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jueves, 17 de marzo de 2022

Entre todas las mujeres 5

 

Un relato de Antonio Muñoz Molina 03/08/1995 

 

Al mismo tiempo que empezaba a sonar un teléfono vi que una mano apartaba 

detrás de Pilar una cortina de cuentas: una mano grande, muy morena y 

velluda, seguida por una muñequera y por la manga de una camisa negra. La 

mano se detuvo sin apartar del todo la cortina mientras el teléfono seguía 

sonando. Pilar encogió los hombros, como si le hubiera dado frío, y no se volvió 

hacia la cortina ni hizo ademán de levantar el teléfono, que pareció seguir 

sonando una eternidad antes de que se extinguiera el último timbrazo. -

Vámonos de aquí -dijoPilar-. Ya no puedo soportarlo.

-¿Adónde piensas que vas? -el individuo de las manos grandes se acercó por 

detrás a ella y a mí me carcomieron los celos al ver cómo le empezaba a acariciar 

el cuello, mirándome sin pestañear, con un aire de desafío que dada mi escasa 

entidad como oponente me pareció muy exagerado-. Irás donde vaya yo.

Tragué saliva para decirle no sin arrogancia que la dejara decidir a ella, pero el 

teléfono volvió a sonar y los tres nos quedamos inmóviles, aguardando a cada 

fracción de silencio que no hubiera otro timbrazo. El de las manos grandes 

levantó el auricular tan bruscamente como si fuera a arrancarlo, y se lo llevó al 

oído sin decirnada, sin acercárselo mucho. Permaneció unos segundos así, sus 

ojos fijos en los de Pilar mientras ella miraba el teléfono del que procedía un 

hilo tenue y metálico de voz. El hombre colgó y le hizo un gesto afirmativo con la 

cabeza.

-¿Ya ha salido? -dijo Pilar.

-Esta tarde.

-¿Cómo supieron dónde tábamos?

El tipo se encogió de hombros y me miró de soslayo.

-No seas idiota -le dijo Pilar, aludiéndome con un gesto muy serio-. Él no sabe 

nada.

Salió de la barra, recogió un bolso, guardó en él un paquete de cigarrillos rubios 

y un mechero. Abrió la caja registradora, miró desoladamente su interior, volvió 

a cerrarla, y mientras tanto el tipo y yo permanecíamos sin hacer nada, más o 

menos el uno enfrente del otro, sin mirarnos, siguiéndola a ella con nuestras 

miradas. -No puedo creer que vayas a dejarme -él se puso delante de ella, no 

amenazándola, sino con un aspecto que ahora me parecía de simple 

desvalimiento masculino, de estupor y de agravio.

-No voy a dejarte -ahora Pilar guardaba en el bolso un lápiz de labios y un 

espejo- Es que si seguimos juntos no tenemos ninguna posibilidad. Si lo sueltan 

esta tarde mañana ya estará aquí.

-¿Y qué hacemos con el bar? -se veía que el tipo apelaría a cualquier bajeza para 

no perderla-. ¿Echamos el cierre y nos vamos y lo perdemos todo?

-No perdemos nada -Pilar estaba otra vez detrás de la barra: había vuelto para 

sacar una cinta del equipo de música-. No hay nada nuestro, nada más que las 

deudas...

-Lo dé la subvención ya va muy avanzado -improvisé yo. Los dos me miraron 

como si volvieran de pronto a acordarse de mí.

-No hay tiempo -Pilar se echó el bolso al hombro y me tomó inesperadamente 

del brazo, lo cual me provocó un sobresalto de dulzura y acentuó el odio y los 

celos en las pupilas del otro- ¿Nos vamos?

