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miércoles, 9 de febrero de 2022

Albert EINSTEIN.

 




El genio ético

 

Si dando un paseo por la calle nos cruzásemos con un hombre de aspecto

descuidado, pelo largo completamente encrespado, sin calcetines, fumando

en pipa y con un violín bajo el brazo, lo último que se nos ocurriría

pensar es que pudiese tratarse del mayor genio que jamás haya existido

en la historia de la ciencia. Albert Einstein fue un hombre que nunca

pasó inadvertido. Desde su inconfundible y peculiar aspecto hasta su

compromiso político con el pacifismo y el sionismo, su polémica

participación en el proceso que conduciría a la creación de la bomba

atómica o, por supuesto, su inmensa contribución al progreso de la

física, todo aquello que hizo, dijo o escribió alcanzó una trascendencia

pública que muy pocos personajes de su época llegaron a tener.

Convertido en un mito de la ciencia con algo más de treinta años, puede

afirmarse que su trayectoria vital es uno de los más fieles reflejos del

siglo que le tocó vivir. Dos guerras mundiales, el ascenso del nazismo,

la persecución judía, la Guerra Fría, la «caza de brujas» en Estados

Unidos… Cada uno de los hitos que marca el siglo XX no puede describirse

sin hacer alguna referencia al hombre que en medio de todos ellos intuyó

cómo funcionaba el universo y lo demostró con su Teoría de la relatividad.

 

Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879 en la pequeña localidad

alemana de Ulm. Su madre, Pauline, procedía de una familia de clase

media relativamente acomodada. Estricta y con gran inquietud cultural,

fue la responsable de la formación musical de Einstein, lo que más tarde

determinaría que tocar el violín fuese, junto con la ciencia, la

principal pasión de su hijo. Su padre, Hermann, gozaba de una posición

económica familiar menos desahogada y se ganaba la vida construyendo

dinamos e instalaciones eléctricas en un pequeño negocio de su

propiedad. Ambos eran judíos, si bien ninguno de los dos era religioso

ni seguía las costumbres hebreas, razón por la que Einstein y su única

hermana (Maja, dos años menor que él) crecieron en un ambiente

marcadamente tolerante en ese aspecto. El negocio familiar no marchaba

demasiado bien, lo que motivó el traslado de la familia a Múnich cuando

Einstein tenía sólo un año. Por entonces se estaba llevando a cabo la

electrificación de Alemania y la naciente industria electroquímica

encontraba en las ciudades un mercado en el que desarrollarse.

Convencido por su hermano Jakob, Hermann Einstein decidió probar fortuna

en Múnich, donde instaló un negocio junto con Jakob. Fue allí donde

Albert comenzó a ir al colegio y, dada la postura religiosa familiar,

sus padres no encontraron problema alguno en enviarle a una institución

católica.

 

Suele creerse que Einstein fue un niño con problemas escolares, lo cual

no es del todo cierto. Parece que tuvo un desarrollo algo más lento de

lo habitual en algunas cuestiones como el habla, y que sus padres

llegaron a estar seriamente preocupados por la posibilidad de que

tuviese algún tipo de retraso mayor, pero cuando comenzó a asistir al

colegio su desarrollo era el normal de cualquier niño de su edad. Es

verdad que había materias en las que no era muy brillante, pero

sencillamente se debía a que eran las que menos despertaban su interés,

algo por otra parte perfectamente normal en cualquier niño. Por el

contrario, mostró gran aptitud para todas las disciplinas relacionadas

con la ciencia, es decir, las que de verdad llamaban su atención. Como

estudiante Einstein era en general despistado, poco disciplinado e

incluso rebelde, pero como él mismo reconocería, su actitud académica

estaba íntimamente relacionada con el profundo rechazo que desde pequeño

sintió por el sistema escolar imperante en la época en Alemania. El

aprendizaje basado en la disciplina, la obediencia y sobre todo la

memoria le resultaba absolutamente ajeno y lejos de estimularle le

aburría y desmotivaba. La situación no mejoró con su ingreso en 1888 en

el centro de educación secundaria Luitpold Gymnasium, pues como años más

tarde afirmó: «Mi flaqueza principal estaba en mi escasa memoria,

especialmente en cuanto a palabras y textos se refiere. Sólo en

matemáticas y en física me hallaba, gracias a mis esfuerzos personales,

más adelantado que el resto de la clase».

