Un relato de Antonio Muñoz Molina 02/08/1995
Detrás de sus gafas oscuras el tipo vigilaba disimuladamente a das las personas
que entran y salían por la gran puerta del Ayuntamiento. Sin duda estaba
buscándome. Me confundía con alguien, me había insultado mientras me
golpeaba como si yo, pobre de mí, fuera un espía al servicio de un enemigo suyo.
Esta vez tuve reflejos y no llegó a descubrirme. Retrocedí y fui a esconder rne
tras la esquina del Club Taurino en el que don Cecilio Nombela solía pasar
gratamente los mejores ratos de sus mañanas administrativas. Pensé
cobardemente que lo mejor sería irme a mi casa, porque no era imposible que
aquel individuo subiera a buscarme al negociado. Pero si me iba no sólo no vería
a la chica del bar Trauma, sino que además tendría que enviar un oficio
engorroso al negociado de personal justificando mi ausencia.Me refugié en el
Club Taurino y pedí un café con leche que se me quedó frío mientras cavilaba.
Los minutos se iban, la chica ya estaría esperándome, se me había agotado la
media hora reglamentaria del desayuno. Discurrí entonces un golpe de astucia
que en su momento me produjo una vanidad desproporcionada: por callejones
laterales se podía llegar a la parte trasera del Ayuntamiento, y entrar en él por
las dependencias de la Casa de Socorro. Era un camino muy usado cuando a uno
le daban ganas de tomarse una cerveza o un café entré horas y no le parecía
conveniente arriesgarse a salir por la puerta principal, expuesto a la
interpelación de un superior o al espionaje de un pelota.
Subí velozmente las escaleras y al empujar la puerta que daba a las oficinas
generales vi junto al mostrador de mi negociado a una mujer de espaldas, con el
pelo corto y un vestido oscuro, y cuando apresuraba el paso lacia ella dominado
por la excitación nerviosa de volver a encontrarla me di cuenta de que lo que
había visto era una invención de mi deseo, porque la mujer que había junto al
mostrador no era la que yo había esperado e imaginado tanto, sino quien menos
podía parecérsele, la enamorada de don Cecilio Nombela, María Angustias
Minguillón, que lo examinaba todo con aire policial y que nada más verme miró
vengativamente su reloj de pulsera y me dijo que volvía del desayuno con quince
minutos de retraso.
-¿Pero no estabas tú de vacaciones hasta fin de mes?
-Estaba y estoy -abrió el armario Roneo de metal gris como para comprobar que
yo no había vendido los paquetes de impresos, pasó el dedo índice por el cristal
de la mesa de don Cecilio con una suspicacia de ama de llaves, destapó y volvió a
tapar la máquina de escribir de su ídolo, hablando sin parar, sin mirarme a los
ojos. Llevaba en la mano un sobre que esgrimía contra mí como un
armaofensiva-. Pero me llamó don Cecilio y me dijo, Angustitas, ya sé que está
usted disfrutando de unas bien merecidas vacaciones, pero si no le viene mal
hágame usted el favor de darse una vuelta por el negociado, y es que estaba
intranquilo, ya sabes cómo es don Cecilio, que vive para su trabajo, Angustitas,
me dijo, no me gusta que ese auxiliar nuevo, Mateo. Luna, esté solo en la
oficina, al fin y al cabo es un interino, y a un interino no se le va a pedir que
ponga el mismo interés que alguien de la Casa, como yo digo, los interinos
llegan y se van, igual que los políticos, pero los que somos de la Casa nos
quedamos, por algo tenemos nuestra plaza en propiedad...
No se callaba. No iba a callarse ni a marcharse nunca, se quedaría en la oficina
arruinando mi edén de felicidad veraniega, espiandome, inventando chismes
sobre mí, fijándose en cada uno de mis descuidos o de mis errores para
contárselos a don Cecilio Nombela, menguando mis ya escasas posibilidades de
obtener la célebra plaza en propiedad. Miraría con descaro a la chica del Trauma
cuando llegara a visitarme, me sabotearía, le diría que yo no era el jefe del
negociado, sino un interino que tal vez al cabo de unos meses estaría en la calle,
se mofaría de mí cuando ella se hubiera marchado.
