El genio ético
Si dando un paseo por la calle nos cruzásemos con un hombre de aspecto
descuidado, pelo largo completamente encrespado, sin calcetines, fumando
en pipa y con un violín bajo el brazo, lo último que se nos ocurriría
pensar es que pudiese tratarse del mayor genio que jamás haya existido
en la historia de la ciencia. Albert Einstein fue un hombre que nunca
pasó inadvertido. Desde su inconfundible y peculiar aspecto hasta su
compromiso político con el pacifismo y el sionismo, su polémica
participación en el proceso que conduciría a la creación de la bomba
atómica o, por supuesto, su inmensa contribución al progreso de la
física, todo aquello que hizo, dijo o escribió alcanzó una trascendencia
pública que muy pocos personajes de su época llegaron a tener.
Convertido en un mito de la ciencia con algo más de treinta años, puede
afirmarse que su trayectoria vital es uno de los más fieles reflejos del
siglo que le tocó vivir. Dos guerras mundiales, el ascenso del nazismo,
la persecución judía, la Guerra Fría, la «caza de brujas» en Estados
Unidos… Cada uno de los hitos que marca el siglo XX no puede describirse
sin hacer alguna referencia al hombre que en medio de todos ellos intuyó
cómo funcionaba el universo y lo demostró con su Teoría de la relatividad.
Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879 en la pequeña localidad
alemana de Ulm. Su madre, Pauline, procedía de una familia de clase
media relativamente acomodada. Estricta y con gran inquietud cultural,
fue la responsable de la formación musical de Einstein, lo que más tarde
determinaría que tocar el violín fuese, junto con la ciencia, la
principal pasión de su hijo. Su padre, Hermann, gozaba de una posición
económica familiar menos desahogada y se ganaba la vida construyendo
dinamos e instalaciones eléctricas en un pequeño negocio de su
propiedad. Ambos eran judíos, si bien ninguno de los dos era religioso
ni seguía las costumbres hebreas, razón por la que Einstein y su única
hermana (Maja, dos años menor que él) crecieron en un ambiente
marcadamente tolerante en ese aspecto. El negocio familiar no marchaba
demasiado bien, lo que motivó el traslado de la familia a Múnich cuando
Einstein tenía sólo un año. Por entonces se estaba llevando a cabo la
electrificación de Alemania y la naciente industria electroquímica
encontraba en las ciudades un mercado en el que desarrollarse.
Convencido por su hermano Jakob, Hermann Einstein decidió probar fortuna
en Múnich, donde instaló un negocio junto con Jakob. Fue allí donde
Albert comenzó a ir al colegio y, dada la postura religiosa familiar,
sus padres no encontraron problema alguno en enviarle a una institución
católica.
Suele creerse que Einstein fue un niño con problemas escolares, lo cual
no es del todo cierto. Parece que tuvo un desarrollo algo más lento de
lo habitual en algunas cuestiones como el habla, y que sus padres
llegaron a estar seriamente preocupados por la posibilidad de que
tuviese algún tipo de retraso mayor, pero cuando comenzó a asistir al
colegio su desarrollo era el normal de cualquier niño de su edad. Es
verdad que había materias en las que no era muy brillante, pero
sencillamente se debía a que eran las que menos despertaban su interés,
algo por otra parte perfectamente normal en cualquier niño. Por el
contrario, mostró gran aptitud para todas las disciplinas relacionadas
con la ciencia, es decir, las que de verdad llamaban su atención. Como
estudiante Einstein era en general despistado, poco disciplinado e
incluso rebelde, pero como él mismo reconocería, su actitud académica
estaba íntimamente relacionada con el profundo rechazo que desde pequeño
sintió por el sistema escolar imperante en la época en Alemania. El
aprendizaje basado en la disciplina, la obediencia y sobre todo la
memoria le resultaba absolutamente ajeno y lejos de estimularle le
aburría y desmotivaba. La situación no mejoró con su ingreso en 1888 en
el centro de educación secundaria Luitpold Gymnasium, pues como años más
tarde afirmó: «Mi flaqueza principal estaba en mi escasa memoria,
especialmente en cuanto a palabras y textos se refiere. Sólo en
matemáticas y en física me hallaba, gracias a mis esfuerzos personales,
más adelantado que el resto de la clase».
