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miércoles, 9 de febrero de 2022

J. .M COETZEE





                              

John M. Coetzee

(Ciudad del Cabo, 1940) Escritor sudafricano en lengua inglesa. John Maxwell Coetzee nació en Ciudad del Cabo el 9 de febrero de 1940. Cuando tenía ocho años, su familia se trasladó a Worcester, en la provincia de Karoo, una zona casi desértica. Allí transcurrió su infancia.

Su identidad étnica nunca le resultó demasiado clara: en su familia inmediata se hablaba el inglés, pero con otros parientes pesaba más el lado afrikáner, de cuya cultura, sin embargo, Coetzee se sentía muy alejado. Su filiación religiosa no fue más diáfana, pues su familia no era practicante, y a la confusión del niño se añadió el hecho de crecer con compañeros protestantes, católicos y judíos.

Su padre era abogado y, en casa, una figura cuya autoridad no siempre era bienvenida. Con su madre, profesora de escuela, sucedía algo muy distinto: el niño Coetzee desarrolló frente a ella un fuerte sentimiento de solidaridad, de mutuo apoyo, pero también de repulsión y de culpa. «Él desearía que se comportase con ella como lo hace con su hermano», escribió en Infancia, pero aclarando enseguida: «Sabe que se pondría furioso si ella comenzara a protegerlo constantemente». La niñez de Coetzee transcurrió en esos espacios alejados de la urbe y sus sofisticaciones.


Cuando tuvo que escoger estudios universitarios, se decidió por la Universidad de Ciudad del Cabo. En 1961 terminó, con resultados excepcionales, sus estudios de lengua y literatura inglesa y de matemáticas; esa doble disciplina determinó buena parte de su futuro inmediato, pues ese mismo año viajó a Londres con la intención de hacerse escritor, y fue su trabajo como programador informático el que le permitió costearse la vida en la metrópolis del imperio.

Coetzee fue contratado, no mucho tiempo después de su llegada, por IBM, pero el exceso de trabajo y la rutina pronto le resultaron insoportables, y, luego de renunciar a su trabajo, pudo dedicar más tiempo a la tesis en que estaba trabajando, un examen crítico de Ford Madox Ford con el que obtuvo, en 1963, su maestría en humanidades por la Universidad de Ciudad del Cabo. Dos años después subió a bordo de un barco italiano rumbo a Estados Unidos. Para ser precisos, su destino era Austin, Texas.

La influencia de Beckett

La Universidad de Texas sería su hábitat natural durante los años siguientes. Allí, entre varios trabajos filológicos, Coetzee escribió una disertación doctoral sobre la obra de Samuel Beckett; en la Sala de Manuscritos de la universidad encontró los cuadernos en que Beckett había escrito la novela Watt mientras se escondía de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. El descubrimiento lo marcaría para siempre, y Beckett se convertiría en una de sus influencias más notorias.

Hubo otros encuentros, tan accidentales como aquél: en la biblioteca encontró las monografías del etnólogo alemán Carl Meinhof acerca de lenguas sudafricanas como el hotentote. Eso le llevó a retroceder en el tiempo hasta encontrar los inventarios lingüísticos hechos por antiguos viajeros y misioneros, entre ellos uno de sus ancestros: Jacobus Coetzee.

En 1968, cuando se mudó a Buffalo para trabajar como profesor en la Universidad Estatal de Nueva York, Coetzee comenzó la redacción de una especie de genealogía o memoria familiar. El texto acabó por convertirse en su primera novela: Dusklands. Para cuando la publicó, en 1974, ya había abandonado Estados Unidos, y llevaba dos años ejerciendo como profesor en la Universidad de Ciudad del Cabo. Ese puesto ocuparía la siguiente década de su vida.

Durante ese tiempo, Coetzee escribió y siguió publicando con una regularidad sorprendente, como si se hubiera fijado plazos de tres años para sus novelas. En 1977 apareció En medio de ninguna parte; la repercusión de la novela fue extraordinaria, y el Premio CNA, el más prestigioso del mundo literario sudafricano, fue para Coetzee una especie de presentación en sociedad.

Luego vinieron Esperando a los bárbaros (1980), Vida y época de Michael K (1983) y Foe (1986). En las dos primeras ahondó en la condición de su país, en la culpa de los blancos colonizadores y su posible expiación. Vida y época... ganó el Premio Booker, y situó a su autor en el ámbito más amplio de la prosa en lengua inglesa. En Foe, mientras tanto, Coetzee revisitaba el mito de Robinson Crusoe, desde el punto de vista de una mujer que según Coetzee estaba en el mismo barco y que la novela de Daniel Defoe deja al margen, y reflexionaba sobre el impulso «marginador» de los hombres.

