martes, 4 de noviembre de 2025

32 WINSTON CHURCHILL.

 



 

 

El hombre que plantó cara al nazismo

 

De pocos políticos del siglo XX se ha escrito tanto como de Winston

Churchill. Este hecho no se ha debido a su dilatada carrera política en

su país de origen, Gran Bretaña; a su personalidad polémica, provocadora

e incluso polemista; ni siquiera a haber sido un escritor prolífico y

exitoso. La imagen de Churchill está asociada en la memoria colectiva

europea a la Segunda Guerra Mundial. Para ser más exactos, al año que

transcurrió entre julio de 1940 y julio de 1941, cuando estuvo al frente

del gobierno del único país de Europa que había quedado en pie después

de haber declarado la guerra al Tercer Reich. Fueron esos meses heroicos

de resistencia ante la potencia militar que arrasaba el continente los

que elevaron a Churchill desde la categoría de político hasta la de

símbolo colectivo de lucha contra el fascismo, la violencia y la

sinrazón. ¿Quién estaba detrás de la imagen de ese hombre que caminaba

por las ruinas en llamas del Londres bombardeado por la Luftwaffe

comprobando el estado en que había quedado la ciudad y animando y

consolando a sus habitantes? Ésta es una pregunta a la que sólo el

acontecer de su ajetreada vida puede dar respuesta.

 

La primera mitad del siglo XX fue un tiempo de crisis prolongadas y

transformaciones radicales. Si el siglo comenzó con la hegemonía mundial

de las potencias europeas, que dominaban el mundo mediante inmensos

imperios coloniales, cuando frisaba su ecuador aquellos imperios estaban

en vía de desvanecerse y la hegemonía mundial había pasado a dos nuevas

superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética. Gran Bretaña vivió

aquellas décadas como un tiempo de profunda reestructuración. Comenzó el

siglo cediendo a Estados Unidos el puesto de primera potencia económica

mundial y llegó a 1950 con el proceso de desguace de su imperio

colonial, el primero del mundo, ya puesto en marcha. No fueron unos años

sencillos. Dos guerras mundiales (la Primera entre 1914 y 1918 y la

Segunda de 1939 a 1945) fueron los trágicos jalones que marcaron el

discurrir de los británicos y de todos los europeos, puesto que fue la

vieja Europa uno de los escenarios en los que se vivió con mayor

intensidad las calamidades de dos conflictos bélicos cuyas dimensiones

nunca se habían conocido antes. En ese tránsito de primera potencia

imperial del mundo a nación replegada en su insularidad europea es en el

que se enmarca la vida y la acción política de Churchill.

 

 

 

La juventud imperial de Mr. Churchill

 

Winston Leonard Spencer-Churchill (que durante toda su vida pública usó

el nombre de Winston Churchill) nació el 30 de noviembre de 1874. Era

hijo de lord Randolph Henry Spencer-Churchill (tercer hijo del duque de

Marlborough) y de Jennie Jerome, la hija de un millonario estadounidense

de ascendencia franco-escocesa. Ambos se habían casado furtivamente en

París ya que la aristocrática familia del novio se oponía a la relación

y, siete meses más tarde, en el palacio de Blenheim, la fabulosa mansión

que en el siglo XVIII había construido el primer duque de Marlborough en

la comarca de Oxfordshire, durante la celebración de un baile, lady

Churchill se sintió indispuesta por los dolores del parto. Ni siquiera

pudo llegar a sus habitaciones y tuvo que dar a luz en el guardarropa de

señoras al primogénito de sus dos hijos varones.

 

Su padre (1849-1895) fue un destacado miembro del Partido Conservador,

que había sido elegido como diputado para la Cámara de los Comunes en

1873 y que, tras enrolarse en el ala avanzada del partido, contribuyó de

una forma definitiva a su renovación y al triunfo electoral de 1886,

tras el cual llegó a ocupar el cargo de canciller del Exchequer

(equivalente a ministro de Hacienda) dentro del gabinete presidido por

lord Salisbury. Tan sólo duró cuatro meses en el cargo, del que dimitió

sorpresivamente para retirarse de la política, parece que a raíz de un

enfrentamiento con los ministros militares del gobierno. Fue el fin de

su carrera, tras el cual se retiró absolutamente de la vida pública y se

dedicó a languidecer en privado con actividades que no le reportaban

ningún beneficio y que mermaban de forma notable el patrimonio familiar.

