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jueves, 17 de marzo de 2022

Entre todas las mujeres 3

 

Un relato de Antonio Muñoz Molina 01/08/1995 

 

Pero no la oí cantar. Ni esa noche ni nunca. Pasó por mi vida tan rápidamente 

que cuando quise darme cuenta de lo que estaba sucediendo ya había 

desaparecido. Yo estaba acostumbrándome entonces a la lentitud municipal del 

tiempo, que no se mide, por horas y ni siquiera por años, sino por trienios, y no 

tenía más ambición en la vida que la de aprobar unas oposiciones para disfrutar 

en propiedad la plaza que ahora ocupaba interinamente, y de pronto, una 

mañana plácida de agosto, aquella mujer aparecía trastornando el orden de las 

horas y los hábitos, trayendo consigo un tiempo de ansiedad y de urgencia, de 

minutos muy rápidos, de dolorosa expectación y deseo.Yo no sabía qué hacer 

hasta que llegara la noche. El atardecer de verano duraba estáticamente en las 

ventanas de mi piso alquilado. No anochecía, no declinaba el calor, no se 

levantaba la brisa tibia de todas las noches, el aire fresco que animaba a la Lente 

a salir a las terrazas de los bares y a los merenderos. Algo más me preocupaba: 

la chica había hablado con demasiada frecuencia en plural. Habría un marido, 

un novio o compañero en el bar Trauma, acaso uno de los músicos que la 

acompañaban, un camarada de la vida nocturna y romántica que a ella sin duda 

le gustaba llevar, tan diferente de la mía, mi vida sedentaria y diurna de ocho a 

tres, de ocho a dos en verano. Me entraba de golpe una vocación de rebeldía 

completamente desproporcionada: ¿Iba a pasarme yo los mejores años de mi 

juventud fichando en el Ayuntamiento, viendo día tras día las mismas caras, 

haciendo las mismas cosas, repitiendo las mismas palabras? ¿No estaba 

aburguesándome, no apostataba de mis principios juveniles a cambio de un 

sueldo miserable, no haría mejor rompiendo con todo, viviendo día a día, sin 

recordar el ayer ni pensar en el mañana, como vivían algunos de los músicos y 

de los actores, artistas y con los que yo trataba a veces en el negociado, sintiendo 

en mi espalda y en mi nuca las miradas censorias de don Cecilio, de doña Flori y 

de María Angustias, que en el fondo debían de considerarme un bohemio 

infiltrado, un cómplice de aquellos invasores de la paz municipall? De vez en 

cuando aparecía al otro lado del mostrador un melenudo con mono vaquero, 

que solía dedicarse, al mimo o a los títeres, o una chica con falda floja y trenzas 

de rastafari en el pelo grasiento, que venía a solicitar un permiso para tocar la 

flauta en la vía pública, y unas voces severas murmuraban cerca de mí:

-Mateo, aquí viene otro de tus hippies.

-Cada vez dejan entrar a gente más rara en la Casa.-Podía afeitarse los sobacos, 

la tía puerca.Me daba cuenta de la suerte que había tenido estando sólo esa 

mañana en el negociado. ¡Y a la mañana siguiente se repetiría el encuentro, más 

distendido, como decía el concejal, con la expectativa nada improbable de un 

café con leche en alguno de los bares de las cercanías, charlando ya no de 

trámites Y burocracia, sino de asuntos mucho más personales, de música, de 

aficiones comunes! Tendría que ensayar mucho para decir como ella la palabra 

jazz...Pero no había que adelantarse a los acontecimientos: ahora lo que 

importaba era que me disponía a visitarla en ese bar suyo de nombre tan 

moderno, el Trauma, porque al fin había llegado la noche, la noche prometedora 

y ya tibia desiertas y cortinas metálicas echadas, de terrazas inundadas de 

público y de música que aparecían como oasis inesperados al doblar una 

esquina, en una calle de asfalto todavía caliente.Con los estudiantes de 

vacaciones hasta finales de septiembre la zona de copas tenía grandes espacios 

de desolación. Aún en las dos o tres calles de más ambiente la mayor parte de 

los, locales estaban cerrados o vacíos. Mientras buscaba el Trauma, temiendo no 

encontrarlo, porque la chica me había dicho que estaba en un callejón que yo no 

conocía, me entró hambre de repente, y me detuve a tomar un bocadillo y una 

cerveza en un Frankfurt. No había más de dos o tres clientes en la barra, pero la 