 

Al hablar de sus «esfuerzos personales» Einstein se refería al fuerte

componente autodidacta que tuvo su formación científica inicial ya que

con apenas once años comenzó a leer obras de divulgación científica que

en buena medida le facilitó un estudiante de medicina judío, Max Talmud,

que acudía semanalmente a comer a casa de sus padres. Los Libros

populares de Ciencias Naturales de Aaron Bernstein, entre otros,

supusieron un auténtico terremoto intelectual para un adolescente que

era incapaz de aprender nada empleando exclusivamente la memoria. Como

indica el físico Michio Kaku, «fue Talmud quien mostró a Albert las

maravillas de la ciencia más allá de la árida y maquinal memorización de

la escuela». De su mano Einstein vivió lo que bautizó como su «segundo

milagro», el regalo de un libro de geometría que devoró con auténtica

ansiedad. El «primer milagro» había tenido lugar cuando tenía cinco años

y su padre le enseñó una brújula. Ambos hechos los recogió el propio

Einstein en sus Notas autobiográficas del siguiente modo: «Experimenté

un asombro semejante a los cuatro o cinco años, cuando mi padre me

enseñó una brújula. Su precisión no se ajustaba en absoluto al

comportamiento de los fenómenos que sucedían en el mundo (…) creo

recordar que esta experiencia me impresionó de manera profunda e

imborrable. Detrás de las cosas debía de haber algo tremendamente

oculto. (…) A los doce años me asombré por segunda vez, pero de manera

muy distinta, pues se debió a la lectura de un librito sobre geometría

euclídea del plano, que cayó en mis manos al comienzo del curso. (…) La

certeza y la seguridad de sus afirmaciones me causaron una impresión

difícil de describir».

 

Las lecturas de Einstein al margen del programa formativo que seguían

todos los chicos de su edad influyeron decisivamente no sólo en su

formación intelectual sino también en la de su carácter. La búsqueda de

los distintos puntos de vista sobre un mismo asunto, en lugar de la

memorización de principios no argumentados, terminaría por generar en él

un profundo rechazo por el principio de autoridad (base del método

educativo decimonónico) y todo lo que representaba. Paralelamente, estas

lecturas fueron socavando las creencias religiosas que había adquirido

desde la escuela primaria y que igualmente se asentaban en la sunción

acrítica de los textos bíblicos. Como él mismo afirmó, el doble proceso

fue prácticamente inevitable: «Los libros de divulgación científica que

leía me demostraron que los relatos bíblicos no podían ser ciertos y,

consecuentemente, terminé siendo un librepensador fanático. (…) La

impresión de aquellos años derivó en una desconfianza hacia toda

autoridad, en un escepticismo hacia las creencias de cualquier sociedad,

actitud que jamás abandoné, si bien más tarde, cuando alcancé una mejor

comprensión de las relaciones causales, se moderó». Y precisamente el

rechazo del principio de autoridad y de las «verdades» establecidas le

permitió pocos años más tarde hacer saltar por los aires la física

newtoniana con su Teoría de la relatividad.

 

 

 

Una carrera de obstáculos

 

Hacia 1984 el negocio de Hermann Einstein atravesaba serias dificultades

por lo que la familia se mudó nuevamente, esta vez a la localidad

italiana de Pavía, donde con el apoyo de la familia de Pauline

estableció un nuevo taller. Para evitar la interrupción de sus estudios,

Albert no acompañó a sus padres ya que debía finalizar la secundaria.

Sin embargo la separación duró muy poco. El profundo desagrado que

Einstein sentía por el sistema educativo alemán, unido al cada vez más

cercano peligro del servicio militar en el ejército prusiano, le

determinaron a abandonar Múnich para reunirse con sus padres. No sin

trabajo logró que un médico le hiciese un certificado según el cual por

motivos de salud la reunión con su familia era necesaria; esto y la

carta que generosamente redactó para él su profesor de matemáticas en la

que daba fe de que aunque no hubiese terminado los estudios de

secundaria su nivel era universitario, le permitieron escapar a Pavía en

1895. Fue también entonces cuando por primera vez —aunque no por última—

quiso renunciar a la nacionalidad alemana, lo cual logró oficialmente el

28 de enero de 1896. Desde entonces y hasta que en 1901 obtuvo la

ciudadanía suiza, permaneció apátrida. La razón fundamental para ello

fue la siguiente: «La exagerada mentalidad militar del estado alemán me

era extranjera, incluso de niño. Cuando mi padre se trasladó a Italia

hizo gestiones, a petición mía, para liberarme de la ciudadanía alemana,

porque lo que yo quería era ser ciudadano suizo». La aversión por el

militarismo se convertiría en otro de los rasgos esenciales de la

personalidad del científico, que los conflictos bélicos de las

siguientes décadas se encargarían de reforzar.

 

El interés de Einstein por la ciudadanía suiza guardaba asimismo

relación con el deseo de iniciar sus estudios universitarios en el

entonces célebre Instituto Politécnico de Zúrich. Albert no poseía los

requisitos necesarios para acceder a él, pero existía la posibilidad de

hacerlo presentándose a una examen especial de ingreso que no dudó en

hacer pero que suspendió. Un año más tarde, tras haber pasado un curso

finalizando su formación secundaria en la Escuela Cantonal de Aarau

(también en Suiza y en la que se encontró con un sistema educativo

tolerante completamente distinto del alemán), lograría aprobarlo.

Matriculado en la Matematische Sektion del Politécnico, inició estudios

superiores y con ellos unos años de felicidad intelectual que nada

tuvieron que ver con los de sus primeros centros educativos. Además,

allí conoció a Mileva Maric, una joven estudiante serbia, compañera de

clase, con la que terminaría casándose en 1903.

