jueves, 30 de octubre de 2025

7 JESÚS DE NAZARET.

 



 

 

 

El profeta de las tres culturas

 

De ninguna figura de la Historia se ha escrito tanto como de Jesús de Nazaret. Los fieles de las Iglesias cristianas del mundo conocen su historia tal y como la ha transmitido la tradición. Pero ésta no siempre es unívoca. Ya durante el Renacimiento los humanistas y reformadores se dieron cuenta de que en la Biblia existían contradicciones, omisiones e inexactitudes, lo que les llevó a discutir sobre los textos bíblicos y a comenzar un proceso de depuración de las fuentes que se podían considerar fiables en la transmisión de su mensaje. Este proceso se ha desarrollado hasta la actualidad y uno de sus resultados ha sido el surgimiento con el paso de los siglos de una figura histórica de Jesús diferente de la imagen religiosa que de él se ha transmitido. Por tanto, el Jesús de la fe y el Jesús de la Historia son dos figuras distintas surgidas del mismo personaje histórico. El primero es asunto de fe y, en consecuencia, personal e incontrovertible. El segundo ha sido revisado por historiadores, teólogos, filósofos, filólogos, antropólogos… la lista es interminable. Todos animados por las mismas cuestiones: ¿Quién fue realmente Jesús?, ¿Qué podemos afirmar de él con seguridad? Éstas son preguntas que no tienen una respuesta definitiva y posiblemente no lleguen a tenerla nunca, pero algunas de las conclusiones a las que se ha llegado ya permiten acercarnos un poco más al hombre que nos presenta la Historia.

 

El cristianismo es la religión más practicada en los países occidentales y una de las más numerosas en todo el mundo. Católicos, protestantes y ortodoxos son sus grupos mayoritarios, pero también existen infinidad de pequeñas confesiones cristianas (coptos, armenios, melquitas, maronitas y un largo etcétera) que profesan la religión inspirada en la figura de un profeta judío que vivió y predicó en torno al cambio de era, Jesús de Nazaret. Los datos que de él tenemos al margen de los Evangelios son escasos. Éstos, además, durante siglos se han leído e interpretado conforme a tradiciones no siempre respetuosas con su contenido original y que a veces ignoraban el contexto histórico y cultural en que vivió Jesús.

 

Palestina, el país donde vivió y predicó, era un territorio históricamente pobre y débil, de escaso interés económico para sus poderosos vecinos, los egipcios de más allá de la península del Sinaí y las prósperas ciudades comerciales fenicias al norte. Su importancia radicaba en que era una vía de comunicación natural entre Asia y África, al ser la pequeña franja de terreno transitable entre el Mediterráneo y el desierto sirio, por lo que fue ambicionada y sometida por los grandes imperios conquistadores de Oriente. Allí se habían asentado los israelitas desde finales del primer milenio antes de Cristo, que entre los siglos VIII y V a. C. fueron sucesivamente derrotados y dominados por asirios, babilonios y persas. Desde el siglo III a. C. la región fue controlada por los reinos griegos surgidos tras la muerte de Alejandro Magno, primero por los Ptolomeos de Egipto y posteriormente por los Seleúcidas, reyes griegos de Siria. A partir de este momento se fundaron ciudades griegas y la cultura helenística se difundió con fuerza por la región. Finalmente, a mediados del siglo I a. C., una disputa dinástica produjo la intervención del general Pompeyo, que puso el territorio bajo dominación romana. Por tanto, Palestina era un dominio político del Imperio romano y un territorio culturalmente helenizado sobre un sustrato de cultura judía fuertemente arraigado. En este país del Mediterráneo oriental, lugar de paso frecuentado por pueblos y culturas, en el que se mezclaban lenguas, conocimientos y religiones, nació Jesús.

 

 

 

El humilde hijo de un carpintero

 

El nacimiento y familia de Jesús pueden parecer uno de los puntos menos controvertidos de su vida, ya que los Evangelios proporcionan una información precisa:

 

Por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Mientras estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue.