Al hablar de sus «esfuerzos personales» Einstein se refería al fuerte
componente autodidacta que tuvo su formación científica inicial ya que
con apenas once años comenzó a leer obras de divulgación científica que
en buena medida le facilitó un estudiante de medicina judío, Max Talmud,
que acudía semanalmente a comer a casa de sus padres. Los Libros
populares de Ciencias Naturales de Aaron Bernstein, entre otros,
supusieron un auténtico terremoto intelectual para un adolescente que
era incapaz de aprender nada empleando exclusivamente la memoria. Como
indica el físico Michio Kaku, «fue Talmud quien mostró a Albert las
maravillas de la ciencia más allá de la árida y maquinal memorización de
la escuela». De su mano Einstein vivió lo que bautizó como su «segundo
milagro», el regalo de un libro de geometría que devoró con auténtica
ansiedad. El «primer milagro» había tenido lugar cuando tenía cinco años
y su padre le enseñó una brújula. Ambos hechos los recogió el propio
Einstein en sus Notas autobiográficas del siguiente modo: «Experimenté
un asombro semejante a los cuatro o cinco años, cuando mi padre me
enseñó una brújula. Su precisión no se ajustaba en absoluto al
comportamiento de los fenómenos que sucedían en el mundo (…) creo
recordar que esta experiencia me impresionó de manera profunda e
imborrable. Detrás de las cosas debía de haber algo tremendamente
oculto. (…) A los doce años me asombré por segunda vez, pero de manera
muy distinta, pues se debió a la lectura de un librito sobre geometría
euclídea del plano, que cayó en mis manos al comienzo del curso. (…) La
certeza y la seguridad de sus afirmaciones me causaron una impresión
difícil de describir».
Las lecturas de Einstein al margen del programa formativo que seguían
todos los chicos de su edad influyeron decisivamente no sólo en su
formación intelectual sino también en la de su carácter. La búsqueda de
los distintos puntos de vista sobre un mismo asunto, en lugar de la
memorización de principios no argumentados, terminaría por generar en él
un profundo rechazo por el principio de autoridad (base del método
educativo decimonónico) y todo lo que representaba. Paralelamente, estas
lecturas fueron socavando las creencias religiosas que había adquirido
desde la escuela primaria y que igualmente se asentaban en la sunción
acrítica de los textos bíblicos. Como él mismo afirmó, el doble proceso
fue prácticamente inevitable: «Los libros de divulgación científica que
leía me demostraron que los relatos bíblicos no podían ser ciertos y,
consecuentemente, terminé siendo un librepensador fanático. (…) La
impresión de aquellos años derivó en una desconfianza hacia toda
autoridad, en un escepticismo hacia las creencias de cualquier sociedad,
actitud que jamás abandoné, si bien más tarde, cuando alcancé una mejor
comprensión de las relaciones causales, se moderó». Y precisamente el
rechazo del principio de autoridad y de las «verdades» establecidas le
permitió pocos años más tarde hacer saltar por los aires la física
newtoniana con su Teoría de la relatividad.
Una carrera de obstáculos
Hacia 1984 el negocio de Hermann Einstein atravesaba serias dificultades
por lo que la familia se mudó nuevamente, esta vez a la localidad
italiana de Pavía, donde con el apoyo de la familia de Pauline
estableció un nuevo taller. Para evitar la interrupción de sus estudios,
Albert no acompañó a sus padres ya que debía finalizar la secundaria.
Sin embargo la separación duró muy poco. El profundo desagrado que
Einstein sentía por el sistema educativo alemán, unido al cada vez más
cercano peligro del servicio militar en el ejército prusiano, le
determinaron a abandonar Múnich para reunirse con sus padres. No sin
trabajo logró que un médico le hiciese un certificado según el cual por
motivos de salud la reunión con su familia era necesaria; esto y la
carta que generosamente redactó para él su profesor de matemáticas en la
que daba fe de que aunque no hubiese terminado los estudios de
secundaria su nivel era universitario, le permitieron escapar a Pavía en
1895. Fue también entonces cuando por primera vez —aunque no por última—
quiso renunciar a la nacionalidad alemana, lo cual logró oficialmente el
28 de enero de 1896. Desde entonces y hasta que en 1901 obtuvo la
ciudadanía suiza, permaneció apátrida. La razón fundamental para ello
fue la siguiente: «La exagerada mentalidad militar del estado alemán me
era extranjera, incluso de niño. Cuando mi padre se trasladó a Italia
hizo gestiones, a petición mía, para liberarme de la ciudadanía alemana,
porque lo que yo quería era ser ciudadano suizo». La aversión por el
militarismo se convertiría en otro de los rasgos esenciales de la
personalidad del científico, que los conflictos bélicos de las
siguientes décadas se encargarían de reforzar.
El interés de Einstein por la ciudadanía suiza guardaba asimismo
relación con el deseo de iniciar sus estudios universitarios en el
entonces célebre Instituto Politécnico de Zúrich. Albert no poseía los
requisitos necesarios para acceder a él, pero existía la posibilidad de
hacerlo presentándose a una examen especial de ingreso que no dudó en
hacer pero que suspendió. Un año más tarde, tras haber pasado un curso
finalizando su formación secundaria en la Escuela Cantonal de Aarau
(también en Suiza y en la que se encontró con un sistema educativo
tolerante completamente distinto del alemán), lograría aprobarlo.
Matriculado en la Matematische Sektion del Politécnico, inició estudios
superiores y con ellos unos años de felicidad intelectual que nada
tuvieron que ver con los de sus primeros centros educativos. Además,
allí conoció a Mileva Maric, una joven estudiante serbia, compañera de
clase, con la que terminaría casándose en 1903.
