EL KGB Y EL MANUSCRITO MORTAL
En El nombre de la rosa de Umberto Eco, varios asesinatos se suceden por causa de un manuscrito, de un libro que, para algunos, no debería existir. Se trata de ficción histórica, muy bien ambientada en el tiempo medieval que describe, pero no deja de ser ficción en gran parte (pues ni esa abadía en concreto ni esa serie de asesinatos están recogidas en ninguna fuente histórica, aunque eso no impide que Eco construya una novela memorable). La vida, no obstante, como siempre, es mucho más cruel y demoledora; y en ella, con frecuencia, echamos de menos esos grandes personajes como el Guillermo de Baskerville de aquella remota abadía medieval. Así, muchos años después de la época que recrea la novela de Eco, existió un manuscrito que resultaba mortal de verdad, un texto por el que murió una mujer inocente, un texto que revelaba, a su vez, la muerte de millones de inocentes. Por eso era tan peligroso. Todo esto ocurría en la extinta Unión Soviética. Los agentes del Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti [Comité para la Seguridad del Estado], es decir, el KGB, fueron informados de la existencia de dicho manuscrito. Entonces empezó la búsqueda mortal.
Tras años de espionaje y persecución, Elisaveta Voronnyanskaya fue detenida. La condujeron a un lugar desconocido y allí la torturaron durante días. El KGB tenía gente experimentada en alargar el sufrimiento de un ser humano, especialmente cuando se trataba de sacar información. Oficialmente fue liberada, pero apareció ahorcada en su casa el 3 de agosto de 1973. Y el manuscrito que intentaba proteger había desaparecido. Pero los agentes del servicio secreto soviético habían averiguado algo aterrador para ellos: aquélla ya no era la única copia. El KGB siguió buscando. Cambiaron de estrategia. Habían recibido instrucciones para terminar con aquel problema de raíz. Ahora la clave era detener al autor. El único problema era que el autor era asquerosamente famoso, premio Nobel de Literatura en 1970, incluso aclamado escritor en la mismísima Unión Soviética. El autor era, pues, a todos los efectos, intocable. Esto es: por el momento.
Pero ¿cómo se llamaba aquel manuscrito? ¿Qué contaba? ¿Y quién era su autor?
Alexander Solzhenitsyn, oficial del ejército soviético, condecorado en dos ocasiones por su valor durante la segunda guerra mundial, cometió un error grave en su vida: en 1945, durante los últimos coletazos de aquel terrible conflicto armado, se atrevió a criticar a Stalin en una carta dirigida a un amigo; el oficial condecorado por su valor no veía con buenos ojos la forma en la que Stalin dirigía el ejército. En febrero de ese mismo año 1945, Solzhenitsyn fue detenido y, de acuerdo con lo estipulado en el artículo 58 de las leyes soviéticas, el oficial ruso fue condenado a lo habitual en aquellos casos: ocho años de trabajos forzados en un campo de Siberia.
Las condiciones de aquellos campos eran peores que lo que cualquier ser humano normal pueda concebir o imaginar, incluso poniéndose en el más terrible de los supuestos. La mayoría de los presos de aquellas gigantescas cárceles moría al cabo de poco tiempo. Aquello, sin embargo, no preocupaba a los que detentaban el poder, porque siempre había nuevos presos condenados en virtud del artículo 58 para sustituir a los fallecidos en aquellas obras públicas que estos prisioneros se veían obligados a ejecutar para el bien común de la Unión Soviética.
En 1953 Stalin murió. Jruschov, su sucesor, tenía otra forma de ver las cosas y condenaría en 1956, en un discurso secreto ante el comité federal del Partido Comunista de la URSS, el terror de estos campos que dieron en denominar «estalinistas». Solzhenitsyn, en medio de la ola de libertad controlada que promovía el nuevo gobierno, fue excarcelado, pero los años en Siberia lo habían cambiado ya para siempre. En 1962 presentó un manuscrito tremendo: Un día en la vida de Ivan Denisovich, donde se denunciaba con crudeza y realismo descarnado la violencia, inhumanidad y perversión de aquellos campos. El texto fue objeto de análisis hasta por el Politburó. Nadie pensaba que se fuera a publicar.
—Éste es el libro, camarada presidente —dijo uno de los comisarios políticos.
—Déjelo sobre la mesa, camarada —respondió Jruschov, por entonces el hombre que dictaba los designios de la gran superpotencia soviética.