música sonaba como en una discoteca. También quería hacer tiempo. ¿No era 

de pardillos presentarse en un bar de copas y jazz; antes de las once de la 

noche?Cuando lo encontré ya eran más de las once y media.De verdad que 

estaba en un callejón muy oscuro, cerca de las calles principales pero con un 

acceso que bradoy difícil, uno de esos pasajes que estando en el mismo centro 

de una ciudad tienen sin embargo un aire de lejanías periféricas. Nada más 

enfilarlo pensé con melancolía que en un sitio así era imposible que prosperase 

un negocio. Había vallas de edificios en construcción y el asfalto estaba 

parcialmente levantado, así que era preciso caminar con cautela. El letrero del 

Trauma iluminaba con espasmos azules el tramo final del callejón.

Me acerqué por la acera opuesta, me detuve en una zona de sombra donde no 

creía que pudieran verme desde el interior. Yo había imaginado que la chica 

cantaría en un sitio en penumbra con unos pocos espectadores. En el Trauma la 

luz era plana y nítida como en un bar cualquiera de cañas y raciones, y al 

principio me pareció que no había nadie, y ni siquiera se escuchaba música. 

Luego vi que la chica estaba detrás de la barra, al final, apoyando en ella los 

codos igual que los había apoyado en el mostrador de mi oficina, los hombros 

rectos y desnudos, igual que por la mañana, aunque con otra camiseta o un 

vestido, de un color terroso y claro, con una especie de collar en torno al escote.

Cayó de pronto sobre mí la tristeza abrumadora de los bares donde no entra 

nadie, los bares que desprenden una especie de maleficio contagioso al que 

nadie se quiere aproximar. Desde fuera se veía que era un sitio limpio y 

agradable, aunque muy modesto, tal vez ya algo abandonado, y el letrero de 

neón despedía rítmicamente, atractivos destellos azules, pero se comprendía 

enseguida que aquel era un lugar ya infortunado sin remedio y que ninguna 

subvención lo salvaría.

Y en el interior, como en una campana de luz, estaba aquella chica que parecía 

tan exactamente la mujer de mi vida, quieta y esperando, aburrida, mirando 

durante horas la puerta de cristal que nadie empujaba, fumando con los 

hombros rectos y dulcemente modela dos bajo los tirantes del vestido y los 

codos sobre la barra, consultando con desgana un reloj de pulsera. ¿Se 

extrañaba de que yo no hubiera llegado todavía, temía que no apareciera y que 

eso fuera un mal augurio sobre la subvención? La barra del Trauma era 

perpendicular a la calle: aunque la chica mirase hacia afuera no podía verme, 

porque la luz del bar no llegaba hasta donde yo estaba, y además me protegía un 

saliente en la valla de una obra.

Entrar solo en un bar desconocido y además sin público es una hazaña 

imposible para mí. Me armé de valor, sin embargo, pensando en el escote y en 

los hombros y en la mirada de los ojos verdes, respiré hondo, me dispuse a salir 

de la sombra cruzando el callejón. Entonces me detuve en seco, sin haber dado 

más que un paso: ahora veía que la chica no estaba sola. Le servía una bebida a 

un individuo alto, de hombros anchos y pecho musculoso, vestido de oscuro, 

con camisa negra y pantalón de cuero, pero no parecía que se tratara de un 

cliente, porque ella le hablaba con mucha animación y le sonreía con la misma 

sonrisa que me había dedicado a mí por la mañana, y él, sentado en un taburete, 

se adelantaba hacia ella y ocurría algo que me alarmó y me amargó. ¿La estaba 

besando, le acariciaba el pelo corto y la nuca


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