Tres años antes, cuando Einstein tenía veintiún años, finalizó su
carrera, graduándose en Física y Matemáticas. Había sido un buen
estudiante, muy brillante en no pocas disciplinas, sobre todo las
vinculadas a la física, pero su tendencia a no acomodarse a las normas
terminaría por pesar en el ánimo de sus profesores que, una vez
graduado, no quisieron concederle un puesto de profesor ayudante con el
que pudiese dar inicio a la carrera académica. Ni Heinrich Weber (a cuyo
laboratorio de física experimental hubiese querido incorporarse) ni
Adolf Hurwitz (uno de sus profesores de matemáticas) aceptaron su
propuesta, como tampoco lo hicieron el director de la División de Física
Experimental de la Universidad de Gotinga, Eduard Riecke, y Wilhelm
Ostwald, físico-químico de la Universidad de Leipzig. No resulta
sorprendente que, profundamente desanimado, afirmase en una carta
dirigida a Mileva en 1901: «¡Pronto habré honrado con mi oferta a todos
los físicos desde el Mar del Norte hasta la punta meridional de
Italia!». Pero ni siquiera así consiguió Einstein que aceptasen su
solicitud de ayudantía. La posibilidad de dedicarse profesionalmente a
la física parecía desvanecerse sin que pudiese hacer nada, por lo que al
no contar con ningún soporte económico familiar (el negocio de su padre
seguía sin funcionar y además su noviazgo con Mileva no había sido bien
recibido), terminó aceptando un trabajo de profesor de matemáticas en la
Escuela Técnica de Winterthur del que sería despedido al poco tiempo por
su incapacidad para adaptarse al inflexible régimen docente del
internado. Aun en medio de esas circunstancias, y manteniéndose con
grandes dificultades gracias a lo que obtenía de dar clases
particulares, logró sacar tiempo para publicar el que sería su primer
artículo, «Deducciones del fenómeno de la capilaridad», pues pese a las
decepciones su vocación seguía intacta. Para colmo de males, a finales
de ese mismo año Mileva, que había regresado a su casa tras suspender
los exámenes finales del Politécnico, le escribió para notificarle que
estaba embarazada. Como apunta Michio Kaku, «estar separado de Mileva
era una tortura, pero intercambiaban cartas constantemente, casi a
diario. El día 4 de febrero finalmente supo que era padre de una pequeña
niña, nacida en la casa de los padres de Mileva en Novi Sad y bautizada
Lieserl». El nacimiento de una hija ilegítima a comienzos del siglo XX
no era desde luego una situación fácil para ninguno de los progenitores,
más aún cuando el padre no ganaba dinero suficiente ni para mantenerse a
sí mismo. Lo sucedido con Lieserl es aún hoy un misterio pues la última
pista que se tiene de ella es una carta de 1903 en la que se dice que
estaba enferma de escarlatina. Quizá falleció por la enfermedad o quizá
fue entregada en adopción al tratarse de una hija nacida fuera del
matrimonio.
La suerte de Einstein parecía no querer enderezarse cuando a mediados de
1902, y gracias a la mediación de su amigo del Politécnico Marcel
Grossman, consiguió un trabajo estable con un salario modesto como
técnico experto de tercera clase en la Oficina de Patentes de Berna.
Allí trabajó durante los siguientes siete años y allí, aprovechando la
tranquilidad que le ofrecía el empleo y armado sólo de lápiz, papel y su
cabeza, alumbró las increíbles teorías que terminarían revolucionando la
física y sorprendiendo al mundo.
Un año para la Historia: 1905
El trabajo de la Oficina de Patentes no era desde luego lo que Einstein
había deseado al finalizar su carrera, pero resultó ser un buen empleo.
Por una parte, le proporcionaba estabilidad económica y, por otra, le
permitía disponer de un ambiente muy tranquilo y bastante tiempo libre
para dedicarlo a profundizar en sus estudios de física, que era lo que
verdaderamente le interesaba. Gracias a lo primero pudo casarse con
Mileva en 1903, tener a su primer hijo, Hans Albert, en 1904, y al
segundo, Eduard, en 1910. Para tratar de aumentar los ingresos
familiares Einstein puso un anuncio en el periódico ofreciéndose para
dar clases de matemáticas y física, hecho que le puso en contacto con un
estudiante de filosofía, Maurice Solovine, y el matemático Konrad
Habicht, con los que comenzó a reunirse periódicamente para discutir
sobre ciencia, filosofía, literatura, física… Las reuniones de lo que
Einstein llamó su «Academia Olímpica» se convirtieron en un acicate para
sus investigaciones así como en un foro de discusión y análisis de sus
novedosas propuestas. Ello unido a la presencia como compañero en la
misma Oficina de Patentes de su amigo el ingeniero Michele Besso, hizo
que el ambiente que rodeaba a su rutina laboral terminase siendo
verdaderamente estimulante y adecuado para el desarrollo de sus
inquietudes científicas.
