Amazon Prime

Kindle

jueves, 9 de diciembre de 2021

EL SECRETO DE ALICE NEWTON. Por Santiago Posteguillo



EL SECRETO DE ALICE NEWTON



La historia de Alice no es la de una escritora. La historia de Alice es la historia de una niña de ocho años a la que le gustaba leer. Un día de 1996, Alice Newton pasaba la tarde en su casa, algo aburrida porque no tenía nada nuevo que le resultara interesante para leer en ese momento. La niña oyó que la puerta de entrada se abría. Su padre, el señor Cunningham, regresaba del trabajo, y Alice estaba segura de que, fiel a su costumbre, traería libros, notas y cuentos de todo tipo; y es que el señor Cunningham era editor. Pero, además, no se trataba de un editor cualquiera, sino que, para fortuna de Alice, su padre estaba especializado en la publicación de libros infantiles; de ahí la pasión de Alice por la lectura. La niña fue corriendo a la puerta, en parte porque quería a su padre y en parte porque tenía la esperanza de que hubiera traído algo genial que leer.



—¡Hola, papá! —exclamó Alice, y le dio un beso y un abrazo.



Su padre iba a corresponder de igual forma, pero, para cuando dejaba la cartera en el suelo para poder abrazar a la niña, ésta ya había dado un paso atrás y le miraba con cara ilusionada y expectante. Barry Cunningham, no obstante, no parecía estar tan contento. Había sido un día duro en la editorial Bloomsbury: muchos manuscritos para leer pero casi nada, por no decir nada de nada, que mereciera la pena. Hasta se había olvidado y no había llevado nada que pudiera gustarle a Alice. Sólo llevaba consigo alguno de esos manuscritos no demasiado interesantes, pero, como la niña le seguía mirando con esa cara de ilusión, su mente intentó encontrar alguna salida para no decepcionarla. Se acordó entonces del último texto que había recibido de la agencia literaria Christopher Little. Lo había empezado en la oficina, algo cansado al final de la larga jornada, y, como todo lo que había leído aquella mañana, no le había parecido tampoco demasiado estimulante, pero al menos quizá sirviera para mantener a Alice entretenida un rato.



—Bueno, pequeña..., tengo algo... tengo esto. —Y le entregó aquel manuscrito tecleado en máquina de escribir. El autor..., ¿o era autora? (Barry Cunningham no se acordaba bien), ni siquiera lo había escrito en ordenador. ¿Qué podía esperarse de alguien así? A la pequeña Alice no pareció importarle demasiado cómo hubieran escrito aquel cuento, o aquel principio de libro o lo que fuera. Cogió el manuscrito que le presentaba su padre a modo de sorpresa, como si lo hubiera tenido todo preparado, y, rauda, fue al refugio de su habitación jugando a subir por los peldaños de la escalera de dos en dos.



Muy lejos de allí, en aquella época de finales del siglo XX, yo acababa de leer mi tesis doctoral en la Universidad de Valencia y me afanaba con empeño en mis investigaciones en filología inglesa, con la aspiración de conseguir algún día una plaza de profesor titular en la Universitat Jaume I de Castelló. Nunca hubiera podido imaginar que lo que pensase Alice Newton, una niña británica de ocho años, en aquella pequeña habitación de su casa, pudiera, en algún momento, afectar a mi vida. Y lo hizo, ya lo creo que lo hizo. De muchas formas.



Alice Newton bajó de su cuarto una hora después de haber desaparecido con aquel manuscrito. Se plantó entonces frente a su padre y le habló con decisión. —This is so much better than anything else that you have brought home, Dad! * [¡Esto es mucho mejor que cualquier otra cosa que hayas traído antes, papá!] —Y acto seguido pidió más para leer.



—No tengo más —respondió su padre algo sorprendido por la reacción de su hija.

—Pero tiene que haber más, papá. Esto tiene que ser el principio. Dime que hay más. Por favor.



Y ante la faz de desolación de Alice, Barry Cunningham añadió con decisión:



—No te preocupes, hija. Conseguiré el resto del libro. Te lo prometo.



Una promesa hecha a una niña ha de mantenerse por encima de cualquier cosa, así que Barry Cunningham, nada más regresar a su oficina el día siguiente, llamó a la agencia Christopher Little y, sin pensarlo más, ofreció un adelanto de mil quinientas libras esterlinas por el manuscrito completo. En la agencia literaria no regatearon. Colgaron el teléfono entre confusos y extrañados, pero tampoco le dieron más importancia al asunto. Eso sí, llamaron a la persona que había escrito el texto para que estuviera al corriente del interés del señor Cunningham.



Por su parte, Barry Cunningham dejó el teléfono colgando despacio. Estaba pensando en que ya era hora de hacerse con un teléfono móvil de esos que estaban haciéndose tan populares; eso le daría más libertad para llamar a las agencias y los autores desde cualquier sitio. Sus ojos se fijaron entonces en la copia del manuscrito que había leído su hija la tarde anterior.



—En fin —dijo. Lo publicaría aunque sólo fuera para que su Alice pudiera verlo en el formato de libro, pese a que no tenía claro que fuera a recuperar todo el dinero de la inversión.



El teléfono volvió a sonar. El señor Cunningham lo cogió de nuevo. La agencia literaria le devolvía la llamada anterior para confirmarle que la autora del manuscrito, se trataba de una mujer, aceptaba su oferta sin discusión.