 

Tres años antes, cuando Einstein tenía veintiún años, finalizó su

carrera, graduándose en Física y Matemáticas. Había sido un buen

estudiante, muy brillante en no pocas disciplinas, sobre todo las

vinculadas a la física, pero su tendencia a no acomodarse a las normas

terminaría por pesar en el ánimo de sus profesores que, una vez

graduado, no quisieron concederle un puesto de profesor ayudante con el

que pudiese dar inicio a la carrera académica. Ni Heinrich Weber (a cuyo

laboratorio de física experimental hubiese querido incorporarse) ni

Adolf Hurwitz (uno de sus profesores de matemáticas) aceptaron su

propuesta, como tampoco lo hicieron el director de la División de Física

Experimental de la Universidad de Gotinga, Eduard Riecke, y Wilhelm

Ostwald, físico-químico de la Universidad de Leipzig. No resulta

sorprendente que, profundamente desanimado, afirmase en una carta

dirigida a Mileva en 1901: «¡Pronto habré honrado con mi oferta a todos

los físicos desde el Mar del Norte hasta la punta meridional de

Italia!». Pero ni siquiera así consiguió Einstein que aceptasen su

solicitud de ayudantía. La posibilidad de dedicarse profesionalmente a

la física parecía desvanecerse sin que pudiese hacer nada, por lo que al

no contar con ningún soporte económico familiar (el negocio de su padre

seguía sin funcionar y además su noviazgo con Mileva no había sido bien

recibido), terminó aceptando un trabajo de profesor de matemáticas en la

Escuela Técnica de Winterthur del que sería despedido al poco tiempo por

su incapacidad para adaptarse al inflexible régimen docente del

internado. Aun en medio de esas circunstancias, y manteniéndose con

grandes dificultades gracias a lo que obtenía de dar clases

particulares, logró sacar tiempo para publicar el que sería su primer

artículo, «Deducciones del fenómeno de la capilaridad», pues pese a las

decepciones su vocación seguía intacta. Para colmo de males, a finales

de ese mismo año Mileva, que había regresado a su casa tras suspender

los exámenes finales del Politécnico, le escribió para notificarle que

estaba embarazada. Como apunta Michio Kaku, «estar separado de Mileva

era una tortura, pero intercambiaban cartas constantemente, casi a

diario. El día 4 de febrero finalmente supo que era padre de una pequeña

niña, nacida en la casa de los padres de Mileva en Novi Sad y bautizada

Lieserl». El nacimiento de una hija ilegítima a comienzos del siglo XX

no era desde luego una situación fácil para ninguno de los progenitores,

más aún cuando el padre no ganaba dinero suficiente ni para mantenerse a

sí mismo. Lo sucedido con Lieserl es aún hoy un misterio pues la última

pista que se tiene de ella es una carta de 1903 en la que se dice que

estaba enferma de escarlatina. Quizá falleció por la enfermedad o quizá

fue entregada en adopción al tratarse de una hija nacida fuera del

matrimonio.

 

La suerte de Einstein parecía no querer enderezarse cuando a mediados de

1902, y gracias a la mediación de su amigo del Politécnico Marcel

Grossman, consiguió un trabajo estable con un salario modesto como

técnico experto de tercera clase en la Oficina de Patentes de Berna.

Allí trabajó durante los siguientes siete años y allí, aprovechando la

tranquilidad que le ofrecía el empleo y armado sólo de lápiz, papel y su

cabeza, alumbró las increíbles teorías que terminarían revolucionando la

física y sorprendiendo al mundo.

 

 

 

Un año para la Historia: 1905

 

El trabajo de la Oficina de Patentes no era desde luego lo que Einstein

había deseado al finalizar su carrera, pero resultó ser un buen empleo.

Por una parte, le proporcionaba estabilidad económica y, por otra, le

permitía disponer de un ambiente muy tranquilo y bastante tiempo libre

para dedicarlo a profundizar en sus estudios de física, que era lo que

verdaderamente le interesaba. Gracias a lo primero pudo casarse con

Mileva en 1903, tener a su primer hijo, Hans Albert, en 1904, y al

segundo, Eduard, en 1910. Para tratar de aumentar los ingresos

familiares Einstein puso un anuncio en el periódico ofreciéndose para

dar clases de matemáticas y física, hecho que le puso en contacto con un

estudiante de filosofía, Maurice Solovine, y el matemático Konrad

Habicht, con los que comenzó a reunirse periódicamente para discutir

sobre ciencia, filosofía, literatura, física… Las reuniones de lo que

Einstein llamó su «Academia Olímpica» se convirtieron en un acicate para

sus investigaciones así como en un foro de discusión y análisis de sus

novedosas propuestas. Ello unido a la presencia como compañero en la

misma Oficina de Patentes de su amigo el ingeniero Michele Besso, hizo

que el ambiente que rodeaba a su rutina laboral terminase siendo

verdaderamente estimulante y adecuado para el desarrollo de sus

inquietudes científicas.

