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jueves, 17 de marzo de 2022

Entre todas las mujeres 2.

 

Antonio Muñoz Molina 31/07/1995 

 

Con qué arte me levanté nada más verla del sillón de don Cecilio Nombela 

prácticamente en mitad de un giro, un poco al modo de quien se baja de un 

coche en marcha o cruza con desenvoltura la puerta dorada y también giratoria 

de un hotel de lujo. Discípulo del insigne dandy municipal, aun en mi modestia 

de auxiliar y en mi interinidad desvalida, imité a don Cecilio en la manera 

gallarda y calmosa en que cruzaba la oficina para aproximarse al mostrador. 

cuando aparecía en él una mujer guapa (al resto del público, hombres o 

mujeres, incluidos concejales, don Cecilio no los veía ni los escuchaba, a lo más 

que llegaba era a mirar en dirección a ellos con las gafas en la punta de la nariz y 

una indiferencia pétrea).La chica, que debía de ser algo más joven que yo, unos 

veintitantos años, tenía los codos apoyados en el mostrador y me miraba 

sonriendo. He dicho que parecía exactamente la mujer de mi vida, y todavía lo 

mantengo, pero no era lo que don Cecilio habría llamado un monumento, y 

hasta es posible que no hubiera provocado el odio inmediato de María Angustias 

Miriguillón, que agrupaba en la categoría de tías guarras a todas las mujeres 

hacia las que don Cecilio mostraba algún indicio de predilección. No era muy 

alta, y en sus hombros y en sus brazos desnudos había como un principio de 

fragilidad que confirmaba la expresión de sus ojos.

-Estoy en una situación difícil. Me han dicho que usted me la podía resolver...

Uno no miraba aquellos ojos, pense mas tarde, cuando ya había sido arrebatado 

y trastornado, uno se asomaba a ellos como a una penumbra verde y húmeda de 

selva, como a luz de amanecer junto al mar. Eran tan claros y hondos que 

mirada no se podía apenas sostener, porque parecía al mismo tiempo que me 

adivinaban los pensamientos más secretos y que me ofrecían en 

correspondencia la intimidad desnuda de un alma. Eran unos ojos que parecían 

irradiar espontáneamente y con una generosidad inmediata las mejores 

cualidades del alma humana, la ternura, el desamparo, la melancolía, la 

cortesía, la soledad, el fervor, la pura belleza. Según les diera la luz oscilaban 

entre el verde y el gris, y cualquier cosa en que ella los detuviera se volvía 

instantáneamente memorable. No la había visto nunca y sin embargo tenía la 

sensación misteriosa de reconocerla.

-A ver, explíquemelo que le pasa -dije, en mi calidad de funcionario modelo, de 

joven empleado municipal que atiende al público con prontitud y cortesía, sin la 

antipática hostilidad que era la leyenda negra de los funcionarios, como decía 

doña Flori. Me incliné afablemente hacia ella, desde mi lado del mostrador, y 

observé con disimulo y sobresalto el ancho hueco en penumbra de un escote en 

el que se vislumbraba una blancura suculenta, posiblemente sin sujetador.

Tenía los codos apoyados en el mostrador, y ese gesto acentuaba la fragilidad 

conmovedora de sus hombros. Llevaba una de aquellas camisetas que estaban 

de moda en los veranos, las inolvidables camisetas sin mangas y con las 

aberturas laterales tan anchas que en cualquier escorzo femenino descubría uno 

fugazmente, en medio de la calle o en la terraza de un bar, un pecho inesperado 

y desnudo, velado de penumbra. Pero ya he dicho que no era una mujer 

provocadora o exuberante: tampoco yo era un sátiro moscón. A mí lo que me 

ocurría era que me enamoraba enseguida de las mujeres que me gustaban 

mucho, preferible mente las desconocidas con ojos claros y acento suave y 

forastero, con la boca dibujada y carnal, con un punto agreste en la piel de los 

pómulos muy pronunciados, con el pelo negro, muy corto y un poco despeinado, 

con un matiz de negligencia y de ensimismamiento en su manera de caminar y 

de vestir. ¡Con razón Marce, mi compañera, me acusaba de inmadurez y de 

adolescencia retardada en aquellag agotadoras sesiones de sinceridad en que 

nos lo contábamos todo!