Autor consumado

El Premio Fémina de novela extranjera de 1985 y el Premio Jerusalén de 1987 confirmaron que Coetzee podía ser leído fuera del ámbito del colonialismo anglosajón. Mientras tanto, su posición académica se afianzaba, y en 1984 fue nombrado profesor de literatura general de la Universidad de Ciudad del Cabo.

Para entonces, Coetzee se había enfrentado con buenos resultados al conflicto que parecía preocupar a sus críticos más que a él mismo: ¿Cómo producir una literatura comprometida con su tiempo y a la vez capaz de incorporar los sofisticados rasgos de la prosa posmoderna? Después del experimento de Foe, Coetzee publicó su novela más clásica, La edad de hierro (1990), un texto deudor de la literatura confesional, y El maestro de Petersburgo (1994), dedicado a la figura de Fiodor Dostoievski. Con esta novela Coetzee saldó una vieja deuda -el escritor ruso es uno de los demonios presentes en su literatura- y demostró, de paso, que su trayectoria no estaba definida de antemano: cada nuevo libro significaría un nuevo desvío.

El siguiente desvío fue Desgracia, novela con la que ganó en 1999 su segundo Premio Booker. Desgracia se aleja del estilo alegórico de otros textos y utiliza procedimientos que pueden ser llamados realistas. La década de los noventa fue para Coetzee la década de la autobiografía. A pesar de sus dos libros de memorias, Coetzee no se dejaría absorber por el remolino mediático.

En 2002 se mudó a Australia, y ejerció desde entonces como profesor de la Universidad de Adelaida. La noticia de que le había sido concedido el Premio Nobel de Literatura -poco después de la publicación de Elizabeth Costello- causó una reacción doble en sus lectores: de justicia, por el reconocimiento de la importancia de su obra, y de preocupación, pues Coetzee se vería obligado por primera vez a salir de su refugio y dar la cara ante las cámaras. Era el segundo autor sudafricano en lograr el galardón, y la Academia sueca destacó la «brillantez y la honestidad intelectual» del autor, así como su «conciencia crítica».

Como sus libros, J. M. Coetzee ha hecho del aislamiento un valor. Su vida de novelista se ha mantenido al margen de los círculos sociales de la literatura; Coetzee escribe y trabaja en privado, y, al contrario de las tendencias contemporáneas, se ha asegurado de que sus datos biográficos interesen menos que sus novelas.

Desde esa perspectiva, ha llevado a cabo una de las obras más sólidas de aquello que ha dado en llamarse literatura poscolonial, aunque las etiquetas le importan poco: en sus novelas, la experiencia de su país, Sudáfrica, y la suya como hombre blanco en el territorio del apartheid, se han mezclado felizmente con el ejercicio de la crítica literaria, y han procurado no hacer del compromiso político el fetiche que es para tantos novelistas de territorios conflictivos. El hecho de que haya logrado prescindir de la propaganda, y al mismo tiempo realizar un cuestionamiento de las realidades del colonialismo equiparable al de Joseph Conrad, es el verdadero testimonio de su potencia como artista y crítico social.
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/coetzee.htm









Una historia



No siente culpa. Eso es lo que la sorprende. Ninguna culpa.



Una vez por semana, a veces dos, va a la ciudad, al departamento de ese hombre, se desviste, le hace el amor, vuelve a vestirse, sale del departamento y conduce hasta la escuela para recoger a su hija y a la hija de una vecina. Ahí en el auto, camino a casa, escucha lo que le cuentan de la escuela. Después, mientras las dos nenas comen galletitas y miran televisión, se da una ducha, se lava el pelo, se refresca, se renueva. Sin culpa. Tarareando bajito.



¿Qué clase de mujer soy?, se pregunta alzando la cara para recibir la lluvia de agua caliente, sintiendo el suave golpeteo de las gotitas sobre los párpados, sobre los labios. ¿Qué clase de mujer seré, que todo esto se me hace tan fácil, la falta de lealtad, la infidelidad?



Infidelidad: esa fue la palabra que se dijo en el instante en que el hombre se deslizó adentro de ella por primera vez. Todo lo anterior se podía disculpar, se podía borrar hablando: los besos, el desvestirse, las caricias, los toqueteos íntimos. A todo eso se le podía dar otro nombre; se podía decir que era juguetear, por ejemplo, juguetear con la infidelidad, incluso con la idea de infidelidad. Algo así como mojarse los labios con una bebida pero sin tragarla. No era la cosa concreta. Pero cuando él se deslizó adentro, lo que fue fácil y placentero, hubo algo irreversible, la cosa real. Estaba sucediendo; ya había sucedido.