 

Mientras tanto, su hijo seguía la clásica educación victoriana, basada

en el aislamiento de la familia (mediante el internamiento del alumno),

la férrea disciplina y los castigos físicos. El hijo de lord Churchill,

que había pasado sus cinco primeros años de vida en Irlanda, ingresó en

una escuela digna de la familia aristocrática de la que procedía, aunque

fuese de una rama segundona. Se trataba de la escuela de Saint James de

Ascot, que tuvo que abandonar a los pocos meses de ingresar en 1881 por

problemas de salud. Aquel niño del que se esperaba que destacase en un

sistema educativo asfixiante y amenazador se demostró desde los primeros

años un inadaptado y un rebelde empedernido. Fue trasladado

posteriormente a otro centro en Brighton (se creyó que el aire marino

sería beneficioso para su salud) y a la prestigiosa escuela de Harrow

(donde no aprobó el examen de acceso pero fue finalmente admitido por

ser hijo de tan célebre político). El joven Winston no terminó la

educación reglada, decepcionando las expectativas que en él se habían

depositado, y su estancia durante once años en aquellos tres colegios

sólo sirvió para acumular castigos y resentimiento.

 

Así que el futuro del adolescente fue un quebradero de cabeza para sus

padres. Siguiendo una de las vías usuales en las ramas secundarias de la

nobleza, decidieron que se matriculase en la Academia militar de

Sandhurst. Tras suspender tres veces el examen de ingreso, sólo pudo

aprobar como cadete de caballería (para esta arma el candidato debía

disponer del patrimonio suficiente para pagarse la montura y su equipo,

por lo que la demanda de plazas era menor que en el resto). Dicha

modalidad de ingreso tampoco fue del agrado de sus padres, ya que lo

elevado de los gastos no iban bien a una familia que había ido perdiendo

estatus social y económico a medida que su cabeza iba declinando.

 

Sin embargo, el joven Churchill comenzó su instrucción en la Academia

militar de Sandhurst y allí descubrió una de sus vocaciones, el

ejército. Mientras que la disciplina de los colegios se le había hecho

insoportable y su carácter rebelde le había llevado a encararse a sus

superiores, en cuanto ingresó en la institución descubrió con placer que

en el ambiente marcial, donde la disciplina era infinitamente mayor,

disfrutaba con el ejercicio físico, el compañerismo entre los reclutas y

el desarrollo de los conocimientos militares y la estrategia. Terminó su

formación militar en febrero de 1895 obteniendo el grado de subteniente

de húsares, y pronto comenzó a ejercer sus deberes militares en

diferentes lugares del mundo. Se estrenó ese mismo año, pasando un mes

como observador en la guerra colonial que mantenían los rebeldes cubanos

con el poder colonial español; de ahí pasaría dos veces a la India,

Sudán (donde jugó un papel relevante en la batalla de Ondurman, que

decidió la guerra a favor de Gran Bretaña) y Sudáfrica. Mostró un gran

interés por estar en lugares en los que hubiese acción militar, para lo

que se sirvió de los contactos de su madre, que acababa de enviudar.

 

Fueron también años —sobre todo los transcurridos en la India— de

lectura voraz y estudio autodidacta, ya que por entonces fue

desarrollando una actitud intelectual y un interés creciente por la

escritura. Como en aquellos años estaba permitido combinar la dedicación

militar con determinadas profesiones, Churchill alternó y comenzó a

publicar sus crónicas en diferentes periódicos. Durante su segunda

campaña se decidió a superar el periodismo y comenzó a escribir libros

sobre sus vivencias en otros continentes. Así aparecieron La historia de

la Malakand Field Force en 1898 y al año siguiente The River War

(traducida al castellano como La guerra del Nilo), relatos de gran

formato en los que mezcla la autobiografía y la crónica vivaz de sus

estancias en tierras exóticas. Estos primeros frutos de la pluma de

Churchill alcanzaron un éxito notable tanto en Gran Bretaña como en

Estados Unidos, hecho al que contribuyeron las críticas vertidas en

ellos contra altos mandos militares, que encendieron una viva polémica.

 

La celebridad de los libros y crónicas periodísticas publicados en Gran

Bretaña por el joven oficial de caballería no sólo llamaron la atención

de la opinión pública sobre su persona, sino que hicieron nacer en su

entorno personal la idea de que intentase emprender la carrera política,

que tan abruptamente había dejado su padre. Sin lugar a dudas la opción

en la que militar sería el Partido Conservador, el mismo al que tanto

había aportado su padre, que le encontró un hueco en la circunscripción

inglesa de Oldham para las elecciones de 1899. No tuvo éxito, por lo que

hubo de buscar una dedicación con la que salir adelante (había

renunciado a su cargo militar para presentarse a las elecciones). La de

corresponsal de guerra parecía la más adecuada, y un nuevo escenario

bélico acababa de surgir para desempeñar dicha profesión, Sudáfrica.

Allí había estallado una guerra entre Gran Bretaña y los descendientes

de los antiguos colonos holandeses, los llamados bóers, por el control

total del territorio, clave en el proyecto imperial británico en África.

