Un relato de Antonio Muñoz Molina 01/08/1995
Pero no la oí cantar. Ni esa noche ni nunca. Pasó por mi vida tan rápidamente
que cuando quise darme cuenta de lo que estaba sucediendo ya había
desaparecido. Yo estaba acostumbrándome entonces a la lentitud municipal del
tiempo, que no se mide, por horas y ni siquiera por años, sino por trienios, y no
tenía más ambición en la vida que la de aprobar unas oposiciones para disfrutar
en propiedad la plaza que ahora ocupaba interinamente, y de pronto, una
mañana plácida de agosto, aquella mujer aparecía trastornando el orden de las
horas y los hábitos, trayendo consigo un tiempo de ansiedad y de urgencia, de
minutos muy rápidos, de dolorosa expectación y deseo.Yo no sabía qué hacer
hasta que llegara la noche. El atardecer de verano duraba estáticamente en las
ventanas de mi piso alquilado. No anochecía, no declinaba el calor, no se
levantaba la brisa tibia de todas las noches, el aire fresco que animaba a la Lente
a salir a las terrazas de los bares y a los merenderos. Algo más me preocupaba:
la chica había hablado con demasiada frecuencia en plural. Habría un marido,
un novio o compañero en el bar Trauma, acaso uno de los músicos que la
acompañaban, un camarada de la vida nocturna y romántica que a ella sin duda
le gustaba llevar, tan diferente de la mía, mi vida sedentaria y diurna de ocho a
tres, de ocho a dos en verano. Me entraba de golpe una vocación de rebeldía
completamente desproporcionada: ¿Iba a pasarme yo los mejores años de mi
juventud fichando en el Ayuntamiento, viendo día tras día las mismas caras,
haciendo las mismas cosas, repitiendo las mismas palabras? ¿No estaba
aburguesándome, no apostataba de mis principios juveniles a cambio de un
sueldo miserable, no haría mejor rompiendo con todo, viviendo día a día, sin
recordar el ayer ni pensar en el mañana, como vivían algunos de los músicos y
de los actores, artistas y con los que yo trataba a veces en el negociado, sintiendo
en mi espalda y en mi nuca las miradas censorias de don Cecilio, de doña Flori y
de María Angustias, que en el fondo debían de considerarme un bohemio
infiltrado, un cómplice de aquellos invasores de la paz municipall? De vez en
cuando aparecía al otro lado del mostrador un melenudo con mono vaquero,
que solía dedicarse, al mimo o a los títeres, o una chica con falda floja y trenzas
de rastafari en el pelo grasiento, que venía a solicitar un permiso para tocar la
flauta en la vía pública, y unas voces severas murmuraban cerca de mí:
-Mateo, aquí viene otro de tus hippies.
-Cada vez dejan entrar a gente más rara en la Casa.-Podía afeitarse los sobacos,
la tía puerca.Me daba cuenta de la suerte que había tenido estando sólo esa
mañana en el negociado. ¡Y a la mañana siguiente se repetiría el encuentro, más
distendido, como decía el concejal, con la expectativa nada improbable de un
café con leche en alguno de los bares de las cercanías, charlando ya no de
trámites Y burocracia, sino de asuntos mucho más personales, de música, de
aficiones comunes! Tendría que ensayar mucho para decir como ella la palabra
jazz...Pero no había que adelantarse a los acontecimientos: ahora lo que
importaba era que me disponía a visitarla en ese bar suyo de nombre tan
moderno, el Trauma, porque al fin había llegado la noche, la noche prometedora
y ya tibia desiertas y cortinas metálicas echadas, de terrazas inundadas de
público y de música que aparecían como oasis inesperados al doblar una
esquina, en una calle de asfalto todavía caliente.Con los estudiantes de
vacaciones hasta finales de septiembre la zona de copas tenía grandes espacios
de desolación. Aún en las dos o tres calles de más ambiente la mayor parte de
los, locales estaban cerrados o vacíos. Mientras buscaba el Trauma, temiendo no
encontrarlo, porque la chica me había dicho que estaba en un callejón que yo no
conocía, me entró hambre de repente, y me detuve a tomar un bocadillo y una
cerveza en un Frankfurt. No había más de dos o tres clientes en la barra, pero la
música sonaba como en una discoteca. También quería hacer tiempo. ¿No era
de pardillos presentarse en un bar de copas y jazz; antes de las once de la
noche?Cuando lo encontré ya eran más de las once y media.De verdad que
estaba en un callejón muy oscuro, cerca de las calles principales pero con un
acceso que bradoy difícil, uno de esos pasajes que estando en el mismo centro
de una ciudad tienen sin embargo un aire de lejanías periféricas. Nada más
enfilarlo pensé con melancolía que en un sitio así era imposible que prosperase
un negocio. Había vallas de edificios en construcción y el asfalto estaba
parcialmente levantado, así que era preciso caminar con cautela. El letrero del
Trauma iluminaba con espasmos azules el tramo final del callejón.