-Y ya veo, ya, no creas que no me doy cuenta, si don Cecilio tenía razón, como
para fiarse de alguien de la calle, aprovechas que él no está para volver tarde del
desayuno, y además te has sentado en el sillón de don Cecilio, no me lo nieges,
has mirado entre sus papeles, le has abierto el cartapacio...
Se volvió acusadoramente hacia mí, esgrimiendo uno de los folios en los que yo
había fingido que tomaba notas la mañana anterior, y sólo entonces fijó en mi
cara sus ojos ligeramente estrábicos, con un gesto de sorpresa rápidamente
adaptado al desdén.
-Oye, ¿qué te has hecho en la cara?
-Nada, que tropecé y me caí... ¿Así que ya se te han terminado las vacaciones?
-Que tropezaste y te caíste, menudo punto estás hecho tú, seguro que te habías
emborrachado o andabas con esas tías drogadictas que vienen a verte y te dejan
cartitas...
Había estado esperando a que la chica apareciera en cualquier momento: ahora
tardé unos segundos en comprender que ya se había ido, que María
Angustias Minguillón la había encontrado esperándome en la oficina y se las
había arreglado para espantarla.
-¿Quién ha venido? -le pregunté con brusquedad, y eso debió impresionarla, al
menos durante unos segundos, porque dio un paso hacia atrás y escondió las
dos manos en la espalda. También ahora comprendí qué contenía el sobre que
María Angustias Minguillón había sostenido desde que yo entré en el negociado.
¡Mientras yo subía por las escaleras de la Casa de Socorro ella había salido por
la puerta principal, dónde aquel individuo, la estaría esperando...!
-Tú sabrás quién es -se apoyó en el filo de la mesa de don Cecilio, echando los
hombros hacia atrás y cruzando las piernas en una ruinosa tentativa de
picardía-. Una amiga tuya. Pilar no sé cuántos... Me dice, muy fina, está el jefe
del negociado, y yo le digo, pues no, el jefe del negociado está de vacaciones todo
el mes de agosto, y ella, pero eso es imposible, yo hablé ayer con él, estaba
sentado en ese sillón, y yo le digo, pues ese señor que usted dice no es el jefe del
negociado, don Cecilio Nombela, sino un auxiliar interino que se llama Mateo
Luna. Se ha quedado de piedra, como te puedes imaginar y me dice, y tardará
mucho en volver, y yo le digo, pues su obligación era estar aquí a las diez en
punto, y va la tía y escribe algo en un papel y lo guarda en un sobre y lo cierra
mojando bien el filo con la lengua, como si fuera una a leer lo que pone, y me
dice, no puedo seguir esperando me haría usted el fa vor de entregarle el sobre a
este señor, y yo pienso, somos funcionarios, no mensajeros, pero bueno, le digo,
dé melo, ande, que yo se lo entregaré cuan do vuelva, si vuelve esta mañana...
La odiaba a muerte. No había odiado nunca, tanto a nadie como odié en esos
minutos a María, Angustias Minguillón. Me mostró la carta, como desafiándome
a que se la quitara, y eso fue lo que hice, se la arrebaté de un manotazo. Al
menos ahora sabía el nombre de la mujer de mi vida. Antes de leer la carta ya
me había olvidado de la existencia de María Angustias Minguillón. Ver aquella
caligrafía me conmovió como el descubrimiento de un rasgo íntimo, Era una
letra grande, extravagante, de líneas desenvueltas y rápidas, con el mismo aire
de distinguida negligencia que había en sus ademanes, en su peinado o en su
vestuario.
-¿No hay manera de verte? Anoche me quedé esperando, y esta mañana
también. Hombre superocupado... ¿Me llamarás por teléfono? Pilar.
