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jueves, 4 de mayo de 2023

AMOR VERDADERO DE ISAAC ASIMOV


 

Mi nombre es Joe. Así es como mi colega Milton Davidson me llama. Él es un programador y yo soy un programa de computadora. Soy parte del complejo «Multivac» y estoy conectado con otros sectores en todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo.

Soy el programa privado de Milton. Él sabe más de programación que nadie en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Me ha hecho hablar mejor de lo que pueda hacerlo cualquier otra computadora.

—Es cuestión de acoplar los sonidos a los símbolos, Joe —me dijo—. Así funciona el cerebro humano aunque todavía no sabemos qué símbolos hay en el cerebro. Conozco los símbolos del tuyo y puedo acoplarlos uno por uno a palabras.

De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que lo hago muy bien. Él no se ha casado nunca, aunque tiene casi cuarenta años. Me dijo que no había encontrado a la mujer ideal. Un día se sinceró conmigo:

—La encontraré, Joe. Quiero tener verdadero amor y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte para resolver los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el verdadero amor.

—¿Qué es el verdadero amor? —pregunté.

—No te importa. Es algo abstracto. Búscame la muchacha ideal. Estás conectado al complejo «Multivac», así que puedes conseguir el banco de datos de cualquier ser humano de este mundo. Los iremos eliminando por grupos y por clases hasta que sólo nos quede una persona. La persona perfecta. Ésa será para mí.

—Estoy dispuesto —le dije.

—Elimina primero a todos los hombres —ordenó.

Fue fácil. Sus palabras activaron símbolos de mis válvulas moleculares. Puedo establecer contacto con los datos acumulados de cada ser humano del mundo. Obedeciendo su orden eliminé 3.784.982.874 hombres. Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres.

—Elimina a las menores de veinticinco años y todas las mayores de cuarenta. Después elimina a todas las que su CI sea inferior a 120; a todas las que midan menos de 1,50 y más de 1,75.

Me comunicó las medidas exactas, eliminó mujeres con hijos vivos, eliminó mujeres con diversas características genéticas.

—No estoy seguro del color de ojos que quiero —dijo—. Dejémoslo de momento. Pero nada de pelirrojas. No me gusta el pelo rojo.

Pasadas dos semanas, nos quedaban 235 mujeres. Todas hablaban bien el inglés. Milton decretó que no quería problemas de lenguaje. Incluso la traducción por computadora podía entorpecer momentos de intimidad.

—No puedo entrevistar a 235 mujeres. Me llevaría demasiado tiempo y la gente descubriría lo que estoy haciendo. Causaría problemas —le aseguré. Milton se había arreglado para que yo hiciera cosas para las que no estaba programado. Nadie lo sabía.

—¿A ti qué te importa? —me espetó con el rostro enrojecido—. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Voy a traerte hológrafos y comprueba la lista en busca de similitudes.

Trajo hológrafos de mujeres, diciéndome:

—Éstas son tres ganadoras de concursos de belleza. ¿Se parecen a alguna de las 235?

Ocho eran muy parecidas y Milton dijo:

—Bien, ya conoces sus bancos de datos. Estudia peticiones y necesidades del mercado de colocaciones y arréglate para que las asignen aquí. Una a una, claro. —Pensó un momento, movió los hombros y ordenó—: Por orden alfabético.

Ésta es una de las cosas para las que no estoy programado. Cambiar a la gente de un empleo a otro, por razones personales, se llama manipulación. Ahora podía hacerlo porque Milton lo había arreglado. Pero se suponía que no debía hacerlo para nadie, excepto para él, claro.

La primera muchacha llegó una semana después. Milton enrojeció al verla. Habló como si le costara hacerlo. Estaban juntos todo el tiempo y no me prestaba la menor atención. Una vez le dijo:

—Déjame invitarte a cenar.

A la mañana siguiente anunció:

—No sé por qué, pero no me va. Faltaba algo. Es una mujer muy hermosa pero no sentí amor verdadero. Prueba la siguiente.

Ocurrió lo mismo con las ocho. Se parecían mucho, sonreían mucho y sus voces eran agradables, pero Milton no las encontraba bien nunca. Observó:

—No lo entiendo, Joe. Tú y yo hemos elegido a las ocho mujeres de todo el mundo, que me han parecido mejores. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?

—¿Les gustas tú a ellas? —pregunté.

Alzó las cejas y apretó una mano contra la otra.

—Eso es, Joe. Es una calle de dos direcciones. Si yo no soy su ideal no pueden actuar como si yo lo fuera. Debo ser su verdadero amor, pero ¿cómo puedo conseguirlo?

Todo aquel día pareció estar pensando. A la mañana siguiente se me acercó y dijo:

—Voy a dejarlo en tus manos, Joe. Tú decidirás. Tienes mi banco de datos y voy a decirte además todo lo que sé de mí. Pon hasta el último detalle en mi banco, pero guarda para ti lo adicional.

—¿Qué quieres que haga con el banco de datos, Milton?

—Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, con 227; deja fuera a las que ya hemos visto. Arréglate para que cada una se someta a un examen psiquiátrico. Completa sus bancos de datos con el mío. Busca correlaciones. (Arreglar exámenes psiquiátricos es otra de las cosas contrarias a mis instrucciones originales.)

Durante semanas, Milton habló conmigo. Me habló de sus padres y de sus allegados. Me contó su infancia, sus días de escuela y su adolescencia. Me habló de las jóvenes que había admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo y me modificó para que pudiera ampliar y profundizar en la comprensión y captación de símbolos. Me dijo:

—Verás, Joe, cuanto más vayas metiendo de mí en ti, más debo ajustarte para que puedas acoplarme mejor. Tienes que llegar a pensar más como yo, así me comprenderás mejor. Si me comprendes a mí, cualquier mujer cuyo banco de datos comprendas bien, será mi verdadero amor.

Y siguió hablándome y yo fui comprendiéndole cada vez mejor.

Pude construir frases largas y mis expresiones se hicieron más complicadas. Mi forma de hablar empezó a parecerse a la suya en cuanto a vocabulario, ordenación de palabras y estilo. Una vez le advertí:

—Ten en cuenta, Milton, que no se trata solamente de encajar físicamente con un ideal de mujer. Necesitas una muchacha que sea personal, emocional y temperamentalmente afín a ti. Si ocurre esto, la belleza es secundaria. Si no podemos encontrar tu tipo entre las 227, buscaremos por otra parte. Encontraremos a alguien a la que tampoco importe tu aspecto, ni el de nadie, con tal de que coincida la personalidad. ¿Qué es la belleza?

—Absolutamente cierto —respondió—. Hubiera sabido esto, de haber tenido mayor trato con mujeres en mi vida. Naturalmente, pensándolo ahora, lo veo todo claro.

Siempre estábamos de acuerdo; ¡éramos tan parecidos en la forma de pensar!

—Ahora no debemos tener más problemas, Milton, basta con que me dejes hacerte unas preguntas. Puedo ver en tu banco de datos dónde hay huecos e irregularidades.

Lo que siguió, según dijo Milton, era el equivalente a un minucioso psicoanálisis. Claro. Estaba aprendiendo de los exámenes psiquiátricos de las 227 mujeres…, a todas las cuales vigilaba de cerca.

Milton parecía muy feliz, observó:

—Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han llegado a coincidir perfectamente.

—Lo mismo sucederá con la personalidad de la mujer que elijamos.

Porque yo ya la había encontrado y, después de todo, era una de las 227. Se llamaba Charity Jones y era intérprete de la Biblioteca de Historia de Wichita. Su extenso banco de datos encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por una cosa o por otra, a medida que ampliamos los bancos de datos, pero en Charity había una creciente y sorprendente semejanza.

No tuve que describírsela a Milton. Milton había coordinado tan ajustadamente mi simbolismo con el suyo que podía captar sus vibraciones directamente. Encajaba conmigo.

Después, sólo fue cuestión de arreglar las hojas de trabajo y requerimientos de empleo de forma que Charity nos fuera asignada. Debía hacerse con mucha delicadeza para que nadie supiera que había ocurrido algo ilegal.

Naturalmente, el propio Milton lo sabía pues él era el que me había ajustado, y había que arreglarlo. Cuando vinieron a detenerle por irregularidades en el despacho, afortunadamente fue algo ocurrido diez años atrás. Naturalmente me lo había contado, así que fue fácil de planear…, y no hablará de mí porque eso empeoraría su caso.

Ya está fuera, y mañana es 14 de febrero, día de San Valentín. Charity llegará con sus frescas manos y su dulce voz. Yo le enseñaré cómo debe operarme y cómo cuidar de mí. ¿Qué importa el aspecto cuando nuestras personalidades se comprenden?