La guerra no empezó bien, ya que un enemigo que teóricamente era muy

inferior infligió varias derrotas al poderoso ejército colonizador, y el

desánimo había cundido en la opinión pública. Sin embargo los diarios

comenzaron a recoger una historia que polarizó la atención, la de un

joven arriesgado que salvó un tren blindado británico de un ataque bóer

haciéndose provisionalmente con el mando y pasando a todos los heridos a

los primeros vagones del convoy, que posteriormente fue hecho

prisionero, escapó de sus carceleros, logró abrirse camino en territorio

enemigo sin conocer su idioma (el afrikaans), llegó a la neutral

Mozambique y telegrafió a su periódico la crónica de su peripecia.

Aquello fue considerado algo sensacional y alcanzó inmediatamente una

gran resonancia pública, y su protagonista era nada menos que el hijo de

lord Churchill, que un año más tarde lo publicó todo en su libro La

guerra de los bóers. De Londres a Ladysmith vía Pretoria. Una vez a

salvo solicitó su readmisión como oficial de caballería y permaneció

durante un año combatiendo en aquella contienda, que finalmente ganarían

los británicos.

 

Tal fue la celebridad que le proporcionó el episodio, que volvió a

renunciar al ejército para volver a presentarse a las elecciones que se

celebraron en octubre de 1900 por el mismo distrito en el que había

fracasado pocos meses antes. Pero aquella vez triunfó, haciendo su

entrada en la Cámara de los Comunes. El ancho mundo había resultado muy

atractivo para el joven oficial de caballería británico que se dejaba

llevar por su juventud, pero pronto descubriría que en su país natal

podía desempeñar tareas tan apasionantes o más.

 

 

 

Un político poco interesado en la discreción

 

En el invierno de 1900-1901 un joven aventurero y escritor británico de

nombre Winston Churchill comenzó un ciclo de conferencias por Estados

Unidos. Como carta de presentación tenía sus crónicas periodísticas de

seis años ejerciendo como corresponsal de guerra, su experiencia militar

y el reciente escaño que había obtenido en las elecciones de su país. En

Nueva York, el encargado de presentarle ante el público fue el escritor

Mark Twain, ya sexagenario, que no dudó en pronunciar las siguientes

palabras: «Señoras y señores, tengo el honor de presentarles a Winston

Churchill, héroe de cinco guerras, autor de seis libros y futuro primer

ministro de Inglaterra». La broma fue inmediatamente captada por todos,

pero el hombre a quien estaba dedicada demostró pronto que no se tomó

tan a broma las palabras de su anfitrión estadounidense.

 

En 1901 ocupó su escaño en la Cámara de los Comunes del palacio de

Westminster, pronunciando su primer discurso en el mes de marzo. Sin

embargo no le fue encomendado ningún cargo de responsabilidad por los

gabinetes sucesivos de Salisbury y Arthur Balfour, sino que quedó

relegado a diputado de pelotón, posición que no le agradaba en absoluto.

Por ello y ante la creciente descomposición política de los

conservadores, en mayo de 1904 cometió la temeridad de traicionar al

partido que le había abierto sus puertas y en el que había militado su

padre para pasar a engrosar las filas de su gran rival, el Partido

Liberal. La mayoría de sus compañeros de escaño no se dejaron engañar

por su pretexto de discrepar con la política de libre comercio y

derechos aduaneros; de hecho, los temas económicos no le interesaron

nunca, aunque desempeñó importantes cargos de responsabilidad en este

ámbito. Al año siguiente apareció la biografía que en aquel momento

estaba escribiendo sobre su padre; muchos quisieron ver en la acción del

hijo una reproducción de los gestos altaneros y autosuficientes de lord

Randolph. Pero no hace falta recurrir a antecedentes familiares para

explicar aquel episodio ya que formaba parte del peculiar estilo

político que Winston Churchill fue desarrollando a lo largo de una

carrera política de más de cincuenta años. Según el historiador francés

Marc Ferro, «a ese hombre intempestivo y de talento reconocido por todos

le gustaba ser insoportable. Intervenía en el Parlamento en cualquier

circunstancia y hablaba si era necesario delante de los bancos vacíos,

como un actor sin papel que siempre se colocaba al frente del escenario.

Pero la prensa recogía con gusto elementos de sus alocuciones…».

 

La provocación, los gestos tajantes, la actitud arrogante, el gusto por

hacer sentir incómodos tanto a sus rivales como a sus compañeros, todo

ello era parte del peculiar modo de actuar en política de un hombre

inteligente, sensible y con un peculiar olfato para desentrañar las

claves de los acontecimientos políticos al tiempo que se iban

sucediendo. Junto a su labor periodística y narrativa, la sagacidad

política fue uno de los puntales de su prestigio en el medio político

británico. Además, según pasaban los años se ganó cierta fama de

imprevisible, lo que le hizo muy importuno para los primeros ministros

de los gobiernos de los que formó parte. Según el escritor e historiador

alemán Sebastian Haffner, «en el transcurso de los años había generado

demasiados titulares. (…) Churchill parecía siempre predestinado a

causar sensación, acaso sin pretenderlo. (…) La primera vez, en la

guerra de los bóers, esta cualidad le había permitido abrirse paso, pero

lo cierto es que desde entonces no hizo sino perjudicar su reputación».