A los pocos días, la escritora firmaba el contrato. Barry Cunningham dudó un instante, pero, al final, de buena fe, pensó que era oportuno dar un consejo realista a aquella joven autora. Las ilusiones mal administradas conducían a tremendos fracasos y aquella mujer tenía hijos. Y es que muchos escritores noveles confunden el hecho de conseguir publicar un libro con el éxito. Se trata de cosas diferentes: publicar una novela es un gran paso, pero no conlleva, ni mucho menos, un éxito de ventas garantizado. Muchos escritores caen en el error de pensar que lo uno suele llevar a lo otro, cuando la concatenación de ambas cosas, publicación y éxito, es más excepcional que habitual.



—Disculpe que le diga —dijo Barry Cunningham mientras cogía el contrato firmado que le entregaba la autora—, pero yo, en su caso...; bueno, quizá me meto en donde no debiera...

—No, por favor, dígame — invitó la escritora, mirándole con respeto y atención.



Barry Cunningham se aclaró la garganta. Sabía que lo que iba a decir no era agradable, pero pensó que, en gran medida, era su obligación hacerlo.

—Yo en su lugar, sin ánimo de desanimarla, buscaría un empleo, un trabajo distinto al de escribir. Es muy difícil vivir de esto y... usted tiene hijos, una familia...



—¿Y no cree que yo pueda vivir de la escritura?



Barry Cunningham suspiró, pero fue preciso en su respuesta.



—A decir verdad, y sin querer ofenderla y dicho con la mejor de las intenciones, no, no creo que pueda vivir de escribir cuentos para niños.



La escritora recibió aquel comentario con una sonrisa que demostraba que estaba acostumbrada a digerir decepciones en su vida. Arrastraba un divorcio, la reciente muerte de su madre, varios años de penurias económicas y doce negativas de diferentes editoriales. A decir verdad, el consejo del señor Cunningham no parecía un mal consejo. La escritora asintió en silencio.



Sólo se publicaron mil ejemplares de aquella primera edición. No tenía ningún sentido hacer más. Quinientos de esos ejemplares fueron a parar directamente a bibliotecas. Los otros quinientos se comercializaron. Y... se vendieron. Ahora cada uno de esos libros vale entre dieciséis mil y veinticinco mil libras, según los datos de la web de Rick Klefel (no he podido contrastarlos con otras fuentes, pero, a tenor de lo que pagan los coleccionistas por primeras ediciones de libros famosos, me parece una estimación creíble, probablemente incluso muy conservadora). Y es que ese libro cuyo primer capítulo tanto gustó a la niña Alice Newton, hasta el punto de provocar la publicación del manuscrito por parte de su padre, el editor de la ahora todopoderosa pero entonces muy pequeña editorial Bloomsbury, se titulaba Harry Potter y la piedra filosofal. La serie avanzó con otros seis títulos más. Luego vino Hollywood y la sistemática y minuciosa adaptación de todos y cada uno de esos libros. Alguno incluso dividiendo la novela en dos para tener una película adicional. Así de bueno era el negocio.



Yo, en la distante ciudad de Castellón, modestamente, conseguí mi plaza de profesor titular. Empecé entonces a elaborar un diccionario de terminología informática junto con los profesores Jordi Piqué, mi director de tesis, de quien tanto he aprendido a la hora de investigar y escribir, la profesora Lourdes Melción y el editor Peter Collin, grandes profesionales todos ellos. Terminamos el diccionario en cuatro años, pero, justo cuando iba a publicarse, la editorial de Peter Collin fue adquirida por la rica Bloomsbury (rica gracias al desbordante éxito editorial de Harry Potter). La nueva editorial reevaluó el proyecto del diccionario, le siguió pareciendo meritorio, y, por fin, se publicó, eso sí, con un impacto de ventas bastante más reducido que el de las novelas de J. K. Rowling. El caso es que así fue como Alice Newton provocó que tenga un libro, coescrito con los autores que he mencionado anteriormente, publicado por Bloomsbury.



Años después, impresionado por el éxito arrollador de Harry Potter, me sentí en la obligación, como profesor de lengua y literatura inglesa, de, al menos, leer algo de la saga del niño mago (que ha llegado a vender cuatrocientos millones de ejemplares en todo el mundo). Leí el primer capítulo y comprendí a Alice. Aquello era muy bueno. Me leí cinco de los libros de la saga de un tirón.



J. K. Rowling ha hecho que millones de niños y adolescentes se acostumbren a leer libros de hasta novecientas páginas. Me consta que ahora tengo lectores que empezaron en la lectura con Harry Potter y que luego continúan con otras novelas de otros autores, incluso con las mías. Ésa es otra forma en la que Alice Newton influyó en mi vida. Así que un millón de gracias a J. K. Rowling. Yo creo que lo que ha hecho es muy grande: pese a los muchos detractores que me consta que tiene, yo no puedo evitar pensar que es un mérito indiscutible conseguir que millones de niños y adolescentes se enganchen a la lectura. Ah, y otro millón de gracias para Alice. ¿Qué habría sido de los lectores de Potter sin ella? No me ha sido posible averiguar qué es hoy día de la pequeña Alice Newton. Espero que se haya hecho editora. Tiene el instinto.



* Tomado de “La noche en que Frankenstein leyó el Quijote” de Santiago Posteguillo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario