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jueves, 17 de marzo de 2022

Entre todas las mujeres 4


Un relato de Antonio Muñoz Molina 02/08/1995 

 

Detrás de sus gafas oscuras el tipo vigilaba disimuladamente a das las personas 

que entran y salían por la gran puerta del Ayuntamiento. Sin duda estaba 

buscándome. Me confundía con alguien, me había insultado mientras me 

golpeaba como si yo, pobre de mí, fuera un espía al servicio de un enemigo suyo. 

Esta vez tuve reflejos y no llegó a descubrirme. Retrocedí y fui a esconder rne 

tras la esquina del Club Taurino en el que don Cecilio Nombela solía pasar 

gratamente los mejores ratos de sus mañanas administrativas. Pensé 

cobardemente que lo mejor sería irme a mi casa, porque no era imposible que 

aquel individuo subiera a buscarme al negociado. Pero si me iba no sólo no vería 

a la chica del bar Trauma, sino que además tendría que enviar un oficio 

engorroso al negociado de personal justificando mi ausencia.Me refugié en el 

Club Taurino y pedí un café con leche que se me quedó frío mientras cavilaba. 

Los minutos se iban, la chica ya estaría esperándome, se me había agotado la 

media hora reglamentaria del desayuno. Discurrí entonces un golpe de astucia 

que en su momento me produjo una vanidad desproporcionada: por callejones 

laterales se podía llegar a la parte trasera del Ayuntamiento, y entrar en él por 

las dependencias de la Casa de Socorro. Era un camino muy usado cuando a uno 

le daban ganas de tomarse una cerveza o un café entré horas y no le parecía 

conveniente arriesgarse a salir por la puerta principal, expuesto a la 

interpelación de un superior o al espionaje de un pelota.

Subí velozmente las escaleras y al empujar la puerta que daba a las oficinas 

generales vi junto al mostrador de mi negociado a una mujer de espaldas, con el 

pelo corto y un vestido oscuro, y cuando apresuraba el paso lacia ella dominado 

por la excitación nerviosa de volver a encontrarla me di cuenta de que lo que 

había visto era una invención de mi deseo, porque la mujer que había junto al 

mostrador no era la que yo había esperado e imaginado tanto, sino quien menos 

podía parecérsele, la enamorada de don Cecilio Nombela, María Angustias 

Minguillón, que lo examinaba todo con aire policial y que nada más verme miró 

vengativamente su reloj de pulsera y me dijo que volvía del desayuno con quince 

minutos de retraso.

-¿Pero no estabas tú de vacaciones hasta fin de mes?

-Estaba y estoy -abrió el armario Roneo de metal gris como para comprobar que 

yo no había vendido los paquetes de impresos, pasó el dedo índice por el cristal 

de la mesa de don Cecilio con una suspicacia de ama de llaves, destapó y volvió a 

tapar la máquina de escribir de su ídolo, hablando sin parar, sin mirarme a los 

ojos. Llevaba en la mano un sobre que esgrimía contra mí como un 

armaofensiva-. Pero me llamó don Cecilio y me dijo, Angustitas, ya sé que está 

usted disfrutando de unas bien merecidas vacaciones, pero si no le viene mal 

hágame usted el favor de darse una vuelta por el negociado, y es que estaba 

intranquilo, ya sabes cómo es don Cecilio, que vive para su trabajo, Angustitas, 

me dijo, no me gusta que ese auxiliar nuevo, Mateo. Luna, esté solo en la 

oficina, al fin y al cabo es un interino, y a un interino no se le va a pedir que 

ponga el mismo interés que alguien de la Casa, como yo digo, los interinos 

llegan y se van, igual que los políticos, pero los que somos de la Casa nos 

quedamos, por algo tenemos nuestra plaza en propiedad...

