Un relato de Antonio Muñoz Molina 03/08/1995
Al mismo tiempo que empezaba a sonar un teléfono vi que una mano apartaba
detrás de Pilar una cortina de cuentas: una mano grande, muy morena y
velluda, seguida por una muñequera y por la manga de una camisa negra. La
mano se detuvo sin apartar del todo la cortina mientras el teléfono seguía
sonando. Pilar encogió los hombros, como si le hubiera dado frío, y no se volvió
hacia la cortina ni hizo ademán de levantar el teléfono, que pareció seguir
sonando una eternidad antes de que se extinguiera el último timbrazo. -
Vámonos de aquí -dijoPilar-. Ya no puedo soportarlo.
-¿Adónde piensas que vas? -el individuo de las manos grandes se acercó por
detrás a ella y a mí me carcomieron los celos al ver cómo le empezaba a acariciar
el cuello, mirándome sin pestañear, con un aire de desafío que dada mi escasa
entidad como oponente me pareció muy exagerado-. Irás donde vaya yo.
Tragué saliva para decirle no sin arrogancia que la dejara decidir a ella, pero el
teléfono volvió a sonar y los tres nos quedamos inmóviles, aguardando a cada
fracción de silencio que no hubiera otro timbrazo. El de las manos grandes
levantó el auricular tan bruscamente como si fuera a arrancarlo, y se lo llevó al
oído sin decirnada, sin acercárselo mucho. Permaneció unos segundos así, sus
ojos fijos en los de Pilar mientras ella miraba el teléfono del que procedía un
hilo tenue y metálico de voz. El hombre colgó y le hizo un gesto afirmativo con la
cabeza.
-¿Ya ha salido? -dijo Pilar.
-Esta tarde.
-¿Cómo supieron dónde tábamos?
El tipo se encogió de hombros y me miró de soslayo.
-No seas idiota -le dijo Pilar, aludiéndome con un gesto muy serio-. Él no sabe
nada.
Salió de la barra, recogió un bolso, guardó en él un paquete de cigarrillos rubios
y un mechero. Abrió la caja registradora, miró desoladamente su interior, volvió
a cerrarla, y mientras tanto el tipo y yo permanecíamos sin hacer nada, más o
menos el uno enfrente del otro, sin mirarnos, siguiéndola a ella con nuestras
miradas. -No puedo creer que vayas a dejarme -él se puso delante de ella, no
amenazándola, sino con un aspecto que ahora me parecía de simple
desvalimiento masculino, de estupor y de agravio.
-No voy a dejarte -ahora Pilar guardaba en el bolso un lápiz de labios y un
espejo- Es que si seguimos juntos no tenemos ninguna posibilidad. Si lo sueltan
esta tarde mañana ya estará aquí.
-¿Y qué hacemos con el bar? -se veía que el tipo apelaría a cualquier bajeza para
no perderla-. ¿Echamos el cierre y nos vamos y lo perdemos todo?
-No perdemos nada -Pilar estaba otra vez detrás de la barra: había vuelto para
sacar una cinta del equipo de música-. No hay nada nuestro, nada más que las
deudas...
-Lo dé la subvención ya va muy avanzado -improvisé yo. Los dos me miraron
como si volvieran de pronto a acordarse de mí.
-No hay tiempo -Pilar se echó el bolso al hombro y me tomó inesperadamente
del brazo, lo cual me provocó un sobresalto de dulzura y acentuó el odio y los
celos en las pupilas del otro- ¿Nos vamos?
Asentí con felicidad y pavor, más cerca ahora que nunca de la mirada líquida y
honda de los ojos verdes, oliendo su colonia y notando en mi brazo la presión
tan suave de la palma de su mano, suave, y decidida, inapelable como su gesto
de adiós. Su ex marido o ex novio o ex guardaespaldas, o lo que quiera que fuese
permanecía inerte y grande frente a nosotros, irrisorio de pronto a pesar de sus
manazas y de su musculatura, de la muñequera y la camisa negra y los ceñidos
pantalones de cuero. Dimos unos pasos hacia la salida y yo pensé que no nos
dejaría marcharnos. Era más alto y el doble de ancho que yo y en su mano
izquierda había aparecido una navaja cerrada. No hizo nada con ella, no se
adelantó hacia nosotros, tan sólo la apretaba en la mano y nos miraba.
