Hans Christian Andersen
Asistía a la escuela de pobres, entre otros niños, una
muchachita judía, despierta y buena, la más lista del colegio. No podía tomar
parte en una de las lecciones, la de Religión, pues la escuela era cristiana.
Durante la clase de Religión le permitían estudiar su libro
de Geografía o resolver sus ejercicios de Matemáticas, pero la chiquilla tenía
terminados muy pronto sus deberes. Tenía delante un libro abierto, pero ella no
lo leía; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de
que seguía con más atención que los demás alumnos.
-Ocúpate de tu libro - le dijo, con dulzura y gravedad; pero
ella lo miró con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la
niña estaba mucho más enterada que sus compañeros. Había escuchado, comprendido
y asimilado las explicaciones.
Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la
niña a la escuela, puso por condición que no la instruyesen en la fe cristiana.
Pero se temió que si salía de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza
religiosa, perturbaría la disciplina o despertaría recelos y antipatías en los
demás, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar
así.
El maestro llamó al padre de la chiquilla y le dijo que
debía elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese
cristiana.
-No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo
de su alma por las palabras del Evangelio - añadió.
El padre rompió a llorar:
-Yo mismo sé muy poco de nuestra religión - dijo -, pero su
madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le
prometí que nuestra hija nunca sería bautizada. Debo cumplir mi promesa, es
para mí un pacto con Dios.
Y la niña fue retirada de la escuela de los cristianos.
Habían transcurrido algunos años.
En una de las ciudades más pequeñas de Jutlandia servía, en
una modesta casa de la burguesía, una pobre muchacha de fe mosaica, llamada
Sara; tenía el cabello negro como ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y
luminosos, como suele ser habitual entre las hijas del Oriente. La expresión
del rostro seguía siendo la de aquella niña que, desde el banco de la escuela,
escuchaba con mirada inteligente.
Cada domingo llegaban a la calle, desde la iglesia, los
sones del órgano y los cánticos de los fieles; llegaban a la casa donde la
joven judía trabajaba, laboriosa y fiel.
-Guardarás el sábado - ordenaba su religión; pero el sábado
era para los cristianos día de labor, y sólo podía observar el precepto en lo
más íntimo de su alma, y esto le parecía insuficiente. Sin embargo, ¿qué son
para Dios los días y las horas? Este pensamiento se había despertado en su
alma, y el domingo de los cristianos podía dedicarlo ella en parte a sus
propias devociones; y como a la cocina llegaban los sones del órgano y los
coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado para la meditación. Leía
entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su pueblo, limitándose a
él, pues guardaba profundamente en la memoria las palabras que dijeran su padre
y su maestro cuando fue retirada de la escuela, la promesa hecha a la madre
moribunda, de que Sara no se haría nunca cristiana, que jamás abandonaría la fe
de sus antepasados. El Nuevo Testamento debía ser para ella un libro cerrado, a
pesar de que sabía muchas de las cosas que contenía, pues los recuerdos de
niñez no se habían borrado de su memoria. Una velada hallábase Sara sentada en
un rincón de la sala, atendiendo a la lectura del jefe de la familia; le estaba
permitido, puesto que no leía el Evangelio, sino un viejo libro de Historia;
por eso se había quedado. Trataba el libro de un caballero húngaro que,
prisionero de un bajá turco, era uncido al arado junto con los bueyes y tratado
a latigazos; las burlas y malos tratos lo habían llevado al borde de la muerte.
La esposa del cautivo vendió todas sus alhajas e hipotecó el castillo y las
tierras, a la vez que sus amigos aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate
exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y el caballero, redimido del oprobio
y la esclavitud. Enfermo y achacoso, regresó el hombre a su patria. Poco
después sonó la llamada general a la lucha contra los enemigos de la
Cristiandad; el enfermo, al oírla, no se dio punto de reposo hasta verse
montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores, parecieron volver
sus fuerzas, y partió a la guerra. Y ocurrió que hizo prisionero precisamente a
aquel mismo bajá que lo había uncido al arado y lo había hecho objeto de toda
suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en una mazmorra, pero al poco
rato acudió a visitarlo el caballero y le preguntó:
-¿Qué crees que te espera?
-Bien lo sé - respondió el turco -. ¡Tu venganza!