Asentí con felicidad y pavor, más cerca ahora que nunca de la mirada líquida y 

honda de los ojos verdes, oliendo su colonia y notando en mi brazo la presión 

tan suave de la palma de su mano, suave, y decidida, inapelable como su gesto 

de adiós. Su ex marido o ex novio o ex guardaespaldas, o lo que quiera que fuese 

permanecía inerte y grande frente a nosotros, irrisorio de pronto a pesar de sus 

manazas y de su musculatura, de la muñequera y la camisa negra y los ceñidos 

pantalones de cuero. Dimos unos pasos hacia la salida y yo pensé que no nos 

dejaría marcharnos. Era más alto y el doble de ancho que yo y en su mano 

izquierda había aparecido una navaja cerrada. No hizo nada con ella, no se 

adelantó hacia nosotros, tan sólo la apretaba en la mano y nos miraba.

-Rafa, no seas fantasma -Pilar le hablaba con una frialdad absoluta, la misma 

que hubo un instante en sus ojos-. Guárdate eso para cuando lo necesites de 

verdad.

Pasamos a su lado y no se movió. Las palmas de las manos me sudaban de 

miedo. Salimos del Trauma y Pilar me hizo apresurar el paso y no volvió la 

cabeza hasta que nos alejamos del callejón. Sin que yo supiera por qué 

estábamos en un grave peligro, y además me había ausentado de la oficina sin 

justificante ni coartada, pero nada de eso me afectaba mucho en el fondo. No 

estar en el Ayuntamiento a una hora laboral, ir con ella del brazo a las once de la 

mañana por una calle céntrica, eran dos circunstancias mágicas que me daban 

ese vértigo de felicidad que debilita las piernas. Entre todas las mujeres que 

pasaban no había ninguna que me gustara tanto como ella.

-¿Puedes esconderme hasta mañana en tu casa?

-Todo el tiempo que quieras-le contesté sin vacilar, pero la verdad es que me dio 

un vuelco el corazón.

-¿Tomamos un taxi? -se había puesto las gafas oscuras, pero yo advertía tras los 

cristales la manera ansiosa en que miraba a su alrededor.

Estábamos huyendo, pero resultó que ninguno de los dos teníamos dinero 

suficiente para un taxi, así que cintinuamos la huida en el autobús, lleno a esa 

hora de mujeres charlatanas y sudorosas que volvían después de comprar en el 

centro. Íbamos los dos de pie, sin hablamos, porque las voces de la gente y los 

rugidos del motor no lo permitían, y a cada vez que el autobús aceleraba o 

frenaba se producía un corrimiento sofocante de cuerpos y Pilar era empujada 

deliciosamente contra mí. Nuestras manos se encontraban en la barra 

horizontal que había sobre nuestras cabezas: al hablarle yo me tenía que 

inclinar un poco hacia ella, y mis ojos no podían apartarse de la penumbra 

ligeramente sudorosa de su escote. Un empujón de alguien la echaba contra mí 

y no se retraía, me parecía que me mostraba su cuerpo y lo rozaba contra el mío 

con la misma disposición de impudor y franqueza con que me miraba. Hasta 

entonces, mis relaciones con las mujeres, igual las felices que las dolorosas, 

habían sido regidas por la dificultad. Con Pilar era como si todo fuera fácil, 

cotidiano, accesible, como si las cosas discurrieran sin esfuerzo hacia la 

complacencia.

La barriada donde yo vivía entonces no era precisamente céntrica. El autobús 

nos dejó en un descampado y continuó su viaje hacia los polígonos cimarrones 

donde aún no reinaba la droga. Le indiqué a Pilar el camino, una vereda al final 

de la cual estaba mi bloque. Yo andaba tras ella y tenía que apartar los ojos para 

no morirme de excitación mirando sus piernas delgadas y magníficas. Temía 

supersticiosamente que el viaje tan largo y tan vulgar hacia mi casa la estuviera 

apartando de mí.

Yendo con ella me di cuenta de lo sucio y desordenado que estaba el piso, de lo 

feo e inhóspito que era. La dejé en el vestíbulo y me adelanté hacia el cuarto de 

baño y el dormitorio para asegurarme de que no había por medio calcetines o 

calzoncillos sucios. Cuando volví se había descalzado y estaba echada en una 

mecedora que había frente al balcón, fumando, sin quitarse todavía las gafas 

oscuras. Encima de un horrible aparador de estilo provenzal había una foto 

enmarcada de Marce. Pilar la estaba mirando con mucha atención.