-Rafa, no seas fantasma -Pilar le hablaba con una frialdad absoluta, la misma
que hubo un instante en sus ojos-. Guárdate eso para cuando lo necesites de
verdad.
Pasamos a su lado y no se movió. Las palmas de las manos me sudaban de
miedo. Salimos del Trauma y Pilar me hizo apresurar el paso y no volvió la
cabeza hasta que nos alejamos del callejón. Sin que yo supiera por qué
estábamos en un grave peligro, y además me había ausentado de la oficina sin
justificante ni coartada, pero nada de eso me afectaba mucho en el fondo. No
estar en el Ayuntamiento a una hora laboral, ir con ella del brazo a las once de la
mañana por una calle céntrica, eran dos circunstancias mágicas que me daban
ese vértigo de felicidad que debilita las piernas. Entre todas las mujeres que
pasaban no había ninguna que me gustara tanto como ella.
-¿Puedes esconderme hasta mañana en tu casa?
-Todo el tiempo que quieras-le contesté sin vacilar, pero la verdad es que me dio
un vuelco el corazón.
-¿Tomamos un taxi? -se había puesto las gafas oscuras, pero yo advertía tras los
cristales la manera ansiosa en que miraba a su alrededor.
Estábamos huyendo, pero resultó que ninguno de los dos teníamos dinero
suficiente para un taxi, así que cintinuamos la huida en el autobús, lleno a esa
hora de mujeres charlatanas y sudorosas que volvían después de comprar en el
centro. Íbamos los dos de pie, sin hablamos, porque las voces de la gente y los
rugidos del motor no lo permitían, y a cada vez que el autobús aceleraba o
frenaba se producía un corrimiento sofocante de cuerpos y Pilar era empujada
deliciosamente contra mí. Nuestras manos se encontraban en la barra
horizontal que había sobre nuestras cabezas: al hablarle yo me tenía que
inclinar un poco hacia ella, y mis ojos no podían apartarse de la penumbra
ligeramente sudorosa de su escote. Un empujón de alguien la echaba contra mí
y no se retraía, me parecía que me mostraba su cuerpo y lo rozaba contra el mío
con la misma disposición de impudor y franqueza con que me miraba. Hasta
entonces, mis relaciones con las mujeres, igual las felices que las dolorosas,
habían sido regidas por la dificultad. Con Pilar era como si todo fuera fácil,
cotidiano, accesible, como si las cosas discurrieran sin esfuerzo hacia la
complacencia.
La barriada donde yo vivía entonces no era precisamente céntrica. El autobús
nos dejó en un descampado y continuó su viaje hacia los polígonos cimarrones
donde aún no reinaba la droga. Le indiqué a Pilar el camino, una vereda al final
de la cual estaba mi bloque. Yo andaba tras ella y tenía que apartar los ojos para
no morirme de excitación mirando sus piernas delgadas y magníficas. Temía
supersticiosamente que el viaje tan largo y tan vulgar hacia mi casa la estuviera
apartando de mí.
Yendo con ella me di cuenta de lo sucio y desordenado que estaba el piso, de lo
feo e inhóspito que era. La dejé en el vestíbulo y me adelanté hacia el cuarto de
baño y el dormitorio para asegurarme de que no había por medio calcetines o
calzoncillos sucios. Cuando volví se había descalzado y estaba echada en una
mecedora que había frente al balcón, fumando, sin quitarse todavía las gafas
oscuras. Encima de un horrible aparador de estilo provenzal había una foto
enmarcada de Marce. Pilar la estaba mirando con mucha atención.
-¿Es tu novia?
