su población natal,
a la que no volvería ya nunca más; sería ahora entre extraños donde crearía su
propia comunidad, una comunidad de discípulos unidos por su fe en él. En
opinión del profesor Siker, «los discípulos son algo inusual porque lo que era
típico en la Palestina del siglo I d. C. era que fuese el discípulo el que iba
a buscar a su maestro, su rabí. Pero no tenemos mucha evidencia sobre rabíes
marginales que vagaban y creaban grupos de discípulos así que, a este respecto,
Jesús es un caso muy poco usual. (…) Es muy presumible que Jesús tuviese una
relación previa con estas personas, que le conociesen o hubiesen tenido algún
tipo de contacto con él». Cuando rodeado de sus discípulos volviese a
intervenir en la sinagoga, esta vez en Cafarnaúm, ya no sería un fracaso, sino
que ejercería una gran influencia sobre la audiencia y empezaría a obrar
maravillas, al liberar a uno de los presentes de la posesión de un espíritu
maligno (como relata Marcos 1, 23-27). Era el primer paso de su propia vida
pública como maestro y profeta, en la que supo dar un contenido nuevo al
judaísmo.
Predicación y enseñanzas de un
joven rabí
Se ignora con qué edad comenzó
Jesús su ministerio. El Evangelio de Lucas afirma que tenía treinta años, pero
el de Juan supone que tendría que ser mayor. Tampoco se sabe a ciencia cierta
cuánto tiempo duró esta misión, pudo variar entre unos pocos meses y cuatro
años. Lo que está claro es que comenzó una larga peregrinación por tierras al
norte (las ciudades de Sidón y Tiro, la ciudad siria de Cesárea, penetrando en
el territorio conocido como Decápolis) para virar después hacia el sur, hacia
Jericó y finalmente a Jerusalén. A lo largo de todo este recorrido su fama
creció y los Evangelios mencionan que realizó multitud de milagros y curaciones
inexplicables. En opinión del profesor Barr, «no hay duda de que Jesús hizo
actos de poder que impresionaron a sus contemporáneos. Actualmente pensamos que
el mundo está regido por leyes naturales de manera que un milagro tendría que
ser algo realizado por Dios o un poder divino de forma que alterase dichas
leyes para que las cosas no sucediesen como tenían que pasar. Los antiguos no
tenían ese concepto de ley natural. Dios lo hacía todo, hacía que el sol
saliese por la mañana, que lloviese o que no lloviese, y esas cosas se podían
controlar mediante la oración o las fuerzas divinas, de modo que un milagro no
era una violación de la ley natural, era sencillamente una acción de Dios en un
momento concreto. Cuando las personas eran curadas, pensaban en Jesús como una
persona con poder». Pero si los milagros atraían a la gente, ésta no permanecía
al lado de Jesús por esos fenómenos inexplicables, sino por sus enseñanzas,
enraizadas profundamente en la tradición moral judía, que, como otros profetas
y el mismo Juan, predicaba la compasión por los demás, la preocupación por los
pobres y el amor por el prójimo. Pero Jesús fue más allá al predicar una nueva
forma de vida en la que se debía ofrecer amor incluso a los que odiaban:
Habéis oído que se dijo: «Ojo por
ojo y diente por diente». Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al
que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera
pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te
obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee
que le prestes algo no le vuelvas la espalda.
Mateo 5, 38-42
En la aplicación de su doctrina
rompió con las leyes judías al frecuentar a gentiles, recaudadores de impuestos
y personas de reputación dudosa. Especialmente polémica fue su cercanía y
relación con las mujeres, algunas de las cuales entraron a formar parte del
grupo que le seguía en sus predicaciones, razón por la que fueron criticadas y
mal vistas por la sociedad judía. En opinión del profesor Barr, «el hecho de
que incluso algunas mujeres viajasen con Jesús es algo chocante. Se suponía que
las mujeres tenían que proteger el honor de la familia, no estar con otros
hombres, ni mucho menos abandonar su hogar sin su marido o algún guardián
masculino que las acompañase. Así que éstas son algunas de las acciones
contraculturales y anti familiares que hizo Jesús con las mujeres». En el juicio
que hace de prostitutas y adúlteras (como en Juan 8, 3-11) pone de manifiesto
algunas de sus ideas más radicales. Como apunta el catedrático emérito de
Estudios religiosos John Dominic Crossan: «La visión de Dios que tiene Jesús se
puede describir como de igualitarismo radical, de rechazo a trazar
discriminaciones, líneas de demarcación y jerarquías que separasen a unos de
otros, inferiores de superiores, puros de impuros, hombres de mujeres, esclavos
de hombres libres, paganos de judíos. Era un rechazo a incorporar las
distinciones básicas que la mayoría de la sociedad aceptaba». Incluso parece
que Jesús quería renunciar a su familia:
Llegan su madre y sus hermanos y,
quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su
alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera
y te buscan». Él les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?». Y mirando
en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son
mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano,
mi hermana y mi madre».