-¿Es tu novia?

-Mi compañera -la corregí-. En octubre nos iremos

a vivir juntos. Sin casarnos, claro. Sus padres y los míos van a armarnos un 

bronca, seguro. Aún no lo hemos dicho...

Se quitó las gafas de sol y tenía los ojos fatigados y ausentes, como velados de 

escepticismo, de simple cansancio y noches sin dormir bien.

-¿Y él quién es? -me atreví a preguntarle-. El que estaba contigo. El que me 

confundió con otro y me dio una paliza. ¿Es tu marido?

Recostada en la mecedora, echando atrás la cabeza mientras expulsaba el humo, 

apoyaba los pies descalzos en el filo de una silla. Eran unos pies largos, blancos, 

perfectamente modelados, un poco hinchados por el calor y el cansancio, con las 

señales de las sandalias en el empeine y en los talones.

-Mi marido es el otro -dijo muy seria, y se incorporó, apoyando ahora los pies en 

el suelo- El que ha jurado que va a matarnos a los dos. Pero es largo de contar... 

¿No tienes una cerveza?

Por casualidad tenía una lata, en el frigorífico. La repartí en dos vasos grandes 

de duralex que también pertenecían al mobiliario del piso y bebí con ansia un 

trago largo que no me serenó ni me quitó la sed. Estaba alcanzando en secreto 

un grado de excitación sensual que ya me resultaba doloroso, una intensidad 

exasperada de deseo que cualquier cosa que ella hiciera o dijera aumentaba, 

desdibujando al mismo tiempo mi atención racional a lo que me contaba.

Tengo un recuerdo menos preciso de sus palabras que del modo en que me 

miraba al hablarme o de la entonación de su voz. Sé que al oírla tenía la 

sensación desolada de que iba cambiando y ya no se parecía a quien yo había 

imaginado, pero que en su pasado hubiera episodios delictivos me dolía 

infinitamente menos que sus alusiones francas e indiferentes a los hombres con 

quienes había vivido y se había acostado.

Había empezado a cantar muy joven, a los dieciséis años, en Bilbao, en un grupo 

de rock que tocaba en las fiestas de las barriadas. A los pocos meses la es cuchó 

un promotor de conciertos que tenía bares y toda clase de negocios nocturnos y 

que le prometió trabajo seguro y tal vez un disco al cabo de un tiempo. Se 

llamaba Toni Carrascosa, era casi veinte años mayor que ella y mantenía 

relaciones inquietantes con miembros de la policía y con dudosos empresarios 

dedicados a las barras americanas y al tráfico de cocaína.

-Yo creo que al principio lo único que quería era tirarse a una chica muy joven -

dijo Pilar, con un cinismo que me dolió, indeciblemente- Pero le gusté más de lo 

que esperaba y acabó dejando a su mujer y a sus hijos y casándose conmigo.

Ella había sido novia del bajista de su grupo, y durante mucho tiempo siguió 

viéndose con él -"y con algún otro", precisó-, incluso cuando ya estaba casada 

con Toni, que era un obseso sexual y un celoso, pero que tenía demasiadas 

ocupaciones a horas irregulares como para poder vigilarla con alguna eficacia.

-Y entonces lo metieron en la cárcel -dijo Pilar'a cada minuto la veía más 

excitante, pero ya no me parecía joven, y en mi atracción hacia ella había una 

parte de fatalidad y de miedo, miedo instintivo a la posibilidad de un 

sufrimiento atroz-. De pronto sus amigos habían dejado de protegerlo, o había 

alguien que quería vengarse de él, así que se vio envuelto en un escándalo de 

drogas y de prostitución de menores, y le cayeron diez años. Me dijoque si me 

enrollaba con alguien se enteraría por mucho que yo quisiera llevarlo en secreto 

y nos mataría a los dos. Y la verdad es que le fui bastante fiel, no creas, hasta 

que conocí a Rafa. Tenía su punto aquello de vernos a escondidas en los hoteles. 

La primera vez que nos acostamos se quedó muy cortado al verme el tatuaje...

