Brian w. Aldiss
-¡Aquí hay demasiada gente! -dijo en voz
alta-. ¡Demasiada gente! ¡Demasiada gente!
Se volvió de pronto, con la boca abierta,
el rostro contraído como un limón exprimido, y al hacerlo estuvo a punto de
derribar a alguien que pasaba a su lado. El transeúnte le hizo una inclinación
y le sonrió, como disculpándolo; cuando reanudó la marcha, sus ojos decían con
toda claridad: «Dejémoslo; es uno de esos pobres diablos de la nave.»
-Aquí hay demasiada gente -repitió Surrey
Edmark, a sus espaldas.
Era de noche. Estaba allí, sin sombrero,
bajo el resplandor de las luces de la avenida New Orchard; la vida cosmopolita
de Singapur fluía a su alrededor, sobrecogedora. Gente. Miles de personas
palpables. Con sólo extender suavemente una mano se palpaba la alpaca, la seda,
el nilón, el satén; lisos, rayados o con estampados delirantes. Miles de
personas al alcance de un grito. Si uno gritaba, ¿cuántos oídos podrían recoger
sus decibelios entre todas esas orejas sucias o limpias, rosadas o pardas,
atractivas o desagradables?
«No, por favor -se dijo-. Nada de gritar.
Este enjambre de fantasmas que te rodean son personas reales, y no les gustaría
que gritaras. También es real tu médico, el que ayer no quería dejarte salir de
la sala de observación, y tampoco a él le gustaría que te pusieras a gritar en
la calle principal. Y tú, tú mismo, ¿eres real? ¿Hasta qué punto era todo real
cuando, hace poco, tuviste la prueba exacta que todo había terminado? Todo
terminado; archivado, listo, descartado y olvidado.»
Era preciso evitar esos pensamientos
estériles. Necesitaba un sitio tranquilo donde sentarse a respirar
profundamente. Debía engañar a todo el mundo; debía ocultar a todos esa
sensación interna de cosa muerta y fundida; sólo así podría volver a su casa.
Pero también de sí mismo debía ocultar esa inercia, y eso requería más astucia.
Se sentía invadido por una idea de
futilidad, como si estuviera lleno de partículas alfa, y eso lo descomponía.
Algo más adelante había un recodo.
Agradecido, se aproximó a él y se separó de la multitud, para entrar en una
callejuela angosta y oscura. Pasó junto a tres mujeres de vestidos cortos, que
fumaban juntas; más allá, un tipo vomitaba contra una cerca de ligustro. Y
había también un café, cuyo cartel decía: «El témpano». En su terraza mal
iluminada se amontonaban mesas y sillas vacías. Surrey trepó los dos escalones
y se sentó, cansado. Aquello era un lujo.
La luz era escasa, y Surrey estaba solo.
Varias personas cenaban en el interior, mientras una joven cantaba,
acompañándose con un instrumento de cuerdas similar a un laúd. Aunque la letra
le resultaba incomprensible, la canción era simple y nostálgica, y la voz de la
muchacha era más insinuante que la misma música. Cerró los ojos, dejando que un
torbellino lo penetrara: el torbellino de sus emociones. La muchacha
interrumpió súbitamente su canción, como si estuviera cansada, y se dirigió
hacia la terraza para contemplar la noche. Surrey abrió los ojos y la miró.
-Venga a charlar conmigo -le gritó.
Ella se volvió hacia las sombras,
arrogante; echó una mirada hacia él y le volvió la espalda. Era evidente que ya
le habían hecho invitaciones parecidas. Surrey apretó sus puños, desencantado;
estaba allí, solo en el tiempo y en el espacio, necesitado de consuelo, de… Oh,
nada podía curarlo, pero existían bálsamos… La soledad brotó de él como el agua
de un pozo, obligándolo a hablar otra vez.
-Soy de la nave -dijo, incapaz de
contener un tono suplicante.
Ante eso, la muchacha se aproximó y tomó
asiento frente a él. Era china, y lucía el antiquísimo vestido abierto de su
raza; grandes margaritas se daban caza sobre las suaves curvas de su cuerpo.
-Naturalmente, no lo sabía -dijo-. Pero
se le ve en los ojos…, que es de la nave.
Con un ligero estremecimiento, agregó:
-¿Puedo traerle algo para beber?