Me acerqué por la acera opuesta, me detuve en una zona de sombra donde no
creía que pudieran verme desde el interior. Yo había imaginado que la chica
cantaría en un sitio en penumbra con unos pocos espectadores. En el Trauma la
luz era plana y nítida como en un bar cualquiera de cañas y raciones, y al
principio me pareció que no había nadie, y ni siquiera se escuchaba música.
Luego vi que la chica estaba detrás de la barra, al final, apoyando en ella los
codos igual que los había apoyado en el mostrador de mi oficina, los hombros
rectos y desnudos, igual que por la mañana, aunque con otra camiseta o un
vestido, de un color terroso y claro, con una especie de collar en torno al escote.
Cayó de pronto sobre mí la tristeza abrumadora de los bares donde no entra
nadie, los bares que desprenden una especie de maleficio contagioso al que
nadie se quiere aproximar. Desde fuera se veía que era un sitio limpio y
agradable, aunque muy modesto, tal vez ya algo abandonado, y el letrero de
neón despedía rítmicamente, atractivos destellos azules, pero se comprendía
enseguida que aquel era un lugar ya infortunado sin remedio y que ninguna
subvención lo salvaría.
Y en el interior, como en una campana de luz, estaba aquella chica que parecía
tan exactamente la mujer de mi vida, quieta y esperando, aburrida, mirando
durante horas la puerta de cristal que nadie empujaba, fumando con los
hombros rectos y dulcemente modela dos bajo los tirantes del vestido y los
codos sobre la barra, consultando con desgana un reloj de pulsera. ¿Se
extrañaba de que yo no hubiera llegado todavía, temía que no apareciera y que
eso fuera un mal augurio sobre la subvención? La barra del Trauma era
perpendicular a la calle: aunque la chica mirase hacia afuera no podía verme,
porque la luz del bar no llegaba hasta donde yo estaba, y además me protegía un
saliente en la valla de una obra.
Entrar solo en un bar desconocido y además sin público es una hazaña
imposible para mí. Me armé de valor, sin embargo, pensando en el escote y en
los hombros y en la mirada de los ojos verdes, respiré hondo, me dispuse a salir
de la sombra cruzando el callejón. Entonces me detuve en seco, sin haber dado
más que un paso: ahora veía que la chica no estaba sola. Le servía una bebida a
un individuo alto, de hombros anchos y pecho musculoso, vestido de oscuro,
con camisa negra y pantalón de cuero, pero no parecía que se tratara de un
cliente, porque ella le hablaba con mucha animación y le sonreía con la misma
sonrisa que me había dedicado a mí por la mañana, y él, sentado en un taburete,
se adelantaba hacia ella y ocurría algo que me alarmó y me amargó. ¿La estaba
besando, le acariciaba el pelo corto y la nuca
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