El hombre que plantó cara al
nazismo
De pocos políticos del siglo XX
se ha escrito tanto como de Winston
Churchill. Este hecho no se ha
debido a su dilatada carrera política en
su país de origen, Gran Bretaña;
a su personalidad polémica, provocadora
e incluso polemista; ni siquiera
a haber sido un escritor prolífico y
exitoso. La imagen de Churchill
está asociada en la memoria colectiva
europea a la Segunda Guerra
Mundial. Para ser más exactos, al año que
transcurrió entre julio de 1940 y
julio de 1941, cuando estuvo al frente
del gobierno del único país de
Europa que había quedado en pie después
de haber declarado la guerra al
Tercer Reich. Fueron esos meses heroicos
de resistencia ante la potencia
militar que arrasaba el continente los
que elevaron a Churchill desde la
categoría de político hasta la de
símbolo colectivo de lucha contra
el fascismo, la violencia y la
sinrazón. ¿Quién estaba detrás de
la imagen de ese hombre que caminaba
por las ruinas en llamas del
Londres bombardeado por la Luftwaffe
comprobando el estado en que
había quedado la ciudad y animando y
consolando a sus habitantes? Ésta
es una pregunta a la que sólo el
acontecer de su ajetreada vida
puede dar respuesta.
La primera mitad del siglo XX fue
un tiempo de crisis prolongadas y
transformaciones radicales. Si el
siglo comenzó con la hegemonía mundial
de las potencias europeas, que
dominaban el mundo mediante inmensos
imperios coloniales, cuando
frisaba su ecuador aquellos imperios estaban
en vía de desvanecerse y la
hegemonía mundial había pasado a dos nuevas
superpotencias, Estados Unidos y
la Unión Soviética. Gran Bretaña vivió
aquellas décadas como un tiempo
de profunda reestructuración. Comenzó el
siglo cediendo a Estados Unidos
el puesto de primera potencia económica
mundial y llegó a 1950 con el
proceso de desguace de su imperio
colonial, el primero del mundo,
ya puesto en marcha. No fueron unos años
sencillos. Dos guerras mundiales
(la Primera entre 1914 y 1918 y la
Segunda de 1939 a 1945) fueron
los trágicos jalones que marcaron el
discurrir de los británicos y de
todos los europeos, puesto que fue la
vieja Europa uno de los
escenarios en los que se vivió con mayor
intensidad las calamidades de dos
conflictos bélicos cuyas dimensiones
nunca se habían conocido antes.
En ese tránsito de primera potencia
imperial del mundo a nación
replegada en su insularidad europea es en el
que se enmarca la vida y la
acción política de Churchill.
La juventud imperial de Mr.
Churchill
Winston Leonard Spencer-Churchill
(que durante toda su vida pública usó
el nombre de Winston Churchill)
nació el 30 de noviembre de 1874. Era
hijo de lord Randolph Henry
Spencer-Churchill (tercer hijo del duque de
Marlborough) y de Jennie Jerome,
la hija de un millonario estadounidense
de ascendencia franco-escocesa.
Ambos se habían casado furtivamente en
París ya que la aristocrática
familia del novio se oponía a la relación
y, siete meses más tarde, en el
palacio de Blenheim, la fabulosa mansión
que en el siglo XVIII había
construido el primer duque de Marlborough en
la comarca de Oxfordshire,
durante la celebración de un baile, lady
Churchill se sintió indispuesta
por los dolores del parto. Ni siquiera
pudo llegar a sus habitaciones y
tuvo que dar a luz en el guardarropa de
señoras al primogénito de sus dos
hijos varones.
Su padre (1849-1895) fue un
destacado miembro del Partido Conservador,
que había sido elegido como
diputado para la Cámara de los Comunes en
1873 y que, tras enrolarse en el
ala avanzada del partido, contribuyó de
una forma definitiva a su
renovación y al triunfo electoral de 1886,
tras el cual llegó a ocupar el
cargo de canciller del Exchequer
(equivalente a ministro de
Hacienda) dentro del gabinete presidido por
lord Salisbury. Tan sólo duró
cuatro meses en el cargo, del que dimitió
sorpresivamente para retirarse de
la política, parece que a raíz de un
enfrentamiento con los ministros
militares del gobierno. Fue el fin de
su carrera, tras el cual se
retiró absolutamente de la vida pública y se
dedicó a languidecer en privado
con actividades que no le reportaban
ningún beneficio y que mermaban
de forma notable el patrimonio familiar.