Me volví con brusquedad y María Angustias Minguillón estaba prácticamente
encima de mí, atisbando por encima de mi hombro el contenido de la carta. La
puse dentro del sobre y me la guardé ostensiblemente en el bolsillo. María
Angustias me miraba de lado mientras fingía un frenesí de orden y limpieza en
la mesa de don Cecilio. PiIar. Se llamaba Pilar. Me repetía su nombre como un
trofeo secreto y recién obtenido. Era el nombre perfecto para la mujer de mi
vida. ¡Y con qué suma halagadora de confianza y de impaciencia me urgía a que
la llamara por teléfono! En décimas de segundo yo pasaba del recelo al
entusiasmo, del amor rendido a la suspicacia fría, a la cautela... ¿Cuál era
exactamente su relación con ese individuo de funesta catadura que la estaba
esperando en la puerta del Ayuntamiento, o que tal vez me esperaba a mí?
Tenía que hablar con ella. Me había apuntado en la carta su número de teléfono
¿Pero cómo iba a llamarla teniendo cerca a María Angustias Minguillón? No era
probable que se quedara mucho tiempo en el negociado: al fin y al cabo estaba
de vacaciones, la muy perturbada. Me puse a ordenar algunas solicitudes recién
llegadas de Registro para fingir, que hacía algo mientras imaginaba una solución
o María Angustias se iba. Entonces sonó el teléfono y me lancé a cogerlo con un
sobresalto, pero María Angustias fue más rápida. "Negociado de Fiestas y
Varios, dígame", dijo mirándome con malevolencia, pero cuando me sonrió
tendiéndome el auricular sentí un acceso de gratitud hacia ella.
-Para ti -dijo, pero añadió enseguida con un aire de maldad digno de Bette Davis
(ahora que caigo se parecía a ella en los mofletes)-: tu prometida.
¡Me había olvidado de llamar a Marce dos días seguidos! Con una notoria
taquicardia y una molesta escasez de saliva le hablé intentando un simulacro de
naturalidad. Pero con ella tales simulacros jamás dieron resultado. Me preguntó
enseguida qué me pasaba, por qué le hablaba tan raro, y yo le contesté que no
me pasaba nada y que hablaba normal, pero entonces oí mi voz y me di cuenta
de que había en ella como una ligera disonancia de falsedad que Marce había
percibido, así que improvisé el relato de una mala noche pasa la estudiando
oposiciones, el desaliento de la vida funcionarial, que no estaba hecha para mí,
etc. Al despertarle su instinto de responsabilidad y protección hacia mí lo gré
distraerla del recelo: me dijo que ahora más que nunca necesitaba yo fuerza de
voluntad, que tendríamos que aguantar mucho los dos cuando sus padres y los
míos se enteraran de que nos íbamos a vivir juntos sin casamos...
¡Marce era terrible en cuestión de principios! Me hizo prometerle que me
animaría. Me dijo que vendría a pasar conmigo el fin de semana. Colgó después
de exigirme que la llamara a la mañana siguiente para contarle cómo estaba.
Cuando yo colgué con un largo respiro me di cuenta de que María Angustias
Minguillón se había ido del negociado. Inmediatamente marqué el número de
Pilar. Mientras sonaba una y otra vez la señal de llamada yo vigilaba temiendo
que volviera María Angustias. Una voz masculina preguntó quién era, y a mí se
me erizó el vello al reconocer la misma voz que la noche antes rne había
murmurado al oído mientras me aplastaba contra una pared.
No sé de dónde saqué la valentía para no colgar sin decir nada. Incluso afecté un
cierto tono formulario al preguntarle si estaba Pilar.
-¿De parte de quién?-dijo la voz ronca, como masticando las palabras.
-De Mateo Luna. Un amigo.
Hubo un silencio, y luego un murmullo como de disputa en voz baja. Oí
débilmente una música. Creo que era Nina Simone. Después me habló Pilar.