Le diré:

—Soy Joe y tú eres mi verdadero amor.

lunes, 6 de febrero de 2023

Mitos y leyendas de Chile: La Piedra Milagrosa del Cacique Namún Curá

 




La Piedra Milagrosa del Cacique Namún Curá



LOS GRANDES TIEMPOS DE LAS tribus araucanas pasaron hace mucho tiempo. Ellos dominaban el sur del continente y eran famosos por su valor y orgullo.

Aún se recuerda al gran Namún Curá, cacique sin temor al enemigo. Su padre, y el padre de su padre habían recibido de generación en generación una piedra milagrosa. Todos los caciques de la familia la utilizaron en la lucha contra el peligro. La piedra se lanzaba, destruía la amenaza y regresaba a la mano del cacique. Actuaba como un rayo, pero parecía tener ojos, porque jamás rompía el techo del pobre. Sólo atacaba al avaro y al codicioso. Ahora la tenía Namún Curá.

Los araucanos no se metían con los blancos, pero últimamente los invasores se establecían cada vez más cerca. Estos trajeron animales que pastaban en antiguas propiedades de los araucanos. “Si ellos siguen penetrando hacia nuestra tierra, pronto no tendremos qué comer”, dijo Namún Curá a su gente. “Aunque poseen estas armas de fuego, nosotros tenemos que enfrentarnos con ellos. Tenemos que reunir el número más grande de guerreros y vamos a cercar a sus pueblos. No nos queda otro remedio”.

Los araucanos obedecieron a su cacique y alistaron las armas; cada hombre llevaba suficientes flechas y arcos bien templados. Durante la noche se pusieron en camino. No se dejaron ver durante el día. “Nuestro ataque debe sorprenderlos”, esa había sido la idea de Namún Curá. Y realmente lograron llegar a una población sin que los blancos los vieran. Lo primero que lanzó contra el enemigo fue la piedra milagrosa del cacique, a la que siguieron flechas con antorchas. Y los techos empezaron a quemarse. Los blancos salían asustados, porque era la primera vez que los indígenas atacaban durante la noche.

La piedra de Namún Curá seguía volando y cayendo. Las viviendas de los blancos quedaron en ruinas. Entonces, los indígenas atacaron con sus lanzas y dejaron oír sus gritos de batalla. Casi todos los hombres blancos murieron. Las mujeres y los niños fueron atados, y las casas saqueadas.

Encontraron vino y no tardaron en emborracharse. Algunos de los guerreros viejos le recordaron al cacique que seguramente iba a haber un contraataque. Unas mujeres pudieron huir en los caballos. Pero el vino -una bebida desconocida para ellos- había borrado la sensatez de la cabeza de los araucanos.

Con la madrugada llegaron los hombres de las poblaciones vecinas y empezaron a disparar sus armas de fuego. Los araucanos fueron incapaces de defenderse. Entre los guerreros caídos estaba el gran cacique. Muy mal herido, aún tenía la piedra maravillosa en su poder. La lanzó una vez contra el enemigo. Regresó a su mano, pero después ya no tuvo más fuerza. Le dijo a un guerrero joven que yacía a su lado: “Tómala y lánzala hacia el Sol. Vamos a pedir una tormenta para poder escapar”. Cuando la piedra voló hacia el gran Sol, se desató la tormenta, pero esta vez la piedra no regresó. La tormenta ayudó a los araucanos. Escaparon los pocos que sobrevivieron, pero todo el botín tuvieron que dejarlo atrás. No pudieron llevar nada de carne, ni tampoco a las mujeres blancas que capturaron. El cacique murió sin dejar heredero.

Los ataques contra los invasores continuaron pero cada vez con menos éxito. Los araucanos tuvieron que ceder sus mejores tierras a los invasores. Pero en los días de fiesta ellos siguen recordando su grandeza y la piedra maravillosa de Namún Curá.

lunes, 16 de enero de 2023

CUENTO «De tu misma especie», por Giovanna Rivero

 


Te quedas de piedra cuando me ves parada en el umbral. Un charco de agua se va formando bajo mis pies y es eso lo que te hace decir, medio zombi, pasá, pasá. Me alcanzas una toalla para que me exprima el pelo, pero no me ofreces nada, ni una taza de café que tanta falta me hace, ¿no te das cuenta de que estoy muerta de frío?


Si he venido hasta tu departamento, a esta hora, con esta lluvia, es por consejo de la psicóloga de la escuela. Dice que tengo que romper el vínculo, el vínculo con vos, ¿podes creerlo? Cuando en realidad hace un montón de años que lo que podíamos considerar una amistad de acero se volvió un río delgadito que terminó por soltarse. Aunque la psicóloga de la escuela dice que acá no se ha soltado nada, que de eso se trata justamente. Claro que ella es experta en el espíritu y la personalidad de los niños, y no de gente adulta. Los niños desarrollan apegos que ni te imaginas.



Para mí, sin embargo, las aguas se partieron el día del entierro. De tu entierro. Y he venido, como te digo, a recapitular en la medida de lo posible la secuencia de los hechos. No hay ningún reproche, ¿Qué podría reprocharte, por Dios? ¿Qué resucitaste? Tu resurrección fue una felicidad y un alivio para todos, sobre todo para mí que, después del tremendo susto al ver cómo te incorporabas desorientado del que ya no sería tu último lecho, mientras a mí se me escapaba el alma con una fuerza centrífuga brutal, fui recuperando de a poco una paz lánguida, extenuada de tantas emociones. 



Pero tengo algunas dudas y recuerdos que han ido perdiendo definición o volviéndose esponjosos igual que estas fotos Polaroid hinchadas por la humedad que todavía tenés crucificadas en tu pizarrita de corcho, como si fueran insectos. En una de esas estoy yo… Aquí, ¡en esta! ¿Creyeras que me cuesta reconocerme? Se ve que antes había una alegría suave que emanaba de mí. Ahora soy una criatura opaca, me lo han dicho. No dicen «opaca», sino «apagada», pero es lo mismo, ¿no? Todo es lo mismo. Al espejo trato de no consultarle, evito mirarme profundo, hundirme en una de esas crisis legendarias que a vos te vapuleaban como a una bandera en día patrio. En fin… Necesito atar lo que se me ha desanudado, pese a que la psicóloga escolar insiste en que es al revés y dale y dale con «romper el vínculo». Quizás tenga que, en efecto, romper algo primero, un cristal interior, pulverizar un tumor, qué sé yo, y luego hacer un collage con lo que quede. A los niños les encantan los collages. Juntar todo sin sentido. Crear una geometría absurda, tan vital que a ratos me exaspera.


Yo sé que tampoco es fácil para vos. Si me has evitado durante todos estos años, si cuando eventualmente me has visto en la calle, en la parada de autobuses, a la salida de un cine, has fingido no verme es porque vos tampoco estabas listo. De hecho, dejaste de salir de casa el 17 de cada mes, que es cuando me las arreglaba para coincidir. Así que, ya ves, he tenido que venir hasta tu casa y tocar el timbre sin importarme que lo tuvieras en carne viva, ¡ja! …Dejar esos cables despellejados expuestos a la lluvia no es suficiente para disuadirme. Podría hundir mi índice en las córneas del demonio si fuera necesario.


Disculpa esta impertinencia tan sacada de toda lógica. A mí también me cuesta reconocer este lado hosco que por fin se manifiesta en mi temperamento gradualmente arrinconado. Supongo que he tenido que vencer esta carne dormida, ordenarles a mis huesos que se comporten como tales, huesos. Huesos. Espinas que podría escupirte por la boca si tuviera más fuerza en el estómago.



La tarde de tu entierro fue la más triste. Entonces supe lo que de verdad significaba la palabra «desolación» que vos usabas tanto y que los niños ya la intuyen. A los pequeños de mi clase les pedí que dibujaran un paisaje llamado «Desolación». Algunos dibujaron desiertos plagados de cactus como pequeños extraterrestres, otros dibujaron un sol negro, un sol tan oscuro que las plantitas agonizaban con los cuellos quebrados. Organizamos una exhibición, invitamos a las familias a disfrutar de «De-Solación», pero nadie entendió nada y algunos padres se quejaron. Guardé para mí sola esa palabra que era tuya y que ahora es solo mía.