Surrey negó con la cabeza, diciendo:
-Con sólo quedarse aquí, sentada…
Empezaba a sentirse mejor. Una voz
irracional le decía, interiormente: «Bien, has pasado por una experiencia dura,
pero ahora que estás de regreso puedes recobrarte, ¿verdad que puedes volver a
ser lo que eras?» La voz preguntaba siempre lo mismo, pero la respuesta era,
invariablemente, NO; la experiencia todavía se agrandaba en su interior, como
un cáncer.
-Oí llegar su nave -dijo la joven china-.
Vivo cerca de aquí (en la calle Bukit Timah, por si la conoce), y estaba en la
ventana, hablando con un amigo.
Él pensó en la sorprendente luz del sol,
en el olor eterno de la grasa de freír, en el traqueteo de los robshaws y en
esa muchacha que conversaba con su amigo en una pequeña buhardilla; el
estampido orquestal, con la llegada de la nave, les hacía olvidar el diálogo;
pero todo era muy remoto, cosa de muchos siglos atrás. Y dijo:
-Es extraño el ruido que hace un vehículo
al romper la barrera del tiempo.
-Asusta a las gallinas -agregó ella.
Silencio. Surrey habría deseado encontrar
algo para decir, para que la muchacha no nada de lo que pensaba podía
disolverse en palabras. Sin embargo, no tuvo en cuenta curiosidad humana, que
la inducía a permanecer a su lado. Ella volvió a preguntarle para beber, y
luego dijo:
-¿No lo aliviaría hablar de eso?
-Ésa es una pregunta capciosa, diría yo.
-Aquello es terrible; lo que hay…,
adelante, ¿verdad? Es decir, los diarios decían que…
Vaciló, nerviosa.
-¿Qué decían? -preguntó él.
-Oh, ya se sabe, dicen que es terrible.
Pero en realidad no explican nada; parece que no comprendieran.
-Ése es el asunto -replicó él-. Parece
que no comprendiéramos. Aunque le hablara de eso durante toda la noche, usted
seguiría sin comprender. Tampoco yo comprendería.
Era hermosa; seguía sentada allí, con su
pequeño laúd entre las manos. Y él venía desde muy lejos, desde más allá de su
laúd y de su belleza, mucho más allá de la nacionalidad, y hasta de la música;
todo se había perdido en el horrible polvo del planeta, todo…, final…, nada
quedaba…, salvo la degradación. Y el desconcierto.
-Trataré de explicarle -dijo-. ¿Qué era
esa melodía que cantaba hace un rato? ¿Alguna canción china?
-No, era malaya. Es una vieja canción,
muy antigua llamada «Terang Boelan». Habla…, oh, de la luz de la luna; ya sabe,
ese tipo de cosas sentimentales.
-No conozco ese idioma, pero tal vez, a
mi modo, comprendí la canción.
-Dijo que iba a hablarme del futuro -le
recordó ella con suavidad.
-Sí, por supuesto. El trabajo que estamos
haciendo es una gran tarea de auxilio. Ya sabe cómo lo llaman: la Cruz Roja
Intertemporal. El nombre es adecuado, pero cuando uno ha estado de veras en…
adelante, parecen palabras tontas y ostentosas. No sé, tal vez no sea así. Ya
no estoy seguro de nada.
Miró hacia afuera, hacia la oscuridad;
estaba por llover. Cuando volvió a hablar, su voz era más firme.
En realidad, la Cruz Roja Intertemporal
está organizada por los Paulls (dijo a la joven china). Así se llaman, aunque
deberíamos referirnos a ellos como a «la élite tecnológica» del siglo tres mil
ciento cincuenta y siete. Eso está muy adelante; nosotros, desde nuestro siglo
XXIV de la era cristiana, apenas si podemos concebirlo. Nuestra nave se detuvo
allí, en esa época. Es austera: los Paulls son gente austera. Viven sólo en
montañas que se alzan sobre el océano, y para edificar han trasladado montañas
a todas las costas.
Los Paulls no son como nosotros, aunque
parecen nuestros hermanos en comparación con los que estamos ayudando, los
Hombres Fallidos.
Los viajes intertemporales se inventaron
mucho antes de la época de los Paulls, pero fueron ellos quienes los
perfeccionaron; también fueron ellos los que descubrieron la desesperada
situación de los Hombres Fallidos, y quienes dirigieron toda la ayuda. Porque
el mundo de los Paulls, a pesar de lo rico que es -que será-, no tenía recursos
suficientes para emprender a solas esa tarea sin drenar sus reservas. Por eso
organizaron la flota de naves en el tiempo, la Cruz Roja Intertemporal, para recolectar
mercaderías de distintas épocas, a fin de llevárselas a los Hombres Fallidos.