Mientras tanto, su hijo seguía la
clásica educación victoriana, basada
en el aislamiento de la familia
(mediante el internamiento del alumno),
la férrea disciplina y los
castigos físicos. El hijo de lord Churchill,
que había pasado sus cinco
primeros años de vida en Irlanda, ingresó en
una escuela digna de la familia
aristocrática de la que procedía, aunque
fuese de una rama segundona. Se
trataba de la escuela de Saint James de
Ascot, que tuvo que abandonar a
los pocos meses de ingresar en 1881 por
problemas de salud. Aquel niño
del que se esperaba que destacase en un
sistema educativo asfixiante y
amenazador se demostró desde los primeros
años un inadaptado y un rebelde
empedernido. Fue trasladado
posteriormente a otro centro en
Brighton (se creyó que el aire marino
sería beneficioso para su salud)
y a la prestigiosa escuela de Harrow
(donde no aprobó el examen de
acceso pero fue finalmente admitido por
ser hijo de tan célebre
político). El joven Winston no terminó la
educación reglada, decepcionando
las expectativas que en él se habían
depositado, y su estancia durante
once años en aquellos tres colegios
sólo sirvió para acumular
castigos y resentimiento.
Así que el futuro del adolescente
fue un quebradero de cabeza para sus
padres. Siguiendo una de las vías
usuales en las ramas secundarias de la
nobleza, decidieron que se
matriculase en la Academia militar de
Sandhurst. Tras suspender tres
veces el examen de ingreso, sólo pudo
aprobar como cadete de caballería
(para esta arma el candidato debía
disponer del patrimonio
suficiente para pagarse la montura y su equipo,
por lo que la demanda de plazas
era menor que en el resto). Dicha
modalidad de ingreso tampoco fue
del agrado de sus padres, ya que lo
elevado de los gastos no iban
bien a una familia que había ido perdiendo
estatus social y económico a
medida que su cabeza iba declinando.
Sin embargo, el joven Churchill
comenzó su instrucción en la Academia
militar de Sandhurst y allí
descubrió una de sus vocaciones, el
ejército. Mientras que la
disciplina de los colegios se le había hecho
insoportable y su carácter
rebelde le había llevado a encararse a sus
superiores, en cuanto ingresó en
la institución descubrió con placer que
en el ambiente marcial, donde la
disciplina era infinitamente mayor,
disfrutaba con el ejercicio
físico, el compañerismo entre los reclutas y
el desarrollo de los
conocimientos militares y la estrategia. Terminó su
formación militar en febrero de
1895 obteniendo el grado de subteniente
de húsares, y pronto comenzó a
ejercer sus deberes militares en
diferentes lugares del mundo. Se
estrenó ese mismo año, pasando un mes
como observador en la guerra
colonial que mantenían los rebeldes cubanos
con el poder colonial español; de
ahí pasaría dos veces a la India,
Sudán (donde jugó un papel
relevante en la batalla de Ondurman, que
decidió la guerra a favor de Gran
Bretaña) y Sudáfrica. Mostró un gran
interés por estar en lugares en
los que hubiese acción militar, para lo
que se sirvió de los contactos de
su madre, que acababa de enviudar.
Fueron también años —sobre todo
los transcurridos en la India— de
lectura voraz y estudio
autodidacta, ya que por entonces fue
desarrollando una actitud
intelectual y un interés creciente por la
escritura. Como en aquellos años
estaba permitido combinar la dedicación
militar con determinadas
profesiones, Churchill alternó y comenzó a
publicar sus crónicas en
diferentes periódicos. Durante su segunda
campaña se decidió a superar el
periodismo y comenzó a escribir libros
sobre sus vivencias en otros
continentes. Así aparecieron La historia de
la Malakand Field Force en 1898 y
al año siguiente The River War
(traducida al castellano como La
guerra del Nilo), relatos de gran
formato en los que mezcla la
autobiografía y la crónica vivaz de sus
estancias en tierras exóticas.
Estos primeros frutos de la pluma de
Churchill alcanzaron un éxito
notable tanto en Gran Bretaña como en
Estados Unidos, hecho al que
contribuyeron las críticas vertidas en
ellos contra altos mandos
militares, que encendieron una viva polémica.
La celebridad de los libros y
crónicas periodísticas publicados en Gran
Bretaña por el joven oficial de
caballería no sólo llamaron la atención
de la opinión pública sobre su
persona, sino que hicieron nacer en su
entorno personal la idea de que
intentase emprender la carrera política,
que tan abruptamente había dejado
su padre. Sin lugar a dudas la opción
en la que militar sería el
Partido Conservador, el mismo al que tanto
había aportado su padre, que le
encontró un hueco en la circunscripción
inglesa de Oldham para las
elecciones de 1899. No tuvo éxito, por lo que
hubo de buscar una dedicación con
la que salir adelante (había
renunciado a su cargo militar
para presentarse a las elecciones). La de
corresponsal de guerra parecía la
más adecuada, y un nuevo escenario
bélico acababa de surgir para
desempeñar dicha profesión, Sudáfrica.
Allí había estallado una guerra
entre Gran Bretaña y los descendientes
de los antiguos colonos
holandeses, los llamados bóers, por el control
total del territorio, clave en el
proyecto imperial británico en África.