Siempre hablabas de irte, de largarte dejándolo todo, pero no podía creer que te hubieras decidido así, sin despedidas crípticas, a zambullirte en lo que llamabas «las tinieblas definitivas» y que a mí me parecía una frase buena para un título, pero jamás para un viaje. Y no es que dudara de tu determinación, que siempre tuvo algo de suicida; todo lo contrario. La confirmación serena de la muerte me cubría de vacío y, al mismo tiempo, reforzaba todo aquello que te profesé: el modo absoluto en que creí, al principio no en tu talento —que a ese respecto siempre te fui sincera—, sino en algo más importante y eterno que la capacidad de escribir: tu mirada temible y piadosa del mundo.


Yo estaba incluida en esa piedad. Todavía guardo el tono dulce, ¿o acaso condescendiente?, cuando me acomodabas el pelo detrás de la oreja derecha y decías que tenía el nombre y la presencia de un personaje escapado de un relato «con jardín y sol en las colinas». Ese tacto misericordioso me ponía los pelos de punta, pero es que yo era arisca, y vos estabas enfermo de tanta fantasía.



Te envidio, me decías a veces. Y tus ojos eran, en efecto, dos norias delirantes que no encontraban ningún sosiego. Supongo que envidiabas mi falta de ambiciones, mi equilibrio estólido como el de esas mulas que atraviesan el campo comiéndose lo mismo el pasto que las flores (extraño el campo, ese lugar «poético no obstante anti literario», como decías por burlarte de mi lugar de nacimiento que tendría que haber sido también el de mi muerte), ¿Qué otra cosa podrías vos envidiar de mí? …Sí, tardé demasiado en saberlo.


Me conmovía esa desazón tuya, especialmente cuando yo intentaba explicarte que éramos de especies diferentes, que yo no aspiraba a ninguna trascendencia y eso volvía mucho más cercana la posibilidad de ser feliz, o algo parecido. Tu especie, te explicaba yo, improvisando títeres con servilletas, lapiceros o lo que estuviera a mano, era como la de las lagartijas, hechas de ordinariez cotidiana y de un torrente mítico que excedía sus pequeños cuerpos, siempre dispuestos a mutilarse. Transparentes hasta el asco, las recién nacidas; y luego oscuras, dispuestas a fosilizarse si todo va mal. Una lagartija, te hacía el cuento yo, y vos me mirabas encandilado como mis chicos del Kínder, era el disfraz más engañosamente humilde en que pudiera haber devenido un reptil más peligroso. Eso eras vos.


Esa tarde del 17 de marzo, la de tu entierro, me vestí de blanco, en realidad no sé por qué, acaso secretamente quería ser, en ese tramo largo de la Avenida Alemania que lleva al Cementerio General, tu ángel vengador. Te parecerá ridículo, pero con la intersección de esas emociones sentía que se prolongaba en mí, tal vez como una herencia sorpresiva, tu resistencia a la mediocridad de la vida. Porque la vida era hermosa y mediocre y esa contradicción era lo que más te dolía. Vos te sentías parte de la mediocridad, expulsado de la orilla luminosa. Y ahí estaba yo confirmando tus temores: una amiga viuda viviendo un luto mediocre.


Pablo y Willy caminaban a mis costados. No se atrevían a abrazarme. Llovía metódicamente, millares de agujitas lastimándonos; la orina de Dios, recuerdo que pensé, y saqué la lengua para conocer su sabor, para imaginar lo que vos sentiste cuando el veneno fue pervirtiendo tu saliva. Willy me miró inquieto pensando seguro que iba a ponerme a aullar o algo así. Willy siempre me conoció menos y pongo mis manos al fuego a que nunca dejó de ver en mí a una boluda de provincia, una campesina becada por la caridad del gobierno, y casi diría que a vos tampoco llegó a leerte en todas tus líneas.


Pablo intentó darme cobijo bajo su paraguas, pero terminó por alejarse expulsado por quién sabe qué electricidad. Quizás, pensándolo desde la esquina opuesta, no me había quebrado como se esperaba, con esas demostraciones histriónicas —aunque casi siempre verdaderas— de rencor ante lo irreversible, de estúpida impugnación de lo que no podés cambiar. Seguramente algo en mí evocaba una soterrada autosuficiencia, igualito al dolor de un perro cuando su amo lo patea y el animal se ovilla en un enojo distante pero humilde e irreductible. Tu muerte, ya lo he dicho, me investía de una soberbia viejísima, como la de esas mujeres ofrecidas en sacrificio en un tiempo salvaje imposible de leer con estas coordenadas.


De todos modos, alguien, una pariente tuya… No, no, la señora que te hacía la limpieza, ahora lo recuerdo, lloraba un llanto pudoroso que yo agradecí. Me parecía la canción perfecta para acompañarte en esa despedida lluviosa. Era un quejido largo y agudo, ni más ni menos que el lamento de una chola del Altiplano, que para encontrar consuelo debe remontarse en ese sonido deshilvanado levitando sobre las cosas. Vos siempre decías que ese llantito andino tan parecido al chillido de las ratas era más liberador que una de esas vocalizaciones graves que a veces se colaban desde el segundo piso hasta tu cuarto por la rejilla del aire acondicionado. ¿Todavía funciona arriba el centro de yoga?


Ese campo magnético que el llanto de la señora, ¿cómo se llamaba?, ¿Luna decís?… El llanto que doña Luna expandía en la procesión era, pensándolo un poco, una manifestación precisa de tu modus operandi. Te habías gangrenado la sangre con veneno para ratas, poniéndote así, de un modo atroz y más material que metafórico, en el lugar de esos roedores que tantas veces poblaron tus cuentos malogrados. De hecho, el olor ácido-dulzón del veneno que brotaba de tu cadáver redimía un poquito, por favor, el perfume aguachento de los claveles que algunos de tus vecinos consideraron de piedad cristiana enviar. Pablo y Willy se encargaron de distribuir los claveles alrededor de tu féretro. De madera lisa, caoba brillante, con una ventanita de vidrio en la parte superior para que pudiéramos saludarte en el recorrido final, tu cajón era un magnífico cohete emplazado en su terminal galáctica: la camioneta Ford anaranjada que otro de tus vecinos, el gordo del kiosco de periódicos, tuvo la solidaridad de prestarnos. Ahí viajabas vos, listo para la gran caída.


No aporta nada contarte que una de las llantas reventó cuando atravesábamos los mausoleos de los ricos, bajo cuyas bóvedas algunos de los que te acompañaban hacia el silencio eterno aprovecharon para guarecerse. La lluvia se puso bestial y las lápidas comenzaron a emerger, limpiecitas, en una floración casi alegre de nombres: Julia, Andrés, Luz Marina, Josué, Rosalinda, Q.P.D. También mi nombre floreció en algún mármol.


Pablo y Willy cambiaron la llanta. Tuvieron que levantar el cajón mientras alguien más jalaba el neumático de auxilio y la llave inglesa que el gordo de tu vecino cargaba en la carrocería. Al mover tu última nave, en la que viajabas encapsulado pero libre a través de universos, y quizás algunos infiernos necesarios pero pasajeros, al encuentro de ese «yo» que tanto reclamabas, que te dolía por sus bilocaciones, brotó de tu boca pálida otro espumarajo de Racumín. Yo me había opuesto con terquedad de amiga viuda a que te costuraran los labios. No quería verte partir así, con un ciempiés de hilo negro enclaustrando para siempre tus palabras; prefería, te juro, atormentarme con pesadillas de gusanos que germinarían de todos tus orificios en la intimidad de tu cajón, cuando ya nadie más podría verte. Vos y los gusanos: una misma materia recién nacida. El forense insistía en la costura, tenía explicaciones científicas que no me parecieron suficientemente lógicas. Quizás te cause gracia, incluso hoy, que ya no experimento ni la más básica de las pulsiones sexuales, pero entonces me parecía inhumano despachar a quien fuese hacia la dimensión desconocida con los agujeros naturales del cuerpo violentamente clausurados. La muerte, suponía yo, necesitaba de su propia respiración, y ese forense desalmado no me iba a hacer cambiar de idea. Defendí tu boca suicida con mi clásica terquedad provinciana.


De modo que, al ajetrear el cajón para el asunto de la llanta, tu digestión post mortem también se fatigó.  La baba de Racumín que brotó de tu boca me hizo recuerdo de los epilépticos de la era cristiana, sometidos a cuarentenas despiadadas hasta que el demonio se hartara de habitar sus cuerpos. Albergué por un instante la esperanza de que de vos también se habría hartado esa presencia vacía que llamamos «muerte» y que, al regurgitarla, te desembarazabas de ella y ella de vos.