Ese proyecto cuenta con la colaboración
de cinco épocas diferentes, bajo la dirección de los Paulls. Están el Pueblo
Medio, como lo llaman los Paulls; son una raza de filósofos, principalmente
pastorales, y nos resultaron muy altaneros; viven unos veinte mil siglos más
adelante de los Paulls. Oh, es mucho tiempo… Y después…, pero los otros no
importan. Tienen muy poco que ver con nosotros.
Nosotros, la época presente, era la única
entre las cinco que todavía no dominaba los viajes por el tiempo. Los Paulls
nos eligieron porque gozamos de paz y de abundancia. ¿Sabe cómo nos llaman? Los
Niños. ¡Los Niños! Nosotros, con toda nuestra aburrida sofisticación… Tal vez
están en lo cierto; ellos razonan por un método gestáltico que está
completamente fuera de nuestras más locas pretensiones.
Recuerdo que una vez, en el viaje hacia
adelante, pregunté a uno de los Paulls por qué no habían visitado nunca nuestra
época, y él me dijo: «Pero si lo hemos hecho. Aparecimos en el siglo XIX y
también en el XXVI. ¡Son viajes bastante frecuentes! Y por eso sabemos tanto
sobre ustedes.»
Tienen muchísima experiencia, ¿comprende?
Pueden retroceder hasta un día determinado en todo un siglo, y decir lo que
ocurrirá en los próximos seiscientos o setecientos años. Es cuestión de
perspectiva, supongo; nada más que eso.
Usted debe recordar mejor que yo el
momento en que los Paulls aparecieron por primera vez, ya que fue en este mismo
lugar. En ese entonces yo estaba en mi país, haciendo un trabajo tranquilo; si
no hubiese sido tan tranquilo no me habría ofrecido como voluntario en la Cruz
Roja Intertemporal. ¡Qué revuelo causó! Bastante pánico mezclado con el
entusiasmo. Sí, allí demostramos que éramos niños, y también en la adulación
con que atendimos a los Paulls cuando visitaron nuestras principales capitales.
Esperaron aquí durante tres meses, mientras organizábamos provisiones y
hombres, aunque deben haber hervido de impaciencia por partir; sin embargo, nada
revelaron; siguieron dando sus aburridas conferencias sobre la condición de los
Hombres Fallidos, y sonriendo para las cámaras tridimensionales.
Mientras tanto, iba llegando el dinero
para la causa; crecían las pilas de comida enlatada y de medicinas, en las
bodegas de las grandes naves. Éramos como los chicos que dan limosna a los
mendigos de la calle: los navíos estaban llenos de cosas inútiles. ¿Qué podía
hacer un Hombre Fallido con un lavarropas o con una máquina ciclovisora?
Finalmente partimos, mientras todas las bandas del mundo tocaban como locas; la
nave arrancó con un ruido tal que acalló a todas las bandas y asustó a sus
gallinas. ¡Hacia la época de los Hombres Fallidos!
-Ahora le aceptaría la copa que me
ofreció -dijo Surrey a la joven china, cortando el hilo de su relato.
-En seguida.
Ella extendió la mano para castañetear
los dedos; el brazo quedó iluminado por la luz que provenía del restaurante,
mientras su cara permanecía en la penumbra, con los ojos fijos en los de él.
-Los Paulls habían advertido que iba a
ser difícil -dijo.
-Sí. Soportamos un entrenamiento mental
bastante arduo antes de partir del lugar y del momento presente. Descartaron a
muchos hombres. Pero lo pasé. Me eligieron Timonero. Era el mejor de la primera
clase.
Por un momento, Surrey guardó silencio,
sorprendido al percibir cierto orgullo en su propia voz. ¡Todavía le quedaba
orgullo, después de semejante experiencia! Pero no, no era orgullo; la voz
había corrido por un viejo canal, el alma desnuda se había acurrucado en la
antigua vaina.
Trajeron las bebidas; la joven china
pidió un trago largo, servido en un vaso empañado; para beber, dejó a un lado
el laúd. Surrey, tras tomar un sorbo, retomó su relato.