 

De hecho los liberales no terminaron de considerarle como un extraño,

aunque le recibieron con alborozo, como una muestra más del clima

político que les llevaba a formar gobierno, así como por destacar desde

el primer momento en su oposición contra los conservadores. Éstos por su

parte lo convirtieron en objeto de su odio por la traición cometida. El

caso es que el cambio de partido fue premiado a corto plazo,

satisfaciendo las expectativas del tránsfuga. En las elecciones de enero

de 1906 obtuvo su primer escaño por los liberales y fue nombrado

secretario de Estado para las Colonias por el gobierno que presidía el

liberal Campbell-Bannerman. Bajo su sucesor Asquith, que ocupó el 10 de

Downing Street en 1908, accedió por primera vez a cargos ministeriales,

en este caso al de Comercio, y más tarde fue trasladado al de Interior.

Aunque demostró ser un ministro eficaz, su cercanía al «ala radical» del

partido (que defendía dotarle de mayor contenido social, era

especialmente crítica con su cúpula y estaba liderada por David Lloyd

George) hizo de él un individuo muy incómodo para los dirigentes

liberales. Para neutralizarle, Asquith supo aprovecharse de su vocación

militar y le nombró en 1911 ministro de Marina y Primer Lord del

Almirantazgo, lo que ponía bajo su mando a la Armada Real Británica, la

más poderosa del mundo en ese momento. La treta se mostró infalible ya

que las ambiciones coloniales de Alemania hacían presagiar la

posibilidad de una guerra europea y Churchill se entregó en cuerpo y

alma a prepararla desde su nuevo cargo. Modernizó técnicamente la

armada, la dotó de nuevo potencial ofensivo y renovó la cúpula de mando

pensando en una posible confrontación con la más pequeña pero mucho más

moderna armada alemana. No pasaría mucho tiempo hasta que se hizo

necesario poner en funcionamiento las reformas bélicas por él emprendidas.

 

 

 

La gran guerra y después

 

El verano de 1914 se recuerda por ser uno de los más frenéticos en la

política europea del siglo XX. El asesinato en Sarajevo del archiduque

Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono austro-húngaro, el

28 de junio dio paso a mes y medio de declaraciones de guerra que

enfrentaron durante cuatro años a Alemania y Austria-Hungría con el

Reino Unido, Francia y Rusia. Tras décadas de rivalidad política,

colonial y económica, las grandes potencias europeas del siglo XIX se

embarcaban en una guerra por la supremacía internacional que desencadenó

una oleada de muerte y destrucción de dimensiones desconocidas. Ésa es

la razón de que hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial a

finales de la década de los treinta la Primera fuese conocida

sencillamente como «la Gran Guerra».

 

Cuando Gran Bretaña declaró la guerra al Imperio alemán el 4 de agosto

de 1914 el gobierno estaba presidido por el liberal Herbert Henry

Asquith, que junto a su ministro de la Guerra, Herbert Kitchener, y al

de Marina, Winston Churchill, fueron quienes delinearon la estrategia

británica durante los primeros meses de contienda. Sin embargo el último

no logró permanecer en el cargo ni siquiera un año completo. Pese a que

las medidas que había tomado desde 1911 se revelaron adecuadas para la

contienda que se desencadenó tres años después, varias decisiones

arriesgadas una vez iniciadas las hostilidades le costaron el puesto. En

otoño amagó con ponerse al frente de las tropas aliadas sitiadas en la

plaza de Amberes (Bélgica y Luxemburgo habían sido ocupadas por Alemania

y el grueso de la batalla se libraba en el norte de Francia). A

principios de 1915 defendió la estrategia de desbloquear la guerra (que

ya se había estancado en lo que se conoció como «guerra de posiciones»,

consistente en largas batallas libradas desde frentes de trincheras que

no se movían durante meses) abriendo por sorpresa un nuevo frente en los

Balcanes, que consideraba el punto débil del enemigo. Logró imponer esta

visión a sus compañeros de gobierno pero la operación fracasó. El 18 de

marzo de 1915, fuerzas británicas desembarcaron en la península de

Gallípoli, en los Dardanelos, con el objetivo de atacar Turquía, aliada

de Alemania, y desde allí ascender rápidamente hacia el norte. Los

turcos lograron neutralizar la ofensiva británica echando por tierra la

operación; la insistencia de Churchill en resistir en ese nuevo frente

precipitó su pérdida de apoyos en la armada y que fuese depuesto el 17

de mayo. Además, su caída se había vuelto inevitable desde el momento en

que se hizo necesario un gobierno de concentración para mantener el

esfuerzo bélico. Como era de esperar, los conservadores exigieron como

condición para entrar en dicho gobierno la cabeza del ministro de Marina.