Marcos 3, 31-35
En opinión del profesor Barr,
«parece que Jesús quiso abandonar a su familia. En aquel tiempo esto era algo
muy radical e inmoral porque los hijos tenían responsabilidades para con sus
padres, especialmente en el caso del primogénito. Pero él quiso dejarlo todo a
cambio de lo que creía que Dios le estaba demandando hacer».
Con sus atípicas enseñanzas Jesús
comenzó a ganarse enemigos entre el judaísmo ortodoxo, especialmente entre los
fariseos, que defendían una lectura estricta de las leyes y a los que las
interpretaciones que hacía Jesús en nombre de la compasión resultaban
completamente rechazables. A lo largo de sus predicaciones y viajes se van
acercando más a Jesús, pero no para aprender de él y seguir sus enseñanzas,
sino para acosarle con preguntas y pruebas con objeto de deslegitimarle de cara
a su auditorio.
Y envían hacia él algunos
fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. Vienen y le dicen:
«Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras
la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios:
¿es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?». Mas él,
dándose cuenta de su hipocresía, les dice: «¿Por qué me tentáis? Traedme un
denario, que lo vea». Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la
inscripción?». Ellos le dicen: «Del César». Jesús les responde: «Lo del César,
devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios». Y se maravillaban de él.
Marcos 12, 13-17
Aunque tuvo un éxito indudable
saliendo airoso de las trampas de sus enemigos, al parecer un hecho singular
hizo que se replanteara seriamente su misión, la muerte de Juan el Bautista,
mandado asesinar por Herodes Antipas después de varios meses de arresto. Aunque
los Evangelios nos transmiten el relato de que fue asesinado para satisfacer la
vanidad de Herodías, mujer de Herodes, el historiador Flavio Josefo afirma que
éste temía que el ministerio de Juan degenerase en una revuelta abierta contra
su autoridad. En opinión del profesor Crossan, «el primer gran momento
traumático de la vida adulta de Jesús debió de ser la muerte de Juan el
Bautista. Para quienes habían aceptado el mensaje de Juan, y Jesús era uno de
ellos, parecía que Dios había permitido su muerte y a medida que los días
pasaban y ésta no tenía consecuencias para sus asesinos, parecía que Dios no
hacía nada. En cierto sentido se pudo pensar que Juan podía haberse
equivocado». El final trágico del Bautista era una advertencia clara y contundente
para el resto de profetas del momento. Sin embargo, la vivencia de una
experiencia reveladora debió de decidir a Jesús a seguir adelante, su
transfiguración, relatada en Mateo 17, 1-9. Como afirma el profesor Riley sobre
este episodio, «parece tratarse claramente de una epifanía, una revelación de
que Jesús era realmente un tipo de ser divino que, momentáneamente, revela ser
quien es. Esto para la gente de la Antigüedad era algo perfectamente normal.
Los dioses podían caminar por la tierra y, por ejemplo, Zeus podía revelar
quién era realmente abandonando cualquier aspecto que pudiese haber adoptado».
Es tras este episodio cuando Jesús parece estar del todo convencido de su
misión y decide dar un paso sustancial. Ya no predicará en las colinas y los
campos de Galilea, ni en los pueblos y ciudades pequeñas donde los fariseos y
las autoridades recelaban de él. Su siguiente paso sería llevar su predicación
al corazón de su fe y la fortaleza de sus enemigos, Jerusalén, la capital de
los antiguos reyes de Israel y del Templo de Salomón.
Jerusalén: triunfo y muerte
Jerusalén era la capital
espiritual del judaísmo y la Pascua, la fiesta que rememoraba la liberación del
pueblo judío de su cautiverio en Egipto, era la festividad más importante de
todo el año, en la que miles de peregrinos afluían a la ciudad para su celebración.
En torno al año 30 d. C., presumiblemente a la edad de treinta y tres años,
Jesús de Nazaret acudió a la ciudad para la celebración de tan solemne fiesta,
y fue recibido triunfalmente por la multitud como el auténtico Mesías:
Los que iban delante y los que le
seguían, gritaban: «¡Hosanna [palabra hebrea de aclamación que primitivamente
significaba «salva, pues»]! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito
el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Y entró
en Jerusalén (…)
Marcos 11, 9-11
Su entrada no podía suponer un
mayor peligro para las autoridades judías. Para el profesor Crossan, «la fiesta
de Pascua constituía un auténtico polvorín porque reunía a grandes multitudes
en un mismo lugar celebrando su liberación de la opresión egipcia por Dios
cuando en aquel momento estaban bajo la opresión romana. En dicha situación con
muy poco podía prender una revuelta». De hecho ha llamado la atención de los
estudiosos el peligro evidente en que se puso Jesús yendo a la capital. Como
señala el profesor Barr, «algunos creen que cuando acudió allí esperaba
encontrar una batalla final en la que Dios le rescataría y le llevaría a su
Reino. Otros piensan que fue llevado por una especie de deseo de muerte, un
deseo de martirio. Sospecho (…) que en ese momento climático fue para
participar en la festividad y crear todo el impacto que pudiese en el pueblo
reunido para la fiesta. Pero para entonces la maquinaria de destrucción se
había puesto en marcha y acabaría por matarle».