¡Viajábamos hacia adelante! (dijo). Era
como si nuestros sueños de escolares se convirtieran en realidad. Pero nuestro
entusiasmo pronto se vio embotado por la monotonía. El viaje en el tiempo no es
instantáneo, como la gente cree. Nos llevó dos meses llegar a la era de los
Paulls; una vez allí, uno solo permaneció con nosotros, y los demás siguieron
solos hacia el futuro. Tenían que supervisar otras épocas, y atender muchos
problemas de organización; con todo, a veces me pregunto si no utilizaban esas
obligaciones como excusa para no visitar la edad de los Hombres Fallidos. Tal
vez nos consideraban menos sensibles, y por lo tanto más aptos para el trabajo.
Y seguimos hacia adelante. El cargo de
Timonero era casi honorario; sólo implicaba cerrar la energía cuando el viaje
llegaba automáticamente a su fin. Los pocos elegidos solíamos sentarnos a
charlar, leer o admirar las ilustraciones que se guardaban en las excelentes
bibliotecas instaladas por los Paulls. El tiempo pasaba con bastante rapidez,
pero nos sentimos contentos de llegar.
¡Contentos!
La era de los Hombres Fallidos está muy
lejos en el futuro, a muchos cientos de millones de años hacia adelante, o
miles de millones; los Paulls nunca nos dijeron la cifra exacta. ¿Importa
acaso? Era un intervalo muy largo… Hay tiempo de sobra. Demasiado, más del que
se necesita.
Salimos a la Tierra de aquella época.
Como los niños, yo esperaba encontrar…, oh, el sol clavado en el horizonte, o
teñido de púrpura, o el cielo lleno de lunas… Algo dramático, en fin. Pero no
había siquiera una sombra sobre el suelo, y el planeta no había envejecido un
solo día. Únicamente el hombre estaba envejecido.
Los Hombres Fallidos se diferenciaban de
nosotros espiritual y físicamente; esto último fue lo que más nos impresionó al
principio. Parecían un grupo de monstruos abatidos, sentados entre las pilas de
mercancías; nos daban risa. Entre nosotros había algunos humoristas que los
bautizaron «los Zombies»; pero a los pocos días ya no quedaban rastros de
nuestro sentido del humor.
Los Hombres Fallidos no tenían manos
propiamente dichas; de las muñecas les brotaban cinco dedos largos y prensiles;
cuando caminaban, el mayor rozaba el suelo, puesto que tenían la espaldas
dobladas en arco y las cabezas echadas hacia adelante. Para equilibrar el peso,
los cráneos habían tomado una forma escalocefálica, que recordaba la de un
bote. No tenían cejas, ni siquiera frente; eran completamente calvos, aunque
los poros de la piel sobresalían como en escamas, dándoles a la distancia una
apariencia velluda.
Miraban sin expresión alguna, como si
hubiesen llegado al hartazgo de la experiencia, recobrando así una inocencia
espantosa. Hablaban con voces huecas, con frases cortas y dolorosas como el
dolor de muelas de una criatura. Para nosotros, su idioma era incomprensible, a
menos que usáramos los centros de traducción electrónica que nos habían
proporcionado los Paulls.
Constituían un espectáculo luctuoso, pero
al principio no nos afligieron demasiado; todavía no comprendíamos bien la
naturaleza del problema, y además, estábamos muy ocupados en rescatar más y más
Hombres Fallidos de bajo tierra.
Se habían establecido cuatro grandes
centros de ayuda. De las otras cuatro razas que formaban la Cruz Roja
Intertemporal, dos estaban encargadas de construir y equipar los hospitales;
otra atendía las tareas de enfermería, alimentación y personal, y la restante,
la rehabilitación, las comunicaciones y el enlace entre los centros. En cuanto
a nosotros, los «Niños», nuestra tarea era desenterrar a los Hombres Fallidos y
llevarlos a los centros: un trabajo simple para un grupo de gente simple. Entre
todos debíamos lograr que la raza humana volviera a empezar…, otra vez a la
noria.
En total, supongo que no había más de
seis millones de Hombres Fallidos, diseminados por todo el planeta. Para
desenterrarlos debíamos salir al campo. Usábamos tractores especiales, a los
que se les habían agregado en la parte frontal varias paletas que cavaban el
suelo lenta y cuidadosamente.