Fue así, precisamente, como te encontré esa mañanita. Eras un dragón dormido sobre su propia espuma. Te había llamado por teléfono insistentemente. Quería devolverte el manuscrito. Nunca fui una gran lectora; si me extraviaba en las marañas de una novela, la abandonaba de inmediato en busca de oxígeno y objetos reconocibles. Sin haber terminado el quinto semestre de Antropología porque con tanta ciencia no iba a ninguna parte y siendo asistenta no titulada de Kínder, me había acostumbrado a las fábulas, esos dramas pequeños y de final nítido, justo cuando los animales toman decisiones absolutas que recuperan el orden natural del mundo. A los chicos les gusta eso, les permite soportar la masa descomunal del tiempo. Tu manuscrito excedía mis marcos de lectura, demandaba todas mis humildes capacidades, me llenaba de aire el corazón y, te soy honesta, a cambio no me regalaba el menor consuelo. ¿Escribías para lastimar?


Cuando pasó el primer horror, la bofetada de sinsentido que tu súbito fantasma me propinó, supongo que arisco aún en su recién adquirida condición de ectoplasma, y después de que yo también vomitara en el lavaplatos sobre los restos de tu último desayuno, llamé a Pablo y Willy. Me senté a esperarlos en un taburete, en diagonal a tu cuerpo que se había desbarrancado de la silla giratoria, donde te instalabas a escribir y fracasar. La taza con Racumín estaba allí, junto a la inmensa computadora comprada a plazos eternos, con la misma pasiva altanería del vaso de whisky que habías dejado intacto. Mojé mi índice en el líquido ámbar para superar el sabor a ácidos gástricos que se me había pegado al paladar. Te contemplé durante casi una hora, lo que tardaba el micro de Pablo, que llegó primero.


Así, radicalmente dormido, era como que encarnabas al chico del tórax vacío de tu manuscrito. Qué locura, me dije, ponerme a pensar en tus personajes mientras te recorría como si estuvieras desnudo. Y es que era un poco así, tus facciones se liberaban de esa batalla sin tregua en que habías vivido y trasuntaban una belleza varonil que yo no te conocía.  Era la borra física que deja el dolor en una cara todavía joven aunque definitivamente abandonada. O acaso ocupada por eso que los científicos acaban de descubrir: la flamante genética de la muerte, los genes necrósicos que se activan en la carne desnuda, sin espíritu que la atribule, y con los que, quién sabe, se podría clonar nuevos seres, embriones cubiertos por una ternura desconocida, hijos póstumos, la forma más alucinante de resucitar, ¿no crees?


Un poco en eso también pensaba durante tu descenso, en cómo iría yo a recordar tu cara a partir de esa tarde, ¿con el ceño fruncido?, ¿siempre rodeado de vómito tibio? No quería asignarte el lugar de las pesadillas, que hasta ese día lo había habitado mi abuelo, ofreciéndome lascivo su dentadura postiza parchada de oro y siempre salpicada de tabaco negro. Prefería recordarte serio, persiguiendo tus obsesiones, siempre herido por tus fracasos literarios. Vos descendías y yo te borraba mentalmente el vómito para recordarte limpio.


Pablo y Willy, el chofer de la camioneta fúnebre y su ayudante bajaban con sogas tu ataúd a esa palma de tierra tierna que habían abierto los sepultureros a punta de pala, chas chas chas, exclusivamente para vos. Chas chas chas también irían a cubrirte para siempre jamás. Ahí se me ocurrió que quizás debiera poner tu manuscrito del chico sin corazón entre tus manos. De algún modo estaría cumpliendo con esa historia que te gusta tanto, «la pasión de Mary Shelley», le llamabas, sobre la forma en que aquella pobre mujer fue enterrada, llevándose los restos del corazón de su marido y los mechoncitos del pelo de sus hijos. Me hablabas de ella como si la conocieras, como si entre ustedes no hubiese una insalvable diferencia de épocas. Ahora sé, claro, que eso no tiene la menor importancia. Los puentes del tiempo no se arman con calendarios.


En mi pueblo, a las mujeres muertas se les suele poner un ramillete de flores, como si fueran novias. No sé de quién. Novias de Dios o Satanás, supongo, según sus pasiones. Vos, que ibas al encuentro de la ansiada unidad con ese tu «yo» tan anhelado, como si fuera un hermanito mellizo que te abandonó un atardecer en la placita de tu barrio, podrías llevar ese «estandarte de derrotas», ese «escudo de palabras inútiles», como les llamabas a los intentos infinitos de escribir. El chico sin corazón sería tu verdadero ángel, alguien mucho más compañero que yo, que no había sabido alimentarte, saciar tu hambre o sujetarte mientras te debatías, un día feliz, otro precipitándote en caída libre en esa tristeza despiadada que opacaba hasta tus cabellos.


Qué ironía, ahora la que está poseída por esa opacidad soy yo. Romper el vínculo, cazar tu fantasma con una de esas cestas atrapamoscas, es eso lo que debería hacer. De modo que hoy, desafiando la terrible acupuntura de este aguacero, he venido a que me digas la verdad, una verdad que a un mismo tiempo puede salvarme y sepultar lo que queda de mi espíritu.


Pedí que abrieran tu ataúd para poder ponerte el fajo de hojas entre las manos, que a esas alturas no eran otra cosa que un ramillete mojado. Pablo no se negó, él conocía de cerca tus batallas literarias en el tallercito que los dos se impartían en una reciprocidad incestuosa y estéril —un ciego ayudando a un tuerto, déjame decirlo ahora, cuando ya nada importa—. Willy dijo que era muy complicado procurar mi descenso por la pendiente de tierra húmeda, pero se calló cuando lo miré con esa brutalidad campesina que él tanto repelía.


Fui bajando como una alpinista pendiendo de las sogas. Pablo hacía tensión desde la superficie, que no quedaba demasiado alta, pero que, vista desde tu perspectiva, por decir algo, pertenecía ya a otro mundo.


Date prisa, dijo Willy. Y es que lo que hasta ese momento había sido una lluvia desconsiderada, amenazaba con convertirse en una tormenta ominosa, fuera de toda proporción humana. Los vecinos piadosos comenzaron a retirarse. Quizás temían que una tormenta semejante terminara profanando las tumbas, explotando los nichos y despertando a los cadáveres, poblando el planeta con infinitos lázaros, algunos arrastrando jirones de putrefacción, otros a punto de desvanecerse en el polvo, los más: calaveras desmemoriadas incapaces de mantener juntos sus pobres huesos. Cómo no iba a retirarse tu pequeña procesión. También doña Luna se marchó con su llantito, que se hizo como el río delgadito que te decía, hasta que desapareció.


Forcejeé un rato con la puerta angosta del ataúd. Podía ver tu cara tomada por las ojeras violetas y ese horrendo color mate que ahora tanto detesto. En ese forcejeo de voluntades, la tuya desde la muerte, la mía desde la idea ingenua de que deberías llevarte las hojas mojadas con el relato del chico sin corazón a modo de descargo de tu conciencia ante cualquier impensable juicio celestial, la uña de mi dedo anular se levantó íntegra, de raíz, como el caparazón diminuto de un animal. Quizás debí haber escalado en ese instante hacia el mundo superior, donde Pablo y Willy me esperaban ansiosos y al borde de una neumonía, pero entonces cedió tu puerta fúnebre y me apresuré a ponerte el ramito de hojas impresas manchadas de mi sangre.


Fue una cosa de segundos, o menos. El tacto. De pronto. Lo terriblemente fugaz. Algo como una convulsión. Ya no el presagio, sino el destino. ¿El miedo? ¡Lo abominable! ¡La succión de algo, o alguien, que me quería en tu mismo cuenco! Dedos que se cerraban rígidos y mezquinos sobre mi pulso sano. Un amor espurio, de ultratumba, obligándome a morir. ¡A morir con vos! ¿O acaso en tu lugar?


Fue, sí, tu mano izquierda la que me aprisionó la muñeca con la crueldad de una garra. Pablo y Willy dicen que grité, dicen que intenté huir arañando las paredes resbalosas de ese pozo. Esa es la parte que he borrado por completo. Tengo, por supuesto, algunas hipótesis que solo vos podéis confirmar o desechar por los siglos de los siglos amén.


La explicación lógica que dio el forense, por ejemplo, es que vos fuiste de los pocos favorecidos que sobreviven a las dosis no infaliblemente letales de Racumín y que, de hecho, en una paradoja únicamente posible en la ciencia, mas no en la fe, el propio veneno actuó como anticoagulante, lo cual de algún modo permitió que tu organismo no se entregara por completo a ese maravilloso despeñadero que es la putrefacción.