 

En 1905 Albert Einstein publicó tres artículos en la revista Annalen der

Physik que hicieron temblar los que hasta entonces parecían seguros

pilares de la física. El primero de ellos versaba acerca del llamado

efecto fotoeléctrico, es decir, aquel que describe la emisión de

electrones producida cuando la luz incide sobre ciertos metales y que,

en última instancia, permite explicar la transformación de la luz en

corriente eléctrica. A comienzos del siglo XX el fenómeno fotoeléctrico

se conocía y se había descrito, pero no se había logrado una explicación

matemática de por qué la energía de los electrones liberados era

proporcional a la frecuencia de la luz. Einstein aplicó la teoría de los

números cuánticos (descubierta sólo cinco años antes por Planck)

partiendo de la hipótesis de que la luz, como había afirmado Newton pero

se había rechazado con posterioridad, era un fenómeno corpuscular y no

ondulatorio. El resultado fue la explicación matemática del fenómeno

fotoeléctrico y, de paso, el derrumbe de las teorías asumidas por los

físicos desde el siglo XVIII acerca de la naturaleza de la luz. Como

indica el profesor Isaac Asimov, «las teorías de Planck fueron aplicadas

por primera vez a fenómenos físicos que no podían explicarse por las

vías de la física clásica. (…) Esto abrió casi todo el camino, incluso

quizá realmente todo, del establecimiento de la nueva mecánica

cuántica». La trascendencia de la aportación hecha por Einstein con este

trabajo terminaría motivando que años más tarde, en 1922, se le

concediese el Premio Nobel de Física.

 

El segundo trabajo desarrollaba matemáticamente el movimiento browniano

de las partículas en suspensión, lo que le llevó a deducir una ecuación

que permite establecer el tamaño de las moléculas, así como de los

átomos que las componen. Pero fue su tercer trabajo, la formulación de

la denominada «Teoría de la relatividad especial», el que le terminaría

reportando mayor fama. En ella Einstein, que se centró en el caso

especial de los sistemas de movimiento uniforme, establecía que todo

movimiento es relativo al punto de referencia escogido para observarlo.

Partiendo de esta afirmación creó y explicó matemáticamente un sistema

teórico conceptual, la Teoría de la relatividad especial, que eliminaba

las contradicciones que habían surgido entre la mecánica de Newton y la

electrodinámica de Maxwell, es decir, los dos pilares sobre los que

reposaba la física conocida. Como resultado de ello surgían además

consecuencias inesperadas como que el transcurso del tiempo variaba con

la velocidad del movimiento. Como explica el científico y académico José

Manuel Sánchez Ron, «la relatividad especial que sustituyó a la mecánica

que Isaac Newton había establecido en 1687, condujo a resultados que

socavaban drásticamente conceptos hasta entonces firmemente afincados en

la física, como los de tiempo y espacio, conduciendo (…) a la creación

del concepto matemático y físico de espacio-tiempo de cuatro

dimensiones». La incapacidad de Einstein para adaptarse a las normas

establecidas y aceptar el principio de autoridad había dado, cuando sólo

tenía veintiséis años, un grandioso e increíble fruto.

 

Por si esto fuera poco, ese mismo año publicó un artículo breve en el

que explicaba una de las consecuencias de la Teoría de la relatividad

especial. En él establecía la proporción existente entre masa y energía

y formulaba la famosísima ecuación que la expresa: E = m × c². Gracias a

ello daba explicación a la producción de energía vinculada a los

procesos radiactivos, y abría la puerta a la posibilidad de convertir

una pequeña cantidad de masa en una enorme cantidad de energía.

Desgraciadamente, varias décadas más tarde la aplicación de este

principio permitiría la fabricación y lanzamiento de las bombas atómicas

con las que se puso fin a la Segunda Guerra Mundial. La polémica

participación de Einstein en este asunto constituye uno de los puntos

más interesantes y controvertidos de su biografía, pero difícilmente

puede entenderse sin tener en cuenta lo sucedido con anterioridad.

 

 

 

Un incómodo personaje público

 