Los Hombres Fallidos tenían «zonas de
cementerio»; así las llamábamos nosotros, aunque en realidad no se tratara de
cementerios. Era una pesadilla absurda. Trabajábamos día y noche; avanzábamos
escarbando la tierra como quien [carpe] un cantero. De pronto, en el humus
aparecía una cara, o un brazo de largos dedos, o un par de piernas daba un
tumbo bajo la luz. Entonces deteníamos la máquina y bajábamos hasta el cuerpo,
para cavar con palas a su alrededor. Así exhumábamos otro hombre, otra mujer;
era difícil distinguirlos: sus características sexuales no eran muy
pronunciadas.
Estaban en estado de coma. Los ojos se
les abrían como los de las muñecas, y volvían a cerrarse con un chasquido. Los
reanimábamos mediante una inyección, y, tras ponerlos en camillas, los
enviábamos a los centros. Era un trabajo horrendo.
Con un poco de atención y de cuidados,
los cadáveres revivían. Al cabo de un mes podían levantarse y caminar; entonces
paseaban por los terrenos del hospital siempre encorvados, meneando a cada paso
las grandes cabezas alargadas. En esa etapa, yo hablaba con ellos y trataba de
comprenderlos.
Los centros de traducción fabricados por
los Paulls eran excelentes. Pero padecían las limitaciones de nuestro propio
idioma. Si los Hombres Fallidos decían la palabra correspondiente a «sol», la
máquina nos decía «sol», y nos forjábamos la misma imagen que ellos querían
transmitir. Pero más allá de las pocas cosas concretas y comunes entre nuestra
experiencia y la de ellos, el asunto era más difícil. Había menos sinónimos y
más matices: eran los viejos problemas lingüísticos, pero magnificados por los
incontables siglos transcurridos.
Recuerdo que en nuestro primer viaje de
regreso al centro abordé a una anciana. Anciana, digo, pero por lo que sé debía
tener unos dieciséis años; sin embargo, todos parecían viejos.
-Espero que no le moleste haber sido
desent…, digo, rescatada -dije, cortés.
-En absoluto, al contrario -respondieron
los centros en su nombre.
Lugares comunes de cortesía. No tienen
significado concreto en ningún idioma, pero la mejor máquina del mundo los hace
sonar más tontos de lo que son.
-¿Le importaría que conversáramos sobre
estas cosas?
-¿Qué objetos? -preguntaron los centros.
Había planteado mal mi pregunta. No
quería decir cosas-objeto, sino cosas-temas. Seguimos tropezando de ese modo
durante toda la conversación; la máquina hablaba en un lenguaje más correcto
que el mío.
-¿Podríamos hablar sobre su problema? -le
pregunté, en un nuevo intento.
-No tengo ningún problema. Mi problema
está resuelto.
-Me gustaría que me hablara de eso.
-¿Qué quiere saber? Le diré cuanto pueda.
Eso al menos, sonaba promisorio. Parecía
bien dispuesta, ya que no deseosa de cooperar; hacía tiempo que habían olvidado
los principios de la cooperación.
-¿Sabe que he venido de un pasado
distante para ayudarles? -dijeron las máquinas, traduciendo mis palabras sin
ningún dramatismo.
-Sí; han sido muy nobles al interrumpir
el curso de vuestras vidas por nuestra causa.
-Oh, no. Queremos que la raza humana
retome el sendero correcto. Creemos que aún no debe morir. Nos alegra ayudar, y
lamentamos que ustedes hayan tomado el sendero errado.
-Cuando comenzamos, lo hicimos por un
camino que ya otros, ustedes, habían trazado.
No había desafío en sus palabras; se
limitaba a consignar un hecho.
-Pero ustedes se desviaron; lo hicieron
por un acto de voluntad. No pretendo juzgarlos, ¿comprende? Por supuesto, ustedes
no habrían tomado ese rumbo de saber que acabarían en el fracaso.
Respondió. Creo que estaba levemente
enojada; tal vez empleaba en eso toda la emoción que le restaba. Su voz hueca
se elevó y murió, mientras el traductor repetía simultáneamente. Pero aquello
no tenía sentido. Era algo así:
-Ah, pero hay algo que ustedes no
comprenden, porque vuestra comprensión está completamente subdesarrollada e
inactiva, y es cómo fracasar. El fracaso no es fracaso a menos que sea derrota,
y esta derrota nuestra (no sé si ustedes comprenden que es realmente un
fracaso) no es más que una falla. Una falla definitiva. Pero como tal, es sólo
cuestión de resultados, porque con el tiempo este descubrimiento tiende a
alimentar sólo el descubrimiento del resultado de la falla; en cambio, la
solución de nuestra falla, como opuesta a la falla…
-¡Basta! -grité-. ¡No! Dejemos para
después los ensalmos y los tratados filosóficos. Lo siento, pero todo eso no
tiene el menor significado para mí. Demos por entendido que hubo alguna especie
de fracaso. ¿Podrán lograr el éxito con este nuevo comienzo que les estamos
ofreciendo?