En 1905 Albert Einstein publicó tres artículos en la revista Annalen der
Physik que hicieron temblar los que hasta entonces parecían seguros
pilares de la física. El primero de ellos versaba acerca del llamado
efecto fotoeléctrico, es decir, aquel que describe la emisión de
electrones producida cuando la luz incide sobre ciertos metales y que,
en última instancia, permite explicar la transformación de la luz en
corriente eléctrica. A comienzos del siglo XX el fenómeno fotoeléctrico
se conocía y se había descrito, pero no se había logrado una explicación
matemática de por qué la energía de los electrones liberados era
proporcional a la frecuencia de la luz. Einstein aplicó la teoría de los
números cuánticos (descubierta sólo cinco años antes por Planck)
partiendo de la hipótesis de que la luz, como había afirmado Newton pero
se había rechazado con posterioridad, era un fenómeno corpuscular y no
ondulatorio. El resultado fue la explicación matemática del fenómeno
fotoeléctrico y, de paso, el derrumbe de las teorías asumidas por los
físicos desde el siglo XVIII acerca de la naturaleza de la luz. Como
indica el profesor Isaac Asimov, «las teorías de Planck fueron aplicadas
por primera vez a fenómenos físicos que no podían explicarse por las
vías de la física clásica. (…) Esto abrió casi todo el camino, incluso
quizá realmente todo, del establecimiento de la nueva mecánica
cuántica». La trascendencia de la aportación hecha por Einstein con este
trabajo terminaría motivando que años más tarde, en 1922, se le
concediese el Premio Nobel de Física.
El segundo trabajo desarrollaba matemáticamente el movimiento browniano
de las partículas en suspensión, lo que le llevó a deducir una ecuación
que permite establecer el tamaño de las moléculas, así como de los
átomos que las componen. Pero fue su tercer trabajo, la formulación de
la denominada «Teoría de la relatividad especial», el que le terminaría
reportando mayor fama. En ella Einstein, que se centró en el caso
especial de los sistemas de movimiento uniforme, establecía que todo
movimiento es relativo al punto de referencia escogido para observarlo.
Partiendo de esta afirmación creó y explicó matemáticamente un sistema
teórico conceptual, la Teoría de la relatividad especial, que eliminaba
las contradicciones que habían surgido entre la mecánica de Newton y la
electrodinámica de Maxwell, es decir, los dos pilares sobre los que
reposaba la física conocida. Como resultado de ello surgían además
consecuencias inesperadas como que el transcurso del tiempo variaba con
la velocidad del movimiento. Como explica el científico y académico José
Manuel Sánchez Ron, «la relatividad especial que sustituyó a la mecánica
que Isaac Newton había establecido en 1687, condujo a resultados que
socavaban drásticamente conceptos hasta entonces firmemente afincados en
la física, como los de tiempo y espacio, conduciendo (…) a la creación
del concepto matemático y físico de espacio-tiempo de cuatro
dimensiones». La incapacidad de Einstein para adaptarse a las normas
establecidas y aceptar el principio de autoridad había dado, cuando sólo
tenía veintiséis años, un grandioso e increíble fruto.
Por si esto fuera poco, ese mismo año publicó un artículo breve en el
que explicaba una de las consecuencias de la Teoría de la relatividad
especial. En él establecía la proporción existente entre masa y energía
y formulaba la famosísima ecuación que la expresa: E = m × c². Gracias a
ello daba explicación a la producción de energía vinculada a los
procesos radiactivos, y abría la puerta a la posibilidad de convertir
una pequeña cantidad de masa en una enorme cantidad de energía.
Desgraciadamente, varias décadas más tarde la aplicación de este
principio permitiría la fabricación y lanzamiento de las bombas atómicas
con las que se puso fin a la Segunda Guerra Mundial. La polémica
participación de Einstein en este asunto constituye uno de los puntos
más interesantes y controvertidos de su biografía, pero difícilmente
puede entenderse sin tener en cuenta lo sucedido con anterioridad.