La guerra no empezó bien, ya que
un enemigo que teóricamente era muy
inferior infligió varias derrotas
al poderoso ejército colonizador, y el
desánimo había cundido en la
opinión pública. Sin embargo los diarios
comenzaron a recoger una historia
que polarizó la atención, la de un
joven arriesgado que salvó un
tren blindado británico de un ataque bóer
haciéndose provisionalmente con
el mando y pasando a todos los heridos a
los primeros vagones del convoy,
que posteriormente fue hecho
prisionero, escapó de sus
carceleros, logró abrirse camino en territorio
enemigo sin conocer su idioma (el
afrikaans), llegó a la neutral
Mozambique y telegrafió a su
periódico la crónica de su peripecia.
Aquello fue considerado algo
sensacional y alcanzó inmediatamente una
gran resonancia pública, y su
protagonista era nada menos que el hijo de
lord Churchill, que un año más
tarde lo publicó todo en su libro La
guerra de los bóers. De Londres a
Ladysmith vía Pretoria. Una vez a
salvo solicitó su readmisión como
oficial de caballería y permaneció
durante un año combatiendo en
aquella contienda, que finalmente ganarían
los británicos.
Tal fue la celebridad que le
proporcionó el episodio, que volvió a
renunciar al ejército para volver
a presentarse a las elecciones que se
celebraron en octubre de 1900 por
el mismo distrito en el que había
fracasado pocos meses antes. Pero
aquella vez triunfó, haciendo su
entrada en la Cámara de los
Comunes. El ancho mundo había resultado muy
atractivo para el joven oficial
de caballería británico que se dejaba
llevar por su juventud, pero
pronto descubriría que en su país natal
podía desempeñar tareas tan
apasionantes o más.
Un político poco interesado en la
discreción
En el invierno de 1900-1901 un
joven aventurero y escritor británico de
nombre Winston Churchill comenzó
un ciclo de conferencias por Estados
Unidos. Como carta de
presentación tenía sus crónicas periodísticas de
seis años ejerciendo como
corresponsal de guerra, su experiencia militar
y el reciente escaño que había
obtenido en las elecciones de su país. En
Nueva York, el encargado de
presentarle ante el público fue el escritor
Mark Twain, ya sexagenario, que
no dudó en pronunciar las siguientes
palabras: «Señoras y señores,
tengo el honor de presentarles a Winston
Churchill, héroe de cinco
guerras, autor de seis libros y futuro primer
ministro de Inglaterra». La broma
fue inmediatamente captada por todos,
pero el hombre a quien estaba
dedicada demostró pronto que no se tomó
tan a broma las palabras de su
anfitrión estadounidense.
En 1901 ocupó su escaño en la
Cámara de los Comunes del palacio de
Westminster, pronunciando su
primer discurso en el mes de marzo. Sin
embargo no le fue encomendado
ningún cargo de responsabilidad por los
gabinetes sucesivos de Salisbury
y Arthur Balfour, sino que quedó
relegado a diputado de pelotón,
posición que no le agradaba en absoluto.
Por ello y ante la creciente
descomposición política de los
conservadores, en mayo de 1904
cometió la temeridad de traicionar al
partido que le había abierto sus
puertas y en el que había militado su
padre para pasar a engrosar las
filas de su gran rival, el Partido
Liberal. La mayoría de sus
compañeros de escaño no se dejaron engañar
por su pretexto de discrepar con
la política de libre comercio y
derechos aduaneros; de hecho, los
temas económicos no le interesaron
nunca, aunque desempeñó
importantes cargos de responsabilidad en este
ámbito. Al año siguiente apareció
la biografía que en aquel momento
estaba escribiendo sobre su
padre; muchos quisieron ver en la acción del
hijo una reproducción de los
gestos altaneros y autosuficientes de lord
Randolph. Pero no hace falta
recurrir a antecedentes familiares para
explicar aquel episodio ya que
formaba parte del peculiar estilo
político que Winston Churchill
fue desarrollando a lo largo de una
carrera política de más de
cincuenta años. Según el historiador francés
Marc Ferro, «a ese hombre
intempestivo y de talento reconocido por todos
le gustaba ser insoportable.
Intervenía en el Parlamento en cualquier
circunstancia y hablaba si era
necesario delante de los bancos vacíos,
como un actor sin papel que
siempre se colocaba al frente del escenario.
Pero la prensa recogía con gusto
elementos de sus alocuciones…».
La provocación, los gestos
tajantes, la actitud arrogante, el gusto por
hacer sentir incómodos tanto a
sus rivales como a sus compañeros, todo
ello era parte del peculiar modo
de actuar en política de un hombre
inteligente, sensible y con un
peculiar olfato para desentrañar las
claves de los acontecimientos
políticos al tiempo que se iban
sucediendo. Junto a su labor
periodística y narrativa, la sagacidad
política fue uno de los puntales
de su prestigio en el medio político
británico. Además, según pasaban
los años se ganó cierta fama de
imprevisible, lo que le hizo muy
importuno para los primeros ministros
de los gobiernos de los que formó
parte. Según el escritor e historiador
alemán Sebastian Haffner, «en el
transcurso de los años había generado
demasiados titulares. (…)
Churchill parecía siempre predestinado a
causar sensación, acaso sin
pretenderlo. (…) La primera vez, en la
guerra de los bóers, esta
cualidad le había permitido abrirse paso, pero
lo cierto es que desde entonces
no hizo sino perjudicar su reputación».