-No es un nuevo comienzo -respondió ella,
empezando con un tono bastante razonable-. Una vez que se ha obtenido el
resultado, un comienzo es casi una solución. Está sólo en el resultado del
fracaso, y todo lo que está en juego es el comienzo o la falla…; depende: para
nosotros, el comienzo, y para ustedes, la falla. Y, como usted podrá ver, aun
en ese caso el fracaso depende anormalmente del comienzo del resultado, que nos
preocupa más que el fracaso, simplemente porque es el resultado. Lo que usted
no ve es el fracaso del resultado del fracaso de la solución, para comenzar una
solución abierta…
-¡Basta! -volví a gritar.
Busqué a uno de los comandantes Paull.
Era lo que mi madre había descrito como «un hombre distinguido». Le dije que
aquello me estaba obsesionando.
-Lo mismo nos pasa a todos -replicó.
-¡Si pudiéramos comprender al menos una
mínima parte del problema! Vea, comandante, hemos andado mucho para rescatarlos…,
y todavía no sabemos de qué los estamos rescatando.
-Sabemos por qué lo hacemos, Edmark.
Ellos soportan la carga de continuar con la raza, de dar origen a una
generación nueva y más estable. Limítese a eso, si le es posible.
Tal vez su sonrisa era demasiado
tranquilizante; me hizo recordar que nos consideraban «niños».
-Vea -dije, agresivo-, si esos pobres
fracasados no nos pueden decir qué les ha ocurrido, usted sí puede. O me lo
dice, o empacamos y nos vamos a casa. ¡Le digo que nuestros compañeros están
horrorizados! Ahora, concretamente, ¿qué les pasa, o qué les pasó a esos
Zombies?
El comandante se echó a reír.
-No lo sabemos -dijo-. No lo sabemos, y a
eso se reduce todo.
Se irguió, alto, austero, todo un «hombre
distinguido». Fue hasta la ventana, con las manos detrás de la espalda, y por
su expresión pude adivinar que contemplaba a los Hombres Fallidos, agrupados
allá, bajo la pálida luz de la tarde.
Al volverse, me dijo:
-Este hospital fue construido para los
Hombres Fallidos, pero se nos está llenando con los integrantes del equipo de
ayuda; han permitido que el problema los domine.
-Lo entiendo -dije-. Yo también iré a
parar allí si no llego al fondo del asunto, y jugaré carreras con los otros, a
ver quién es el primero en pasar la frontera.
Levantó la mano.
-Eso es lo que todos dicen. Pero no hay
fondo al que llegar, al menos para nuestra comprensión; o será que nosotros
formamos parte de esa raíz. Se podría lograr algo si se pudiera categorizar el
fracaso: religioso, espiritual, económico…
-¡Entonces, también a usted le ha
atacado! -observé-. Bien, ustedes tienen naves para viajar en el tiempo.
Retrocedan hasta averiguar cuál fue el problema.
La solución era muy simple; me parecía
imposible que no la hubiesen pensado. Pero, naturalmente, se les había
ocurrido.
-Lo hemos hecho -dijo brevemente el
comandante-. Los problemas mentales (suponiendo que se trate de un problema
mental) no se ven. Todo lo que vimos fue que los seis millones se estaban
enterrando en esas malditas tumbas a ras de tierra. El proceso llevó más de un
siglo; algunos de ellos estuvieron allí trescientos años antes que los
rescatáramos. No, no sirve. Desde nuestro punto de vista, el problema es
lingüístico.
-Los centros de traducción no sirven de
nada -dije, dramático-. Es un trabajo demasiado delicado para una máquina.
¿Podría facilitarme un intérprete?
Finalmente, él mismo me acompañó. No
quería, pero quería. ¿Y cómo se las arreglaría una máquina con una frase como
ésa? Sin embargo, usted y yo la entendemos perfectamente.
Cuando salimos al patio, una mujer, una
de los Fallidos, caminaba lentamente por allí. Tal vez fuera la misma que había
hablado conmigo; no lo sé; no la reconocí, y ella tampoco dio señales de
reconocerme. De cualquier modo, la detuvimos para probar suerte.