El amor, que unos segundos antes había hecho de mí un funcionario modélico, 

ahora me convertía en un caballero: abrí la puertecilla del mostrador y le 

indiqué no sin magnanimidad que se sentara en el sillón reservado por don 

Cecilio para sus visitas de más protocolo, las únicas que le inducían a sentarse, 

al otro lado de su mesa y justo enfrente de su sillón giratorio. Era uno de los 

primeros veranos en que volvía a ponerse de moda la minifalda. ¡Mañanas de 

agosto en las que no había nada, como ir por la ciudad mirando las piernas 

recién liberadas de las mujeres, las espléndidas piernas activas y desnudas que 

volvían después de un cautiverio de oscuridad y de faldas largas que había 

durado insoportablemente mucho más de una década! Mi visitante llevaba una 

admirable minifalda hecha de un tejido veraniego y liviano, algodón o lino, y 

culminaba mi secreta delicia con unas sandalias simples de tiras de cuero.

Me senté frente a ella, las manos unidas por las yemas de los dedos, justo a la 

altura de la nariz (cuando don Cecilio hacía ese gesto aprovechaba para olerse 

las uñas), imprimiendo un leve movimiento lateral al sillón. Delante de mí 

estaba el cartapacio sobre el que María Angustias Minguillón depositaba cada 

mañana un caramelo de eucalipto. Extraje de él uno de los folios con el 

membrete del Ayuntamiento y seleccioné en la escribanía de don Cecilio un 

bolígrafo que no tuviera mordido el capuchón. Había observado que don Cecilio, 

cuando hablaba con una visita o con el concejal, tomaba siempre notas ilegibles. 

Cuando la visita se iba o el concejal daba la vuelta don Cecilio hacía un 

cucurucho con el papel de las notas y lo tiraba.certeramente a la papelera.

-Así estamos más cómodos -dije, echado hacia atrás en el sillón, con las piernas 

cruzadas, jugando con el bolígrafo en la mano derecha, sobre el cartapacio 

abierto, como un perfecto idiota, la verdad-. Usted dirá.

-Tengo un bar -dijo, pero enseguida añadió una correccion sospechosa-: Bueno, 

tenemos un bar. En la zona de las copas, ya sabes, bueno, muy cerca pero un 

poco apartado, en un callejón, no sé explicártelo muy bien porque sólo llevo 

aquí unos meses, todavía me hago un lío con las calles, y con los nombres de las 

calles, sobre todo... ¿Te importa que fume?

Casi me había conmovido que me apeara el tratamiento, como decía don 

Cecilio: pero no estaba seguro de ser capaz de hablarle con soltura de tú. Le dije

que sí, que podía fumar, y empujé hacia ella a través de la mesa el cenicero de 

cristal tallado que todos los días, a la hora de salir, María Angustias Minguillón 

le limpiaba personalmente a don Cecilio, no sin sacarle la cuenta, con cariñosa 

censura, de los cigarrillos que había fumado a lo largo de la mañana. Me dispuse 

a mirarla fumar con el mismo, recogimiento con que se dispone un melómano a 

escucharle un aria a su soprano favorita, y digo esto de los melómanos porque 

entonces empezaba a haber muchos, uno de ellos nuestro concejal, que tenía la 

idea, marrulleramente saboteada por don Cecilio, de organizar en nuestra 

ciudad unas jornadas de ópera.

-Un bar pequeño -dijo la chica, inhalando con avidez y expulsándolo luego con 

lentitud y alivio, el humo azul enturbiándole los ojos una fracción de segundo, 

detenido unos instantes en su boca entreabierta, el humo tóxico y perfumado 

que estaba inundando las honduras rosadas de sus pulmones- Se llama Trauma. 