-Siempre me dejas esperándote...
-He estado investigando lo de la subvención -le dije, tan conmovido por
escucharla que casi se me olvidé que le estaba mintiendo, y que probablemente
ella también me mentía-. Hay posibilidades, pero tendrías que volver por aquí
con un dossier completo, y yo debo redactar un informe, estudiar de cerca las
instalaciones, ya sabes.
-¿Puedes venir?
-Yo creo que me será posible esta noche...
-¿Y ahora mismo?
Me lo preguntó con una inesperada inflexión de dulzura, y yo imaginé el brillo
líquido de halago y de súplica que tendrían sus ojos en ese momento y yo tardé
unos segundos en reaccionar. ¡Aquella mujer no se daba cuenta de que yo era un
funcionario sujeto a una disciplina, laboral, a horas fijas de entrada y de salida!
Con incredulidad me oí decirle:
-Estaré allí en veinte minutos.
De nuevo rompía por culpa del amor la calma administrativa de la mañana de
agosto y me arriesgaba a una sanción, pero es que simplemente era incapaz de
resistirme a la tentación inmediata de verla. Por fortuna no había señales de
María Angustias Minguillón. Me escabullí sin novedad del edificio por la salida
de la Casa de Socorro y para no desperdiciar ni un minuto del tiempo tan valioso
de mi escapatoria tomé un taxi. Qué novelesco era de pronto ir en taxi por las
calles próximas al Ayuntamiento, viendo a los funcionarios que regresaban de
sus desayunos o de sus compras matinales sin ser visto por ellos, escondido en
una perfecta clandestinidad.
Gran parte de mi arrojo se disipó cuando bajé del taxi y vi a la luz del día el
callejón feo y polvoriento en el que había sido asaltado la noche anterior. En la
oscuridad, con el neón azul iluminándola, la fachada del Trauma había tenido
ese atractivo turbio y prometedor de los bares nocturnos. El sol de la mañana de
agosto anulaba toda posibilidad de incitación o misterio. El Trauma era un
letrero apagado, una pared malva con desconchones, una cortina metálica a
medio echar. Con la mano abierta di unos golpes en la chapa, pero nadie
contestó, así que me animé a levantar del todo la cortina.
Viniendo de la claridad de la calle al principio no pude ver nada en la penumbra,
que olía a ceniza fría de tabaco. Sólo escuché una música, que era la misma que
había sonado al fondo mientras hablaba por teléfono con Pilar, una canción de
Nina Simone. Pilar estaba detrás de la barra, en la misma postura que la noche
anterior, como si no se hubiera movido, los codos apoyados en la superficie lisa
de metal, los hombros rectos y desnudos, curvados suavemente bajo los tirantes
de la camiseta de verano, el pelo muy corto, negro, despeinado, mostrando en
toda su pureza la forma de la cara, los pómulos flanqueados por dos pendientes
largos de plata que yo no re cordaba de la vez anterior y que hacían un leve
ruido metálico cuando Pilar movía la cabeza. Y los ojos, los ojos que se le iban
volviendo más claros a medida que yo me acostumbraba a la penumbra, que me
miraban acogiéndome, entendiéndome, invitándome, despojándome de toda
voluntad y toda incertidumbre. Le dije hola y luego no se me ocurrió nada y me
quedé como un idiota enmedio del bar, escuchando la música. Pilar me
preguntó que si me gustaba la canción, y yo enseguida contesté que sí, que me
gustaba mucho, y ella me dijo que se titulaba Don't smoke in bed, y que
cualquier noche yo podría escuchársela, pero no fue verdad, no hubo tiempo de
nada, fue todo tan rápido que no, llegué a creerme lo que estaba a punto de
ocurrirme con ella.
-Tenemos que irnos -dijo: ahora que mis pupilas ya se habían adaptado a la
penumbra vi que estaba pálida de miedo-. Tenemos que irnos ahora mismo de
aquí.(Continuará)
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