No se callaba. No iba a callarse ni a marcharse nunca, se quedaría en la oficina 

arruinando mi edén de felicidad veraniega, espiandome, inventando chismes 

sobre mí, fijándose en cada uno de mis descuidos o de mis errores para 

contárselos a don Cecilio Nombela, menguando mis ya escasas posibilidades de 

obtener la célebra plaza en propiedad. Miraría con descaro a la chica del Trauma 

cuando llegara a visitarme, me sabotearía, le diría que yo no era el jefe del 

negociado, sino un interino que tal vez al cabo de unos meses estaría en la calle, 

se mofaría de mí cuando ella se hubiera marchado.

-Y ya veo, ya, no creas que no me doy cuenta, si don Cecilio tenía razón, como 

para fiarse de alguien de la calle, aprovechas que él no está para volver tarde del 

desayuno, y además te has sentado en el sillón de don Cecilio, no me lo nieges, 

has mirado entre sus papeles, le has abierto el cartapacio...

Se volvió acusadoramente hacia mí, esgrimiendo uno de los folios en los que yo 

había fingido que tomaba notas la mañana anterior, y sólo entonces fijó en mi 

cara sus ojos ligeramente estrábicos, con un gesto de sorpresa rápidamente 

adaptado al desdén.

-Oye, ¿qué te has hecho en la cara?

-Nada, que tropecé y me caí... ¿Así que ya se te han terminado las vacaciones?

-Que tropezaste y te caíste, menudo punto estás hecho tú, seguro que te habías 

emborrachado o andabas con esas tías drogadictas que vienen a verte y te dejan 

cartitas...

Había estado esperando a que la chica apareciera en cualquier momento: ahora 

tardé unos segundos en comprender que ya se había ido, que María

Angustias Minguillón la había encontrado esperándome en la oficina y se las 

había arreglado para espantarla.

-¿Quién ha venido? -le pregunté con brusquedad, y eso debió impresionarla, al 

menos durante unos segundos, porque dio un paso hacia atrás y escondió las 

dos manos en la espalda. También ahora comprendí qué contenía el sobre que 

María Angustias Minguillón había sostenido desde que yo entré en el negociado. 

¡Mientras yo subía por las escaleras de la Casa de Socorro ella había salido por 

la puerta principal, dónde aquel individuo, la estaría esperando...!

-Tú sabrás quién es -se apoyó en el filo de la mesa de don Cecilio, echando los 

hombros hacia atrás y cruzando las piernas en una ruinosa tentativa de 

picardía-. Una amiga tuya. Pilar no sé cuántos... Me dice, muy fina, está el jefe 

del negociado, y yo le digo, pues no, el jefe del negociado está de vacaciones todo 

el mes de agosto, y ella, pero eso es imposible, yo hablé ayer con él, estaba 

sentado en ese sillón, y yo le digo, pues ese señor que usted dice no es el jefe del 

negociado, don Cecilio Nombela, sino un auxiliar interino que se llama Mateo 

Luna. Se ha quedado de piedra, como te puedes imaginar y me dice, y tardará 

mucho en volver, y yo le digo, pues su obligación era estar aquí a las diez en 

punto, y va la tía y escribe algo en un papel y lo guarda en un sobre y lo cierra 

mojando bien el filo con la lengua, como si fuera una a leer lo que pone, y me 

dice, no puedo seguir esperando me haría usted el fa vor de entregarle el sobre a 

este señor, y yo pienso, somos funcionarios, no mensajeros, pero bueno, le digo, 

dé melo, ande, que yo se lo entregaré cuan do vuelva, si vuelve esta mañana...

La odiaba a muerte. No había odiado nunca, tanto a nadie como odié en esos 

minutos a María, Angustias Minguillón. Me mostró la carta, como desafiándome 

a que se la quitara, y eso fue lo que hice, se la arrebaté de un manotazo. Al 

menos ahora sabía el nombre de la mujer de mi vida. Antes de leer la carta ya 

me había olvidado de la existencia de María Angustias Minguillón. Ver aquella 

caligrafía me conmovió como el descubrimiento de un rasgo íntimo, Era una 

letra grande, extravagante, de líneas desenvueltas y rápidas, con el mismo aire 

de distinguida negligencia que había en sus ademanes, en su peinado o en su 

vestuario.

-¿No hay manera de verte? Anoche me quedé esperando, y esta mañana 

también. Hombre superocupado... ¿Me llamarás por teléfono? Pilar.

Me volví con brusquedad y María Angustias Minguillón estaba prácticamente 

encima de mí, atisbando por encima de mi hombro el contenido de la carta. La 

puse dentro del sobre y me la guardé ostensiblemente en el bolsillo. María 

Angustias me miraba de lado mientras fingía un frenesí de orden y limpieza en 

la mesa de don Cecilio. PiIar. Se llamaba Pilar. Me repetía su nombre como un 

trofeo secreto y recién obtenido. Era el nombre perfecto para la mujer de mi 

vida. ¡Y con qué suma halagadora de confianza y de impaciencia me urgía a que 

la llamara por teléfono! En décimas de segundo yo pasaba del recelo al 

entusiasmo, del amor rendido a la suspicacia fría, a la cautela... ¿Cuál era 

exactamente su relación con ese individuo de funesta catadura que la estaba 

esperando en la puerta del Ayuntamiento, o que tal vez me esperaba a mí?

Tenía que hablar con ella. Me había apuntado en la carta su número de teléfono 

¿Pero cómo iba a llamarla teniendo cerca a María Angustias Minguillón? No era 

probable que se quedara mucho tiempo en el negociado: al fin y al cabo estaba 

de vacaciones, la muy perturbada. Me puse a ordenar algunas solicitudes recién 

llegadas de Registro para fingir, que hacía algo mientras imaginaba una solución 

o María Angustias se iba. Entonces sonó el teléfono y me lancé a cogerlo con un 

sobresalto, pero María Angustias fue más rápida. "Negociado de Fiestas y 

Varios, dígame", dijo mirándome con malevolencia, pero cuando me sonrió 

tendiéndome el auricular sentí un acceso de gratitud hacia ella.

-Para ti -dijo, pero añadió enseguida con un aire de maldad digno de Bette Davis 

(ahora que caigo se parecía a ella en los mofletes)-: tu prometida.

¡Me había olvidado de llamar a Marce dos días seguidos! Con una notoria 

taquicardia y una molesta escasez de saliva le hablé intentando un simulacro de 

naturalidad. Pero con ella tales simulacros jamás dieron resultado. Me preguntó 

enseguida qué me pasaba, por qué le hablaba tan raro, y yo le contesté que no 

me pasaba nada y que hablaba normal, pero entonces oí mi voz y me di cuenta 

de que había en ella como una ligera disonancia de falsedad que Marce había 

percibido, así que improvisé el relato de una mala noche pasa la estudiando 

oposiciones, el desaliento de la vida funcionarial, que no estaba hecha para mí, 

etc. Al despertarle su instinto de responsabilidad y protección hacia mí lo gré 

distraerla del recelo: me dijo que ahora más que nunca necesitaba yo fuerza de 

voluntad, que tendríamos que aguantar mucho los dos cuando sus padres y los 

míos se enteraran de que nos íbamos a vivir juntos sin casamos...

¡Marce era terrible en cuestión de principios! Me hizo prometerle que me 

animaría. Me dijo que vendría a pasar conmigo el fin de semana. Colgó después 

de exigirme que la llamara a la mañana siguiente para contarle cómo estaba. 

Cuando yo colgué con un largo respiro me di cuenta de que María Angustias 

Minguillón se había ido del negociado. Inmediatamente marqué el número de 

Pilar. Mientras sonaba una y otra vez la señal de llamada yo vigilaba temiendo 

que volviera María Angustias. Una voz masculina preguntó quién era, y a mí se 

me erizó el vello al reconocer la misma voz que la noche antes rne había 

murmurado al oído mientras me aplastaba contra una pared.

No sé de dónde saqué la valentía para no colgar sin decir nada. Incluso afecté un 

cierto tono formulario al preguntarle si estaba Pilar.

-¿De parte de quién?-dijo la voz ronca, como masticando las palabras.

-De Mateo Luna. Un amigo.

Hubo un silencio, y luego un murmullo como de disputa en voz baja. Oí 

débilmente una música. Creo que era Nina Simone. Después me habló Pilar.

-Siempre me dejas esperándote...

-He estado investigando lo de la subvención -le dije, tan conmovido por 

escucharla que casi se me olvidé que le estaba mintiendo, y que probablemente 

ella también me mentía-. Hay posibilidades, pero tendrías que volver por aquí 

con un dossier completo, y yo debo redactar un informe, estudiar de cerca las 

instalaciones, ya sabes.

-¿Puedes venir?

-Yo creo que me será posible esta noche...

-¿Y ahora mismo?

Me lo preguntó con una inesperada inflexión de dulzura, y yo imaginé el brillo 

líquido de halago y de súplica que tendrían sus ojos en ese momento y yo tardé 

unos segundos en reaccionar. ¡Aquella mujer no se daba cuenta de que yo era un 

funcionario sujeto a una disciplina, laboral, a horas fijas de entrada y de salida! 

Con incredulidad me oí decirle:

-Estaré allí en veinte minutos.

De nuevo rompía por culpa del amor la calma administrativa de la mañana de 

agosto y me arriesgaba a una sanción, pero es que simplemente era incapaz de 

resistirme a la tentación inmediata de verla. Por fortuna no había señales de 

María Angustias Minguillón. Me escabullí sin novedad del edificio por la salida 

de la Casa de Socorro y para no desperdiciar ni un minuto del tiempo tan valioso 

de mi escapatoria tomé un taxi. Qué novelesco era de pronto ir en taxi por las 

calles próximas al Ayuntamiento, viendo a los funcionarios que regresaban de 

sus desayunos o de sus compras matinales sin ser visto por ellos, escondido en 

una perfecta clandestinidad.

Gran parte de mi arrojo se disipó cuando bajé del taxi y vi a la luz del día el 

callejón feo y polvoriento en el que había sido asaltado la noche anterior. En la 

oscuridad, con el neón azul iluminándola, la fachada del Trauma había tenido 

ese atractivo turbio y prometedor de los bares nocturnos. El sol de la mañana de 

agosto anulaba toda posibilidad de incitación o misterio. El Trauma era un 

letrero apagado, una pared malva con desconchones, una cortina metálica a 

medio echar. Con la mano abierta di unos golpes en la chapa, pero nadie 

contestó, así que me animé a levantar del todo la cortina.

Viniendo de la claridad de la calle al principio no pude ver nada en la penumbra, 

que olía a ceniza fría de tabaco. Sólo escuché una música, que era la misma que 

había sonado al fondo mientras hablaba por teléfono con Pilar, una canción de 

Nina Simone. Pilar estaba detrás de la barra, en la misma postura que la noche 

anterior, como si no se hubiera movido, los codos apoyados en la superficie lisa 

de metal, los hombros rectos y desnudos, curvados suavemente bajo los tirantes 

de la camiseta de verano, el pelo muy corto, negro, despeinado, mostrando en 

toda su pureza la forma de la cara, los pómulos flanqueados por dos pendientes 

largos de plata que yo no re cordaba de la vez anterior y que hacían un leve 

ruido metálico cuando Pilar movía la cabeza. Y los ojos, los ojos que se le iban 

volviendo más claros a medida que yo me acostumbraba a la penumbra, que me 

miraban acogiéndome, entendiéndome, invitándome, despojándome de toda 

voluntad y toda incertidumbre. Le dije hola y luego no se me ocurrió nada y me 

quedé como un idiota enmedio del bar, escuchando la música. Pilar me 

preguntó que si me gustaba la canción, y yo enseguida contesté que sí, que me 

gustaba mucho, y ella me dijo que se titulaba Don't smoke in bed, y que 

cualquier noche yo podría escuchársela, pero no fue verdad, no hubo tiempo de 

nada, fue todo tan rápido que no, llegué a creerme lo que estaba a punto de 

ocurrirme con ella.

-Tenemos que irnos -dijo: ahora que mis pupilas ya se habían adaptado a la 

penumbra vi que estaba pálida de miedo-. Tenemos que irnos ahora mismo de 

aquí.(Continuará) 


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