Antonio Muñoz Molina 31/07/1995
Con qué arte me levanté nada más verla del sillón de don Cecilio Nombela
prácticamente en mitad de un giro, un poco al modo de quien se baja de un
coche en marcha o cruza con desenvoltura la puerta dorada y también giratoria
de un hotel de lujo. Discípulo del insigne dandy municipal, aun en mi modestia
de auxiliar y en mi interinidad desvalida, imité a don Cecilio en la manera
gallarda y calmosa en que cruzaba la oficina para aproximarse al mostrador.
cuando aparecía en él una mujer guapa (al resto del público, hombres o
mujeres, incluidos concejales, don Cecilio no los veía ni los escuchaba, a lo más
que llegaba era a mirar en dirección a ellos con las gafas en la punta de la nariz y
una indiferencia pétrea).La chica, que debía de ser algo más joven que yo, unos
veintitantos años, tenía los codos apoyados en el mostrador y me miraba
sonriendo. He dicho que parecía exactamente la mujer de mi vida, y todavía lo
mantengo, pero no era lo que don Cecilio habría llamado un monumento, y
hasta es posible que no hubiera provocado el odio inmediato de María Angustias
Miriguillón, que agrupaba en la categoría de tías guarras a todas las mujeres
hacia las que don Cecilio mostraba algún indicio de predilección. No era muy
alta, y en sus hombros y en sus brazos desnudos había como un principio de
fragilidad que confirmaba la expresión de sus ojos.
-Estoy en una situación difícil. Me han dicho que usted me la podía resolver...
Uno no miraba aquellos ojos, pense mas tarde, cuando ya había sido arrebatado
y trastornado, uno se asomaba a ellos como a una penumbra verde y húmeda de
selva, como a luz de amanecer junto al mar. Eran tan claros y hondos que
mirada no se podía apenas sostener, porque parecía al mismo tiempo que me
adivinaban los pensamientos más secretos y que me ofrecían en
correspondencia la intimidad desnuda de un alma. Eran unos ojos que parecían
irradiar espontáneamente y con una generosidad inmediata las mejores
cualidades del alma humana, la ternura, el desamparo, la melancolía, la
cortesía, la soledad, el fervor, la pura belleza. Según les diera la luz oscilaban
entre el verde y el gris, y cualquier cosa en que ella los detuviera se volvía
instantáneamente memorable. No la había visto nunca y sin embargo tenía la
sensación misteriosa de reconocerla.
-A ver, explíquemelo que le pasa -dije, en mi calidad de funcionario modelo, de
joven empleado municipal que atiende al público con prontitud y cortesía, sin la
antipática hostilidad que era la leyenda negra de los funcionarios, como decía
doña Flori. Me incliné afablemente hacia ella, desde mi lado del mostrador, y
observé con disimulo y sobresalto el ancho hueco en penumbra de un escote en
el que se vislumbraba una blancura suculenta, posiblemente sin sujetador.
Tenía los codos apoyados en el mostrador, y ese gesto acentuaba la fragilidad
conmovedora de sus hombros. Llevaba una de aquellas camisetas que estaban
de moda en los veranos, las inolvidables camisetas sin mangas y con las
aberturas laterales tan anchas que en cualquier escorzo femenino descubría uno
fugazmente, en medio de la calle o en la terraza de un bar, un pecho inesperado
y desnudo, velado de penumbra. Pero ya he dicho que no era una mujer
provocadora o exuberante: tampoco yo era un sátiro moscón. A mí lo que me
ocurría era que me enamoraba enseguida de las mujeres que me gustaban
mucho, preferible mente las desconocidas con ojos claros y acento suave y
forastero, con la boca dibujada y carnal, con un punto agreste en la piel de los
pómulos muy pronunciados, con el pelo negro, muy corto y un poco despeinado,
con un matiz de negligencia y de ensimismamiento en su manera de caminar y
de vestir. ¡Con razón Marce, mi compañera, me acusaba de inmadurez y de
adolescencia retardada en aquellag agotadoras sesiones de sinceridad en que
nos lo contábamos todo!
El amor, que unos segundos antes había hecho de mí un funcionario modélico,
ahora me convertía en un caballero: abrí la puertecilla del mostrador y le
indiqué no sin magnanimidad que se sentara en el sillón reservado por don
Cecilio para sus visitas de más protocolo, las únicas que le inducían a sentarse,
al otro lado de su mesa y justo enfrente de su sillón giratorio. Era uno de los
primeros veranos en que volvía a ponerse de moda la minifalda. ¡Mañanas de
agosto en las que no había nada, como ir por la ciudad mirando las piernas
recién liberadas de las mujeres, las espléndidas piernas activas y desnudas que
volvían después de un cautiverio de oscuridad y de faldas largas que había
durado insoportablemente mucho más de una década! Mi visitante llevaba una
admirable minifalda hecha de un tejido veraniego y liviano, algodón o lino, y
culminaba mi secreta delicia con unas sandalias simples de tiras de cuero.