Sus primeros pasos en la ciudad
no ayudaron a rebajar la tensión o a que la atención se apartase de él. Acudió
al Templo, donde arremetió contra los mercaderes y cambistas que hacían negocio
en el patio anterior al santuario, derribando sus puestos y expulsándolos del
recinto (Marcos 11, 15-19). A este respecto, apunta el profesor Ehrman: «El
modo en que funcionaba el Templo era que la gente podía llevar sus animales a
los sacerdotes para que los sacrificasen. Por eso había gente en el Templo
vendiendo animales. La pregunta es por qué desbarató esas mesas y expulsó a los
cambistas y a los mercaderes de animales. Es posible que cuando Jesús acudió al
Templo quisiese representar una parábola. Organizando todo aquel alboroto
estaba simbolizando la futura destrucción del Templo cuando Dios juzgase a su
pueblo». Semejante acción le costó la enemistad de la casta sacerdotal del
judaísmo, los saduceos, pertenecientes a la aristocracia de familias ricas de
Jerusalén. Éstos trabajaban estrechamente con las autoridades romanas para
asegurar que el transcurso de la Pascua fuese pacífico, y lo que estaba claro
era que desde ese momento tanto los saduceos como los fariseos deseaban acallar
el revuelo levantado por el profeta llegado de Galilea. Los días siguientes los
dedicó Jesús a predicar en la ciudad. Sus enseñanzas apocalípticas ponían cada
día más nerviosas a las autoridades religiosas, temerosas de un estallido de
violencia en la ciudad. Según el profesor Ehrman: «Los líderes judíos tenían
problemas con Jesús por sus propios motivos. Probablemente le encontraban
ofensivo porque afirmaba que Dios les juzgaría a ellos y a su Templo. Para
ellos era una amenaza porque si la multitud decidía seguirle le daría la
espalda a ellos, así que decidieron que debían apartar a Jesús de su camino».
Es en este contexto cuando se
habría desarrollado el relato de la Pasión transmitido por los Evangelios. Uno
de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, se habría puesto de acuerdo con
los saduceos para traicionar al profeta y entregárselo con objeto de imputarle
fraudulentamente algún delito. El jueves anterior a la Pascua, Jesús la habría
celebrado por adelantado con sus discípulos en una cena en la que les anunció
la traición de que iba a ser víctima y su próxima muerte, e instituyó la
eucaristía. Después habría acudido a orar al Monte de los Olivos, donde
permanecería por unas horas antes de que los hombres de los sacerdotes del
Templo acudiesen a prenderlo guiados por Iscariote. Conducido ante el consejo
sacerdotal (Sanedrín) presidido por el sumo sacerdote Caifás, se habría
intentado imputarle delitos falsos, fracasando por la inconsistencia de los
falsos testimonios presentados. Conminado por Caifás a declarar si era el
Mesías, la respuesta de Jesús —que varía de un Evangelio a otro— sería considerada
por los sacerdotes blasfemia, penada por las leyes judías con la muerte y, por
tanto, suficiente para condenarle. El problema de los saduceos era entonces que
no podían ejecutar la sentencia, ya que era competencia del poder secular. En
opinión de la profesora de Exégesis del Nuevo Testamento Adela Yarbro Collins,
los sacerdotes «habían llegado a un acuerdo con los romanos por el que
administraban el gobierno religioso local bajo autoridad romana, así que tenían
la responsabilidad de mantener el orden, y un Mesías, alguien que afirmaba de
sí mismo que era el Mesías, subvertía ese orden. El Mesías era por definición
el gobernante supremo del pueblo, así que no era compatible con el poder
romano».
Por esta razón Jesús acabaría en
presencia de la máxima autoridad romana en Palestina, el procurador Poncio
Pilato (que ejerció el cargo entre los años 26 y 36 d. C.). Sin embargo éste no
consideró que Jesús fuese reo de muerte, por lo que por dos veces expresó a los
saduceos su intención de liberarle después de azotarle. Finalmente, los
sacerdotes agitaron a la población de Jerusalén para que reclamasen su muerte.
Pilato intentó nuevamente liberarle haciendo recaer en él la gracia pascual de
dejar libre a un reo, pero la multitud instigada insistió en exigir su muerte.