La publicación de los artículos de 1905 marcó un antes y un después en

la historia de la ciencia y también en la vida de Einstein. Aunque al

comienzo su revolucionaria Teoría de la relatividad fue recibida con

escepticismo, poco a poco y conforme se la iba sometiendo a distintas

pruebas de las que salía airosa, fue ganando adeptos. Entre ellos, el

matemático y antiguo profesor de Einstein en el Politécnico, Hermann

Minkowski, quien, convencido de la colosal aportación que ésta suponía,

la presentó de forma pública en una conferencia pronunciada en la

Universidad de Gotinga en 1907. Como indica el escritor Mario Muchnik,

«para Einstein fue el comienzo del éxito». Al año siguiente el mismo

Minkowski presentó la Teoría de la relatividad especial ante el Congreso

de Científicos y Médicos Alemanes reunido en Colonia. La reputación de

Einstein iba aumentando de forma paulatina, de modo que en 1909 no sólo

fue él mismo quien defendió su Teoría ante el Congreso de Científicos y

Médicos Alemanes, sino que abandonó la Oficina de Patentes de Berna al

ser elegido como profesor adjunto de la Universidad de Zúrich. Las

ofertas de trabajo de las más prestigiosas instituciones comenzaron a

llegar en cascada, y así en 1911 la Universidad de Praga le ofreció un

puesto de profesor titular. Ese mismo año tuvo lugar la primera de las

conferencias sobre física patrocinadas por Ernest Solvay (que desde

entonces serían anuales) a la que se convocó a los físicos más

prestigiosos incluyendo a Einstein. Como recoge Muchnik, Marie Curie,

Poincaré, Rutherford o Plank, entre otros, recibieron con auténtico

entusiasmo al joven científico cuyas teorías estaban planteando una

auténtica revolución. La primera llegaría a afirmar: «En Bruselas pude

apreciar la claridad de su mente, la vastedad de su documentación y la

profundidad de sus conocimientos. Si se tiene en cuenta que el señor

Einstein es aún muy joven, se puede cifrar en él las mayores esperanzas

y ver en él a uno de los teóricos más importantes del futuro».

 

Las cosas comenzaban a marchar bien para Einstein, que además acababa de

tener a su segundo hijo con Mileva (en julio de 1910). Por entonces

recibió ofertas para incorporarse a las universidades de Leiden, Utrecht

y Viena, pero no aceptó ninguna de ellas. Desde 1911, Einstein trabajaba

denodadamente en la búsqueda de una teoría de la interacción

gravitacional que fuese compatible con los principios que había

establecido en su Teoría de la relatividad especial. Cuando en 1912

recibió la oferta de una cátedra en el Instituto Politécnico de Zúrich,

su antigua alma mater, no dudó en aceptarla. Allí trabajaba el

matemático Marcel Grossmann, lo que le permitiría investigar

conjuntamente con alguien que le diese el enfoque matemático que

necesitaba para establecer su nueva teoría. A finales de 1913 ambos

publicaron un artículo titulado «Esbozo de una teoría general de la

relatividad y de una teoría de la gravitación». Sólo quedaban algunos

flecos por cerrar, pero la Teoría general de la relatividad despuntaba

en el horizonte.

 

Para entonces Einstein había abandonado el Politécnico de Zúrich pues el

mismo Max Planck le había hecho llegar una oferta difícilmente

rechazable: la Real Academia Científica de Prusia le ofrecía pasar a

formar parte de sus miembros, al tiempo que se le ofertaba un puesto de

profesor sin obligaciones docentes en la Universidad de Berlín y la

dirección de la división de investigaciones científicas del Instituto

Kaiser Wilhelm. En abril de 1914 Einstein se trasladó con su familia a

Berlín y volvió a aceptar la nacionalidad alemana, requisito necesario

para el desempeño de sus nuevos cargos. Una vez en Berlín, el 25 de

noviembre de 1915 presentó ante la Academia prusiana la formulación

definitiva de la Teoría general de la relatividad. En palabras del

profesor Sánchez Ron, «nadie antes o después de Einstein produjo en la

física una teoría tan innovadora, tan radicalmente nueva y tan diferente

de las existentes anteriormente». El prestigio de Einstein entre la

comunidad científica era enorme, por lo que su presencia pública se fue

haciendo cada vez más notable.

 

Pero las opiniones políticas del científico, que ya no pasaba

desapercibido al menos entre la comunidad académica, no encajaban

precisamente bien con el clima que se respiraba en Alemania hacia 1914.

En el mes de agosto estalló la Primera Guerra Mundial y en los primeros

días del conflicto se produjo la invasión alemana de Bélgica. La crítica

internacional provocó que un grupo de noventa y tres intelectuales

alemanes firmasen e hiciesen público un Manifiesto al mundo civilizado

en el que justificaban la intervención bélica y hacían una ardiente

defensa del militarismo alemán como expresión de su cultura. Einstein

era un pacifista convencido y el rechazo que sentía por el militarismo y

sus manifestaciones en todos los órdenes de la sociedad era algo tan

arraigado en él que ya de adolescente le había hecho renunciar a la

nacionalidad alemana y abandonar Múnich. Aunque mostrarse públicamente

en contra de la postura oficial del estado alemán podía ser peligroso en

ese momento, cuando el pacifista alemán Georg Nicolai hizo circular una

réplica al vergonzoso Manifiesto, Einstein no dudó en firmarlo. Sólo dos

personas más se atrevieron a hacerlo.

