-La magia es la excepción, no la regla -declaró el
gondolero-. El universo es rigurosamente lógico.
No es un sueño, pensó Clara, recostada en el asiento de la
góndola. Si fuera un sueño, yo misma tendría que inventar esas palabras, y ni
siquiera las entiendo.
-Necesita la excepción para confirmarlo -continuó el
gondolero-. Pero detesta la locura. La locura es un abuso de la lógica. La
magia es su confirmación.
Clara se dejó acunar por esas palabras que no entendía.
Atardecía.
La góndola surcaba el canal, los remos chapaleaban
rítmicamente, una gloria de rojos y dorados se derramaba sobre cúpulas y
palacios. ¡Un atardecer en Venecia!
¿No era perfecto? Era lo que Clara siempre había deseado.
Ese momento y ese lugar, ese olor y ese resplandor. Un instante de eternidad. Y
sin embargo no era perfecto. ¿Por qué? ¿La luz carecía de intensidad? ¿Ella no
armonizaba con la escena?
Clara tomó un espejo para mirarse.
-No te mires -dijo el gondolero, acomodándose la máscara-.
Estás bellísima. No es necesario que te mires en el espejo. Los reflejos
atentan contra la magia. Aún no estás preparada.
Clara no se miró.
Confiaba en el gondolero. ¿Por qué iba a mentirle? Ella
siempre había querido conocer Venecia. Era natural que estuviera bellísima.
Tendida en la góndola, acarició las aguas cristalinas del canal.
¿Cristalinas? Recogió unas gotas con la palma y sintió
alarma, como si algo estuviera por derrumbarse. ¿Esas aguas no debían ser
sucias, fétidas, aceitosas?
-Creí que en tu Venecia querías aguas cristalinas -dijo el
gondolero.
-Quiero una Venecia creíble.
-Ninguna Venecia es creíble, ni siquiera la verdadera. Pero
comprendo -dijo el gondolero. Hundió el remo en las aguas cristalinas. Cuando
lo sacó, las aguas eran turbias, fangosas. El atardecer les daba el lustre del
bronce.
-Y los colores -dijo Clara-. Hay algo en los colores.
-Comprendo -repitió el gondolero.
Extendió los brazos hacia el cielo crepuscular. Un coro de
fuegos artificiales chisporroteó en el atardecer.
-¿Qué es Venecia sin una fiesta? -dijo el gondolero.
-Una fiesta veneciana -suspiró Clara, y se miró en el
espejo, olvidando la advertencia del gondolero.
No vio el rostro bellísimo que él había mencionado. Vio una
cara hinchada, ojos hundidos sobre mejillas grasientas, una blusa raída. Y no
la rodeaban aguas broncíneas ni edificios que parpadeaban bajo fuegos
artificiales, sino el cuartucho de la clínica, con sus muebles de fórmica y sus
paredes descascaradas.
Se acercó a la ventana y miró el jardín a través de los
vidrios salpicados de cagadas de mosca. En la calle no circulaban góndolas,
sino colectivos y camiones.
Golpearon a la puerta. Arístides, el enfermero, entró con
una bandeja.
-Creo que estuve en Venecia -dijo Clara.
-Yo creo que estás muy loca -dijo Arístides.
-Siempre decís lo mismo.
-Lo digo porque es la verdad. No soy el único que lo piensa.
Por algo tu parentela te encerró aquí. Te traje la comida.
Clara tendió las manos hacia la bandeja.
-Pero antes un paseíto, ¿eh? -dijo Arístides.
Así lo llamaba él, un "paseíto". El paseíto a
cambio de la comida. Sin paseíto nada. Una vez Clara había intentado
resistirse. Había querido hablar con el director. Nadie la había escuchado,
decían que deliraba. Le habían inyectado calmantes. La habían matado de hambre
una semana. Las demás locas le aconsejaron que se dejara hacer. Eran las reglas
del juego. A partir de entonces, Clara se dejó hacer. Estaba muy loca, pero no
tanto como para morirse de hambre.