Con toda naturalidad Pilar dejó el vaso vacío de cerveza en el suelo, se subió un 

lado de la falda hasta la cintura y me mostró unas letras pequeñas y azules 

tatuadas justo en el nacimiento del muslo derecho, las iniciales T y C rodeadas 

por una leyenda: es propiedad. Llevaba unas bragas negras y muyceñidas de las 

que sobresalía un atisbo de vello suave y brillante de color castaño. Aparté los 

ojos y me llevé el vaso de cerveza a los labios, pero no quedaba más que un 

fondo de espuma tibia. Iba a morirme. No podría sobrevivir en mi sano juicio a 

un deseo tan fuerte, a aquella intolerable parálisis de lujuria, vejación íntima y 

celos.

-Lo demás ya puedes imaginártelo- dijo Pilar, bajándose con descuido la falda, 

ajena del todo a lo que a mí me estaba sucediendo- Tuvimos cuidado, pero se 

enteró enseguida. En todas partes hay chivatos suyos o gente que le debe 

favores. Rafa y yo hemos pasado tres años de un sitio para otro, sin poder 

quedarnos en ninguna parte, porque enseguida aparecía alguien llevándonos un 

mensaje suyo.

Aquí creímos al principio que estábamos lo bastante lejos, o que se había 

olvidado de nosotros. Incluso pensamos en establecernos, nos quedamos con el 

traspaso del bar. Pero estábamos como enfermos los dos, paranoicos, 

intoxicados de miedo. Y un día suena el teléfono y nos dicen que lo van a soltar 

por buen comportamiento...

¿No tienes más cerveza?

Le dije que bajaría a comprar. No convenía que ella saliera: le prepararía la 

comida, si le hacía falta ropa iría a buscársela, mejor aún, se la compraría nueva. 

En aquel piso, en medio de aquellos bloques iguales y anónimos, estaría segura 

todo el tiempo que fuera necesario.

-Pero no puedo aceptar -me dijo-. No tengo nada. No puedo pagarte.

-Te olvidas del dinero de la subvención. Te quedarás aquí hasta que lo cobres, 

por lo menos. Luego puedes irte un tiempo al extranjero...

-¿Y tu novia? -señaló la foto de Marce-. A lo mejor ella no está de acuerdo.

Me hablaba otra vez sin cinismo, con la dulzura del primer encuentro, con un 

matiz afectuoso de ironía-. Se ha ido de vacaciones -mentí-. Por lo menos hasta 

septiembre no vuelve.

Bajé a comprar unas cervezas y regresé con dos bolsas cargadas de comida, las 

mejores cosas que encontré en la tienda: salmón ahumado y embutidos caros y 

vino de Rioja, melocotones espléndidos, latas de conserva, jamón serrano, 

cigarrillos, hasta una botella de whisky. Por fortuna el tendero me conocía, 

porque yo no llevaba ni un céntimo en el bolsillo. Me excitaba mucho la idea 

peligrosa y romántica de quedarme encerrado con Pilar varios días en mi piso, y 

era incapaz en mi enervamiento de pensar una argucia para que Merce no 

viniera el fin de semana, y de pronto miraba el reloj y era la una, y me acordaba 

de que había desertado sin excusa del Ayuntamiento, pero me daba igual, estaba 

como disparado, perdido, flotando en el aire, empujado por el deseo y la prisa, 

con palpitaciones en el corazón, con las manos sudando desagradablemente 

cuando llegué a mi piso cargado con las bolsas de plástico.

Abrí la puerta y escuché la cinta de Nina Simone, pero Pilar no estaba en el 

salón. Dejé las bolsas en la cocina, abrí dos botellas frías de cerveza y di unos 

pasos hacia donde sonaba la música, la puerta entornada del cuarto de baño. 

Pilar estaba en la bañera, sumergida hasta el cuello en el agua espumosa, con el 

pelo húmedo y pegado a los pómulos, las rodillas flexionadas y los pies 

apoyados en el borde, escuchando con los ojos cerrados aquella canción que le 

gustaba tanto y que yo nunca le oí cantar, No fumes en la cama.

(Continuará),


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