De hecho los liberales no
terminaron de considerarle como un extraño,
aunque le recibieron con
alborozo, como una muestra más del clima
político que les llevaba a formar
gobierno, así como por destacar desde
el primer momento en su oposición
contra los conservadores. Éstos por su
parte lo convirtieron en objeto
de su odio por la traición cometida. El
caso es que el cambio de partido
fue premiado a corto plazo,
satisfaciendo las expectativas
del tránsfuga. En las elecciones de enero
de 1906 obtuvo su primer escaño
por los liberales y fue nombrado
secretario de Estado para las
Colonias por el gobierno que presidía el
liberal Campbell-Bannerman. Bajo
su sucesor Asquith, que ocupó el 10 de
Downing Street en 1908, accedió
por primera vez a cargos ministeriales,
en este caso al de Comercio, y
más tarde fue trasladado al de Interior.
Aunque demostró ser un ministro
eficaz, su cercanía al «ala radical» del
partido (que defendía dotarle de
mayor contenido social, era
especialmente crítica con su
cúpula y estaba liderada por David Lloyd
George) hizo de él un individuo
muy incómodo para los dirigentes
liberales. Para neutralizarle,
Asquith supo aprovecharse de su vocación
militar y le nombró en 1911
ministro de Marina y Primer Lord del
Almirantazgo, lo que ponía bajo
su mando a la Armada Real Británica, la
más poderosa del mundo en ese
momento. La treta se mostró infalible ya
que las ambiciones coloniales de
Alemania hacían presagiar la
posibilidad de una guerra europea
y Churchill se entregó en cuerpo y
alma a prepararla desde su nuevo
cargo. Modernizó técnicamente la
armada, la dotó de nuevo
potencial ofensivo y renovó la cúpula de mando
pensando en una posible
confrontación con la más pequeña pero mucho más
moderna armada alemana. No
pasaría mucho tiempo hasta que se hizo
necesario poner en funcionamiento
las reformas bélicas por él emprendidas.
La gran guerra y después
El verano de 1914 se recuerda por
ser uno de los más frenéticos en la
política europea del siglo XX. El
asesinato en Sarajevo del archiduque
Francisco Fernando de Habsburgo,
heredero del trono austro-húngaro, el
28 de junio dio paso a mes y
medio de declaraciones de guerra que
enfrentaron durante cuatro años a
Alemania y Austria-Hungría con el
Reino Unido, Francia y Rusia.
Tras décadas de rivalidad política,
colonial y económica, las grandes
potencias europeas del siglo XIX se
embarcaban en una guerra por la
supremacía internacional que desencadenó
una oleada de muerte y
destrucción de dimensiones desconocidas. Ésa es
la razón de que hasta el
estallido de la Segunda Guerra Mundial a
finales de la década de los
treinta la Primera fuese conocida
sencillamente como «la Gran
Guerra».
Cuando Gran Bretaña declaró la
guerra al Imperio alemán el 4 de agosto
de 1914 el gobierno estaba
presidido por el liberal Herbert Henry
Asquith, que junto a su ministro
de la Guerra, Herbert Kitchener, y al
de Marina, Winston Churchill,
fueron quienes delinearon la estrategia
británica durante los primeros
meses de contienda. Sin embargo el último
no logró permanecer en el cargo
ni siquiera un año completo. Pese a que
las medidas que había tomado
desde 1911 se revelaron adecuadas para la
contienda que se desencadenó tres
años después, varias decisiones
arriesgadas una vez iniciadas las
hostilidades le costaron el puesto. En
otoño amagó con ponerse al frente
de las tropas aliadas sitiadas en la
plaza de Amberes (Bélgica y
Luxemburgo habían sido ocupadas por Alemania
y el grueso de la batalla se
libraba en el norte de Francia). A
principios de 1915 defendió la
estrategia de desbloquear la guerra (que
ya se había estancado en lo que
se conoció como «guerra de posiciones»,
consistente en largas batallas
libradas desde frentes de trincheras que
no se movían durante meses)
abriendo por sorpresa un nuevo frente en los
Balcanes, que consideraba el
punto débil del enemigo. Logró imponer esta
visión a sus compañeros de
gobierno pero la operación fracasó. El 18 de
marzo de 1915, fuerzas británicas
desembarcaron en la península de
Gallípoli, en los Dardanelos, con
el objetivo de atacar Turquía, aliada
de Alemania, y desde allí
ascender rápidamente hacia el norte. Los
turcos lograron neutralizar la
ofensiva británica echando por tierra la
operación; la insistencia de
Churchill en resistir en ese nuevo frente
precipitó su pérdida de apoyos en
la armada y que fuese depuesto el 17
de mayo. Además, su caída se
había vuelto inevitable desde el momento en
que se hizo necesario un gobierno
de concentración para mantener el
esfuerzo bélico. Como era de
esperar, los conservadores exigieron como
condición para entrar en dicho
gobierno la cabeza del ministro de Marina.