 

Lucas 2, 1-7

 

El relato de la posterior visita de los Magos y su encuentro con el rey Herodes (Mateo, 2) parecen aportar mayor precisión si cabe, pero no todo es tan sencillo. Herodes el Grande era hijo del gobernador puesto por los romanos en Galilea, Antípatro, y a su muerte recibió del Senado de Roma el título de rey de Judea, ampliando los territorios que su padre había gobernado. Su reinado se extendió entre los años 37 y 4 a. C., fecha de su muerte. La historia no ha hallado noticias de ningún censo realizado por el gobernador de Siria Cirino que obligase a empadronarse a los habitantes de Galilea, ni de ninguno que incluyese a todos los habitantes del Imperio romano en época de Augusto. Sin embargo, el historiador judío-romano Flavio Josefo informa de que Cirino realizó un censo de población en Judea con motivo de su incorporación a la provincia de Siria, pero se llevó a cabo en el año 6 d. C. y en ningún caso incluyó a la población de Galilea. Entonces, ¿Cuándo nació Jesús? ¿Cómo se pudo dar una fecha errónea de datación para su nacimiento? Actualmente la mayoría de los historiadores consideran que Jesús debió de nacer entre los años 7 y 4 a. C., ya que se otorga fiabilidad a su ubicación durante el reinado de Herodes el Grande. Fue mucho más tarde, en la primera mitad del siglo VI d. C., cuando el papado propuso cambiar el sistema de datación y tomar el nacimiento de Jesús como punto de referencia. Los cálculos fueron realizados por un monje erudito, Dionisio el Exiguo, que fijó erróneamente el acontecimiento en el año 753 ab urbe condita (desde la fundación de Roma, que es como se databa durante el Imperio romano). Más allá de lo chocante o curioso que pueda suponer esta cuestión, es un ejemplo inmejorable de las dificultades que plantea cuadrar los datos proporcionados por la Biblia con los conocimientos históricos.

 

Como señala Bart D. Ehrman, profesor de Religión de la Universidad de Carolina del Norte, «no han llegado hasta nosotros testimonios sobre los acontecimientos narrados en los Evangelios. Éstos por sí mismos no señalan haber sido escritos por Mateo, Marcos, Lucas y Juan. En realidad estos cuatro libros son anónimos y quienesquiera que los escribiesen no se identificaron en ellos. La tradición de que fueron escritos por estos autores surgió varias décadas después de su fecha real de composición, realizada posiblemente por cristianos de la segunda o tercera generación después de Jesús, a finales del siglo I d. C.». El criterio del también profesor de Religión Jonathan Reed es muy similar: «Existe por lo menos un lapso de cuarenta años entre la vida de Jesús y la escritura de los Evangelios y sus autores no escribieron con la intención de dejar un registro exacto de lo que hizo Jesús, o de cómo eran la economía y la sociedad. La razón por la que escribieron estos textos fue convertir a la gente a la nueva fe, al cristianismo». Por tanto, los estudiosos actuales no consideran los Evangelios como textos que se puedan tomar al pie de la letra, sino que deben ser sometidos a una crítica textual, una herramienta técnica característica de los estudios filológicos.

 

De los cuatro Evangelios sólo los de Mateo y Lucas mencionan Belén como lugar de nacimiento de Jesús, haciéndose eco de lo que había dicho el profeta Miqueas. Marcos y Juan guardan silencio al respecto. Muchos eruditos actuales consideran que es posible que Jesús naciese realmente en Nazaret, de unos padres llamados efectivamente José y María. Todos los Evangelios coinciden en que fue su hijo primogénito, y en que le pusieron el nombre hebreo Yehošu’a (literalmente, «Yahvé salva»), que se vertió primero al griego y más tarde al latín como Jesús. Asimismo, los Evangelios son bastante claros al decirnos que José y María tuvieron más hijos. Como comenta el profesor de Teología Jeffrey S. Siker, «la mayoría de los Evangelios señalan a Jesús, a sus hermanos e incluso a sus hermanas. Pablo menciona a Jesús y a sus hermanos, así que no hay duda de que no era hijo único. También hay menciones sobre cuántos, al menos dos o tres hermanos y posiblemente unas pocas hermanas. Así que procedería de una familia judía media compuesta por cinco o seis hermanos». Tras la muerte de Jesús, uno de estos hermanos, Santiago, se convertiría en el líder del naciente movimiento cristiano.

 