 

Apeado de la dirección de la guerra, Churchill no quiso permanecer al

margen de ella, así que solicitó su readmisión en el ejército y se

trasladó al frente occidental en otoño, pasando siete meses como oficial

en Flandes. Pese a su deseo de entrar en acción, la desesperante

dinámica bélica impuesta en ese frente le impidió destacarse en combates

contra el enemigo, por lo que solicitó nuevamente su baja militar y en

mayo de 1916 volvía a ocupar su escaño en la Cámara de los Comunes. Ese

mismo año se renovó la cabeza del gobierno de concentración, pasando a

ocupar el cargo de premier Lloyd George, antiguo compañero de Churchill

antes de su nombramiento para el Ministerio de Marina. Aunque en los

primeros meses no pudo conceder una cartera a su antiguo camarada porque

su postura era todavía muy débil frente a los conservadores, quienes

mantenían su veto sobre el ex ministro y veían con desconfianza su

trayectoria durante la contienda, fue afianzándose hasta que en julio de

1917 le nombró ministro de Armamento sin consultar a los conservadores y

con gran revuelo público. Churchill ocupó ese cargo hasta el armisticio,

a partir del cual pasó a desempeñar sucesivamente las carteras de

Guerra, del Aire y de las Colonias. Hasta que cayó ese gobierno en 1922

se convirtió en uno de los más cercanos colaboradores del primer

ministro, llegando a ser conocido como «la sombra de Lloyd George». No

era la primera vez que presidía un departamento del gobierno y fue

creciendo su fama como buen administrador de los asuntos públicos. En

opinión de Sebastian Haffner, «Churchill siempre fue un excelente

ministro de gabinete, enérgico y lleno de ideas, aunque también un poco

propenso a entrometerse en la jurisdicción de sus colegas, y

prácticamente todos sus cargos están vinculados a algún mérito

históricamente significativo». Pero el ejercicio de las altas

responsabilidades del gobierno, que tanto le apasionaban, no fueron

suficientes para acallar su inquietud y poco a poco se fue gestando otro

de los golpes de timón que cambiarían la carrera de Churchill y que

dejarían sin habla a la opinión pública.

 

 

 

De ministro liberal a reaccionario conservador

 

En 1922 se rompió la coalición entre los partidos Liberal y Conservador

que había llevado a Gran Bretaña a la victoria en la Gran Guerra y que

había sido vista como garantía de estabilidad para los momentos

posteriores a la firma del armisticio. A partir de ese momento se abrió

un período de profundos cambios. Fueron los años en que se resquebrajó

el tradicional sistema bipartidista británico, ya que a la izquierda de

los liberales había surgido el Partido Laborista (muy cercano a la

ideología socialista y popular entre las masas obreras) que le estaba

comiendo el terreno a pasos agigantados. Entre 1922 y 1924 Churchill no

ganó en las elecciones y no obtuvo escaño en los Comunes. Frente al

cambiante panorama político propuso temporalmente la creación de un

partido de centro que sirviese de colchón y contrapeso de los extremos

políticos. Pero ideológicamente, desde el final de la guerra llevaba

experimentando un regreso a sus postulados conservadores. Un regreso

vehemente y vigoroso, ya que el motivo que acabó con las veleidades

progresistas de Churchill fue la Revolución rusa de 1917 y el

consiguiente surgimiento del comunismo como movimiento político a escala

internacional, que consideró desde el principio como un peligro inmenso

para la supervivencia de su país y de la misma civilización europea. Ya

dio muestras tempranas de estas actitudes en los momentos finales de la

guerra, mostrándose partidario de prolongar la actividad bélica en el

frente oriental con el objetivo de apoyar a los sublevados contra el

poder soviético en Rusia, y en el ámbito nacional vertió su

animadversión hacia el comunismo en el nuevo y pujante Partido

Laborista, que en realidad distaba mucho de comulgar con el bolchevismo.

 