Antes se llamaba La Besana, pero no nos gustó el nombre, así que lo 

cambiamos, Trauma suena mejor, no crees, más moderno, y tampoco podíamos 

cambiar muchas cosas más, porque no es que tengamos mucho dinero, al menos 

lo hemos pintado, y le pusimos ese escenario pequeño al fondo, bueno, no es un 

escenario, una tarima, lo justo para el piano vertical. Pensamos que si hacíamos 

música en vivo atraeríamos a la gente, no todas las noches, claro, sólo algunas, 

los fines de semana, ya hemos organizado algunos conciertos, jam-sessions, más 

bien, con gente de aquí, bueno, y yo también canto un poco, aunque me da 

vergüenza siempre...

-¿En qué estilo? -dije, ronco, ya entregado.

-Jazz -pronunció esa palabra con un acento adorable- Baladas sobre todo, 

canciones de Porter o Gerswhin...

No le bastaba con parecer exactamente la mujer de mi vida, con tener los ojos 

más atractivos que yo había visto nunca en la realidad o en las películas, más 

dulces y sentimentales que los de Julie Christie en Doctor Zhivago, más 

intensos que los de Faye Dunaway en Bonnie & Clyde, por poner dos ejemplos 

mayores: además era cantante de baladas... ¿cantaría con un traje de noche 

negro, ceñido y escotado, envuelta en un círculo de luz? Aquello era lo máximo. 

Se quedó unos segundos en silencio, con la mirada perdida, mirando de soslayo 

hacia el mostrador, pero enseguida volvió de su ensimismamiento y le dio una 

calada al cigarrillo. Estaba un poco nerviosa, fumaba para darse ánimos.

-Pero el local es pequeño, y si recargarnos mucho el precio de las copas para 

costear el equipo y los músicos la gente no va -dio una calada más fuerte, con la 

cabeza baja, y cuando volvió a alzarla sus ojos me miraron tras una gasa azul- 

Así que un cliente que entiende de estas cosas nos dijo que si veníamos al 

Ayuntamiento vosotros podíais damos una pequeña subvención, nos bastaría 

con muy poco... Hablaba con un acento suave y monótono, no exagerado, pero 

sí muy perceptible, como el olor discreto a una colonia muy fresca que venía de 

ella, un acento del norte, asturiano o vasco, que daba a todas las cosas que decía 

una dulzura irresistible, aunque sin duda involuntaria, como si me estuviera 

haciendo una confesión íntima o suplicándome un favor del que dependía su 

vida. Me acordé de las novelas que leía por las tardes en la cama, de esa escena 

estupenda que solía haber en todas ellas en que un detective privado recibía en 

su despacho la visita de. una mujer guapa, fumadora y enigmática. Pero en 

ninguna de esas novelas el héroe era funcionario municipal, ni la fumadora 

enigmática iba a pedirle una subvención...

-Las cosas no están yendo muy bien últimamente, la verdad -continuó, y la 

mirada se le quedó ausente, pero también alerta, como aprendí enseguida que le 

ocurría con frecuencia-. Y la música en vivo sale más cara de lo que nosotros 

pensábamos. Si no nos das pronto esa subvención lo más probable es que 

tengamos que cerrar. Así de claro.

Dio un suspiro, apagó el cigarrillo, cruzó las manos sobre sus incomparables 

rodillas. Me halagaba y al mismo tiempo me asustaba. ¡Con la típica ignorancia 

del público acerca de los procedimientos administrativos ella pensaba que 

dependía personalmente de mí, un simple funcionario, la resolución inmediata 

de su solicitud! Yo no quería defraudarla, pero tampoco me atrevía a darle falsas 

esperanzas... ¿Cómo iba a decirle que una subvención sólo podía concederse por 

iniciativa del concejal de Fiestas, quien regresaría de Salzburgo a principios del 

horrible septiembre, es decir, casi tres semanas más tarde? Le expliqué, con la 

boca seca, que lo primero de todo era presentar un dossier y rellenar una 

solicitud, adjuntarle las correspondientes pólizas y entregarlo todo en Registro, 

y que posteriormente había unos trámites imposibles de evitar, y según iba yo 

hablando la expresión de sus ojos viraba del verde al gris y de la confianza al 

desengaño, como un día que se va volviendo invernal y nublado.