Arístides le levantó la falda, la tumbó en la cama. Era casi
una violación. ¿Casi? Clara ya no estaba segura. Si ella consentía, ¿era
violación? ¿Cómo podía saberlo, si estaba tan loca? Sólo sabía que la
penetración le dolía, porque estaba totalmente seca. También quería que le
doliera, porque debía de haber hecho algo terrible para estar tan loca, y se
sentía culpable. Quería que la maltrataran. Siempre rezaba para sentir dolor,
pero cuando llegaba el momento de sentir dolor rezaba para que terminara de una
vez. Después rezaba para pedir perdón por su debilidad.
El paseíto duró sólo unos minutos. Una eternidad de unos
minutos.
-¿Alguna vez estuviste en Venecia? -preguntó Clara mientras
Arístides se subía los pantalones.
-¿Venecia? ¿Qué iba a hacer yo en Venecia?
Arístides miró el cuadro de Venecia que estaba colgado en la
pared. Siempre miraba el cuadro. Clara decía que era un recuerdo de familia.
Era una pintura chillona donde se veía un canal, un palazzo, un puente y una
góndola. Tenía un marco de madera dorada y estaba tapado con vidrio. El tamaño
del gondolero no armonizaba con la perspectiva. Las aguas pretendían ser claras
y cristalinas. El gondolero usaba una máscara y una capa negra y ondulante.
-Siempre quise ir a Venecia -suspiró Clara.
-Todos quieren ir a alguna parte -dijo Arístides-. Yo estoy
cómodo donde estoy.
Tomó un trozo de manzana de la compota que había en la
bandeja, se lo metió en la boca y salió del cuarto.
El domingo la visitó su cuñada Adela. Le costó reconocerla.
Sus parientes pensaban que no reconocía porque estaba loca, pero se
equivocaban. No reconocía porque se empeñaba en olvidar. A veces los trataba
mal para darles un pretexto para no visitarla. Los parientes no servían de
mucho, después de todo. Ya no esperaba que le dieran afecto, pero ni siquiera
le daban protección.
-¿Por qué me pusieron aquí? -preguntó Clara.
-Siempre preguntás lo mismo. Pensamos que aquí estarías
mejor. ¿No estás mejor?
-Mejor que con ustedes, claro.
-¿Y eso qué significa?
-No significa nada. Sólo repito lo que has dicho.
Adela cabeceó, cambió de tema.
-¿La comida bien?
La comida, perfecto, pensó Clara. A veces tengo que dejarme
usar para que me la den. Una belleza. Mi familia gasta mi plata para meterme en
un sitio donde tengo que prostituirme por un plato de sopa. Si no estoy loca,
preferiría estarlo. Pero no dijo nada sobre eso. Ya sabía lo que diría Adela:
no empieces con esas fantasías, ya he hablado con el director.
-La comida bien -dijo. Y abruptamente preguntó-: ¿Qué hacía
yo?
-¿Qué?
-¿Qué hacía? ¿Cómo me portaba? ¿Qué tenía de raro?
-Bueno… cosas… Vos sabés.
-No, no sé. Estoy loca. Necesito que me expliquen.
-Qué sé yo. Gritabas.
-¿Gritaba? ¿Eso es todo?
-Gritabas de noche. Aullidos.
-¿Eso era todo?
-También te ponías violenta.
Clara reflexionó.
-Sí -dijo-. Era el dolor.
-¿El dolor?
-El dolor. La gente normal soluciona eso con cariño y
comprensión -dijo Clara. Le gustaba esa frase. La había estudiado toda la
semana. Parecía salida de un libro, o de un programa de televisión. Tal vez la
había sacado de un programa de televisión. En la clínica miraban mucha
televisión. Era como una ventana hacia el mundo normal, la única ventana.
Adela cambió nuevamente de tema.
-¿Ahora dormís mejor?
-Como un bebé.
-Los doctores dicen que no gritás. Que dormís tranquila.
-Me dan calmantes. Pero el dolor sigue allí. ¿Qué hora es?
Adela miró su reloj.
-Es temprano. El horario de visitas todavía no terminó.
-Para mí sí. Si no te vas me pongo a gritar.
-¿Por qué sos tan mala? ¿Por qué siempre hacés esto? ¿Te
gusta hacerme sentir mal?