 

En el Manifiesto a los europeos, título de dicho documento, se criticaba

abiertamente el apoyo de la comunidad científica alemana a la invasión

de Bélgica, el recurso a las armas como solución de los conflictos y se

abogaba por el paneuropeísmo. Así en él podía leerse: «La guerra que

ruge difícilmente puede dar un vencedor; todas las naciones que

participan en ella pagarán, con toda probabilidad, un precio

extremadamente alto. Por consiguiente, parece no sólo sabio sino

obligado para los hombres instruidos de todas las naciones el que

ejerzan su influencia para que se firme un tratado de paz que no lleve

en sí los gérmenes de guerras futuras. (…) Nuestro único propósito es

afirmar nuestra profunda convicción de que ha llegado el momento de que

Europa se una para defender su territorio, su gente y su cultura.

Estamos manifestando públicamente nuestra fe en la unidad europea, una

fe que creemos es compartida por muchos; esperamos que esta

manifestación pública de nuestra fe pueda contribuir al crecimiento de

un movimiento poderoso hacia tal unidad». Pero desgraciadamente las

palabras del Manifiesto iban a ser proféticas en lo que habría de

suceder si no se ponía fin al enfrentamiento. Los tratados de paz que

pusieron fin a la Primera Guerra Mundial tras cinco años de

enfrentamiento bélico y la muerte de millones de personas prepararon el

escenario para la Segunda. Mientras, Einstein había logrado señalarse

como un individuo poco grato a los ojos del régimen político alemán,

algo que tampoco mejoraría con el final de la guerra.

 

 

 

Fama mundial y exilio político

 

Los años de la Primera Guerra Mundial fueron también muy agitados en lo

personal para Einstein. En 1914 se separó de Mileva, que regresó a

Serbia con sus hijos. En 1919 se divorció finalmente de ella para, pocos

meses después, volver a casarse con una prima que había cuidado de él

durante el conflicto, Elsa Löwenthal. Pese a la situación de guerra,

Albert Einstein continuó trabajando y avanzando en sus investigaciones.

La Teoría de la relatividad había supuesto su consagración en el mundo

científico, pero aún la ponían en entredicho muchos eruditos que no

terminaban de aceptar la vulneración que suponía de los principios

clásicos de la física. Einstein trataba de buscar una comprobación de su

teoría que fuese inapelable y una forma de lograrlo era demostrar una de

las consecuencias que se derivaban de su aplicación: que la trayectoria

de la luz sufría una desviación en presencia de campos gravitacionales,

algo que podía observarse en el espacio. Para poder hacer las mediciones

necesarias para la comprobación hacía falta que se produjesen unas

condiciones en las que ésta fuese posible, y ésas eran las que

proporcionaba un eclipse total de Sol: al quedar oculto por la Luna era

posible observar la desviación de la luz de las estrellas por efecto del

campo gravitacional del Sol. El estallido del conflicto había impedido

que se realizase una expedición a Rusia programada en el verano de 1914

para hacer el ansiado experimento, pero una vez finalizada la guerra, la

posibilidad de retomarlo renacía. El 29 de mayo de 1919 se produjo un

eclipse solar total visible desde una pequeña isla al oeste de África,

la isla Príncipe, y con él surgió la oportunidad buscada. Una expedición

británica fue la encargada de realizar el experimento y el resultado fue

un éxito arrollador. La física newtoniana había pasado a la historia.

 

El impacto del resultado del experimento, y por tanto de la comprobación

de la Teoría de la relatividad, fue tal que de la noche a la mañana

Einstein se vio directamente catapultado a la celebridad. Al día

siguiente los titulares del Times proclamaban: «Revolución en ciencia.

Nueva teoría del universo. Ideas newtonianas desbancadas». La fama

internacional del físico alemán alcanzó un grado sin precedentes en la

historia de la ciencia y todo lo concerniente a la Teoría de la

relatividad y al propio Einstein se convirtió en objeto de interés

público. De algún modo, tras el fracaso colectivo que había supuesto la

guerra, la existencia de un científico que en las condiciones más

adversas para el florecimiento del conocimiento había sido capaz de

alumbrar un nuevo modo de explicar el universo, se convertía en un

símbolo de esperanza para muchos.

 

Sin embargo, la situación política de la Alemania de posguerra no fue

precisamente favorable para que un librepensador, pacifista,

simpatizante con la izquierda política y, además, judío se expresase

libremente; más aún cuando todas sus declaraciones alcanzaban un enorme

nivel de resonancia pública e internacional. No se identificaba con el

creciente nacionalismo que recorría el país en reacción a la postración

en que éste había quedado tras el conflicto, lo cual le hacía sospechoso

de ser contrario a los intereses alemanes; en 1918 escribía a un amigo:

«Por herencia soy un judío, por ciudadanía un suizo, y por mentalidad un

ser humano, y sólo un ser humano, sin apego especial alguno por ningún

estado o entidad nacional». Por otra parte, el fuerte clima antisemita

de Alemania en esas fechas (el antisemitismo no comenzó con el nazismo

sino que se acentuó con él llegando a los más horribles extremos),

motivó que por primera vez en su vida Einstein reivindicase su condición

de judío y colaborase activamente con el movimiento sionista, es decir,

aquel que reclamaba la creación de una patria nacional judía en

Palestina. Pero el sionismo de Einstein, que no podía ser peor visto por

las autoridades alemanas, tampoco era muy ortodoxo. Su rechazo radical

de todo nacionalismo le llevaba a rechazar la creación de un estado

judío en Palestina, abogando por el entendimiento mutuo de las partes.