Es cierto que luego me tranquilicé y que te tocaba la cara y las manos como imagino que las señoras que vieron a Jesús a la salida del sepulcro lo tocaban, entre el pudor y el estupor, entre la felicidad y el miedo. Es cierto que mi dedo desollado apenas acusaba dolor, probablemente porque ya en ese momento crecía la distancia entre este cuerpo y mi antigua conciencia, a la que yo tan frívolamente le llamaba «espíritu». También con ese dedo recorría tu cara.


Sin embargo, vos no eras el mismo. Y te tuvimos paciencia. No podías ser el mismo.


Supe que luego publicaste, no el relato del chico sin corazón, que ese seguramente terminó de pudrirse en tu nave abortada, sino otros libros que te han dado cierta fama. «Escritor de culto», te llaman. Pablo y Willy dijeron que de todos modos algo había muerto en vos. Incluso el color pantano de tu cara tardó un tiempo en ceder.


El mismo tiempo, date cuenta, que ese color fue avanzando desde mis tobillos, por mi pelvis, mi estómago, sombreando los huesos puntiagudos de mi cadera, tomando mis manos, mis senos, recorriendo los hombros y el cuello hasta instalarse en cada poro de mi cara. Quizás los demás no se den cuenta, pero yo sí, y los niños. Los niños que, al despojarse de su infancia, van instalando una lejanía incómoda entre mi juventud impávida y sus imperfectas transformaciones.


A medida que pasan los años y ocasionalmente me los encuentro en actividades escolares, algunos púberes o a punto de graduarse, la sospecha de que mi crónica tristeza no es otra cosa que un desalojo se vuelve una constatación desgarradora. «La zombi», susurran a mi paso, entre risitas nerviosas y asqueadas. Los adultos, siempre más corteses, sonríen de costadito y dicen: «Silvia, usted jamás envejece», y yo sé que no es un elogio. En todo caso, una denuncia.


A veces, si estoy de buen humor, cosa cada vez más rara, concluyo que la psicóloga escolar tiene razón, que uno tiene que recuperar su «estructura», a como dé lugar, de allí donde la hayan secuestrado, del sótano más húmedo, del páramo más desolador, de la traición más incomprensible. Y es entonces cuando acomodo mi cabello en una trenza y me dispongo a encontrar el secreto del día, su destello, y animada por esta voluntad escribo en la pizarra y acaricio las cabecitas tibias tan vivas, prestando atención a sus voces translúcidas, y así, todos juntos, mis niños y yo, armamos el drama. Yo estiro los brazos, igualito a esos sonámbulos de los cómics, y usando esta voz que es ya puro espectro, juego a ser aquel personaje que vuelve, peldaño a peldaño, con sus zapatos pesados de lluvia, vuelve, siempre vuelve a reclamar las partes desmembradas de su cuerpo. Los chicos se ríen alborotados, especialmente cuando llega la parte de «¿dónde está mi corazón?»; te juro que no hay cosa más divertida que el morbo del miedo a la luz del día.


Pero de noche, en la casa, sin juegos ni risas infantiles, la tristeza me pudre. La tristeza es una mierda, un pájaro muerto todavía tembloroso.


Comprenderás entonces que esta noche no me levante de esta silla mientras no me ayudés a entender qué fue, en verdad, lo que pasó, lo que me pasó, cuando tu garra nefasta y desesperada, tomó algo de mí, algo auténtico y prodigioso, una llama que no te pertenecía. ¿Qué fue eso que abdujiste de mí? ¿Una temperatura? ¿Un latido? ¿Mi ánima? ¿La humildad de mis deseos?


Comprenderás que mientras dure esta lluvia, en esta precisa fecha, tengo una oportunidad de recuperar eso, como sea que vos lo nombres, eso que era profundamente mío y que me distinguía de vos o de cualquiera sobre la faz de esta Tierra. Mientras dure esta lluvia, te juro que yo de acá no me muevo. Poseo esta eternidad para esperarte.


© Giovanna Rivero | Del libro de relatos Para comerte mejor (Ed. El Cuervo, 2016)


miércoles, 16 de noviembre de 2022

VENECIA EN LLAMAS .-Carlos Gardini

 


 

-La magia es la excepción, no la regla -declaró el gondolero-. El universo es rigurosamente lógico.

No es un sueño, pensó Clara, recostada en el asiento de la góndola. Si fuera un sueño, yo misma tendría que inventar esas palabras, y ni siquiera las entiendo.

-Necesita la excepción para confirmarlo -continuó el gondolero-. Pero detesta la locura. La locura es un abuso de la lógica. La magia es su confirmación.

Clara se dejó acunar por esas palabras que no entendía.

Atardecía.

La góndola surcaba el canal, los remos chapaleaban rítmicamente, una gloria de rojos y dorados se derramaba sobre cúpulas y palacios. ¡Un atardecer en Venecia!

¿No era perfecto? Era lo que Clara siempre había deseado. Ese momento y ese lugar, ese olor y ese resplandor. Un instante de eternidad. Y sin embargo no era perfecto. ¿Por qué? ¿La luz carecía de intensidad? ¿Ella no armonizaba con la escena?

Clara tomó un espejo para mirarse.

-No te mires -dijo el gondolero, acomodándose la máscara-. Estás bellísima. No es necesario que te mires en el espejo. Los reflejos atentan contra la magia. Aún no estás preparada.

Clara no se miró.

Confiaba en el gondolero. ¿Por qué iba a mentirle? Ella siempre había querido conocer Venecia. Era natural que estuviera bellísima. Tendida en la góndola, acarició las aguas cristalinas del canal.

¿Cristalinas? Recogió unas gotas con la palma y sintió alarma, como si algo estuviera por derrumbarse. ¿Esas aguas no debían ser sucias, fétidas, aceitosas?

-Creí que en tu Venecia querías aguas cristalinas -dijo el gondolero.

-Quiero una Venecia creíble.

-Ninguna Venecia es creíble, ni siquiera la verdadera. Pero comprendo -dijo el gondolero. Hundió el remo en las aguas cristalinas. Cuando lo sacó, las aguas eran turbias, fangosas. El atardecer les daba el lustre del bronce.

-Y los colores -dijo Clara-. Hay algo en los colores.

-Comprendo -repitió el gondolero.

Extendió los brazos hacia el cielo crepuscular. Un coro de fuegos artificiales chisporroteó en el atardecer.

-¿Qué es Venecia sin una fiesta? -dijo el gondolero.

-Una fiesta veneciana -suspiró Clara, y se miró en el espejo, olvidando la advertencia del gondolero.

No vio el rostro bellísimo que él había mencionado. Vio una cara hinchada, ojos hundidos sobre mejillas grasientas, una blusa raída. Y no la rodeaban aguas broncíneas ni edificios que parpadeaban bajo fuegos artificiales, sino el cuartucho de la clínica, con sus muebles de fórmica y sus paredes descascaradas.

Se acercó a la ventana y miró el jardín a través de los vidrios salpicados de cagadas de mosca. En la calle no circulaban góndolas, sino colectivos y camiones.

Golpearon a la puerta. Arístides, el enfermero, entró con una bandeja.

-Creo que estuve en Venecia -dijo Clara.

-Yo creo que estás muy loca -dijo Arístides.

-Siempre decís lo mismo.

-Lo digo porque es la verdad. No soy el único que lo piensa. Por algo tu parentela te encerró aquí. Te traje la comida.

Clara tendió las manos hacia la bandeja.

-Pero antes un paseíto, ¿eh? -dijo Arístides.

Así lo llamaba él, un "paseíto". El paseíto a cambio de la comida. Sin paseíto nada. Una vez Clara había intentado resistirse. Había querido hablar con el director. Nadie la había escuchado, decían que deliraba. Le habían inyectado calmantes. La habían matado de hambre una semana. Las demás locas le aconsejaron que se dejara hacer. Eran las reglas del juego. A partir de entonces, Clara se dejó hacer. Estaba muy loca, pero no tanto como para morirse de hambre.

Arístides le levantó la falda, la tumbó en la cama. Era casi una violación. ¿Casi? Clara ya no estaba segura. Si ella consentía, ¿era violación? ¿Cómo podía saberlo, si estaba tan loca? Sólo sabía que la penetración le dolía, porque estaba totalmente seca. También quería que le doliera, porque debía de haber hecho algo terrible para estar tan loca, y se sentía culpable. Quería que la maltrataran. Siempre rezaba para sentir dolor, pero cuando llegaba el momento de sentir dolor rezaba para que terminara de una vez. Después rezaba para pedir perdón por su debilidad.

El paseíto duró sólo unos minutos. Una eternidad de unos minutos.

-¿Alguna vez estuviste en Venecia? -preguntó Clara mientras Arístides se subía los pantalones.

-¿Venecia? ¿Qué iba a hacer yo en Venecia?

Arístides miró el cuadro de Venecia que estaba colgado en la pared. Siempre miraba el cuadro. Clara decía que era un recuerdo de familia. Era una pintura chillona donde se veía un canal, un palazzo, un puente y una góndola. Tenía un marco de madera dorada y estaba tapado con vidrio. El tamaño del gondolero no armonizaba con la perspectiva. Las aguas pretendían ser claras y cristalinas. El gondolero usaba una máscara y una capa negra y ondulante.

-Siempre quise ir a Venecia -suspiró Clara.

-Todos quieren ir a alguna parte -dijo Arístides-. Yo estoy cómodo donde estoy.

Tomó un trozo de manzana de la compota que había en la bandeja, se lo metió en la boca y salió del cuarto.

El domingo la visitó su cuñada Adela. Le costó reconocerla. Sus parientes pensaban que no reconocía porque estaba loca, pero se equivocaban. No reconocía porque se empeñaba en olvidar. A veces los trataba mal para darles un pretexto para no visitarla. Los parientes no servían de mucho, después de todo. Ya no esperaba que le dieran afecto, pero ni siquiera le daban protección.

-¿Por qué me pusieron aquí? -preguntó Clara.

-Siempre preguntás lo mismo. Pensamos que aquí estarías mejor. ¿No estás mejor?

-Mejor que con ustedes, claro.

-¿Y eso qué significa?

-No significa nada. Sólo repito lo que has dicho.

Adela cabeceó, cambió de tema.

-¿La comida bien?

La comida, perfecto, pensó Clara. A veces tengo que dejarme usar para que me la den. Una belleza. Mi familia gasta mi plata para meterme en un sitio donde tengo que prostituirme por un plato de sopa. Si no estoy loca, preferiría estarlo. Pero no dijo nada sobre eso. Ya sabía lo que diría Adela: no empieces con esas fantasías, ya he hablado con el director.

-La comida bien -dijo. Y abruptamente preguntó-: ¿Qué hacía yo?

-¿Qué?

-¿Qué hacía? ¿Cómo me portaba? ¿Qué tenía de raro?

-Bueno… cosas… Vos sabés.

-No, no sé. Estoy loca. Necesito que me expliquen.

-Qué sé yo. Gritabas.

-¿Gritaba? ¿Eso es todo?

-Gritabas de noche. Aullidos.

-¿Eso era todo?

-También te ponías violenta.

Clara reflexionó.

-Sí -dijo-. Era el dolor.

-¿El dolor?

-El dolor. La gente normal soluciona eso con cariño y comprensión -dijo Clara. Le gustaba esa frase. La había estudiado toda la semana. Parecía salida de un libro, o de un programa de televisión. Tal vez la había sacado de un programa de televisión. En la clínica miraban mucha televisión. Era como una ventana hacia el mundo normal, la única ventana.

Adela cambió nuevamente de tema.

-¿Ahora dormís mejor?

-Como un bebé.

-Los doctores dicen que no gritás. Que dormís tranquila.

-Me dan calmantes. Pero el dolor sigue allí. ¿Qué hora es?

Adela miró su reloj.

-Es temprano. El horario de visitas todavía no terminó.

-Para mí sí. Si no te vas me pongo a gritar.

-¿Por qué sos tan mala? ¿Por qué siempre hacés esto? ¿Te gusta hacerme sentir mal?

-Sos incapaz de sentir remordimiento, así que por lo menos quiero darte algún disgusto. No es mucho pedir, ¿verdad?

 

-La magia es la regla, no la excepción -declaró el gondolero-. El universo es rigurosamente mágico.

Los fuegos artificiales se multiplicaban por el cielo, astillas de luz en la noche profunda. Ardían faroles a orillas de los canales.

-Necesita la excepción para confirmarlo -continuó el gondolero-. Por eso ama la locura. La locura es un desborde de magia. La lógica, en su sequedad, es su confirmación.

Clara escuchaba como de costumbre, sin entender. Las palabras del gondolero cascabeleaban como el agua, siguiendo el chapaleo rítmico del remo. El resplandor de los fuegos artificiales se despedazaba contra las cúpulas y tejados. Se oía música de mandolinas.

-Los colores no están bien -dijo Clara.

-¿Los colores? -preguntó el gondolero.

-Y hay algo más. Ese grito…

-No oigo ningún grito.

-Allá. Un grito, como un aullido. ¿Por qué alguien grita en medio de una fiesta?

-¿Para qué averiguarlo? ¿Para qué arruinar tu fiesta?

Oía el grito con creciente claridad, por encima de la música de mandolinas, de las alegres explosiones y del chapaleo del agua.

-Quiero averiguarlo. No quiero oír gritos en mi Venecia.

Se irguió en el asiento, intimidada. Quizá su Venecia no fuera tan suya como creía.

 

Arístides entró con la comida.

-Hoy te traje algo especial -dijo-. Doble postre.

Previsiblemente, eso significaba otro paseíto.

Después del paseíto, Clara atinó a preguntarle:

-¿Al menos te gusto un poco?

-¿Gustarme? No, qué me vas a gustar. Pero no se puede ser muy selectivo en este loquero.

Mientras se cerraba la bragueta, Arístides acomodó el cuadro.

-Estaba torcido -dijo. Y se quedó mirándolo.

-¿Qué pasa? -preguntó Clara.

-Nada. Me pareció que el otro día el color del agua era distinto.

-Un efecto de la luz.

-Puede ser. Yo de pintura no entiendo nada. Pero hubiera jurado que el color era distinto.

Intentó tomar una porción de postre. Clara lo amenazó con la cuchara, empuñándola como un cuchillo. La cuchara era inofensiva, pero Arístides se sobresaltó.

-¿Qué te pasa? ¿Estás loca?

-Qué pregunta.

Arístides dejó el postre donde estaba y caminó hacia la puerta. Miró el cuadro, la miró a Clara, sacudió la cabeza.

-Aquí hay algo que no es normal -rezongó.

-Aquí nada es normal -dijo Clara.

 

-No hay excepciones ni reglas -declaró el gondolero-. El universo es lógicamente mágico y mágicamente lógico. La locura es una versión extrema de la cordura.

Clara siguió con los ojos las chispas que se apagaban confundiéndose con las estrellas. Pensó que las estrellas eran chispas que también se apagarían. Había visto en televisión que se apagarían al cabo de miles de millones de años, que el universo sería un desierto negro y congelado. La idea la había entristecido. En mi Venecia nunca se apagarán las estrellas, pensó.

El grito se oía ahora con mayor claridad.

Era su propia voz, en alguna parte. Venecia parecía de vidrio, y el grito hacía vibrar los edificios. Era su voz, lejana y sin cuerpo.

-Es mi voz -murmuró.

-En Venecia estás libre del dolor -explicó el gondolero-. Eso es lo que festejamos.

-No -dijo Clara-. No quiero estar libre. Quiero mi dolor.

-¿Para qué? El dolor no es necesario en tu Venecia.

Clara miró fijamente al gondolero. Miró los colores de la ciudad, y comprendió. Comprendió qué estaba mal, y comprendió su poder, comprendió las palabras que antes no comprendía.

-El mundo es lógicamente mágico -le dijo al gondolero.

El gondolero cabeceó.

-El mundo es mágicamente lógico -dijo Clara, levantándose.

El gondolero retrocedió, intimidado. Señaló los fuegos artificiales.

-Así es -convino, con cautela o alarma.

Clara se le acercaba.

-Son palabras baratas -dijo Clara, y le arrebató el remo. Lo hundió en el agua y el agua cambió de color-. Y son trucos baratos.

Movió el remo en el aire. Los fuegos artificiales se transformaron en una lluvia sulfurosa. Llamas crepitantes llovieron sobre cúpulas, fachadas y puentes.

-Trucos de circo -dijo-. Cualquiera puede hacerlos.

Movió nuevamente el remo. El fuego mordía la piedra, rodaba en feroces remolinos. Venecia era una sombra aureolada de rojo. Los colores cobraban relieve y profundidad, culebreando en las aguas sucias.

-Este era el color que buscaba -dijo Clara, empuñando el remo, aunque sin la gracia del gondolero. La góndola siguió su plácida trayectoria, negra contra el fuego líquido de las aguas del canal.

Los incendios ardían sin humo, radiantes como iglesias de hielo.

-No hay excepciones ni reglas -dijo Clara-. Sólo máscaras.

Le arrancó la máscara al gondolero. La máscara ocultaba una máscara que ocultaba una máscara que ocultaba una máscara. Cada máscara se desprendía con un crujido gomoso, como carne desgajándose del hueso.

El gondolero cayó de rodillas, humillado.

-Basta -suplicó, y por un instante la súplica se confundió con el grito, el grito inmenso que vibraba con la voz de Clara en el cielo de esa Venecia en llamas.

Clara absorbió el grito, el aullido de su propia voz. Lo absorbió dejando que el dolor le quemara cada nervio y cada fibra del cuerpo y la mente, y luego lo exhaló.

Gritó a todo pulmón.

El gondolero se astilló, desmoronándose en una lluvia de polvo cristalino. Venecia crujió como un vidrio roto.

 

Arístides atravesó el pasillo chapaleando. Salía agua de la habitación de Clara. Tal vez había una pérdida en el baño y esa imbécil ni siquiera llamaba para avisar. Arístides golpeó la puerta. No atendieron. El agua que salía bajo la puerta le mojaba los zapatos. Movió el picaporte, abrió. La habitación estaba inundada.

El agua venía del cuadro.

El vidrio estaba rajado, y una catarata lodosa y pestilente se desplomaba sobre la mesita. Una espuma grasienta cubría el piso. Otros enfermeros se acercaron rezongando. Se quedaron mudos al ver el torrente de agua.

Todos regresaron despacio hacia el pasillo. La corriente, cada vez más caudalosa, empezaba a empujarlos. El agua se acumulaba en el pasillo y luego avanzaba en línea recta sin entrar en las demás habitaciones.

Un canal, pensó Arístides con espanto, mirándose los pies empapados. Se preguntó dónde estaba Clara, y acababa de preguntárselo cuando la vio.

Una góndola salía de la habitación, doblaba por la puerta como si fuera de seda, navegaba por el canal que las aguas formaban en el pasillo. Clara empuñaba el remo. Era una mujer bellísima vestida con una capa negra. La capa ondulaba en un viento que no existía.

Los enfermeros retrocedieron gritando mientras los internos abrían las puertas y se detenían a orillas del agua sucia. Aplaudían, señalaban los fuegos artificiales que estallaban en el cielo raso, que de pronto era un cielo cuajado de estrellas. ¡Una fiesta en Venecia!

El canal se abrió paso hasta el vestíbulo, se internó en el jardín, llegó hasta la calle. Los ordenanzas, médicos y enfermeros miraban con ojos vidriosos, como si hubieran sufrido una sobredosis de asombro. Arístides se mordió el pulgar hasta hacerlo sangrar. Rezó sin saber que rezaba.

La góndola surcaba el canal como un sueño de luz. Clara agitaba el remo con la gracia de un gondolero, y las fétidas aguas reflejaban los resplandores de una fiesta, los fogonazos, destellos y chisporroteos de una Venecia en llamas.

Las llamas de Venecia cauterizaban las heridas del universo.

 

FIN

 

(c) Carlos Gardini, 1996

 

 

 


martes, 7 de junio de 2022

Cuentos ucranios – Nikolái Gógol




                                               

Nikolái GógolEspañol, Ficción, Realista, Relato



Fue su temprana colección de cuentos y relatos lo que demostró que Nikolái Gógol era una potencia emergente en la literatura rusa del siglo XIX, con su original innovación de mezclar cuidadosamente lo horroroso y lo humorístico.

Bajo la poderosa influencia de su amigo Aleksandr Pushkin su colección de relatos presenta permanentes referencias a Ucrania, en aquella época apodada Pequeña Rusia, donde Gógol pasó los primeros años de su vida.

Las historias presentadas en Cuentos ucranios están intensamente entrelazadas con el folclore y las referencias culturales de Ucrania, ofreciendo una perspectiva única de la vida del campo en la época de Gógol.
Sobre el Autor:

Nikolái Gógol (Soróchintsi, actual Ucrania, 1809 – Moscú, 1852). Escritor ruso de origen ucraniano. Cultivó varios géneros, pero fue notablemente conocido como dramaturgo, novelista y escritor de cuentos cortos. Su obra más conocida es, probablemente, Almas muertas, considerada por muchos como la primera novela rusa moderna.

Hijo de una familia de la baja nobleza, se trasladó a San Petersburgo en 1828 y allí trabajó en un modesto empleo de burócrata de la administración zarista. En 1831, conoció a Aleksandr Pushkin, que le ayudó en su carrera como escritor y se hizo amigo suyo. Más adelante, impartió clases de historia medieval en la Universidad de San Petersburgo de 1834 a 1835.

Escribió diversos relatos breves cuya acción transcurre en San Petersburgo, como La avenida Nevski, el Diario de un loco, El capote y La nariz. Sin embargo, sería su comedia El inspector, una sátira de la corrupción de la burocracia rusa, publicada en 1836, la que lo convertiría en un escritor conocido aunque las controversias y ataques resultantes le obligaron a abandonar temporalmente el país.

Gógol pasó casi cinco años viviendo en Italia y Alemania, viajando también algo por Suiza y Francia. Fue durante este periodo cuando escribió Almas muertas, cuya primera parte se publicó en 1842, y la novela histórica Tarás Bulba, protagonizada por el cosaco del mismo nombre y ambientada en el siglo XVI.

Gógol sigue la tradición literaria de E. T. A. Hoffmann, con un uso frecuente de lo fantástico. Además, sus obras muestran un gran sentido del humor. Esta mezcla de humor con realismo social, elementos fantásticos, y formas de prosa no convencionales son la clave de su popularidad.

Cuentos de Ucrania

 



Cuentos ucranios – Nikolái Gógol


Fue su temprana colección de cuentos y relatos lo que demostró que Nikolái Gógol era una potencia emergente en la literatura rusa del siglo XIX, con su original innovación de mezclar cuidadosamente lo horroroso y lo humorístico. Bajo la poderosa influencia de su amigo Aleksandr Pushkin su colección de relatos presenta permanentes referencias a Ucrania, en aquella época apodada Pequeña Rusia, donde Gógol pasó los primeros años de su vida. Las historias presentadas en Cuentos ucranios están intensamente entrelazadas con el folclore.

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miércoles, 9 de febrero de 2022

J. .M COETZEE, Una historia

 

Una historia

 

No siente culpa. Eso es lo que la sorprende. Ninguna culpa.

 

Una vez por semana, a veces dos, va a la ciudad, al departamento de ese hombre, se desviste, le hace el amor, vuelve a vestirse, sale del departamento y conduce hasta la escuela para recoger a su hija y a la hija de una vecina. Ahí en el auto, camino a casa, escucha lo que le cuentan de la escuela. Después, mientras las dos nenas comen galletitas y miran televisión, se da una ducha, se lava el pelo, se refresca, se renueva. Sin culpa. Tarareando bajito.

 

¿Qué clase de mujer soy?, se pregunta alzando la cara para recibir la lluvia de agua caliente, sintiendo el suave golpeteo de las gotitas sobre los párpados, sobre los labios. ¿Qué clase de mujer seré, que todo esto se me hace tan fácil, la falta de lealtad, la infidelidad?

 

Infidelidad: esa fue la palabra que se dijo en el instante en que el hombre se deslizó adentro de ella por primera vez. Todo lo anterior se podía disculpar, se podía borrar hablando: los besos, el desvestirse, las caricias, los toqueteos íntimos. A todo eso se le podía dar otro nombre; se podía decir que era juguetear, por ejemplo, juguetear con la infidelidad, incluso con la idea de infidelidad. Algo así como mojarse los labios con una bebida pero sin tragarla. No era la cosa concreta. Pero cuando él se deslizó adentro, lo que fue fácil y placentero, hubo algo irreversible, la cosa real. Estaba sucediendo; ya había sucedido.

 

Ahora traga la bebida todas las veces. No puede esperar para engullirlo a él en su cuerpo. ¿Qué clase de mujer soy? Y la respuesta parece ser: soy una mujer espontánea. Sé (¡por fin!) lo que quiero. Consigo lo que deseo y me siento satisfecha. Lo deseo sin cesar, pero cuando lo tengo, me siento satisfecha. Por lo tanto, no soy insaciable; no, no soy una mujer insaciable.

 

Espejito, espejito colgado en la pared: dime la verdad.

 

Él no es del tipo hogareño, pero cuando ella viene, compra sushi y después, si hay tiempo, se sientan en el balcón, miran el tráfico que pasa y comen sushi.

 

A veces, en lugar de sushi, él compra baklava. No hay una relación evidente entre los días de sushi y los días de baklava. Todos los días, todas las veces, todo es igual de espontáneo, igual de satisfactorio.