-Sos incapaz de sentir remordimiento, así que por lo menos
quiero darte algún disgusto. No es mucho pedir, ¿verdad?
-La magia es la regla, no la excepción -declaró el
gondolero-. El universo es rigurosamente mágico.
Los fuegos artificiales se multiplicaban por el cielo,
astillas de luz en la noche profunda. Ardían faroles a orillas de los canales.
-Necesita la excepción para confirmarlo -continuó el
gondolero-. Por eso ama la locura. La locura es un desborde de magia. La
lógica, en su sequedad, es su confirmación.
Clara escuchaba como de costumbre, sin entender. Las palabras
del gondolero cascabeleaban como el agua, siguiendo el chapaleo rítmico del
remo. El resplandor de los fuegos artificiales se despedazaba contra las
cúpulas y tejados. Se oía música de mandolinas.
-Los colores no están bien -dijo Clara.
-¿Los colores? -preguntó el gondolero.
-Y hay algo más. Ese grito…
-No oigo ningún grito.
-Allá. Un grito, como un aullido. ¿Por qué alguien grita en
medio de una fiesta?
-¿Para qué averiguarlo? ¿Para qué arruinar tu fiesta?
Oía el grito con creciente claridad, por encima de la música
de mandolinas, de las alegres explosiones y del chapaleo del agua.
-Quiero averiguarlo. No quiero oír gritos en mi Venecia.
Se irguió en el asiento, intimidada. Quizá su Venecia no
fuera tan suya como creía.
Arístides entró con la comida.
-Hoy te traje algo especial -dijo-. Doble postre.
Previsiblemente, eso significaba otro paseíto.
Después del paseíto, Clara atinó a preguntarle:
-¿Al menos te gusto un poco?
-¿Gustarme? No, qué me vas a gustar. Pero no se puede ser
muy selectivo en este loquero.
Mientras se cerraba la bragueta, Arístides acomodó el
cuadro.
-Estaba torcido -dijo. Y se quedó mirándolo.
-¿Qué pasa? -preguntó Clara.
-Nada. Me pareció que el otro día el color del agua era
distinto.
-Un efecto de la luz.
-Puede ser. Yo de pintura no entiendo nada. Pero hubiera
jurado que el color era distinto.
Intentó tomar una porción de postre. Clara lo amenazó con la
cuchara, empuñándola como un cuchillo. La cuchara era inofensiva, pero
Arístides se sobresaltó.
-¿Qué te pasa? ¿Estás loca?
-Qué pregunta.
Arístides dejó el postre donde estaba y caminó hacia la
puerta. Miró el cuadro, la miró a Clara, sacudió la cabeza.
-Aquí hay algo que no es normal -rezongó.
-Aquí nada es normal -dijo Clara.
-No hay excepciones ni reglas -declaró el gondolero-. El
universo es lógicamente mágico y mágicamente lógico. La locura es una versión
extrema de la cordura.
Clara siguió con los ojos las chispas que se apagaban
confundiéndose con las estrellas. Pensó que las estrellas eran chispas que
también se apagarían. Había visto en televisión que se apagarían al cabo de
miles de millones de años, que el universo sería un desierto negro y congelado.
La idea la había entristecido. En mi Venecia nunca se apagarán las estrellas,
pensó.
El grito se oía ahora con mayor claridad.
Era su propia voz, en alguna parte. Venecia parecía de
vidrio, y el grito hacía vibrar los edificios. Era su voz, lejana y sin cuerpo.
-Es mi voz -murmuró.
-En Venecia estás libre del dolor -explicó el gondolero-.
Eso es lo que festejamos.
-No -dijo Clara-. No quiero estar libre. Quiero mi dolor.
-¿Para qué? El dolor no es necesario en tu Venecia.
Clara miró fijamente al gondolero. Miró los colores de la
ciudad, y comprendió. Comprendió qué estaba mal, y comprendió su poder,
comprendió las palabras que antes no comprendía.
-El mundo es lógicamente mágico -le dijo al gondolero.
El gondolero cabeceó.
-El mundo es mágicamente lógico -dijo Clara, levantándose.
El gondolero retrocedió, intimidado. Señaló los fuegos
artificiales.