-Para empezar, pregúntele por qué se
entierran -dije.
El Paull tradujo, y ella replicó
brevemente.
-Dice que lo consideraron necesario,
porque facilitaba la unión antes de comenzar el intento - dijo él.
-Pregúntele qué unión.
Intercambio de frases.
-La unión de la unión que intentaban
hacer, sea lo que sea.
-La palabra «unión», ¿le sonó igual las
dos veces?
-Una de las dos estaba declinada, en el
caso posesivo -dijo el Paull-. Por lo demás, parecían iguales.
-Pregúntele…, pregúntele si trataban de
convertirse en algo distinto a lo humano. Ya me comprende: en espíritus, hadas
o fantasmas.
-Tienen una sola palabra para decir
«espíritu». Es decir, cuatro: espíritu de alma, espíritu de lugar, espíritu de
un no-sustantivo (como ser «espíritu de aventura»), y otra clase de espíritu
que no puedo definir, porque no tenemos una analogía exacta.
-¡Demonios! Bueno, pruebe con «espíritu
de alma».
Otro melancólico tableteo de frases.
Luego, el comandante, algo sorprendido, manifestó:
-Dice que sí, que estaban tratando de alcanzar
la espiritualidad.
-¡Ahora nos vamos aproximando! -exclamé,
pensando, en mi vanidad, que sólo se requería persistencia y un cerebro del
siglo XXVI.
La anciana volvió a emitir sus sonidos
metálicos.
-¿Qué dice? -pregunté, ansioso.
-Dice que aún tratan de alcanzar la
espiritualidad.
Ambos gruñimos. La pista acababa en un
callejón cerrado.
-No sirve de nada -dijo suavemente el
Paull-. Abandonemos.
-¡Una última pregunta! Dígale a esta
mujer que no podemos comprender qué les pasó a los de su raza. ¿Fue una
catástrofe? ¿Y de qué clase? ¿De acuerdo?
-No puedo menos que probar. No crea que
no se ha probado antes, pero lo hago por darle el gusto.
Habló, y ella respondió brevemente.
-Dice que fue un «antwerto». Eso
significa que fue una catástrofe para acabar con todas las catástrofes.
-Bueno, al menos eso está claro.
-Oh, sí, fracasaron del todo, cualquiera
fuera el fin que perseguían -dijo el Paull, sombrío.
-¿Y la naturaleza de la catástrofe?
-Sólo me dice una palabrita inocente,
«Struback». Lamentablemente, no sé lo que significa.
-Comprendo. Pregúntele si tiene algo que
ver con la evolución.
-¡Apreciado señor, esto es pura pérdida
de tiempo! Conozco todas las respuestas, si es que existen, sin necesidad de
hablar con esta mujer.
-Pregúntele si «struback» tiene algo que
ver con alguna forma de desarrollo que ellos habían empezado o trataban de
empezar -insistí.
Se lo preguntó. Los tres permanecimos
allí, irreconciliables, durante el largo rato que demoró la mujer en murmurar
su respuesta. Finalmente guardó silencio.
-Dice que «struback» tiene alguna vaga
conexión con la evolución -me dijo el comandante.
-¿Y eso es todo lo que ha dicho?
-¡Oh, por Dios! Dijo mucho más, pero todo
se reduce a eso. Dijo: «El tiempo se imprime en el hombre como evolución.»
-Pregúntele si la catástrofe fue
religiosa, al menos en parte.
Cuando tuvo la respuesta, se volvió a mí
con una risa breve:
-Quiere saber qué significa «religiosa».
Y lo siento, pero no pienso quedarme aquí mientras usted se lo explica.
-Pero aunque ella no sepa el significado
de la palabra eso no excluye necesariamente una esencia religiosa en la
catástrofe.
-Nada significa nada en todo esto -dijo
el comandante, furioso.
De pronto recordó que yo era uno de los
Niños, y continuó con más gentileza:
-Supongamos que, en vez de avanzar,
retrocedemos en el tiempo. Supongamos que nos encontramos con una tribu de
cazadores prehistóricos. ¡Bien! Aprendemos el idioma que hablan. Queremos
utilizar la palabra «suerte». En sus mentes supersticiosas, ese concepto no
existe, y por lo tanto no existe la palabra. Nos vemos forzados a utilizar un
sustituto aceptable: «accidente», o «buen acontecimiento», o «mal
acontecimiento», según el caso. Ellos pueden entender eso, pero la idea que
conciben es enteramente distinta de la que nosotros queríamos expresar. No
hemos derribado ninguna barrera; sólo nos hemos enredado en ella. Aquí nos
encontramos con la misma trampa. Y ahora, por favor, discúlpeme.