Jruschov pasó varias horas leyendo. Se tomó al final el día siguiente libre para terminar el texto. Luego llamó de nuevo al camarada comisario a su despacho.
—Que lo publiquen —dijo.
El comisario político no dijo nada, pero, si Jruschov no hubiera estado ocupado en revisar el resto de la documentación que se le había acumulado en el escritorio durante su día «libre», habría observado una mirada extraña en aquel servidor del Estado.
Jruschov, sin duda, vio en aquel texto una denuncia contra Stalin que encajaba perfectamente en su campaña de desmantelamiento de las infraestructuras de dominio de los estalinistas y defendió personalmente la necesidad de publicar aquel libro.
Un día en la vida de Ivan Denisovich se convirtió en un auténtico bestseller en el extranjero y también, con el permiso de Jruschov, en la propia URSS. Hasta aquí todo iba bien. Pero en 1964, sólo dos años después de la publicación de esa novela, Jruschov fue depuesto del poder por un golpe de Estado ejecutado por el ultraconservador comunista Brézhnev, a quien habían acudido todos aquellos «servidores del Estado» que desconfiaban del aperturismo que estaba promoviendo el incontrolado Jruschov. Y, desde luego, Brézhnev no veía con los mismos ojos tolerantes las críticas que Solzhenitsyn se empeñaba en seguir publicando contra el antiguo régimen estalinista. Pero todo empeoró. La gota que colmó el vaso de la escasa paciencia del Politburó fue la información que les suministró el KGB: Solzhenitsyn trabajaba sobre otra novela, pero esta vez sus críticas no iban contra el fallecido Stalin.
—¿Contra quién entonces? — preguntó Brézhnev.
El comisario fue escueto en su respuesta.
—Contra el gobierno comunista de la Unión Soviética, camarada presidente.
Brézhnev inspiró aire y algo de mocos. Arrastraba un estúpido resfriado que no parecía darle descanso.
—Ese manuscrito no debe salir nunca a la luz —respondió.
¿Fue el propio Brézhnev el que dio la orden? No lo sabemos, aunque después del golpe de Estado contra Jruschov hubo unos años en los que era difícil que algo se hiciera en la Unión Soviética sin su visto bueno. Lo que es un hecho es que, desde que Brézhnev se hizo con el control del gobierno, detener la publicación de esa nueva novela fue objetivo prioritario del KGB.
Solzhenitsyn vivía entonces en casa del violonchelista Rostropovich, muy respetado dentro y fuera de la URSS, lo que le aseguraba un mínimo de autonomía, pero, siempre desconfiado, Solzhenitsyn había decidido trabajar sobre su nueva novela secreta con un método peculiar: la dividió en diferentes partes y confió a un amigo distinto cada una de estas secciones del manuscrito; luego acudía a «visitar» a estos amigos, siempre vigilado de cerca por agentes del KGB, pero lo que en realidad hacía era recluirse en una habitación de la casa del amigo «visitado» para trabajar sobre el texto. Y el sistema funcionó hasta que tomó la decisión, ineludible por otro lado, de que alguien mecanografiara el manuscrito completo antes de remitirlo a los editores. Elisaveta Voronnyanskaya fue la elegida y ya conocemos su triste desenlace.
Entretanto, Solzhenitsyn recibió el Nobel de Literatura, a cuya ceremonia de entrega decidió no acudir para evitar que luego no le dejaran regresar a Rusia. El KGB se hizo con la copia de Elisaveta, pero Solzhenitsyn, siempre precavido, tenía otras dos copias manuscritas a buen resguardo y presentó una de forma oficial al sindicato de escritores de la URSS, que, por supuesto, prohibió su publicación. La otra copia salió clandestinamente de Rusia y llegó a Francia, donde se publicó traducida al francés en 1974. A las seis semanas de dicha publicación, Solzhenitsyn fue deportado de la URSS y se le retiró la nacionalidad soviética. El manuscrito mortal se llamaba, y se sigue llamando, Archipiélago Gulag. Hoy día es lectura obligatoria en los institutos de secundaria en Rusia. En la primera edición, el autor se disculpaba, pero no con el KGB o el gobierno soviético, sino con sus compañeros muertos en Siberia: «que por favor me perdonen por no haberlo visto todo, por no recordarlo todo y por no decirlo todo.» Les aseguro que el autor, pese a su humildad, vio mucho, recordó mucho y dijo mucho.
* Tomado de “La noche en que Frankenstein leyó el Quijote” de Santiago Posteguillo.
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