Así estaban las cosas cuando en 1924 fue admitido de nuevo en el Partido

Conservador, liderado ahora por Stanley Baldwin, pero con reservas y sin

muestras públicas de reconciliación. Churchill repetía el gesto que

había realizado veinte años antes y de nuevo era recibido con estupor

por la opinión pública. Pese al paso del tiempo parecía seguir

conservando intacta su capacidad para generar titulares en la prensa, y

con motivo. No obstante y gracias a que se había ganado una gran fama

entre los sectores más ultramontanos del conservadurismo por su

anticomunismo militante, Baldwin lo incluyó cuando formó gobierno en

1925 (con el apoyo de los liberales y tras el primer y fugaz gabinete

laborista). Pero no estaba muy dispuesto a que le amargase la labor de

gobierno, por lo que decidió concederle una cartera, la de Hacienda, que

le mantuviese ocupado y que no estimulase su ya de por sí vigorosa

iniciativa. Sabía que no rechazaría su nombramiento como canciller del

Exchequer (por haber sido el puesto que había ocupado su padre en el

gobierno) pese a que no le interesase su área de trabajo. Y así fue

efectivamente. Churchill ocupó el cargo hasta 1929; durante su mandato

se aprobó el regreso de Gran Bretaña al patrón oro, decisión que le

valió duras críticas del economista John Maynard Keynes, aunque la

opinión pública la aceptó positivamente, y jugó un papel destacado en la

respuesta del gobierno a la huelga general convocada por los sindicatos

en 1926. Pero su nuevo cargo no aumentó su interés por las cuestiones

fiscales, aunque lo desempeñó impecablemente, como el resto de sus

gestiones al frente de un ministerio. Fueron años en los que se centró

con renovada pasión en la escritura, que culminó con la publicación de

su visión personal de la Primera Guerra Mundial (los cinco volúmenes de

su Crisis mundial se publicaron entre 1923 y 1931) y que continuaron a

lo largo de la década siguiente, en los que publicó una gran biografía

de su antepasado el primer duque de Marlborough (destacado militar de

comienzos del siglo XVIII) y una Historia de los pueblos de habla inglesa.

 

Esta fecundidad narrativa a lo largo de la década de 1930 se debe a que

durante todo ese período estuvo fuera del gobierno (aunque los

conservadores gobernaron desde 1935). Fueron años en los que compaginó

su escaño en los Comunes con una exitosa actividad como columnista y con

un cierto repliegue a su vida familiar. En 1908 se había casado con

Clementine Hozier y habían tenido juntos un hijo y tres hijas. Fue un

matrimonio discreto y que duró toda la vida. Si Churchill salía con

cierta asiduidad en la prensa por su actividad política, nunca lo hizo

por su vida familiar. Fueron también años de soledad política, puesto

que fue prácticamente la única voz que se levantó contra la política de

apaciguamiento aplicada por los gobiernos británicos para intentar

contentar a la Alemania de Hitler. Churchill se había mostrado contrario

con anterioridad a estrategias de cesión parcial para acabar con

conflictos en los que consideraba que las cuestiones de principio

jugaban un papel importante, tal fue el caso de la política desarrollada

con los independentistas indios liderados por Gandhi. Cuando en 1933

Hitler llegó al poder y puso en marcha una política militar de rearme y

una internacional de expansión territorial, Churchill percibió

inmediatamente el peligro. En palabras de Marc Ferro, «Winston

Churchill, solo contra todos, hizo saltar la alarma contra Hitler, “un

peligro para la paz y la civilización”. Lo hizo ya en 1933. Pero nadie

le escuchaba, pues en los círculos políticos era “un hombre acabado”, un

has been». Efectivamente, sus críticas eran consideradas como un

discurso trasnochado, romántico, poco realista con la situación

internacional, pronunciado por un viejo partidario de la guerra como

solución de lo que consideraba como amenazas. Pero el tiempo se

dedicaría a demostrar en breve que no estaba tan alejado de la realidad

y que el riesgo bélico que representaba Hitler era muy real.

 

 

 

La cima de una carrera política

 

La política de acercamiento no disimulado a Alemania practicada desde

1937 por el nuevo primer ministro conservador, Neville Chamberlain,

comenzó a mostrarse insuficiente a finales de 1938, puesto que no

lograba frenar las reclamaciones crecientes del Reich. El gobierno nazi,

tras la zona desmilitarizada de Renania, Austria y Bohemia, enfocaba

ahora sus apetencias territoriales hacia Polonia. La creciente actividad

diplomática encaminada a intentar desactivar un mecanismo bélico que

Hitler ya había puesto en marcha fracasó definitivamente el 1 de

septiembre de 1939, cuando sus tropas traspasaron la frontera polaca

comenzando una rápida invasión. Dos días después Gran Bretaña declaraba

la guerra a Alemania y Chamberlain remodelaba su gobierno, otorgando a

Churchill la cartera de Marina y el puesto de Primer Lord del

Almirantazgo. Era el reconocimiento público de que tenía razón en sus

llamadas para frenar a Hitler y un encargo para que pusiese a punto la

armada para entrar en combate. No iba a resultar tarea fácil puesto que

Alemania se había remilitarizado más deprisa y profundamente que las

potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial.