Apeado de la dirección de la
guerra, Churchill no quiso permanecer al
margen de ella, así que solicitó
su readmisión en el ejército y se
trasladó al frente occidental en
otoño, pasando siete meses como oficial
en Flandes. Pese a su deseo de
entrar en acción, la desesperante
dinámica bélica impuesta en ese
frente le impidió destacarse en combates
contra el enemigo, por lo que
solicitó nuevamente su baja militar y en
mayo de 1916 volvía a ocupar su
escaño en la Cámara de los Comunes. Ese
mismo año se renovó la cabeza del
gobierno de concentración, pasando a
ocupar el cargo de premier Lloyd
George, antiguo compañero de Churchill
antes de su nombramiento para el
Ministerio de Marina. Aunque en los
primeros meses no pudo conceder
una cartera a su antiguo camarada porque
su postura era todavía muy débil
frente a los conservadores, quienes
mantenían su veto sobre el ex
ministro y veían con desconfianza su
trayectoria durante la contienda,
fue afianzándose hasta que en julio de
1917 le nombró ministro de
Armamento sin consultar a los conservadores y
con gran revuelo público.
Churchill ocupó ese cargo hasta el armisticio,
a partir del cual pasó a
desempeñar sucesivamente las carteras de
Guerra, del Aire y de las
Colonias. Hasta que cayó ese gobierno en 1922
se convirtió en uno de los más
cercanos colaboradores del primer
ministro, llegando a ser conocido
como «la sombra de Lloyd George». No
era la primera vez que presidía
un departamento del gobierno y fue
creciendo su fama como buen
administrador de los asuntos públicos. En
opinión de Sebastian Haffner,
«Churchill siempre fue un excelente
ministro de gabinete, enérgico y
lleno de ideas, aunque también un poco
propenso a entrometerse en la
jurisdicción de sus colegas, y
prácticamente todos sus cargos
están vinculados a algún mérito
históricamente significativo».
Pero el ejercicio de las altas
responsabilidades del gobierno,
que tanto le apasionaban, no fueron
suficientes para acallar su
inquietud y poco a poco se fue gestando otro
de los golpes de timón que
cambiarían la carrera de Churchill y que
dejarían sin habla a la opinión
pública.
De ministro liberal a
reaccionario conservador
En 1922 se rompió la coalición
entre los partidos Liberal y Conservador
que había llevado a Gran Bretaña
a la victoria en la Gran Guerra y que
había sido vista como garantía de
estabilidad para los momentos
posteriores a la firma del
armisticio. A partir de ese momento se abrió
un período de profundos cambios.
Fueron los años en que se resquebrajó
el tradicional sistema
bipartidista británico, ya que a la izquierda de
los liberales había surgido el
Partido Laborista (muy cercano a la
ideología socialista y popular
entre las masas obreras) que le estaba
comiendo el terreno a pasos
agigantados. Entre 1922 y 1924 Churchill no
ganó en las elecciones y no
obtuvo escaño en los Comunes. Frente al
cambiante panorama político
propuso temporalmente la creación de un
partido de centro que sirviese de
colchón y contrapeso de los extremos
políticos. Pero ideológicamente,
desde el final de la guerra llevaba
experimentando un regreso a sus
postulados conservadores. Un regreso
vehemente y vigoroso, ya que el
motivo que acabó con las veleidades
progresistas de Churchill fue la
Revolución rusa de 1917 y el
consiguiente surgimiento del
comunismo como movimiento político a escala
internacional, que consideró
desde el principio como un peligro inmenso
para la supervivencia de su país
y de la misma civilización europea. Ya
dio muestras tempranas de estas
actitudes en los momentos finales de la
guerra, mostrándose partidario de
prolongar la actividad bélica en el
frente oriental con el objetivo
de apoyar a los sublevados contra el
poder soviético en Rusia, y en el
ámbito nacional vertió su
animadversión hacia el comunismo
en el nuevo y pujante Partido
Laborista, que en realidad
distaba mucho de comulgar con el bolchevismo.