Pero nada de lo que sucedería con posterioridad debió de estar presente en la infancia de Jesús y de sus hermanos y hermanas, que posiblemente fuera como la del resto de muchachos de su entorno. A este respecto ha señalado David L. Barr, profesor de Estudios religiosos, «no hay nada de misterioso en la infancia de Jesús. Creció como cualquier otro niño judío, primero entre las mujeres y más tarde en compañía de los hombres. Fue al colegio, aprendió un oficio…». El profesor Gregory J. Riley añade: «Se nos ha dicho que su padre fue carpintero e incluso que él mismo lo fue. Debemos asumir por tanto que fue un artesano y que vivió en lo que podríamos llamar clase media. Ésta vivía usualmente en casas de una o dos habitaciones, en lo que podríamos llamar una choza, limpia pero pequeña. Se trasladaban exclusivamente a pie, tenían sólo las ropas que vestían. Era una vida de subsistencia. Una hambruna podía costar muchas vidas en cualquiera de estas aldeas». Jesús pasaría su infancia y juventud en su lugar de nacimiento, Nazaret, aunque prácticamente nada se conoce sobre sus primeros veinticinco años de vida, sobre los que los Evangelios guardan silencio. Como destaca el profesor Barr: «Cómo fue la infancia de Jesús, dónde fue a la escuela, cómo fue su adolescencia son cosas que a nosotros nos parecen interesantes, pero que a los antiguos no les llamaba la atención en absoluto». Uno de los pocos episodios que conocemos es el que relata el Evangelio de Lucas:

 

Al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron quedaron sorprendidos y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.

 

Lucas 2, 46-50

 

Sin embargo las opiniones sobre la verosimilitud de este episodio varían. El propio profesor Barr indica al respecto: «Sencillamente la vida de Jesús no fue importante para la gente hasta que comenzó a proclamar que el Reino de Dios se acercaba. Después de que surgiese el interés en su figura, se volvió la vista atrás y se crearon relatos sobre su vida anterior, la historia de Lucas de Jesús en el Templo es una de ellas». Esta falta de información sobre sus primeros años ha llevado a hablar de «vida oculta» o «años perdidos» de Jesús. En opinión del profesor de Humanidades J. Andrew Overman, «los años perdidos de Jesús fueron llamados así acertadamente porque no sabemos nada sobre ellos. Sólo se puede conjeturar sobre cómo habría sido su vida durante aquellos años. Basándonos en nuestras reconstrucciones sobre Galilea se puede suponer que probablemente se habría puesto de aprendiz con su familia y habría aprendido un oficio. Los Evangelios se refieren a él con la palabra griega tecton, que erróneamente se ha traducido por «carpintero», mas seguramente habría sido un cantero, albañil o trabajador de la construcción. Probablemente fue alguien que trabajaba la piedra, que era muy abundante en Galilea».

 

Galilea en aquella época era una tierra frecuentada por hombres que vivían con gran profundidad su fe judía. A este respecto, el profesor Barr afirma: «Nuestra imagen actual de Galilea es la de una zona de una fuerte piedad judía y un gran énfasis en lo que podríamos llamar la “persona santa”, en otras palabras, el chamán, la persona que tiene una experiencia única de Dios y cuyas palabras y actos derivan de ella. Es algo que parecía bastante corriente en la forma galilea de ser judío». Sin embargo, cerca de Nazaret también se hallaba la ciudad griega de Séforis, a la que podría haber acudido Jesús según algunos historiadores. Independientemente de las influencias que hubiese podido recibir en su infancia, no es hasta su vida pública cuando comienza a mostrarse a los demás como un profeta que transmite la palabra de Dios, pero ¿Cuándo se produjo el cambio de un joven artesano galileo de religión judía a un profeta del Dios de Israel? Esa revelación o llamada le llegaría a través de otra persona, Juan el Bautista.

 

 

 

Los primeros pasos de un profeta

 

Aproximadamente en el año 26 d. C., cuando contaba treinta años, Jesús abandonó su Nazaret natal y viajó hacia el sur, a las tierras desiertas de Judea. Posiblemente con anterioridad había conocido a los santones, sanadores carismáticos y profetas judíos que frecuentaban las colinas de Galilea, pero cuando abandonó ésta iba en busca del más famoso y controvertido de los hombres santos de aquel momento. Según S. Scott Bartchy, profesor de Historia de las religiones, «Juan el Bautista era una persona que creía en el fin del mundo social en que vivía o, al menos, en que éste estaba cerca. No podía imaginar cómo los seres humanos podrían salir por sí solos de la gran depresión de maldad en que estaban sumidos, y que aunque el fin se acercaba, aquellos que deseasen estar preparados, podían». Este tipo de predicaciones no eran nuevas en el mundo judío. La presencia primero helenística y después romana había llevado a muchos judíos a pensar en una degradación de sus costumbres y su ambiente debido al mestizaje cultural propio del mundo helenístico en el que Palestina estaba inmerso y, en este contexto, las profecías de un salvador que sacaría al pueblo de Israel de su estado de postración se habían hecho presentes de nuevo con mucha fuerza. Muchos llamaban a este salvador mesías, palabra hebrea que significa «ungido», ya que los antiguos reyes de Israel eran ungidos por los profetas como símbolo de legitimidad divina. La palabra griega christós, de donde deriva el nombre Cristo, significa precisamente lo mismo. En opinión de John P. Meier, profesor de Teología, «un cierto número de judíos no esperaba a ningún mesías, otros esperaban una figura divina que bajaría del cielo, otros pensaban en un nuevo rey como David, una figura mucho más terrenal, otros pensaban en una vida renovada en este mundo, otros en términos quizá más de un mundo celestial». La predicación de Juan se centraba en la pronta llegada de un salvador que acabaría con la postración de Israel, un mensaje que para las autoridades hebreas, especialmente para su rey títere en manos de Roma, Herodes Antipas (que había sucedido a su padre Herodes el Grande tras su muerte y que reinaría hasta el 39 d. C.), resultaba especialmente peligroso.