* * *
«Struback.» Una sílaba larga y hueca,
seguida por un breve chasquido. Noche tras noche di vueltas a esa palabra en mi
cerebro fatigado. Se convirtió en un símbolo de los Hombres Fallidos, pero
jamás en otra cosa.
Casi todos los otros se contagiaron de la
misma preocupación. Algunos deambulaban en una especie de trance, otros
ingresaron al hospital. Los tractores iban quedando sin personal. Por supuesto,
llegaban refuerzos del presente. ¡El presente! Ya no podía pensar en esos
términos. El tiempo de los Hombres Fallidos se había convertido en mi presente,
mi pasado y mi futuro.
Volví a trabajar con los centros de
traducción, incapaz de aceptar la derrota. Tenía la idea que los Hombres
Fallidos habían tratado (tal vez involuntariamente) de convertirse en algo
superior a lo humano, en una especie de superhombre, y aquello me intrigaba
profundamente.
-Dígame -le pregunté cierta vez a un
anciano, por medio de los centros-, ¿se sintieron felices cuando se les ocurrió
esa idea, o cuando supieron de ella?
Su respuesta fue:
-Donde hay fracaso sólo hay degradación.
Usted no puede comprender la degradación, porque no es de los nuestros. Sólo
hay degradación y miseria, y usted no comprende…
-¡Espere! Estoy tratando de comprender.
Ayúdeme, ¿quiere? Dígame por qué todo era tan degradante, por qué fallaron,
cómo fallaron.
-La degradación era el fracaso -dijo-. El
fracaso era el «struback», el «struback» era la desgracia.
-¿Eso quiere decir que sólo hubo
desgracia, aun al comienzo del experimento?
-No hubo comienzo, sólo final, y ése fue
el resultado.
Me tomé la cabeza con las manos.
-El acto de enterrarse, ¿no fue un
comienzo en sí?
-No.
-¿Qué fue?
-Sólo una parte del intento.
-¿Qué intento?
-Usted es tan tonto…, ¿no lo ve? El
intento que hacíamos para solucionar el problema problemático en cuanto al
resultado de nuestra solución unida para resolver el problema global.
-¿Qué problema global?
-El problema -respondió, cansadamente-.
El problema del resultado de este caso en el comienzo del fracaso. No importa
cómo se llegue al resultado, dado que todos los casos sean el mismo, pero en
una diversidad de casos, el comienzo determina el resultado, y el final
determina arbitrariamente el comienzo del caso. Pero el factor arbitrario es en
sí inherente al comienzo del caso, y al caso en sí. En consecuencia, nuestro
caso es el mismo caos, y el fracaso se debió al comienzo, siendo el comienzo
nuestro resultado.
Era desesperante.
-¿De veras está tratando de explicar?
-pregunté, débilmente.
-No, joven tonto -respondió-. Le estoy
hablando del fracaso. Ustedes son el «struback».
Y se alejó.
* * *
Surrey dirigió una mirada desolada a la
joven china. Ella hizo repicar los dedos sobre la mesa.
-¿Qué quería decir con eso, «ustedes son
el «struback»? -preguntó.
-Cualquier cosa, o tal vez nada -dijo él,
enloquecido-. No habría servido de nada pedirle que lo explicara; yo no habría
entendido su explicación. Ya ve, todo es demasiado complejo o demasiado simple
para nuestro entendimiento.
-Pero sin duda… -empezó ella, y se
interrumpió.
-Los Hombres Fallidos sólo pueden pensar
en abstracciones -dijo él-. Tal vez ése fue un factor en su fracaso. No lo sé.
Ya ve, el idioma es el producto más intrínseco de cualquier cultura; no se
puede comprender el idioma mientras no se comprende la cultura, y, ¿cómo
comprender una cultura si no se conoce su idioma?
Surrey clavó una mirada indefensa en el pequeño
laúd de la muchacha; también el instrumento tenía la lengua amordazada. De
pronto, el cálido silencio de la noche se quebró en un estallido orquestal, a
medio kilómetro de allí.
-Otra carga de enfermos nerviosos que
vuelven a casa -le dijo, malhumorado-. Será mejor que vaya a atender a sus
gallinas.
FIN
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