Un incómodo personaje público
La publicación de los artículos de 1905 marcó un antes y un después en
la historia de la ciencia y también en la vida de Einstein. Aunque al
comienzo su revolucionaria Teoría de la relatividad fue recibida con
escepticismo, poco a poco y conforme se la iba sometiendo a distintas
pruebas de las que salía airosa, fue ganando adeptos. Entre ellos, el
matemático y antiguo profesor de Einstein en el Politécnico, Hermann
Minkowski, quien, convencido de la colosal aportación que ésta suponía,
la presentó de forma pública en una conferencia pronunciada en la
Universidad de Gotinga en 1907. Como indica el escritor Mario Muchnik,
«para Einstein fue el comienzo del éxito». Al año siguiente el mismo
Minkowski presentó la Teoría de la relatividad especial ante el Congreso
de Científicos y Médicos Alemanes reunido en Colonia. La reputación de
Einstein iba aumentando de forma paulatina, de modo que en 1909 no sólo
fue él mismo quien defendió su Teoría ante el Congreso de Científicos y
Médicos Alemanes, sino que abandonó la Oficina de Patentes de Berna al
ser elegido como profesor adjunto de la Universidad de Zúrich. Las
ofertas de trabajo de las más prestigiosas instituciones comenzaron a
llegar en cascada, y así en 1911 la Universidad de Praga le ofreció un
puesto de profesor titular. Ese mismo año tuvo lugar la primera de las
conferencias sobre física patrocinadas por Ernest Solvay (que desde
entonces serían anuales) a la que se convocó a los físicos más
prestigiosos incluyendo a Einstein. Como recoge Muchnik, Marie Curie,
Poincaré, Rutherford o Plank, entre otros, recibieron con auténtico
entusiasmo al joven científico cuyas teorías estaban planteando una
auténtica revolución. La primera llegaría a afirmar: «En Bruselas pude
apreciar la claridad de su mente, la vastedad de su documentación y la
profundidad de sus conocimientos. Si se tiene en cuenta que el señor
Einstein es aún muy joven, se puede cifrar en él las mayores esperanzas
y ver en él a uno de los teóricos más importantes del futuro».
Las cosas comenzaban a marchar bien para Einstein, que además acababa de
tener a su segundo hijo con Mileva (en julio de 1910). Por entonces
recibió ofertas para incorporarse a las universidades de Leiden, Utrecht
y Viena, pero no aceptó ninguna de ellas. Desde 1911, Einstein trabajaba
denodadamente en la búsqueda de una teoría de la interacción
gravitacional que fuese compatible con los principios que había
establecido en su Teoría de la relatividad especial. Cuando en 1912
recibió la oferta de una cátedra en el Instituto Politécnico de Zúrich,
su antigua alma mater, no dudó en aceptarla. Allí trabajaba el
matemático Marcel Grossmann, lo que le permitiría investigar
conjuntamente con alguien que le diese el enfoque matemático que
necesitaba para establecer su nueva teoría. A finales de 1913 ambos
publicaron un artículo titulado «Esbozo de una teoría general de la
relatividad y de una teoría de la gravitación». Sólo quedaban algunos
flecos por cerrar, pero la Teoría general de la relatividad despuntaba
en el horizonte.
Para entonces Einstein había abandonado el Politécnico de Zúrich pues el
mismo Max Planck le había hecho llegar una oferta difícilmente
rechazable: la Real Academia Científica de Prusia le ofrecía pasar a
formar parte de sus miembros, al tiempo que se le ofertaba un puesto de
profesor sin obligaciones docentes en la Universidad de Berlín y la
dirección de la división de investigaciones científicas del Instituto
Kaiser Wilhelm. En abril de 1914 Einstein se trasladó con su familia a
Berlín y volvió a aceptar la nacionalidad alemana, requisito necesario
para el desempeño de sus nuevos cargos. Una vez en Berlín, el 25 de
noviembre de 1915 presentó ante la Academia prusiana la formulación
definitiva de la Teoría general de la relatividad. En palabras del
profesor Sánchez Ron, «nadie antes o después de Einstein produjo en la
física una teoría tan innovadora, tan radicalmente nueva y tan diferente
de las existentes anteriormente». El prestigio de Einstein entre la
comunidad científica era enorme, por lo que su presencia pública se fue
haciendo cada vez más notable.
Pero las opiniones políticas del científico, que ya no pasaba
desapercibido al menos entre la comunidad académica, no encajaban
precisamente bien con el clima que se respiraba en Alemania hacia 1914.
En el mes de agosto estalló la Primera Guerra Mundial y en los primeros
días del conflicto se produjo la invasión alemana de Bélgica. La crítica
internacional provocó que un grupo de noventa y tres intelectuales
alemanes firmasen e hiciesen público un Manifiesto al mundo civilizado
en el que justificaban la intervención bélica y hacían una ardiente
defensa del militarismo alemán como expresión de su cultura. Einstein
era un pacifista convencido y el rechazo que sentía por el militarismo y
sus manifestaciones en todos los órdenes de la sociedad era algo tan
arraigado en él que ya de adolescente le había hecho renunciar a la
nacionalidad alemana y abandonar Múnich. Aunque mostrarse públicamente
en contra de la postura oficial del estado alemán podía ser peligroso en
ese momento, cuando el pacifista alemán Georg Nicolai hizo circular una
réplica al vergonzoso Manifiesto, Einstein no dudó en firmarlo. Sólo dos
personas más se atrevieron a hacerlo.
En el Manifiesto a los europeos, título de dicho documento, se criticaba
abiertamente el apoyo de la comunidad científica alemana a la invasión
de Bélgica, el recurso a las armas como solución de los conflictos y se
abogaba por el paneuropeísmo. Así en él podía leerse: «La guerra que
ruge difícilmente puede dar un vencedor; todas las naciones que
participan en ella pagarán, con toda probabilidad, un precio
extremadamente alto. Por consiguiente, parece no sólo sabio sino
obligado para los hombres instruidos de todas las naciones el que
ejerzan su influencia para que se firme un tratado de paz que no lleve
en sí los gérmenes de guerras futuras. (…) Nuestro único propósito es
afirmar nuestra profunda convicción de que ha llegado el momento de que
Europa se una para defender su territorio, su gente y su cultura.
Estamos manifestando públicamente nuestra fe en la unidad europea, una
fe que creemos es compartida por muchos; esperamos que esta
manifestación pública de nuestra fe pueda contribuir al crecimiento de
un movimiento poderoso hacia tal unidad». Pero desgraciadamente las
palabras del Manifiesto iban a ser proféticas en lo que habría de
suceder si no se ponía fin al enfrentamiento. Los tratados de paz que
pusieron fin a la Primera Guerra Mundial tras cinco años de
enfrentamiento bélico y la muerte de millones de personas prepararon el
escenario para la Segunda. Mientras, Einstein había logrado señalarse
como un individuo poco grato a los ojos del régimen político alemán,
algo que tampoco mejoraría con el final de la guerra.
Fama mundial y exilio político
Los años de la Primera Guerra Mundial fueron también muy agitados en lo
personal para Einstein. En 1914 se separó de Mileva, que regresó a
Serbia con sus hijos. En 1919 se divorció finalmente de ella para, pocos
meses después, volver a casarse con una prima que había cuidado de él
durante el conflicto, Elsa Löwenthal. Pese a la situación de guerra,
Albert Einstein continuó trabajando y avanzando en sus investigaciones.
La Teoría de la relatividad había supuesto su consagración en el mundo
científico, pero aún la ponían en entredicho muchos eruditos que no
terminaban de aceptar la vulneración que suponía de los principios
clásicos de la física. Einstein trataba de buscar una comprobación de su
teoría que fuese inapelable y una forma de lograrlo era demostrar una de
las consecuencias que se derivaban de su aplicación: que la trayectoria
de la luz sufría una desviación en presencia de campos gravitacionales,
algo que podía observarse en el espacio. Para poder hacer las mediciones
necesarias para la comprobación hacía falta que se produjesen unas
condiciones en las que ésta fuese posible, y ésas eran las que
proporcionaba un eclipse total de Sol: al quedar oculto por la Luna era
posible observar la desviación de la luz de las estrellas por efecto del
campo gravitacional del Sol. El estallido del conflicto había impedido
que se realizase una expedición a Rusia programada en el verano de 1914
para hacer el ansiado experimento, pero una vez finalizada la guerra, la
posibilidad de retomarlo renacía. El 29 de mayo de 1919 se produjo un
eclipse solar total visible desde una pequeña isla al oeste de África,
la isla Príncipe, y con él surgió la oportunidad buscada. Una expedición
británica fue la encargada de realizar el experimento y el resultado fue
un éxito arrollador. La física newtoniana había pasado a la historia.
El impacto del resultado del experimento, y por tanto de la comprobación
de la Teoría de la relatividad, fue tal que de la noche a la mañana
Einstein se vio directamente catapultado a la celebridad. Al día
siguiente los titulares del Times proclamaban: «Revolución en ciencia.
Nueva teoría del universo. Ideas newtonianas desbancadas». La fama
internacional del físico alemán alcanzó un grado sin precedentes en la
historia de la ciencia y todo lo concerniente a la Teoría de la
relatividad y al propio Einstein se convirtió en objeto de interés
público. De algún modo, tras el fracaso colectivo que había supuesto la
guerra, la existencia de un científico que en las condiciones más
adversas para el florecimiento del conocimiento había sido capaz de
alumbrar un nuevo modo de explicar el universo, se convertía en un
símbolo de esperanza para muchos.
Sin embargo, la situación política de la Alemania de posguerra no fue
precisamente favorable para que un librepensador, pacifista,
simpatizante con la izquierda política y, además, judío se expresase
libremente; más aún cuando todas sus declaraciones alcanzaban un enorme
nivel de resonancia pública e internacional. No se identificaba con el
creciente nacionalismo que recorría el país en reacción a la postración
en que éste había quedado tras el conflicto, lo cual le hacía sospechoso
de ser contrario a los intereses alemanes; en 1918 escribía a un amigo:
«Por herencia soy un judío, por ciudadanía un suizo, y por mentalidad un
ser humano, y sólo un ser humano, sin apego especial alguno por ningún
estado o entidad nacional». Por otra parte, el fuerte clima antisemita
de Alemania en esas fechas (el antisemitismo no comenzó con el nazismo
sino que se acentuó con él llegando a los más horribles extremos),
motivó que por primera vez en su vida Einstein reivindicase su condición
de judío y colaborase activamente con el movimiento sionista, es decir,
aquel que reclamaba la creación de una patria nacional judía en
Palestina. Pero el sionismo de Einstein, que no podía ser peor visto por
las autoridades alemanas, tampoco era muy ortodoxo. Su rechazo radical
de todo nacionalismo le llevaba a rechazar la creación de un estado
judío en Palestina, abogando por el entendimiento mutuo de las partes.
Así, en 1929 escribía a un amigo: «Si no logramos encontrar el camino de
la honesta cooperación y acuerdos con los árabes, es que no hemos
aprendido nada de nuestra vieja odisea de dos mil años, y merecemos el
destino que nos acosará».
Su apoyo público a los judíos y su propia condición de tal fueron la
causa de que se iniciase en Alemania una «campaña antirrelativista» que
rechazaba las teorías de Einstein por considerarlas contrarias a la
«ciencia aria». Sus libros eran quemados y sus aportaciones
ridiculizadas por proceder de un judío que reclamaba para sí la
condición de científico. Uno de los ejemplos más conocidos de esta
campaña fue la reunión que tuvo lugar en la Filarmónica de Berlín en
1920. Mario Muchnik recoge del siguiente modo lo sucedido: «Cuando el
segundo orador tomó la palabra, después de que el primero señalara que
la relatividad era contraria al espíritu ario germano, entre el público
se oyeron cuchicheos: “Einstein, Einstein”. Y es que el propio Einstein
había llegado para ver de qué se trataba. En efecto, allí estaba, en un
palco, muerto de risa y aplaudiendo las afirmaciones más bestias. Al
salir dijo a sus amigos: “Fue de lo más divertido”». Einstein no estaba
dispuesto a que la irracionalidad, los prejuicios y el autoritarismo le
callasen y continuó comportándose y haciendo declaraciones que así lo
demostraban. Pese a todo, su prestigio internacional era indiscutible y
muestra de ello fue el Premio Nobel de Física correspondiente a 1921 y
que recibió en 1922. Su presencia era reclamada en todos los foros
científicos y cuando viajaba era recibido por los gobiernos de los
distintos países (incluido el español, en 1923) como una auténtica
eminencia. Y fue precisamente durante una visita a Estados Unidos en
1933 cuando Hitler llegó al poder en Alemania.
La Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias
La elevación del nazismo a práctica política efectiva en Alemania que
supuso el triunfo de Hitler fue la causa de una incendiaria declaración
de repudio por parte de Einstein en la que afirmó su intención de no
regresar al país. Pocos meses después, mientras estaba en Bélgica, sus
cuentas bancarias fueron intervenidas por el gobierno nazi, su casa
precintada y él mismo fue públicamente declarado enemigo del régimen.
Cuando se publicó el álbum de las fotos de los opositores al Reich, la
suya estaba entre las de la primera página sobre las palabras:
«Descubrió una discutida teoría de la relatividad. Muy loado por la
prensa judía y el pueblo alemán, sorprendido así en su buena fe. Mostró
su gratitud haciendo propaganda mentirosa acerca de atrocidades,
contraria a Adolf Hitler. Aún no ha sido ahorcado». Evidentemente el
regreso, además de no deseado por el propio Einstein, era inviable de
todo punto. En esas circunstancias el eminente físico, gracias a la
ayuda de unos amigos que pusieron a su disposición una embarcación
privada para que pudiese salir discretamente desde Bélgica hasta
Inglaterra, pudo dirigirse a Estados Unidos, adonde llegó el 17 de
octubre de 1933, y allí permanecería hasta su muerte.
Ese mismo año Einstein volvió a renunciar a su nacionalidad alemana, e
hizo lo propio con su cargo de la Academia de Prusia y los restantes que
poseía en instituciones alemanas. Se trasladó a vivir con su mujer a
Princeton pues se le ofreció incorporarse al recién creado Instituto de
Estudios Avanzados de la ciudad que había nacido con la intención de ser
uno de los centros de investigación punteros del mundo. Allí Einstein
pudo dedicarse con completa tranquilidad a la investigación en la teoría
que terminaría ocupando su quehacer científico hasta el final de su
vida, la llamada «Teoría del campo unificado», o búsqueda de un marco
geométrico común para las interacciones electromagnética y gravitacional
que no pudo llegar a encontrar.
Sin embargo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 volvió a
situarle en el ojo del huracán. Las cotas de horror alcanzadas por el
régimen de Hitler parecían haber llevado al mundo al borde del abismo.
Cualquier disparate era posible y cualquier crimen encontraba
justificación. Cuando tan sólo un mes antes de que estallase la guerra
Einstein recibió la noticia de que las investigaciones alemanas para
lograr la bomba atómica estaban muy avanzadas, no dudó de que semejante
arma en manos de Hitler podía suponer el fin del mundo civilizado.