-Mi compañera -la corregí-. En octubre nos iremos
a vivir juntos. Sin casarnos, claro. Sus padres y los míos van a armarnos un
bronca, seguro. Aún no lo hemos dicho...
Se quitó las gafas de sol y tenía los ojos fatigados y ausentes, como velados de
escepticismo, de simple cansancio y noches sin dormir bien.
-¿Y él quién es? -me atreví a preguntarle-. El que estaba contigo. El que me
confundió con otro y me dio una paliza. ¿Es tu marido?
Recostada en la mecedora, echando atrás la cabeza mientras expulsaba el humo,
apoyaba los pies descalzos en el filo de una silla. Eran unos pies largos, blancos,
perfectamente modelados, un poco hinchados por el calor y el cansancio, con las
señales de las sandalias en el empeine y en los talones.
-Mi marido es el otro -dijo muy seria, y se incorporó, apoyando ahora los pies en
el suelo- El que ha jurado que va a matarnos a los dos. Pero es largo de contar...
¿No tienes una cerveza?
Por casualidad tenía una lata, en el frigorífico. La repartí en dos vasos grandes
de duralex que también pertenecían al mobiliario del piso y bebí con ansia un
trago largo que no me serenó ni me quitó la sed. Estaba alcanzando en secreto
un grado de excitación sensual que ya me resultaba doloroso, una intensidad
exasperada de deseo que cualquier cosa que ella hiciera o dijera aumentaba,
desdibujando al mismo tiempo mi atención racional a lo que me contaba.
Tengo un recuerdo menos preciso de sus palabras que del modo en que me
miraba al hablarme o de la entonación de su voz. Sé que al oírla tenía la
sensación desolada de que iba cambiando y ya no se parecía a quien yo había
imaginado, pero que en su pasado hubiera episodios delictivos me dolía
infinitamente menos que sus alusiones francas e indiferentes a los hombres con
quienes había vivido y se había acostado.
Había empezado a cantar muy joven, a los dieciséis años, en Bilbao, en un grupo
de rock que tocaba en las fiestas de las barriadas. A los pocos meses la es cuchó
un promotor de conciertos que tenía bares y toda clase de negocios nocturnos y
que le prometió trabajo seguro y tal vez un disco al cabo de un tiempo. Se
llamaba Toni Carrascosa, era casi veinte años mayor que ella y mantenía
relaciones inquietantes con miembros de la policía y con dudosos empresarios
dedicados a las barras americanas y al tráfico de cocaína.
-Yo creo que al principio lo único que quería era tirarse a una chica muy joven -
dijo Pilar, con un cinismo que me dolió, indeciblemente- Pero le gusté más de lo
que esperaba y acabó dejando a su mujer y a sus hijos y casándose conmigo.
Ella había sido novia del bajista de su grupo, y durante mucho tiempo siguió
viéndose con él -"y con algún otro", precisó-, incluso cuando ya estaba casada
con Toni, que era un obseso sexual y un celoso, pero que tenía demasiadas
ocupaciones a horas irregulares como para poder vigilarla con alguna eficacia.
-Y entonces lo metieron en la cárcel -dijo Pilar'a cada minuto la veía más
excitante, pero ya no me parecía joven, y en mi atracción hacia ella había una
parte de fatalidad y de miedo, miedo instintivo a la posibilidad de un
sufrimiento atroz-. De pronto sus amigos habían dejado de protegerlo, o había
alguien que quería vengarse de él, así que se vio envuelto en un escándalo de
drogas y de prostitución de menores, y le cayeron diez años. Me dijoque si me
enrollaba con alguien se enteraría por mucho que yo quisiera llevarlo en secreto
y nos mataría a los dos. Y la verdad es que le fui bastante fiel, no creas, hasta
que conocí a Rafa. Tenía su punto aquello de vernos a escondidas en los hoteles.
La primera vez que nos acostamos se quedó muy cortado al verme el tatuaje...
