Antonio Muñoz Molina 30/07/1995
Un relato de No había días mejores en aquella oficina municipal donde pasé
tantos años que los días anchos y tranquilos del mes de agosto, los días
laborables tan silenciosos como los de un monasterio en que todos los jefes
estaban de vacaciones y el público apenas se aventuraba en las dependencias
desiertas. Uno pasaba las mañanas mano sobre mano, leyendo el periódico o
haciendo crucigramas, respondiendo muy de tarde en tarde a un oficio y
cumplimentando con desgana las raras solicitudes que subían del Registro.
¡Días felices en los que se llegaba al trabajo a la hora más fresca del día , las ocho
de la mañana, sin apuros por fichar, sin miedo a ser el último, el más distraído y
despeinado, y en que apenas pasada una hora ya llegaba el turno de desayunar,
y aún estaba muy fresco el aire, y en vez de los treinta minutos usuales podía
uno quedarse hasta tres cuartos de hora dando un paseo por una piaza recien
regada y fragante por la que cruzaban empleadas muy jóvenes camino de las
tiendas!
Eran dependientas de zapaterías, de perfumerías, de boutiques, y parecían
vestidas y maquilladas no para el trabajo, sino para alguna fiesta matinal, una
celebración del fresco de las mañanas de agosto o de la pura felicidad del
verano. Por el edificio entero del Ayuntamiento se respiraba una calma de
lamasería o de clausura, pero donde más tranquilidad podía disfrutarse era
precisamente en el negociado donde yo trabajaba, el de Fiestas y Varios, que
aún no se llamaba Área de Cultura y Participación Ciudadana, como se llamó
más tarde, cuando las cosas cambiaron, se hicieron más complicadas y
recibieron otros nombres cuando todo el mundo, menos yo, empezó a
prosperar, a Cambiarse de peinado y de indumentaria.
En el negociado de Fiestas y Varios, el verano era una estación maravillosa, y el
mes de agosto un paraíso oculto, por que el concejal se había ido en peregrina
ción por los festivales culturales y teatrales de toda europa, y nos mandaba de
vez en cuando postales desde Salzburgo, Bayreuth o Edimburgo, y el jefe de
neociado, el imponente don Cecilio Nombela, que escribía a máquina de pie,
para que no se le estropeara la raya del pantalón, estaba de vacaciones. en su
apartamento de la costa, pues era privilegio de los jefes irse de vacaciones en
agosto, y prueba de la baja jerarquía de los auxiliares administrativos,el que
tuviéramos que irnos cuando a los demás mejor les viniera, atendiendo más a la
marcha de la oficina que a nuestra conveniencia. Se había ido el concejal, se
había ido don Cecilio Nombela, y también doña Flori, la subjefa del
subnegociado de Varios, que aunque estaba nominalmente a las órdenes de don
Cecilio se empeñaba en mantener una pequeña tarifa de autonomía
administrativa, y aseguraba que, igual que ella no se metía en los asuntos de
Fiestas, tampoco don Cecilio tenía autoridad para inmiscuirse en Varios,
departamento al que correspondían tareas misteriosas y certificaciones residuales,
y que ocupaba algo menos de la mitad de la mesa en la que yo solía sentarme.
Como esos territorios en que la política impone a la geografía divisiones absurdas,
una línea muy nítida, aunque imaginaria, separaba Fiestas de Varios, y aunque
don Cecilio Nombela tenía su propia mesa (aparte de la repisa de la ventana en
que apoyaba su máquina) cuidaba mucho de que doña Flori no traspasara la línea
divisoria o paralelo treinta y ocho entre las dos dependencias, y siendo yo, como si
dijéramos, la fuerza de ocupación en la que se apoyaba su dominio, me animaba
siempre por lo bajo a no ceder ni un milímetro, y si doña Flori adelantaba con
ademán subrepticio una carpeta de expedientes me indicaba por señas que yo la
apartara de un codazo o que emprendiera una expedición correlativa de castigo,
dejando como por casualidad un pisapapeles o un libro de registro al otro lado de
la zona fronteriza.Parte de la dificultad de doña Flori para mantener la soberanía
sobre su territorio procedía del escaso volumen de actividad del departamento de
Varios, y también de que entre sus filas había una quinta columna. Las filas, por
así decirlo, y la quinta columna consistían en la misma persona, la auxiliar
administrativa asignada a Varios, que era una senorita enlutada y como antigua,
con una cara pálida y pánfila que solía estar vuelta hacia don Cecilio en actitud de
adoración. María Angustias Minguilló, en aquel negociado, ocupaba junto a mí la
parte más humilde, pero ella tenía la cuantiosa ventaja de ser funcionaria en
propiedad, no como yo, que era un interino. María Angustias pertenecía, como
solía decirse, a la Casa, siendo además hija, nieta, hermana y sobrina de
funcionarios municipales, y habría sido madre, amante o esposa también si don
Cecilio alguna vez accediera a corresponder a su pasión, que María Angustias
atentaba sin ningún éxito desde la adolescencia. Sin ningún éxito y sin que don
Cecilio se diera por enterado, pues la trataba con más deferencia paternal que otra
cosa, dejándose prodigar homenajes menores, como los caramelos para la tos que
María Angustias dejaba encima de su mesa o junto a su máquina de escribir cada
vez que don Cecilio sucumbía a su bronquitis crónica. María Angustias a quien
tenía que obedecer era a doña Flori, pero ésta no se encontraba en condiciones de
mandarle mucho, así que la enamorada dedicaba el tiempo a cuidar los papeles y
el bienestar de su ídolo, y en las sordas disputas territoriales sobre la soberanía de
la mesa adoptaba con escrúpulos de disimulo el partido contrario a doña Flori,
quien en consecuencia cada vez se veía reducida a un espacio más angosto, casi
a una esquina de la mesa metálica donde tenía su máquina de escribir, su cajón y
sus bandejas de entrada y de salida de documentos, así como un bolso de lana en
el que guardaba las labores de ganchillo a las que se dedicaba en las horas de
poca actividad. Era una señora digna, con el pelo cardado, con cara de bondad y
de poco carácter, que se empolvaba la cara y se pintaba los labios con un frunce
rojo de actriz antigua. Un día apareció un individuo a pedir o a recoger un
certificado, y doña Flor¡ lo miró con hostilidad y reserva, como miraba a todos los
que no eran de La Casa, sino de La Calle.