Así estaban las cosas cuando en
1924 fue admitido de nuevo en el Partido
Conservador, liderado ahora por
Stanley Baldwin, pero con reservas y sin
muestras públicas de
reconciliación. Churchill repetía el gesto que
había realizado veinte años antes
y de nuevo era recibido con estupor
por la opinión pública. Pese al
paso del tiempo parecía seguir
conservando intacta su capacidad
para generar titulares en la prensa, y
con motivo. No obstante y gracias
a que se había ganado una gran fama
entre los sectores más
ultramontanos del conservadurismo por su
anticomunismo militante, Baldwin
lo incluyó cuando formó gobierno en
1925 (con el apoyo de los
liberales y tras el primer y fugaz gabinete
laborista). Pero no estaba muy
dispuesto a que le amargase la labor de
gobierno, por lo que decidió
concederle una cartera, la de Hacienda, que
le mantuviese ocupado y que no
estimulase su ya de por sí vigorosa
iniciativa. Sabía que no
rechazaría su nombramiento como canciller del
Exchequer (por haber sido el
puesto que había ocupado su padre en el
gobierno) pese a que no le
interesase su área de trabajo. Y así fue
efectivamente. Churchill ocupó el
cargo hasta 1929; durante su mandato
se aprobó el regreso de Gran
Bretaña al patrón oro, decisión que le
valió duras críticas del
economista John Maynard Keynes, aunque la
opinión pública la aceptó
positivamente, y jugó un papel destacado en la
respuesta del gobierno a la
huelga general convocada por los sindicatos
en 1926. Pero su nuevo cargo no
aumentó su interés por las cuestiones
fiscales, aunque lo desempeñó
impecablemente, como el resto de sus
gestiones al frente de un
ministerio. Fueron años en los que se centró
con renovada pasión en la
escritura, que culminó con la publicación de
su visión personal de la Primera
Guerra Mundial (los cinco volúmenes de
su Crisis mundial se publicaron
entre 1923 y 1931) y que continuaron a
lo largo de la década siguiente,
en los que publicó una gran biografía
de su antepasado el primer duque
de Marlborough (destacado militar de
comienzos del siglo XVIII) y una
Historia de los pueblos de habla inglesa.
Esta fecundidad narrativa a lo
largo de la década de 1930 se debe a que
durante todo ese período estuvo
fuera del gobierno (aunque los
conservadores gobernaron desde
1935). Fueron años en los que compaginó
su escaño en los Comunes con una
exitosa actividad como columnista y con
un cierto repliegue a su vida
familiar. En 1908 se había casado con
Clementine Hozier y habían tenido
juntos un hijo y tres hijas. Fue un
matrimonio discreto y que duró
toda la vida. Si Churchill salía con
cierta asiduidad en la prensa por
su actividad política, nunca lo hizo
por su vida familiar. Fueron
también años de soledad política, puesto
que fue prácticamente la única
voz que se levantó contra la política de
apaciguamiento aplicada por los
gobiernos británicos para intentar
contentar a la Alemania de
Hitler. Churchill se había mostrado contrario
con anterioridad a estrategias de
cesión parcial para acabar con
conflictos en los que consideraba
que las cuestiones de principio
jugaban un papel importante, tal
fue el caso de la política desarrollada
con los independentistas indios
liderados por Gandhi. Cuando en 1933
Hitler llegó al poder y puso en
marcha una política militar de rearme y
una internacional de expansión
territorial, Churchill percibió
inmediatamente el peligro. En
palabras de Marc Ferro, «Winston
Churchill, solo contra todos,
hizo saltar la alarma contra Hitler, “un
peligro para la paz y la
civilización”. Lo hizo ya en 1933. Pero nadie
le escuchaba, pues en los
círculos políticos era “un hombre acabado”, un
has been». Efectivamente, sus
críticas eran consideradas como un
discurso trasnochado, romántico,
poco realista con la situación
internacional, pronunciado por un
viejo partidario de la guerra como
solución de lo que consideraba
como amenazas. Pero el tiempo se
dedicaría a demostrar en breve
que no estaba tan alejado de la realidad
y que el riesgo bélico que
representaba Hitler era muy real.
La cima de una carrera política
La política de acercamiento no
disimulado a Alemania practicada desde
1937 por el nuevo primer ministro
conservador, Neville Chamberlain,
comenzó a mostrarse insuficiente
a finales de 1938, puesto que no
lograba frenar las reclamaciones
crecientes del Reich. El gobierno nazi,
tras la zona desmilitarizada de
Renania, Austria y Bohemia, enfocaba
ahora sus apetencias
territoriales hacia Polonia. La creciente actividad
diplomática encaminada a intentar
desactivar un mecanismo bélico que
Hitler ya había puesto en marcha
fracasó definitivamente el 1 de
septiembre de 1939, cuando sus
tropas traspasaron la frontera polaca
comenzando una rápida invasión.
Dos días después Gran Bretaña declaraba
la guerra a Alemania y
Chamberlain remodelaba su gobierno, otorgando a
Churchill la cartera de Marina y
el puesto de Primer Lord del
Almirantazgo. Era el
reconocimiento público de que tenía razón en sus
llamadas para frenar a Hitler y
un encargo para que pusiese a punto la
armada para entrar en combate. No
iba a resultar tarea fácil puesto que
Alemania se había remilitarizado
más deprisa y profundamente que las
potencias vencedoras de la
Primera Guerra Mundial.