Ahora traga la bebida todas las veces. No puede esperar para engullirlo a él en su cuerpo. ¿Qué clase de mujer soy? Y la respuesta parece ser: soy una mujer espontánea. Sé (¡por fin!) lo que quiero. Consigo lo que deseo y me siento satisfecha. Lo deseo sin cesar, pero cuando lo tengo, me siento satisfecha. Por lo tanto, no soy insaciable; no, no soy una mujer insaciable.



Espejito, espejito colgado en la pared: dime la verdad.



Él no es del tipo hogareño, pero cuando ella viene, compra sushi y después, si hay tiempo, se sientan en el balcón, miran el tráfico que pasa y comen sushi.



A veces, en lugar de sushi, él compra baklava. No hay una relación evidente entre los días de sushi y los días de baklava. Todos los días, todas las veces, todo es igual de espontáneo, igual de satisfactorio.



Cada tanto, el marido se queda fuera toda la noche por cuestiones de negocios. Ella no aprovecha esa libertad para pasar la noche entera con el hombre. Tiene una idea clara sobre los límites de lo que hay entre ellos, sobre los límites que ella quiere ponerle. Específicamente, no quiere que lo que hay entre ellos contamine su hogar, que incluye el matrimonio.



Lo que hay entre ellos todavía no tiene un nombre. Cuando se termine, lo tendrá: un affaire. Una vez tuve un affaire con un hombre que no conocía, le confesará a alguna amiga mientras toman un café. No se lo dije a nadie, tú eres la primera, prométeme que no lo vas a contar. Fue un affaire que duró tres meses, o seis, o tres años. Cosa del pasado. Algo sorprendente por lo simple, por lo agradable, tan agradable que nunca intenté repetirlo. Por eso puedo contártelo, porque es parte del pasado, parte de lo que yo solía ser, de lo que me ayudó a ser la que soy, pero no parte de mí. Era infiel, pero todo eso se terminó. Soy fiel de nuevo. Ahora soy íntegra.



El marido viaja por negocios y ella lo llama a medianoche.



—¿Dónde estás? —le pregunta. Y él contesta que está en la habitación de un hotel.



—¿Solo?



—Por supuesto —dice él.



—Quiero pruebas. Quiero que me digas «te amo». —Él dice «Te amo».



—Más fuerte —dice ella—. Para que lo oigan todos.



Y él le dice que la ama, que la adora, que es la única mujer de su vida. También le dice por segunda vez que está solo y le pregunta si está celosa.



—Por supuesto que estoy celosa. Si no, ¿por qué no puedo dormir pensando que estás en un hotel con una mujer desconocida? ¿Por qué llamarte si no?



Es todo mentira. No está celosa. ¿Por qué habría de estarlo? Se siente satisfecha y una mujer satisfecha no puede estar celosa. Parece ser una ley.



Lo llama al hotel a mitad de la noche para que él sepa que en ese momento ella no está con otro hombre en su casa, en el lecho matrimonial. El marido no tiene sospecha alguna; no es un hombre desconfiado, pero ella lo llama por teléfono y finge estar celosa. Un proceder artero, perverso incluso.



El hombre que ella va a ver, el hombre que la agasaja en su casa, en su cama, tiene un nombre. Frente a él, ella lo llama por su nombre, Robert, pero a solas lo llama X. No porque sea un enigma o una incógnita, sino porque X es el signo que usamos para tachar un nombre, sea Robert o Richard. Uno traza una X encima y el nombre desaparece.



No lo odia ni lo ama, pero ama el modo en que él la mira y lo que le hace a causa de cómo la mira. Cuando está desnuda en la cama de él, en su departamento, él la mira con tanta alegría en los ojos, tanto placer, tanto deseo que…



Si X fuera pintor, lo convencería de que la pintara desnuda, en esa misma cama. Se pondría una máscara veneciana. «Desnudo con máscara», sería el título del cuadro. Esa ella le haría pintar todo de tal manera que cualquiera podría ver cuál es el aspecto de un cuerpo de mujer cuando alguien lo desea.



Si X fuera realmente pintor, encontraría la manera de decir en el cuadro: Miren este cuerpo tan deseado. Y si yo decidiera quitarme la máscara: Miren a una mujer que es tan deseada.



«Tan»: ¿qué significa tan?



Desde luego, él no es pintor. Tiene un trabajo que le permite tomarse algunas tardes, una vez por semana; a veces, dos. Ella conoce el trabajo; él se lo ha contado, pero no es algo importante y ella opta por olvidarlo.



Él le hace preguntas sobre el marido, sobre la relación entre ellos dos.



—¿Te parece que te estoy usando para vengarme de él? —le dice ella—. No podrías estar más equivocado. Soy totalmente feliz en mi matrimonio.