-¿Es usted la señora de Varios?
-preguntó el desaprensivo, y doña Flori respondió con entereza magnífica:
-No señor, yo soy la señora de uno solo, que es mi marido.
Pero con la llegada de agosto se declaraba también el cese de las hostilidades
territoriales, y yo, que durante todo el año me veía encogido en mi fracción de la
mesa, en la superpoblada oficina, entre doña Flor¡ y María Angustias Minguillón y
don Cecilio Nombela, ahora disfrutaba de un espacio vital prácticamente ilimitado,
pues María Angustias, aun siendo auxiliar, se las arreglaba para tomar también las
vacaciones en agosto, y se decía que se iba a la misma urbanización costera
donde veraneaba don Cecilio, y que una siesta de mucho calor, desesperada por
la temperatura y por la avidez amorosa, se había presentado en su apartamento y
le había dicho en cuanto él abrió:
-Don Cecilio, vengo a que me deshonre usted.
Pero a mí no me parecía, mirándola, que don Cecilio la hubiera deshonrado. Don
Cecilio era un dandy cincuentón, una leyenda viva no sólo en la Casa, sino
también en la ciudad, o en La Calle, para decirlo en los términos funcionariales.
Don Cecilio era un tenorio del que se contaban proezas y seducciones
legendarias, un caballero. que podía haber llevado botines, sombrero de fieltro y
bastón, y que llegaba a la oficina en las mañanas de invierno con un abrigo color
crema y una bufanda blanca, se frotaba las manos, nos saludaba a doña Flori y a
mí con una inclinación de cabeza, le agradecía a María Angustias el caramelo de
eucalipto que ya estaba sobre su mesa y a continuación encendía un pitillo y se
ponía a escribir a máquina de pie, con mucha displicencia, usando sólo los dedos
índices, de espaldas a nosotros, sus subordinados, como oficiaban antes los
sacerdotes en la misa. La raya de su pelo todavía negro era tan recta como la de
su pantalón. A mí me tenía cierto respeto porque aún siendo auxiliar interino era
varón y tenía estudios superiores. Se bajaba las gafas hasta la punta de la nariz y
me señalaba con un ademán de complicidad y desdén al elemento femenino de
nuestro negociado:
-Mateo, usted que ha estudiado Filosofía, ¿está de acuerdo con Séneca en que el
alma de la mujer es de una calidad inferior a la del hombre?
A mí don Cecilio, más que de auxiliar administrativo, me tenía de ordenanza, y
algunas veces hasta me pedía amablemente que le bajara por tabaco, lo cual
sumía a María Angustias en un arrebato de agravio y de celos, porque ella
aspiraba en su insensatez amorosa a cumplir todos los deseos del jefe. Don
Cecilio exhibía el pelo negro y una dentadura esplendorosa, pero cuando le daban
los ataques lóbregos de tos matinal acababa despeinado y tapándose mucho la
boca con las manos, y entonces cualquiera, salvo María Angustias Minguillón,
advertía que. el pelo era teñido, y los dientes postizos.
Ahora, en agosto, yo me sentaba, no sin cierta audacia, en el sillón negro y
giratorio que don Cecilio no usaba para no arrugarse el pantalón, y desplegaba el
periódico abierto sobre el gran espacio indisputado de su mesa, y no me
desagradaba que algún raro usuario de nuestro departamento (alguien de la calle,
desde luego) se aproximara a mí con un aire medroso, o de simple respeto,
atribuyéndome personalmente a mí la estatura jerárquica que correspondía al
sillón y a la mesa.
-Perdone usted, ¿es aquí donde dan los certificados de residencia?
-No señor, eso es en Estadística.