 

Los historiadores consideran que la peregrinación de Jesús hasta el río Jordán para recibir el bautismo de manos de Juan el Bautista es cierta. Según el profesor Bartchy, «si los cristianos hubiesen querido manipularla [la relación de Jesús con Juan], el transcurso de los hechos habría sido el contrario y habrían presentado a Juan yendo hasta Jesús». El profesor Siker añade que, «si Jesús acudió a bautizarse por la misma razón que acudían tantos otros, como muchos historiadores argumentan, fue debido a que tenía algún sentimiento de arrepentimiento. Jesús se sintió conmovido por el mensaje de Juan y fue bautizado por arrepentirse de sus pecados, y tuvo algún tipo de experiencia transformadora que le llevó a inaugurar su propio ministerio público, en parte modelado y realizado siguiendo el de Juan».

 

Antes de comenzar su predicación experimentó un proceso de recogimiento y reconciliación consigo mismo durante su estancia a solas en el desierto de Judea, en torno al año 27 d. C., según el Evangelio, no por propia voluntad:

 

A continuación el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían.

 

Marcos 1, 12-13

 

Según el profesor David Barr, «el desierto es en la tradición judía un lugar muy adecuado para encontrarse con Dios, es algo que remite al encuentro de Moisés con Dios en el desierto del Sinaí antes de que condujese a su pueblo a la Tierra Prometida. Muchos profetas fueron al desierto para encontrarse con Dios; eran personas que podían ir a despoblados, ayunar y tener visiones, y después volver para contar a la gente lo que Dios les había comunicado. Probablemente la analogía más cercana hoy en día estaría en religiones de los indígenas americanos o africanos donde existe este tipo de figura santa que tiene un acceso especial a Dios para compartirlo con la gente». La experiencia de las tentaciones en el desierto se ha solido entender como que Jesús fue tentado por el pecado; quizá habría que entenderla más en el sentido de la palabra original griega, que más que «culpa» o «tentación» quiere decir «prueba»: Jesús estaba siendo probado como se prueba el metal para verificar si es sólido y auténtico.

 

A su salida del desierto se encontraría con una noticia inquietante, el arresto de Juan el Bautista por orden de Herodes Antipas. Sin lugar a dudas aquello supuso una advertencia sobre el destino que podían correr los profetas apocalípticos que revolvían al pueblo en un sentido que podía volverse contra las autoridades civiles. De hecho, un grupo de judíos de la primera década después de Cristo, los zelotas, se habían rebelado infructuosamente contra el poder civil al afirmar que sólo Dios era el rey de Israel, por lo que habían negado la obediencia y el pago de impuestos a Roma, auténtico corazón de la política imperial. Según el profesor Barr, «los romanos administraban su presencia [en Palestina] con mano firme. Si alguien no pagaba sus impuestos o si se rebelaba, podían aplastarle sin piedad, pero si se cumplían esas dos cuestiones básicas, pagar impuestos y no hablar de rebelión, todo lo demás les resultaba completamente aceptable». De todos modos Jesús abandonó Judea y regresó a Galilea, donde comenzaría su predicación.

 

No se sabe a ciencia cierta cuándo se produjo este regreso, probablemente en el verano del año 27 d. C. El joven artesano que había abandonado su patria volvía como un hombre inspirado por Dios y comenzó su tarea como profeta itinerante siguiendo el ejemplo de Juan y de los antiguos profetas. Su regreso a Nazaret no fue especialmente brillante. Según cuenta el Evangelio de Marcos:

 

Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: «¿De dónde le viene esto?, y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?». Y se escandalizaban a causa de él.