Me senté frente a ella, las manos unidas por las yemas de los dedos, justo a la
altura de la nariz (cuando don Cecilio hacía ese gesto aprovechaba para olerse
las uñas), imprimiendo un leve movimiento lateral al sillón. Delante de mí
estaba el cartapacio sobre el que María Angustias Minguillón depositaba cada
mañana un caramelo de eucalipto. Extraje de él uno de los folios con el
membrete del Ayuntamiento y seleccioné en la escribanía de don Cecilio un
bolígrafo que no tuviera mordido el capuchón. Había observado que don Cecilio,
cuando hablaba con una visita o con el concejal, tomaba siempre notas ilegibles.
Cuando la visita se iba o el concejal daba la vuelta don Cecilio hacía un
cucurucho con el papel de las notas y lo tiraba.certeramente a la papelera.
-Así estamos más cómodos -dije, echado hacia atrás en el sillón, con las piernas
cruzadas, jugando con el bolígrafo en la mano derecha, sobre el cartapacio
abierto, como un perfecto idiota, la verdad-. Usted dirá.
-Tengo un bar -dijo, pero enseguida añadió una correccion sospechosa-: Bueno,
tenemos un bar. En la zona de las copas, ya sabes, bueno, muy cerca pero un
poco apartado, en un callejón, no sé explicártelo muy bien porque sólo llevo
aquí unos meses, todavía me hago un lío con las calles, y con los nombres de las
calles, sobre todo... ¿Te importa que fume?
Casi me había conmovido que me apeara el tratamiento, como decía don
Cecilio: pero no estaba seguro de ser capaz de hablarle con soltura de tú. Le dije
que sí, que podía fumar, y empujé hacia ella a través de la mesa el cenicero de
cristal tallado que todos los días, a la hora de salir, María Angustias Minguillón
le limpiaba personalmente a don Cecilio, no sin sacarle la cuenta, con cariñosa
censura, de los cigarrillos que había fumado a lo largo de la mañana. Me dispuse
a mirarla fumar con el mismo, recogimiento con que se dispone un melómano a
escucharle un aria a su soprano favorita, y digo esto de los melómanos porque
entonces empezaba a haber muchos, uno de ellos nuestro concejal, que tenía la
idea, marrulleramente saboteada por don Cecilio, de organizar en nuestra
ciudad unas jornadas de ópera.
-Un bar pequeño -dijo la chica, inhalando con avidez y expulsándolo luego con
lentitud y alivio, el humo azul enturbiándole los ojos una fracción de segundo,
detenido unos instantes en su boca entreabierta, el humo tóxico y perfumado
que estaba inundando las honduras rosadas de sus pulmones- Se llama Trauma.
Antes se llamaba La Besana, pero no nos gustó el nombre, así que lo
cambiamos, Trauma suena mejor, no crees, más moderno, y tampoco podíamos
cambiar muchas cosas más, porque no es que tengamos mucho dinero, al menos
lo hemos pintado, y le pusimos ese escenario pequeño al fondo, bueno, no es un
escenario, una tarima, lo justo para el piano vertical. Pensamos que si hacíamos
música en vivo atraeríamos a la gente, no todas las noches, claro, sólo algunas,
los fines de semana, ya hemos organizado algunos conciertos, jam-sessions, más
bien, con gente de aquí, bueno, y yo también canto un poco, aunque me da
vergüenza siempre...
-¿En qué estilo? -dije, ronco, ya entregado.
-Jazz -pronunció esa palabra con un acento adorable- Baladas sobre todo,
canciones de Porter o Gerswhin...
No le bastaba con parecer exactamente la mujer de mi vida, con tener los ojos
más atractivos que yo había visto nunca en la realidad o en las películas, más
dulces y sentimentales que los de Julie Christie en Doctor Zhivago, más
intensos que los de Faye Dunaway en Bonnie & Clyde, por poner dos ejemplos
mayores: además era cantante de baladas... ¿cantaría con un traje de noche
negro, ceñido y escotado, envuelta en un círculo de luz? Aquello era lo máximo.
Se quedó unos segundos en silencio, con la mirada perdida, mirando de soslayo
hacia el mostrador, pero enseguida volvió de su ensimismamiento y le dio una
calada al cigarrillo. Estaba un poco nerviosa, fumaba para darse ánimos.
-Pero el local es pequeño, y si recargarnos mucho el precio de las copas para
costear el equipo y los músicos la gente no va -dio una calada más fuerte, con la
cabeza baja, y cuando volvió a alzarla sus ojos me miraron tras una gasa azul-
Así que un cliente que entiende de estas cosas nos dijo que si veníamos al
Ayuntamiento vosotros podíais damos una pequeña subvención, nos bastaría
con muy poco... Hablaba con un acento suave y monótono, no exagerado, pero
sí muy perceptible, como el olor discreto a una colonia muy fresca que venía de
ella, un acento del norte, asturiano o vasco, que daba a todas las cosas que decía
una dulzura irresistible, aunque sin duda involuntaria, como si me estuviera
haciendo una confesión íntima o suplicándome un favor del que dependía su
vida. Me acordé de las novelas que leía por las tardes en la cama, de esa escena
estupenda que solía haber en todas ellas en que un detective privado recibía en
su despacho la visita de. una mujer guapa, fumadora y enigmática. Pero en
ninguna de esas novelas el héroe era funcionario municipal, ni la fumadora
enigmática iba a pedirle una subvención...