¡Mañanas con un olor a calles regadas entrando por las ventana abierta de la
oficina, y a café caliente, y a tostadas, y al papel del periódico que yo podía leer sin
esperar a que me llegara mi turno, porque era el periódico al que estaba suscrito el
negociado, y se accedía a su lectura por riguroso escalafón, de modo que cuando
llegaba a mí ya era media mañana y estaba descabalado y como usado, como si
trajera las noticias de varios días atrás!
El concejal repetía siempre, con aire de importancia, que abril era el mes más
cruel, pero en eso se notaba que era un jefe, porque para el personal subalterno el
mes más cruel era con diferencia septiembre, los primeros días luctuosos de ese
mes horrible en que el alcalde, los concejales y todos los jefes se incorporaban a
las oficinas, y se notaba ya en el edificio una trepidación de actividad tan
perceptible como el ruido multiplicado del tráfico en las calles, que hasta unos días
antes permanecieron deliciosamente vacías.
¡Mañanas municipales espléndidas, por los callejones próximos al ayuntamiento,
con las manos en los bolsillos y el periódico bajo el brazo, con el estómago
confortado por las tostadas y el café, con una expectativa de indolencia que se
prolongaría sin sobresalto hasta las dos de la tarde, porque en verano salíamos a
esa hora, y no a las tres, y eso equilibra ba y ampliaba para nosotros las
dimensiones del día, permitiéndonos tomar una caña antes de comer y volver a
casa sin agobio! Yo entonces no tenía obligaciones, e iba a comer a un restaurante
barato y limpio donde me conocían por mi nombre y me daban platos
sustanciosos, gazpachos frescos con generosa guarnición de pepino y pimiento,
guisos de ternera o potajes calientes que me provocaban enseguida sudores de
agobio y me empujaban a un sueño delicioso, en mi piso de alquiler en el que
pasaba sin hacer nada las tardes, tumbado en la cama, en calzoncillos, leyendo si
acaso novelas policiales de una colección de kiosco que publicaba todas las
semanas la editorial Bruguera, el admirable Club del Crimen, que tenía las
portadas en colores muy fuertes e ilustraciones interiores en blanco y negro que
imitaban las de las novelas antiguas, las novelas baratas que había leído la
generación de mis padres.
No tenía teléfono, ni lo echaba en falta. Para hablar con mi compañera, a la que
aún no le habían concedido el tras lado desde Castellón, usaba los teléfonos de la
oficina, y como no había jefes cerca podía pasarme hablando sin apuro tan to
tiempo como me apeteciera. Ella era administrativa en la delegación provincial de
Correos. En cuanto le dieran el tras lado pensábamos irnos a vivir juntos. Al
principio viviríamos en el mismo piso amueblado que yo ocupaba ahora, pero
Marce, mi compañera, tenía, a diferencia de mí, ambiciones inmobiliarias, y me
asustaba haciendo cálculos de los créditos y las hipotecas que nos harían falta
para tener un piso de nuestra propiedad y empezar una verdadera vida juntos. Con
Marce la verdad es que yo sentía un cierto complejo, porque ganaba casi el do ble
que yo, y no sólo porque en la administración local, como se quejaban amar
gamente todas las mañanas mis compañeros, fuéramos los parias de los
funcionarlos, sino porque ella era administrativa y tenía plaza en propiedad y un
par de trienios y yo era auxiliar y además interino, así que según la idea del mundo
de mis compañeros de oficina ocupaba un limbo extraño entre La Casa y la Calle,
una condición tan inestable y frágil que no cabía cimentar sobre ella ningún por
venir.
En un rapto de empuje me compré un temario para las oposiciones a auxiliares, y
algunas tardes, cuando volvía de comer con la somnolencia del verano y del
potaje, me llevaba el mazo de folios fotocopiados a la cama y seleccionaba un
tema dispuesto a familiarizarme con él antes de aprendérmelo de memoria, pero
no había pasado ni un minuto cuando ya estaba dormido y respiraba suavemente
con los folios sobre mi cara, o simplemente veía sobre la mesa de noche la novela
que había dejado interrumpida la noche anterior y me prometía que en cuanto me
enterara de quién era el asesino me pondría a estudiar, o bien que lo más juicioso
era llevarse el temario a la oficina y estudiar allí, con la tranquilidad y el fresco de
la mañana de agosto, sentado como un usurpador impune en el sillón magnífico y
giratorio de don Cecilio Nombela. Así estaba una mañana, hacia las nueve, recién
leído el periódico y haciendo tiempo para salir a desayunar, una mañana de verano
tan limpia y fresca como si acabara de amanecer, yo solo en la oficina, sin
obligaciones ni tareas, como un Adán municipal en la mañana del mundo, cuando
al girar el sillón de don Cecilio, el sillón simbólico de su potestad en el que casi
nunca se sentaba, vi al otro lado del mostrador que separaba a los funcionarios del
público a una chica de pelo corto y negro y ojos verdes y grises que parecía
exactamente la mujer de mi vida. Con un acento muy dulce, forastero, cultivado,
arrebatador, me preguntó si yo era el jefe del negociado de Fiestas y Varios, y yo
me quedé un instante en silencio y le dije que sí, que en qué podía servirla...
(Continuará)
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