El invierno pasó con la
infructuosa campaña de Noruega, que intentó
frenar el abastecimiento de
materias primas procedentes de países
escandinavos con destino a la
industria de guerra alemana. El fracaso de
la iniciativa supuso un desgaste
del gobierno Chamberlain, que se
desmoronó con la ofensiva alemana
sobre Francia. Ante el derrumbamiento
del único aliado contra el Reich,
el premier dimitió y el rey Jorge VI
llamó a Churchill para encabezar
un gobierno de concentración con
laboristas y liberales. Se
trataba de un doble mensaje a la opinión
pública. En primer lugar, el
logro prioritario de la unidad nacional
para hacer frente a la crisis
bélica; en segundo lugar, establecer como
objetivo prioritario la victoria,
encargando la formación de gobierno al
hombre que había defendido la
guerra con Alemania como única forma de
preservar el orden internacional
y la supervivencia nacional.
Indudablemente Churchill era el
hombre necesario para la hora más oscura
de la historia de Gran Bretaña.
Él mismo dejó claro su
planteamiento de la situación en sus primeros
discursos tras el nombramiento.
El 13 de mayo declaraba ante la Cámara
de los Comunes, dirigiéndose a
los ministros del nuevo gobierno y por
extensión al conjunto de la
ciudadanía: «No tengo nada que ofrecer que
no sea sangre, esfuerzo, sudor y
lágrimas. Tenemos delante de nosotros
una terrible prueba que reviste
la más seria gravedad. Tenemos delante
de nosotros muchos, muchos meses
de lucha y sufrimiento»; y tras la
derrota de Francia, el 18 de
junio, declaraba: «(…) la batalla de
Francia ha tocado a su fin. La
batalla de Inglaterra puede empezar en
cualquier momento. Del resultado
de esta batalla depende la civilización
cristiana. Nuestros modos y
costumbres dependen de ella. (…) Toda la
furia y el poder del enemigo se
abatirán muy pronto sobre nosotros.
Hitler sabe que, si no nos reduce
a la impotencia en nuestra isla,
perderá la guerra. Si llegamos a
plantarle cara, toda Europa recuperará
un día su libertad. (…) Si
caemos, entonces el mundo entero, incluido
Estados Unidos, se sumirá en el
abismo de una nueva barbarie…». Las
sospechas del nuevo premier no
tardaron en hacerse realidad. Entre julio
y octubre tuvo lugar la batalla
de Inglaterra, que enfrentó a la fuerza
aérea alemana (la Luftwaffe) con
la RAF (Real Fuerza Aérea británica).
Los bombardeos sobre
instalaciones militares y objetivos civiles fueron
masivos, las pérdidas humanas
enormes, pero se logró rechazar la
agresión alemana. La imagen del
primer ministro caminando entre las
ruinas humeantes de Londres
haciendo con la mano el símbolo de la
victoria y escuchando y
consolando a sus habitantes pasó inmediatamente
a la Historia.
Durante el período que va de
junio de 1940, en que llegó al cargo, a
junio de 1941, en que Gran
Bretaña estuvo sola frente a Hitler,
desarrolló una energía y
actividad inagotables para resistir frente al
poder nazi. Relegó a los antiguos
partidarios del apaciguamiento,
unificó el mando militar
nombrándose ministro de Defensa (cargo de nueva
creación que dejaba a los
restantes ministros militares bajo sus
órdenes) así como presidente de
los Estados Mayores de todas las fuerzas
armadas, puso en marcha la
movilización masiva de hombres y recursos,
desarrolló una gran actividad
propagandista pronunciando innumerables
discursos para mantener alto el
ánimo de la población y, finalmente,
mantuvo una intensa
correspondencia privada (al margen de los cauces
diplomáticos normales) con el
presidente de Estados Unidos, Franklin
Delano Roosevelt, a quien expuso
su convicción de que si no entraba en
la contienda Hitler intentaría
hacerse con el control del Atlántico.
Esta táctica tendría su éxito
definitivo en diciembre de 1941, cuando
tras el ataque japonés a la base
de Pearl Harbor, Estados Unidos dio el
paso de entrar en la guerra y
apoyar a Gran Bretaña.
Desde entonces los esfuerzos del
premier británico se encaminaron a
intentar dirigir la coalición
internacional de potencias, de la que
formaba parte también la URSS,
que había entrado en guerra con Alemania
tras sufrir un ataque sin previa
declaración de guerra en junio de 1941.
Para ello realizó numerosos
viajes con el objeto de establecer reuniones
y acuerdos a dos y a tres bandas.
Mientras desarrollaba este plan
director prestó ayuda a la URSS y
apoyó a De Gaulle en la organización
de una estructura política de
resistencia a la ocupación nazi de
Francia. Defendió una estrategia
mediterránea y balcánica antes de abrir
un frente occidental en Francia,
que fue rechazada en la Conferencia de
Teherán (febrero de 1943) por sus
aliados, pese a lo cual se llevó a
cabo la campaña de Italia y apoyó
al mariscal Tito en Yugoslavia.