 

Cada tanto, el marido se queda fuera toda la noche por cuestiones de negocios. Ella no aprovecha esa libertad para pasar la noche entera con el hombre. Tiene una idea clara sobre los límites de lo que hay entre ellos, sobre los límites que ella quiere ponerle. Específicamente, no quiere que lo que hay entre ellos contamine su hogar, que incluye el matrimonio.

 

Lo que hay entre ellos todavía no tiene un nombre. Cuando se termine, lo tendrá: un affaire. Una vez tuve un affaire con un hombre que no conocía, le confesará a alguna amiga mientras toman un café. No se lo dije a nadie, tú eres la primera, prométeme que no lo vas a contar. Fue un affaire que duró tres meses, o seis, o tres años. Cosa del pasado. Algo sorprendente por lo simple, por lo agradable, tan agradable que nunca intenté repetirlo. Por eso puedo contártelo, porque es parte del pasado, parte de lo que yo solía ser, de lo que me ayudó a ser la que soy, pero no parte de mí. Era infiel, pero todo eso se terminó. Soy fiel de nuevo. Ahora soy íntegra.

 

El marido viaja por negocios y ella lo llama a medianoche.

 

—¿Dónde estás? —le pregunta. Y él contesta que está en la habitación de un hotel.

 

—¿Solo?

 

—Por supuesto —dice él.

 

—Quiero pruebas. Quiero que me digas «te amo». —Él dice «Te amo».

 

—Más fuerte —dice ella—. Para que lo oigan todos.

 

Y él le dice que la ama, que la adora, que es la única mujer de su vida. También le dice por segunda vez que está solo y le pregunta si está celosa.

 

—Por supuesto que estoy celosa. Si no, ¿por qué no puedo dormir pensando que estás en un hotel con una mujer desconocida? ¿Por qué llamarte si no?

 

Es todo mentira. No está celosa. ¿Por qué habría de estarlo? Se siente satisfecha y una mujer satisfecha no puede estar celosa. Parece ser una ley.

 

Lo llama al hotel a mitad de la noche para que él sepa que en ese momento ella no está con otro hombre en su casa, en el lecho matrimonial. El marido no tiene sospecha alguna; no es un hombre desconfiado, pero ella lo llama por teléfono y finge estar celosa. Un proceder artero, perverso incluso.

 

El hombre que ella va a ver, el hombre que la agasaja en su casa, en su cama, tiene un nombre. Frente a él, ella lo llama por su nombre, Robert, pero a solas lo llama X. No porque sea un enigma o una incógnita, sino porque X es el signo que usamos para tachar un nombre, sea Robert o Richard. Uno traza una X encima y el nombre desaparece.

 

No lo odia ni lo ama, pero ama el modo en que él la mira y lo que le hace a causa de cómo la mira. Cuando está desnuda en la cama de él, en su departamento, él la mira con tanta alegría en los ojos, tanto placer, tanto deseo que…

 

Si X fuera pintor, lo convencería de que la pintara desnuda, en esa misma cama. Se pondría una máscara veneciana. «Desnudo con máscara», sería el título del cuadro. Esa ella le haría pintar todo de tal manera que cualquiera podría ver cuál es el aspecto de un cuerpo de mujer cuando alguien lo desea.

 

Si X fuera realmente pintor, encontraría la manera de decir en el cuadro: Miren este cuerpo tan deseado. Y si yo decidiera quitarme la máscara: Miren a una mujer que es tan deseada.

 

«Tan»: ¿qué significa tan?

 

Desde luego, él no es pintor. Tiene un trabajo que le permite tomarse algunas tardes, una vez por semana; a veces, dos. Ella conoce el trabajo; él se lo ha contado, pero no es algo importante y ella opta por olvidarlo.

 

Él le hace preguntas sobre el marido, sobre la relación entre ellos dos.

 

—¿Te parece que te estoy usando para vengarme de él? —le dice ella—. No podrías estar más equivocado. Soy totalmente feliz en mi matrimonio.

 

No hay nada que ande mal en su matrimonio. Según se defina la palabra «casada», lleva siete o diez años de casada, y no tiene ninguna razón para pensar que no estará casada eternamente, al menos hasta que se muera. Nunca antes ha estado tan atenta con el marido, tan receptiva, tan afectuosa. Hacen el amor tan bien como siempre, incluso mejor.

 

¿Acaso hace el amor con el marido tan bien como siempre, tal vez mejor, porque una vez por semana, a veces dos, se encuentra con un hombre extraño, X, que despierta su deseo y lo satisface? Ese hombre le ha dado a leer una historia de Robert Musil, que habla de una mujer que tiene un affaire con un extraño y luego vuelve a su marido y lo ama más que nunca. Le ha dado esa historia como si le fuera a proporcionar una especie de iluminación, pero no podría estar más equivocado. Ella no es como la mujer del cuento, Celeste o Clarice. La Clarice del cuento es perversa; ella no. Es más, la Clarice del cuento intenta recuperar la perversidad del pantano moral en el que ha caído, recuperar la perversidad y redimirla, pero no hay nada perverso en lo que ella hace esas tardes en que va a la ciudad. No hay nada perverso porque todo eso no tiene nada que ver con su matrimonio. Lo que ella hace esas tardes es algo hecho en el tiempo libre, en un tiempo en que, durante una hora o dos, ella deja de ser una mujer casada y es simplemente ella misma.

 

¿Es posible que, a consecuencia de una decisión consciente, una mujer casada deje de ser una mujer casada por un lapso de tiempo y sea nada más que ella misma, y que luego vuelva a ser una mujer casada? ¿Qué significa estar casada?

 

No usa alianza. Tampoco el marido. Tomaron esa decisión juntos, al principio, siete o diez años atrás. La alianza es el único signo visible que distingue a una mujer casada de otra que solo es una mujer. Si hay algún otro signo, invisible, no sabe qué puede ser. Específicamente, cuando mira su corazón, lo único que ve es que ella es ella misma.

 

La historia de Robert Musil la ha puesto a la defensiva con X. No está segura de si la Clarice del cuento se miente (tampoco ve si la cuestión es decidible), pero el hecho de que surja esa pregunta con respecto a la Clarice de la historia significa que la misma pregunta debe surgir con respecto a ella misma. ¿Todas esas preguntas acerca de lo que significa estar casada no son una manera de justificar su infidelidad? Cree que no, pero de todos modos no ve si la pregunta es decidible.

 

Realmente, le parece que darle a leer esa historia fue un error por parte de X. Un error desde el punto de vista de él porque ha enturbiado aguas que antes eran límpidas, y también un error desde el punto de vista de ella porque lo ha disminuido a él ante sus ojos por pensar que ella se parece (o no se parece) a la mujer de la historia, y para ella es importante apreciar a X.

 

Lo que sigue desconcertándola es no sentir culpa. A veces, cuando está en brazos del marido, quiere decirle: «No te puedes imaginar la bendición que es para mí que me amen dos hombres. Me estalla el corazón de gratitud». Prudentemente, sin embargo, no se deja llevar por ese impulso. Prudentemente, cierra la boca y se concentra en exprimir hasta la última gota de placer del acto que están realizando ellos dos, ella y su amado marido.

 

—¿Por qué estás siempre sonriendo? —le pregunta la hija en el coche. Es un día en que van solas porque la hija de la vecina ha faltado a la escuela; está enferma.

 

—Sonrío porque es muy lindo estar contigo.

 

—Pero estás siempre sonriendo. Incluso cuando estamos en casa.

 

—Sonrío porque la vida es tan hermosa. Porque todo es tan perfecto.

 

Todo es perfecto. ¿Será esto la perfección, tener un marido y también un amante? ¿Es eso lo que cabe aguardar en el cielo: la bigamia, una bigamia múltiple, una bigamia de todos con todos?

 

En cuanto a la moral, ella es en realidad bastante conservadora. Cuando esta historia termine, esta historia que parece condenada al rótulo de affaire, probablemente no tenga ninguna otra. Por lo que sabe por sus amigas, por lo que le han contado en confianza, rara vez los affaires son felices. Esperar no solo un primer affaire feliz sino una serie de otros affaires dichosos sería tentar al destino. Por eso, cuando termine, dentro de tres meses o tres años, o lo que sea, volverá a ser una mujer casada, casada todo el tiempo, noche y día, y en su memoria quedará enterrado el recuerdo de cómo es estar tendida en una cama en un cálido día de verano, devorada por la mirada de un hombre que —aunque no pueda pintarla— llevará para siempre grabada en el corazón esta imagen de belleza desnuda.