 

El invierno pasó con la infructuosa campaña de Noruega, que intentó

frenar el abastecimiento de materias primas procedentes de países

escandinavos con destino a la industria de guerra alemana. El fracaso de

la iniciativa supuso un desgaste del gobierno Chamberlain, que se

desmoronó con la ofensiva alemana sobre Francia. Ante el derrumbamiento

del único aliado contra el Reich, el premier dimitió y el rey Jorge VI

llamó a Churchill para encabezar un gobierno de concentración con

laboristas y liberales. Se trataba de un doble mensaje a la opinión

pública. En primer lugar, el logro prioritario de la unidad nacional

para hacer frente a la crisis bélica; en segundo lugar, establecer como

objetivo prioritario la victoria, encargando la formación de gobierno al

hombre que había defendido la guerra con Alemania como única forma de

preservar el orden internacional y la supervivencia nacional.

Indudablemente Churchill era el hombre necesario para la hora más oscura

de la historia de Gran Bretaña.

 

Él mismo dejó claro su planteamiento de la situación en sus primeros

discursos tras el nombramiento. El 13 de mayo declaraba ante la Cámara

de los Comunes, dirigiéndose a los ministros del nuevo gobierno y por

extensión al conjunto de la ciudadanía: «No tengo nada que ofrecer que

no sea sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos delante de nosotros

una terrible prueba que reviste la más seria gravedad. Tenemos delante

de nosotros muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento»; y tras la

derrota de Francia, el 18 de junio, declaraba: «(…) la batalla de

Francia ha tocado a su fin. La batalla de Inglaterra puede empezar en

cualquier momento. Del resultado de esta batalla depende la civilización

cristiana. Nuestros modos y costumbres dependen de ella. (…) Toda la

furia y el poder del enemigo se abatirán muy pronto sobre nosotros.

Hitler sabe que, si no nos reduce a la impotencia en nuestra isla,

perderá la guerra. Si llegamos a plantarle cara, toda Europa recuperará

un día su libertad. (…) Si caemos, entonces el mundo entero, incluido

Estados Unidos, se sumirá en el abismo de una nueva barbarie…». Las

sospechas del nuevo premier no tardaron en hacerse realidad. Entre julio

y octubre tuvo lugar la batalla de Inglaterra, que enfrentó a la fuerza

aérea alemana (la Luftwaffe) con la RAF (Real Fuerza Aérea británica).

Los bombardeos sobre instalaciones militares y objetivos civiles fueron

masivos, las pérdidas humanas enormes, pero se logró rechazar la

agresión alemana. La imagen del primer ministro caminando entre las

ruinas humeantes de Londres haciendo con la mano el símbolo de la

victoria y escuchando y consolando a sus habitantes pasó inmediatamente

a la Historia.

 

Durante el período que va de junio de 1940, en que llegó al cargo, a

junio de 1941, en que Gran Bretaña estuvo sola frente a Hitler,

desarrolló una energía y actividad inagotables para resistir frente al

poder nazi. Relegó a los antiguos partidarios del apaciguamiento,

unificó el mando militar nombrándose ministro de Defensa (cargo de nueva

creación que dejaba a los restantes ministros militares bajo sus

órdenes) así como presidente de los Estados Mayores de todas las fuerzas

armadas, puso en marcha la movilización masiva de hombres y recursos,

desarrolló una gran actividad propagandista pronunciando innumerables

discursos para mantener alto el ánimo de la población y, finalmente,

mantuvo una intensa correspondencia privada (al margen de los cauces

diplomáticos normales) con el presidente de Estados Unidos, Franklin

Delano Roosevelt, a quien expuso su convicción de que si no entraba en

la contienda Hitler intentaría hacerse con el control del Atlántico.

Esta táctica tendría su éxito definitivo en diciembre de 1941, cuando

tras el ataque japonés a la base de Pearl Harbor, Estados Unidos dio el

paso de entrar en la guerra y apoyar a Gran Bretaña.

 

Desde entonces los esfuerzos del premier británico se encaminaron a

intentar dirigir la coalición internacional de potencias, de la que

formaba parte también la URSS, que había entrado en guerra con Alemania

tras sufrir un ataque sin previa declaración de guerra en junio de 1941.

Para ello realizó numerosos viajes con el objeto de establecer reuniones

y acuerdos a dos y a tres bandas. Mientras desarrollaba este plan

director prestó ayuda a la URSS y apoyó a De Gaulle en la organización

de una estructura política de resistencia a la ocupación nazi de

Francia. Defendió una estrategia mediterránea y balcánica antes de abrir

un frente occidental en Francia, que fue rechazada en la Conferencia de

Teherán (febrero de 1943) por sus aliados, pese a lo cual se llevó a

cabo la campaña de Italia y apoyó al mariscal Tito en Yugoslavia.

