Una historia
No siente culpa. Eso es lo que la sorprende. Ninguna culpa.
Una vez por semana, a veces dos, va a la ciudad, al departamento
de ese hombre, se desviste, le hace el amor, vuelve a vestirse, sale del
departamento y conduce hasta la escuela para recoger a su hija y a la hija de
una vecina. Ahí en el auto, camino a casa, escucha lo que le cuentan de la
escuela. Después, mientras las dos nenas comen galletitas y miran televisión,
se da una ducha, se lava el pelo, se refresca, se renueva. Sin culpa.
Tarareando bajito.
¿Qué clase de mujer soy?, se pregunta alzando la cara para recibir
la lluvia de agua caliente, sintiendo el suave golpeteo de las gotitas sobre
los párpados, sobre los labios. ¿Qué clase de mujer seré, que todo esto se me hace
tan fácil, la falta de lealtad, la infidelidad?
Infidelidad: esa fue la palabra que se dijo en el instante en que
el hombre se deslizó adentro de ella por primera vez. Todo lo anterior se podía
disculpar, se podía borrar hablando: los besos, el desvestirse, las caricias,
los toqueteos íntimos. A todo eso se le podía dar otro nombre; se podía decir
que era juguetear, por ejemplo, juguetear con la infidelidad, incluso con la
idea de infidelidad. Algo así como mojarse los labios con una bebida pero sin tragarla.
No era la cosa concreta. Pero cuando él se deslizó adentro, lo que fue fácil y
placentero, hubo algo irreversible, la cosa real. Estaba sucediendo; ya había
sucedido.
Ahora traga la bebida todas las veces. No puede esperar para
engullirlo a él en su cuerpo. ¿Qué clase de mujer soy? Y la respuesta parece
ser: soy una mujer espontánea. Sé (¡por fin!) lo que quiero. Consigo lo que
deseo y me siento satisfecha. Lo deseo sin cesar, pero cuando lo tengo, me
siento satisfecha. Por lo tanto, no soy insaciable; no, no soy una mujer
insaciable.
Espejito, espejito colgado en la pared: dime la verdad.
Él no es del tipo hogareño, pero cuando ella viene, compra sushi y
después, si hay tiempo, se sientan en el balcón, miran el tráfico que pasa y
comen sushi.
A veces, en lugar de sushi, él compra baklava. No hay una relación
evidente entre los días de sushi y los días de baklava. Todos los días, todas
las veces, todo es igual de espontáneo, igual de satisfactorio.
Cada tanto, el marido se queda fuera toda la noche por cuestiones
de negocios. Ella no aprovecha esa libertad para pasar la noche entera con el
hombre. Tiene una idea clara sobre los límites de lo que hay entre ellos, sobre
los límites que ella quiere ponerle. Específicamente, no quiere que lo que hay
entre ellos contamine su hogar, que incluye el matrimonio.
Lo que hay entre ellos todavía no tiene un nombre. Cuando se
termine, lo tendrá: un affaire. Una vez tuve un affaire con un hombre que no
conocía, le confesará a alguna amiga mientras toman un café. No se lo dije a
nadie, tú eres la primera, prométeme que no lo vas a contar. Fue un affaire que
duró tres meses, o seis, o tres años. Cosa del pasado. Algo sorprendente por lo
simple, por lo agradable, tan agradable que nunca intenté repetirlo. Por eso puedo
contártelo, porque es parte del pasado, parte de lo que yo solía ser, de lo que
me ayudó a ser la que soy, pero no parte de mí. Era infiel, pero todo eso se
terminó. Soy fiel de nuevo. Ahora soy íntegra.
El marido viaja por negocios y ella lo llama a medianoche.
—¿Dónde estás? —le pregunta. Y él contesta que está en la
habitación de un hotel.
—¿Solo?
—Por supuesto —dice él.
—Quiero pruebas. Quiero que me digas «te amo». —Él dice «Te amo».
—Más fuerte —dice ella—. Para que lo oigan todos.
Y él le dice que la ama, que la adora, que es la única mujer de su
vida. También le dice por segunda vez que está solo y le pregunta si está
celosa.
—Por supuesto que estoy celosa. Si no, ¿por qué no puedo dormir
pensando que estás en un hotel con una mujer desconocida? ¿Por qué llamarte si
no?
Es todo mentira. No está celosa. ¿Por qué habría de estarlo? Se
siente satisfecha y una mujer satisfecha no puede estar celosa. Parece ser una
ley.
Lo llama al hotel a mitad de la noche para que él sepa que en ese
momento ella no está con otro hombre en su casa, en el lecho matrimonial. El
marido no tiene sospecha alguna; no es un hombre desconfiado, pero ella lo
llama por teléfono y finge estar celosa. Un proceder artero, perverso incluso.
El hombre que ella va a ver, el hombre que la agasaja en su casa,
en su cama, tiene un nombre. Frente a él, ella lo llama por su nombre, Robert,
pero a solas lo llama X. No porque sea un enigma o una incógnita, sino porque X
es el signo que usamos para tachar un nombre, sea Robert o Richard. Uno traza
una X encima y el nombre desaparece.
No lo odia ni lo ama, pero ama el modo en que él la mira y lo que
le hace a causa de cómo la mira. Cuando está desnuda en la cama de él, en su
departamento, él la mira con tanta alegría en los ojos, tanto placer, tanto
deseo que…
Si X fuera pintor, lo convencería de que la pintara desnuda, en
esa misma cama. Se pondría una máscara veneciana. «Desnudo con máscara», sería
el título del cuadro. Esa ella le haría pintar todo de tal manera que
cualquiera podría ver cuál es el aspecto de un cuerpo de mujer cuando alguien
lo desea.