-Las cosas no están yendo muy bien últimamente, la verdad -continuó, y la
mirada se le quedó ausente, pero también alerta, como aprendí enseguida que le
ocurría con frecuencia-. Y la música en vivo sale más cara de lo que nosotros
pensábamos. Si no nos das pronto esa subvención lo más probable es que
tengamos que cerrar. Así de claro.
Dio un suspiro, apagó el cigarrillo, cruzó las manos sobre sus incomparables
rodillas. Me halagaba y al mismo tiempo me asustaba. ¡Con la típica ignorancia
del público acerca de los procedimientos administrativos ella pensaba que
dependía personalmente de mí, un simple funcionario, la resolución inmediata
de su solicitud! Yo no quería defraudarla, pero tampoco me atrevía a darle falsas
esperanzas... ¿Cómo iba a decirle que una subvención sólo podía concederse por
iniciativa del concejal de Fiestas, quien regresaría de Salzburgo a principios del
horrible septiembre, es decir, casi tres semanas más tarde? Le expliqué, con la
boca seca, que lo primero de todo era presentar un dossier y rellenar una
solicitud, adjuntarle las correspondientes pólizas y entregarlo todo en Registro,
y que posteriormente había unos trámites imposibles de evitar, y según iba yo
hablando la expresión de sus ojos viraba del verde al gris y de la confianza al
desengaño, como un día que se va volviendo invernal y nublado.
-¿De verdad que no puedes hacer nada para abreviar las cosas? Tampoco nos
haría falta mucho dinero -dijo,y la súplica le devolvió un instante el brillo verde
húmedo a sus ojos- Una cosa provisional, para salir del paso por ahora...
Podía decirle la verdad, que hasta septiembre no había nada que hacer, y en ese
caso era posible que tuviera que Cerrar el bar, que su carrera de cantante se
arruinara, que yo no volviera a verla, y que además comprendiera, con absoluto
desprecio, que yo no era nadie en aquella oficina. Pero también podía utilizar,
como don Cecilio Nombela, la astucia municipal de la dilación, decirle que tenía
que hacer un par de consultas, sugerirle que volviera a la mañana siguiente. Eso
era lo que de inmediato me importaba. decidí asegurarme de que no tendría
más remedio que volver.
-Déjalo de mi mano -le dije, atreviéndome a llamarla de tú- Veré lo que se puede
hacer. A lo mejor con un decreto de Alcaldía...
-¿De verdad vas a intentarlo? -me hablaba como si me conociera de toda la,
vida, como depositando la suya en mis manos, en mi benevolencia y en mi
potestad de funcionario, de jefe de negociado, imaginaba ella. ¿Me miraría igual
si conociera mi categoría lamentable de auxiliar interino? La cité para la
mañana siguiente: anoté en el cartapacio la hora con cierto misterio, y para
subrayar el efecto dibujé un círculo rojo alrededor de la fecha en el calendario de
la escribanía de don Cecilio, que era un artefacto repujado, regalo de onomástica
de la persistente María Angustias.
-Mañana -repetí, abriéndole con galantería la puerta del mostrador, aunque sin
lograr esa proximidad de casi roce en la que era maestro don Cecilio- A las diez
en punto.
Me alargó la mano al despedirse, y como yo era tan sentimental me emocionó
estrecharla, notando en ella esa mezcla de decisión y de fragilidad que
correspondía exactamente a la mano de la mujer de mi vida. Cuando la estaba
viendo irse por el deprimente corredor flanqueado de taquillas metálicas
pintadas de gris se dio la vuelta y yo estuve a punto de enrojecer, como si me
hubiera sorprendido espiándola. Se había puesto unas gafas de sol.
-Oye,perdona, pero es que no me atrevía a decírtelo -la sonrisa adquirió una
irresistible actitud de disculpa, y la veladura de los cristales de las gafas les daba
de pronto una presencia misteriosa a sus ojos- ¿Por qué no te pasas esta noche a
tomar una copa? A condición de que no pienses que queremos sobornarte...
Dije que sí, asintiendo mucho, murmurando algo sobre la conveniencia de la
visita de aquella noche al bar, con objeto de realizar un informe técnico. La vi
desaparecer al fondo del pasillo y ya no hice nada en toda la mañana, en las
cinco horas eternas que aún me quedaban para fichar de salida, y ni siquiera
disfruté del desayuno y del paseo ulterior con la misma aplicación de otros días.
De pronto estaba haciendo más calor. En vez de leer plácidamente o de dormir,
pasé las horas de la siesta agobiado por trastornos sensuales de la imaginación
tan febriles como los que pasaba en los veranos de mis catorce años. Pensé que
no podría oportar la impaciencia de que llegara la noche, la incertidumbre sobre
si escucharía cantar a la mujer de mi vida.
(Continuará)
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