Al final Pilato cedió y dictó sentencia a muerte mediante crucifixión. La
mayoría de los estudiosos consideran que este relato de tira y afloja entre
saduceos y romanos es mera ficción. En opinión del profesor Crossan, «esto es
ficción cristiana escrita muchos años después. La idea de la multitud acallando
a gritos a Pilato resulta sencillamente inconcebible. Se trata de propaganda
paleocristiana que obedecía a un planteamiento de la secta judía de los
cristianos que consideraban su enemigo a las autoridades judías y estaban
interesados en llevarse bien con las romanas, así que le hicieron el juego a
las autoridades romanas. Posiblemente lo que habría serían órdenes claras para
los soldados y procedimientos establecidos entre Caifás y Pilato. (…) Es
probable que el asunto no pasara más allá en la cadena de mando de un centurión
o un cargo similar».
Fuera como fuese, la condena del
poder religioso judío y la aquiescencia del poder civil romano llevaron a Jesús
a la cruz, uno de los más espantosos tormentos utilizados por las autoridades
romanas para las ejecuciones. El tormento no era exactamente como se ha solido
representar en el arte y la cultura popular. Como indica el profesor Ehrman,
«los romanos tomaban estacas y las clavaban atravesando los huesos de las
muñecas, no las manos como se suele representar en el imaginario popular.
Atravesando la muñeca se conseguía que cuando la persona era colgada de la cruz
los miembros no se desgarrasen, de modo que la víctima quedaba sujeta a ésta.
No eran alzados a gran altura, como se suele imaginar, sino sólo lo justo para
elevarlos del suelo y poder dejarlos a la vista de todo el que pasase. La
muerte solía producirse por asfixia debido al estiramiento de los pulmones:
para que la persona pudiese respirar tenía que empujar hacia arriba desde los
pies, así que aguantaba mientras sus fuerzas respondían. Se conocen casos de
crucifixiones que duraron tres y cuatro días». A este respecto, el profesor
Crossan señala: «La crucifixión romana estaba pensada como una forma de
terrorismo de Estado con el fin de amedrentar a las clases inferiores.
Normalmente los cuerpos se dejaban en la cruz hasta que eran devorados por
animales salvajes. Se abandonaban allí y no los recogían hasta que no quedaba
nada para ser enterrado. Era eso lo que hacía la crucifixión tan terrible.
Pensamos en ella como algo muy doloroso pero los romanos no calculaban el
dolor, calculaban la vergüenza. Dejar el cuerpo sin enterrar realmente
aniquilaba a una persona en el mundo antiguo». Sin lugar a dudas, con semejante
pena las autoridades romanas dejaron claro que acabaron considerando también a
Jesús como un individuo peligroso al que se castigó con gran severidad.
Según el relato evangélico, Jesús
murió en la cruz prácticamente solo, seguido únicamente por tres de las mujeres
que le acompañaron durante su predicación —y según el Evangelio de Juan (19,
25-27), también por su madre y uno de sus doce discípulos—, entre el escarnio
con que le obsequiaban aquellos que habían urdido su final, en un paraje
extramuros de Jerusalén llamado Gólgota (en arameo, «lugar del cráneo»,
traducido al latín como Calvaria). Los Evangelios coinciden en que su cuerpo no
quedó expuesto tras su muerte. Crucificado en la hora tertia (nueve de la
mañana) del viernes previo a la Pascua, murió en torno a la hora sexta (tres de
la tarde) de ese mismo día. Un rico seguidor de Jesús, José de Arimatea,
obtendría de Pilato el permiso para tomar su cuerpo sin vida y depositarlo en
un sepulcro de su propiedad.
A partir de aquí acaba la posible
reconstrucción histórica de la peripecia vital de Jesús de Nazaret y empieza el
terreno de la fe. Los cuatro Evangelios terminan con el relato de la
resurrección de Jesús y sus apariciones posteriores a sus discípulos. Pero
independientemente de lo que sucediese tras su muerte, lo que es indudable es
que su mensaje no murió con él. A partir de ese momento sus seguidores
comenzaron a organizarse como un grupo estable dentro de la comunidad judía y,
pocos años más tarde, gracias a la actividad misionera de Pablo de Tarso, el
mensaje de Jesús comenzó a llegar a amplias zonas del Mediterráneo oriental e
incluso a la misma Roma. La razón de su supervivencia y difusión quizá sea,
como afirma el profesor Crossan, que «Jesús encarna un sueño, un profundo y
antiguo sueño hondamente arraigado en el espíritu humano por un mundo de
justicia e igualdad radicales, por un mundo no de dominación sino de capacidad
para actuar, y sobre todo por el anuncio de que lo que preocupa a Dios no es un
mundo de dominación sino de justicia. Ése es el legado siempre perdurable de
Jesús, y mientras que ese sueño siga vivo, Jesús también seguirá vivo».
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