 

Marcos 6, 2-3

 

El Evangelio de Lucas (4, 28-30) cuenta cómo Jesús tuvo que escapar de la multitud airada de su población natal, a la que no volvería ya nunca más; sería ahora entre extraños donde crearía su propia comunidad, una comunidad de discípulos unidos por su fe en él. En opinión del profesor Siker, «los discípulos son algo inusual porque lo que era típico en la Palestina del siglo I d. C. era que fuese el discípulo el que iba a buscar a su maestro, su rabí. Pero no tenemos mucha evidencia sobre rabíes marginales que vagaban y creaban grupos de discípulos así que, a este respecto, Jesús es un caso muy poco usual. (…) Es muy presumible que Jesús tuviese una relación previa con estas personas, que le conociesen o hubiesen tenido algún tipo de contacto con él». Cuando rodeado de sus discípulos volviese a intervenir en la sinagoga, esta vez en Cafarnaúm, ya no sería un fracaso, sino que ejercería una gran influencia sobre la audiencia y empezaría a obrar maravillas, al liberar a uno de los presentes de la posesión de un espíritu maligno (como relata Marcos 1, 23-27). Era el primer paso de su propia vida pública como maestro y profeta, en la que supo dar un contenido nuevo al judaísmo.

 

 

 

Predicación y enseñanzas de un joven rabí

 

Se ignora con qué edad comenzó Jesús su ministerio. El Evangelio de Lucas afirma que tenía treinta años, pero el de Juan supone que tendría que ser mayor. Tampoco se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo duró esta misión, pudo variar entre unos pocos meses y cuatro años. Lo que está claro es que comenzó una larga peregrinación por tierras al norte (las ciudades de Sidón y Tiro, la ciudad siria de Cesárea, penetrando en el territorio conocido como Decápolis) para virar después hacia el sur, hacia Jericó y finalmente a Jerusalén. A lo largo de todo este recorrido su fama creció y los Evangelios mencionan que realizó multitud de milagros y curaciones inexplicables. En opinión del profesor Barr, «no hay duda de que Jesús hizo actos de poder que impresionaron a sus contemporáneos. Actualmente pensamos que el mundo está regido por leyes naturales de manera que un milagro tendría que ser algo realizado por Dios o un poder divino de forma que alterase dichas leyes para que las cosas no sucediesen como tenían que pasar. Los antiguos no tenían ese concepto de ley natural. Dios lo hacía todo, hacía que el sol saliese por la mañana, que lloviese o que no lloviese, y esas cosas se podían controlar mediante la oración o las fuerzas divinas, de modo que un milagro no era una violación de la ley natural, era sencillamente una acción de Dios en un momento concreto. Cuando las personas eran curadas, pensaban en Jesús como una persona con poder». Pero si los milagros atraían a la gente, ésta no permanecía al lado de Jesús por esos fenómenos inexplicables, sino por sus enseñanzas, enraizadas profundamente en la tradición moral judía, que, como otros profetas y el mismo Juan, predicaba la compasión por los demás, la preocupación por los pobres y el amor por el prójimo. Pero Jesús fue más allá al predicar una nueva forma de vida en la que se debía ofrecer amor incluso a los que odiaban:

 

Habéis oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.

 

Mateo 5, 38-42

 

En la aplicación de su doctrina rompió con las leyes judías al frecuentar a gentiles, recaudadores de impuestos y personas de reputación dudosa. Especialmente polémica fue su cercanía y relación con las mujeres, algunas de las cuales entraron a formar parte del grupo que le seguía en sus predicaciones, razón por la que fueron criticadas y mal vistas por la sociedad judía. En opinión del profesor Barr, «el hecho de que incluso algunas mujeres viajasen con Jesús es algo chocante. Se suponía que las mujeres tenían que proteger el honor de la familia, no estar con otros hombres, ni mucho menos abandonar su hogar sin su marido o algún guardián masculino que las acompañase. Así que éstas son algunas de las acciones contraculturales y anti familiares que hizo Jesús con las mujeres». En el juicio que hace de prostitutas y adúlteras (como en Juan 8, 3-11) pone de manifiesto algunas de sus ideas más radicales. Como apunta el catedrático emérito de Estudios religiosos John Dominic Crossan: «La visión de Dios que tiene Jesús se puede describir como de igualitarismo radical, de rechazo a trazar discriminaciones, líneas de demarcación y jerarquías que separasen a unos de otros, inferiores de superiores, puros de impuros, hombres de mujeres, esclavos de hombres libres, paganos de judíos. Era un rechazo a incorporar las distinciones básicas que la mayoría de la sociedad aceptaba». Incluso parece que Jesús quería renunciar a su familia:

 

Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?». Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

 

Marcos 3, 31-35

 

En opinión del profesor Barr, «parece que Jesús quiso abandonar a su familia. En aquel tiempo esto era algo muy radical e inmoral porque los hijos tenían responsabilidades para con sus padres, especialmente en el caso del primogénito. Pero él quiso dejarlo todo a cambio de lo que creía que Dios le estaba demandando hacer».