En los últimos meses de la guerra
se mezclaron los momentos de dolor con
los de júbilo por la aproximación
de la victoria definitiva contra el
nazismo. En noviembre de 1944,
Churchill acompañó a De Gaulle en su
entrada en el París recién
liberado. Su paseo por los Campos Elíseos fue
uno de los momentos más
gratificantes de la guerra. Sin embargo, en la
Conferencia de Yalta (febrero de
1945) se escenificaron las diferencias
entre los aliados y se frustró
definitivamente su proyecto de mantener a
Stalin y el comunismo aislado en
Rusia, ya que éste dejó claro que no
iba a renunciar a un área de
influencia en Europa oriental. Poco
después, a las 15 horas del 8 de
mayo, desde el número 10 de Downing
Street anunciaba al país por la
radio el final de la guerra. Era el
colofón glorioso a unos años de
una dureza extraordinaria en los que él
había jugado un papel esencial y
que sin lugar a dudas constituyeron la
cima de su carrera política.
Churchill había abandonado su halo de
político voluble y poco realista
de los años treinta para convertirse en
el símbolo de la victoria militar
más importante en la historia de Gran
Bretaña. Pero la gloria en el
poder le duraría muy poco.
El ocaso del político
La derrota de Alemania y el fin
de la guerra supuso la liquidación de la
coalición de concentración
nacional que había mantenido a Churchill como
primer ministro. El mes de julio
se celebraron elecciones y para
sorpresa del resto de Europa,
triunfó el laborista Clement Attlee, que
permanecería en el poder hasta
1951. La cercanía del fin de la guerra a
la derrota electoral de Churchill
le proporcionó sin embargo una salida
brillante del poder. Los años
posteriores fueron de declive en su
actividad interior (se encontraba
sumamente agotado física y mentalmente
tras seis largos años de guerra)
y de gran prestigio internacional. Pese
a que mantuvo su escaño, se
dedicó intensamente a la escritura, dejando
por escrito sus vivencias en la
Segunda Guerra Mundial (seis volúmenes
aparecidos entre 1948 y 1954).
En el verano de 1949 sufrió un
primer y leve ataque de apoplejía que no
le impidió presentarse de nuevo a
las elecciones en 1951, apoyándose en
el ala liberal de su partido.
Ganó esta vez y formó un nuevo gobierno.
Pero su capacidad no era la de
seis años antes y cedió grandes parcelas
de decisión a sus colaboradores
(en aquellas fechas se hablaba
oficiosamente en Londres de un
«primer ministro a media jornada»). En
1953 sufrió un nuevo y más grave
ataque de apoplejía que le obligó a
abandonar temporalmente el poder
y que llevó a hablar abiertamente de la
necesidad de un recambio. Sin
embargo, ese mismo año se produjo un
acontecimiento inesperado. La
Academia Sueca dio la campanada cuando
anunció el ganador del Premio
Nobel de Literatura: el primer ministro
británico Winston Churchill, de
setenta y nueve años. La concesión
resultó controvertida. Pese a que
poseía una vasta obra escrita que iba
desde las crónicas de guerra a
los relatos históricos pasando por sus
análisis de las contiendas
mundiales, sus discursos o varios relatos de
viajes, muchos consideraron que
la concesión del premio fue una
compensación de la Academia
puesto que el Comité Nobel del Parlamento
noruego no quiso entregarle el de
la Paz. Además, aunque la Academia
justificó el premio a Churchill
«por su maestría en la descripción
histórica y biográfica así como
por su brillante oratoria en defensa de
elevados valores humanos», varios
sectores cuestionaron la calidad
literaria de su obra. No
obstante, el premio fue una concesión que no
pudo disimular la decadencia de
sus facultades, por lo que en abril de
1955 decidió dimitir
definitivamente del cargo de primer ministro. La
noche anterior, en un gesto sin
precedentes, la reina Isabel II aceptó
su invitación a cenar en Downing
Street. Rechazó por segunda vez el
título de duque que se le había
propuesto (ya lo había hecho diez años
antes, aunque sí aceptó el de
caballero). Pese a que mantuvo su escaño
no volvió a intervenir en el
Parlamento y quedó prácticamente replegado
en su ámbito privado, en el que
falleció, a los noventa años, el 24 de
enero de 1965.
Entre el público que asistió a
los actos celebrados los días posteriores
a su muerte (funeral y traslado
del féretro) figuraban jóvenes que
habían nacido al final de la
guerra o inmediatamente después. Para ellos
la figura de Winston Churchill
era ya algo que pertenecía más al terreno
de la leyenda que al de la
realidad. Aquel hombre había estado apenas
presente en la opinión pública
durante algunos años de su infancia y sin
embargo había sobrevivido hasta
la mitad de la década de 1960. Ellos
eran el futuro y Churchill
representaba el siglo XX, era una figura que,
surgida de la Belle Époque
anterior a la Primera Guerra Mundial, había
participado activamente en las
dos contiendas mundiales y el turbulento
período que había transcurrido
entre ellas. Si esos jóvenes podían vivir
en un mundo libre y en un país
democrático en el que planear un futuro
en paz era gracias a la obra de
uno de los hombres que habían puesto las
bases del mundo de posguerra.
Unas bases que demostraron ser sólidas y
han permitido el desarrollo de su
país y de toda Europa durante más de
medio siglo.
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