Así, en 1929 escribía a un amigo: «Si no logramos encontrar el camino de

la honesta cooperación y acuerdos con los árabes, es que no hemos

aprendido nada de nuestra vieja odisea de dos mil años, y merecemos el

destino que nos acosará».

 

Su apoyo público a los judíos y su propia condición de tal fueron la

causa de que se iniciase en Alemania una «campaña antirrelativista» que

rechazaba las teorías de Einstein por considerarlas contrarias a la

«ciencia aria». Sus libros eran quemados y sus aportaciones

ridiculizadas por proceder de un judío que reclamaba para sí la

condición de científico. Uno de los ejemplos más conocidos de esta

campaña fue la reunión que tuvo lugar en la Filarmónica de Berlín en

1920. Mario Muchnik recoge del siguiente modo lo sucedido: «Cuando el

segundo orador tomó la palabra, después de que el primero señalara que

la relatividad era contraria al espíritu ario germano, entre el público

se oyeron cuchicheos: “Einstein, Einstein”. Y es que el propio Einstein

había llegado para ver de qué se trataba. En efecto, allí estaba, en un

palco, muerto de risa y aplaudiendo las afirmaciones más bestias. Al

salir dijo a sus amigos: “Fue de lo más divertido”». Einstein no estaba

dispuesto a que la irracionalidad, los prejuicios y el autoritarismo le

callasen y continuó comportándose y haciendo declaraciones que así lo

demostraban. Pese a todo, su prestigio internacional era indiscutible y

muestra de ello fue el Premio Nobel de Física correspondiente a 1921 y

que recibió en 1922. Su presencia era reclamada en todos los foros

científicos y cuando viajaba era recibido por los gobiernos de los

distintos países (incluido el español, en 1923) como una auténtica

eminencia. Y fue precisamente durante una visita a Estados Unidos en

1933 cuando Hitler llegó al poder en Alemania.

 

 

 

La Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias

 

La elevación del nazismo a práctica política efectiva en Alemania que

supuso el triunfo de Hitler fue la causa de una incendiaria declaración

de repudio por parte de Einstein en la que afirmó su intención de no

regresar al país. Pocos meses después, mientras estaba en Bélgica, sus

cuentas bancarias fueron intervenidas por el gobierno nazi, su casa

precintada y él mismo fue públicamente declarado enemigo del régimen.

Cuando se publicó el álbum de las fotos de los opositores al Reich, la

suya estaba entre las de la primera página sobre las palabras:

«Descubrió una discutida teoría de la relatividad. Muy loado por la

prensa judía y el pueblo alemán, sorprendido así en su buena fe. Mostró

su gratitud haciendo propaganda mentirosa acerca de atrocidades,

contraria a Adolf Hitler. Aún no ha sido ahorcado». Evidentemente el

regreso, además de no deseado por el propio Einstein, era inviable de

todo punto. En esas circunstancias el eminente físico, gracias a la

ayuda de unos amigos que pusieron a su disposición una embarcación

privada para que pudiese salir discretamente desde Bélgica hasta

Inglaterra, pudo dirigirse a Estados Unidos, adonde llegó el 17 de

octubre de 1933, y allí permanecería hasta su muerte.

 

Ese mismo año Einstein volvió a renunciar a su nacionalidad alemana, e

hizo lo propio con su cargo de la Academia de Prusia y los restantes que

poseía en instituciones alemanas. Se trasladó a vivir con su mujer a

Princeton pues se le ofreció incorporarse al recién creado Instituto de

Estudios Avanzados de la ciudad que había nacido con la intención de ser

uno de los centros de investigación punteros del mundo. Allí Einstein

pudo dedicarse con completa tranquilidad a la investigación en la teoría

que terminaría ocupando su quehacer científico hasta el final de su

vida, la llamada «Teoría del campo unificado», o búsqueda de un marco

geométrico común para las interacciones electromagnética y gravitacional

que no pudo llegar a encontrar.

 

Sin embargo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 volvió a

situarle en el ojo del huracán. Las cotas de horror alcanzadas por el

régimen de Hitler parecían haber llevado al mundo al borde del abismo.

Cualquier disparate era posible y cualquier crimen encontraba

justificación. Cuando tan sólo un mes antes de que estallase la guerra

Einstein recibió la noticia de que las investigaciones alemanas para

lograr la bomba atómica estaban muy avanzadas, no dudó de que semejante

arma en manos de Hitler podía suponer el fin del mundo civilizado.