 

Con sus atípicas enseñanzas Jesús comenzó a ganarse enemigos entre el judaísmo ortodoxo, especialmente entre los fariseos, que defendían una lectura estricta de las leyes y a los que las interpretaciones que hacía Jesús en nombre de la compasión resultaban completamente rechazables. A lo largo de sus predicaciones y viajes se van acercando más a Jesús, pero no para aprender de él y seguir sus enseñanzas, sino para acosarle con preguntas y pruebas con objeto de deslegitimarle de cara a su auditorio.

 

Y envían hacia él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?». Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dice: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea». Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?». Ellos le dicen: «Del César». Jesús les responde: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios». Y se maravillaban de él.

 

Marcos 12, 13-17

 

Aunque tuvo un éxito indudable saliendo airoso de las trampas de sus enemigos, al parecer un hecho singular hizo que se replanteara seriamente su misión, la muerte de Juan el Bautista, mandado asesinar por Herodes Antipas después de varios meses de arresto. Aunque los Evangelios nos transmiten el relato de que fue asesinado para satisfacer la vanidad de Herodías, mujer de Herodes, el historiador Flavio Josefo afirma que éste temía que el ministerio de Juan degenerase en una revuelta abierta contra su autoridad. En opinión del profesor Crossan, «el primer gran momento traumático de la vida adulta de Jesús debió de ser la muerte de Juan el Bautista. Para quienes habían aceptado el mensaje de Juan, y Jesús era uno de ellos, parecía que Dios había permitido su muerte y a medida que los días pasaban y ésta no tenía consecuencias para sus asesinos, parecía que Dios no hacía nada. En cierto sentido se pudo pensar que Juan podía haberse equivocado». El final trágico del Bautista era una advertencia clara y contundente para el resto de profetas del momento. Sin embargo, la vivencia de una experiencia reveladora debió de decidir a Jesús a seguir adelante, su transfiguración, relatada en Mateo 17, 1-9. Como afirma el profesor Riley sobre este episodio, «parece tratarse claramente de una epifanía, una revelación de que Jesús era realmente un tipo de ser divino que, momentáneamente, revela ser quien es. Esto para la gente de la Antigüedad era algo perfectamente normal. Los dioses podían caminar por la tierra y, por ejemplo, Zeus podía revelar quién era realmente abandonando cualquier aspecto que pudiese haber adoptado». Es tras este episodio cuando Jesús parece estar del todo convencido de su misión y decide dar un paso sustancial. Ya no predicará en las colinas y los campos de Galilea, ni en los pueblos y ciudades pequeñas donde los fariseos y las autoridades recelaban de él. Su siguiente paso sería llevar su predicación al corazón de su fe y la fortaleza de sus enemigos, Jerusalén, la capital de los antiguos reyes de Israel y del Templo de Salomón.

 

 

 

Jerusalén: triunfo y muerte

 

Jerusalén era la capital espiritual del judaísmo y la Pascua, la fiesta que rememoraba la liberación del pueblo judío de su cautiverio en Egipto, era la festividad más importante de todo el año, en la que miles de peregrinos afluían a la ciudad para su celebración. En torno al año 30 d. C., presumiblemente a la edad de treinta y tres años, Jesús de Nazaret acudió a la ciudad para la celebración de tan solemne fiesta, y fue recibido triunfalmente por la multitud como el auténtico Mesías:

 

Los que iban delante y los que le seguían, gritaban: «¡Hosanna [palabra hebrea de aclamación que primitivamente significaba «salva, pues»]! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Y entró en Jerusalén (…)

 

Marcos 11, 9-11

 

Su entrada no podía suponer un mayor peligro para las autoridades judías. Para el profesor Crossan, «la fiesta de Pascua constituía un auténtico polvorín porque reunía a grandes multitudes en un mismo lugar celebrando su liberación de la opresión egipcia por Dios cuando en aquel momento estaban bajo la opresión romana. En dicha situación con muy poco podía prender una revuelta». De hecho ha llamado la atención de los estudiosos el peligro evidente en que se puso Jesús yendo a la capital. Como señala el profesor Barr, «algunos creen que cuando acudió allí esperaba encontrar una batalla final en la que Dios le rescataría y le llevaría a su Reino. Otros piensan que fue llevado por una especie de deseo de muerte, un deseo de martirio. Sospecho (…) que en ese momento climático fue para participar en la festividad y crear todo el impacto que pudiese en el pueblo reunido para la fiesta. Pero para entonces la maquinaria de destrucción se había puesto en marcha y acabaría por matarle».