 

En los últimos meses de la guerra se mezclaron los momentos de dolor con

los de júbilo por la aproximación de la victoria definitiva contra el

nazismo. En noviembre de 1944, Churchill acompañó a De Gaulle en su

entrada en el París recién liberado. Su paseo por los Campos Elíseos fue

uno de los momentos más gratificantes de la guerra. Sin embargo, en la

Conferencia de Yalta (febrero de 1945) se escenificaron las diferencias

entre los aliados y se frustró definitivamente su proyecto de mantener a

Stalin y el comunismo aislado en Rusia, ya que éste dejó claro que no

iba a renunciar a un área de influencia en Europa oriental. Poco

después, a las 15 horas del 8 de mayo, desde el número 10 de Downing

Street anunciaba al país por la radio el final de la guerra. Era el

colofón glorioso a unos años de una dureza extraordinaria en los que él

había jugado un papel esencial y que sin lugar a dudas constituyeron la

cima de su carrera política. Churchill había abandonado su halo de

político voluble y poco realista de los años treinta para convertirse en

el símbolo de la victoria militar más importante en la historia de Gran

Bretaña. Pero la gloria en el poder le duraría muy poco.

 

 

 

El ocaso del político

 

La derrota de Alemania y el fin de la guerra supuso la liquidación de la

coalición de concentración nacional que había mantenido a Churchill como

primer ministro. El mes de julio se celebraron elecciones y para

sorpresa del resto de Europa, triunfó el laborista Clement Attlee, que

permanecería en el poder hasta 1951. La cercanía del fin de la guerra a

la derrota electoral de Churchill le proporcionó sin embargo una salida

brillante del poder. Los años posteriores fueron de declive en su

actividad interior (se encontraba sumamente agotado física y mentalmente

tras seis largos años de guerra) y de gran prestigio internacional. Pese

a que mantuvo su escaño, se dedicó intensamente a la escritura, dejando

por escrito sus vivencias en la Segunda Guerra Mundial (seis volúmenes

aparecidos entre 1948 y 1954).

 

En el verano de 1949 sufrió un primer y leve ataque de apoplejía que no

le impidió presentarse de nuevo a las elecciones en 1951, apoyándose en

el ala liberal de su partido. Ganó esta vez y formó un nuevo gobierno.

Pero su capacidad no era la de seis años antes y cedió grandes parcelas

de decisión a sus colaboradores (en aquellas fechas se hablaba

oficiosamente en Londres de un «primer ministro a media jornada»). En

1953 sufrió un nuevo y más grave ataque de apoplejía que le obligó a

abandonar temporalmente el poder y que llevó a hablar abiertamente de la

necesidad de un recambio. Sin embargo, ese mismo año se produjo un

acontecimiento inesperado. La Academia Sueca dio la campanada cuando

anunció el ganador del Premio Nobel de Literatura: el primer ministro

británico Winston Churchill, de setenta y nueve años. La concesión

resultó controvertida. Pese a que poseía una vasta obra escrita que iba

desde las crónicas de guerra a los relatos históricos pasando por sus

análisis de las contiendas mundiales, sus discursos o varios relatos de

viajes, muchos consideraron que la concesión del premio fue una

compensación de la Academia puesto que el Comité Nobel del Parlamento

noruego no quiso entregarle el de la Paz. Además, aunque la Academia

justificó el premio a Churchill «por su maestría en la descripción

histórica y biográfica así como por su brillante oratoria en defensa de

elevados valores humanos», varios sectores cuestionaron la calidad

literaria de su obra. No obstante, el premio fue una concesión que no

pudo disimular la decadencia de sus facultades, por lo que en abril de

1955 decidió dimitir definitivamente del cargo de primer ministro. La

noche anterior, en un gesto sin precedentes, la reina Isabel II aceptó

su invitación a cenar en Downing Street. Rechazó por segunda vez el

título de duque que se le había propuesto (ya lo había hecho diez años

antes, aunque sí aceptó el de caballero). Pese a que mantuvo su escaño

no volvió a intervenir en el Parlamento y quedó prácticamente replegado

en su ámbito privado, en el que falleció, a los noventa años, el 24 de

enero de 1965.

 

Entre el público que asistió a los actos celebrados los días posteriores

a su muerte (funeral y traslado del féretro) figuraban jóvenes que

habían nacido al final de la guerra o inmediatamente después. Para ellos

la figura de Winston Churchill era ya algo que pertenecía más al terreno

de la leyenda que al de la realidad. Aquel hombre había estado apenas

presente en la opinión pública durante algunos años de su infancia y sin

embargo había sobrevivido hasta la mitad de la década de 1960. Ellos

eran el futuro y Churchill representaba el siglo XX, era una figura que,

surgida de la Belle Époque anterior a la Primera Guerra Mundial, había

participado activamente en las dos contiendas mundiales y el turbulento

período que había transcurrido entre ellas. Si esos jóvenes podían vivir

en un mundo libre y en un país democrático en el que planear un futuro

en paz era gracias a la obra de uno de los hombres que habían puesto las

bases del mundo de posguerra. Unas bases que demostraron ser sólidas y

han permitido el desarrollo de su país y de toda Europa durante más de

medio siglo.

 

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