Convencido de ello y a petición de tres físicos de su confianza que le

apremiaron a hacerlo, el 2 de agosto de 1939 Einstein dirigió una carta

al presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt en el que le

advertía de la situación. En ella indicaba que los últimos avances en

investigación acercaban la posibilidad de obtener una gran reacción

nuclear en cadena a partir de una masa de uranio, que en Alemania se

estaban llevando a cabo trabajos en ese sentido en el Instituto Kaiser

Wilhelm, que la venta de uranio de las minas de Checoslovaquia (invadida

por Alemania) se había detenido y que el hijo del subsecretario de

Estado alemán trabajaba en el citado instituto. Por todo ello, Einstein

aconsejaba que se iniciase un programa de investigación preferente para,

por el bien de la humanidad, adelantarse a los alemanes. Al no lograr

una respuesta, Einstein volvió a escribir a Roosevelt en marzo de 1940 y

poco tiempo después Estados Unidos ponía en marcha el «Proyecto

Manhattan» que culminaría con la fabricación de la bomba nuclear.

Contrariamente a lo que suele creerse, Einstein no participó en el

proyecto. Su papel se limitó al de alentarlo, además, claro está, de

hacerlo posible gracias al establecimiento de la relación entre masa y

energía que había formulado en 1905. El horror llevado al extremo que

supuso la Segunda Guerra Mundial logró que el convencido pacifista

renunciase a sus principios. Aun así, como recuerda Mario Muchnik,

«cinco años después, cuando los nazis estaban cerca de rendirse

incondicionalmente, Einstein envió a Roosevelt una tercera carta

suplicando que no se arrojara la bomba atómica sobre Japón. La carta fue

hallada sobre el escritorio de Roosevelt, sin abrir, el día en que

murió». Truman, su sucesor, daría la orden de lanzar las bombas sobre

Hiroshima y Nagasaki.

 

El final de la guerra abrió una nueva etapa de la historia política

internacional marcada por la llamada «Guerra Fría», en la que el bloque

soviético, por un lado, y el americano, por otro, se lanzaron a una

enloquecida carrera armamentística en la que ambos bandos multiplicaron

su arsenal de armas nucleares. No es de extrañar que Einstein,

preguntado en una entrevista por cuál sería el arma de la Tercera Guerra

Mundial, replicase no saberlo, pero que no tenía dudas de que la de la

Cuarta serían las piedras y los palos puesto que no quedaría ninguna

otra cosa. Sus constantes declaraciones públicas en contra de la carrera

armamentística y de las armas nucleares, así como sus conocidas posturas

políticas de izquierda, terminaron por convertirle en sospechoso de

filocomunismo durante la época de la «caza de brujas» que, de la mano de

la Guerra Fría, se produjo en Estados Unidos en la década de los años

cincuenta. John Edgar Hoover, jefe del FBI, y el senador Joseph

McCarthy, presidente del Comité de Actividades Antiamericanas del

Congreso, situaron al científico en su punto de mira. Secretamente

considerado «enemigo de América», su correo fue controlado y su teléfono

intervenido, e incluso se pensó en retirarle la ciudadanía americana que

se le había concedido en 1940. Pese a todo, Einstein continuó

denunciando públicamente los desmanes de la caza de brujas e incluso en

1953 se negó a presentarse a declarar ante uno de los tribunales que

frecuentemente se convocaban para hacer declarar a cualquiera que fuese

sospechoso de simpatizar con el comunismo y, además, para que delatase a

vecinos o amigos. Su negativa se acompañó de una recomendación pública

para que todos los intelectuales que se viesen en la misma situación

obrasen de idéntico modo en razón del bien común, ya que si un número

suficiente de ellos se negaba a hacerlo la situación terminaría por

desbloquearse. «Sólo veo el camino revolucionario de la nocooperación,

como la entendía Gandhi», declaró. En 1955 fue uno de los firmantes de

la «Petición de prohibición de armas nucleares y de la guerra»,

redactada por el filósofo Bertrand Russell, en la que se abogaba por la

formación de un gobierno internacional mundial como forma de evitar la

reproducción de los horrores pasados. Einstein no llegó a ver su

publicación, pues el 18 de abril de ese mismo año murió en Princeton.

 

Albert Einstein fue sin duda alguna el mayor científico de su tiempo y

el más trascendente para la historia de la física desde Isaac Newton.

Sus aportaciones cambiaron por completo el panorama de los estudios

acerca del universo y sentaron las bases para el desarrollo de la

ciencia actual. Pero además, la enorme repercusión de sus

investigaciones le convirtió en uno de los personajes más influyentes de

su siglo. Cuando en 1999 la revista Time le escogió como «Personaje del

siglo XX», en sus páginas se decía: «Como el mayor pensador del siglo,

como un inmigrante que huía de la opresión hacia la libertad, como un

idealista político, Einstein engloba de la mejor forma posible lo que

los historiadores considerarán significativo del siglo XX. (…) Dentro de

cien años, cuando entremos en otro siglo —incluso dentro de diez veces

cien años, cuando entremos en un nuevo milenio— el nombre que demostrará

ser más perdurable de nuestra propia asombrosa era será el de Albert

Einstein: genio, refugiado político, humanista, investigador de los

misterios del átomo y del universo». Poco más puede añadirse.

 

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