 

Sus primeros pasos en la ciudad no ayudaron a rebajar la tensión o a que la atención se apartase de él. Acudió al Templo, donde arremetió contra los mercaderes y cambistas que hacían negocio en el patio anterior al santuario, derribando sus puestos y expulsándolos del recinto (Marcos 11, 15-19). A este respecto, apunta el profesor Ehrman: «El modo en que funcionaba el Templo era que la gente podía llevar sus animales a los sacerdotes para que los sacrificasen. Por eso había gente en el Templo vendiendo animales. La pregunta es por qué desbarató esas mesas y expulsó a los cambistas y a los mercaderes de animales. Es posible que cuando Jesús acudió al Templo quisiese representar una parábola. Organizando todo aquel alboroto estaba simbolizando la futura destrucción del Templo cuando Dios juzgase a su pueblo». Semejante acción le costó la enemistad de la casta sacerdotal del judaísmo, los saduceos, pertenecientes a la aristocracia de familias ricas de Jerusalén. Éstos trabajaban estrechamente con las autoridades romanas para asegurar que el transcurso de la Pascua fuese pacífico, y lo que estaba claro era que desde ese momento tanto los saduceos como los fariseos deseaban acallar el revuelo levantado por el profeta llegado de Galilea. Los días siguientes los dedicó Jesús a predicar en la ciudad. Sus enseñanzas apocalípticas ponían cada día más nerviosas a las autoridades religiosas, temerosas de un estallido de violencia en la ciudad. Según el profesor Ehrman: «Los líderes judíos tenían problemas con Jesús por sus propios motivos. Probablemente le encontraban ofensivo porque afirmaba que Dios les juzgaría a ellos y a su Templo. Para ellos era una amenaza porque si la multitud decidía seguirle le daría la espalda a ellos, así que decidieron que debían apartar a Jesús de su camino».

 

Es en este contexto cuando se habría desarrollado el relato de la Pasión transmitido por los Evangelios. Uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, se habría puesto de acuerdo con los saduceos para traicionar al profeta y entregárselo con objeto de imputarle fraudulentamente algún delito. El jueves anterior a la Pascua, Jesús la habría celebrado por adelantado con sus discípulos en una cena en la que les anunció la traición de que iba a ser víctima y su próxima muerte, e instituyó la eucaristía. Después habría acudido a orar al Monte de los Olivos, donde permanecería por unas horas antes de que los hombres de los sacerdotes del Templo acudiesen a prenderlo guiados por Iscariote. Conducido ante el consejo sacerdotal (Sanedrín) presidido por el sumo sacerdote Caifás, se habría intentado imputarle delitos falsos, fracasando por la inconsistencia de los falsos testimonios presentados. Conminado por Caifás a declarar si era el Mesías, la respuesta de Jesús —que varía de un Evangelio a otro— sería considerada por los sacerdotes blasfemia, penada por las leyes judías con la muerte y, por tanto, suficiente para condenarle. El problema de los saduceos era entonces que no podían ejecutar la sentencia, ya que era competencia del poder secular. En opinión de la profesora de Exégesis del Nuevo Testamento Adela Yarbro Collins, los sacerdotes «habían llegado a un acuerdo con los romanos por el que administraban el gobierno religioso local bajo autoridad romana, así que tenían la responsabilidad de mantener el orden, y un Mesías, alguien que afirmaba de sí mismo que era el Mesías, subvertía ese orden. El Mesías era por definición el gobernante supremo del pueblo, así que no era compatible con el poder romano».

 

Por esta razón Jesús acabaría en presencia de la máxima autoridad romana en Palestina, el procurador Poncio Pilato (que ejerció el cargo entre los años 26 y 36 d. C.). Sin embargo éste no consideró que Jesús fuese reo de muerte, por lo que por dos veces expresó a los saduceos su intención de liberarle después de azotarle. Finalmente, los sacerdotes agitaron a la población de Jerusalén para que reclamasen su muerte. Pilato intentó nuevamente liberarle haciendo recaer en él la gracia pascual de dejar libre a un reo, pero la multitud instigada insistió en exigir su muerte. Al final Pilato cedió y dictó sentencia a muerte mediante crucifixión. La mayoría de los estudiosos consideran que este relato de tira y afloja entre saduceos y romanos es mera ficción. En opinión del profesor Crossan, «esto es ficción cristiana escrita muchos años después. La idea de la multitud acallando a gritos a Pilato resulta sencillamente inconcebible. Se trata de propaganda paleocristiana que obedecía a un planteamiento de la secta judía de los cristianos que consideraban su enemigo a las autoridades judías y estaban interesados en llevarse bien con las romanas, así que le hicieron el juego a las autoridades romanas. Posiblemente lo que habría serían órdenes claras para los soldados y procedimientos establecidos entre Caifás y Pilato. (…) Es probable que el asunto no pasara más allá en la cadena de mando de un centurión o un cargo similar».