Si X fuera realmente pintor, encontraría la manera de decir en el
cuadro: Miren este cuerpo tan deseado. Y si yo decidiera quitarme la máscara:
Miren a una mujer que es tan deseada.
«Tan»: ¿qué significa tan?
Desde luego, él no es pintor. Tiene un trabajo que le permite
tomarse algunas tardes, una vez por semana; a veces, dos. Ella conoce el
trabajo; él se lo ha contado, pero no es algo importante y ella opta por
olvidarlo.
Él le hace preguntas sobre el marido, sobre la relación entre
ellos dos.
—¿Te parece que te estoy usando para vengarme de él? —le dice
ella—. No podrías estar más equivocado. Soy totalmente feliz en mi matrimonio.
No hay nada que ande mal en su matrimonio. Según se defina la
palabra «casada», lleva siete o diez años de casada, y no tiene ninguna razón
para pensar que no estará casada eternamente, al menos hasta que se muera.
Nunca antes ha estado tan atenta con el marido, tan receptiva, tan afectuosa.
Hacen el amor tan bien como siempre, incluso mejor.
¿Acaso hace el amor con el marido tan bien como siempre, tal vez
mejor, porque una vez por semana, a veces dos, se encuentra con un hombre
extraño, X, que despierta su deseo y lo satisface? Ese hombre le ha dado a leer
una historia de Robert Musil, que habla de una mujer que tiene un affaire con
un extraño y luego vuelve a su marido y lo ama más que nunca. Le ha dado esa
historia como si le fuera a proporcionar una especie de iluminación, pero no podría
estar más equivocado. Ella no es como la mujer del cuento, Celeste o Clarice.
La Clarice del cuento es perversa; ella no. Es más, la Clarice del cuento
intenta recuperar la perversidad del pantano moral en el que ha caído,
recuperar la perversidad y redimirla, pero no hay nada perverso en lo que ella
hace esas tardes en que va a la ciudad. No hay nada perverso porque todo eso no
tiene nada que ver con su matrimonio. Lo que ella hace esas tardes es algo
hecho en el tiempo libre, en un tiempo en que, durante una hora o dos, ella
deja de ser una mujer casada y es simplemente ella misma.
¿Es posible que, a consecuencia de una decisión consciente, una
mujer casada deje de ser una mujer casada por un lapso de tiempo y sea nada más
que ella misma, y que luego vuelva a ser una mujer casada? ¿Qué significa estar
casada?
No usa alianza. Tampoco el marido. Tomaron esa decisión juntos, al
principio, siete o diez años atrás. La alianza es el único signo visible que
distingue a una mujer casada de otra que solo es una mujer. Si hay algún otro
signo, invisible, no sabe qué puede ser. Específicamente, cuando mira su
corazón, lo único que ve es que ella es ella misma.
La historia de Robert Musil la ha puesto a la defensiva con X. No
está segura de si la Clarice del cuento se miente (tampoco ve si la cuestión es
decidible), pero el hecho de que surja esa pregunta con respecto a la Clarice
de la historia significa que la misma pregunta debe surgir con respecto a ella
misma. ¿Todas esas preguntas acerca de lo que significa estar casada no son una
manera de justificar su infidelidad? Cree que no, pero de todos modos no ve si
la pregunta es decidible.
Realmente, le parece que darle a leer esa historia fue un error
por parte de X. Un error desde el punto de vista de él porque ha enturbiado
aguas que antes eran límpidas, y también un error desde el punto de vista de
ella porque lo ha disminuido a él ante sus ojos por pensar que ella se parece
(o no se parece) a la mujer de la historia, y para ella es importante apreciar
a X.
Lo que sigue desconcertándola es no sentir culpa. A veces, cuando
está en brazos del marido, quiere decirle: «No te puedes imaginar la bendición
que es para mí que me amen dos hombres. Me estalla el corazón de gratitud».
Prudentemente, sin embargo, no se deja llevar por ese impulso. Prudentemente,
cierra la boca y se concentra en exprimir hasta la última gota de placer del
acto que están realizando ellos dos, ella y su amado marido.
—¿Por qué estás siempre sonriendo? —le pregunta la hija en el
coche. Es un día en que van solas porque la hija de la vecina ha faltado a la
escuela; está enferma.
—Sonrío porque es muy lindo estar contigo.
—Pero estás siempre sonriendo. Incluso cuando estamos en casa.
—Sonrío porque la vida es tan hermosa. Porque todo es tan perfecto.
Todo es perfecto. ¿Será esto la perfección, tener un marido y
también un amante? ¿Es eso lo que cabe aguardar en el cielo: la bigamia, una
bigamia múltiple, una bigamia de todos con todos?
En cuanto a la moral, ella es en realidad bastante conservadora.
Cuando esta historia termine, esta historia que parece condenada al rótulo de
affaire, probablemente no tenga ninguna otra. Por lo que sabe por sus amigas,
por lo que le han contado en confianza, rara vez los affaires son felices.
Esperar no solo un primer affaire feliz sino una serie de otros affaires
dichosos sería tentar al destino. Por eso, cuando termine, dentro de tres meses
o tres años, o lo que sea, volverá a ser una mujer casada, casada todo el
tiempo, noche y día, y en su memoria quedará enterrado el recuerdo de cómo es
estar tendida en una cama en un cálido día de verano, devorada por la mirada de
un hombre que —aunque no pueda pintarla— llevará para siempre grabada en el
corazón esta imagen de belleza desnuda.
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