No hay nada que ande mal en su matrimonio. Según se defina la palabra «casada», lleva siete o diez años de casada, y no tiene ninguna razón para pensar que no estará casada eternamente, al menos hasta que se muera. Nunca antes ha estado tan atenta con el marido, tan receptiva, tan afectuosa. Hacen el amor tan bien como siempre, incluso mejor.



¿Acaso hace el amor con el marido tan bien como siempre, tal vez mejor, porque una vez por semana, a veces dos, se encuentra con un hombre extraño, X, que despierta su deseo y lo satisface? Ese hombre le ha dado a leer una historia de Robert Musil, que habla de una mujer que tiene un affaire con un extraño y luego vuelve a su marido y lo ama más que nunca. Le ha dado esa historia como si le fuera a proporcionar una especie de iluminación, pero no podría estar más equivocado. Ella no es como la mujer del cuento, Celeste o Clarice. La Clarice del cuento es perversa; ella no. Es más, la Clarice del cuento intenta recuperar la perversidad del pantano moral en el que ha caído, recuperar la perversidad y redimirla, pero no hay nada perverso en lo que ella hace esas tardes en que va a la ciudad. No hay nada perverso porque todo eso no tiene nada que ver con su matrimonio. Lo que ella hace esas tardes es algo hecho en el tiempo libre, en un tiempo en que, durante una hora o dos, ella deja de ser una mujer casada y es simplemente ella misma.



¿Es posible que, a consecuencia de una decisión consciente, una mujer casada deje de ser una mujer casada por un lapso de tiempo y sea nada más que ella misma, y que luego vuelva a ser una mujer casada? ¿Qué significa estar casada?



No usa alianza. Tampoco el marido. Tomaron esa decisión juntos, al principio, siete o diez años atrás. La alianza es el único signo visible que distingue a una mujer casada de otra que solo es una mujer. Si hay algún otro signo, invisible, no sabe qué puede ser. Específicamente, cuando mira su corazón, lo único que ve es que ella es ella misma.



La historia de Robert Musil la ha puesto a la defensiva con X. No está segura de si la Clarice del cuento se miente (tampoco ve si la cuestión es decidible), pero el hecho de que surja esa pregunta con respecto a la Clarice de la historia significa que la misma pregunta debe surgir con respecto a ella misma. ¿Todas esas preguntas acerca de lo que significa estar casada no son una manera de justificar su infidelidad? Cree que no, pero de todos modos no ve si la pregunta es decidible.



Realmente, le parece que darle a leer esa historia fue un error por parte de X. Un error desde el punto de vista de él porque ha enturbiado aguas que antes eran límpidas, y también un error desde el punto de vista de ella porque lo ha disminuido a él ante sus ojos por pensar que ella se parece (o no se parece) a la mujer de la historia, y para ella es importante apreciar a X.



Lo que sigue desconcertándola es no sentir culpa. A veces, cuando está en brazos del marido, quiere decirle: «No te puedes imaginar la bendición que es para mí que me amen dos hombres. Me estalla el corazón de gratitud». Prudentemente, sin embargo, no se deja llevar por ese impulso. Prudentemente, cierra la boca y se concentra en exprimir hasta la última gota de placer del acto que están realizando ellos dos, ella y su amado marido.



—¿Por qué estás siempre sonriendo? —le pregunta la hija en el coche. Es un día en que van solas porque la hija de la vecina ha faltado a la escuela; está enferma.



—Sonrío porque es muy lindo estar contigo.



—Pero estás siempre sonriendo. Incluso cuando estamos en casa.



—Sonrío porque la vida es tan hermosa. Porque todo es tan perfecto.



Todo es perfecto. ¿Será esto la perfección, tener un marido y también un amante? ¿Es eso lo que cabe aguardar en el cielo: la bigamia, una bigamia múltiple, una bigamia de todos con todos?



En cuanto a la moral, ella es en realidad bastante conservadora. Cuando esta historia termine, esta historia que parece condenada al rótulo de affaire, probablemente no tenga ninguna otra. Por lo que sabe por sus amigas, por lo que le han contado en confianza, rara vez los affaires son felices. Esperar no solo un primer affaire feliz sino una serie de otros affaires dichosos sería tentar al destino. Por eso, cuando termine, dentro de tres meses o tres años, o lo que sea, volverá a ser una mujer casada, casada todo el tiempo, noche y día, y en su memoria quedará enterrado el recuerdo de cómo es estar tendida en una cama en un cálido día de verano, devorada por la mirada de un hombre que —aunque no pueda pintarla— llevará para siempre grabada en el corazón esta imagen de belleza desnuda.

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