 

Fuera como fuese, la condena del poder religioso judío y la aquiescencia del poder civil romano llevaron a Jesús a la cruz, uno de los más espantosos tormentos utilizados por las autoridades romanas para las ejecuciones. El tormento no era exactamente como se ha solido representar en el arte y la cultura popular. Como indica el profesor Ehrman, «los romanos tomaban estacas y las clavaban atravesando los huesos de las muñecas, no las manos como se suele representar en el imaginario popular. Atravesando la muñeca se conseguía que cuando la persona era colgada de la cruz los miembros no se desgarrasen, de modo que la víctima quedaba sujeta a ésta. No eran alzados a gran altura, como se suele imaginar, sino sólo lo justo para elevarlos del suelo y poder dejarlos a la vista de todo el que pasase. La muerte solía producirse por asfixia debido al estiramiento de los pulmones: para que la persona pudiese respirar tenía que empujar hacia arriba desde los pies, así que aguantaba mientras sus fuerzas respondían. Se conocen casos de crucifixiones que duraron tres y cuatro días». A este respecto, el profesor Crossan señala: «La crucifixión romana estaba pensada como una forma de terrorismo de Estado con el fin de amedrentar a las clases inferiores. Normalmente los cuerpos se dejaban en la cruz hasta que eran devorados por animales salvajes. Se abandonaban allí y no los recogían hasta que no quedaba nada para ser enterrado. Era eso lo que hacía la crucifixión tan terrible. Pensamos en ella como algo muy doloroso pero los romanos no calculaban el dolor, calculaban la vergüenza. Dejar el cuerpo sin enterrar realmente aniquilaba a una persona en el mundo antiguo». Sin lugar a dudas, con semejante pena las autoridades romanas dejaron claro que acabaron considerando también a Jesús como un individuo peligroso al que se castigó con gran severidad.

 

Según el relato evangélico, Jesús murió en la cruz prácticamente solo, seguido únicamente por tres de las mujeres que le acompañaron durante su predicación —y según el Evangelio de Juan (19, 25-27), también por su madre y uno de sus doce discípulos—, entre el escarnio con que le obsequiaban aquellos que habían urdido su final, en un paraje extramuros de Jerusalén llamado Gólgota (en arameo, «lugar del cráneo», traducido al latín como Calvaria). Los Evangelios coinciden en que su cuerpo no quedó expuesto tras su muerte. Crucificado en la hora tertia (nueve de la mañana) del viernes previo a la Pascua, murió en torno a la hora sexta (tres de la tarde) de ese mismo día. Un rico seguidor de Jesús, José de Arimatea, obtendría de Pilato el permiso para tomar su cuerpo sin vida y depositarlo en un sepulcro de su propiedad.

 

A partir de aquí acaba la posible reconstrucción histórica de la peripecia vital de Jesús de Nazaret y empieza el terreno de la fe. Los cuatro Evangelios terminan con el relato de la resurrección de Jesús y sus apariciones posteriores a sus discípulos. Pero independientemente de lo que sucediese tras su muerte, lo que es indudable es que su mensaje no murió con él. A partir de ese momento sus seguidores comenzaron a organizarse como un grupo estable dentro de la comunidad judía y, pocos años más tarde, gracias a la actividad misionera de Pablo de Tarso, el mensaje de Jesús comenzó a llegar a amplias zonas del Mediterráneo oriental e incluso a la misma Roma. La razón de su supervivencia y difusión quizá sea, como afirma el profesor Crossan, que «Jesús encarna un sueño, un profundo y antiguo sueño hondamente arraigado en el espíritu humano por un mundo de justicia e igualdad radicales, por un mundo no de dominación sino de capacidad para actuar, y sobre todo por el anuncio de que lo que preocupa a Dios no es un mundo de dominación sino de justicia. Ése es el legado siempre perdurable de Jesús, y mientras que ese sueño siga vivo, Jesús también seguirá vivo».

 

 1998 por Paya Frank

 

 

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