-Así es -convino, con cautela o alarma.
Clara se le acercaba.
-Son palabras baratas -dijo Clara, y le arrebató el remo. Lo
hundió en el agua y el agua cambió de color-. Y son trucos baratos.
Movió el remo en el aire. Los fuegos artificiales se
transformaron en una lluvia sulfurosa. Llamas crepitantes llovieron sobre
cúpulas, fachadas y puentes.
-Trucos de circo -dijo-. Cualquiera puede hacerlos.
Movió nuevamente el remo. El fuego mordía la piedra, rodaba
en feroces remolinos. Venecia era una sombra aureolada de rojo. Los colores
cobraban relieve y profundidad, culebreando en las aguas sucias.
-Este era el color que buscaba -dijo Clara, empuñando el
remo, aunque sin la gracia del gondolero. La góndola siguió su plácida
trayectoria, negra contra el fuego líquido de las aguas del canal.
Los incendios ardían sin humo, radiantes como iglesias de
hielo.
-No hay excepciones ni reglas -dijo Clara-. Sólo máscaras.
Le arrancó la máscara al gondolero. La máscara ocultaba una
máscara que ocultaba una máscara que ocultaba una máscara. Cada máscara se desprendía
con un crujido gomoso, como carne desgajándose del hueso.
El gondolero cayó de rodillas, humillado.
-Basta -suplicó, y por un instante la súplica se confundió
con el grito, el grito inmenso que vibraba con la voz de Clara en el cielo de
esa Venecia en llamas.
Clara absorbió el grito, el aullido de su propia voz. Lo
absorbió dejando que el dolor le quemara cada nervio y cada fibra del cuerpo y
la mente, y luego lo exhaló.
Gritó a todo pulmón.
El gondolero se astilló, desmoronándose en una lluvia de polvo
cristalino. Venecia crujió como un vidrio roto.
Arístides atravesó el pasillo chapaleando. Salía agua de la
habitación de Clara. Tal vez había una pérdida en el baño y esa imbécil ni
siquiera llamaba para avisar. Arístides golpeó la puerta. No atendieron. El
agua que salía bajo la puerta le mojaba los zapatos. Movió el picaporte, abrió.
La habitación estaba inundada.
El agua venía del cuadro.
El vidrio estaba rajado, y una catarata lodosa y pestilente
se desplomaba sobre la mesita. Una espuma grasienta cubría el piso. Otros
enfermeros se acercaron rezongando. Se quedaron mudos al ver el torrente de
agua.
Todos regresaron despacio hacia el pasillo. La corriente,
cada vez más caudalosa, empezaba a empujarlos. El agua se acumulaba en el
pasillo y luego avanzaba en línea recta sin entrar en las demás habitaciones.
Un canal, pensó Arístides con espanto, mirándose los pies
empapados. Se preguntó dónde estaba Clara, y acababa de preguntárselo cuando la
vio.
Una góndola salía de la habitación, doblaba por la puerta
como si fuera de seda, navegaba por el canal que las aguas formaban en el
pasillo. Clara empuñaba el remo. Era una mujer bellísima vestida con una capa
negra. La capa ondulaba en un viento que no existía.
Los enfermeros retrocedieron gritando mientras los internos
abrían las puertas y se detenían a orillas del agua sucia. Aplaudían, señalaban
los fuegos artificiales que estallaban en el cielo raso, que de pronto era un
cielo cuajado de estrellas. ¡Una fiesta en Venecia!
El canal se abrió paso hasta el vestíbulo, se internó en el
jardín, llegó hasta la calle. Los ordenanzas, médicos y enfermeros miraban con
ojos vidriosos, como si hubieran sufrido una sobredosis de asombro. Arístides
se mordió el pulgar hasta hacerlo sangrar. Rezó sin saber que rezaba.
La góndola surcaba el canal como un sueño de luz. Clara
agitaba el remo con la gracia de un gondolero, y las fétidas aguas reflejaban
los resplandores de una fiesta, los fogonazos, destellos y chisporroteos de una
Venecia en llamas.
Las llamas de Venecia cauterizaban las heridas del universo.
FIN
(c) Carlos Gardini, 1996
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