Con toda naturalidad Pilar dejó el vaso vacío de cerveza en el suelo, se subió un
lado de la falda hasta la cintura y me mostró unas letras pequeñas y azules
tatuadas justo en el nacimiento del muslo derecho, las iniciales T y C rodeadas
por una leyenda: es propiedad. Llevaba unas bragas negras y muyceñidas de las
que sobresalía un atisbo de vello suave y brillante de color castaño. Aparté los
ojos y me llevé el vaso de cerveza a los labios, pero no quedaba más que un
fondo de espuma tibia. Iba a morirme. No podría sobrevivir en mi sano juicio a
un deseo tan fuerte, a aquella intolerable parálisis de lujuria, vejación íntima y
celos.
-Lo demás ya puedes imaginártelo- dijo Pilar, bajándose con descuido la falda,
ajena del todo a lo que a mí me estaba sucediendo- Tuvimos cuidado, pero se
enteró enseguida. En todas partes hay chivatos suyos o gente que le debe
favores. Rafa y yo hemos pasado tres años de un sitio para otro, sin poder
quedarnos en ninguna parte, porque enseguida aparecía alguien llevándonos un
mensaje suyo.
Aquí creímos al principio que estábamos lo bastante lejos, o que se había
olvidado de nosotros. Incluso pensamos en establecernos, nos quedamos con el
traspaso del bar. Pero estábamos como enfermos los dos, paranoicos,
intoxicados de miedo. Y un día suena el teléfono y nos dicen que lo van a soltar
por buen comportamiento...
¿No tienes más cerveza?
Le dije que bajaría a comprar. No convenía que ella saliera: le prepararía la
comida, si le hacía falta ropa iría a buscársela, mejor aún, se la compraría nueva.
En aquel piso, en medio de aquellos bloques iguales y anónimos, estaría segura
todo el tiempo que fuera necesario.
-Pero no puedo aceptar -me dijo-. No tengo nada. No puedo pagarte.
-Te olvidas del dinero de la subvención. Te quedarás aquí hasta que lo cobres,
por lo menos. Luego puedes irte un tiempo al extranjero...
-¿Y tu novia? -señaló la foto de Marce-. A lo mejor ella no está de acuerdo.
Me hablaba otra vez sin cinismo, con la dulzura del primer encuentro, con un
matiz afectuoso de ironía-. Se ha ido de vacaciones -mentí-. Por lo menos hasta
septiembre no vuelve.
Bajé a comprar unas cervezas y regresé con dos bolsas cargadas de comida, las
mejores cosas que encontré en la tienda: salmón ahumado y embutidos caros y
vino de Rioja, melocotones espléndidos, latas de conserva, jamón serrano,
cigarrillos, hasta una botella de whisky. Por fortuna el tendero me conocía,
porque yo no llevaba ni un céntimo en el bolsillo. Me excitaba mucho la idea
peligrosa y romántica de quedarme encerrado con Pilar varios días en mi piso, y
era incapaz en mi enervamiento de pensar una argucia para que Merce no
viniera el fin de semana, y de pronto miraba el reloj y era la una, y me acordaba
de que había desertado sin excusa del Ayuntamiento, pero me daba igual, estaba
como disparado, perdido, flotando en el aire, empujado por el deseo y la prisa,
con palpitaciones en el corazón, con las manos sudando desagradablemente
cuando llegué a mi piso cargado con las bolsas de plástico.
Abrí la puerta y escuché la cinta de Nina Simone, pero Pilar no estaba en el
salón. Dejé las bolsas en la cocina, abrí dos botellas frías de cerveza y di unos
pasos hacia donde sonaba la música, la puerta entornada del cuarto de baño.
Pilar estaba en la bañera, sumergida hasta el cuello en el agua espumosa, con el
pelo húmedo y pegado a los pómulos, las rodillas flexionadas y los pies
apoyados en el borde, escuchando con los ojos cerrados aquella canción que le
gustaba tanto y que yo nunca le oí cantar, No fumes en la cama.
(Continuará),
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