-¿De verdad que no puedes hacer nada para abreviar las cosas? Tampoco nos 

haría falta mucho dinero -dijo,y la súplica le devolvió un instante el brillo verde 

húmedo a sus ojos- Una cosa provisional, para salir del paso por ahora...

Podía decirle la verdad, que hasta septiembre no había nada que hacer, y en ese 

caso era posible que tuviera que Cerrar el bar, que su carrera de cantante se 

arruinara, que yo no volviera a verla, y que además comprendiera, con absoluto 

desprecio, que yo no era nadie en aquella oficina. Pero también podía utilizar, 

como don Cecilio Nombela, la astucia municipal de la dilación, decirle que tenía 

que hacer un par de consultas, sugerirle que volviera a la mañana siguiente. Eso 

era lo que de inmediato me importaba. decidí asegurarme de que no tendría 

más remedio que volver.

-Déjalo de mi mano -le dije, atreviéndome a llamarla de tú- Veré lo que se puede 

hacer. A lo mejor con un decreto de Alcaldía...

-¿De verdad vas a intentarlo? -me hablaba como si me conociera de toda la, 

vida, como depositando la suya en mis manos, en mi benevolencia y en mi 

potestad de funcionario, de jefe de negociado, imaginaba ella. ¿Me miraría igual 

si conociera mi categoría lamentable de auxiliar interino? La cité para la 

mañana siguiente: anoté en el cartapacio la hora con cierto misterio, y para 

subrayar el efecto dibujé un círculo rojo alrededor de la fecha en el calendario de 

la escribanía de don Cecilio, que era un artefacto repujado, regalo de onomástica 

de la persistente María Angustias.

-Mañana -repetí, abriéndole con galantería la puerta del mostrador, aunque sin 

lograr esa proximidad de casi roce en la que era maestro don Cecilio- A las diez 

en punto.

Me alargó la mano al despedirse, y como yo era tan sentimental me emocionó 

estrecharla, notando en ella esa mezcla de decisión y de fragilidad que 

correspondía exactamente a la mano de la mujer de mi vida. Cuando la estaba 

viendo irse por el deprimente corredor flanqueado de taquillas metálicas 

pintadas de gris se dio la vuelta y yo estuve a punto de enrojecer, como si me 

hubiera sorprendido espiándola. Se había puesto unas gafas de sol.

-Oye,perdona, pero es que no me atrevía a decírtelo -la sonrisa adquirió una 

irresistible actitud de disculpa, y la veladura de los cristales de las gafas les daba 

de pronto una presencia misteriosa a sus ojos- ¿Por qué no te pasas esta noche a 

tomar una copa? A condición de que no pienses que queremos sobornarte...

Dije que sí, asintiendo mucho, murmurando algo sobre la conveniencia de la 

visita de aquella noche al bar, con objeto de realizar un informe técnico. La vi 

desaparecer al fondo del pasillo y ya no hice nada en toda la mañana, en las 

cinco horas eternas que aún me quedaban para fichar de salida, y ni siquiera 

disfruté del desayuno y del paseo ulterior con la misma aplicación de otros días. 

De pronto estaba haciendo más calor. En vez de leer plácidamente o de dormir, 

pasé las horas de la siesta agobiado por trastornos sensuales de la imaginación 

tan febriles como los que pasaba en los veranos de mis catorce años. Pensé que 

no podría oportar la impaciencia de que llegara la noche, la incertidumbre sobre 

si escucharía cantar a la mujer de mi vida.

(Continuará)


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