Convencido de ello y a petición de tres físicos de su confianza que le
apremiaron a hacerlo, el 2 de agosto de 1939 Einstein dirigió una carta
al presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt en el que le
advertía de la situación. En ella indicaba que los últimos avances en
investigación acercaban la posibilidad de obtener una gran reacción
nuclear en cadena a partir de una masa de uranio, que en Alemania se
estaban llevando a cabo trabajos en ese sentido en el Instituto Kaiser
Wilhelm, que la venta de uranio de las minas de Checoslovaquia (invadida
por Alemania) se había detenido y que el hijo del subsecretario de
Estado alemán trabajaba en el citado instituto. Por todo ello, Einstein
aconsejaba que se iniciase un programa de investigación preferente para,
por el bien de la humanidad, adelantarse a los alemanes. Al no lograr
una respuesta, Einstein volvió a escribir a Roosevelt en marzo de 1940 y
poco tiempo después Estados Unidos ponía en marcha el «Proyecto
Manhattan» que culminaría con la fabricación de la bomba nuclear.
Contrariamente a lo que suele creerse, Einstein no participó en el
proyecto. Su papel se limitó al de alentarlo, además, claro está, de
hacerlo posible gracias al establecimiento de la relación entre masa y
energía que había formulado en 1905. El horror llevado al extremo que
supuso la Segunda Guerra Mundial logró que el convencido pacifista
renunciase a sus principios. Aun así, como recuerda Mario Muchnik,
«cinco años después, cuando los nazis estaban cerca de rendirse
incondicionalmente, Einstein envió a Roosevelt una tercera carta
suplicando que no se arrojara la bomba atómica sobre Japón. La carta fue
hallada sobre el escritorio de Roosevelt, sin abrir, el día en que
murió». Truman, su sucesor, daría la orden de lanzar las bombas sobre
Hiroshima y Nagasaki.
El final de la guerra abrió una nueva etapa de la historia política
internacional marcada por la llamada «Guerra Fría», en la que el bloque
soviético, por un lado, y el americano, por otro, se lanzaron a una
enloquecida carrera armamentística en la que ambos bandos multiplicaron
su arsenal de armas nucleares. No es de extrañar que Einstein,
preguntado en una entrevista por cuál sería el arma de la Tercera Guerra
Mundial, replicase no saberlo, pero que no tenía dudas de que la de la
Cuarta serían las piedras y los palos puesto que no quedaría ninguna
otra cosa. Sus constantes declaraciones públicas en contra de la carrera
armamentística y de las armas nucleares, así como sus conocidas posturas
políticas de izquierda, terminaron por convertirle en sospechoso de
filocomunismo durante la época de la «caza de brujas» que, de la mano de
la Guerra Fría, se produjo en Estados Unidos en la década de los años
cincuenta. John Edgar Hoover, jefe del FBI, y el senador Joseph
McCarthy, presidente del Comité de Actividades Antiamericanas del
Congreso, situaron al científico en su punto de mira. Secretamente
considerado «enemigo de América», su correo fue controlado y su teléfono
intervenido, e incluso se pensó en retirarle la ciudadanía americana que
se le había concedido en 1940. Pese a todo, Einstein continuó
denunciando públicamente los desmanes de la caza de brujas e incluso en
1953 se negó a presentarse a declarar ante uno de los tribunales que
frecuentemente se convocaban para hacer declarar a cualquiera que fuese
sospechoso de simpatizar con el comunismo y, además, para que delatase a
vecinos o amigos. Su negativa se acompañó de una recomendación pública
para que todos los intelectuales que se viesen en la misma situación
obrasen de idéntico modo en razón del bien común, ya que si un número
suficiente de ellos se negaba a hacerlo la situación terminaría por
desbloquearse. «Sólo veo el camino revolucionario de la nocooperación,
como la entendía Gandhi», declaró. En 1955 fue uno de los firmantes de
la «Petición de prohibición de armas nucleares y de la guerra»,
redactada por el filósofo Bertrand Russell, en la que se abogaba por la
formación de un gobierno internacional mundial como forma de evitar la
reproducción de los horrores pasados. Einstein no llegó a ver su
publicación, pues el 18 de abril de ese mismo año murió en Princeton.
Albert Einstein fue sin duda alguna el mayor científico de su tiempo y
el más trascendente para la historia de la física desde Isaac Newton.
Sus aportaciones cambiaron por completo el panorama de los estudios
acerca del universo y sentaron las bases para el desarrollo de la
ciencia actual. Pero además, la enorme repercusión de sus
investigaciones le convirtió en uno de los personajes más influyentes de
su siglo. Cuando en 1999 la revista Time le escogió como «Personaje del
siglo XX», en sus páginas se decía: «Como el mayor pensador del siglo,
como un inmigrante que huía de la opresión hacia la libertad, como un
idealista político, Einstein engloba de la mejor forma posible lo que
los historiadores considerarán significativo del siglo XX. (…) Dentro de
cien años, cuando entremos en otro siglo —incluso dentro de diez veces
cien años, cuando entremos en un nuevo milenio— el nombre que demostrará
ser más perdurable de nuestra propia asombrosa era será el de Albert
Einstein: genio, refugiado político, humanista, investigador de los
misterios del átomo y del universo». Poco más puede añadirse.
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