-Sí, la venganza del cristiano - repuso el caballero. - La
doctrina de Cristo nos manda perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro
prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu tierra y a tu familia, y aprende
a ser compasivo y humano con los que sufren.
El prisionero prorrumpió en llanto:
-¡Cómo podía yo esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro,
de que me esperaban el martirio y la tortura; por eso me tomé un veneno que me
matará en pocas horas. ¡Voy a morir, no hay salvación posible! Pero antes de
que termine mi vida, explícame la doctrina que encierra tanto amor y tanta
gracia, pues es una doctrina grande y divina! ¡Deja que en ella muera, que
muera cristiano! - Su petición fue atendida.
Tal fue la leyenda, la historia, que el dueño de la casa
leyó en alta voz. Todos la escucharon con fervor, pero, sobre todo, llenó de
fuego, y de vida a aquella muchacha sentada en el rincón: Sara, la joven judía.
Grandes lágrimas asomaron a sus brillantes ojos negros; en su alma infantil
volvió a sentir, como ya la sintiera antaño en el banco de la escuela, la
sublimidad del Evangelio. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
«¡No dejes que mi hija se haga cristiana!», habían sido las
últimas palabras de su madre moribunda; y en su corazón y en su alma resonaban
aquellas otras palabras del mandamiento divino: «Honrarás a tu padre y a tu
madre».
«¡No soy cristiana! Me llaman la judía; aún el domingo
último me lo llamaron en son de burla los hijos del vecino, cuando me estaba
frente a la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo de los cirios del
altar y escuchando los cantos de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta
ahora he venido sintiendo en el Cristianismo una fuerza que penetra en mi
corazón como un rayo de sol aunque cierre los ojos. Pero no te afligiré en la
tumba, madre, no seré perjura al voto de mi padre: no leeré la Biblia
cristiana. Tengo al Dios de mis antepasados; ante Él puedo inclinar mi cabeza».
Y transcurrieron más años.
Murió el cabeza de la familia y dejó a su esposa en
situación apurada. Había que renunciar a la muchacha; pero Sara no se fue, sino
que acudió en su ayuda en el momento de necesidad; contribuyó a sostener el
peso de la casa, trabajando hasta altas horas de la noche y procurando el pan
de cada día con la labor de sus manos. Ningún pariente quiso acudir en auxilio
de la familia; la viuda, cada día más débil, había de pasarse meses enteros en
la cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era
una bendición para la casa hundida.
-Toma la Biblia - dijo un día la enferma. - Léeme un
fragmento. ¡Es tan larga la velada y siento tantos deseos de oír la palabra de
Dios!
Sara bajó la cabeza; dobló las manos sobre la Biblia y,
abriéndola, se puso a leerla a la enferma. A menudo le acudían las lágrimas a
los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y también en su alma: «Madre, tu
hija no puede recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar en su
comunidad; lo quisiste así y respetaré tu voluntad; estamos unidos aquí en la
tierra, pero más allá de ella... estamos aún más unidos en Dios, que nos guía y
lleva allende la muerte. Él desciende a la tierra, y después de dejarla sufrir
la hace más rica. ¡Lo comprendo! No sé yo misma cómo fue. ¡Es por Él, en Él:
Cristo!».
Estremecióse al pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego
la recorrió toda ella con más fuerza de la que el cuerpo podía soportar, por lo
que cayó desplomada, más rendida que la enferma a quien velaba.
-¡Pobre Sara! - dijeron -, no ha podido resistir tanto
trabajo y tantas velas.
La llevaron al hospital, donde murió. La enterraron, pero no
al cementerio de los cristianos; no había en él lugar para la joven judía, sino
fuera, junto al muro; allí recibió sepultura.
Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las tumbas de los
cristianos, proyecta también su gloria sobre la de aquella doncella judía - que
reposa fuera del sagrado recinto; y los cánticos religiosos que resuenan en el
camposanto cristiano lo hacen también sobre su tumba, a la que también llegó la
revelación: «¡Hay una resurrección ,en Cristo!», en Él, el Señor, que dijo a
sus discípulos: «Juan os ha bautizado con agua, pero yo os bautizaré en el nombre
del Espíritu Santo».
FIN
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